La luz la desgajó fibra a fibra, rebanó las fibras hasta reducirlas a hebras que se diseminaron, abrasándose. Flotaron, consumiéndose interminablemente. Sin fin.
Egwene salió del arco de plata rígida y fría a causa de la ira. Ella misma le abría las puertas a la rabia para mitigar la quemazón del recuerdo. Su cuerpo guardaba memoria de haberse quemado, pero la huella dejada por otro ardor era más profunda. Su furia era fría como la muerte.
—¿Eso es todo cuanto me depara el destino? —preguntó—. ¿Abandonarlo una y otra vez? ¿Traicionarlo y dejarlo a merced de su suerte una y otra vez? ¿Es eso lo que me cabe esperar?
De improviso advirtió la insólita tensión que se respiraba en torno a ella. La Amyrlin estaba presente ahora, tal como le habían dicho, así como una hermana de cada Ajah ataviada con su correspondiente chal, pero todas la observaban con ademán preocupado. Había dos Aes Sedai sentadas con rostros sudorosos en cada una de las junturas del ter’angreal. Éste zumbaba, vibraba casi, y en la blanca luz que relucía en los arcos destellaban unas rayas de vivos colores.
El brillo del saidar envolvió brevemente a Sheriam cuando aplicó la mano en la cabeza de Egwene. Ésta sintió un nuevo escalofrío.
—Está bien —dictaminó con evidente alivio la Maestra de las Novicias—. No ha sufrido daños —agregó con una nota de sorpresa.
Las otras Aes Sedai que tenía delante parecieron relajarse. Elaida espiró el aliento contenido y luego fue a buscar el último cáliz. Únicamente las mujeres que circundaban el ter’angreal prolongaron su estado de tensión. Aunque se había mitigado el zumbido y la luz parpadeaba, iniciando la fase que lo llevaría a la inactividad, aquellas Aes Sedai daban la impresión de luchar denodadamente para controlarlo.
—¿Qué…? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Egwene.
—Silencio —indicó Sheriam con tono indulgente—. Por ahora, debes guardar silencio. Estás bien, eso es lo más importante, y hemos de concluir la ceremonia.
Elaida regresó, casi a la carrera, y entregó el cáliz de plata a la Amyrlin. Egwene titubeó un instante antes de arrodillarse. «¿Qué ha pasado?»
La Amyrlin vació lentamente el contenido de la copa sobre la cabeza de Egwene.
—Quedas limpia de Egwene al’Vere de Campo de Emond. Quedas limpia de todo lazo que te vincula al mundo. Acudes a nosotras pura, en cuerpo y alma. Eres Egwene al’Vere, Aceptada de la Torre Blanca. —La última gota se estrelló en el pelo de Egwene—. Ahora estás ligada a nosotras.
Las últimas palabras parecían tener un significado especial, transmitir un mensaje que sólo incumbía a Egwene y la Amyrlin. La Amyrlin dejó el cáliz al cuidado de una de las Aes Sedai y sacó un anillo de oro con la forma de una serpiente mordiéndose la cola. Egwene tembló involuntariamente al levantar la mano izquierda, y un nuevo temblor volvió a agitarla cuando la Amyrlin deslizó la sortija con la Gran Serpiente en el tercer dedo. Cuando fuera Aes Sedai, podría llevar el anillo en cualquier dedo, o no llevarlo si era necesario ocultar su condición, pero como Aceptada debía llevarlo allí.
La Amyrlin la invitó a ponerse en pie.
—Bienvenida, hija —dijo, besándole las mejillas—. Bienvenida. —Luego dio un paso atrás, la examinó atentamente y se dirigió a Sheriam—. Ocupaos de secarla y darle ropa y luego cercioraos de que se encuentra bien. Sin margen de duda, que quede claro.
—Estoy segura, madre —aseveró, sorprendida, Sheriam—. Habéis visto cómo la he sondeado.
La Amyrlin emitió un gruñido y clavó la mirada en el ter’angreal.
—Pienso investigar la causa de la anomalía de esta noche.
Sus pasos siguieron la dirección de su furibunda mirada, provocando un enérgico revuelo en su falda, y la mayoría de las Aes Sedai se reunieron con ella en torno al ter’angreal, ahora una mera estructura de arcos de plata asentados en un anillo.
—La madre está preocupada por ti —comentó Sheriam, llevándola a un lado, donde había un par de gruesas toallas para secarla.
—¿Está fundada su inquietud? —inquirió Egwene. «La Amyrlin no quiere que le pase nada a su sabueso hasta que haya abatido el venado».
Sheriam se limitó a fruncir el entrecejo y aguardó a que Egwene se hubiera secado para entregarle un vestido blanco con una cenefa de siete colores en el borde.
Al ponérselo, se sintió decepcionada. Era una Aceptada, con el anillo en el dedo y la abigarrada franja en el vestido. «¿Por qué no noto ninguna diferencia?»
Elaida se acercó cargando en los brazos la ropa de novicia de Egwene, su cinturón y su bolsa. Y los papeles que Verin le había dado. En manos de Elaida.
Egwene se refrenó para no quitárselos de las manos.
—Gracias, Aes Sedai.
Intentó mirar con disimulo los papeles, pero no pudo dilucidar si alguien los había tocado. El fajo seguía sujeto con la cuerda. «¿Cómo iba a saber si los ha leído todos?» Bajo el vestido de novicia palpó la bolsa y notó el peculiar contorno del anillo, del ter’angreal. «Al menos sigue adentro. Luz, podría habérmelo quitado, y la verdad es que no sé si me hubiera importado. Sí, lo habría lamentado. Sí, creo que sí».
—No quería que te sometieran a la prueba esta noche —declaró Elaida con voz y expresión glaciales—. No porque temiera lo que ha sucedido, pues nadie podía preverlo, sino por lo que eres: una espontánea. —Egwene intentó protestar, pero Elaida prosiguió, persistente como un ventisquero—. Oh, ya sé que aprendiste a encauzar bajo la supervisión de Aes Sedai, pero aun así eres una espontánea. Una espontánea en espíritu y en modales. Posees un vasto potencial, de lo contrario no habrías salido viva de allí, pero el potencial no cambia nada. No creo que llegues nunca a formar parte de la Torre, cuando menos no de la manera como lo hacemos las demás, y en ello no influirá nada el dedo en que lleves el anillo. Habría sido mejor para ti que hubieras optado por aprender lo suficiente para seguir con vida y hubieras vuelto a tu soporífero pueblo. Mucho mejor. —Giró sobre sus talones y abandonó con paso airado la estancia.
«Si no es del Ajah Negro —pensó ácidamente Egwene—, poco le falta».
—Podríais haber dicho algo —murmuró a Sheriam—. Podríais haberme apoyado.
—Lo hubiera hecho con una novicia, hija —repuso con calma Sheriam—. Puesto que las novicias no pueden protegerse, yo trato de hacerlo. Ahora eres una Aceptada y es hora de que aprendas a protegerte a ti misma.
Egwene escrutó los ojos de Sheriam, preguntándose si había sido imaginario el énfasis que había advertido en la última frase. Al igual que Elaida, Sheriam había tenido ocasión de leer la lista de nombres, de concluir que Egwene estaba involucrada en el Ajah Negro. «Luz, estás volviéndote suspicaz con todo el mundo. De todos modos es preferible a morir o a ser capturada por trece de ellas y…» Contuvo el hilo de los pensamientos; no quería albergarlos en la mente.
—Sheriam, ¿qué ha ocurrido esta noche? —preguntó—. No pienso quedarme sin respuesta. —Vio que Sheriam enarcaba exageradamente las cejas y se apresuró a corregir su error—. Sheriam Sedai. Perdonadme, Sheriam Sedai.
—Recuerda que todavía no eres una Aes Sedai, hija. —A pesar de la dureza de su voz, en sus labios asomó brevemente una sonrisa—. No sé lo que ha pasado, pero me temo mucho que has estado a punto de morir.
—Quién sabe qué suerte corren las que no salen del ter’angreal —dijo Alanna acercándose a ellas. La hermana Verde era famosa por su mal genio y su sentido del humor, y algunos afirmaban que era capaz de pasar de un estado de ánimo al otro en menos de un abrir y cerrar de ojos. La mirada que dirigió a Egwene en aquella ocasión rayaba, no obstante, la timidez—. Hija, debí poner fin a esto cuando aún era posible, cuando percibí por primera vez… la reverberación. Ésta ha vuelto a producirse. Eso es lo que ha sucedido. Y se ha producido con una violencia multiplicada por mil, o por diez mil. Daba la impresión de que el ter’angreal trataba de escudarse contra el flujo del saidar… o soldarse al suelo. Te presento mis disculpas, aunque las palabras no basten para justificar lo que ha estado a punto de ocurrirte. Lo digo de todo corazón, y por el Primer Juramento sabrás que es verdad. Para demostrarte cuáles son mis sentimientos, pediré a la madre que me deje compartir contigo el tiempo que pasas en las cocinas. Y, sí, también la visita que has de hacer a Sheriam. De haber cumplido con mi deber, no habrías expuesto tu vida, y estoy dispuesta a expiar mi culpa.
—Nunca dará su consentimiento a ello, Alanna —aseguró, escandalizada, Sheriam—. Una hermana en las cocinas, lo que faltaba por ver… Es insólito. ¡Es imposible! Habéis obrado según habéis creído correcto. Estáis libre de toda culpa.
—Vos no sois responsable, Alanna Sedai —convino Egwene. «¿Por qué hace esto Alanna? A no ser que quiera convencerme de que ella no ha tenido nada que ver con el mal funcionamiento del ter’angreal. Y tal vez para no quitarme ojo de encima». La imagen de una orgullosa Aes Sedai hundida hasta los codos en ollas grasientas tres veces al día simplemente para vigilar a alguien le hizo ver que estaba dejando volar demasiado la imaginación. Pese a ello, era imposible que Alanna estuviera dispuesta a someterse a aquel castigo. De cualquier modo, la hermana Verde no había tenido oportunidad de ver la lista de nombres mientras cuidaba del ter’angreal. «Pero si Nynaeve está en lo cierto, no necesitaría ver esos nombres para querer matarme si es del Ajah Negro. ¡Basta!»—. De veras no lo sois.
—De haber obrado según debía —insistió Alanna—, no habría ocurrido. La única ocasión en que he visto algo semejante fue hace años, cuando intentamos utilizar un ter’angreal en la misma habitación que otro que posiblemente estaba de algún modo relacionado con él. Es extremadamente raro encontrar dos ter’angreal que tengan esa clase de conexión. Aquellos dos se fundieron, y todas las hermanas que se hallaban en un radio de cien metros de ellos tuvieron un dolor de cabeza tan terrible durante una semana que no se hallaron en condiciones de encauzar ni para encender una vela. ¿Qué pasa, hija?
La mano de Egwene se había crispado con tal fuerza en torno a la bolsa que el retorcido círculo de piedra quedó impreso en su palma. ¿Acaso estaba caliente? «Luz, yo he sido la causante».
—Nada, Alanna Sedai. Aes Sedai, vos no habéis hecho nada reprochable. No hay el más mínimo motivo para que compartáis mis castigos. ¡En absoluto!
—Algo vehemente —observó Sheriam—, pero cierto. —Alanna se limitó a sacudir la cabeza.
—Aes Sedai —inquirió, titubeante, Egwene—, ¿qué significado tiene pertenecer al Ajah Verde? —Sheriam abrió los ojos con expresión divertida y Alanna esbozó una alegre sonrisa.
—¿No hace unos minutos que llevas el anillo —comentó la hermana Verde— y ya tratas de decidir qué Ajah elegirás? En primer lugar, debes amar a los hombres. No me refiero a enamorarte de ellos, sino a amarlos. No como una Azul, a quien simplemente le gustan los hombres, siempre y cuando colaboren en sus causas y no se interfieran en su camino. Y, ciertamente, no como una Roja, que los desprecia como si todos y cada uno de ellos fueran responsables del Desmembramiento. —Alviarin, la hermana Blanca que había entrado con la Amyrlin, les dedicó una fría mirada y pasó de largo—. Ni tampoco como una Blanca —añadió, riendo, Alanna—, en cuya vida no hay cabida para ninguna pasión.
—No era eso a lo que me refería, Alanna Sedai. Quiero saber qué significa ser una hermana Verde. —No estaba segura de que Alanna la comprendiera, porque ni ella misma acababa de precisar qué era lo que quería saber, pero Alanna asintió lentamente como si hubiera entendido.
—Las Marrones se consagran a la búsqueda del conocimiento, las Azules a las grandes causas y las Blancas al implacable discernimiento lógico de la verdad. Pero ser una Verde significa mantenerse preparada. —La voz de Alanna incorporó un matiz de orgullo—. Durante la Guerra de los Trollocs, se nos conocía con frecuencia como el Ajah de las Batallas. Todas las Aes Sedai contribuían en la medida de sus posibilidades, pero sólo el Ajah Verde estuvo siempre con los ejércitos, en casi todas las batallas. Fuimos las adversarias de los Señores del Espanto. El Ajah de las Batallas. Y ahora estamos preparadas, para cuando los trollocs vuelvan a bajar al sur, para la llegada del Tarmon Gai’don, la Última Batalla. Allí estaremos. Éste es el sentido profundo que tiene la pertenencia al Ajah Verde.
—Gracias, Aes Sedai —dijo Egwene.
«¿Era eso lo que era? ¿O lo que seré? Luz, ojalá supiera si era real, si tenía alguna relación con mis propias circunstancias».
La Amyrlin se reunió con ellas y fue recibida con profundas reverencias.
—¿Te encuentras bien, hija? —preguntó a Egwene. Su mirada se desvió hacia la esquina de los papeles que asomaban bajo el vestido de novicia que Egwene llevaba en las manos e inmediatamente volvió a posarse en la cara de Egwene—. Estoy dispuesta a llegar hasta el fondo en la investigación de las causas de lo ocurrido esta noche.
—Estoy bien, madre —respondió Egwene con las mejillas ruborizadas.
Alanna solicitó a la Amyrlin el permiso para cumplir el sorprendente castigo que se había autoimpuesto.
—Nunca he oído algo tan descabellado —vociferó la Amyrlin—. El patrón no se dedica a limpiar el barro con los marineros aunque él mismo haya llevado el barco hasta la marisma. —Lanzó una ojeada a Egwene y sus ojos expresaron preocupación e ira—. Comparto vuestra inquietud, Alanna. Sean cuales sean las faltas por ella cometidas, esta muchacha no se merecía esto. Muy bien. Si con ello vais a mitigar vuestros remordimientos, podéis visitar a Sheriam. Pero que quede estrictamente entre las dos. No permitiré que una Aes Sedai incurra en ridículo, ni siquiera dentro de la Torre.
Egwene abrió la boca para confesarlo todo, aun cuando ello supondría que le quitaran el anillo. —«En realidad, no lo quiero para nada»—, pero Alanna se le adelantó.
—¿Y en lo referente al resto, madre?
—No seáis necia, hija. —El enfado de la Amyrlin parecía ir en aumento—. En un día os convertiríais en un hazmerreír, salvo para aquellos que os tomaran por loca. Y ello tendría repercusiones duraderas. Las anécdotas como ésta siempre acaban propagándose y en poco tiempo se contarían historias de la Aes Sedai fregona desde Tear a Tarabon, lo cual tendría un efecto negativo en todas las hermanas. No. Si necesitáis libraros de un sentimiento de culpa y no sois capaz de bregar con él como una mujer madura, ya os he dicho que podéis visitar a Sheriam. Acompañadla a su estudio al salir de aquí. Así tendréis el resto de la noche para decidir si os ha servido de algo. ¡Y mañana podéis comenzar a investigar qué anomalía ha intervenido aquí esta noche!
—Sí, madre —acató Alanna con voz perfectamente neutra.
El deseo de confesar había remitido en Egwene. Alanna había demostrado muy brevemente su decepción al advertir que la Amyrlin no le permitiría trabajar con ella en las cocinas. «Tienes tantas ganas de recibir castigo como cualquier persona que esté en su sano juicio. Quería una excusa para estar conmigo. Luz, no puede haber provocado deliberadamente la perturbación en el ter’angreal; he sido yo la causante. ¿Será del Ajah Negro?»
Absorta en tales pensamientos, Egwene oyó un carraspeo y luego otro más violento. Cuando enfocó la mirada, la Amyrlin la miraba fijamente.
—Ya que parece que estás quedándote dormida de pie, hija, te sugiero que vayas a acostarte. —Por un instante, clavó la vista en los papeles casi escondidos que sostenía Egwene—. Tienes mucho que hacer mañana y también los días sucesivos. —Sus ojos se rezagaron un momento en Egwene y luego se alejó a grandes zancadas sin darles tiempo a ofrecerle reverencias.
Sheriam se encaró con Alanna tan pronto como la Amyrlin se halló a una distancia prudencial. La Aes Sedai Verde respondió con una airada mirada y soportó en silencio la reprimenda.
—¡Estáis loca, Alanna! Sois una insensata y una necia si creéis que os voy a tratar con miramientos sólo porque fuimos compañeras de novicias. ¿Acaso os ha poseído el Dragón para…? —De pronto Sheriam se acordó de Egwene y entonces descargó en ella su ira—. ¿No he oído que la Amyrlin te ha ordenado ir a acostarte, Aceptada? Si dices una palabra acerca de esto, preferirás que te hubiera enterrado en un campo para abonar el suelo. Y mañana quiero verte en mi estudio cuando suene la primera campana y no un minuto después. ¡Ahora vete!
Egwene se marchó, con un tumulto de dudas en la cabeza. «¿Hay alguien en quien pueda confiar? ¿La Amyrlin? Nos ha mandado perseguir a trece mujeres del Ajah Negro y ha olvidado mencionar que ése es precisamente el número de personas que se necesita para someter al servicio de la Sombra a una mujer que encauza en contra de su voluntad. ¿En quién puedo confiar?»
Como se le antojaba insoportable la idea de estar sola, se encaminó apresuradamente a las dependencias de las Aceptadas, pensando que al día siguiente ella misma se instalaría allí, y, tras llamar a la puerta de Nynaeve, la abrió sin aguardar respuesta. A ella podía confiárselo todo. A ella y a Elayne.
Pero Nynaeve estaba sentada en una de las sillas, con la cabeza de Elayne hundida en el regazo. Los hombros de Elayne se agitaban acompasadamente a los hipidos, a los sollozos amortiguados que sobrevienen cuando en el cuerpo ya no quedan energías para llorar a pleno pulmón pero la emoción todavía abrasa. En las mejillas de Nynaeve también corrían las lágrimas. La Gran Serpiente que relucía en la mano con que alisaba el pelo de Elayne era igual que la del anillo de la mano con que ésta se aferraba crispadamente a la falda de la antigua Zahorí.
Elayne alzó un rostro hinchado y enrojecido por el prolongado llanto y se sorbió las lágrimas al ver a Egwene.
—No podía ser tan horrible, Egwene. ¡No podía serlo!
El accidente con el ter’angreal, el temor de Egwene a que alguien hubiera leído los papeles que Verin le había dado, las sospechas que había abrigado respecto a todas y cada una de las mujeres presentes en aquella habitación, todo aquello había sido terrible, pero, aun de modo brusco y desagradable, le había servido para distraer el pensamiento de lo ocurrido dentro del ter’angreal. Aquello procedía del exterior; lo otro se hallaba dentro de sí misma. Las palabras de Elayne dieron rienda suelta a lo que albergaba en su interior, y Egwene sintió como si el techo se le viniera encima. Rand su marido y Joiya su hija. Rand atrapado y rogándole que lo matara. Rand encadenado aguardando a ser amansado.
Sin tener conciencia de ello, se arrodilló al lado de Elayne y las lágrimas que debiera haber derramado antes afluyeron con el ímpetu de un torrente a sus ojos.
—No he podido ayudarlo, Nynaeve —sollozó—. Lo he abandonado a su suerte.
Nynaeve se encogió como si hubiera recibido un golpe, pero al momento sus brazos abrazaban, confortándolas y meciéndolas, a Egwene y Elayne.
—Ya pasó —canturreó quedamente—. El tiempo mitiga el dolor. Lo mitiga un poco. Algún día les haremos pagar nuestro propio precio. Ya ha pasado.