2 Saidin

Con rostro inexpresivo, la Tuatha’an observó el estandarte que ya dejaba de ondear y después centró la atención en la gente instalada alrededor del fuego, en especial en el individuo que leía, el personaje que doblaba en altura y corpulencia a Perrin.

—Tenéis a un Ogier con vosotros. No habría imaginado… —Sacudió la cabeza—. ¿Dónde está Moraine Sedai? —Habríase dicho que el estandarte del Dragón no existía por lo que a ella concernía.

Perrin señaló la tosca cabaña que se hallaba en lo más alto de la ladera, en la otra punta de la hondonada. Con las paredes y el inclinado tejado construidos con troncos sin descortezar era la de mayores dimensiones, aunque no pasaba de ser una choza.

—Ésa es la suya, la suya y de Lan. Lan es su Guardián. Cuando hayáis tomado algo caliente…

—No. Debo hablar con Moraine.

A Perrin no le sorprendió su apremio. Todas las mujeres habían insistido en hablar inmediatamente con Moraine, y a solas. Las noticias que Moraine accedía a compartir con el resto de ellos no siempre parecían importantes, pero las visitantes transmitían la intensidad de un cazador persiguiendo el último conejo del mundo para alimentar a su hambrienta familia. La anciana mendiga casi congelada había rechazado las mantas y el plato de estofado caliente que le habían ofrecido y había subido con paso pesado hasta la cabaña de Moraine, descalza en medio de la nevada que caía.

Leya desmontó y entregó las riendas a Perrin.

—¿Querréis darle de comer? —Palmeó el hocico de la yegua picaza—. Piesa no está acostumbrada a llevarme por terreno tan escabroso.

—El forraje aún es escaso —respondió Perrin—, pero le daremos lo que podamos.

Leya asintió y se alejó presurosa por la ladera sin añadir nada más, sosteniendo con la mano la llamativa falda verde y la capa roja bordada de azul ondulando tras ella.

Perrin bajó del caballo y cruzó algunas palabras con los hombres que acudieron a hacerse cargo de las monturas. Confió el arco al mismo que se llevó a Brioso. No, a excepción del cuervo, no habían visto nada salvo montañas y la mujer Tuatha’an. Sí, el cuervo estaba muerto. No, no les había contado nada de lo que sucedía más allá de aquellas cumbres. No, no tenía idea de si se irían pronto.

«O nunca», agregó para sí. Moraine los había tenido allí todo el invierno. Los shienarianos no tenían conciencia de que fuera ella quien daba las órdenes, pero Perrin sabía que las Aes Sedai siempre se las componían para salirse con la suya. Sobre todo Moraine.

Cuando se hubieron llevado los caballos al rudimentario establo de troncos, los jinetes fueron a calentarse. Perrin se echó la capa sobre los hombros y alargó con placer las manos hacia las llamas. La gran olla, fabricada en Baerlon a juzgar por su aspecto, desprendía olores que hacía rato que le hacían la boca agua. Al parecer, alguien había tenido suerte en la caza ese día, y alrededor de otra hoguera cercana había unas nudosas raíces que despedían un aroma similar al de los nabos asados. Arrugó la nariz y se concentró en el estofado. Su preferencia por la carne era cada vez más acentuada.

La mujer vestida de hombre miraba en dirección a Leya, que en aquel momento entraba en la cabaña de Moraine.

—¿Qué ves, Min? —preguntó.

La joven se aproximó a él, con expresión turbada en sus oscuros ojos. No entendía por qué insistía en llevar calzones en lugar de faldas. Tal vez era porque él la conocía, pero no imaginaba cómo podía haber alguien que al mirarla viera a un joven sospechosamente atractivo en lugar de a una hermosa mujer.

—La gitana morirá —repuso quedamente, mirando de soslayo al resto de los reunidos junto al fuego. Ninguno se hallaba lo bastante cerca para oírla.

Se quedó callado, pensando en el bondadoso semblante de Leya. «¡Ah, Luz! ¡Los gitanos nunca hacen daño a nadie!» Sintió frío a pesar de la proximidad del fuego. «Maldición, ojalá no hubiera preguntado nada». Incluso las pocas Aes Sedai que tenían noticia del fenómeno, no comprendían lo que hacía Min. En ocasiones percibía imágenes y aureolas en torno a la gente y a veces hasta llegaba a interpretar su significado.

Masuto se acercó para remover el estofado con una larga cuchara de palo. El shienariano les dedicó una breve mirada y después se llevó un dedo hasta su larga nariz y esbozó una ancha sonrisa antes de irse.

—¡Rayos y truenos! —murmuró Min—. Seguramente se le ha antojado que somos enamorados que nos susurramos tiernas palabras al oído junto al fuego.

—¿Estás segura? —preguntó Perrin. La joven enarcó una ceja y entonces se apresuró a precisar—: Sobre lo de Leya.

—¿Se llama así? Ojalá no lo supiera. Siempre es peor saberlo y no tener ninguna posibilidad de… Perrin, he visto su propia cara flotando sobre sus hombros, cubierta de sangre y con los ojos desorbitados. Nunca lo percibo con mayor claridad. —Se estremeció y se frotó vigorosamente las manos—. Luz, qué ganas tengo de ver cosas más risueñas. Parece que todo lo alegre se ha esfumado.

Perrin abrió la boca con intención de sugerir que avisaran a Leya, pero la volvió a cerrar. Nunca cabía duda acerca de la veracidad de lo que Min veía y presentía, ya fuera bueno o malo. Si ella estaba segura, se hacía realidad.

—Sangre en su cara —murmuró—. ¿Significa que morirá de forma violenta?

Pestañeó al advertir con qué facilidad lo había dicho. «¿Pero qué puedo hacer? Si prevengo a Leya, si de algún modo consigo que me crea, vivirá con temor los días que le quedan, y ello no cambiará nada».

Min realizó un gesto afirmativo con la cabeza.

«Si va a morir de forma violenta, podría ser en el curso de un ataque al campamento». Pero había exploradores que salían cada día y guardias apostados día y noche. Y Moraine había puesto una salvaguarda en el campamento o así lo afirmaba; ninguna criatura del Oscuro lo vería a menos que llegara a poner los pies directamente en él. Pensó en los lobos. «¡No!» Los exploradores descubrirían a cualquiera que tratara de acercarse a su asentamiento.

—Tiene un largo camino para volver con su gente —dijo casi para sí—. Los gitanos no deben de haber llevado sus carromatos más allá de la falda de las colinas. Podría ocurrirle cualquier cosa de regreso a ellos.

Min asintió con tristeza.

—Y no somos lo bastante numerosos como para poder ofrecerle siquiera un hombre para protegerla. Incluso si eso fuera a servir de algo.

Se lo había explicado; había intentado avisar a la gente de las desgracias que se abatían sobre ellos cuando, a la edad de seis o siete años, se había dado cuenta de que no todo el mundo percibía lo que ella veía. Aunque no lo había precisado, Perrin tenía la impresión de que sus advertencias sólo habían servido para empeorar las cosas, en los casos en que alguien les había dado crédito. Era difícil creer en las facultades visionarias de Min hasta no tener una prueba.

—¿Cuándo? —inquirió.

La palabra sonó glacial en sus propios oídos, dura como una herramienta de acero. «No puedo hacer nada para salvar a Leya, pero quizá pueda descifrar cuándo nos van a atacar».

En cuanto hubo hecho la pregunta, la mujer se llevó las manos a la cabeza.

—No funciona así —dijo, hablando en voz baja—. Nunca puedo prever cuándo va a ocurrir algo. Sólo sé que ocurrirá, y eso en el supuesto de que conozca el significado. No lo comprendes. La visión no se produce cuando yo quiero, ni tampoco su interpretación. Simplemente se produce, y a veces sé interpretarla… en parte. Es algo que se da sin más. —Perrin trató de calmarla, pero las palabras salían de su boca como un torrente arrollador—. Un día veo cosas alrededor de un hombre y al siguiente no, o a la inversa. La mayoría de las ocasiones, no percibo nada en torno a nadie. Las Aes Sedai siempre tienen imágenes que las circundan, desde luego, y los Guardianes, aunque es siempre más complicado definir su significado con ellos que con el resto de la gente. —Dirigió una escrutadora mirada a Perrin, entrecerrando los ojos—. Hay algunas otras personas, muy pocas, que también tienen una aureola constante.

—No me digas lo que ves al mirarme —advirtió con aspereza.

Luego encogió los anchos hombros. Incluso de niño había sido ya más corpulento que los demás, y pronto había comprobado cuán fácil era causar involuntariamente daño a sus compañeros si no controlaba su fuerza. Ello le había hecho desarrollar un carácter prudente y meticuloso que refrenaba la furia y lamentaba sucumbir a sus arrebatos.

—Lo siento, Min. No he debido hablarte así. No era mi intención herirte.

—No me has herido —le aseguró la muchacha, mirándolo con sorpresa—. Sólo existen unos cuantos elegidos que quieren enterarse de lo que veo. Sabe la Luz que yo no lo haría, si hubiera alguien que pudiera hacerlo por mí.

Ni siquiera las Aes Sedai tenían conocimiento de un caso como el suyo. Ellas calificaban sus facultades como un «don», aun cuando ella no lo tenía por tal.

—Es que me gustaría poder hacer algo por Leya. Yo no podría soportarlo como lo haces tú, saber algo y no tener ninguna posibilidad de hacer nada.

—Es extraño —observó quedamente Min— que te preocupes tanto por los Tuatha’an. Son gentes extremadamente pacíficas, y yo siempre percibo violencia alrededor…

Perrin volvió la cabeza y ella calló de improviso.

—¿Tuatha’an? —preguntó una voz que tenía la vibrante resonancia del vuelo de un abejorro gigante—. ¿Qué decíais de los Tuatha’an?

El Ogier fue a reunirse con ellos junto al fuego, marcando la página del libro con un dedo tan grueso como un chorizo. En la otra mano llevaba una pipa de la que surgía una fina espiral de humo de tabaco. Su capa de lana marrón oscuro, abotonada hasta el cuello, se acampanaba a la altura de las rodillas, hasta donde le llegaban las botas. Perrin apenas si le llegaba a la altura del pecho.

El rostro de Loial había asustado a más de uno, con su gruesa nariz con reminiscencias de hocico y su boca excesivamente ancha. Tenía los ojos del tamaño de un platillo, unas tupidas cejas que le colgaban como bigotes casi hasta las mejillas y unas orejas que asomaban entre largos pelos que las remataban en la punta. Algunas personas que no habían visto nunca a un Ogier lo tomaban por un trolloc, precisamente porque para ellos los trollocs eran seres tan legendarios como los Ogier.

La ancha sonrisa de Loial vaciló y sus ojos pestañearon como si cayera en la cuenta de que acababa de interrumpirlos. Perrin se preguntó cómo podía alguien sentir temor por un Ogier. «Y, sin embargo, en los antiguos relatos se afirma que son feroces, e implacables como enemigos». Él no podía creerlo. Los Ogier no eran enemigos de nadie.

Min comunicó a Loial la llegada de Leya, pero omitió mencionar lo que había visto. Habitualmente era discreta en lo que se refería a aquellas visiones, sobre todo cuando eran aciagas.

—Tú deberías saber cómo me siento, Loial, atrapada de repente entre las Aes Sedai y estos especímenes de Dos Ríos.

Loial emitió un sonido ambiguo que Min interpretó como de aquiescencia.

—Sí —continuó enfáticamente—. Allí estaba yo, viviendo en Baerlon según se me antojaba, cuando de pronto me agarraron por el cuello y me arrojaron sólo la Luz sabe dónde. Bueno, puede que yo misma hubiera ido allí por mis propios medios. Desde que conocí a Moraine no he sido dueña de mi vida. Y a estos campesinos de Dos Ríos… —Miró de reojo a Perrin y esbozó una irónica sonrisa—. Todo cuanto quería era vivir según mis deseos, enamorarme de un hombre que yo eligiera… —De improviso, se ruborizó y carraspeó—. Lo que quiero decir es: ¿qué tiene de malo querer vivir sin todos estos sobresaltos?

ta’veren —sentenció Loial. Perrin le hizo señas para que callara, pero no era sencillo conseguir que el Ogier abandonara, así como así, uno de sus temas preferidos de conversación. Según los criterios de los Ogier, Loial era un individuo extremadamente impulsivo. Guardó el libro en un bolsillo y siguió hablando, gesticulando con la pipa—. Todos nosotros, todas nuestras vidas, producen efectos en las vidas de los demás, Min. La Rueda del Tiempo nos teje formando el Entramado, y el hilo vital de cada uno tira y presiona de los hilos vitales circundantes. Con los ta’veren ocurre lo mismo, con la diferencia de que su influencia es muchísimo más fuerte. Ellos tiran de la totalidad del Entramado, durante un tiempo al menos, y lo obligan a conformarse en torno a ellos. Cuanto más cerca se encuentra uno de ellos, más marcadas son las consecuencias experimentadas personalmente. Se dice que si uno se hallara en la misma habitación que Artur Hawkwing, podría notar cómo el Entramado se adaptaba a él. No sé hasta qué punto será cierto, pero así lo leí. El proceso no es, sin embargo, unívoco. Los propios ta’veren sufren más poderosamente las presiones para encajar en el tejido que el resto de nosotros y tienen un margen aún menor de elección.

Perrin esbozó una mueca. «Un margen condenadamente estrecho para decidir lo que realmente importa».

—Si al menos —hizo votos Min, con un respingo— no fueran tan…, tan monstruosamente ta’veren todo el tiempo. Ta’veren tirando por un lado y las Aes Sedai inmiscuyéndose por el otro. ¿Qué posibilidades tiene ante ello una mujer?

—Muy pocas, supongo —concedió Loial, encogiéndose de hombros—, siempre que permanezca cerca de los ta’veren.

—Como si tuviera otra alternativa —gruñó Min.

—Fue un golpe de suerte, buena o mala, según lo consideres, lo que te puso en contacto no con uno, sino con tres ta’veren. Rand, Mat y Perrin. Yo, por mi parte, me considero afortunado por ello, y por afortunado me tendría aunque no fueran amigos míos. Creo que incluso puede que… —El Ogier los miró con súbita timidez, agitando las orejas—. ¿Me prometéis que no os vais a reír? Creo que tal vez escriba un libro sobre ello. He estado tomando notas.

Min le sonrió amistosamente, y Loial volvió a erguir las orejas.

—Es fantástico —aprobó—. Pero algunos, como yo misma, nos sentimos manejados como marionetas por esos ta’veren.

—Yo no elegí serlo —protestó Perrin—. Yo no lo decidí.

—¿Es eso lo que te sucedió a ti, Loial? —inquirió Min, sin hacerle caso—. ¿Es ése el motivo por el que viajas con Moraine? Tengo entendido que los Ogier no salís nunca de vuestro stedding. ¿Te arrastró consigo uno de estos ta’veren?

Loial se concentró en un minucioso examen de su pipa.

—Yo sólo quería ver las arboledas que plantaron los Ogier —murmuró—. Sólo quería ver las arboledas. —Lanzó una mirada a Perrin, como si le pidiera socorro, pero éste se limitó a sonreír.

«Veamos cómo se te clava la herradura en el casco». Aun cuando ignoraba todos los pormenores de su aventura, sabía que Loial se había escapado de casa. Aunque tenía noventa años, de acuerdo con las normas con que se regían los Ogier era demasiado joven para abandonar el stedding —salir Afuera, lo llamaban ellos— sin el consentimiento de los mayores. Los Ogier vivían mucho tiempo, según el punto de vista humano. Loial decía que los mayores no serían nada complacientes con él cuando volvieran a ponerle las manos encima y, al parecer, pretendía postergar lo más posible ese momento.

Los shienarianos se pusieron agitadamente en pie. Rand salía de la cabaña de Moraine.

Aun a esa distancia Perrin distinguió con claridad los rasgos de un joven de pelo rojizo y ojos grises. Tenía la misma edad que Perrin y era un palmo más alto que él, pero más delgado, aunque también ancho de hombros. Las mangas de su chaqueta roja de cuello alto estaban bordadas en toda su longitud con espinas doradas, y en el pecho de su oscura capa llevaba reproducida la misma criatura del estandarte: la serpiente de cuatro patas con melena de león. Rand y él habían crecido juntos y eran amigos desde niños. «¿Aún somos amigos? ¿Podemos serlo ahora?»

Los shienarianos se inclinaron a la vez, con las cabezas erguidas pero llevándose las manos a las rodillas.

—Lord Rand —habló Ino—, estamos dispuestos. Honor para serviros.

Ino, casi incapaz de pronunciar una frase sin proferir una maldición, hablaba ahora con el más profundo de los respetos.

—Honor para serviros —repitieron, como un eco, los demás. Masema, que siempre veía pegas en todo y cuyos ojos relucían con devoción; Ragan; todos esperaban una orden por si Rand tenía el capricho de impartir alguna.

Rand los miró un momento desde la ladera y luego se volvió y desapareció entre los árboles.

—Ha vuelto a discutir con Moraine —susurró Min—. Todo el día, esta vez.

Aun cuando no le resultara sorprendente, Perrin sintió, de todos modos, una pequeña conmoción. Discutir con una Aes Sedai. Todos los cuentos de su infancia acudieron a su memoria. Las Aes Sedai, que hacían bailar tronos y naciones según movieran las invisibles cuerdas con que los manejaban. Las Aes Sedai, cuyos dones siempre tenían un anzuelo prendido, cuyo precio era siempre menor de lo que uno creía y, sin embargo, acaba siendo invariablemente superior a lo que uno podía imaginar. Las Aes Sedai, cuya furia era capaz de quebrar el suelo y provocar descargas de relámpagos. Ahora sabía que algunas de las historias no se correspondían con la realidad. Y, al mismo tiempo, ninguna reflejaba ni de lejos los tortuosos métodos de que se valían las Aes Sedai.

—Será mejor que vaya a hacerle compañía —decidió—. Después de esas discusiones, siempre necesita hablar con alguien.

Y, aparte de Moraine y Lan, ellos tres —Min, Loial y él— eran los únicos que no se comportaban como si Rand se hubiera elevado a la categoría de rey de reyes. Y de los tres sólo Perrin lo conocía desde la época en que no era más que un simple campesino.

Subió por la pendiente, deteniéndose sólo para lanzar una ojeada a la choza de Moraine. Leya debía de estar dentro, y también Lan, ya que éste raras veces se separaba de Moraine.

La cabaña de Rand, mucho más pequeña que la de la Aes Sedai, se hallaba un poco más abajo, oculta entre los árboles, apartada de las demás. Había intentado vivir abajo entre el resto de los hombres, pero sus constantes muestras de devoción lo habían alejado de ellos. Ahora se mantenía aislado. Demasiado aislado, en opinión de Perrin. Sabía, no obstante, que en esa ocasión Rand no se dirigía a su cabaña.

Perrin avanzó con paso presuroso hacia el punto en que el ovalado valle acababa abruptamente en una escarpada pared vertical de cincuenta metros de altura en cuya lisa superficie sólo crecían algunos arbustos que aferraban con tenacidad sus raíces a ella. Conocía exactamente el lugar en que la roca gris quedaba partida por una falla apenas lo bastante ancha para que él pudiera pasar de frente. Con sólo una cinta de luz crepuscular iluminando las cumbres, tuvo la sensación de estar adentrándose en un túnel.

La hendidura se prolongaba medio kilómetro y de improviso se ensanchaba formando un angosto valle de aproximadamente un kilómetro de longitud de lecho cubierto de rocas y cantos rodados y abruptas laderas pobladas de altos abedules, pinos y abetos. El sol asentado en las cimas de las montañas proyectaba largas sombras. Las paredes de roca cerraban por completo aquel lugar con excepción de la grieta por él utilizada y eran tan empinadas como si un gigante hubiera descargado un hachazo en las montañas. Sus posibilidades defensivas eran incluso superiores a las de la hondonada, pero no había ninguna fuente ni arroyo. Nadie iba allí; salvo Rand, después de una de sus acaloradas conversaciones con Moraine.

Rand permanecía de pie a corta distancia de la entrada, apoyado contra la áspera corteza de un abedul, contemplándose las palmas de las manos. Perrin sabía que en cada una de ellas tenía impresa una garza. Rand siguió inmóvil cuando las botas de Perrin rozaron la piedra.

De improviso se puso a recitar quedamente, sin levantar la vista de las manos.

Dos veces será marcado,

dos veces para vivir y dos veces para morir.

Una vez la garza, para señalar su camino.

Dos veces la garza, para darle su verdadero nombre.

Una vez el Dragón, para el recuerdo perdido.

Dos veces el Dragón, por el precio que ha de pagar.

Se estremeció y ocultó las manos bajo los brazos.

—Pero todavía no tengo Dragones. —Rió entre dientes—. Todavía no.

Perrin se quedó mirándolo un momento. Un hombre capaz de encauzar el Poder Único. Un hombre condenado a enloquecer a causa de la infección del saidin, la mitad masculina de la Fuente Verdadera, y destinado a destruir ineludiblemente en su enajenación todo cuanto lo rodee. Un hombre —¡una cosa!— a quien todos aprendían a detestar y temer desde la más tierna infancia. Con todo…, era difícil dejar de ver en él al muchacho junto al que había crecido. «¿Cómo es posible dejar de ser de repente amigo de alguien?» Perrin eligió una piedra lisa y se sentó en ella a esperar. Al cabo de un rato Rand volvió la cabeza hacia él.

—¿Crees que Mat se encuentra bien? Parecía muy enfermo la última vez que lo vi.

—Ahora ya debe de estar recuperado.

«Debería estar en Tar Valon. Allí lo curarán. Y Nynaeve y Egwene lo vigilarán para que no haga de las suyas». Egwene y Nynaeve, Rand, Mat y Perrin. Los cinco eran de Campo de Emond, de Dos Ríos. Muy pocas personas habían visitado Dos Ríos con excepción de algún que otro buhonero y los mercaderes que acudían allí una vez al año a comprar lana y tabaco. Casi nadie había abandonado la región. Hasta que la Rueda había seleccionado a sus ta’veren, y cinco sencillos jóvenes de campo no pudieron permanecer por más tiempo en sus hogares. Ni tampoco seguir siendo lo que eran.

Rand asintió y guardó silencio.

—Últimamente —comentó Perrin— añoro mi oficio de herrero. ¿Te… gustaría a ti ser todavía pastor?

—El deber —murmuró Rand—. La muerte es más liviana que una pluma y el deber más pesado que una montaña. Eso dicen en Shienar. «El Oscuro se agita. La Última Batalla está próxima. Y el Dragón renacido ha de enfrentarse al Oscuro en la Última Batalla, o la Sombra lo cubrirá todo. La Rueda del Tiempo rota y todas las Eras conformadas a imagen y semejanza del Oscuro». No hay nadie más que yo. —Se echó a reír tristemente, agitando los hombros—. Yo tengo el deber porque no hay nadie más, ¿no es así?

Perrin se revolvió con incomodidad, con la piel erizada por la cruda aspereza de aquella risa.

—Tengo entendido que has vuelto a discutir con Moraine. ¿Por lo mismo?

—¿No discutimos siempre por lo mismo? —replicó Rand, tras respirar honda y entrecortadamente—. Están allá abajo, en el llano de Almoth y la Luz sabe en qué otros lugares, por centenares, a millares. Se declararon seguidores del Dragón Renacido porque yo enarbolé ese estandarte. Porque permití que me nombraran el Dragón. Porque no tuve otra alternativa. Y están muriendo. Luchando, buscando y rezando por el hombre que supuestamente debe dirigirlos. Y yo me quedo sentado aquí, a resguardo, durante todo el invierno. Les… les debo… algo.

—¿Crees que a mí me gusta esto? —Perrin hizo oscilar la cabeza con irritación.

—Tú aceptas todo cuanto ella te dice —gruñó Rand—. Nunca te enfrentas a ella.

—Para lo que te ha servido a ti enfrentarte a ella… Os habéis pasado el invierno discutiendo, y aquí hemos estado paralizados como terrones helados durante toda la estación.

—Porque ella tiene razón. —Rand volvió a lanzar una escalofriante carcajada—. La Luz me consuma, tiene razón. Están desperdigados en pequeños grupos por todo el llano, por todo Tarabon y Arad Doman. Si me reúno con cualquiera de ellos, los Capas Blancas y los ejércitos domani y tarabonés se abalanzarán sobre ellos como un pato sobre un escarabajo.

Perrin casi se echó a reír, confundido.

—Si estás de acuerdo con ella, ¿por qué diablos discutís todo el tiempo?

—Porque tengo que hacer algo. O si no…, si no… ¡reventaré como un melón podrido!

—¿Hacer qué? Si escuchas lo que te dice…

Rand no le dio tiempo a manifestar que se quedarían inmovilizados eternamente allí.

—¡Lo que Moraine dice! ¡Lo que Moraine dice! —Rand irguió repentinamente el cuerpo y se apretó la cabeza con las manos—. ¡Moraine siempre tiene algo que decir sobre cualquier cosa! Moraine dice que no debo reunirme con los hombres que están muriendo en mi nombre. Moraine dice que sabré lo que debo hacer porque el Entramado me impulsará en ese sentido. ¡Moraine dice! Pero nunca me dice cómo lo sabré. ¡Oh, no! Eso lo desconoce. —Dejó caer las manos y se giró hacia Perrin, con la cabeza ladeada y los ojos entornados—. A veces tengo la sensación de que Moraine dirige cada uno de mis pasos como si fuera un lujoso semental teariano que hace escarceos de exhibición. ¿No sientes tú nunca eso?

—Yo… —Perrin se mesó los rizados cabellos—. Sea lo que sea lo que nos presiona o nos maneja, sé quién es el enemigo, Rand.

—Ba’alzemon —precisó Rand en voz baja. Era un antiguo nombre para designar al Oscuro que en la lengua trolloc significaba Corazón de la Oscuridad—. Y yo debo luchar contra él, Perrin. —Cerró los ojos, esbozando una mueca, una dolorida sonrisa—. La Luz me asista, la mitad del tiempo ansío que el combate se produzca de inmediato y que todo acabe de una vez por todas, y la otra mitad… ¿Cuántas veces lograré…? ¡Luz, me atrae tanto! ¿Y si no puedo…? ¿Y si…? —El suelo tembló.

—¿Rand? —lo llamó Perrin con voz preocupada.

Rand se estremeció, con el rostro bañado de sudor a pesar del frío. Seguía con los ojos cerrados.

—Oh, Luz —gimió—, me atrae tanto…

De improviso el suelo se alzó bajo Perrin, y en el valle resonó un potente fragor. Era como si el terreno brotara bajo sus pies. Cayó… o el terreno saltó hacia él. El valle se agitó como si una vasta mano hubiera bajado del cielo para arrancarlo de la tierra. Se aferró al suelo, que trataba de hacerlo rebotar como una pelota. Ante sus ojos saltaban y daban tumbos los guijarros y viajaban oleadas de polvo.

—¡Rand! —Su bramido resultó imperceptible entre el estruendo.

Rand continuaba con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. No parecía notar el vaivén del suelo que lo hacía subir y bajar, sosteniéndolo cada vez con una inclinación distinta. Por más violentos que fueran sus embates, en ningún momento perdió el equilibrio. Perrin creyó advertir una triste sonrisa en sus labios, aunque la agitada situación en que se hallaba impedía toda certidumbre. Los árboles azotaban con furia el aire, y el abedul se partió de repente en dos y la mayor parte de su tronco salió propulsada y chocó a menos de tres metros de Rand, que no reparó en él más que en el resto de lo que ocurría.

—¡Rand! —gritó Perrin sin resuello—. ¡Por el amor de la Luz! ¡Para ya!

Tan repentinamente como se había iniciado, cesó la prodigiosa agitación. Una rama suelta cayó de un raquítico roble, y Perrin se levantó despacio, tosiendo. El polvo flotaba en el aire y sus notas relucían con los rayos del sol poniente.

—Rand —inquirió cautelosamente Perrin—, ¿qué…?

—Siempre está allí —dijo Rand, con la mirada aún perdida en la lejanía—. Llamándome. Tirando de mí. El saidin. La mitad masculina de la Fuente Verdadera. A veces no puedo contener el impulso de alargar la mano hacia él. —Imitó el gesto de quien recoge algo en el aire y posó la mirada en su puño—. Siento la infección antes incluso de tocarlo. La infección del Oscuro, como una fina capa de vileza que intenta ocultar la Luz. Me revuelve el estómago, pero no puedo evitarlo. ¡No puedo! En algunas ocasiones, tiendo la mano y es como si tratara de atrapar el aire. —Abrió la mano vacía y lanzó una amarga carcajada—. ¿Y si me sucede eso cuando llegue la Última Batalla? ¿Y si tiendo la mano y no tomo nada?

—Bueno, esta vez has atrapado algo —observó con voz ronca Perrin—. ¿Qué has hecho?

Rand miró en derredor como si percibiera por primera vez el resultado de lo ocurrido: el abedul caído y las ramas rotas. Perrin, que había esperado ver grandes grietas en la tierra, advirtió con sorpresa que había causado pocos desperfectos. La pared de árboles aparecía casi intacta.

—Yo no quería hacer esto. Ha sido como si quisiera abrir una espita y en lugar de ello la hubiera arrancado del barril. Me…, me he sentido desbordado. Tenía que descargarlo en algún sitio antes de que me consumiera, pero… no pretendía hacer esto.

Perrin sacudió la cabeza. «¿Qué sentido tiene decirle que intente no volver a hacerlo? Él apenas sabe más que yo acerca de lo que hace».

—Ya son suficientes las personas que quieren verte muerto, a ti y a nosotros, sin que tú les resuelvas la cuestión —se contentó con advertir. Rand no parecía escucharlo—. Será mejor que regresemos al campamento. Pronto anochecerá, y no sé tú, pero yo estoy hambriento.

—¿Cómo? Oh. Ve tú, Perrin. Yo iré dentro de un momento. Necesito estar solo un rato.

Perrin titubeó y luego se encaminó a desgana hacia la hendidura de la pared del valle. Se detuvo al oír de nuevo a Rand.

—¿Sueñas cuando duermes? ¿Tienes sueños agradables?

—A veces —respondió con prudencia Perrin—. Casi no recuerdo nada de lo que sueño. —Había aprendido a poner coto a sus sueños.

—Siempre están allí, los sueños —dijo Rand, tan quedamente que Perrin a duras penas lo oyó—. Quizá nos revelen cosas, cosas verdaderas. —Guardó silencio y quedó pensativo.

—La cena está esperando —le recordó Perrin.

Pero Rand se había sumido en sus reflexiones. Finalmente Perrin dio media vuelta y lo dejó allí de pie.

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