49 Una tormenta en Tear

Egwene regresó finalmente a la mesa. En su fuero interno reconocía que tal vez Elayne estaba en lo cierto, que se había propasado, pero no quiso presentar disculpas, y las tres permanecieron en silencio.

Al volver, Ailhuin iba acompañada de un hombre, un individuo delgado de mediana edad que parecía esculpido en madera renegrida. Juilin Sandar se quitó los zuecos junto a la puerta y colgó el cónico sombrero de paja en una percha. Bajo su chaqueta marrón, de su cintura pendía una maza muy parecida a la que usaba Hurin, y en la mano llevaba una vara igual de alta que él, aunque apenas más gruesa que su dedo pulgar, de la misma madera clara segmentada que utilizaban los carreteros para azuzar a los bueyes. Llevaba el pelo corto, aplastado en la cabeza, y sus vivos ojos oscuros parecían advertir y registrar cada detalle de la habitación… y de todas las personas que se encontraban en ella. Egwene habría apostado algo a que había examinado dos veces a Nynaeve y otras tantas a ella. La ausencia de reacción por parte de Nynaeve era señal patente de que ella también lo había notado.

Ailhuin lo invitó a tomar asiento en la mesa, donde se arremangó la chaqueta, saludó con la cabeza a cada de una de ellas y apoyó su bastón en el hombro, guardando un absoluto mutismo hasta que la canosa teariana hubo preparado nuevamente té y todos hubieron comenzado a tomarlo.

—La madre Guenna me ha hablado de vuestro problema —dijo en voz baja al tiempo que depositaba su taza en la mesa—. Os ayudaré si puedo, pero los Grandes Señores me llamarán seguramente pronto para atender sus asuntos.

—Juilin —bufó la recia mujer—, ¿desde cuándo regateas como un tendero que pretende cobrar el lino a precio de seda? No me vas a hacer creer que sabes por antelación cuándo te solicitarán los Grandes Señores.

—No son fingimientos —afirmó, sonriendo, Sandar—. Sé muy bien cuándo he visto hombres por los tejados de noche. Se escabullen como agujas en los juncos, pero he visto el movimiento aunque sólo sea con el rabillo del ojo. Pese a que nadie ha denunciado todavía ningún robo, hay ladrones dentro de las murallas, tan cierto como que estamos aquí. Veréis cómo no transcurrirá más de una semana antes de que me reclamen de la Ciudadela porque una banda de rateros ha irrumpido en varias casas de mercaderes o incluso en las casas solariegas de los nobles. Los Defensores son buenos para mantener el orden en las calles, pero cuando se ha de seguir la pista de un ladrón recurren a un husmeador, y a mí antes que a nadie. No lo digo para subir el precio, sino para preveniros de que lo que vaya a hacer por estas hermosas mujeres deberé hacerlo sin tardanza.

—Creo que dice la verdad —admitió con desgana Ailhuin—. Os dirá que la luna es verde y el agua blanca si piensa que con ello conseguirá un beso, pero respecto a otras cuestiones miente menos que la mayoría de los hombres. Puede que sea el hombre más honrado nacido en el Maule.

Elayne se tapó la boca, y Egwene aplicó toda su voluntad para no reír. Nynaeve siguió imperturbable, dando sólo muestras de impaciencia. Sandar se volvió con una mueca hacia la mujer y luego hizo como si no la hubiera oído.

—Reconozco que siento curiosidad por esas ladronas —confesó, sonriendo a Nynaeve—. He conocido mujeres que se dedicaban a ese oficio, y bandas de ladrones, pero no sabía de ningún caso de pandillas de ladronas. Y le debo algunos favores a la madre Guenna. —Su mirada pareció observar de nuevo con todo pormenor a Nynaeve.

—¿Cuánto cobráis? —inquirió con aspereza ésta.

—Por recuperar lo robado —repuso vivazmente el hombre—, la décima parte de su valor. Por localizar a alguien, un marco de plata por persona. Como la madre Guenna dice que los objetos que se llevaron tienen más bien un valor afectivo para vosotras, estoy dispuesto a no cobraros nada por ellos. —Volvió a sonreír, descubriendo una blanquísima dentadura—. Si no fuera porque la hermandad lo vería con malos ojos, no os haría pagar nada, pero os haré un buen precio. No más de un par de monedas de cobre.

—Conozco a un husmeador —le dijo Elayne—. De Shienar. Un hombre muy respetuoso. Él lleva una espada además de la maza. ¿Por qué no la lleváis vos?

Sandar dejó traslucir cierto estupor y luego enojo por haberse sorprendido. No había percibido su insinuación, o bien había optado por hacer caso omiso de ella.

—Vosotras no sois tearianas. Me han contado cosas sobre Shienar, señora, historias de trollocs y fervientes afirmaciones de que allí todos los hombres son guerreros. —Su sonrisa dejaba bien claro que consideraba todo aquello como cuentos para niños.

—Son informaciones verídicas —aseguró Egwene—. O cuando menos distan poco de la realidad. Yo he estado en Shienar.

El husmeador la miró, pestañeando, y luego prosiguió.

—Yo no soy un aristócrata ni un rico mercader, ni siquiera un soldado. Los Defensores no importunan a los extranjeros que llevan espadas… con tal que no permanezcan mucho aquí, claro está…, pero a mí me encarcelarían en las mazmorras de la Ciudadela. Existen leyes que respetar, señora. —Recorrió inconscientemente con la mano la vara—. Con todo, suelo salir bien parado sin espada. —Volvió a dirigir su sonrisa a Nynaeve—. Ahora, si sois tan amable de hacerme una descripción de lo robado…

Calló cuando Nynaeve puso su portamonedas sobre el borde de la mesa y sacó trece marcos de plata. A Egwene le pareció que había elegido los de menos peso; casi todos eran tearianos y sólo uno, andoriano. La Amyrlin les había dado una buena cantidad de oro, pero no duraría eternamente. Nynaeve miró pensativamente el portamonedas antes de tensar las cuerdas y volver a guardarlo en su bolsa.

—Son trece las mujeres que debéis buscar, maese Sandar. Recibiréis una cantidad igual de plata cuando las hayáis encontrado. Nosotras nos encargaremos de recuperar nuestras pertenencias.

—Yo mismo lo haré por menos dinero —declinó—. Y no es preciso que me paguéis más de la cuenta. Ése es mi precio, y podéis estar seguras de que no me dejaré sobornar.

—No hay de qué temer a ese respecto —confirmó Ailhuin—. Ya os he dicho que es honrado. Sólo tenéis que desconfiar de él si os dice que os quiere. —Sandar le asestó una furibunda mirada.

—Yo soy quien paga, maese Sandar —declaró con resolución Nynaeve—, y, por tanto, elijo lo que compro. ¿Os limitaréis a localizar a esas mujeres? —Aguardó hasta que él asintió, reacio, con la cabeza, para continuar—. Puede que estén juntas o puede que no. La primera es tarabonesa, un poco más alta que yo, de ojos oscuros y pelo claro de color miel que lleva peinado con una multitud de pequeñas trenzas al estilo tarabonés. Algunos hombres la encontrarían guapa, aunque ella no lo tomaría como un cumplido. Tiene una expresión de malhumorado resentimiento. La segunda es kandoresa. Es morena, con una larga melena y una mecha blanca sobre la oreja izquierda y…

No especificó nombre alguno, y Sandar tampoco los preguntó. Los nombres era algo que podía cambiarse muy fácilmente. No había vuelto a sonreír desde que Nynaeve inició su exposición. El husmeador escuchó atentamente la descripción de las trece mujeres y, cuando su amiga hubo concluido, Egwene tuvo la certeza de que habría podido volver a repetirla palabra por palabra.

—Posiblemente la madre Guenna os lo ha dicho —finalizó Nynaeve—, pero yo lo reiteraré. Esas mujeres son más peligrosas de lo que alcanzáis a imaginar. Que yo sepa, son doce las personas a las que han asesinado, y no me sorprendería que la suya no fuera más que una gota de la sangre con que se han manchado las manos. —Sandar y Ailhuin pestañearon al oírlo—. Si descubren que hacéis indagaciones sobre ellas, moriréis. Si os capturan, os obligarán a revelar nuestro paradero y la madre Guenna probablemente morirá con nosotras. —La Zahorí puso cara de incredulidad—. ¡Creedme! —Nynaeve exigió conformidad con la mirada—. ¡Creedme, o volveré a quedarme con la plata y contrataré a otro que tenga más sentido común!

—Cuando era joven —dijo, con voz seria, Sandar—, una ladrona me clavó un cuchillo en las costillas porque no pensé que una linda muchacha fuera lo bastante rápida para acuchillar a un hombre. Ya no cometo tales equivocaciones. Obraré como si esas mujeres fueran, de la primera a la última, Aes Sedai, y del Ajah Negro. —Egwene casi se atragantó, y él le dirigió una pesarosa sonrisa mientras introducía las monedas en su propia bolsa y la guardaba debajo de la faja—. No era mi intención asustaros, señora. No hay Aes Sedai en Tear. Tal vez tarde unos días, a menos que estén juntas. Será sencillo localizar a trece mujeres juntas; más difícil, si están separadas. En un caso u otro, las encontraré. Y no las pondré sobre aviso hasta informaros de dónde están.

—Espero que no peque de confiado —comentó Elayne cuando ya se había ido por la puerta trasera tras ponerse el sombrero de paja y los zuecos—. Ailhuin, he oído lo que ha dicho pero… ¿comprende que son realmente peligrosas?

—No es ningún estúpido, salvo cuando se interponen unos preciosos ojos o unos tobillos bien torneados —aseguró la mujer de cabello gris—, lo cual es, por otra parte, un defecto común en los hombres. Es el mejor husmeador de Tear. No os preocupéis. Encontrará a esos Amigos Siniestros.

—Volverá a llover esta noche. —Nynaeve se estremeció, a pesar del caldeado ambiente de la habitación—. Presiento que habrá tormenta. —Ailhuin sacudió la cabeza y se fue a servir la sopa de pescado para la cena.

Después de cenar y recoger la mesa, Nynaeve y Ailhuin se pusieron a hablar de hierbas y de curas. Elayne se distrajo bordando una franja de florecillas azules y blancas que ya tenía empezada en la capa y después se sumió en la lectura de una copia de Los ensayos de Willim de Mariaches que tenía Ailhuin en su pequeña estantería de libros. Egwene intentó leer, pero ni los ensayos ni Los viajes de Jain el Galopador ni los divertidos cuentos de Aleria Elffin consiguieron retener durante más de unas cuantas páginas su interés. Tocó el ter’angreal de piedra por entre la tela del vestido. «¿Dónde están? ¿Qué buscan en la Ciudadela? ¿Qué es lo que quieren si nadie salvo el Dragón…, nadie salvo Rand… puede tocar Callandor? ¿Qué es? ¿Qué?»

Cuando se hizo noche cerrada, Ailhuin las condujo a cada una a un dormitorio del segundo piso, pero, después de que ella se hubo acostado, las tres se reunieron en el de Egwene, iluminado con una sola lámpara. Egwene ya se había desvestido y el cordel colgaba de su cuello con los dos anillos. La rayada piedra era mucho más pesada que el oro. Habían hecho lo mismo cada noche desde que habían abandonado Tar Valor, con la sola excepción de la noche pasada con los Aiel.

—Despertadme dentro de una hora —indicó.

—¿Tan poco rato esta vez? —se extrañó Elayne.

—¿Estás inquieta? —preguntó Nynaeve—. Quizás estés utilizándolo con excesiva frecuencia.

—Todavía estaríamos en Tar Valon fregando ollas con la aprensión de descubrir a una hermana Negra o de perecer a manos de un Hombre Gris si no lo hubiera hecho —contestó bruscamente Egwene. «Luz, Elayne tiene razón. Me estoy comportando como una chiquilla rencorosa». Respiró hondo—. Puede que esté algo inquieta. Quizá se deba a lo cerca que nos encontramos del Corazón de la Ciudadela, de Callandor. Tan cerca de la trampa cuya naturaleza ignoramos.

—Ten cuidado —aconsejó Elayne.

—Ten mucho cuidado, Egwene, por favor —pidió, en voz más baja, Nynaeve, dándose breves tirones de trenza.

Cuando Egwene se echó en la cama y sus dos compañeras se instalaron en taburetes a ambos lados de ella, sonó un retumbar de truenos. Tardó un poco en conciliar el sueño.


Como siempre al principio, se halló en las onduladas colinas rodeada de flores, mariposas y pájaros, bajo un sol primaveral y acariciada por una suave brisa. Aquella vez llevaba un vestido de seda verde, con pájaros dorados bordados en el pecho, y unos escarpines de terciopelo del mismo color. El ter’angreal parecía tan liviano que habría salido volando si el peso del anillo con la Gran Serpiente no se lo hubiera impedido.

A costa de errores había aprendido algo de las normas que regían en el Tel’aran’rhiod, pues aun aquel Mundo de Sueños tenía sus propias pautas, por más singulares que fueran, de las cuales no conocía, sin duda, ni la décima parte, y un método para dirigirse a donde deseaba. Cerró los ojos y disipó todo pensamiento de la mente igual como haría para abrazar el saidar. No era tan sencillo, porque la imagen de un capullo de rosa se insinuaba sin cesar y ella sentía continuamente la llamada de la Fuente Verdadera y se desvivía por tender el puente hacia ella, pero debía llenar el vacío con algo distinto. Imaginó el Corazón de la Ciudadela, tal como lo había visto en aquellos sueños, lo plasmó perfectamente, con todo detalle, en la vacuidad formada en su cerebro: las descomunales columnas de piedra roja pulida; las gastadas baldosas del suelo; la espada de cristal, intocable, girando lentamente con la empuñadura abajo, suspendida en el aire. Cuando le resultó tan real que tuvo la certidumbre de poder alargar la mano y tocarla, abrió los ojos, y se encontró allí, en el Corazón de la Ciudadela. O cuando menos en el Corazón de la Ciudadela tal como existía en el Tel’aran’rhiod.

Allí estaban las columnas, y Callandor. Y en torno a la reluciente espada, casi tan tenues e insustanciales como sombras, estaban sentadas con las piernas cruzadas trece mujeres, contemplando Callandor. Liandrin volvió su cabeza cubierta de trenzas de color de miel y miró directamente a Egwene con sus grandes y oscuros ojos, y curvó su boca en una sonrisa.


Egwene se incorporó, jadeante, en la cama tan deprisa que a punto estuvo de caerse.

—¿Qué pasa? —preguntó Elayne—. ¿Qué ha ocurrido? Pareces asustada.

—Si acabas de cerrar los ojos —observó quedamente Nynaeve—. Es la primera vez que despiertas por ti misma, sin que te llamáramos. Ha sucedido algo, ¿verdad? —Se tiró violentamente de la trenza—. ¿Estás bien?

«¿Cómo he vuelto? —se preguntó Egwene—. Luz, ni siquiera sé qué he hecho». Era consciente de que simplemente procuraba posponer lo que tenía que decir. Desabrochando el cordel que le rodeaba el cuello, sostuvo el anillo con la Gran Serpiente y el aro retorcido del ter’angreal en la palma de la mano.

—Nos están esperando —dijo por fin. No era preciso especificar quiénes—. Y me parece que saben que estamos en Tear.

Afuera, la tormenta se desató sobre la ciudad.


La lluvia repiqueteaba arriba en la cubierta mientras Mat mantenía fija la mirada en el tablero de la mesa frente a Thom, pero no conseguía concentrarse en la partida, ni siquiera habiendo apostado un marco de plata andoriano. Se oía fragor de truenos y en los ojos de buey relampagueaban los rayos. Cuatro lámparas iluminaban la cabina del capitán del Vencejo. «Este condenado barco será tan lustroso como el pájaro, pero de todas formas va demasiado lento». El bajel dio una pequeña sacudida y luego otra; parecía que se movía de manera diferente. «¡Más le vale no hacernos embarrancar en el maldito fango! ¡Si no va todo lo veloz que se puede ir con esta bañera ambulante, le haré tragar el oro que le di!» La preocupación le había impedido dormir bien desde que habían salido de Caemlyn. El sueño atrasado lo hizo bostezar al colocar una ficha blanca en la intersección de dos líneas; en tres jugadas capturaría casi una quinta parte de las piezas de Thom.

—Podrías ser un buen jugador, chico —observó Thom con la pipa entre los dientes, moviendo a su vez—, si aplicaras más atención. —Su tabaco olía a hojas y frutos secos.

Mat alargó la mano para tomar una ficha del montón que tenía al lado, luego pestañeó y renunció a ello. En tres jugadas, las fichas de Thom acorralarían una tercera parte de las suyas. No lo había previsto y ahora no veía escapatoria.

—¿Perdéis alguna vez jugando? ¿Habéis perdido aunque sólo sea una partida?

—Hace mucho tiempo que no sufro una derrota —reconoció Thom, atusándose el bigote—. Morgase solía ganarme cada dos por tres. Se dice que los buenos comandantes militares y los expertos en las intrigas del Juego de las Casas tienen una especial habilidad para los juegos de fichas. Ella constituye un claro ejemplo, y no me cabe duda de que sería capaz de dirigir con éxito una batalla.

—¿No querríais jugar a los dados un rato? Es mucho más rápido.

—Prefiero tener una oportunidad clara de ganar en lugar de una entre nueve o diez —contestó secamente el juglar de blanco cabello.

Mat se puso en pie de un salto cuando la puerta se abrió de golpe dando paso al capitán Derne. El marino de angulosas facciones sacudió el agua de la capa que le cubría los hombros, murmurando maldiciones para sí.

—Que la Luz me abrase los huesos si sé por qué os permití contratar el Vencejo. No habéis parado de exigir más velocidad ni en la más negra de las noches ni lloviendo a mares. Más velocidad. ¡Constantemente más velocidad, maldita sea! ¡A estas alturas ya habríamos podido embarrancar cien veces en un condenado bajío!

—Porque queríais el dinero —replicó ásperamente Mat—. Asegurasteis que este montón de viejos tablones era veloz, Derne. ¿Cuándo llegaremos a Tear?

—Estamos soltando amarras en el muelle —respondió el capitán con una tensa sonrisa—. ¡Que se me lleven todos los demonios si vuelvo a transportar algo que tenga capacidad de habla! ¿Dónde está el resto del oro?

Mat fue corriendo a asomarse a una de las pequeñas ventanas. Con la cruda luz de los intermitentes relámpagos vio un mojado puerto. Entonces extrajo una segunda bolsa de oro del bolsillo y la lanzó a Derne. «¡Dónde se ha visto un marino que no juega a los dados!»

—Ya era hora —gruñó. «Quiera la Luz que no sea demasiado tarde».

Se colgó de un hombro el hatillo de cuero donde había guardado sus mudas de ropa y del otro el rollo de fuegos de artificio al que había atado una cuerda. La capa lo tapaba todo pero se abría un poco por delante. Mejor que se mojara él y no los cohetes. Él podía secarse y quedar como nuevo; una prueba realizada con un cubo le había demostrado que no ocurría lo mismo con los artículos de pirotecnia. «Supongo que el padre de Rand tenía razón». Mat siempre había pensado que el Consejo del Pueblo se negaba a lanzarlos cuando llovía simplemente porque resultaban más vistosos en noches despejadas.

—¿Todavía no vas a venderlos?

Thom estaba poniéndose la capa de juglar. Con ella cubrió las fundas de cuero de su arpa y flauta, pero el hatillo con la ropa y las mantas se lo colgó en la espalda por encima de la prenda de parches multicolores.

—No lo haré hasta que no haya descubierto cómo funcionan, Thom. Pensad, además, qué divertido será cuando los haga estallar todos en el cielo.

—Con tal que no prendas todas las mechas a la vez, chico —señaló, estremecido, el juglar—. Con tal que no los arrojes en la chimenea a la hora de la cena. No me extrañaría de ti, habiendo sido testigo de la imprudencia con que los has manipulado. Tuviste suerte de que el capitán no nos echara del barco hace dos días.

—Bajo ningún concepto habría hecho tal cosa. —Mat se echó a reír—. Todavía estaba pendiente la entrega de ese portamonedas. ¿Eh, Derne?

Derne hacía saltar la bolsa de oro en la mano.

—Ahora que me habéis dado el dinero y que no tenéis posibilidad de recuperarlo, os haré una pregunta que no había osado formular. ¿A cuento de qué venía tanta demanda de rapidez?

—Una apuesta, Derne. —Bostezando, Mat recogió su barra, dispuesto a marcharse—. Una apuesta.

—¡Una apuesta! —Derne fijó la mirada en la pesada bolsa. La otra, de idéntico valor, estaba cerrada con llave en el arcón que le servía de caja fuerte—. ¡Debe de haber un condenado reino en juego!

—Algo aún más valioso —precisó Mat.

La lluvia que caía a raudales le impedía distinguir la pasarela salvo cuando los relámpagos iluminaban la ciudad, y el estruendo del aguacero apenas le permitía escuchar sus propios pensamientos. Había visto, sin embargo, luz en las ventanas de una calle cercana y había inferido que allí habría posadas. El capitán no había salido a cubierta para despedirlos, y ninguno de los marineros se había quedado tampoco a la intemperie. Mat y Thom se encaminaron solos hacia el muelle.

Mat profirió varios juramentos cuando se le hundieron las botas en el fango de la calle, pero, como no había forma de remediarlo, siguió caminando lo más rápidamente posible en aquel barrizal en el que se le pegaba a cada paso la punta del bastón. Aun con la lluvia, en el aire flotaba un olor a pescado rancio.

—Buscaremos una posada —dijo bien alto para que Thom lo oyera— y luego saldremos a realizar pesquisas.

—¿Con este tiempo? —gritó Thom, a quien parecía preocuparle más mantener tapados sus instrumentos que la cara por la que le chorreaba el agua.

—Es posible que Comar partiera antes de Caemlyn que nosotros. Si cabalgaba en un buen caballo en lugar de los jamelgos que utilizamos nosotros, podría haber embarcado en Aringill con una ventaja de un día, y no sé hasta qué punto recuperamos tiempo con ese idiota de Derne.

—Ha sido un viaje veloz —admitió Thom—. El Vencejo es digno de su nombre.

—Sea como sea, Thom, tanto si llueve como si no, tengo que localizarlo antes de que él encuentre a Egwene, Nynaeve y Elayne.

—Unas cuantas horas no cambiarán la situación, chico. Hay cientos de posadas en una ciudad como Tear y seguramente habrá otras tantas en extramuros, muchas de ellas tan pequeñas que no tendrán más de una docena de habitaciones que ofrecer y tan insignificantes que podrías pasar delante de ellas sin percatarte de su existencia. —El juglar se subió más la capucha, murmurando para sí—. Nos llevará semanas buscar en todas, pero Comar tardará el mismo tiempo. No será ninguna insensatez pasar la noche a resguardo de la lluvia. Puedes apostar el dinero que te queda a que Comar no saldrá a mojarse.

Mat sacudió la cabeza. «Una insignificante posada con una docena de habitaciones». Antes de salir de Campo de Emond, el edificio más grande que había visto era la Posada del Manantial. Dudaba mucho que Bran al’Vere dispusiera de más de una docena de habitaciones para huéspedes. Egwene vivía con sus padres y sus hermanas en la parte delantera del segundo piso. «Diantre, a veces pienso que ninguno de nosotros debería haber abandonado el Campo de Emond». A Rand no le habría quedado, empero, más remedio que hacerlo, y Egwene habría muerto seguramente de no haber ido a Tar Valon. «Ahora podría acabar muerta precisamente por haber ido». Por su parte, no creía que pudiera adaptarse de nuevo a la vida del campo, habida cuenta de que sería imposible jugar a los dados con las vacas y los corderos. Perrin tenía, sin embargo, oportunidad de regresar. «Vuelve a casa, Perrin —lo incitó inconscientemente con el pensamiento—. Vuelve mientras puedes». De inmediato volvió a su natural escepticismo. «¡Qué imbécil! ¿Qué interés tendría en volver?» Pensó en una cama, pero ahuyentó tan tentadora imagen. «Todavía no».

Un relámpago de tres dentados haces bañó con su cruda luz una estrecha casa en cuyas ventanas le pareció advertir colgados unos manojos de hierbas y una tienda con los postigos cerrados. Los cuencos y platos pintados en el letrero la identificaban como un establecimiento de alfarería. Bostezando, se encogió para proteger la espalda de la lluvia y procuró despegar con mayor rapidez las botas del pegajoso fango.

—Creo que podemos olvidarnos de esta zona de la ciudad, Thom —gritó—. ¿Imagináis a Nynaeve o a Egwene, por no decir a Elayne, eligiendo alojarse en un lugar con tanto barro y esta pestilencia a pescado? A las mujeres les gustan las cosas limpias y ordenadas, Thom, y que huelan bien.

—Puede que sí —murmuró Thom y luego tosió—. Te sorprendería ver lo que son capaces de soportar las mujeres. Pero es posible.

Agarrándose la capa para mantener tapado el fajo con los cohetes de pirotecnia, Mat apretó el paso.

—Vamos, Thom. Quiero encontrar a Comar o a las muchachas esta noche; o a él o a ellas.

Thom siguió cojeando tras él y tosiendo de vez en cuando.

Atravesaron las amplias puertas de la ciudad, que nadie vigilaba bajo el aguacero, y Mat sintió con alivio las losas del pavimento bajo sus pies. Y a menos de cincuenta metros había una posada cuyas ventanas derramaban luz en la calle y cuya música se esparcía en la noche. El mismo Thom recorrió velozmente el último metro bajo la lluvia a pesar de su cojera.

La Media Luna tenía un propietario cuya obesa figura ajustaba perfectamente su larga chaqueta azul tanto de cintura para arriba como para abajo, a diferencia de la acampanada holgura de los faldones de la prenda similar de la mayoría de los clientes sentados en las mesas. Mat calculó que en los abombachados calzones ceñidos a los tobillos del posadero habrían podido embutirse, uno en cada pernera, dos hombres normales. Las camareras llevaban oscuros vestidos de cuello alto y cortos delantales blancos. Había un individuo tocando el dulcimer entre las dos chimeneas de piedra, al cual observó con ojos de experto Thom antes de sacudir desaprobadoramente la cabeza.

El voluminoso propietario, Cavan Lopar, les adjudicó encantado habitaciones. Aunque miró con mala cara el fango prendido a sus botas, la plata del bolsillo de Mat, que ya no rebosaba oro, y la capa de coloridos parches de Thom le suavizaron la expresión. Cuando Thom ofreció dar una representación por un reducido precio algunas noches, a Lopar se le agitó de placer la doble papada. No sabía nada de un alto sujeto con una franja blanca en la barba, ni tampoco de las tres mujeres que le describió Mat. Éste dejó todo su equipaje salvo la capa y la barra en su dormitorio, sin apenas mirar para ver si había una cama, rehusando dejarse tentar por el sueño, y luego dio precipitadamente cuenta de un aromático plato de pescado guisado y se fue a la calle. Vio con sorpresa que Thom salía tras él.

—Pensaba que queríais quedaros al cobijo de la lluvia, Thom.

El juglar dio una palmada a la funda de la flauta que aún llevaba bajo la capa. El resto de sus pertenencias las había dejado en la habitación.

—La gente habla con los juglares, chico. Puede que averigüe algo que no te dirían a ti. Me disgustaría tanto como a ti que algo malo les ocurriera a esas muchachas.

Había otra posada a cien metros, en la acera de enfrente, y otra más a doscientos metros, y muchas otras a lo largo de su camino. Mat entraba en todas y permanecía el rato suficiente para que Thom hiciera revolotear su capa y recitara un relato para dejarse después invitar a una copa de vino mientras él preguntaba por un hombre alto con una franja de pelo blanco en una barba bastante corta y tres mujeres jóvenes. Ganó algunas monedas a los dados, pero no averiguó nada, ni tampoco Thom. Observaba con alivio que el juglar sólo tomaba unos pocos sorbos de vino en cada establecimiento, pues, aunque Thom se había abstenido prácticamente de beber en el barco, no estaba seguro de que no fuera a recaer en el vicio de la bebida una vez que llegaran a Tear. Habían visitado ya más de veinte posadas y Mat sentía que se le cerraban los párpados. La lluvia había cedido un poco, pero seguían cayendo persistentes goterones, acompañados de un frío viento. El cielo tenía el oscuro color plomizo que precedía al alba.

—Chico —murmuró Thom—, si no volvemos a La Media Luna, me voy a quedar dormido aquí mismo. —Paró para toser—. ¿Te das cuenta de que has pasado de largo por tres posadas? Luz, estoy tan cansado que no puedo ni pensar. ¿Sigues algún plan predeterminado del que no me has hablado?

Mat miró con ojos nublados a un alto individuo cubierto con una capa que doblaba con paso presuroso una esquina. «Luz, yo sí que estoy cansado. Rand se encuentra a quinientas leguas de aquí, jugando a ser el maldito Dragón».

—¿Cómo? ¿Tres posadas? —Se hallaban casi enfrente de otra. La Copa de Oro, según rezaba el letrero que crujía balanceado por el viento. Aunque sin duda se trataba de una copa y no de un cubilete de dados, decidió probar suerte allí de todos modos—. Una más, Thom. Si no los encontramos aquí, iremos a acostarnos. —Aun cuando la perspectiva de tumbarse en una cama le resultaba más atractiva que una partida de dados con cien marcos de oro en juego, hizo un esfuerzo de voluntad y entró.

Todavía no había dado dos pasos en la sala principal cuando lo vio. Aquel alto individuo llevaba una chaqueta verde con rayas azules en las abombadas mangas, pero era Comar, con su negra barba corta surcada por una franja blanca en la barbilla. Estaba sentado en una de las sillas de bajo respaldo, en una mesa del otro extremo de la habitación, agitando un cubilete de cuero y sonriendo al hombre que tenía delante. Éste vestía una larga chaqueta y holgados pantalones, y no sonreía. Miraba fijamente las monedas que había encima de la mesa como si lamentara haberlas sacado de la bolsa. Comar tenía a su lado otro cubilete de dados. Comar puso boca abajo el recipiente de cuero y comenzó a reír casi antes de que los dados hubieran parado de girar.

—¿El siguiente? —preguntó en voz alta, añadiendo lo ganado al considerable montón de plata que tenía delante. Introdujo los dados en el cubilete y los hizo sonar—. Alguien habrá que quiera probar suerte. —Aunque no parecía que hubiera nadie dispuesto a jugar con él, siguió moviendo el cubilete y riendo.

No fue difícil identificar al posadero, pese a que, por lo visto, en Tear no llevaban delantales. Su chaqueta tenía el mismo tono azul oscuro que las de los demás posaderos con los que había hablado Mat. Era un hombre gordo, si bien su volumen apenas superaba la mitad del de Lopar y su papada presentaba únicamente la mitad de pliegues que la de aquél, que ocupaba solo una mesa, aplicado en sacar vigorosamente brillo a una jarra de peltre mientras lanzaba furibundas miradas hacia Comar, aunque con la precaución de desviar la vista cuando éste miraba. Algunos de los clientes lanzaban también airadas miradas de soslayo al hombre de la barba. Pero no cuando él miraba.

Mat reprimió su primer impulso, que era abalanzarse sobre Comar, golpearle la cabeza con la barra y exigir que le dijera dónde estaban Egwene y las demás. Aquélla era una situación extraña. Comar era el primer hombre que había visto con una espada al cinto, pero el modo como lo observaban los presentes obedecía a algo más que el temor a un espadachín. Incluso la camarera que le sirvió a Comar una copa de vino —y recibió un pellizco en compensación por la molestia— rió con nerviosismo al acercarse a él.

«Considera todas las posibilidades —se instó prudentemente a sí mismo Mat—. La mitad de las complicaciones que me sobrevienen son debidas a la precipitación. Debo pensar». La fatiga parecía haberle rellenado la cabeza de lana. Hizo una seña a Thom, y los dos se dirigieron a la mesa del posadero, el cual los observó con suspicacia cuando tomaron asiento a su lado.

—¿Quién es el hombre con la raya blanca en la barba? —inquirió Mat.

—No sois de aquí, ¿eh? —dedujo el posadero—. Él también es extranjero. Aunque no lo había visto hasta esta noche, sé quién es. Un forastero que ha venido aquí y que ha labrado una fortuna comerciando. Un mercader lo bastante rico para llevar espada. Ése no es motivo para que nos trate así.

—Si no lo habíais visto antes —razonó Mat—, ¿cómo sabéis que es un mercader?

—Por su chaqueta, hombre —contestó el posadero, mirándolo como si fuera idiota—, y por su espada. No puede ser un señor ni un soldado si no es de aquí, de modo que tiene que ser un rico mercader. —Sacudió la cabeza, asombrado por la estupidez de los extranjeros—. Vienen a nuestras casas, a mirarnos con arrogancia y a acariciar a las chicas en nuestras mismas narices, pero él no tiene derecho a hacer lo que hace. Si yo voy al Maule, no juego para exprimirles unas monedas a los pescadores, y si voy a Tavar, no me planteo ganarles a los campesinos el fruto de sus cosechas. —Se puso a frotar con más violencia la jarra—. Menuda suerte tiene ese hombre. Así habrá hecho fortuna.

—¿Siempre gana? —Bostezando, Mat se planteó qué efecto tendría enfrentarse a otro hombre que tenía a la suerte de su lado.

—A veces pierde —murmuró el posadero—, cuando hay unos pocos peniques de plata en juego. A veces. Pero si hay un marco de plata… Por lo menos en doce ocasiones lo he visto ganar a las coronas con tres coronas y dos rosas. Y unas seis veces con tres seises y dos cincos en juego de numeración máxima. Al Tres, no tira más que seises, y tres seises y un cinco a la Gama. Si tiene una suerte así, la Luz lo ilumine y mejor para él, pero que se valga de ella con otros mercaderes, como es debido. ¿Cómo puede ser alguien tan afortunado?

—Dados trucados —dijo Thom y luego tosió—. Cuando quiere tener la certeza de ganar, utiliza dados que siempre paran en la misma cara. Es lo suficientemente listo como para no haber elegido la de más valor, pues la gente siempre acaba recelando si se tira varias veces el rey —enarcó una ceja en dirección a Mat— o la puntuación que es prácticamente imposible superar, pero no puede evitar que se repita siempre la misma combinación.

—He oído hablar de esos trucos —dijo lentamente el posadero—. Los illianos los usan, tengo entendido. —Entonces meneó la cabeza—. Pero los dos jugadores utilizan el mismo cubilete y los mismos dados. No puede ser.

—Traedme dos cubiletes —pidió Thom— y dos juegos de dados. Da igual que sean coronas o puntos, con tal de que sean iguales.

El posadero puso mala cara, pero se fue, llevándose prudentemente la jarra de peltre, y regresó con dos cubiletes de cuero. Thom arrojó los cinco cubos de hueso de uno de ellos en la mesa frente a Mat. Ya fueran con puntos o símbolos, todos los dados que Mat había visto eran de hueso o de madera. Aquéllos tenían puntos. Recogió uno y miró frunciendo el entrecejo a Thom.

—¿Se espera de mí que me percate de algo?

Thom vació los dados del otro cubilete en su mano y luego, con una velocidad que casi hacía imposible seguir el proceso, volvió a introducirlos en el recipiente, el cual puso boca abajo en la mesa sin que cayera ningún dado. Luego mantuvo la mano encima del cubilete.

—Haz una marca en cada uno de ellos, muchacho. Algo pequeño, pero que reconozcas después.

Mat cambió miradas de estupor con el posadero y luego los dos clavaron la vista en el cubilete volcado bajo la mano de Thom. Preveía que Thom se proponía realizar algún juego de ilusionismo —los juglares siempre realizaban cosas prodigiosas, como sacar fuego por la boca o hacer aparecer pañuelos de seda— pero no veía cómo podría hacer algo Thom si él lo observaba de cerca. Desenfundó el cuchillo y efectuó una pequeña muesca en cada dado, en la cara de seis.

—Ya está —dijo, depositándolos en la mesa—. Enseñadme el truco.

Thom los recogió y volvió a dejarlos en la mesa a varios centímetros de distancia.

—Mira a ver si ves las marcas, chico.

Mat frunció el entrecejo. Thom aún tenía la mano encima del fondo del cubilete de cuero; no la había movido ni tampoco había pasado cerca de éste con los dados que él le había entregado. Recogió los dados… y pestañeó con asombro. No tenían ni un arañazo. El posadero emitió una exclamación. Thom abrió la mano libre, mostrando cinco dados.

—Los marcados están aquí. Esto es lo que hace Comar. Es un truco de niños, simple, aunque no habría creído que tuviera unos dedos tan ligeros.

—Me parece que, en fin de cuentas, no tengo interés en jugar a los dados con vos —declaró Mat. El posadero seguía con la mirada fija en los dados, pero no parecía haber hallado ninguna solución—. Llamad a la guardia, o como se llame aquí —le aconsejó Mat—. Hacedlo arrestar.

«No matará a nadie encerrado en una celda. ¿Pero y si ya están muertas?» Trató de no prestar atención a tal pensamiento, pero éste persistía, incisivo. «¡Entonces me aseguraré de verlos muertos a él y a Gaebril, cueste lo cueste! ¡Pero no lo están, demonios! ¡No pueden estarlo!»

—¿Yo? —El posadero sacudía la cabeza—. ¿Denunciar yo ante los Defensores a un mercader? Ni siquiera le examinarían los dados. Con sólo decir él una palabra, me pondrían a trabajar encadenado en los dragados de los canales de los Dedos del Dragón. Podría atravesarme sin más con la espada, y los Defensores dirían que lo tenía bien merecido. Tal vez se marche dentro de un rato.

—¿Será suficiente si lo pongo en evidencia? —inquirió, esbozando una mueca, Mat—. ¿Llamaréis entonces a la guardia o a los Defensores o a quien sea?

—Sois un extranjero y no lo entendéis. Aunque sea forastero, es un hombre rico, importante.

—Esperad aquí —dijo Mat a Thom—. No pienso dejar que les eche el guante a Egwene y a las otras, sea a costa de lo que sea. —Bostezó y corrió atrás la silla.

—Aguarda, chico —lo llamó Thom en voz baja pero insistente, levantándose—. ¡Condenado chiquillo, no sabes los problemas que te estás buscando!

Mat le indicó con un gesto que permaneciera allí y se alejó en dirección a Comar. Como nadie más había respondido a su desafío, miró con interés a Mat cuando éste apoyó su barra en el borde de la mesa y tomó asiento. Entonces observó la chaqueta de Mat y sonrió con desprecio.

—¿Quieres apostar unas monedas de cobre, campesino? Yo no pierdo el tiempo con… —Calló de repente cuando Mat puso una corona de oro andoriana en la mesa y lo miró bostezando, sin molestarse en taparse la boca—. No hablas mucho, granjero, aunque podrías pulir tus modales, pero el oro habla por sí mismo y no requiere cortesías. —Agitó el cubilete de cuero y arrojó los dados. Ya reía entre dientes antes de que éstos se detuvieran, con tres coronas y dos rosas boca arriba—. No superarás esto, campesino. ¿Tal vez tengas más oro escondido en esos harapos que desees perder? ¿De dónde lo sacaste? ¿Robando a tu amo?

Alargó la mano hacia los dados, pero Mat se le adelantó. Comar le dirigió una airada mirada, pero le cedió el cubilete. Si ambas tiradas obtenían el mismo valor, seguirían tirando hasta que uno de ellos ganara. Mat sonreía al hacer sonar los dados. Se había propuesto no dejarle ocasión para cambiarlos. Si los dos conseguían idéntico resultado tres o cuatro veces seguidas, exactamente las mismas en cada ocasión, incluso los Defensores prestarían oídos. Todos los presentes en la sala lo verían y tendrían que confirmar su denuncia.

Arrojó los dados a la mesa y éstos rebotaron de manera peculiar. Notó… algo… que se movía. Era como si su suerte se hubiera desbocado. Tenía la sensación de que la habitación se retorcía a su alrededor, tirando con hilos invisibles de los dados. Sintió deseos de mirar a la puerta, pero mantuvo la vista fija en los dados. Éstos se pararon: cinco coronas. Parecía que a Comar iban a saltársele los ojos de las órbitas.

—Habéis perdido —dijo Mat con suavidad. Si su buena fortuna decidía tan marcadamente la situación a su favor, tal vez había llegado el momento de ponerla a prueba. Una vocecilla le aconsejó pensar, pero estaba demasiado cansado para prestarle atención—. Creo que vuestra suerte está a punto de agotarse, Comar. Si habéis causado algún daño a esas jóvenes, ya se habrá extinguido del todo.

—Ni siquiera las he encontrado… —replicó Comar, sin despegar la vista de los dados, y luego levantó la cabeza con brusquedad. Tenía el rostro totalmente pálido—. ¿Cómo sabes mi nombre?

Todavía no las había encontrado. «Fortuna, dulce fortuna, sigue a mi lado».

—Regresad a Caemlyn, Comar, y decidle a Gaebril que no habéis conseguido localizarlas. Decidle que han muerto. Decidle lo que sea, pero abandonad Tear esta noche. Si vuelvo a veros, os mataré.

—¿Quién eres? —preguntó con actitud vacilante el alto individuo—. ¿Quién…? —En un abrir y cerrar de ojos desenfundó la espada y se puso en pie.

Mat volcó la mesa de un empellón y la empujó hacia él, a la vez que tendía la mano hacia la barra. Había olvidado la imponente estatura de Comar. El barbudo traidor volvió a empujar la mesa hacia Mat, y éste cayó sentado, asiendo débilmente el bastón. Comar apartó la mesa y lo apuntó con la espada. Mat propulsó los pies contra su estómago para contener su embestida e hizo girar torpemente la barra, con la fuerza suficiente, empero, para desviar el arma. Pero el choque le hizo resbalar el bastón de los dedos y hubo de aferrar la muñeca de Comar, con la hoja de la espada a un palmo de su cara. Con un gruñido, dio una voltereta hacia atrás, tomando impulso con las piernas, y Comar saltó por encima de Mat con ojos desorbitados para aterrizar de cara contra una mesa. Mat buscó frenéticamente la vara, pero, cuando la encontró, Comar aún no se había movido.

El alto individuo tenía las caderas y las piernas encima de la mesa y el resto del cuerpo colgando, con la cabeza en el suelo. Los hombres que habían ocupado la mesa se habían levantado y, ubicados a una prudencial distancia, se retorcían las manos y se miraban con nerviosismo. Un quedo murmullo de preocupación recorría la sala, un sonido que no era precisamente el que Mat esperaba.

Comar tenía la espada al alcance de la mano. Pero no se movió. Sí miró, en cambio, a Mat cuando éste la apartó de un puntapié y dobló una rodilla a su lado. «¡Luz! ¡Creo que se ha roto la columna!»

—Ya os he advertido que debíais marcharos. Vuestra suerte se ha agotado.

—Necio —musitó el alto individuo—. ¿Piensas… que yo… era el único… que las persigue? No vivirán… más de… —Miró a Mat, con la boca abierta, pero no dijo nada más. Nunca volvería a hablar.

Mat sostuvo la vidriosa mirada, tratando de infundir aliento al muerto para escuchar más palabras de su boca. «¿Quién más, maldición? ¿Dónde están? Mi suerte. Maldita sea, ¿adónde ha ido a parar mi suerte?» Tomó conciencia de que el posadero le tiraba con violencia del brazo.

—Debéis iros antes de que vengan los Defensores. Les enseñaré los dados. Les diré que era un extranjero, pero un hombre alto de pelo rojizo y ojos grises. Nadie padecerá las consecuencias porque se trata de un hombre con el que soñé anoche, no una persona real. Nadie declarará lo contrario. Él se ha embolsado dinero de todos los presentes con sus dados. ¡Pero debéis marcharos ahora mismo! —Todos los clientes miraban con estudiada actitud hacia otro lado.

Mat dejó que lo apartara del cadáver y lo empujara afuera. Thom, que lo aguardaba bajo la lluvia, lo tomó del brazo y echó a andar presurosamente calle abajo, arrastrando a Mat. Éste iba dando trompicones tras él con la capucha bajada; la lluvia le empapaba los cabellos y le bajaba en regueros por la cara y el cuello, pero él no lo advertía. El juglar miraba continuamente por encima del hombro, escrutando el terreno que dejaban atrás.

—¿Es que estás dormido, chico? No lo parecías allá adentro. Vamos, muchacho. Los Defensores arrestarán a todo extranjero que encuentren en las calles inmediatas, pese a la descripción que les dé el posadero.

—Es la suerte —murmuró Mat—, tal como imaginaba. Los dados. La fortuna es más generosa conmigo cuando las cosas se producen… por azar. Como con los dados. No soy muy bueno con las cartas, ni tampoco con las damas. Hay demasiada estrategia. Tiene que ser algo en que no haya premeditación. Lo prueba incluso el hecho de haber encontrado a Comar. Había dejado de visitar todas las posadas que me salían al paso y he entrado en ésa por casualidad. Thom, si he de localizar a Egwene y a las demás, debo buscarlas sin un plan preconcebido.

—¿Qué tonterías dices? Ese hombre está muerto. Si ya las ha matado… bueno, tú las has vengado. Si no, las has salvado. Y ahora, ¿vas a caminar más deprisa de una vez? Los Defensores no tardarán en llegar, y no tienen tantos miramientos como los guardias de la reina.

Mat zafó el brazo y siguió andando con paso incierto, arrastrando la barra.

—Ha reconocido, sin querer, que aún no las había localizado. Pero ha dicho que él no era el único. Thom, creo que no mentía. Yo estaba mirándolo a los ojos, y decía la verdad. Debo encontrarlas de todas formas, Thom. Y ahora ni siquiera sé quién las persigue. Tengo que encontrarlas.

Sofocando un gran bostezo con el puño, Thom subió la capucha de Mat.

—Esta noche no, muchacho. Necesito dormir, y tú también.

«Estoy empapado. Me chorrea el pelo». Su cerebro parecía una masa informe. A causa de la falta de sueño, advirtió al cabo de un momento. Y entonces cayó en la cuenta de su cansancio, aunque para ello tuviera que forzar el pensamiento.

—De acuerdo, Thom. Pero reemprenderé la búsqueda en cuanto amanezca.

Thom asintió y tosió, y continuaron hasta La Media Luna bajo el aguacero.

El alba tardó poco en llegar, pero Mat cumplió su promesa y partió en compañía de Thom a recorrer todas y cada una de las posadas que había dentro de las murallas de Tear. Mat avanzaba de manera errabunda, dejándose llevar por su propio antojo o el capricho del desvío de una calle, sin buscar las posadas, y decidiendo a cara o cruz si entraba o no en ellas. Durante tres días y tres noches indagó de esta forma, y durante tres días y tres noches llovió sin tregua, en ocasiones tempestuosamente y en otras mansamente, pero siempre de forma incesante.

La tos de Thom empeoró de tal modo que hubo de dejar de tocar la flauta y recitar historias, y, en cuanto al arpa, no estaba dispuesto a sacarla a la intemperie con ese tiempo; no obstante, insistió en seguir acompañándolo, y los hombres continuaron hablando con él, porque era un juglar. La suerte de Mat con los dados parecía haber mejorado incluso desde que había iniciado aquel vagabundeo voluntario, aunque nunca permanecía en una posada o taberna el tiempo suficiente para ganar más de unas cuantas monedas. Ninguno de ellos escuchó nada de interés. Rumores acerca de una inminente guerra con Illian. Rumores sobre una posible invasión de Mayene. Rumores sobre una probable invasión de Andor, sobre la interrupción del comercio por parte de los Marinos, sobre el regreso de la tumba de los ejércitos de Artur Hawkwing. Rumores que aseguraban la pronta llegada del Dragón. Los hombres con los que jugaba Mat se mostraban tan pesimistas en lo concerniente a un rumor como a otro; tenía la impresión de que ellos mismos ansiaban escuchar los más tenebrosos rumores para dar buenas dosis de crédito a todos ellos. No oyó, sin embargo, ni un susurro que pudiera ponerlo sobre la pista del paradero de Egwene y sus amigas. Ni un solo posadero había visto a tres mujeres que se ajustaran a las señas que él les daba.

Comenzó a tener pesadillas, sin duda a causa de la preocupación. Egwene, Nynaeve y Elayne, y un individuo de corto cabello blanco, vestido con una chaqueta de abombadas mangas a rayas como la de Comar, que reía y tejía una red en torno a ellas. Lo curioso era que a veces la red que urdía estaba destinada a Moraine, y en ocasiones tenía en la mano, no una red, sino una espada de cristal, que relucía como el sol en cuanto él la tocaba. En otros sueños era Rand quien empuñaba la espada. Extrañamente, soñaba muy a menudo con Rand.

Mat estaba convencido de que se debía a la falta de sueño y a las comidas desordenadas que sólo tomaba cuando se acordaba de ello, pero no pensaba disminuir el ritmo de su búsqueda. Tenía una apuesta que ganar, se decía, y estaba decidido a salir vencedor aunque eso le costara la vida.

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