Sacudiendo con estupor la cabeza, Egwene retrocedió hasta las puertas que había descartado. «A algún sitio ha tenido que ir». Dentro de la primera, los escasos muebles eran bultos informes cubiertos con polvorientas telas y el aire parecía vaciado, como si nadie hubiera abierto la puerta desde hacía mucho tiempo. Hizo una mueca al comprobar que había huellas de ratones en el suelo. No se veían, sin embargo, pisadas humanas. Tras las otras dos puertas, que abrió apresuradamente, observó la misma escena. No la asombró aquel abandono, ya que en las galerías de las Aceptadas había más habitaciones vacías que ocupadas.
Cuando retiraba la cabeza del tercer dormitorio, advirtió a Nynaeve y Elayne que bajaban por la rampa sin apurar especialmente el paso.
—¿Se ha escondido? —preguntó con sorpresa Nynaeve—. ¿Ahí adentro?
—La he perdido. —Egwene volvió a escrutar los curvados balcones. «¿Adónde ha ido?» No era Elsa quien la intrigaba.
—De haber pensado que Elsa podía ser más veloz que tú —dijo, sonriendo, Elayne—, yo también la habría perseguido, pero siempre me ha parecido que estaba demasiado regordeta para correr. —Pese a sus palabras, en su sonrisa se traslucía preocupación.
—Tendremos que buscarla más tarde —decidió Nynaeve— y asegurarnos de que no se vaya de la lengua. ¿Cómo ha podido confiar la Amyrlin en esa chica?
—Creía que estaba a punto de alcanzarla —explicó Egwene—, pero se trataba de otra persona. Nynaeve, me he vuelto de espaldas un momento, y se ha esfumado. No me refiero a Elsa, ¡a ella ni siquiera la he visto!, sino a la mujer que he confundido con Elsa al principio. Ha desaparecido, sin más, y no sé por dónde.
—¿Una Sin Alma? —preguntó Elayne, conteniendo el aliento. Miró con nerviosismo en derredor, pero en la galería no había nadie aparte de ellas.
—No, no —repuso Egwene con firmeza—. No era… —«No voy a decirles que me ha hecho sentir como si fuera una mocosa de seis años, con un harapiento vestido y la cara sucia»—. No era un Hombre Gris. Era alta e impresionante, morena y de ojos negros. Nadie dejaría de reparar en ella aun en medio de una multitud. No la había visto nunca, pero creo que es una Aes Sedai. Tiene que serlo.
Nynaeve guardó silencio un momento, como si esperara a que agregase algo más, y luego dijo pacientemente:
—Si vuelves a verla, indícamelo. Si crees que existe una buena razón para ello. No tenemos tiempo para quedarnos charlando aquí. Quiero ver qué hay en ese almacén antes de que Elsa vaya con el chisme a alguien. Quizá se dejaron algo olvidado y no debemos darles ocasión a corregir posibles descuidos.
Al comenzar a andar junto a Nynaeve y Elayne, Egwene se dio cuenta de que aún apretaba con fuerza en la mano el anillo de piedra —«el ter’angreal de Corianin Nedeal»—. Lo guardó, reacia, en la bolsa, y tensó bien el cordel al cerrarla. «Con tal que no me vaya a dormir con el maldito… Pero eso es lo que me propongo, ¿no?»
Como aún faltaban varias horas hasta la noche, resolvió que era inútil preocuparse por ello entonces. Mientras avanzaban por la Torre, se mantuvo ojo avizor por si veía a la mujer vestida de blanco y plata. Lo cierto era que experimentó alivio al no verla. «Soy una mujer hecha y derecha, y perfectamente capacitada, gracias a la Luz». De todas formas, se alegró de no encontrarse con nadie remotamente parecido a ella. Cuanto más pensaba en la desconocida, más se acrecentaba su sensación de que había algo maligno en ella. «Luz, a este paso veré al Ajah Negro hasta debajo de la cama. El problema es que tal vez lo tenga de verdad debajo de la cama».
La biblioteca, que se encontraba algo apartada de la elevada y recia aguja de la Torre Blanca propiamente dicha, era un edificio de piedra con abundantes vetas azules cuyo aspecto sugería una acumulación de crestas de olas. Las olas se erguían con la imponencia de un palacio a la luz del sol matinal, y Egwene sabía que ciertamente contenía tantas habitaciones como un palacio, pero todas aquellas estancias que se sucedían debajo de los extraños pasillos donde Verin tenía sus aposentos estaban repletas de estantes, rebosantes a su vez de libros, manuscritos, papeles, pergaminos, mapas y planos procedentes de todas las naciones, acumulados allí en el transcurso de tres mil años. Ni siquiera las grandes bibliotecas de Tear y Cairhien albergaban tantos volúmenes y documentos.
Las bibliotecarias, todas del Ajah Marrón sin excepción, vigilaban aquellos estantes y también las puertas, para cerciorarse de que ni el más insignificante retazo de papel saliera de allí sin que ellas supieran quién se lo llevaba y por qué. Pero no fue a una de aquellas entradas vigiladas a donde Nynaeve condujo a Egwene y Elayne.
En torno a las dependencias subterráneas de la biblioteca, pegadas a ras del suelo a la sombra de altas pacanas, había otras puertas, grandes y pequeñas. Los obreros necesitaban bajar en ocasiones a los almacenes subterráneos, y las bibliotecarias no aprobaban la presencia de sudorosos hombres dentro de su coto. Nynaeve empujó una de ellas, cuyo tamaño no superaba el de la puerta de la casa de un granjero, y les hizo señas para que se introdujeran en una escalera que se hundía en la oscuridad. Cuando dejó que la hoja se cerrara, no quedó rastro de luz adentro.
Egwene se abrió al saidar, que acudió tan fluidamente a ella que apenas si tuvo conciencia de lo que hacía, y encauzó un hilillo de poder que manó a su través. Por un momento la mera sensación de aquella corriente que latía en su interior amenazó con sofocar cualquier otra percepción. Suspendida en el aire sobre su mano, apareció una pequeña bola de luz blancoazulada. Respiró hondo y se recordó por qué motivo caminaba tan tiesa. Era para mantener una conexión con el resto del mundo. Volvió a notar el roce de la ropa interior sobre su piel, de las medias de lana y del vestido. Con una tenue punzada de pesar, ahuyentó el deseo de canalizar más, de dejar que el saidar la absorbiera.
Elayne también había creado una reluciente esfera que, junto a la de Egwene, emitía una luz superior a la que hubieran aportado dos linternas.
—Es maravilloso, ¿verdad? —murmuró.
—Ten cuidado —la previno Egwene.
—Lo tengo. —Elayne suspiró—. Es que es… Tendré cuidado.
—Por aquí —les indicó ásperamente Nynaeve, adelantándose para guiarlas.
No se alejó mucho. Como no estaba enojada, debía orientarse con la luz que le proporcionaban sus dos compañeras.
El polvoriento corredor lateral por el que habían entrado, flanqueado por puertas de madera encajadas en grises muros de piedra, se prolongaba un centenar de metros hasta desembocar en el pasillo central que atravesaba el subsuelo de la biblioteca. En el polvo se advertían huellas superpuestas, en su mayoría de botas de hombre y casi todas difuminadas por nuevas capas de polvo. El techo era más alto allí, y algunas de las puertas eran tan grandes como las de un establo. La ancha escalera principal del fondo se utilizaba para bajar enseres de gran volumen. Junto a ella descendía otra escalera por la que se desvió, sin detenerse, Nynaeve.
Egwene se apresuró a seguirla. Aun tomando en consideración la azulada luz que bañaba el rostro de Elayne, Egwene tuvo la impresión de que su tez estaba más pálida de lo habitual. «Podríamos gritar hasta quedar sin resuello aquí abajo, y nadie nos oiría».
Sintió cómo se formaba un relámpago, o su potencial concentrado, y casi dio un traspié. Nunca había encauzado dos flujos a la vez; no parecía difícil en absoluto.
El ancho y polvoriento corredor del segundo sótano apenas difería del pasadizo del primer piso, con la salvedad de que allí el techo era más bajo. Nynaeve se encaminó con paso vivo a la tercera puerta de la derecha y se paró delante de ella.
Aunque no era grande, las toscas planchas de madera parecían resistentes. Un redondo candado de hierro pendía de una gruesa cadena firmemente sujeta a dos recias armellas encajadas respectivamente en la puerta y la pared. De la práctica ausencia de polvo en ellos se desprendía que tanto el candado como la cadena eran nuevos.
—¡Un candado! —Nynaeve dio un fuerte tirón, pero ni la cadena ni el candado cedieron—. ¿Habéis visto alguna un candado en otro sitio? —Volvió a tirar de él y luego lo arrojó contra la puerta. El metal rebotó en la madera con estrépito que resonó en el pasadizo—. ¡Yo no he visto ninguno en las otras puertas! —Aporreó con el puño las toscas planchas—. ¡Ni uno!
—Cálmate —aconsejó Elayne—. No es preciso coger un berrinche. Yo misma lo abriría si pudiera ver cómo funciona su mecanismo interior. Lo abriremos de una manera u otra.
—¡No quiero calmarme! —espetó Nynaeve—. ¡Quiero estar furiosa! ¡Quiero…!
Haciendo oídos sordos al resto de la perorata, Egwene tocó la cadena. Desde que se había marchado de Tar Valon había aprendido otras cosas aparte de formar relámpagos. Una de ellas era la afinidad por el metal. Ésta dimanaba de la Tierra, uno de los Cinco Poderes que, junto con el Fuego, en raras ocasiones dominaban las mujeres. Ella era una de aquellas excepciones, y su correlación con la Tierra le permitió sentir la cadena, introducirse en ella, palpar las más diminutas partículas del frío metal y la forma en que estaban dispuestas. El Poder latía en ella acompasado a las vibraciones de aquella materia.
—Apártate, Egwene.
Se volvió y vio a Nynaeve rodeada de la aureola del saidar con una palanca en la mano de un color tan similar al de la luz blancoazulada que resultaba casi invisible. Nynaeve miró, ceñuda, la cadena, murmuró algo acerca de la fuerza de palanca y, de improviso, la barra que asía duplicó su longitud.
—Sal de ahí, Egwene.
Egwene se hizo a un lado. Nynaeve encajó la punta de la palanca en una de las argollas y luego tiró con todas sus fuerzas. La cadena se quebró como un hilo; Nynaeve emitió una exclamación de sorpresa y retrocedió tambaleando hasta el centro del pasillo, y la palanca cayó con estruendo al suelo. Recobrado el equilibrio, Nynaeve observó con asombro la cadena y la palanca, que se esfumó al instante.
—Creo que he hecho algo con la cadena —dijo Egwene. «Ojalá supiera qué».
—Podrías haber avisado —murmuró Nynaeve. Deslizó la cadena de las armellas y abrió la puerta—. Bueno, ¿vais a quedaros plantadas ahí todo el día?
Entraron en una polvorienta y espaciosa habitación en la que sólo había un montón de abultados sacos de tela marrón oscuro, etiquetados y precintados con el sello de la Llama de Tar Valon. Egwene no tuvo necesidad de contarlos para saber que sumaban trece.
Acercó la bola de luz a la pared y la fijó en ella; aunque no sabía bien cómo lo había logrado, la luminosa esfera quedó inmóvil allí. «No paro de aprender a hacer cosas cuyo método de realización desconozco», pensó con nerviosismo.
Elayne la miró con aire concentrado y luego colgó también su luz en la pared. Observándola, Egwene creyó percibir cómo lo efectuaba. «Ella lo ha aprendido de mí, pero yo acabo de aprenderlo de ella». Se estremeció.
Nynaeve fue directamente a la pila de sacos y, tras derribarla, comenzó a leer las etiquetas.
—Rianna. Joiya Byir. Esto es lo que buscábamos. —Examinó el precinto de uno de los sacos y después rompió la cera y desenrolló la cuerda que lo cerraba—. Al menos sabemos que nadie ha estado aquí antes de nosotras.
Egwene eligió un saco y partió el sello sin leer el nombre marcado en él. Prefería ignorar la identidad de la mujer cuyas pertenencias estaba registrando. Al volcarlas en el suelo, descubrió que sólo eran ropa y zapatos viejos, con unos cuantos rasgados y arrugados papeles como los que suelen esconder o perder en el armario ropero las mujeres que no se preocupan excesivamente por el estado de limpieza de sus habitaciones.
—No veo nada de interés aquí. Una capa que no podría aprovecharse ni para hacer trapos con ella. La mitad de un mapa de una ciudad. Tear, pone en una esquina. Tres medias por remendar. —Introdujo el dedo en el agujero de una zapatilla de terciopelo desparejada y lo meneó, enseñándolo a las otras—. Ésta no dejó ninguna pista.
—Amico tampoco —informó sombríamente Elayne, apartando brazadas de ropa—. Daría lo mismo que fueran harapos. Espera, aquí hay un libro. Quienquiera que guardó esto debía de tener mucha prisa para arrojar un libro adentro. Costumbres y ceremonias de la corte teariana. La tapa está arrancada, pero las bibliotecarias querrán quedarse con él de todas formas. —No se equivocaba. En Tar Valon nadie tiraba un libro, por más lamentable que fuera su estado.
—Tear —dijo Nynaeve. Arrodillada entre los objetos que revisaba, volvió a recuperar un pedazo de papel que ya había desechado—. Una lista de los barcos mercantes que bajan por el Erinin, con las fechas en que partieron de Tar Valon y las fechas previstas de llegada a Tear.
—Podría ser una coincidencia —apuntó Egwene.
—Tal vez —concedió Nynaeve. Dobló el papel, se lo guardó en la manga y luego abrió otro saco.
Cuando hubieron concluido, tras registrar dos veces cada saco y amontonar en el perímetro de la habitación los objetos inservibles, Egwene se sentó en una de las bolsas vacías, tan ensimismada que apenas si notó su propia expresión de disgusto. Doblando las rodillas, se puso a examinar la pequeña colección que habían reunido, distribuida en una hilera.
—Hay demasiadas cosas —opinó Elayne.
—Demasiadas —convino Nynaeve.
Había otro libro, un estropeado volumen forrado en cuero titulado Observaciones extraídas de una visita a Tear, con la mitad de las páginas sueltas. Bajo el forro de una gastada capa que había en el saco de Chesmal Emry, donde seguramente se había colado por un desgarrón del bolsillo, habían encontrado otra lista de navíos mercantes. Aunque en ella no constaban más que los nombres, éstos coincidían con los de la otra lista, de acuerdo con la cual aquellos barcos habían soltado amarras en la madrugada posterior a la noche en que Liandrin y sus compañeras habían abandonado la Torre. Habían hallado, asimismo, el esbozo del plano de un gran edificio, en una de cuyas habitaciones había anotado «Corazón de la Ciudadela», y una página con los nombres de cinco posadas, encabezada por la palabra «Tear», muy borrosa, pero aún legible. Había…
—Hay algo perteneciente a cada una —murmuró Egwene—. Todas dejaron algo que conduce a pensar en un viaje a Tear. ¿Cómo podría alguien no fijarse en ello con sólo mirar? ¿Por qué no nos dijo nada al respecto la Amyrlin?
—¡La Amyrlin —señaló amargamente Nynaeve— hace lo que le parece y le tiene sin cuidado que a nosotras nos parta un rayo! —Inhaló a fondo y estornudó a causa del polvo que habían levantado—. Lo que me preocupa es que esto me huele a cebo.
—¿A cebo? —inquirió Egwene. Al instante comprendió, no obstante, a qué se refería.
—Un cebo —confirmó Nynaeve—. Una trampa. O tal vez una falsa pista. Sea como fuere, es tan evidente que nadie caería en ella.
—A menos que no les importara que quien encontrara esto advirtiera que es una trampa —observó con incertidumbre Elayne—. O quizá dejaron un rastro tan obvio para que el que lo identificara descartara Tear de entrada.
Mientras comprobaba con horror la intrepidez y suficiencia demostradas por el Ajah Negro en esa jugada, Egwene advirtió que apretaba su bolsa entre los dedos, recorriendo con el pulgar las sinuosas curvas del anillo de piedra guardado dentro.
—Quizá pretendían mofarse de quien investigara su rastro —aventuró—. Es posible que previeran que se precipitarían irreflexivamente tras ellas, movidas por la rabia y el orgullo. —«¿Sabían que nosotras lo encontraríamos? ¿Nos creen tan estúpidas?»
—¡Diantre! —gruñó Nynaeve, provocando el asombro de sus amigas, que nunca la escuchaban utilizar esa clase de vocabulario.
Permanecieron un rato en silencio, observando los objetos seleccionados.
Egwene apretaba con fuerza el anillo. El Talento del sueño estaba estrechamente relacionado con el de la predicción; los sueños de una Soñadora podían abarcar el futuro y los acontecimientos sucedidos en otros lugares.
—Puede que lo sepamos esta noche.
Nynaeve la miró inexpresivamente y a continuación tomó una falda oscura que no presentaba demasiados agujeros ni rasgaduras y formó un hatillo con el botín reunido.
—Por el momento —propuso—, llevaremos esto a mi habitación y lo esconderemos. Me parece que hemos de darnos prisa si no queremos llegar tarde a las cocinas.
«Tarde», pensó Egwene. Cuanto más palpaba el anillo a través de la tela de la bolsa, mayor era el apremio experimentado. «Estamos rezagadas, pero tal vez no lleguemos demasiado tarde».