45 Caemlyn

Pese a los vagos recuerdos que guardaba de Caemlyn, cuando llegaron a sus afueras poco después del amanecer, Mat tuvo la impresión de no haber estado nunca allí. Desde las primeras luces del día, el camino había estado frecuentado, y ahora se hallaban rodeados de jinetes, caravanas de carros de mercancías y de transeúntes que se dirigían en fila a la gran ciudad.

Construida sobre colinas, era sin lugar a dudas tan grande como Tar Valon, y fuera de sus imponentes murallas —unos muros de quince metros de altura de piedra grisácea veteada de blanco y plata que resplandecían bajo el sol, salpicados de altas torres redondas en las que ondeaba, en blanco sobre fondo rojo, el estandarte del León de Andor—, fuera de aquellas murallas era como si hubiera crecido una gran ciudad circundante, con paredes de ladrillo rojo, piedra gris y yeso blanco, posadas intercaladas con casas de tres o cuatro plantas tan lujosas que seguramente pertenecían a ricos comerciantes, tiendas con artículos expuestos en mesas debajo de toldos apiñados al lado de grandes almacenes sin ventanas. A ambos lados del camino, bajo tejadillos de tejas rojas y púrpura, tenía lugar un animado mercadeo; los hombres y mujeres pregonaban ya sus mercancías y regateaban a voz en grito, y a la algarabía se sumaban las voces de los terneros, corderos, cabras y cerdos encerrados en corrales y las ocas, pollos y patos enjaulados. Le parecía recordar que había encontrado demasiado ruidosa a Caemlyn durante su estancia anterior; ahora sus sonidos eran como el latido de un corazón que bombeaba riqueza.

El camino conducía a unas puertas arqueadas de seis metros de altura que vigilaban los guardias de la reina, vestidos con sus habituales chaquetas rojas y sus resplandecientes petos, los cuales no repararon especialmente en Thom ni en él, ni siquiera en la barra que llevaba inclinada en la silla frente a él; al parecer, lo único que les interesaba era que no se interrumpiera el tráfico. Así entraron en Caemlyn. En su interior se alzaban esbeltas torres aun más elevadas que las que bordeaban las murallas y las cúpulas; blancas y doradas, brillaban por encima de las calles rebosantes de gente. Justo después de las puertas el camino se bifurcaba en dos calles paralelas, separadas por un ancho parterre con hierba y árboles. Los cerros de la ciudad incrementaban escalonadamente su altura en dirección a un pico, rodeado por otra muralla, de color blanco tan rutilante como la de Tar Valon, sobre la que despuntaban más cúpulas y torres. Aquélla era la Ciudad Interior, recordó Mat, y encima de aquellas colinas más elevadas se hallaba el palacio real.

—No tiene sentido esperar —dijo a Thom—. Llevaré directamente la carta. —Observó las sillas de manos y los carruajes que se abrían paso entre el gentío, las tiendas que exhibían mercancías—. Un hombre podría ganar una buena cantidad de oro en esta ciudad, Thom, si encuentra compañeros de juego, con dados o con cartas.

No era tan hábil con las cartas como con los dados, pero de todas formas éstas sólo eran de uso frecuente entre los nobles y los ricos. «Ahora bien, ése es el tipo de personas con las que me conviene jugar».

Thom bostezó y se embozó con su capa de juglar como si fuera una manta.

—Hemos cabalgado toda la noche, chico. Vayamos a comer primero al menos. En La Bendición de la Reina cocinan bien. —Volvió a bostezar—. Y también tienen buenas camas.

—La recuerdo —afirmó tras un instante Mat. En cierto sentido, era verdad. El posadero, maese Gill, era un hombre gordo de pelo gris. Moraine se había reunido con Rand y con él allí, cuando creía que se habían librado finalmente de ella. «Ahora está en otra parte, jugando con Rand. Ya no tengo nada que ver con ella»—. Nos encontraremos allí, Thom. He dicho que me quitaría esta carta de las manos una hora después de llegar y pienso cumplirlo. Id vos delante.

Thom asintió y volvió grupas.

—No vayas a perderte, muchacho —le gritó entre un nuevo bostezo—. Es una ciudad muy grande, Caemlyn.

«Y también rica». Mat espoleó su montura y se alejó por la abarrotada calle. «¡Perderme! Sé cómo encontrar el camino». La enfermedad parecía haber borrado parcialmente los recuerdos. Podía mirar, por ejemplo, una posada cuyo piso superior sobresalía en todo su perímetro sobre la planta baja y su letrero crujiendo balanceado por la brisa, y recordar haberlo visto antes y, sin embargo, no reconocer ningún otro edificio visible desde el mismo lugar. Un centenar de metros de calle podían aflorar inopinadamente a su memoria, mientras que los trechos anteriores y posteriores seguían siendo tan misteriosos como los dados que aún estaban dentro del cubilete.

Aun con tales lagunas en la memoria tenía la certeza de no haber estado nunca en la Ciudad Interior ni en el palacio real —«¡No habría podido olvidarlo!»—, lo cual no suponía ningún problema, pues no tenía necesidad de recordar el camino. Las calles de la Ciudad Nueva —recordó de repente aquel nombre que designaba la parte de Caemlyn que contaba con menos de dos mil años de antigüedad— estaban caprichosamente distribuidas, pero las avenidas principales desembocaban todas en la Ciudad Interior. Los guardias de las puertas no se molestaban en parar a nadie.

En el interior de aquellos muros blancos había edificios que apenas habrían desentonado en Tar Valon. Remontando colinas, en los recodos de las curvadas calles se advertían de improviso delgadas torres, cuyas paredes embaldosadas refulgían con cientos de colores distintos bajo la luz del sol, o vistas panorámicas de toda la ciudad que abarcaban, asimismo, las ondulantes llanuras y bosques aledaños a ella. En realidad no importaba qué calle tomara allí, puesto que todas ascendían en espiral hacia el lugar que buscaba: el palacio real de Andor.

Al cabo de poco ya estaba cruzando la inmensa plaza ovalada que se extendía ante el palacio, cabalgando en dirección a sus altas puertas doradas. El palacio de purísima piedra blanca de Andor se hallaba ciertamente en condiciones de rivalizar con las maravillas de Tar Valon, respaldado por sus esbeltas agujas y doradas cúpulas resplandecientes, sus elevados balcones y sus fachadas profusamente trabajadas. La hoja de oro de una de aquellas cúpulas habría bastado para mantenerlo con un lujoso tren de vida durante un año.

La explanada estaba casi solitaria, como si estuviera reservada para las grandes ocasiones. Delante de la puerta había una docena de guardias, todos con los arcos inclinados exactamente en el mismo ángulo sobre los relucientes petos y las caras ocultas bajo los barrotes de acero de sus bruñidos yelmos. Un rechoncho oficial, con la roja capa echada hacia atrás para dejar al descubierto el nudo de trenza dorada que llevaba prendido al hombro, se paseaba frente a la hilera de hombres, observándolos uno por uno como si pretendiera descubrir en ellos alguna mota de polvo o de óxido.

—Buenos días tengáis, capitán —saludó sonriente Mat, tirando de las riendas.

El oficial se volvió y lo miró por las rendijas de la visera con hundidos ojos saltones, como un gordo ratón enjaulado. Era mayor de lo que había pensado —en todo caso lo bastante como para tener un rango superior al que ostentaba— y obeso, más bien que corpulento.

—¿Qué quieres, granjero? —preguntó sin contemplaciones.

Mat respiró hondo. «No te precipites. Impresiona a este idiota para que no te tenga esperando todo el día. No quiero tener que sacar precipitadamente el documento de la Amyrlin para impedir que me eche de un puntapié».

—Vengo de Tar Valon, de la Torre Blanca, y traigo una carta de…

—¿Que vienes de Tar Valon, granjero? —La voluminosa panza del oficial se agitó con la risa, pero después sus carcajadas se interrumpieron bruscamente al tiempo que le asestaba una furibunda mirada—. ¡No queremos cartas de Tar Valon, granuja, suponiendo que traigas una! Nuestra buena reina, la Luz la ilumine, no recibirá mensajes de la Torre Blanca hasta que le hayan restituido a la heredera del trono. Que yo sepa, los mensajeros de la Torre no llevan chaqueta y calzones de campesino. Está claro que eres un pilluelo que piensa ganar unas cuantas monedas viniendo aquí con la pretensión de entregar una carta, ¡pero tendrás suerte de no acabar dando con los huesos en una celda de la cárcel! ¡Si vienes de Tar Valon, vuelve a decirle a la Torre que devuelvan a la heredera del trono antes de que vayamos a buscarla nosotros! ¡Si eres un tramposo que va en busca de dinero, quítate de mi vista antes de que ordene que te azoten hasta dejarte medio muerto! ¡En todo caso, largo de aquí, patán!

—La carta es de ella —se apresuró a declarar Mat, que había tratado de filtrar una palabra desde el inicio de la perorata del oficial—. Es de…

—¿No te he dicho que te vayas, rufián? —bramó el gordo, cuyo rostro estaba poniéndose casi tan rojo como su chaqueta—. ¡Largo de mi vista, rata de alcantarilla! ¡Si no te has marchado cuando acabe de contar diez, te arrestaré por ensuciar la plaza con tu presencia! ¡Uno! ¡Dos!

—¿Sabéis contar hasta diez, gordo inmundo? —espetó Mat—. Os digo que Elayne envía…

—¡Guardias! —El oficial tenía la cara púrpura ahora—. ¡Prended a este hombre con cargo de Amigo Siniestro!

Mat titubeó un momento, con la confianza de que nadie podía tomar en serio tal acusación, pero los guardias, una docena de hombres acorazados con petos y yelmos, se abalanzaron hacia él y optó por espolear el caballo y partir al galope seguido por los gritos de su obeso superior. Aunque no era un ejemplar de carrera, el caballo castrado no tuvo dificultad en tomar distancia frente a los hombres a pie. La gente se apartaba de su camino por las sinuosas calles, amenazándolo con el puño y gritándole tantos insultos como había proferido contra él el oficial.

«Estúpido —pensó, refiriéndose al gordo oficial. Y luego agregó otra imprecación dirigida a sí mismo—. Lo que tenía que hacer era pronunciar su condenado nombre en primer lugar. Elayne, la heredera del trono de Andor, envía esta carta a su madre, la reina Morgase. Luz, ¿quién iba a pensar que habrían adoptado esta actitud respecto a Tar Valon?» Por lo que recordaba de su última estancia allí, los guardias dispensaban a las Aes Sedai y la Torre Blanca un respeto casi igual al que profesaban por Morgase. «Elayne podría haberme prevenido, maldita sea —pensó con furia y, a regañadientes, reconoció—: Yo también podría haberle preguntado a ella».

Antes de llegar a las arqueadas puertas que daban paso a la Ciudad Nueva, redujo el paso. Era improbable que los guardias del palacio lo persiguieran todavía y no era conveniente atraer la atención de los de la puerta pasando al galope ante ellos, pero lo cierto fue que no se fijaron en ningún momento en él.

Mientras pasaba bajo el amplio arco, esbozó una sonrisa y a punto estuvo de volver sobre sus pasos. De improviso había recordado algo y había concebido una idea que lo atraía mucho más que la perspectiva de atravesar las puertas de palacio, una opción que le hubiera parecido preferible incluso si el rechoncho oficial no hubiera estado vigilándolas.

Se perdió dos veces tratando de localizar La Bendición de la Reina, pero al final encontró el letrero con un hombre arrodillado ante una mujer de pelo rojo dorado tocada con una corona de rosas de oro que apoyaba la mano en su cabeza. Era un amplio edificio de tres pisos con altas ventanas aun en la planta situada debajo del tejado. Dio un rodeo hasta el establo, donde un individuo de rostro caballuno, vestido con una chaqueta de cuero que a duras penas sería más dura que su piel, tomó las riendas de su montura. Creyó recordar a aquel tipo. «Sí, Ramey».

—Ha pasado mucho tiempo, Ramey. —Mat le lanzó un marco de plata—. Os acordáis de mí, ¿verdad?

—No sé si… —comenzó a decir Ramey; entonces percibió el brillo de la plata donde esperaba ver cobre, tosió y su breve inclinación de cabeza se convirtió en algo que combinaba un gesto de indicación de despiste y una desmañada reverencia—. Vaya, claro que sí, joven señor. Perdonadme. Era un olvido pasajero. No tengo buena cabeza para las personas. Para los caballos, sí. Conozco bien a los caballos. Un buen ejemplar, joven señor. Me ocuparé de él, podéis estar tranquilo. —Habló de corrido, sin dar margen a que Mat dijera una palabra, y luego se llevó el animal al establo para no tener que hallarse en situación de recordar el nombre de Mat.

Con una agria mueca, Mat se colocó el grueso fajo de fuegos artificiales bajo el brazo y cargó a hombros el resto de su equipaje. «Ese tipo no me habría distinguido entre mil». Junto a la puerta de la cocina había sentado sobre una barrica un corpulento y musculoso sujeto que acariciaba suavemente la oreja de un gato blanco y negro acurrucado en su rodilla. El hombre observó a Mat con ojos entornados, en particular a la barra que llevaba colgada, sin parar de rascar al animal. Mat creyó recordarlo, pero no le vino a la memoria su nombre. Cruzó la puerta sin decir nada y el hombre también guardó silencio. «No tenía por qué recordarme. Seguramente viene cada día alguna maldita Aes Sedai en busca de alguien».

En la cocina, dos ayudantes de cocina y tres criadas se afanaban entre hornillos y asadores bajo la dirección de una gorda mujer con moño y una larga cuchara de madera en la mano que utilizaba para señalar lo que quería que hicieran. Mat no tuvo dudas acerca de quién era. «Coline, y vaya nombre para una mujer tan voluminosa, pero todo el mundo la llamaba cocinera».

—Ved, cocinera —anunció—, estoy de vuelta, y aún no ha pasado un año desde que me fui.

—Me acuerdo de ti —dijo tras mirarlo un momento. Él sonrió—. Estabas con ese joven príncipe, ¿verdad? —prosiguió—. Aquel que se parecía tanto a Tigraine, la Luz ilumine su recuerdo. Eres su criado, ¿no es cierto? ¿Va a regresar, pues, el joven príncipe?

—No —contestó concisamente. «¡Un príncipe! ¡Luz!»—. No creo que vuelva por aquí, y me parece que a vos no os gustaría que viniera. —La cocinera protestó, deshaciéndose en elogios acerca de lo cortés y atractivo que era el joven príncipe, pero él se negó a proseguir con el tema. «Diantre, ¿existe alguna mujer que no se derrita por Rand con sólo mencionar su condenado nombre? Seguramente se pondría a chillar si supiera lo que está haciendo ahora»—. ¿Está maese Gill por aquí? ¿Y Thom Merrilin?

—En la biblioteca —respondió, tensando el cuerpo, la cocinera—. Dile a Basel Gill cuando lo veas que te he dicho que hay que limpiar esos desagües. Hoy mismo, fíjate bien. —Reparó en una de las ayudantes de cocina que preparaba un asado de buey y se encaminó pesadamente hacia ella—. No tanto, hija. Vas a endulzar excesivamente la carne si le pones demasiado licor. —Parecía haberse olvidado de Mat.

Éste sacudió la cabeza y fue en busca de la biblioteca cuya existencia no recordaba. Tampoco recordaba que Coline estuviera casada con maese Gill, pero ésta se había expresado exactamente de la misma forma como mandaría una esposa instrucciones a su marido. Una bonita camarera de grandes ojos le indicó entre risitas el pasillo contiguo a la sala principal.

Al entrar en la biblioteca, se paró y paseó la mirada por sus paredes. Debía de haber más de trescientos volúmenes en las estanterías, y encima de las mesas había más; en toda su vida no había visto tantos libros reunidos en un sitio. Advirtió una copia encuadernada en cuero de Los viajes de Jain el Galopador sobre una mesilla próxima a la puerta. Siempre había querido leer aquella novela, de la que continuamente le hablaban Rand y Perrin, pero, por lo visto, nunca encontraba ocasión para leer lo que se había propuesto.

Basel Gill, con su sonrosado rostro, y Thom Merrilin estaban sentados, cara a cara, frente a un tablero de damas, enviando al aire finas espirales de humo de tabaco con las pipas que tenían entre los dientes. En la mesa, junto a un cubilete de madera, un gato los miraba jugar con la cola enroscada sobre los pies. Como no se veía por ningún sitio la capa del juglar, Mat dedujo que éste ya había tomado una habitación.

—Has acabado antes de lo que esperaba, chico —señaló Thom. Se atusó uno de sus largos bigotes blancos, pensando la siguiente jugada—. Basel, ¿te acuerdas de Mat Cauthon?

—Sí —respondió el gordo posadero con la mirada fija en el tablero—. Estabas enfermo la última vez que te alojaste aquí. Confío en que estés mejor, muchacho.

—Estoy mejor —aseguró Mat—. ¿Eso es todo cuanto recordáis? ¿Que estaba enfermo?

Maese Gill pestañeó al ver dónde había colocado su pieza Thom y se quitó la pipa de la boca.

—Teniendo en cuenta con quién te marchaste, chico, y tal como están las cosas ahora, quizá sea preferible que no recuerde más que eso.

—Las Aes Sedai ya no están tan bien consideradas, ¿no es cierto? —Mat depositó sus cosas en un sillón, apoyando la barra en el respaldo, y se instaló en otro dejando colgar una pierna por encima del brazo—. Los guardias de palacio hablaban como si la Torre Blanca hubiera secuestrado a Elayne.

Thom lanzó una inquieta ojeada al rollo de fuegos de artificio, miró su humeante pipa, y murmuró entre dientes antes de volver a concentrarse en el tablero.

—Tampoco es eso —puntualizó Gill—, pero toda la ciudad sabe que desapareció de la Torre. Aunque Thom asegura que ha vuelto, aquí no ha llegado esa noticia. Puede que Morgase lo sepa, pero todo el mundo, hasta los mozos de cuadra, andan con mucho tiento para que no los decapite. Lord Gaebril la ha contenido para que no mandara a nadie al patíbulo, pero yo diría que tiene ganas de hacerlo. Y lo que ciertamente no ha aplacado es su ira contra Tar Valon, más bien todo lo contrario.

—Morgase tiene un nuevo consejero —explicó con tono seco Thom—. Como a Gareth Bryne le disgustaba ese hombre, lo han obligado a retirarse a sus posesiones en el campo para contemplar el crecimiento de la lana de sus ovejas. Basel, ¿vas a mover o no?

—Un momento, Thom. Un momento. No quiero cometer errores. —Gill apretó la pipa con los dientes y, dando fuertes chupadas, se puso a mirar, ceñudo, el tablero.

—De modo que la reina tiene un consejero a quien no inspira simpatía Tar Valon —infirió Mat—. Bien, eso explica la reacción de los guardias cuando he dicho que venía de allí.

—Si les has dicho eso —señaló Gill—, tienes suerte de haber escapado sin que te rompieran los huesos. Al menos si has hablado con alguno de los nuevos. Gaebril ha sustituido la mitad de los guardias de Caemlyn por hombres de su propia elección, lo cual no es un logro despreciable teniendo en cuenta el poco tiempo que lleva aquí. Algunos afirman que tal vez Morgase se case con él. —Se dispuso a mover una pieza y luego la devolvió a su casilla original, sacudiendo la cabeza—. Los tiempos cambian. Las personas cambian. Demasiados cambios para mí. Será que me estoy haciendo viejo.

—Parece que te has propuesto que envejezcamos los dos antes de que coloques esa ficha —murmuró Thom. El gato se estiró y cruzó la mesa para que le acariciara la espalda—. Por más que te pases todo el día charlando, no encontrarás la jugada idónea. ¿Por qué no admites simplemente tu derrota, Basel?

—Yo nunca me doy por derrotado —declaró resueltamente Gill—. Todavía puedo ganarte, Thom. —Movió una pieza blanca—. Ya verás. —Thom emitió un resoplido.

En opinión de Mat, Gill disponía de escasas posibilidades de salir vencedor.

—Tendré que evitar a los guardias y entregar directamente la carta de Elayne en las manos de Morgase. «En especial si todos son como ese estúpido gordo». Luz, ¿les habrá dicho que soy un Amigo Siniestro?

—¿No la has entregado? —se extrañó Thom—. Creía que estabas ansioso por librarte de ella.

—¿Tienes una carta de la heredera del trono? —exclamó Gill—. ¿Por qué no me lo has dicho, Thom?

—Lo siento, Basel —murmuró el juglar. Miró a Mat bajo sus espesas cejas y se atusó los bigotes—. Dado que el chico piensa que alguien pretende asesinarlo a causa de ella, he decidido dejar que él dijera lo que le interesaba. Por lo visto, ya le tiene sin cuidado tal cuestión.

—¿Qué tipo de carta? —preguntó Gill—. ¿Va a volver a casa? ¿Y lord Gawyn? Ojalá sea así. He llegado hasta a oír rumores acerca de una guerra con Tar Valon, como si alguien fuera tan estúpido como para declarar la guerra a las Aes Sedai. Si queréis que os lo diga, no es más que otra descabellada habladuría, como ésa de que las Aes Sedai están apoyando a un falso Dragón en algún lugar de Occidente y que utilizan el Poder como arma. Y no es que yo vea que eso induciría precisamente a declararles la guerra, sino todo lo contrario.

—¿Estáis casado con Coline? —preguntó Mat.

—¡La Luz me proteja de ello! —contestó, sobresaltado, maese Gill—. Cualquiera diría, tal como están las cosas, que la posada es suya. ¡Si fuera mi mujer…! ¿Qué tiene eso que ver con la carta de la heredera del trono?

—Nada —admitió Mat—, pero como os habíais enzarzado en otras cuestiones, he pensado que os habíais olvidado de vuestras propias preguntas. —Gill emitió un sonido estrangulado, y Thom soltó una carcajada. Mat se apresuró a continuar sin dar tiempo a hablar al posadero—. La carta está sellada y Elayne no me confió lo que decía. —Thom lo miraba de soslayo tirándose del mostacho. «¿Cree que voy a reconocer que la he abierto?»—. Pero me parece que no va a volver a casa. Quiere ser una Aes Sedai, si queréis que os lo diga. —Les refirió los detalles de su primera tentativa de entregar la carta, suavizando ciertas asperezas de las que no tenía por qué ponerlos al corriente.

—Los nuevos hombres —dedujo Gill—. La descripción del oficial se ajusta, al menos, a ellos. Apuesto a que lo es. En su gran mayoría, no son mejores que los bandidos, salvo los que tienen ambiciones políticas. Espera hasta esta tarde, chico, a que cambien los guardias de la puerta. Pronuncia directamente el nombre de la heredera del trono y, por si acaso el nuevo vigilante es uno de los hombres de Gaebril, agacha un poco la cabeza. Con una actitud sumisa no tendrás problemas.

—Que me aspen si lo hago. No voy a lamerle los pies a nadie. Ni siquiera a la misma Morgase. Esta vez, no me acercaré a ningún guardia.

«Bien pensado, prefiero no saber qué embustes ha propagado sobre mí ese tipo». Los dos hombres se quedaron mirándolo como si se hubiera vuelto loco.

—¿Cómo demonios —dijo Gill— vas a entrar en el palacio real sin que te den entrada los guardias? —Se le desorbitaron los ojos como si se acordara de algo—. Luz, no pretenderás… ¡Chico, necesitarías la propia suerte del Oscuro para salir con vida!

—¿De qué estás hablando ahora, Basel? Mat, ¿qué locura te propones hacer?

—La suerte está conmigo, maese Gill —lo tranquilizó Mat—. Vos tenedme la cena preparada para cuando vuelva.

Al levantarse, cogió el cubilete y arrojó los dados al lado del tablero para comprobar su buena fortuna. El gato bajó de un salto y se puso a bufar con el lomo arqueado. Los cinco dados quedaron inmóviles, todos con la cara con un punto boca arriba. «Los Ojos del Oscuro».

—Ésa es la mejor tirada o la peor —señaló Gill—. Depende del juego en el que se obtenga. Chico, me parece que quieres participar en un juego peligroso. ¿Por qué no te llevas ese cubilete a la sala y pierdes unas cuantas monedas de cobre? Tienes pinta de ser aficionado al juego. Yo me ocuparé de que la carta llegue a palacio.

—Coline quiere que limpiéis los desagües —le informó Mat, y se volvió hacia Thom mientras el posadero aún pestañeaba y murmuraba para sí—. No parece que haya gran diferencia entre que me claven una flecha tratando de hacer llegar la carta a Morgase o un cuchillo en la espalda mientras espero. Son seis contra seis. Tenedme la comida a punto, Thom. —Arrojó un marco de oro en la mesa delante de Gill—. Haced que lleven mis cosas a una habitación, posadero. Si se precisa más dinero, ya os lo daré. Tened cuidado con ese rollo; asusta sobremanera a Thom.

—Siempre me había parecido que ese chico era un tunante —oyó al salir que decía Gill a Thom—. ¿De dónde ha sacado ese oro?

«Siempre gano, de ahí sale el oro —pensó lúgubremente—. Sólo tengo que ganar otra vez, y habré cumplido de una vez por todas con Elayne, y se acabó para mí toda conexión con la Torre Blanca. Sólo una vez más».

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