29 Una trampa que activar

El asador estaba parado en una esquina. Nynaeve se enjugó el sudor de la frente, mirándolo con furia, y se encorvó para realizar el trabajo que éste debiera haber hecho. «¡Serían capaces de empujarme encima de esa rueda de mimbre en lugar de ponerme a hacer girar esta condenada manivela! ¡Aes Sedai! ¡La Luz las confunda a todas!» El hecho de que utilizara tal lenguaje era indicativo del grado de su enojo, como también lo era el detalle de que ni siquiera fuera consciente de ello. No creía que notara más el calor del fuego que ardía en la gran chimenea de piedra gris si se arrojaba a ella. Estaba convencida de que el coloreado asador le sonreía con sorna.

Elayne espumaba la grasa que goteaba en la bandeja de abajo con una larga cuchara de madera, en tanto Egwene empleaba otra igual para rociar la carne. En la gran cocina se desarrollaba la rutinaria actividad previa a la comida de mediodía, sin que nadie reparara en ellas. Incluso las novicias se habían acostumbrado tanto a ver Aceptadas allí que apenas les dedicaban una mirada, y por otra parte las cocineras tampoco les permitían holgazanear ni distraer la atención de sus tareas. El trabajo formaba el carácter, sostenían las Aes Sedai, y las cocineras velaban por el fortalecimiento del carácter de las novicias. Y también de las tres Aceptadas.

Laras, la Maestra de las Cocinas —en realidad era la encargada de las cocinas, pero eran tantas las personas que le daban ese tratamiento que éste se había convertido casi en una especie de título—, se acercó a ellas para examinar los asados… y a las mujeres que sudaban inclinadas sobre ellos. Era una mujer de corpulencia desmedida, con doble papada, la tela de cuyo inmaculado delantal habría bastado para confeccionar tres vestidos de novicia, que asía su propia cuchara de largo mango como si de un cetro se tratara. Su función no era agitar los guisos, sino dirigir a sus subordinadas y golpear a aquellas que no desarrollaban fuerza de carácter con la rapidez suficiente para satisfacerla. Observó la carne, resopló con desprecio y volvió su ceñudo rostro hacia las tres Aceptadas.

Nynaeve sostuvo la mirada de Laras y siguió haciendo girar el asador. La fornida mujer no mudó en nada la expresión. Nynaeve había intentado sonreír, pero tampoco había logrado alterar con ello el adusto semblante de Laras. Parar de trabajar para hablar educadamente con ella habría sido un desastre. Estaba harta de aguantar las órdenes y la altanería de las Aes Sedai, pero, por más que le escociera, tenía que someterse a ello para aprender a valerse de su habilidad. Aun cuando no fuera precisamente satisfacción lo que sentía por lo que era capaz de hacer —una cosa era saber que las Aes Sedai no eran Amigos Siniestros por el mero hecho de encauzar, y otra distinta reconocer que ella misma era capaz de encauzar—, debía aprender si quería pagarle con la misma moneda a Moraine; el odio que sentía por Moraine por haber truncado el curso de sus vidas y haberlos manipulado a todos en aras de los fines de las Aes Sedai era casi lo único que la animaba a perseverar. Pero soportar que la tal Laras la tratara como a una chiquilla holgazana un poco corta de entendederas, tener que ofrecer reverencias y desvivirse por atender los deseos de aquellas mujeres que ella podría haber puesto en su lugar con unas cuantas palabras bien dichas allá en su pueblo…, eso la sacaba tanto de quicio como el recuerdo de Moraine. «Quizá si le rehúyo la mirada… ¡No! ¡Que me aspen si bajo la vista delante de esta…, esta vaca!»

Laras emitió un bufido aún más sonoro antes de alejarse, hollando las grises baldosas recién fregadas. Todavía encorvada con la cuchara y el cuenco para la grasa en las manos, Elayne le dirigió una mirada cargada de rabia.

—Si esa mujer me golpea aunque sólo sea otra vez, haré que Gareth Bryne la arreste y…

—Calla —susurró Egwene, sin parar de rociar la carne—. Tiene un oído tan fino como…

Laras se volvió, aún más ceñuda, como si en efecto la hubiera oído, y abrió la boca. Antes de que brotara algún sonido de ella, la Sede Amyrlin entró como un torbellino en la cocina. Incluso la estola rayada que le cubría los hombros parecía erizarse. Excepcionalmente, Leane no hizo acto de presencia.

«Por fin —pensó Nynaeve con acritud—. ¡Y no llega precisamente antes de tiempo que se diga!»

La Amyrlin no les dedicó, empero, ni una ojeada. No dijo ni una palabra a nadie. Pasó la mano por encima de una mesa blanca de tan refregada y se miró los dedos con una mueca de desagrado, como si se hubiera ensuciado. Al cabo de un instante, Laras se hallaba a su lado, prodigándole sonrisas que la impasible mirada de la Amyrlin la obligó a tragar.

La Amyrlin se puso a recorrer con paso majestuoso la cocina. Miró airadamente a las mujeres que rebanaban las tortas hechas con harina de avena, a las que pelaban verduras, las ollas de sopa y a las encargadas de su vigilancia, las cuales se pusieron a examinar la superficie del líquido contenido en ellas como si en ello les fuera la vida. Su adusto ceño hizo avivar el paso de las camareras que llevaban platos y tazones al comedor y provocó carreras entrecruzadas de novicias que se comportaban como ratones que hubieran avistado a un gato. Para cuando llevaba recorrida la mitad de la cocina, todo el mundo trabajaba allí a una velocidad de vértigo y, cuando hubo completado su circuito, Laras era la única que se atrevía a mirarla.

La Amyrlin se detuvo delante de los asadores, con los puños apoyados en las caderas, y clavó la mirada en Laras. Simplemente la miró, impasible, con los azules ojos fríos y duros como el hielo.

La gorda encargada tragó saliva y, cuando se alisó el delantal, un temblor le recorrió las mejillas. La Amyrlin ni siquiera pestañeó. Laras bajó la vista y basculó el peso del cuerpo de un pie a otro.

—Si la madre es tan amable de perdonarme… —dijo con tenue voz.

Tras realizar un torpe movimiento que pretendía ser una reverencia, se alejó, presurosa, tan fuera de sí que fue a reunirse con una de las muchachas que cuidaban de las ollas de sopa y comenzó a removerla con su propia cuchara.

Nynaeve sonrió, manteniendo la cabeza gacha para que nadie lo advirtiera. Egwene y Elayne siguieron trabajando también, pero de tanto en tanto lanzaban una ojeada a la Amyrlin, plantada de espaldas a menos de dos metros de ellas.

La Amyrlin paseaba la mirada por toda la cocina desde allí.

—Si se acobardan por tan poco —murmuró quedamente—, tal vez lleven demasiado tiempo sin recibir ninguna amonestación.

«En verdad le ha bastado poco para intimidarlas —pensó Nynaeve—. Se amilanan por nada. ¡Si sólo las ha mirado!» La Amyrlin miró por encima del hombro cubierto por la estola, y sus miradas se cruzaron por un instante. De improviso Nynaeve advirtió que hacía girar más deprisa el asador y se excusó diciéndose que debía fingir estar tan impresionada como las demás.

La Amyrlin posó la vista en Elayne y de repente se puso a hablar con voz tan alta que casi hizo rebotar los cazos y sartenes de cobre que colgaban de la pared.

—Hay ciertas palabras que no pienso tolerar en boca de una joven, Elayne de la casa Trakand. ¡Si las incorporas a tu vocabulario, yo me encargaré de que te restrieguen la lengua para quitarlas! —Todas las presentes se sobresaltaron.

Elayne parecía confundida, y Egwene, claramente indignada.

Nynaeve sacudió frenéticamente la cabeza con movimiento mesurado. «¡No, muchacha! ¡Manténte callada! ¿No ves lo que está haciendo?»

—Madre, ella no ha… —replicó, no obstante, respetuosa pero resueltamente Egwene.

—¡Silencio! —El bramido de la Amyrlin provocó otro sobresalto masivo—. ¡Laras! ¿Podéis hallar algo para enseñar a estas dos muchachas a hablar cuando y como es debido, Maestra de las Cocinas? ¿Podéis hacerlo?

Laras se acercó con sus pesados andares a una velocidad insólita en ella y agarró de la oreja a Elayne y Egwene sin parar de repetir:

—Sí, madre. De inmediato, madre. Como ordenéis, madre. —Se llevó a toda prisa a las dos jóvenes de la cocina como si estuviera ansiosa por escapar de la imperiosa presencia de la Amyrlin.

La Amyrlin se encontraba ahora a pocos palmos de distancia de Nynaeve, pero todavía tendía la mirada sobre la cocina. Una joven cocinera se volvió con un tazón en la mano y, topando por azar con la mirada de la Amyrlin, dio un agudo chillido y se fue corriendo.

—No era mi intención que Egwene se viera involucrada en esto. —La Amyrlin apenas movía los labios. Daba la impresión de que estuviera murmurando para sí. Sólo por la expresión de su rostro, era fácil deducir que nadie en la cocina tenía ganas de oír lo que decía. Nynaeve captaba a duras penas sus palabras—. Pero quizás eso le enseñará a reflexionar antes de hablar.

Nynaeve siguió haciendo girar el asador con la cabeza gacha, fingiendo murmurar entre dientes por si alguien miraba.

—Pensaba que ibais a manteneros en estrecho contacto con nosotras, madre. Para que pudiéramos informaros de nuestras averiguaciones.

—Si vengo a veros cada día, hija, despertaría sospechas en algunas personas. —La Amyrlin prosiguió con su escrutinio de la cocina. La mayoría de las mujeres rehuían mirar en dirección a donde se hallaba para no incurrir en sus iras—. Había planeado mandaros acudir a mi estudio después de la comida. Para regañaros por vuestra tardanza en elegir los temas de estudio, como así le he dado a entender a Leane. Pero se han producido novedades que exigen omitir toda demora. Sheriam ha encontrado otro Hombre Gris. Una mujer. Muerta como un pez pescado una semana antes, y sin una sola marca en el cuerpo. Estaba tumbada en posición de reposo, precisamente en medio de la cama de Sheriam. Una visión harto desagradable para ella.

Nynaeve se irguió, y el asador se detuvo un momento antes de que volviera a impulsar la manivela.

—Sheriam tuvo oportunidad de ver las listas que Verin entregó a Egwene. Y también Elaida. No estoy formulando acusaciones, pero tuvieron ocasión de hacerlo. Y Egwene dijo que Alanna… se comportó de forma extraña.

—Te lo contó, ¿eh? Alanna es arafelina. En Arafel tienen una noción un tanto exagerada respecto al honor y las deudas. —Se encogió de hombros como restándole importancia y, aun así, agregó—: Supongo que no estará de más controlarla. ¿Habéis averiguado algo de interés, hija?

—Hasta cierto punto —murmuró sombríamente Nynaeve. «¿Y por qué no habla de controlar a Sheriam? Tal vez no se ha limitado a encontrar simplemente al Hombre Gris. Y, de paso, también podría vigilar a Elaida. De modo que Alanna en realidad…»—. Aunque no comprendo cómo os fiáis de Elsa Grinwell, vuestro mensaje representó una ayuda.

En breves y rápidas frases, Nynaeve refirió los hallazgos efectuados en el almacén, poniendo cuidado en no mencionar para nada a Elayne, y expuso las conclusiones que de ello habían extraído. No habló de la incursión de Egwene en el Tel’aran’rhiod, de la que Egwene sostenía que no había sido un sueño sino algo real, ni tampoco del ter’angreal que Verin había dado a Egwene. Dados los recelos que conservaba respecto a la mujer que llevaba el chal con las siete rayas y, a decir verdad, por toda mujer en posición de llevar puesto el chal, le pareció mejor mantener la reserva en ciertas cuestiones.

Cuando hubo concluido, la Amyrlin guardó un silencio tan prolongado que Nynaeve comenzó a dudar de si la había escuchado. Estaba a punto de repetirle lo mismo, un poco más alto, cuando la Amyrlin volvió a dirigirle la palabra sin apenas despegar los labios.

—Yo no os hice llegar ningún mensaje, hija. Las cosas que dejaron Liandrin y las demás fueron minuciosamente revisadas y quemadas al no hallar en ellas nada digno de interés. Nadie querría usar algo que ha pertenecido al Ajah Negro. En cuanto a Elsa Grinwell…, recuerdo a esa muchacha. Podría haber aprendido si se hubiera aplicado, pero lo único que le apetecía hacer era sonreír a los hombres que se ejercitaban en el patio de prácticas de los Guardianes. A Elsa Grinwell la mandamos a casa en un barco mercante hace diez días.

Nynaeve intentó tragar saliva para deshacer el nudo que se había formado en su garganta. Las palabras de la Amyrlin le trajeron a la mente los procedimientos utilizados por los grandullones camorristas para provocar a los niños más pequeños. Los bravucones desdeñaban tanto a los pequeños, estaban tan convencidos de su estupidez, que apenas se esforzaban en disimular las trampas que les tendían. La idea de que el Ajah Negro la tuviera por tan poca cosa le hacía hervir la sangre en las venas. El hecho de que hubieran dispuesto aquella trampa tan evidente le helaba las entrañas. «Luz, si Elsa lleva tantos días fuera de aquí… Luz, cualquier persona con la que hablé podría ser Liandrin o cualquier cómplice suya. ¡Luz!»

El asador estaba parado. Se puso a dar vueltas precipitadamente a la manivela, aunque nadie parecía haberse dado cuenta. Todas hacían lo posible por no mirar a la Amyrlin.

—¿Y qué pretendéis hacer respecto a esta… inconfundible celada? —preguntó con suavidad la Amyrlin, todavía dándole la espalda—. ¿Acaso pensáis dejaros engatusar también esta vez?

—Sé que es una celada, madre. —Nynaeve se había sonrojado—. Y la mejor manera de atrapar a quien tiende un lazo es accionarlo y luego esperar a que se presente. —Después de lo que le había contado la Amyrlin, su voz no tenía igual energía que cuando se lo había dicho a Egwene y Elayne, pero de todos modos expresaba la misma convicción.

—Puede que sí, hija. Tal vez sea la manera de localizarlas. Si no llegan ellas primero y os encuentran atrapadas en su red. —Exhaló un suspiro de exasperación—. Dejaré oro en tu habitación para costear el viaje. Y haré que se propague el rumor de que os he enviado a plantar coles a una granja. ¿Irá Elayne con vosotras?

Nynaeve olvidó por un instante todo fingimiento y se quedó mirando a la Amyrlin. Luego volvió a posar la mirada en sus manos. Tenía los nudillos completamente blancos.

—Vieja intrigante… ¿Por qué andar con tantos rodeos si lo sabíais? Vuestros astutos ardides nos han dado casi tantos quebraderos de cabeza como el Ajah Negro. ¿Por qué? —Al ver que la Amyrlin endurecía la expresión, suavizó el tono—. Si me permitís preguntarlo, madre.

—Ya será bastante complicado hacer que Morgase vuelva a su antiguo cauce, voluntaria o involuntariamente, sin que piense que he enviado a su hija a alta mar en un esquife agujereado. De este modo puedo aducir que yo no he tenido nada que ver en ello. Posiblemente será más difícil para Elayne cuando finalmente haya de rendir cuentas a su madre, pero ahora cuento con tres sabuesos en vez de dos. Ya te dije que dedicaría cien si dispusiera de ellos. —Se ajustó la estola sobre el hombro—. La conversación se ha prolongado bastante. Si permanezco tanto tiempo cerca de ti, podrían reparar en ello. ¿Tienes algo más que notificarme? ¿O preguntarme? Apresúrate, hija.

—¿Qué es Callandor, madre? —inquirió Nynaeve.

En aquella ocasión quien perdió el papel fue la Amyrlin, que casi se volvió hacia Nynaeve antes de recuperar bruscamente su posición.

—De ningún modo podemos permitir que llegue a su poder. —Su susurro era apenas audible, como si hablara exclusivamente para sí—. No pueden cogerla, pero… —Respiró hondo y sus quedas palabras recobraron la firmeza suficiente para que las distinguiera Nynaeve, pero no otra persona situada a un metro y medio de distancia—. No llegan a una docena las mujeres de la Torre que saben qué es Callandor, y tal vez en el exterior haya otras tantas. Los Grandes Señores de Tear lo saben, pero nunca hablan de ello salvo cuando, con ocasión de su ascenso, deben informar de su existencia a un Señor de la Tierra. La Espada que no Puede Tocarse es un sa’angreal, hija. Únicamente se crearon dos más poderosos que ése y, gracias a la Luz, ninguno de ellos fue jamás utilizado. Con Callandor en las manos, hija, podrías arrasar una ciudad con un solo mandoble. Si perecéis las tres a costa de lograr que no caiga en manos del Ajah Negro, habréis rendido un servicio al mundo entero, y el precio pagado no habrá sido en vano.

—¿Cómo podrían cogerla? —preguntó Nynaeve—. Creía que sólo el Dragón Renacido podía tocar Callandor.

La Amyrlin le dirigió una mirada de soslayo capaz de producir un tajo en la carne que se asaba.

—Es posible que se propongan otra cosa —dijo al cabo de un momento—. Robaron varios ter’angreal aquí. En el Corazón de la Ciudadela se guardan casi tantos ter’angreal como en la Torre.

—Tenía entendido que los Grandes Señores detestan todo cuanto guarde relación con el Poder Único —susurró Nynaeve, incrédula.

—Oh, así es, hija. Lo detestan y lo temen. Cuando localizan a una muchacha teariana con potencial para encauzar, la cargan como un bulto en un barco con destino a Tar Valon antes de que concluya el día, sin apenas darle tiempo a despedirse de su familia. —El murmullo de la Amyrlin tenía el amargo regusto del recuerdo—. Y, sin embargo, dentro de su preciosa Ciudadela guardan uno de los más poderosos focos de Poder que el mundo haya visto nunca. En mi opinión, ésa es la razón por la que con los años han reunido tantos ter’angreal y tantos objetos relacionados por el Poder, como si de ese modo pudieran paliar la carga de la existencia de lo único de que no pueden deshacerse, de aquello que les recuerda su destino cada vez que entran en el Corazón de la Ciudadela. Su fortaleza, que ha contenido a un millar de ejércitos, caerá, y ésa será una de las señales del Renacimiento del Dragón. Ni siquiera será la única, sino simplemente una más. Cómo debe escocerles su orgullo. Su ocaso será meramente un signo entre tantos del cambio en el mundo. No tienen más remedio que ir a la fortaleza y verla, pues es allí donde los Señores de la Tierra son nombrados Grandes Señores, y además deben celebrar lo que denominan el Rito de los Centinelas cuatro veces al año, en una ceremonia en la cual se adjudican la función de proteger al mundo entero del Dragón por el hecho de mantener Callandor entre sus paredes. Eso debe roerles las almas como si hubieran tragado pirañas vivas, y les está bien empleado. —Se estremeció, como si advirtiera que había dicho más de lo que se proponía—. ¿Es eso todo, hija?

—Sí, madre —repuso Nynaeve. «Luz, todo remite siempre a Rand. Todo confluye en el Dragón Renacido». Todavía le costaba pensar en él en aquellos términos—. Es todo.

La Amyrlin volvió a arreglarse la estola, observando ceñuda el frenético ajetreo de la cocina.

—Tendré que compensar el trastorno producido. Necesitaba hablar con vosotras sin demora, pero Laras es una buena mujer, y controla bien la cocina y las despensas.

—Laras es una bola de sebo rancia —bufó Nynaeve, como si hablara a la mano con que impulsaba la manivela—, y recurre con demasiada frecuencia a esa cuchara que lleva. —Creía haberlo murmurado para sus adentros, pero oyó que la Amyrlin reía entre dientes.

—Tienes buen ojo para percibir el carácter de las personas, hija. Debiste ser una buena Zahorí en tu pueblo. Fue Laras quien acudió al estudio de Sheriam para preguntar cuánto tiempo debéis seguir realizando vosotras el trabajo más sucio y penoso, sin comenzar a mitigar la presión. Manifestó no estar dispuesta a contribuir a socavar la salud o la fortaleza de espíritu de ninguna mujer, pese a las órdenes que yo diera. Eres muy perceptiva, hija.

Laras apareció entonces en el umbral de la cocina, sin acabar de decidirse a entrar en sus propios dominios. La Amyrlin fue a recibirla, tan pródiga en sonrisas como antes lo había sido en fruncimientos de entrecejo y furibundas miradas.

—Me he llevado muy buena impresión, Laras —aseguró en voz alta la Amyrlin para que la oyeran todas las mujeres de la cocina—. No veo nada desordenado y todo funciona a la perfección. Merecéis que os felicite. Creo que haré que el tratamiento de Maestra de las Cocinas se convierta en un título formal.

En el rostro de la corpulenta mujer se sucedieron la inquietud, el estupor y el placer más absoluto. Cuando la Amyrlin se marchó de la cocina, Laras lucía una sonrisa beatífica que se esfumó, no obstante, de sus labios en el instante en que se volvió hacia sus trabajadoras. Todo el mundo volvió a aplicarse con renovada energía a sus quehaceres. Laras posó su feroz mirada en Nynaeve.

Haciendo girar nuevamente el asador, Nynaeve intentó sonreírle.

Laras endureció la expresión y comenzó a golpearse el muslo con la cuchara, olvidando, al parecer, que por una vez le había dado el uso para el que inicialmente servía. El blanco delantal quedó manchado de sopa.

«Le sonreiré aunque reviente», resolvió Nynaeve, aun cuando tuviera que apretar los dientes para conseguirlo.

Egwene y Elayne regresaron con mueca de disgusto, restregándose la boca con las mangas, y, cuando Laras clavó la vista en ellas, corrieron hasta el asador y reanudaron sus respectivas tareas.

—Jabón —murmuró con voz pastosa Elayne—. ¡Sabe horrible!

Egwene temblaba al derramar el jugo sobre la carne.

—Nynaeve, si me dices que la Amyrlin nos ha ordenado quedarnos aquí, me pondré a gritar. Hasta puede que me escape de veras.

—Nos iremos después de fregar los platos —les comunicó—, tan pronto como hayamos recogido el equipaje en las habitaciones. —Lamentó no poder compartir el anhelo que brilló en sus ojos. «Quiera la Luz que no nos dirijamos a una trampa de la que no podamos salir. Quiéralo la Luz».

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