22 El precio del anillo

Egwene apenas se había alejado de las habitaciones de Verin cuando encontró a Sheriam. La Maestra de las Novicias tenía una expresión preocupada.

—Si no fuera porque alguien ha recordado que habías hablado con Verin, seguramente no te habría encontrado. —En la voz de la Aes Sedai se traslucía cierta irritación—. Vamos, hija. ¡Estás retrasándolo todo! ¿Qué son esos papeles?

Egwene cerró con más fuerza la mano sobre ellos y trató de adoptar un tono dócil y respetuoso.

—Verin Sedai cree que debería estudiarlos, Aes Sedai.

¿Qué haría si Sheriam le pedía que se los enseñara? ¿Qué excusa podía dar para negarse, qué explicación para las páginas que detallaban todo lo concerniente a las trece mujeres del Ajah Negro y al ter’angreal que habían robado?

Sheriam, no obstante, parecía haber perdido todo interés en los papeles no bien había preguntado sobre ellos.

—Da igual. Se requiere tu presencia, y todas están esperando.

—¿Mi presencia, Sheriam Sedai? ¿Para qué me esperan?

—¿Has olvidado que van a ascenderte a Aceptada? —exclamó Sheriam, sacudiendo con exasperación la cabeza—. Cuando acudas mañana a mi estudio, llevarás el anillo, aunque dudo que ello te sirva de consuelo.

Egwene intentó detenerse en seco, pero la Aes Sedai la obligó a bajar con ella por una estrecha escalera de caracol encajada en los muros de la biblioteca.

—¿Esta noche? ¿Tan pronto? Pero si estoy medio dormida, Aes Sedai, y sucia, y… Pensaba que aún me quedaban varios días. Para prepararme.

—El tiempo no se detiene para ninguna mujer —sentenció Sheriam—. La Rueda gira según sus propios designios, y cuando se le antoja. Además, ¿cómo ibas a prepararte? Ya conoces lo que debes saber. Más de lo que conocía tu amiga Nynaeve. —Empujó a Egwene hacia una portezuela situada al pie de la escalera y, atravesando otro pasillo, la hizo bajar por una rampa que descendía en espiral.

—He prestado atención a las clases —protestó Egwene—, y las he retenido en la memoria, pero… ¿no podría dormir primero esta noche? —La sinuosa rampa no parecía tener fin.

—La Sede Amyrlin considera que no tiene sentido aguardar. —Sheriam le dirigió de soslayo una sonrisa—. Sus palabras exactas han sido éstas: «Una vez que se ha decidido quitarle las tripas a un pez, no hay que esperar a que se pudra». Elayne ya ha pasado por los arcos, y la Amyrlin quiere que tú también te sometas a la prueba esta noche. No es que yo vea la razón para tanto apresuramiento —añadió, medio para sí—, pero, cuando la Amyrlin da una orden, nosotras obedecemos.

Egwene se dejó conducir por la rampa en silencio, notando cómo se le hacía un nudo en el estómago. Nynaeve no se había mostrado precisamente comunicativa respecto a lo sucedido cuando la habían ascendido a Aceptada. El único comentario que repetía, con mueca de disgusto, en relación con ello era: «¡Detesto a las Aes Sedai!». Para cuando la rampa desembocó al fin en una amplia antesala cavada en la roca de la isla, Egwene estaba temblando.

La antecámara era austera y sencilla, con las paredes de piedra pulida pero sin adorno alguno, y sólo había, al fondo, una puerta de hoja doble de oscura madera, tan alta y ancha como las de una fortaleza e igualmente carente de toda decoración, si bien sus planchas, de fino acabado, encajaban a la perfección. Aquellas grandes puertas estaban tan bien equilibradas, sin embargo, que Sheriam no hubo de realizar el menor esfuerzo para abrirlas. Luego tiró de Egwene y la hizo entrar en una gran sala abovedada.

—¡Ya era hora! —espetó Elaida, que se encontraba de pie, ataviada con su chal de flecos rojos, junto a una mesa en la que había tres grandes cálices de plata.

Las lámparas, asentadas en elevados pies, iluminaban la estancia y la parte central ubicada bajo la cúpula. Allí se erguían tres arcos de plata de medio punto, de altura justa para que una persona pudiera pasar bajo ellos, sostenidos por un grueso círculo de plata en donde confluían sus aristas. Delante de cada punto de intersección de los arcos permanecía sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, una Aes Sedai, tres en total, todas vestidas con sus chales. Alanna era la hermana del Ajah Verde, pero no conocía a la hermana Amarilla ni a la Blanca.

Rodeadas por el resplandor indicativo del contacto con el saidar, las tres Aes Sedai miraban fijamente los arcos, y en el interior de la estructura de plata se acrecentaba en consonancia un parpadeante brillo que iba incrementando su fulgor. Aquella pieza era un ter’angreal y, a despecho de los usos que le hubieran dado en la Era de Leyenda, ahora las novicias pasaban bajo él para acceder al grado de Aceptadas. En su interior Egwene habría de hacer frente a sus temores. Tres veces. La blanca luz que lucía más allá de los arcos ya no temblaba; permanecía inmóvil dentro como si algo le impidiera expandirse, pero llenaba el espacio, tornándolo opaco.

—No os sulfuréis, Elaida —dijo con calma Sheriam—. Pronto habremos acabado. —Se volvió hacia Egwene—. A las novicias se les conceden tres posibilidades. Puedes negarte dos veces a entrar, pero a la tercera te expulsarán de la Torre para siempre. Éstas son las normas habituales y, ciertamente, tú tienes derecho a rehusar, pero no creo que a la Amyrlin le complazca que lo hagas.

—No deberían concederle esta oportunidad. —El semblante de Elaida era casi tan inflexible como su tono—. Me tiene sin cuidado el potencial que tenga. Deberían expulsarla de la Torre. O, si no, dejarla fregando suelos durante los próximos diez años.

—No os habéis mostrado tan inexorable con Elayne —señaló Sheriam, asestando una dura mirada a la hermana Roja—. Vos habéis solicitado participar en esto, Elaida, posiblemente por Elayne, y colaboraréis en la ceremonia que afecta a esta muchacha también, tal como se espera de vos, o de lo contrario os iréis y yo buscaré a quien os sustituya.

Las dos Aes Sedai sostuvieron un pulso con las miradas. La tensión era tanta que a Egwene no le hubiera extrañado verlas rodearse del nimbo del Poder Único. Al cabo Elaida dio un respingo y emitió un sonoro bufido.

—Si ha de hacerse, hagámoslo. Démosle a esta miserable muchacha la oportunidad de echarse atrás y acabemos de una vez. Es tarde.

—No me echaré atrás —declaró con voz entrecortada Egwene. Irguió la cabeza y agregó con mayor firmeza—: Quiero someterme a la prueba.

—Bien —aprobó Sheriam—. Bien. Ahora te diré dos cosas que ninguna mujer escucha hasta hallarse en tus presentes circunstancias. Una vez que hayas comenzado, debes continuar hasta el final. Si te arredras en cualquiera de las fases, se te expulsará de la Torre igual que si te hubieras negado a empezar a la tercera oportunidad. La segunda cuestión es ésta: quien busca, quien lucha, se expone al peligro. —Hablaba como si hubiera repetido aquello muchas veces. Sus ojos expresaban compasión, pero su semblante era casi tan severo como el de Elaida. La compasión amedrentó más a Egwene que la severidad—. Algunas mujeres han entrado, y no han salido jamás. Cuando se aquietó el funcionamiento del ter’angreal, no… estaban… allí. Y nunca las han vuelto a ver. Si quieres sobrevivir, has de ser inquebrantable. Si titubeas o desfalleces… —Su silencio fue más elocuente que cualquier palabra. Egwene se estremeció—. Ésta es tu última ocasión. Puedes volverte ahora y aún te quedarán dos oportunidades para intentarlo. Si aceptas, no hay posibilidad de retroceso. No es vergonzoso negarse. Yo misma fui incapaz de decidirme la primera vez. Elige.

«¿Que no volvieron a salir? —Egwene tragó saliva—. Quiero ser Aes Sedai. Y para ello antes debo ser Aceptada».

—Acepto.

—En ese caso, prepárate.

Egwene pestañeó, sin comprender, y entonces recordó que había de entrar desnuda. Se inclinó para depositar en el suelo el fajo de papeles que Verin le había entregado… y vaciló. Si los dejaba allí, Sheriam o Elaida podrían revisarlos mientras se encontraba dentro del ter’angreal. Podrían encontrar aquel pequeño ter’angreal que llevaba en el bolsillo. Si se negaba a seguir adelante, podría esconderlos o llevárselos a Nynaeve. Se le paró la respiración. «Ahora no puedo negarme. Ya se ha iniciado el proceso».

—¿Acaso has decidido echarte atrás? —preguntó Sheriam, frunciendo el entrecejo—. ¿Sabiendo lo que ello significa?

—No, Aes Sedai —se apresuró a responder Egwene.

Se desvistió y dobló precipitadamente su ropa y luego la dejó encima de la bolsa y los papeles. No podía hacer otra cosa.

—Hay una especie de… resonancia —señaló de pronto Alanna junto al ter’angreal sin desviar ni un instante los ojos de los arcos—. Un eco, casi. No sé de dónde procede.

—¿Hay algún problema? —preguntó vivamente Sheriam, exteriorizando una sorpresa similar a la de Alanna—. No enviaré a ninguna mujer ahí adentro si existe algún problema.

—No —repuso Alanna—. Es como el zumbido de un insecto alrededor de la cabeza cuando uno intenta pensar, pero no provoca ninguna interferencia. No lo habría mencionado de no ser ésta la primera vez que se produce, según tengo entendido. —Sacudió la cabeza—. Ya ha parado.

—Quizás —observó con mordacidad Elaida—, otras no consideraron tal insignificancia digna de mención.

—Prosigamos. —El tono de Sheriam dejaba claro que no estaba dispuesta a tolerar más distracciones—. Adelante.

Lanzando una última ojeada a su ropa y a los papeles tapados con ella, Egwene la siguió en dirección a los arcos, hollando con los pies desnudos la gélida piedra del suelo.

—¿A quien traes contigo, hermana? —preguntó con solemnidad Elaida.

—Una que acude como candidata a la Aceptación, hermana —contestó Sheriam, sin detener sus mesurados pasos.

Las tres Aes Sedai que circundaban el ter’angreal no realizaron el menor movimiento.

—¿Está dispuesta?

—Está preparada para dejar atrás lo que era y, ahondando en sus temores, ganar la Aceptación.

—¿Conoce sus temores?

—Nunca los ha afrontado, pero ahora es su voluntad hacerlo.

—Entonces deja que los afronte. —Aun en su formalidad, en la voz de Elaida se traslucía una nota de satisfacción.

—La primera vez —explicó Sheriam— es por lo pasado. El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.

Egwene respiró hondo y, adelantando unos pasos, pasó bajo el arco y penetró en el resplandor. La Luz la engulló por completo.


—Jaim Dowtry se ha pasado por aquí. El buhonero ha traído noticias sorprendentes de Baerlon.

Egwene alzó la cabeza sobre la cuna que mecía. Rand estaba de pie en el umbral. Por un instante sintió un torbellino en la cabeza. Miró alternativamente a Rand —«mi marido»— y a la pequeña acostada en la cuna —«mi hija»— con profundo estupor.

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».

No eran sus propios pensamientos, sino una voz inmaterial que podría haberse hallado en su cabeza o afuera, haber sido femenina o masculina, impasible e inaprensible, pero que no le resultaba extraña.

El momento de perplejidad pasó, y su único motivo de asombro fue el hecho de haber tenido la sensación de que algo se encontraba fuera de lugar. Por supuesto que Rand era su marido —su guapo y cariñoso marido— y Joiya era su hija —la más hermosa y dulce niña de Dos Ríos—. Tam, el padre de Rand, estaba en los campos con los corderos, supuestamente para que éste pudiera trabajar en el establo pero en realidad para que tuviera más tiempo para jugar con Joiya. Esa tarde irían a visitarlos los padres de Nynaeve. Y probablemente también Nynaeve, para cerciorarse de que la maternidad no entorpeciera los estudios de Egwene para sustituirla un día como Zahorí.

—¿Qué clase de noticias? —preguntó. Volvió a mecer la cuna y Rand se acercó a ella y sonrió a la pequeña envuelta en pañales. Egwene rió quedamente para sí. Estaba tan prendado de su hija que la mitad del tiempo no oía lo que le decían los demás—. Rand, ¿qué clase de noticias? ¡Rand!

—¿Qué? —Su sonrisa se desvaneció—. Noticias extrañas. Guerra. Hay una gran guerra en la que está involucrado casi todo el mundo; al menos eso dice Jaim. —Era una noticia insólita; en Dos Ríos raras veces se enteraban de la existencia de una guerra hasta que ésta había concluido mucho tiempo atrás—. Asegura que todos combaten contra un pueblo llamado los sauquin, o los sanchan, o algo parecido. Nunca he oído hablar de ellos.

Egwene sí sabía algo de ellos. Tuvo la sensación de saberlo, pero ésta se esfumó al instante.

—¿Estás bien? —inquirió Rand—. No es algo que vaya a afectarnos aquí, cariño. Las guerras nunca llegan a Dos Ríos. Estamos demasiado lejos de todo para que alguien se ocupe de nosotros.

—No me inquieta. ¿Ha dicho algo más Jaim?

—Algo realmente increíble. Parecía un Coplin contando una de sus patrañas. Ha dicho que el buhonero le ha explicado que esa gente utiliza Aes Sedai en combate, pero después ha asegurado que ofrecen mil marcos de oro a cualquiera que les entregue una Aes Sedai. Y que matan a todo el que esconda a alguna. No tiene sentido. Bien, no tenemos por qué preocuparnos. Sucede muy lejos de aquí.

Aes Sedai. Egwene se tocó la cabeza. «El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».

Advirtió que Rand también se había llevado una mano a la cabeza.

—¿Las migrañas? —preguntó.

Él asintió, con repentina tensión en la mirada.

—Esos polvos que me dio Nynaeve no parecen aliviarme últimamente.

Egwene titubeó. Aquellas jaquecas que padecía Rand la tenían preocupada. Ahora eran más y más fuertes cada vez que se producían. Y lo peor era algo en lo que no había reparado al principio, algo que casi lamentaba haber advertido. Cuando a Rand le dolía la cabeza, se producían cosas extrañas poco después: un relámpago que surcó un cielo totalmente despejado e hizo añicos el enorme tocón de roble que había tardado dos días en arrancar del terreno que estaban talando él y Tam; tormentas cuya inminencia no percibía Nynaeve al escuchar el viento; incendios en el bosque… Y, cuanto más arreciaba su dolor, peores eran los acontecimientos que los sucedían. Egwene se congratulaba de que nadie aparte de ella, ni siquiera Nynaeve, hubiera conectado aquellos percances con Rand. No quería pensar acerca del significado que aquello podía tener.

«Esto es una auténtica estupidez —se dijo—. Debo saberlo si voy a ayudarlo». Porque ella tenía un secreto que a nadie había revelado, que la asustaba aun sin haber llegado a dilucidar su sentido. Nynaeve estaba enseñándole las aplicaciones de las hierbas, formándola para sucederla algún día como Zahorí. Las curas de Nynaeve solían surtir efectos casi milagrosos, sanar heridas sin apenas dejar cicatriz, recuperar enfermos que se hallaban al borde de la muerte. Pero ya eran tres las ocasiones en que Egwene había curado a alguien a quien Nynaeve había dado por muerto. Tres ocasiones en que había permanecido sentada reteniendo una mano para reconfortar la agonía de un paciente, y lo había visto levantarse del lecho de muerte. Nynaeve la había interrogado minuciosamente respecto a lo que había hecho, qué hierbas había usado, en qué proporción. Hasta entonces, no había tenido el coraje de confesar que no había hecho nada. «Debo de haber hecho algo. Una vez podría ser casualidad, pero tres… Debo averiguarlo. Debo aprender». Aquello le produjo un zumbido en la cabeza, como si las palabras resonaran en su interior. «Si pude hacer algo por ellos, también puedo ayudar a mi marido».

—Déjame probar, Rand —dijo.

Y al levantarse, a través de la puerta abierta, vio un arco plateado que se alzaba delante de su casa, una arcada henchida de luz. «El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza». Involuntariamente, dio dos pasos en dirección a la puerta.

Luego se paró y volvió la mirada hacia Joiya, que gorjeaba en su cuna, y a Rand, que aún se apretaba la cabeza con la mano y la miraba como si se preguntara adónde iba.

—No —dijo—. No, esto es lo que quiero. ¡Esto es lo que quiero! ¿Por qué no puedo tener también esto? —Ella misma no comprendía sus palabras. Aquello era, evidentemente, lo que quería, y lo tenía.

—¿Qué es lo que quieres, Egwene? —preguntó Rand—. Si es algo que pueda ir a buscar, sabes que iré. Si no, lo haré.

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».

Dio otro paso hasta el umbral. La arcada de plata la atraía. Algo la esperaba al otro lado. Algo que deseaba más que nada en el mundo. Algo que debía hacer.

—Egwene, yo…

Oyó un golpe a sus espaldas. Por encima del hombro vio a Rand de rodillas, con la cabeza inclinada rodeada con las manos. El dolor nunca lo había atacado con tal violencia. «¿Qué ocurrirá después?»

—¡Ah, Luz! —jadeó—. ¡Luz! ¡Qué daño! ¡Luz, nunca me había dolido tanto! ¡Egwene!

«Ten firmeza».

Estaba aguardándola. Algo que debía hacer, que no podía rehuir. Dio un paso. Fue el acto más arduo y costoso que había realizado en su vida. Se encaminó a la arcada. Tras ella, Joiya reía.

—¡Egwene! Egwene, no puedo… —Un desgarrador gemido interrumpió sus palabras.

«Firmeza».

Irguió la espalda y siguió avanzando, pero no pudo evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas. El quejido de Rand se convirtió en un grito que ahogó las risas de Joiya. Por el rabillo del ojo, Egwene vio a Tam que acudía corriendo al límite de sus fuerzas.

«Él no puede ayudarlo —pensó, transformado el llanto en sollozos—. Él no puede hacer nada. Pero yo podría. Yo podría».

Se adentró en la luz y ésta la consumió.


Temblando y sollozando, Egwene salió del arco, el mismo por el que había entrado, y los recuerdos regresaron en tropel cuando vio la cara de Sheriam. Elaida vertió lentamente el contenido de un cáliz de plata sobre su cabeza, y la fría y cristalina agua se llevó consigo sus lágrimas. Continuó sacudida por el llanto; no creía que éste cesara jamás.

—Quedas limpia —entonó Elaida— del pecado en que hayas incurrido y de los cometidos contra ti. Quedas limpia del delito que hayas podido perpetrar y de los que han sido dirigidos contra ti. Acudes a nosotras pura e inmaculada, en cuerpo y alma.

«Luz —rogó Egwene mientras el agua resbalaba por su cuerpo—, que así sea. ¿Puede el agua redimirme de lo que he hecho?»

—Se llamaba Joiya —dijo entre sollozos a Sheriam—. Joiya. No puede haber nada que valga tanto como para hacer lo que acabo de… lo que…

—Hay que pagar un precio para ser Aes Sedai —replicó Sheriam, con mirada incluso más comprensiva que antes—. Siempre hay un precio.

—¿Era real o lo he soñado? —El llanto le impidió seguir hablando. «¿Lo he dejado a merced de la muerte? ¿He abandonado a mi hija?»

Sheriam le rodeó el hombro con los brazos y la condujo alrededor del círculo de arcos.

—Todas las mujeres que he visto salir de ahí han formulado esa misma pregunta. Lo cierto es que nadie conoce la respuesta. Se ha conjeturado que tal vez algunas de las que no regresan optaron por quedarse porque hallaron un lugar más dichoso, y sus vidas transcurrieron en él. —Endureció la voz—. Si es real, si eligieron quedarse por propia voluntad, espero que las vidas que lleven disten mucho de la felicidad. Mi conmiseración no alcanza a quienes rehúyen sus responsabilidades. —Suavizó ligeramente el tono—. Por mi parte, creo que no es real. Pero el peligro sí lo es. Recuérdalo. —Se detuvo delante de la brillante arcada contigua—. ¿Estás preparada?

Egwene asintió, y Sheriam apartó el brazo.

—La segunda prueba guarda relación con el presente. El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.

«Suceda lo que suceda, no puede ser peor que lo anterior —se dijo Egwene para apaciguar su temblor—. No puede serlo». Se introdujo en el resplandor.


Bajó la vista hacia su vestido de seda azul adornado con perlas, polvoriento y hecho jirones. Alzó la cabeza y contempló las ruinas del gran palacio que se extendían a su alrededor. El Palacio Real de Andor, en Caemlyn. Con esa amarga certeza, un grito pugnaba por abrirse paso en su garganta.

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».

El mundo distaba mucho de ajustarse a sus deseos, hasta el punto de que siempre que pensaba en ello sentía ganas de llorar, pero hacía tiempo que se habían agotado sus lágrimas, y el mundo era, irremediablemente, el que era. Ya no esperaba ver más que ruinas.

Sin prestar atención a los desgarrones que podía agregar al vestido pero tan sigilosa como un ratón, trepó por una de las pilas de escombros y se asomó para observar las curvadas calles de la Ciudad Interior. Hasta donde alcanzaba su vista, en todas partes había ruina y desolación, edificios que parecían haber sido destripados por hombres enajenados, espesas humaredas que se elevaban de los incendios aún no apagados. Había gente en las calles, bandas de hombres armados rondando, escudriñando. Y trollocs. Los humanos rehuían, amedrentados, a los trollocs y éstos se reían de ellos y los obsequiaban con guturales gruñidos. Pero se conocían entre sí, trabajaban juntos.

En la calle de abajo llegó andando a zancadas un Myrddraal, con la negra capa meciéndose suavemente con cada uno de sus pasos aun a pesar de las ráfagas de viento que levantaban polvo y broza a su paso. Hombres y trollocs se encogieron por igual bajo su mirada de cuencas vacías.

—¡Cazadlo! —Su voz sonaba a algo muerto y consumido que se desmoronaba—. ¡No os quedéis ahí temblando! ¡Buscadlo!

Egwene volvió a bajar por la montaña de piedras procurando no hacer el más mínimo ruido.

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».

Se detuvo, temerosa de que el susurro procediera del Engendro de la Sombra. Aun ignorando el motivo, tenía la certidumbre de que no era así. Miró atrás, con la aprensión de ver al Myrddraal plantado en el lugar que ella había ocupado, y se puso a caminar precipitadamente; saltando vigas abatidas y abriéndose paso entre pesados bloques de mampostería derribada, entró en el devastado palacio. En una ocasión pisó el brazo de una mujer, que asomaba bajo un montón de escombros y ladrillos que habían formado un tabique y tal vez parte del techo. No reparó en aquel miembro más de lo que reparaba en el anillo con la Gran Serpiente que llevaba en un dedo. Se había entrenado para no ver los cadáveres enterrados en la fosa de desperdicios en que habían convertido los trollocs y Amigos Siniestros la ciudad de Caemlyn. Ella no podía hacer nada por los muertos.

Se coló forcejeando por un angosto boquete y se halló en una habitación medio enterrada por el techo caído. Rand yacía atrapado, con una viga sobre el pecho y las piernas tapadas por los bloques de piedra que llenaban la estancia. Tenía la cara cubierta por una capa de sudor y polvo. Al acercarse, abrió los ojos.

—Has vuelto. —Hablaba con esfuerzo, con voz carrasposa—. Temía que… Da igual. Tienes que ayudarme.

Se dejó caer con cansancio en el suelo.

—Podría levantar fácilmente esa viga con Aire, pero, en cuanto la mueva, se nos vendrá encima el resto. No puedo dominarlo todo, Rand.

Él lanzó unas amargas y apenadas carcajadas que cesaron casi al instante. En su rostro resbalaba, renovado, el sudor, y al hablar pareció redoblar su dolor.

—Yo mismo podría mover la viga. Lo sé. Y también todas las piedras de arriba. Pero para ello debo soltar las riendas de mi ser, y no puedo fiarme. No puedo fiarme… —Calló, pugnando por recobrar aliento.

—No lo entiendo —dijo ella—. ¿Soltar las riendas de tu ser? ¿Qué es de lo que no puedes fiarte? —«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza». Se frotó vigorosamente los oídos con las manos.

—La locura, Egwene. Estoy… manteniéndola… efectivamente… a raya. —Su jadeante risa le puso los pelos de punta—. Pero para conseguirlo he de ponerlo todo en juego. Si me relajo, aunque sólo sea un instante, la locura se apoderará de mí y entonces ya no seré dueño de mis actos. Tienes que ayudarme.

—¡Cómo, Rand! Lo he intentado todo. Dime cómo, y lo haré.

Él dejó caer pesadamente la mano a escasa distancia del arma que reposaba, desenfundada, en el polvo.

—La daga —susurró. Tras un penoso viaje de retorno su mano volvió a posarse en su pecho—. Aquí, en el corazón. Mátame.

Los miró con ojos desorbitados a él y a la daga, como si ambos fueran serpientes venenosas.

—¡No! Rand, no lo haré. ¡No puedo! ¿Cómo puedes pedirme algo así?

Lentamente, su brazo se arrastró de nuevo hacia el arma y, una vez más, sus dedos no lograron alcanzarla. Porfió, gimiendo, y la rozó. Antes de que pudiera realizar un nuevo intento, ella la apartó de un puntapié. Rand se derrumbó con un sollozo.

—Dime por qué —le preguntó—. ¿Por qué quieres pedirme que… te asesine? Yo te curaré, haré cualquier cosa por sacarte de aquí, pero no puedo matarte. ¿Por qué?

—Pueden utilizarme, Egwene. —Su respiración era tan trabajosa que ella lamentó no poder llorar—. Si me apresan… los Myrddraal…, los Señores del Espanto… pueden obligarme a militar en las filas de la Sombra. Si sucumbo a la enajenación, no podré luchar contra ellos. No sabré lo que hacen hasta que ya sea demasiado tarde. Si queda el más mínimo hálito de vida en mí cuando me encuentren, podrán hacerlo. Por favor, Egwene. Por el amor de la Luz. Mátame.

—No…, no puedo, Rand. ¡La Luz me asista, no puedo!

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».

Miró por encima del hombro y en el espacio que dejaban libre los escombros vio un arco plateado lleno de luz blanca.

—Egwene, ayúdame.

«Ten firmeza».

Se puso en pie y dio un paso hacia la arcada. Ésta se erguía justo delante de ella. Un paso más y…

—Te lo suplico, Egwene. Socórreme. Yo no llego. ¡Por el amor de la Luz, Egwene, ayúdame!

—No puedo matarte —susurró—. No puedo. Perdóname. —Siguió avanzando.

—¡AYÚDAME, EGWENE!

La luz la abrasó.


Salió tambaleante del arco, sin advertir su desnudez. La recorrió un escalofrío y se tapó la boca con las dos manos.

—No podía, Rand —susurró—. No podía. Perdóname, por favor. —«La Luz lo asista. Por compasión, Luz, ayuda a Rand».

Un chorro de agua fría le bañó la cabeza.

—Quedas limpia del falso orgullo —declaró Elaida—. Quedas limpia de falsas ambiciones. Acudes a nosotras purificada en cuerpo y alma.

Cuando la hermana Roja se volvió, Sheriam tomó suavemente a Egwene por los hombros y la guió en dirección al último arco.

—Otro más, hija. Otro más, y habrá acabado.

—Ha dicho que podían incorporarlo a las filas de la Sombra —murmuró Egwene—. Ha dicho que los Myrddraal y los Señores del Espanto podían obligarlo.

Sheriam dio un traspié y lanzó una ojeada en derredor. Elaida casi había llegado a la mesa, y las Aes Sedai que rodeaban el ter’angreal lo miraban fijamente, al parecer ajenas a todo lo demás.

—Una cuestión bien desagradable, hija —comentó finalmente Sheriam—. Vamos. Otro más.

—¿Pueden hacerlo? —insistió Egwene.

—Seguimos la costumbre —explicó Sheriam— de no hablar de lo que ocurre dentro del ter’angreal. Los temores de una mujer le incumben sólo a ella.

—¿Pueden hacerlo?

Sheriam suspiró, volvió a lanzar una ojeada a las otras Aes Sedai y luego bajó la voz y habló velozmente.

—Esto es algo que solamente conocen unas cuantas personas, hija, incluso en la Torre. No deberías enterarte ahora, quizá nunca, pero te lo diré. La capacidad para encauzar implica… una debilidad. Haber aprendido a abrirnos a la Fuente Verdadera supone que… pueden abrirnos a otras cosas. —Egwene se estremeció—. Cálmate, hija. No es algo que se lleve a cabo fácilmente. Según la información de que dispongo, no se ha realizado…, ¡quiera la Luz que no se haya realizado!, desde la Guerra de los Trollocs. Para ello tuvieron que participar trece Señores del Espanto, Amigos Siniestros facultados para encauzar, aunando los flujos a través de trece Myrddraal. ¿Lo ves? No es algo fácil de hacer. Hoy en día no hay Señores del Espanto. Éste es un secreto celosamente guardado por la Torre, hija. Si otros lo supieran, no habría forma de convencerlos de que se encuentran a salvo. Únicamente alguien capaz de canalizar puede ser sometido de ese modo a la Sombra. Es la fragilidad de nuestra fuerza. El resto de la gente es tan inexpugnable como una fortaleza, y sólo sus propios actos y su voluntad pueden sojuzgarlos al servicio de la Sombra.

—Trece —constató Egwene con un hilo de voz—. El mismo número de Aes Sedai que abandonaron la Torre. Liandrin y doce más.

—Ése no es asunto del que debas ocuparte —indicó Sheriam con expresión severa—. Olvídalo. —Subió la voz hasta un volumen normal—. La tercera vez hace referencia al futuro. El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza.

Egwene enfocó la vista en el reluciente arco, y su mirada se extravió tras él. «Liandrin y doce más. Trece Amigos Siniestros capaces de encauzar. La Luz nos asista a todos». Penetró en la luz, y ésta la hinchió, relució a su través. La quemó hasta la médula, la abrasó hasta el alma. Brillaba incandescente en la luz. «¡Luz, ayúdame!» No había nada salvo la luz. Y el dolor.


Egwene se miró en el espejo de cuerpo entero, y a su sorpresa por la lisura atemporal de su rostro se sumó el asombro por la estola rayada que le pendía del cuello. La estola de la Sede Amyrlin.

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».

«Trece».

Se tambaleó, se agarró al espejo y casi lo volcó en el suelo de baldosas azules de su vestidor. «Algo va mal», pensó. Aquel presentimiento no tenía nada que ver con el repentino mareo experimentado, o al menos no emanaba de él. Era otra cosa. Pero no tenía ni idea de qué.

A su lado había una Aes Sedai con los mismos prominentes pómulos de Sheriam pero con el pelo oscuro y ojos marrones que expresaban preocupación, y la estola de la Guardiana sobre los hombros. No se trataba, sin embargo, de Sheriam. Egwene no la había visto nunca; estaba segura de conocerla tanto como a sí misma. Titubeante, puso un nombre a aquella mujer. Beldeine.

—¿Os encontráis mal, madre?

«Lleva una estola verde. Eso significa que procede del Ajah Verde. La Guardiana siempre proviene del mismo Ajah en el que sirve la Amyrlin. De lo que se desprende que si yo soy la Amyrlin… ¿si?… entonces yo también era del Ajah Verde». Aquella reflexión la dejó perpleja. No el hecho de que hubiera formado parte del Ajah Verde, sino que hubiera de deducirlo racionalmente. «Luz, qué extrañeza».

«El camino de retorno sólo apa…» La voz calló en su cabeza, sustituida por un zumbido.

«Trece Amigos Siniestros».

—Estoy bien, Beldeine —respondió Egwene, notando una sensación rara al pronunciar ese nombre; sentía como si llevara años repitiéndolo—. No debemos hacerlas esperar. —«¿Hacer esperar a quiénes?» Todo cuanto sabía era que experimentaba una infinita tristeza, una total renuencia a poner punto final a esa espera.

—Estarán impacientándose, madre.

En la voz de Beldeine se advertía una vacilación, como si experimentara la misma aprensión que Egwene, pero por diferentes motivos. A menos que Egwene errara en su percepción, bajo su aparente calma Beldeine estaba aterrorizada.

—En ese caso, será mejor que vayamos.

Beldeine asintió y luego respiró hondo antes de dirigirse a la puerta, junto a la cual estaba apoyada la vara indicativa de su rango, rematada con la nívea gota de la Llama Blanca de Tar Valon.

—Así lo creo, madre.

Tomó el bastón, abrió la puerta a Egwene y luego se apresuró a situarse a la cabeza de forma que compusieran una procesión de dos, la Guardiana de las Crónicas precediendo a la Sede Amyrlin.

Egwene apenas se fijó en los pasillos que transitaban. Toda su atención se centraba en su interior. «¿Qué me pasa? ¿Por qué no recuerdo nada? ¿Por qué los recuerdos que despuntan en mi mente parecen estar desubicados?» Tocó la estola de siete colores que le cubría los hombros. «¿Por qué tengo la sensación de ser aún una novicia?»

«El camino de retorno sólo aparecerá una…» En aquella ocasión la frase se interrumpió bruscamente.

«Trece del Ajah Negro».

Dio un traspié. Aquél era un pensamiento aterrador, pero le heló la sangre de un modo que superaba los límites del miedo. Lo sentía como algo… personal. Tuvo deseos de gritar, de echar a correr y esconderse. Tenía la impresión de que la perseguían. «Tonterías. El Ajah Negro ha sido destruido». Aquella idea también le pareció extravagante. Una parte de sí recordaba algo llamado la Gran Purga. La otra parte estaba convencida de que tal cosa no se había producido.

Con la mirada clavada al frente, Beldeine no había advertido su paso vacilante. Egwene hubo de apurar el paso para no quedar rezagada. «Esta mujer está asustada hasta lo indecible. ¿Adónde me conduce?»

Beldeine se detuvo delante de una alta puerta doble en cuya oscura madera había incrustada en plata una gran Llama de Tar Valon. Se pasó las manos por el vestido, como si de repente las tuviera sudorosas, antes de abrir una hoja y guiar a Egwene por una rampa de la misma piedra blanca veteada de plata de las murallas de Tar Valon y que, incluso allí, parecía brillar.

La rampa desembocó en una vasta estancia circular de techo abovedado que se elevaba a unos veinticinco metros de altura. En uno de los extremos de la sala había un estrado elevado, frente al cual se extendían graderías solamente interrumpidas por la trayectoria de esa rampa y otras dos más que, equidistantes de ella, bordeaban el círculo. En el suelo, justo en el centro, destacaba la Llama de Tar Valon, rodeada de espirales de color que iban ensanchándose progresivamente, cada una de ellas en representación de uno de los siete Ajahs. En el lado opuesto al que habían entrado había un pesado sillón de alto respaldo de contornos profusamente tallados en que se reproducían sarmientos y hojas, pintado con los colores de todos los Ajahs.

Beldeine golpeó el suelo con la vara.

—Aquí llega —anunció con voz temblorosa—. La Guardiana de los Sellos. La Llama de Tar Valon. La Sede Amyrlin. Hela aquí.

En la plataforma se levantaron, provocando un roce de faldas, numerosas mujeres ataviadas con chal. En total había veintiuna sillas distribuidas en grupos de tres, cada uno de los cuales estaba pintado y tapizado con el mismo color que los flecos de los chales de las mujeres erguidas ante ellos.

«La Antecámara de la Torre», pensó Egwene mientras se encaminaba a su asiento, la silla de la Sede Amyrlin. «No es más que eso. La Antecámara de la Torre y las Asentadas de los Ajahs. He estado aquí miles de veces». No recordaba, empero, ninguna de tales ocasiones. «¿Qué hago en la Antecámara de la Torre? Luz, me desollarán viva cuando descubran…» Ignoraba qué era lo que iban a descubrir; sólo sabía que rogaba porque ello no ocurriera.

«El camino de retorno sólo aparecerá…»

«El camino de retorno sólo…»

«El camino…»

«El Ajah Negro espera». Aquél, al menos, era un enunciado íntegro. Le llegaba de todos los rincones. ¿Por qué nadie más parecía oírlo?

Al instalarse en la silla de la Sede Amyrlin, la silla que era también la Sede Amyrlin, cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de qué haría después. Las otras Aes Sedai habían tomado asiento en el mismo momento que ella, todas a excepción de Beldeine, que permaneció de pie a su lado con la vara, tragando saliva con nerviosismo. Todas parecían aguardar una indicación suya.

—Comenzad —señaló finalmente.

Aquella palabra bastó, al parecer, para dar curso a la sesión. Una de las Asentadas Rojas se puso en pie, y Egwene reconoció con estupor a Elaida. Pese a ello, sabía que Elaida era la portavoz de las Asentadas del Rojo, y su más encarnizada enemiga. La expresión que puso Elaida al mirarla produjo una conmoción en su interior. Era dura, fría… y triunfal. Prometía cosas en las que era preferible no pensar.

—Traedlo —ordenó con voz recia Elaida.

De una rampa, distinta de la que había utilizado Egwene, llegó el sonido de pasos hollando la piedra. Entraron una docena de Aes Sedai rodeando a tres hombres, dos de ellos fornidos guardias con las blancas lágrimas de Tar Valon bordadas en el pecho que tiraban de las cadenas con que tropezaba, como si estuviera aturdido, el tercero.

Egwene se inclinó espasmódicamente en la silla. El hombre encadenado era Rand. Con los ojos entrecerrados y la cabeza gacha, parecía casi dormido y sólo se movía según la dirección que le marcaban las cadenas.

—Este hombre —declaró Elaida— se ha declarado el Dragón Renacido. —Se produjo un murmullo que no evidenciaba sorpresa por parte de los oyentes, sino desagrado por tener que escuchar aquello—. Este hombre ha encauzado el Poder Único. —El murmullo incrementó su intensidad, preñado ahora también de miedo—. No existe más que un castigo para esto, reconocido en todas las naciones, pero dictado solamente aquí, en Tar Valon, en la Antecámara de la Torre. Solicito de la Amyrlin que pronuncie la sentencia de amansar a este hombre.

Elaida miró con ojos relucientes a Egwene. «Rand. ¿Qué hago? Luz, ¿qué hago?»

—¿Por qué dudáis? —preguntó Elaida—. La sentencia establecida se ha repetido durante tres mil años. ¿Por qué vaciláis, Egwene al’Vere?

—¡Una actitud vergonzosa la vuestra, Elaida! —exclamó airadamente una de las Asentadas Verdes, poniéndose en pie—. ¡Mostrad respeto por la Sede Amyrlin! ¡Mostrad respeto por la madre!

—El respeto —replicó con frialdad Elaida— puede perderse igual que se gana. ¿Bien, Egwene? ¿Podría ser que por fin demostréis vuestra debilidad, vuestra incapacidad para el cargo? ¿Es posible que no vayáis a pronunciar la sentencia contra este hombre?

Rand trató de levantar la cabeza y no lo logró.

Egwene se puso trabajosamente en pie, aquejada de vértigo, tratando de recordar que ella era la Sede Amyrlin y todas aquellas mujeres estaban sujetas a su autoridad, tratando de gritar que ella era una novicia, que aquél no era su sitio, que se había producido un espantoso error.

—No —dijo entrecortadamente—. No, ¡no puedo! No voy a…

—¡Se delata a sí misma! —El grito de Elaida ahogó su intento de hablar—. ¡Se condena con sus propias palabras! ¡Apresadla!

Cuando Egwene abrió la boca, Beldeine se movió a su lado. Luego la vara de la Guardiana le golpeó la cabeza.

La engulló la oscuridad.

Primero tomó conciencia de su dolor de cabeza. Su espalda reposaba en una superficie dura y fría. Después percibió las voces. Murmullos.

—¿Sigue inconsciente? —Era una voz rasposa, como de lima aserrando un hueso.

—No os preocupéis —respondió desde muy lejos una mujer cuya voz traicionaba una inquietud y un miedo que intentaba disimular—. Nos ocuparemos de ella antes de que se dé cuenta de nada. Después será nuestra y haremos lo que queramos de ella. Tal vez os la entreguemos para que os divirtáis.

—Después de haberla utilizado para vuestros fines.

—Desde luego.

Las distantes voces se alejaron más.

Se rozó la pierna con la mano y notó el tacto de la piel erizada. Abrió levemente los ojos. Estaba desnuda, magullada, acostada sobre una tosca mesa de madera, en una habitación que tenía aspecto de ser un almacén caído en desuso. Las astillas se le clavaban en la espalda, y la boca le sabía a sangre.

En uno de los costados de la habitación se arracimaba un grupo de Aes Sedai que conversaban en voz baja y a un tiempo cargada de intensidad. El dolor de cabeza le entorpecía el pensamiento, pero le pareció que era importante contarlas. Trece.

A las Aes Sedai se sumó otro grupo de hombres encapuchados enfundados en negras capas, y las mujeres dieron la impresión de tratar de dominar el temor que les producía su presencia. Uno de los hombres volvió la cabeza para mirar en dirección a la mesa. La pálida cara de muerto enmarcada en la capucha carecía de ojos.

Egwene desdeñó contar a los Myrddraal. Sabía cuántos eran: trece Myrddraal y trece Aes Sedai. Al instante, en su garganta brotó un alarido de terror. Sin embargo, entre el pánico que amenazaba con quebrarle los huesos, apeló a la Fuente Verdadera y se aferró desesperadamente al saidar.

—¡Está despierta!

—¡No es posible!

—¡Escudadla! ¡Deprisa! ¡Deprisa! ¡Cortadle el contacto con la Fuente!

—¡Demasiado tarde! ¡Es demasiado fuerte!

—¡Cogedla! ¡Rápido!

Varias manos se tendieron hacia sus brazos y piernas. Manos horripilantemente pálidas como gusanos escondidos bajo las rocas, secundando las órdenes de unas mentes encajadas tras pálidos rostros carentes de ojos. Sabía que, si esas manos la tocaban, se volvería loca. El Poder ocupó su ser.

De la piel de los Myrddraal surgieron estallidos de llamas que rasgaron las negras telas como si fueran sólidas dagas de fuego. Los Semihombres se encrespaban y, chillando, ardían como papel engrasado. De las paredes se desprendían bloques de piedras como puños que surcaban velozmente la habitación y arrancaban, al descargarse en la carne, alaridos y gruñidos. El aire se agitaba, se desplazaba, aullaba convertido en torbellino.

Dolorida, Egwene se levantó lentamente de la mesa. El viento le azotó el pelo y le hizo perder el equilibrio, pero ella continuó avivándolo en su tambaleante trayecto hasta la puerta. Delante de ella había una Aes Sedai, una mujer magullada y ensangrentada, rodeada por la aureola del Poder. Una mujer que tenía plasmada la muerte en los oscuros ojos.

Egwene adjudicó un nombre a su rostro: Gyldan. La más estrecha confidente de Elaida, con quien siempre cuchicheaba en los rincones y se reunía en privado de noche. Egwene apretó la mandíbula y, desdeñando piedras y viento, le propinó entre los ojos el puñetazo más violento de que fue capaz. La hermana Roja —la hermana Negra— se vino abajo como si se le hubieran derretido los huesos.

Frotándose los nudillos, Egwene salió con paso inseguro al corredor. «Gracias, Perrin —pensó—, por enseñarme cómo hacerlo. Aunque no me advertiste el daño que hace».

Tras cerrar la puerta luchando contra el viento, encauzó de nuevo. Las piedras que había alrededor del umbral se estremecieron, crujieron y se posaron junto a la madera. Aquello no los retendría mucho rato, pero valía la pena utilizar cualquier procedimiento que postergara su persecución aunque sólo fuera un minuto. Los minutos podían ser cuestión de vida o muerte. Haciendo acopio de fuerzas, venció la debilidad y rompió a correr. Sus pasos eran vacilantes, pero corría.

Debía conseguir ropa, resolvió. Una mujer vestida tenía más autoridad que la misma mujer desnuda, e iba a necesitar cada onza de autoridad que pudiera reunir. Irían a buscarla primero a sus habitaciones, pero tenía un vestido y zapatos de recambio en el estudio —y otra estola—, y éste no se hallaba lejos.

Era turbador recorrer al trote aquellos pasillos vacíos. Aunque la Torre Blanca ya no albergaba tantas personas como antes, siempre solía transitar alguien por ellos. El único ruido que oía era el repiqueteo de sus plantas desnudas en las baldosas.

Cruzó presurosamente la antesala de su estudio y se introdujo en él. Por fin encontraba a alguien. Beldeine estaba sentada en el suelo, con la cabeza hundida entre las manos, sollozando.

Egwene se paró cautelosamente cuando Beldeine enfocó en ella sus enrojecidos ojos y no bajó la guardia pese a advertir que el nimbo del saidar no rodeaba a la Guardiana. Su confianza era grande, no obstante, pues aunque no percibía su propia aureola, sentía la potente marea de Poder que palpitaba en ella y su fuerza se acrecentaba con el secreto que albergaba.

—He tenido que hacerlo —adujo Beldeine, secándose con la mano las lágrimas que rodaban por sus mejillas—. Debéis comprenderlo. Debía hacerlo. Me…, me… —Aspiró entrecortadamente y tomó nuevo impulso—. Hace tres noches me sorprendieron mientras dormía y me neutralizaron. —Su voz adquirió el tono agudo de un chillido—. ¡Me neutralizaron! ¡Ya no puedo encauzar!

—Luz —musitó Egwene, sintiendo un tibio estupor que amortiguaba el fluir del saidar—. La Luz nos asista y nos dé consuelo, hija mía. ¿Por qué no me lo dijisteis? Habría… —Dejó inconclusa la frase, consciente de que no había nada que hacer.

—¿Qué habríais hecho? ¿Qué? ¡Nada! No podéis hacer nada. Pero ellas dijeron que podían devolvérmelo, con el poder de…, el poder del Oscuro. —Cerró fuertemente los ojos, a cuyas comisuras seguían afluyendo las lágrimas—. Me hirieron, madre, y me obligaron a… ¡Oh, Luz, qué daño me hicieron! Elaida me prometió que me devolverían la integridad, la facultad para encauzar de nuevo, y yo obedecí. ¡Por eso… he tenido que hacerlo!

—Así que Elaida es del Ajah Negro —constató con ferocidad Egwene. Junto a la pared había un estrecho armario en el que guardaba un vestido verde para las ocasiones en que no tenía tiempo para regresar a sus aposentos. Junto a él había colgada una estola rayada. Comenzó a vestirse apresuradamente—. ¿Qué le han hecho a Rand? ¿Adónde lo han llevado? ¡Responde, Beldeine! ¿Dónde está Rand al’Thor?

Beldeine se acurrucó, con labios temblorosos y la desolación pintada en el rostro, pero al fin reunió el coraje para contestar.

—En el Patio de los Traidores, madre. Lo han llevado al Patio de los Traidores.

Egwene se estremeció con violencia, de miedo y de rabia. Elaida no había aguardado ni siquiera una hora. El Patio de los Traidores únicamente se utilizaba para tres cometidos: ejecuciones, la neutralización de una Aes Sedai y el amansamiento de un hombre con potencial para encauzar. Para los tres casos se requería una orden de la Sede Amyrlin. «¿Y quién lleva entonces la estola allí?» Elaida, estaba segura. «¿Pero cómo ha conseguido que la acepten con tanta rapidez, sin que me hayan juzgado y sentenciado a mí? No puede haber otra Amyrlin hasta que me hayan despojado de la estola y el bastón. Y no les resultará fácil lograrlo. ¡Luz! ¡Rand!» Se encaminó a la puerta.

—¿Qué podéis hacer vos, madre? —gritó Beldeine—. ¿Qué podéis hacer? —Era imposible discernir si se refería a Rand o a sí misma.

—Más de lo que nadie sospecha —repuso Egwene—. Yo no he empuñado jamás la Vara Juratoria, Beldeine. —La exclamación de asombro de Beldeine le llegó hasta el pasillo.

La memoria aún jugaba al escondite con ella. Sabía que ninguna mujer accedía al chal y al anillo sin prestar los Tres Juramentos asiendo firmemente en una mano la Vara Juratoria, el ter’angreal que la vinculaba a su cumplimiento de un modo tan ineludible como si se los hubieran grabado en los huesos al nacer. Ninguna mujer accedía a la condición de Aes Sedai sin someterse a ellos y, sin embargo, tenía la seguridad de que, de algún modo inexplicable, ella había soslayado tal requisito.

Sus zapatos martilleaban velozmente el suelo. Ahora sabía al menos por qué estaban vacíos los corredores. Todas las Aes Sedai, con excepción tal vez de aquellas que había dejado en el almacén, todas las Aceptadas, todas las novicias, incluso todos los criados, estarían congregados en el Patio de los Traidores, siguiendo la costumbre, para presenciar la puesta en práctica de la voluntad de Tar Valon.

Y los Guardianes debían de permanecer cerca del patio en previsión de que alguien pudiera intentar liberar al hombre que iban a amansar. Los restos de los ejércitos de Guaire Amalasan lo habían intentado, al final del período que algunos conocían con el nombre de Guerra del Segundo Dragón, justo antes de que el creciente poderío de Artur Hawkwing hubiera dado a Tar Valon otros motivos de preocupación, como también lo habían intentado, muchos años antes, los seguidores de Raolin Perdición del Oscuro. Era incapaz de recordar si Rand tenía o no seguidores, pero los Guardianes guardaban memoria de tales tentativas y estaban prevenidos contra ellas.

Si realmente Elaida, o cualquier otra, llevaba puesta la estola de la Amyrlin, era probable que los Guardianes no la admitieran en el Patio de los Traidores. Sabía que tenía posibilidad de abrirse paso a la fuerza. Habría de actuar rápidamente, pues de nada serviría su esfuerzo si amansaban a Rand mientras ella aún estaba paralizando Guardianes con Aire. Incluso los Guardianes sucumbirían si les arrojaba relámpagos y fuego compacto y socavaba el suelo bajo sus pies. «¿Fuego compacto?», se preguntó. Tampoco serviría de nada que echara a perder el poder de Tar Valon para salvar a Rand. Debía salvarlos a ambos.

A poca distancia del Patio de los Traidores, inició un ascenso por escaleras y rampas cada vez más angostas hasta llegar a una trampilla que daba al inclinado tejado casi blanco del remate de una torre. Desde allí, más allá de tejados y torres, divisaba la vasta oquedad del Patio de los Traidores.

La multitud se apiñaba en el patio, dejando sólo un espacio despejado en el centro. La gente abarrotaba las ventanas, balcones e incluso tejados circundantes, pero desde su posición distinguía, diminuto en la distancia, al hombre que se tambaleaba encadenado en el círculo libre que dejaba el gentío. Rand. Lo rodeaban doce Aes Sedai y plantada frente a él había otra mujer, que sin duda llevaba la estola de siete colores, pese a que Egwene no alcanzaba a distinguirla. «Elaida». Las palabras que debía de estar pronunciando se filtraron, insidiosas, en la cabeza de Egwene.

«Este hombre, dejado de la mano de la Luz, ha entrado en contacto con el saidin, la mitad masculina de la Fuente Verdadera. En consecuencia, nosotros lo tenemos preso. Este hombre ha cometido el abominable delito de encauzar el Poder Único, sabiendo que el saidin está contaminado por el Oscuro, contaminado por el orgullo de los hombres, contaminado por el pecado de los hombres. En consecuencia, nosotros lo hemos encadenado».

Egwene ahuyentó enérgicamente de la mente el resto del discurso. «Trece Aes Sedai. Doce hermanas y la Amyrlin, el número de personas que participan tradicionalmente en un amansamiento. El mismo número que para…» Desechó, asimismo, tal línea de pensamiento. No tenía tiempo que perder; debía hallar la manera de modificar el curso de los acontecimientos.

Consideró factible levantarlo con Aire desde aquella distancia. Sacarlo del círculo de Aes Sedai y llevarlo flotando hasta ella. Era una posibilidad. Aun cuando reuniera la fuerza necesaria, aun cuando no lo dejara caer, causándole la muerte, sería un proceso lento durante el cual él sería un blanco fácil para las flechas de los arqueros, y el brillo del saidar delataría su posición para toda Aes Sedai que dirigiera la mirada en esa dirección. Y a todo Myrddraal, también.

—Luz —murmuró—, no existe otro medio para no desencadenar una guerra dentro de la Torre Blanca. Y con esta actuación es probable que provoque una de todas formas. —Concentró el Poder, separó sus cúmulos, canalizó los flujos.

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».

Hacía tanto tiempo que no escuchaba esas palabras que, al oírlas, se sobresaltó, resbaló por el liso tejado y se detuvo justo en el alero. El suelo se encontraba a ochenta metros bajo ella.

Miró atrás y allí, encima de la torre, inclinado para asentar sus bordes en las inclinadas tejas, se alzaba un arco plateado henchido de brillante luz. La imagen tembló, y unos fogonazos verdes y amarillos surcaron su blanca luz.

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».

La arcada perdió consistencia hasta volverse transparente y luego recobró su solidez.

Egwene observó febrilmente el Patio de los Traidores. Había de tener tiempo. Había de tenerlo. Solamente necesitaba unos minutos, diez tal vez, y suerte.

En su cabeza se filtraban palabras que, a diferencia de la inmaterial e inidentificable voz que le advertía que conservara la firmeza, tenían timbres femeninos que despertaban un asomo de reconocimiento en ella.

«… no podemos aguantar mucho más. Si no sale ahora…»

«¡Resistid! ¡Resistid, os ordeno, o si no os destriparé como esturiones a todas!»

«… perdiendo el control, madre. No podemos…»

Las voces se redujeron a un murmullo que dejó paso al silencio, pero la voz desconocida habló de nuevo.

«El camino de retorno sólo aparecerá una vez. Ten firmeza».

«Hay que pagar un precio para ser Aes Sedai».

«El Ajah Negro espera».

Con un grito de rabia, sumida en un abismo de pérdida, Egwene se arrojó al arco, ocupado ahora por un tenue resplandor como enturbiado por la calima, casi deseosa de errar el impulso y precipitarse al vacío.

La luz la desgarró fibra a fibra, rebanó las fibras hasta reducirlas a hilos que luego dividió en insustanciales volutas. Todo se desgajó interminablemente con la luz.

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