5 Pesadillas reales

Perrin saltó de la cama, cogió el hacha y corrió afuera, descalzo y vestido sólo con la ropa interior, insensible al frío. La luna bañaba las nubes con su pálido resplandor blanco. Aquélla era luz más que suficiente para sus ojos, más que suficiente para ver las formas que se deslizaban entre los árboles procedentes de todos lados, unas formas casi tan voluminosas como Loial, pero con rostros deformados por hocicos y picos, cabezas semihumanas rematadas con cuernos y plumas; sigilosas formas que caminaban sobre cascos, garras y también pies calzados con botas.

Abrió la boca para dar la voz de alarma cuando de improviso la puerta de la cabaña de Moraine se abrió de golpe y Lan salió como un rayo, espada en mano y gritando.

—¡Trollocs! ¡Despertad, por vuestras vidas! ¡Trollocs!

Los hombres comenzaron a salir de sus cabañas, vestidos sólo con sus prendas de dormir que, en muchos casos, implicaban una casi completa desnudez, pero con las espadas aprestadas. Rugiendo bestialmente, los trollocs arremetieron contra ellos y fueron recibidos con golpes de acero y gritos de «¡Shienar!» y «¡El Dragón Renacido!».

Lan iba completamente vestido —Perrin habría apostado algo a que no había dormido nada— y se abalanzó hacia los trollocs como si la lana de su atuendo fuera una armadura. Parecía bailar, yendo de uno a otro, tan acoplado a su espada como si formaran una sola entidad, y, donde el Guardián danzaba, los trollocs chillaban y perecían.

Moraine también se encontraba a la intemperie, interpretando su propia danza entre los trollocs. La única arma palpable que esgrimía era un látigo, pero cada vez que azotaba a una de aquellas criaturas, de su carne brotaba una hilera de llamas. Su mano libre lanzaba ardientes bolas surgidas del aire, tras cuyo impacto los trollocs aullaban y se revolcaban en el suelo, envueltos en llamas.

Un árbol se incendió de la raíz a la copa y luego otro y otro más. Los trollocs chillaron, deslumbrados por la súbita luz, pero siguieron blandiendo sus picudas hachas y sus espadas curvadas como guadañas.

De pronto Perrin vio que Leya salía con paso vacilante de la choza de Moraine, de la que lo separaba una cuarta parte de la superficie de la hondonada, y su mente abandonó toda preocupación ajena a ella. La Tuatha’an apoyó la espalda contra la pared de troncos y se rodeó la garganta con la mano. La luz de los árboles en llamas le permitió ver el dolor y el horror, la profunda aversión que le producía aquella carnicería.

—¡Escondeos! —le gritó Perrin—. ¡Volved adentro y escondeos! —El creciente fragor de la lucha engulló sus palabras. Echó a correr hacia ella—. ¡Ocultaos, Leya! ¡Por el amor de la Luz, ocultaos!

Ante él se plantó un trolloc de horrible pico ganchudo y garras de halcón, acorazado con cota de mallas y cubierto de púas de pies a cabeza, y arremetió contra él con una de aquellas espadas extrañamente curvadas. Olía a sudor, suciedad y sangre.

Perrin se agachó para esquivar el golpe y exhaló un grito inarticulado, contraatacando con la espada. Sabía que debía tener miedo, pero la urgencia suprimía todo temor. Lo único que le importaba era que debía llegar hasta Leya, debía ponerla a salvo, y el trolloc se interponía en su camino.

Su adversario cayó, rugiendo y pataleando; Perrin no supo dónde le había clavado el arma ni si estaba agonizante o meramente herido. Saltó sobre él y subió trepando la ladera.

Las enormes teas que eran los árboles proyectaban fantasmagóricas sombras sobre el pequeño valle. Una vacilante silueta que caminaba junto a la cabaña de Moraine se reveló de improviso como un trolloc cornudo con hocico cabruno. Asía una espeluznante hacha erizada de púas y parecía a punto de abalanzarse hacia abajo para sumarse a la refriega cuando advirtió a Leya.

—¡No! —gritó Perrin—. ¡Luz, no! —Las rocas se desprendieron bajo sus pies descalzos, pero él no notó el arañazo de sus aristas. El trolloc alzó el hacha—. ¡Leyaaaaaaa!

En el último instante, el monstruo se giró y descargó el arma contra Perrin. Éste se echó al suelo y emitió un alarido al sentir la mordedura del acero en la espalda. Alargó desesperadamente una mano, agarró una pata de cabra y tiró con todas sus fuerzas. El trolloc cayó con estrépito, pero, mientras daba tumbos ladera abajo, lo aferró con manos tan grandes como dos de las suyas y lo arrastró consigo. Percibió en toda su intensidad el repulsivo hedor a cabra y a rancio sudor humano al tiempo que sus fornidos brazos le atenazaban el pecho, impidiéndole respirar; las costillas crujieron, a punto de romperse. Aunque había perdido el hacha al caer, el trolloc se valió de su roma dentadura de cabra, que hundió en el hombro de Perrin. Las poderosas mandíbulas se cerraron, y él gruñó con el tormento del dolor. Estaba sin resuello y la oscuridad se cernía en los límites de su visión, pero conservó la vaga noción de que tenía el otro brazo libre y de que de un modo u otro había conseguido retener su propia hacha. Asiendo el mango cerca de la hoja, como un martillo, emitió un rugido que gastó todas sus reservas de aire e hincó la púa en la sien del trolloc. Éste se agitó convulsivamente y, moviendo los brazos y piernas como aspas, lo arrojó lejos de sí. Sólo gracias al instinto su mano siguió aferrando el hacha y la arrancó así del trolloc cuando éste siguió rodando hacia abajo.

Perrin se quedó tendido un momento, recobrando aliento. Le ardía la herida de la espalda y notaba la humedad de la sangre. Su hombro se quejó al levantarse.

—¿Leya?

La mujer seguía allí, acurrucada delante de la cabaña, a menos de diez metros de él. Y lo observaba con tal expresión de horror que apenas logró sostenerle la mirada.

—¡No me compadezcáis! —le gruñó—. ¡No…!

El salto que efectuó el Myrddraal desde el techo de la choza pareció prolongarse en exceso, y, durante el tiempo que tan lentamente transcurrió entretanto, su negrísima capa permaneció tiesa e inmóvil, como si el Semihombre ya se hallara en el suelo. Tenía la mirada de vacías cuencas fija en Perrin. Olía a muerte.

El frío agarrotó los brazos y piernas de Perrin bajo el efecto de la mirada del Myrddraal, y su pecho se quedó rígido como un témpano de hielo.

—Leya —susurró. Su voluntad sólo le sirvió para no echar a correr—. Leya, escondeos, por favor. Por favor.

El Semihombre comenzó a avanzar hacia él, en la confianza de que el miedo lo tenía paralizado con sus cadenas. Caminaba como una serpiente, aprestando una espada tan negra que sólo los árboles en llamas hacían visible.

—Basta con cortar una pata del trípode —dijo quedamente— para que todos se vengan abajo. —Su voz sonaba como un amasijo de reseco cuero descompuesto que alguien pisoteara.

De improviso Leya se abalanzó, tratando de rodear con los brazos las piernas del Myrddraal. Sin volverse, el Fado movió sin inmutarse la tenebrosa espada hacia atrás, y la gitana se desplomó.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Perrin. «Debí haberla ayudado…, haberla salvado. ¡Debí haber hecho… algo!» Pero, mientras el Myrddraal enfocaba en él su espantosa mirada, tenía dificultades hasta para pensar.

Ya llegamos, hermano. Estamos aquí, Joven Toro.

Las palabras resonaron en su cabeza como el badajo en una campana, y las vibraciones se expandieron por todo su cuerpo. Con el anuncio, llegaron por montones los lobos y acudieron en riada a su mente al tiempo que entraban en el redondo valle. Lobos de montaña de casi un metro de altura, blancos y grises, que surgían a la carrera de la noche, sabedores del estado de estupor de los dos-piernas, para atacar como flechas a los Degenerados. Los lobos ocuparon de tal modo su cerebro que apenas retuvo la conciencia de ser un hombre. Sus ojos concentraron la luz y emitieron un dorado resplandor. Entonces el Semihombre detuvo su avance, aquejado de súbita incertidumbre.

—Fado —dijo ásperamente Perrin, pero entonces los lobos le transmitieron otro nombre. Los trollocs, los Degenerados, creados durante la Guerra de la Sombra a partir de una mezcolanza de hombre y animal, eran seres detestables, pero los Myrddraal…—. ¡Nonacido! —espetó el Joven Toro y, retrayendo los labios con un gruñido, arremetió contra el Myrddraal.

Éste se movía como una víbora, sinuoso y mortífero, manejando la espada con la velocidad del relámpago, pero él era el Joven Toro. Así lo llamaban los lobos. Joven Toro, con cuernos de acero que empuñaba con las manos. Él formaba una unidad con los lobos. Era un lobo, y cualquier lobo habría muerto cien veces con tal de ver abatido a uno de los Nonacidos. El Fado retrocedió ante él, destinando ahora su hoja a parar sus golpes.

Los tendones de la corva y la garganta: ésos eran los puntos claves para los lobos. El Joven Toro se echó repentinamente a un lado, hincó una rodilla en el suelo y hundió el hacha en la parte trasera de la rodilla del Semihombre. Éste exhaló un grito —un espeluznante sonido que le hubiera erizado el pelo en cualquier otra ocasión— y cayó, apoyándose en una mano. El Semihombre —el Nonacido— aún asía firmemente la espada, pero, antes de que recobrara el equilibrio, el hacha del Joven Toro volvió a entrar en acción. Medio sesgada, la cabeza del Myrddraal quedó colgando sobre su espalda pero, aun con el cuerpo inclinado sobre la mano, el Nonacido blandía frenéticamente la espada. Los Nonacidos siempre tardaban mucho en morir.

Con sus propios ojos y con los de los lobos, el Joven Toro recibió imágenes de trollocs revolcándose en el suelo, chillando, sin que ningún hombre ni lobo los hubiera tocado. Aquéllos debían de formar parte del pelotón asignado a ese Myrddraal y fallecerían cuando él lo hiciera… si nadie los mataba antes.

A pesar de la apremiante urgencia por bajar la ladera y reunirse con sus hermanos para matar a los Degenerados y perseguir a los Nonacidos que aún quedaban, un recóndito fragmento de sí que aún era humano recordó: «Leya».

Dejó caer el hacha y la volvió con suavidad. Tenía la cara cubierta de sangre y sus ojos lo miraban con la fijeza de la muerte. Creyó ver una acusación en su mirada.

—Lo he intentado —adujo—. He intentado salvaros. —Su mirada siguió inmutable—. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¡Os habría matado si yo no le hubiera dado muerte a él!

Ven, Joven Toro. Ven a matar a los Degenerados.

Los lobos entraron en tropel, lo rodearon. Dejó a Leya en el suelo y tomó el hacha, cuya hoja relucía bañada en sangre. Sus ojos brillaban mientras bajaba corriendo la rocosa pendiente. Él era Joven Toro.

Los árboles diseminados en torno a la hondonada ardían como antorchas; un alto pino quedó rodeado de violentas llamaradas en el momento justo en que el Joven Toro se enzarzó en la batalla. El aire nocturno se iluminó con un fogonazo azul actínico, similar al producido por un relámpago, cuando Lan trabó combate con otro Myrddraal y el acero forjado por los antiguos Aes Sedai chocó contra el acero fraguado en Thakan’dar, a la sombra de Shayol Ghul. Loial blandía una barra casi tan gruesa como una viga que hacía girar formando un círculo donde ningún trolloc entraba sin antes caer. Los hombres luchaban desesperadamente entre las oscilantes sombras, pero Joven Toro —Perrin— advirtió distraídamente que había demasiados dos-piernas shienarianos tendidos en el suelo.

Los hermanos y hermanas peleaban en pequeñas manadas de tres o cuatro componentes, esquivando las espadas tan semejantes a guadañas y las hachas erizadas de púas, arrojándose en rápidas embestidas para sesgar tendones con los dientes y saltando para morder gargantas cuando caía la presa. En su manera de luchar no había honor, ni gloria, ni piedad. No habían acudido para librar una batalla, sino para matar. Joven Toro se sumó a uno de los reducidos grupos y puso en acción la hoja de su hacha, como si de dientes se tratara.

Había dejado a un lado toda noción de batalla en general. Sólo existían los trollocs, él y los lobos —sus hermanos— desgajados del resto. No cabía más que matar a un Degenerado tras otro, hasta que no quedara ninguno. Hasta que no quedara ninguno allí ni en ningún otro lugar. Sintió el impulso de deshacerse del hacha y utilizar los dientes, de correr a cuatro patas tal como hacían sus hermanos. De correr por los altos puertos de montaña. De correr hundido hasta el vientre por la polvorienta nieve persiguiendo a un ciervo. De correr, con el pelambre alborotado por el frío viento. Gruñía con sus hermanos, y los trollocs aullaban ante la mirada de sus amarillos ojos con un terror aún más pronunciado que el que les inspiraban los otros lobos.

De pronto se dio cuenta de que ya no había más trollocs en pie en el valle, aunque sentía que sus hermanos estaban persiguiendo a otros que huían. Una manada de siete acosaban a una presa diferente allá afuera en la oscuridad. Uno de los Nonacidos corría hacia su cuatro-patas de duro casco —su caballo, dijo una distante parte de sí— y sus hermanos lo seguían, con el olfato impregnado de su olor, de su esencia de muerte. Mentalmente se encontraba con ellos y veía a través de sus ojos. Cuando lo acorralaron, el Nonacido se volvió maldiciendo, con su negra espada y su negra capa confundidas con la noche. La noche era, sin embargo, el ámbito de caza de sus hermanos.

Joven Toro emitió un gruñido al perecer el primero de sus hermanos, traspasado por el dolor de su muerte, pero los otros estrecharon el cerco; más hermanos y hermanas fallecieron pero, aun así, sus dentelladas abatieron al Nonacido. Para entonces éste ya luchaba con los propios dientes, rasgando gargantas, y con las uñas, que abrían surcos tan profundos en la piel y en la carne como las afiladas garras que llevaban los dos-piernas, pero los hermanos seguían embistiéndolo aun en su agonía. Finalmente una hermana se levantó sola de la pila que todavía rebullía y se apartó tambaleante de ella. Se llamaba Niebla Matutina, pero, al igual que con todos los nombres de lobos, el suyo incluía muchas sensaciones: una helada mañana en que el presagio de la nieve flotaba en el aire, y la espesa niebla se ondulaba sobre un valle, arremolinándose agitada por la violenta brisa que transportaba la promesa de una buena caza. Niebla Matutina alzó la cabeza y aulló, dirigiendo el lamento por su muerte a la luna oculta entre las nubes.

Joven Toro echó la cabeza atrás y aulló con ella, unido a su llanto.

Cuando bajó la vista, Min lo miraba fijamente.

—¿Te encuentras bien, Perrin? —preguntó dubitativamente.

Tenía una magulladura en la mejilla y la manga de la chaqueta casi arrancada. En una mano llevaba un garrote y en la otra una daga y en ambos había adheridos pelos y sangre.

Todos estaban mirándolo, advirtió, todos los que aún se mantenían en pie. Loial, que se apoyaba cansinamente en su larga barra. Los shienarianos, que habían trasladado a sus heridos al lugar donde Moraine se inclinaba sobre uno de ellos al lado de Lan. Incluso la Aes Sedai dirigía la vista en dirección a él. Los árboles en llamas proyectaban a modo de gigantescas antorchas una vacilante luz. Por todas partes había trollocs muertos. Había más shienarianos tumbados que de pie, y entre ellos estaban diseminados los cadáveres de sus hermanos. Tantos…

Perrin notó que sentía deseos de volver a aullar. Frenéticamente erigió un muro para cortar todo contacto con los lobos. Las imágenes y las emociones se filtraron por los resquicios, pero al fin logró contenerlas y ya no sintió su dolor ni su rabia, ni sus ansias de cazar a los Degenerados ni de correr… Cortada la comunicación con los lobos, se le hizo patente el insufrible ardor de la espalda, la contusión del hombro que parecía haber sido amartillado en un yunque. También cobró conciencia del dolor en sus pies descalzos, llenos de arañazos y magulladuras. El olor a sangre flotaba por doquier. El olor a trollocs y a muerte.

—Estoy…, estoy bien, Min.

—Has luchado con arrojo —lo felicitó Lan. El Guardián alzó su espada aún mojada de sangre por encima de la cabeza—. ¡Tai’shar Manetheren! ¡Tai’shar Andor! Genuina estirpe de Manetheren. Genuina estirpe de Andor.

Los escasos shienarianos que aún se sostenían por su propio pie pusieron las armas en alto y corearon sus palabras.

¡Tai’shar Manetheren! ¡Tai’shar Andor!

ta’veren —agregó Loial, asintiendo con la cabeza.

Perrin bajó los ojos con embarazo. Lan le había ahorrado haber de responder a las preguntas que no quería contestar, pero le había otorgado un honor que no merecía. Los demás no lo comprendían. Se preguntó qué dirían si supieran la verdad. Min se acercó más, y entonces él murmuró:

—Leya ha muerto. No he podido… Casi he llegado a tiempo.

—No hubieras cambiado nada —afirmó la joven en voz baja—. Lo sabes perfectamente. —Le examinó la espalda y torció el gesto—. Moraine se ocupará de esto. Está curando a todos los que pueden sanar.

Perrin asintió. Notaba la espalda pegajosa de sangre hasta la cintura, pero a pesar del dolor apenas prestaba atención a la herida. «Luz, esta vez he estado a punto de no regresar. No puedo permitir que vuelva a ocurrir. ¡Nunca más!»

Pero cuando estaba con los lobos todo era tan distinto… Entonces no tenía que preocuparse porque su corpulencia provocaba temor en los desconocidos, y nadie lo tenía por corto de entendederas sólo porque intentaba actuar con prudencia. Los lobos se conocían entre sí aun cuando no se hubieran visto nunca, y con ellos él era simplemente un lobo más.

«¡No!» Apretó con fuerza el mango del hacha. «¡No!» Tuvo un sobresalto cuando Masema tomó de improviso la palabra.

—Ha sido una señal —declaró el shienariano, girando en círculo para dirigirse a todos. Tenía sangre en los brazos y en el pecho (había luchado sólo con los calzones puestos) y caminaba cojeando, pero el brillo de sus ojos era tan ferviente como siempre. Más ferviente incluso—. Una señal que confirma nuestra fe. Hasta los lobos han acudido a luchar por el Dragón Renacido. En la Última Batalla, el señor Dragón convocará incluso a las bestias del bosque para combatir a nuestro lado. Es una señal que nos indica que avancemos. Sólo los Amigos Siniestros dejarán de sumarse a nosotros. —Dos de los shienarianos asintieron.

—¡Calla esa maldita boca, Masema! —espetó Ino. Parecía ileso, lo cual no era extraño si se tenía en cuenta que Ino ya peleaba contra los trollocs antes de que Perrin naciera. Con todo, el cansancio era patente en su porte y únicamente el ojo pintado parecía conservar vivacidad—. ¡Avanzaremos cuando el señor Dragón lo diga, joder! ¡Y que a ninguno de vosotros, campesinos sin seso, se le ocurra hacer lo contrario! —El tuerto miró la larga hilera de hombres que atendía Moraine, la mayoría de los cuales no se hallaban en condiciones ni de sentarse, incluso después de que ella los hubiera curado, y sacudió la cabeza—. Al menos tendremos un montón de condenadas pieles de lobo para abrigar a los heridos.

—¡No! —Los shienarianos se mostraron sorprendidos ante la vehemencia de la voz de Perrin—. Han luchado de nuestro lado y los enterraremos con nuestros muertos.

Ino frunció el entrecejo y abrió la boca para replicar, pero Perrin le clavó, desafiante, la mirada de dorados ojos. Fue el shienariano quien bajó la mirada, y asintió.

Perrin se aclaró, embarazado, la garganta al mismo tiempo que Ino impartía órdenes a los shienarianos ilesos para que recogieran los lobos muertos. Min lo observaba con ojos entornados, con el mismo aire que adoptaba cuando percibía imágenes alrededor de alguien.

—¿Dónde está Rand? —preguntó él.

—Allá afuera a oscuras —repuso la joven, apuntando ladera arriba sin desviar la vista de él—. No quiere hablar con nadie. Está sentado allí y aleja con cajas destempladas a todos los que se acercan.

—Conmigo hablará —aseguró Perrin.

Min lo siguió, sin parar de recordarle que debía esperar a que Moraine hubiera examinado sus heridas. «Luz, ¿qué ve cuando me mira? No quiero saberlo».

Rand estaba sentado en el suelo justo fuera del círculo que iluminaban los árboles incendiados, con la espalda apoyada en el tronco de un raquítico roble. Tenía la mirada perdida y se rodeaba el pecho con los brazos, como si tuviera frío. No pareció advertir su presencia. Min tomó asiento a su lado, pero él no realizó el menor gesto ni siquiera cuando ella posó una mano en su brazo. Incluso allí Perrin notaba olor a sangre, y no solamente a la suya propia.

—Rand —tomó la palabra Perrin, pero Rand lo interrumpió.

—¿Sabes qué he hecho durante los combates? —Con la vista clavada en la lejanía, Rand dirigía sus palabras a la noche—. ¡Nada! Nada de provecho. Al principio, cuando tendí la mano hacia la Fuente Verdadera, no pude tocarla, no cogí nada. Se deslizaba fuera de mi alcance. Después, cuando finalmente establecí contacto con ella, iba a quemarlos a todos, quemar a todos los trollocs y Fados. Y todo cuanto conseguí fue incendiar unos cuantos árboles. —Una silenciosa risa le sacudió el cuerpo, y luego puso fin a ella con una apesadumbrada mueca—. El saidin me llenó hasta el punto de que temía estallar como un fuego de artificio. Tenía que encauzarlo a algún sitio, librarme de él antes de que me consumiera, y entonces consideré la posibilidad de derribar la montaña y enterrar a los trollocs. Estuve a punto de intentarlo. Ése ha sido mi combate. No contra los trollocs, sino contra mí. Para contener el impulso de enterraros a todos, y a mí mismo, bajo la montaña.

Min dirigió una apenada mirada a Perrin, como si le solicitara ayuda.

—Nosotros… hemos dado cuenta de ellos, Rand —dijo Perrin. Se estremeció al pensar en todos los heridos que yacían abajo. Y en los muertos. «Mejor eso que se nos hubiera venido encima la montaña»—. No te necesitábamos.

Rand volvió a apoyar la cabeza en el árbol y cerró los ojos.

—Sentí cómo venían —dijo casi en un susurro—. Ignoraba lo que era, no obstante. Transmiten la misma sensación que la infección del saidin. Y el saidin siempre está junto a mí, llamándome, seduciéndome con su canto. Para cuando discerní la diferencia, Lan ya estaba dando la voz de alarma. Si pudiera controlarlo, habría podido avisar mucho antes de que se acercaran. Pero la mitad de las veces que realmente logro entrar en contacto con el saidin, no tengo noción de lo que hago. Me arrastra en su corriente. Pero yo podría haberos prevenido.

—Lan nos avisó con suficiente antelación —aseveró Perrin, moviendo con incomodidad los magullados pies, consciente de que hablaba como si tratara de convencerse a sí mismo.

«Yo también podría haberlos alertado, si hubiera hablado con los lobos. Ellos sabían que había trollocs y Fados en los montes. Trataban de decírmelo». Pero si no mantenía alejados de su mente a los lobos, ¿no estaría ahora con ellos?, se preguntó. Conocía a un hombre, Elyas Machera, que también podía comunicarse con los lobos. Elyas vivía con los lobos y, pese a ello, parecía ser aún capaz de recordar que era un hombre. Pero nunca le había explicado a Perrin cómo lo conseguía y, por lo demás, hacía mucho tiempo que no se habían visto.

El crujido de unos pasos en la roca anunció la llegada de dos personas, y una ráfaga de aire transportó su olor hasta Perrin. Éste se guardó bien, no obstante, de pronunciar sus nombres hasta que Lan y Moraine se hallaron lo bastante cerca como para que incluso unos ojos ordinarios pudieran distinguirlos.

El Guardián tenía una mano bajo el brazo de la Aes Sedai, como si tratara de sostenerla sin que ella se diera cuenta. Moraine estaba ojerosa y llevaba en la mano una pequeña escultura de viejo marfil oscurecido que representaba a una mujer. Perrin sabía que era un angreal, un vestigio de la Era de Leyenda que permitía que una Aes Sedai encauzara una cantidad de Poder superior a la que habría podido manejar sin su ayuda. El hecho de que estuviera utilizándolo para curar era un claro indicio de su cansancio.

Min se levantó para ayudar a Moraine, pero ésta le indicó que se apartara.

—Ya he tratado a todos los demás —dijo a Min—. Cuando acabe aquí, podré descansar. —Apartó asimismo a Lan y, adoptando una expresión absorta, recorrió con la mano el sangrante hombro de Perrin y la herida que tenía en la espalda. El frío contacto le produjo un hormigueo en la piel—. No es grave —dictaminó—. La magulladura del hombro es profunda, pero los cortes son superficiales. Prepárate. No te dolerá, pero…

Siempre le había incomodado hallarse cerca de alguien que sabía que estaba encauzando el Poder Único, y aún más si lo canalizaba hacia él. Lo había experimentado en un par de ocasiones y creía haberse formado una idea del efecto que tenía la canalización sobre una persona, pero aquellas curaciones habían sido de poca importancia, destinadas meramente a aliviar su fatiga cuando a Moraine le convenía infundirle vigor. No tenía nada que ver con aquélla.

De improviso pareció como si los ojos de la Aes Sedai lo taladraran, vieran su interior. Emitió una exclamación y casi dejó caer el hacha. Notó un hormigueo en la espalda, los músculos retorciéndose para volver a soldarse. Le temblaron incontrolablemente los hombros y todo se volvió borroso. El frío le caló hasta la médula de los huesos. Tenía la impresión de moverse, de caer, de estar volando; no acababa de discernirlo, pero sentía como si de algún modo se precipitara hacia un lugar desconocido a gran velocidad, en un viaje perpetuo. Transcurrida toda una eternidad, sus ojos enfocaron de nuevo el mundo. Moraine retrocedía, casi tambaleándose, hasta que Lan la agarró del brazo.

Perrin se miró boquiabierto el hombro. Los cortes y las magulladuras se habían esfumado y no sentía ni la más mínima punzada. Se giró cuidadosamente, con precaución inútil, pues el dolor de la espalda había desaparecido también. Y tampoco le dolían los pies; no tenía necesidad de examinarlos para saber que no le quedaban restos de arañazos ni contusiones. Las tripas le gruñeron estentóreamente.

—Deberías comer tan pronto como puedas —le aconsejó Moraine—. Buena parte de la energía la has aportado tú. Necesitas reponerla.

El hambre —y las imágenes de comida— ocupaban ya el pensamiento de Perrin. Carne de buey, de venado, de cordero… Logró con esfuerzo dejar de pensar en tales manjares y decidió ir en busca de algunas raíces de aquellas que olían como nabos al asarlas. Su estómago volvió a gruñir a modo de protesta.

—Apenas si te ha quedado una cicatriz, herrero —observó, tras él, Lan.

—Casi todos los lobos heridos han tomado su propio camino por el bosque —dijo Moraine, masajeándose la espalda y estirándose—, pero he curado a todos los que he encontrado. —Perrin le asestó una acerada mirada, pero ella dio la impresión de hacer un inocente comentario—. Tal vez han venido por motivos que nada tienen que ver con nosotros. Aun así, todos habríamos muerto de no ser por ellos. —Perrin se volvió inquieto y bajó la vista.

La Aes Sedai alargó la mano hacia la magulladura que Min tenía en la mejilla, pero ésta dio un paso atrás.

—Yo no estoy herida y vos estáis cansada. Me he hecho más daño otras veces cayéndome.

Moraine sonrió y dejó caer la mano. Lan la tomó del brazo y, a pesar de ello, se tambaleó.

—Muy bien. ¿Y tú, Rand? ¿Has recibido alguna herida? Incluso el rasguño causado por la espada de un Myrddraal puede ser letal, y algunas armas de las que usan los trollocs son igual de peligrosas.

—Rand, tienes la chaqueta mojada —advirtió de repente Perrin.

Rand se sacó la mano derecha de debajo de la roja tela y entonces vieron que estaba cubierta de sangre.

—No ha sido un Myrddraal —dijo con aire ausente, observándose la mano—. Ni siquiera un trolloc. Se me ha abierto la herida que recibí en Falme.

Moraine musitó algo, zafó el brazo que sostenía Lan y cayó de rodillas al lado de Rand. Le apartó la chaqueta y examinó la herida. Aunque no pudo verla, puesto que la Aes Sedai la tapaba con la cabeza, Perrin notó con mayor intensidad el olor a sangre. Moraine movió las manos y Rand hizo una mueca de dolor.

—«La sangre del Dragón Renacido derramada en las rocas de Shayol Ghul liberará a la humanidad de la Sombra». ¿No es eso lo que afirman las profecías?

—¿Quién te dijo eso? —preguntó Moraine con brusquedad.

—Si me llevarais a Shayol Ghul ahora —dijo Rand con aire soñoliento—, por un Atajo o un Portal de Piedra, podríamos poner fin a todo. No más muertes. No más sueños. No más.

—Si fuera así de simple —respondió lúgubremente Moraine—, lo haría, de un modo u otro, pero no todas las afirmaciones del Ciclo Karaethon pueden interpretarse al pie de la letra. Por cada cosa que precisa, hay diez frases que pueden tener cien significados distintos. No pienses que conoces todo lo que debe ocurrir, aun cuando alguien te haya recitado la totalidad de las Profecías. —Hizo una pausa, como si recobrara aliento. Luego apretó el angreal y deslizó la otra mano por el costado de Rand, sin prestar importancia a la sangre que lo cubría—. Prepárate.

De improviso Rand abrió desmesuradamente los ojos y se incorporó rígidamente, jadeando y temblando. Cuando lo había curado a él, Perrin había creído que había durado una eternidad, pero al cabo de unos momentos la Aes Sedai ya volvía a recostar a Rand en el tronco del roble.

—He hecho… lo que he podido —dijo débilmente—. Todo cuanto está en mis manos. Debes tener cuidado. Podría volver a abrirse si… —Cayó rendida.

Rand la cogió, pero Lan acudió de inmediato y la tomó en sus brazos. Al hacerlo, el Guardián tenía una expresión en el rostro rayana en la ternura que Perrin jamás habría imaginado percibir en él.

—Está exhausta —explicó Lan—. Ha cuidado a todos los demás, pero no hay nadie capaz de mitigar su fatiga. La llevaré a la cama.

—Está Rand —apuntó, vacilante, Min, pero el Guardián sacudió la cabeza.

—No es que crea que no fueras a intentarlo, pastor —aseguró—, pero sabes tan poco que tal vez podrías matarla.

—Tenéis razón —reconoció Rand con amargura—. No soy de fiar. Lews Therin Verdugo de la Humanidad dio muerte a todos sus allegados. Quizá yo haga lo mismo antes de que todo haya acabado.

—No pierdas el ánimo, pastor —lo conminó Lan—. El mundo entero cabalga sobre tus hombros. Recuerda que eres un hombre, y haz lo que debe hacerse.

—Lucharé lo mejor que pueda —prometió, mirando al Guardián, ya sin asomo de amargura—. Porque no hay nadie más, y debe hacerse, y soy yo quien tiene el deber. Lucharé, pero no por ello debe complacerme la persona en que me he convertido. —Cerró los ojos como si fuera a dormirse—. Lucharé. Sueños…

Lan se quedó mirándolo un momento y luego realizó un gesto afirmativo. Después alzó la cabeza en dirección a Perrin y a Min.

—Llevadlo a la cama y luego acostaos. Tenemos planes que concretar, y sólo la Luz sabe lo que sucederá después.

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