Desde la silla del caballo, Perrin miraba con estupor la lisa piedra medio oculta por las hierbas a un lado del camino. Aquella vía de tierra apelmazada, que en aquel tramo próximo al río Manetherendrelle y a la frontera con Lugard recibía ya el nombre de camino de Lugard, había estado antiguamente pavimentada, según les había informado Moraine dos días antes, y de trecho en trecho todavía se abrían camino hasta la superficie algunos trozos de piedras. Aquél en concreto tenía una marca muy extraña.
De haber sido posible que los perros dejaran huellas en la piedra, habría jurado que aquello era la pisada de un gran sabueso. A su alrededor no se advertía ningún rastro de perro, ni siquiera en la tierra más blanda de los márgenes, ni tampoco su olor. Su olfato sólo captaba el tenue vestigio dejado en el aire por algo quemado, casi idéntico al olor sulfuroso producido por el lanzamiento de fuegos de artificio. Más adelante, en la intersección del camino con el río, había un pueblo; tal vez los niños se habían escapado hasta allí para encender algunos cohetes sustraídos a los Iluminadores.
«Demasiado lejos para los niños». Pero había visto granjas. Podrían haber sido chiquillos que habitaban los caseríos de los alrededores. «Sea lo que sea, no tiene nada que ver con esa marca. Los caballos no vuelan, y los perros no dejan sus huellas grabadas en la piedra. Estoy demasiado fatigado para hilar bien los pensamientos».
Bostezando, hincó los talones en los flancos de su caballo pardo y éste emprendió el galope detrás de los demás. Moraine había impuesto una dura marcha desde que habían abandonado Jarra, y nadie esperaba a quien se detuviera aunque sólo fuera un momento. Cuando la Aes Sedai se fijaba un objetivo, era tan inflexible como el hierro forjado a martillo. Loial había desistido de leer a caballo seis días antes, después de que al levantar la mirada del libro se había encontrado un kilómetro rezagado de los demás, que ya se perdían de vista tras una colina.
Perrin aminoró el paso de Brioso al lado de la gran montura del Ogier, detrás de la yegua blanca de Moraine, y bostezó de nuevo. Lan se había adelantado a explorar el terreno. Faltaba poco más de una hora para que el sol se pusiera bajo las copas de los árboles, pero el Guardián había dicho que antes del anochecer llegarían a un pueblo llamado Remen, situado a orillas del Manetherendrelle. Perrin abrigaba ciertos recelos respecto a lo que les aguardaba allí. Aunque no sabía qué sería, durante los días transcurridos desde su estancia en Jarra su aprensión había ido en aumento.
—No comprendo cómo no puedes dormir —le comentó Loial—. Cuando por fin nos permite hacer un alto para pasar la noche, estoy tan cansado que me dormiría de pie.
Perrin se limitó a sacudir la cabeza. ¿Cómo iba a explicarle a Loial que no se atrevía a entregarse a un sueño profundo, que incluso en la especie de duermevela que consentía en conciliar los sueños no paraban de turbarlo? Como aquel tan extraño en que había visto a Egwene y Saltador. «Bueno, no es raro que sueñe con ella. Luz, ¿cómo estará? A buen recaudo en la Torre, aprendiendo a ser una Aes Sedai. Verin cuidará de ella, y también de Mat». Consideraba ocioso desear que alguien cuidara de Nynaeve; en su opinión quienes debían tomar precauciones eran las personas que se hallaran cerca de ella.
No quería pensar en Saltador. Por el momento lograba mantener fuera de su mente a los lobos vivos, aun al precio de sentirse manipulado y golpeado por el martilleo de un precipitado herrero; le horrorizaba la noción de que un lobo muerto estuviera filtrándose entre los muros que erigía. Abrió bien los ojos, resuelto a no dejar entrar ni siquiera a Saltador.
Las pesadillas no eran lo único que le quitaba el sueño. Habían encontrado otras señales del paso de Rand. Entre Jarra y el río Eldar no habían advertido ninguna, pero, después de cruzar el Eldar por un puente de piedra que se elevaba sobre una profunda quebrada, habían dejado atrás, reducido a cenizas, un pueblo llamado Sidon. No había quedado ni un edificio en pie. Entre las ruinas solamente permanecían erguidas algunas paredes de piedra y chimeneas.
Los tiznados lugareños contaban que una linterna volcada en un establo había provocado el incendio y que luego el fuego se había descontrolado y que una complicación tras otra les había impedido sofocarlo. La mitad de los cubos que habían encontrado estaban agujereados. Todas las paredes que ardían habían caído hacia afuera en lugar de hacia adentro, propagando el fuego a las casas contiguas. Las vigas en llamas de la posada habían ido a parar inexplicablemente al pozo principal de la plaza, con lo cual no habían podido sacar más agua de él, y las casas se habían desmoronado justo encima de los otros tres pozos. Incluso el viento parecía haber modificado varias veces de rumbo, dispersando las llamas en todas las direcciones.
No había tenido necesidad de preguntar a Moraine si la presencia de Rand había sido la causa de aquello; su semblante, frío como el hierro, había bastado como respuesta. El Entramado tomaba forma en torno a Rand, y las leyes del azar se trastocaban.
Después de Sidon habían pasado por cuatro aldeas donde sólo el rastreo de Lan les indicó que Rand había proseguido camino. Rand iba a pie ahora. Habían encontrado su caballo no muy lejos de Jarra, muerto, con señales de mordeduras de lobos o de perros salvajes. En esa ocasión Perrin había estado a punto de establecer contacto con los lobos, en especial cuando Moraine había alzado la vista del animal y la había fijado en él. Por fortuna, Lan había hallado huellas de las botas de Rand, una de las cuales tenía una marca triangular en el tacón. A pie o a caballo, empero, se las componía para mantener la delantera sobre ellos.
En los cuatro pueblos posteriores a Sidon, la experiencia más excitante que todos recordaban era haber visto llegar a Loial y descubrir que era un Ogier de verdad. Estaban tan impresionados con él que apenas si repararon en los ojos de Perrin, y si lo hicieron… Bueno, si los Ogier eran reales, los hombres podían tener los ojos de todos los colores imaginables.
Después de esto llegaron, no obstante, a un lugar llamado Willar, y en él estaban de festejos. De la fuente de la plaza del pueblo volvía a manar agua, tras un año entero en que habían tenido que acarrearla desde un arroyo situado a más de un kilómetro después de que todos los esfuerzos por encontrar pozos hubieran sido infructuosos y la mitad de la población hubiera abandonado sus casas. Willar seguiría existiendo después de todo. En un solo día se habían sucedido tres poblaciones donde nada extraordinario había ocurrido y luego habían visitado Samaha, donde todos los pozos se habían secado a la vez la noche anterior y la gente mencionaba entre murmullos al Oscuro; después habían pasado por Tallan, donde el día anterior todas las viejas rencillas de los lugareños habían aflorado repentinamente, desbordándose como letrinas repletas, y habían tenido que producirse tres asesinatos para que todos recobraran la cordura; y finalmente Fyall, donde la perspectiva de cosecha se presentaba ese año más aciaga que nunca, pero, excavando cerca de su casa, el alcalde había encontrado varios sacos de cuero podrido llenos de oro y con ello había ahuyentado el fantasma del hambre. Ningún habitante de Fyall reconocía las gruesas monedas, con el rostro de una mujer en una cara y un águila en la otra; Moraine dijo que habían sido acuñadas en Manetheren.
Una noche, cuando estaban sentados en torno al fuego, Perrin se decidió a consultar a la Aes Sedai el sentido de todo aquello.
—Después de lo de Jarra, creía… Estaban todos tan contentos, con las bodas. Incluso los Capas Blancas quedaron simplemente en ridículo. Lo de Fyall tampoco me pareció mal, ya que era imposible que Rand hubiera intervenido en las malas perspectivas de la cosecha que ya se dejaban sentir antes de que él llegara, y ese oro ha sido providencial, pero lo demás… Ese pueblo arrasado por el fuego, y los pozos secos de repente y… Eso es algo maligno, Moraine. No puedo creer que Rand sea malo. Es posible que el Entramado esté tomando forma a su alrededor, pero ¿cómo puede ser maligno el Entramado? Es una incongruencia, y todas las cosas deben tener un sentido. Si uno fabrica una herramienta que carece de aplicación, no hace más que desperdiciar el metal. El Entramado no produciría nada gratuito.
Lan le dirigió una irónica mirada y se adentró en la oscuridad para realizar una ronda en torno al campamento. Loial, ya tumbado bajo las mantas, alzó la cabeza para escuchar con las orejas enhiestas.
Moraine guardó silencio un momento, calentándose las manos. Al cabo tomó la palabra sin dejar de contemplar las llamas.
—El Creador es bueno, Perrin. El Padre de las Mentiras es malo. El Entramado de una Era, la propia Urdimbre de las Eras, no es ni una cosa ni otra. El Entramado es lo que es. La Rueda del Tiempo teje todas las vidas, todos los actos, incorporándolos al Entramado. La retícula que se compone de un solo color no es tal. Para el Entramado de una Era, el bien y el mal son la trama y la urdimbre.
Tres días más tarde, cabalgando en el crepúsculo, Perrin aún experimentaba la misma desazón que había sentido al escucharle pronunciar aquellas palabras. Él quería creer que el Entramado era bueno por principio. Quería creer que, cuando los hombres obraban mal, actuaban en contra del Entramado, tergiversando el curso de sus hilos. Para él el Entramado era la delicada y compleja creación de un maestro herrero. La idea de que con el acero de calidad se mezclara despreocupadamente latón y materiales aún peores lo dejaba helado.
—A mí me preocupa —murmuró quedamente—. Luz, me preocupa.
Moraine se volvió a mirarlo y él calló, preguntándose qué era lo que le importaba a la Aes Sedai al margen de Rand.
Unos minutos más tarde Lan regresó y situó su negro caballo de guerra junto a la yegua de Moraine.
—Remen se encuentra justo al otro lado de la colina —anunció—. Según parece, han tenido un par de días agitados.
—¿Rand? —inquirió Loial moviendo las orejas.
—No lo sé. Tal vez Moraine pueda comprobarlo cuando lo vea. —La Aes Sedai le dirigió una escrutadora mirada y, espoleando a su blanca montura, aligeró el paso.
Al coronar la colina, divisaron Remen junto al río. No había ningún puente para atravesar el Manetherendrelle, cuyo cauce alcanzaba una anchura superior a un kilómetro allí, pero se veían dos barcazas abarrotadas de gente, impulsadas por largos remos, y otra casi vacía que regresaba. Aparte de aquél, había tres embarcaderos más donde estaba atracada una docena de barcos mercantes, algunos de ellos de tres mástiles y otros de dos. Unos cuantos almacenes de piedra gris separaban los muelles de la población en sí, cuyos edificios parecían, asimismo, de piedra en su mayoría, aunque con tejados de tejas que cubrían toda la gama de colores del amarillo al púrpura, y las calles estaban dispuestas concéntricamente en torno a la plaza principal.
Moraine se subió la capucha de la capa para ocultar su rostro antes de bajar la ladera.
Como de costumbre, la gente se quedó mirando con fascinación a Loial, pero en aquella ocasión Perrin escuchó la palabra «Ogier» entre los murmullos de asombro. Loial se mantenía más erguido en la silla de lo habitual, con las orejas enhiestas y un esbozo de sonrisa en la ancha boca. Hacía esfuerzos evidentes para disimular su complacencia, pero parecía tan encantado como un gato al que le rascaran la oreja.
Perrin no percibió en Remen nada que difiriera de los otros pueblos —estaba impregnada de aromas propios de las poblaciones y de olor a hombres, a los cuales se sumaban, como era natural, los efluvios del río— y ya estaba interrogándose acerca del sentido de las palabras de Lan cuando olió algo que le erizó el vello de la nuca. No bien lo había captado, se desvaneció como un pelo caído en las brasas. Pese a ello lo reconoció, pues era el mismo olor que había percibido en Jarra, que, al igual que ahora, se había esfumado de forma instantánea. No era un Degenerado ni un Nonacido —¡trolloc, demonios, y no un Degenerado! ¡Tampoco un Nonacido! ¡Un Myrddraal, un Fado, un Semihombre, cualquier cosa menos un Nonacido!—. No era un trolloc ni un Fado y el hedor que había dejado era, no obstante, igual de punzante y repugnante. Pero lo que despedía ese olor no dejaba un rastro permanente, al parecer.
Entraron en la plaza del pueblo. Uno de los grandes bloques de piedra del pavimento había sido arrancado justo en el medio para erigir una picota. En la tierra habían clavado una viga con un travesaño del cual pendía una jaula de hierro a unos tres metros de altura. En su interior, sentado con las rodillas dobladas, la única postura que le permitía el reducido espacio, había un hombre muy alto vestido con ropas grises y pardas al que arrojaban piedras tres niños. El enjaulado miraba al frente, sin inmutarse cada vez que una piedra entraba por los barrotes, pese a que por su rostro bajaba más de un reguero de sangre. Los lugareños que pasaban por allí no prestaban más atención a los chiquillos que a su víctima, aun cuando todos dirigían sin excepción la mirada a la jaula, las más de las veces con ademán de aprobación, y algunas con temor.
Moraine exhaló un sonido gutural que hubiera podido interpretarse como una señal de disgusto.
—Hay más —dijo Lan—. Ven. Ya he encargado habitaciones en la posada. Creo que te parecerá interesante.
Mientras cabalgaba tras ellos, Perrin mantuvo la cabeza girada para observar al hombre. Le recordaba a alguien y no sabía a quién.
—No deberían hacerlo. —La cavernosa voz de Loial rozaba la irritación de un gruñido—. Los niños, quiero decir. Los mayores deberían impedírselo.
—Sí —convino distraídamente Perrin. «¿Por qué me resulta familiar?»
En el letrero que presidía la puerta de la posada adonde los condujo Lan, en las proximidades del río, se leía La forja del viajero, lo cual interpretó Perrin como un buen augurio, aunque en el local no había nada que sugiriera una herrería salvo el hombre de delantal de cuero con un martillo pintado en él. El gran edificio de tres pisos, de tejado cárdeno y cuadrados bloques de piedra gris, con amplias ventanas y puertas adornadas con volutas, parecía albergar un próspero negocio. Los mozos de cuadra acudieron corriendo a hacerse cargo de los caballos, dedicándoles reverencias que acentuaron cuando Lan les lanzó unas monedas.
Una vez dentro, Perrin se quedó mirando con asombro a la gente. Le pareció que los hombres y mujeres que ocupaban las mesas lucían sus ropas de fiesta, en las que se apreciaban más bordados en las chaquetas y encajes en los vestidos, más cintas y pañuelos de colores de los que había visto en mucho tiempo. Los únicos que vestían con sencillez eran cuatro individuos juntos en una mesa, los únicos que no alzaron con expectación la mirada ni interrumpieron su conversación cuando entró la comitiva. Perrin alcanzó a distinguir algo de lo que decían, acerca de las ventajas como cargamento de los pimientos de hielo sobre las pieles y el efecto que podría haber causado en los precios de Saldaea la agitación reinante, y dedujo que eran capitanes de barcos mercantes. Los demás eran seguramente lugareños. Incluso las camareras parecían llevar sus atuendos de gala, cuyos bordados y encajes asomaban bajo los largos delantales.
En la cocina estaba preparándose gran cantidad de comida; hasta él llegaba el aroma a cordero, pollo y buey, así como a verdura. Y a un pastel de especias que por un momento le hizo olvidar la carne.
Salió a recibirlos con reverencias un gordo y calvo posadero de relucientes ojos castaños y lisa y sonrosada tez. De no haber acudido directamente a ellos, Perrin jamás habría adivinado que él era el dueño, pues, en lugar del acostumbrado delantal blanco, llevaba, al igual que todos sus clientes, una chaqueta de gruesa lana azul cubierta de bordados blancos y verdes que, sin duda, era la causante de su copioso sudor.
«¿Por qué van todos endomingados?», se preguntó Perrin.
—Ah, maese Andra —saludó a Lan el posadero—. Y un Ogier, tal como habéis dicho. No es que no os creyera, claro está, con todo lo que ha pasado y además tratándose de vuestra palabra. ¿Por qué no un Ogier? Ah, amigo Ogier, no podéis imaginar el placer que me produce teneros en mi casa. Una presencia que encaja y corona los acontecimientos. Ah, y la señora… —Sus ojos se posaron en la seda azul de su vestido y en la calidad de la lana de la capa, perceptible a pesar del polvo del camino—. Perdonadme, lady, por favor. —Realizó una pronunciadísima reverencia—. Maese Andra no especificó vuestra condición, lady. No era mi intención ofenderos. Sed más bienvenida si cabe que el amigo Ogier, lady. Tened a bien no ofenderos por la distracción de Gainor Furlan.
—Desde luego que no. —Con voz calmada, Moraine aceptó el tratamiento que Furlan le había otorgado. No era, ni de lejos, la primera vez que la Aes Sedai ocultaba su verdadera identidad o condición, como tampoco constituía una novedad que Lan utilizara el nombre de Andra. Con la capucha todavía cubriendo sus suaves rasgos de Aes Sedai, la mujer retenía en torno a sí la capa con una mano como si tuviera frío, y no lo hacía con la mano en que llevaba el anillo con la Gran Serpiente—. Tengo entendido que han ocurrido sucesos extraordinarios en vuestro pueblo, posadero. Confío en que no se trate de algo inquietante para los viajeros.
—Ah, lady, hasta podría calificarse de extraño. Sólo vuestra radiante presencia honra con creces esta humilde casa, lady, y además viniendo en compañía de un Ogier, pero en Remen tenemos también cazadores; justo aquí mismo, en La forja del viajero. Cazadores del Cuerno de Valere, que partieron de Illiana en busca de aventuras. Y, en efecto, han hallado aventuras, lady, y aquí en Remen, o tan sólo algo más de un kilómetro río arriba, luchando, quién lo diría, con Aiel. ¿Os imagináis salvajes Aiel de rostro velado en Altara, lady?
Aiel. Ahora comprendía Perrin por qué le resultaba familiar el hombre enjaulado. En una ocasión había visto a un Aiel, uno de aquellos feroces, casi legendarios habitantes de la inhóspita tierra llamada el Yermo. Ese Aiel de ojos grises y pelo rojizo, más alto que la mayoría de la gente, se parecía mucho a Rand y, como el individuo de la jaula, iba vestido con tonos marrones y grises que se confundían fácilmente entre las rocas y la maleza y calzado con botas de flexible cuero atadas con cintas hasta la altura de la rodilla. Perrin volvió a escuchar con la mente las palabras de Min. «Un Aiel en una jaula. Un punto crucial en tu vida, o algo importante que ocurrirá».
—¿Por qué habéis…? —Calló para carraspear y atenuar la ronquera de su voz—. ¿Cómo ha llegado a parar un Aiel a la jaula que cuelga en la plaza?
—Ah, joven señor, ésa es una historia que… —Furlan interrumpió la frase para observarlo de hito en hito, fijándose en su sencilla vestimenta de campesino, el largo arco que llevaba en la mano, el hacha y el carcaj que pendían de su cinturón. El gordo posadero se sobresaltó cuando llegó el turno de su escrutinio a la cara de Perrin, como si, con una dama y un Ogier presentes, acabara de reparar en los ojos amarillos de Perrin—. ¿Es un criado, maese Andra? —inquirió con cautela.
—Respondedle —fue cuanto contestó Lan.
—Ah. Ah, desde luego, maese Andra. Pero ahí llega alguien que puede explicároslo mejor que yo. El propio lord Orban en persona. Para escucharlo a él nos habíamos reunido todos aquí.
Un joven de cabellos oscuros con una venda en las sienes y ataviado con una chaqueta roja y unos calzones con la pernera izquierda cortada de rodilla para abajo para no estorbar los vendajes que la cubrían bajaba por la escalera con la ayuda de unas muletas. La gente del pueblo se puso a murmurar como si viera algún prodigio. Los capitanes de barco continuaron charlando tranquilamente, centrados de pleno en el tema de las pieles.
Pese a afirmar que el joven de la chaqueta roja era el más indicado para contar la historia, Furlan no se hizo rogar.
—Lord Orban y lord Gann pelearon contra veinte salvajes Aiel sólo con diez criados. Ah, fue una lucha enconada y dura, en la que se recibieron heridas en ambos bandos. Seis buenos criados murieron y nadie salió ileso, en especial lord Orban y lord Gann, pero acabaron con todos los Aiel, salvo con los que se dieron a la fuga y el que hicieron prisionero. Es el que habéis visto en la plaza, donde no molestará más a la gente de la comarca con su barbarie, ni tampoco los muertos.
—¿Os han causado problemas los Aiel en la zona? —preguntó Moraine.
Perrin estaba igual de extrañado, y no menos consternado. Si la gente aún utilizaba la expresión «Aiel de rostro velado» para caracterizar a alguien violento, era como testimonio de la impresión que había dejado la Guerra de Aiel, pero de ella hacía ya veinte años y desde entonces los Aiel no habían vuelto a abandonar el Yermo. «Pero yo vi a uno a este lado de la Columna Vertebral del Mundo, y ahora ya he visto dos».
—Ah. Ah, no, lady, no exactamente —repuso, rascándose la calva, el posadero—. Pero podéis estar segura de que los hubiéramos tenido, con veinte salvajes sueltos. Hombre, todo el mundo recuerda cómo mataron, arrasaron y quemaron cuanto encontraron de camino a Cairhien. De este mismo pueblo se sumaron hombres a los ejércitos que participaron en la batalla de las Murallas Resplandecientes, cuando las naciones se aliaron para expulsarlos. En ese tiempo yo padecía de una lesión en la espalda y no pude ir, pero me acuerdo muy bien, igual que todos. Cómo o por qué vinieron aquí, tan lejos de su tierra, no lo sé, pero lord Orban y lord Gann nos han librado de ellos. —Los endomingados parroquianos emitieron un murmullo de aprobación.
El propio Orban atravesó renqueando la sala, sin dar muestras de ver a nadie más que al posadero. Perrin notó olor a vino rancio aun antes de que se acercara.
—¿Dónde se ha metido esa vieja con sus hierbas, Furlan? —preguntó con rudeza Orban—. A Gann le duelen las heridas y a mí parece que me vaya a estallar la cabeza.
—Ah, la madre Leich volverá por la mañana, lord Orban —informó Furlan con una reverencia tan profunda que casi tocó el suelo con la cabeza—. Un parto, señor. Pero ha dicho que ha suturado y aplicado cataplasmas a vuestras heridas y a las de lord Gann y que no había de qué preocuparse. Ah, lord Orban, estoy seguro de que vendrá a veros mañana a primera hora.
Orban murmuró algo para sí, inaudible para oídos menos aguzados que los de Perrin, quejándose de quedar relegado por una campesina «pariendo su camada» y de que le habían «cosido como un saco de comida». Desplazó su malhumorada y furibunda mirada y por primera vez pareció reparar en los recién llegados. A Perrin no le concedió más que una ojeada, lo cual no le sorprendió en lo más mínimo. Sus ojos se desorbitaron un poco al ver a Loial. —«Ha visto otros Ogier», interpretó Perrin, «pero no esperaba encontrar uno aquí»—, se entornaron al fijarse en Lan —«Reconoce a un guerrero al primer vistazo, y no le agrada ver a uno»— y se iluminaron cuando se inclinó para atisbar bajo la capa de Moraine, a pesar de que no se hallaba lo bastante cerca como para verle la cara.
Perrin resolvió no abrigar sospechas en lo concerniente a la impresión que pudiera haberle causado la Aes Sedai e hizo votos porque Moraine y Lan adoptaran igual actitud. Un chisporroteo en los ojos del Guardián le indicó, sin embargo, que éste recelaba algo.
—¿Erais doce luchando contra veinte Aiel? —inquirió con voz inexpresiva Lan.
—Sí —respondió Orban, pestañeando e irguiéndose con fingida desenvoltura—. Cuando se va en busca del Cuerno de Valere, cabe esperar experiencias como ésta. No ha sido el primer obstáculo para Gann y para mí, ni tampoco el último que hallemos antes de encontrar el Cuerno. Si la Luz nos ilumina. —Por el tono empleado, quedaba claro que la Luz no podía dejar de ponerse de su parte—. No siempre hemos combatido contra Aiel, por supuesto, pero hay gente que constantemente se interpondría en el camino de los cazadores si pudiera. Gann y yo no nos arredramos fácilmente. —Los lugareños emitieron nuevos murmullos de adhesión, y Orban enderezó aún más la espalda.
—Habéis perdido seis hombres y tomado a uno prisionero. —En la voz de Lan era difícil inferir si lo consideraba un buen intercambio o todo lo contrario.
—Sí —corroboró Orban—, y dimos muerte al resto, exceptuando a los que se dieron a la fuga. Seguramente estarán escondiendo a sus muertos; he oído decir que lo hacen. Los Capas Blancas han salido a buscarlos, pero nunca los encontrarán.
—¿Hay Capas Blancas aquí? —inquirió Perrin con vivacidad.
Orban le dirigió una breve mirada y desdeñó contestarle a él.
—Los Capas Blancas siempre se entrometen donde no los llaman —explicó, dirigiéndose a Lan—. Son todos unos patanes incompetentes. Sí, batirán los alrededores durante días, pero dudo que encuentren algo más que sus propias sombras.
—Supongo que sí —convino Lan.
El vendado joven miró con entrecejo fruncido a Lan como si vacilara respecto al sentido que había de atribuir a sus palabras y luego volvió a encararse al posadero.
—Vais a ir a buscar a esa vieja, ¿entendido? Tengo la cabeza a punto de estallar.
Tras dedicar una última mirada a Lan, se alejó cojeando y subió de uno en uno los escalones, seguido por los murmullos de admiración que despertaba un cazador del Cuerno que había abatido a varios Aiel.
—Éste es un pueblo donde ocurren muchas cosas. —La cavernosa voz de Loial atrajo todas las miradas. Salvo las de los marinos, que parecían hablar de cuerdas, por lo que Perrin alcanzaba a oír—. A donde quiera que voy, los humanos hacéis cosas, corréis apresurados, acelerando el curso de los acontecimientos. ¿Cómo podéis soportar tanto trajín?
—Ah, amigo Ogier —dijo Furlan—, el anhelo de excitación es propio de los humanos. Cuánto lamento no haber podido marchar con los ejércitos hasta las Murallas Resplandecientes. Y os diré más…
—Nuestras habitaciones. —Aun cuando no había alzado la voz, la intervención de Moraine interrumpió la charla del posadero con la contundencia de un afilado cuchillo—. Andra ha encargado habitaciones, ¿verdad?
—Ah, lady, disculpadme. Sí, maese Andra ha pedido habitaciones. Perdonadme, por favor. Es toda la excitación, que me tiene fuera de mí. Tened la bondad de perdonadme, lady. Por aquí, si sois tan amables. —Deshaciéndose en reverencias y disculpas y sin parar de hablar ni un instante, Furlan los condujo a la escalera.
Ya arriba, Perrin se detuvo para mirar atrás. Oía «lady» y «Ogier» entre murmullos y sentía todos los ojos centrados en ellos, pero tenía la sensación de notar un par de ellos en particular, alguien que no miraba a Moraine ni a Loial, sino a él.
No le costó localizarla, pues, aparte de que permanecía apartada de los demás, era la única mujer en la sala cuya indumentaria no adornaba ni el más breve pedazo de encaje. Su vestido gris oscuro, casi negro, de holgadas mangas y estrecha falda dividida para montar a caballo, sin ningún detalle de fantasía, era tan austero como la vestimenta de los capitanes de barco. Bajo el dobladillo asomaban unas botas de cuero blanco. Era joven, aproximadamente de su misma edad, y alta, con una melena negra que le llegaba a los hombros que enmarcaba un rostro con una prominente nariz, una generosa boca, pómulos pronunciados y oscuros ojos ligeramente achinados. No supo si atribuirle el calificativo de hermosa o no.
En cuanto dirigió la mirada hacia ella, se giró para hablar con una de las camareras y no volvió a dirigir la vista hacia la escalera, pero él tuvo la certeza de no haberse equivocado: había estado observándolo a él.