8 Jarra

En torno a las escasas y angostas calles de Jarra se arracimaban, pegadas a la falda de una colina sobre un riachuelo atravesado por un puente, grises casas de piedra con tejado de pizarra. Las enfangadas callejas estaban vacías, como también lo estaba el prado en pendiente de la población, con la sola excepción de un hombre que barría la escalera de la única posada existente, junto a la cual se alzaba su propio establo. Parecía, no obstante, que en el prado había habido mucha gente hacía poco. Sobre la hierba se erguían formando un círculo media docena de arcos de verdes ramas entrelazadas adornados con la limitada variedad de flores que podían recogerse en fecha tan temprana del año. El suelo se veía pisoteado y había otros indicios de que allí se había celebrado una reunión: una bufanda roja de mujer enredada al pie de una de las arcadas, un gorro de lana de niño, una jarra de estaño volcada, algunos pedazos de comida mordisqueados.

Los aromas de vino dulce y pasteles de especias impregnaban el aire, mezclados con el humo de una docena de chimeneas y las cenas que se preparaban en el fuego. Por un instante, el olfato de Perrin percibió otro olor que no pudo identificar, una tenue estela de malignidad que le puso la carne de gallina. Aun cuando sólo duró unos segundos, tuvo la certeza de que algo había pasado por allí, algo malévolo. Se frotó la nariz como si quisiera borrar su recuerdo. «No puede ser Rand. Luz, aunque se haya vuelto loco, no puede ser él. ¿O sí?»

Sobre la puerta de la posada colgaba un letrero que representaba a un hombre a pata coja con los brazos levantados: El Salto de Harilin. Cuando detuvieron los caballos delante del cuadrado edificio de piedra, el barrendero se irguió, bostezando. Dio un respingo al reparar en los ojos de Perrin, pero cuando realmente se le desorbitaron los ojos fue ante la visión de Loial. La enorme boca del hombre y la práctica inexistencia de barbilla le conferían el aspecto de una rana. Lo rodeaba un olor antiguo a vino rancio, cuando menos perceptible para el olfato de Perrin, del que se deducía que él había participado en la celebración.

El hombre se recobró parcialmente de su asombro y realizó una reverencia llevándose la mano a la doble hilera de botones de madera cosidos en su chaqueta. Sus ojos miraban alternativamente a uno y otro y, cada vez que los posaba en Loial, se abrían un poco más.

—Bienvenida, buena señora, y que la Luz ilumine vuestro camino. Bienvenidos, buenos señores. ¿Deseáis comida, habitaciones, baños? Todo podemos ofrecéroslo aquí en el Salto. Maese Harod, el posadero, regenta una buena casa. Yo me llamo Simion. Si queréis algo, preguntad por Simion y él os lo traerá. —Volvió a bostezar y se tapó la boca y se inclinó nuevamente para disimular—. Disculpad, buena señora. ¿Venís de lejos? ¿Tenéis noticias de la Gran Cacería, la Cacería del Cuerno de Valere? ¿Y del falso Dragón? Dicen que hay un falso Dragón en Tarabon. O no sé si era en Arad Doman.

—No venimos de tan lejos —respondió Lan, bajando del caballo—. Seguro que vos estáis mejor informado que yo. —Comenzaron a desmontar todos.

—¿Han oficiado una boda aquí? —preguntó Moraine.

—¿Una boda, buena señora? Vaya, hemos tenido un montón de bodas. Una auténtica epidemia. Y todas estos dos últimos días. En todo el pueblo no queda ni una mujer en edad casadera que no se haya unido en matrimonio. Hombre, si hasta la viuda Jorath arrastró al viejo Banas hasta los arcos, y eso que los dos habían jurado que no volverían a casarse. Ha sido como un torbellino que los ha trastocado a todos. Rilith, la hija del tejedor, lo empezó, pidiéndole a Jon el herrero que se casara con ella, y eso que él es tan viejo como para ser su padre y más. Y el viejo idiota va y se quita el delantal y dice que sí, y ella exige que se levanten los arcos de inmediato. No hubo manera de que se aviniera a esperar como Dios manda, y todas las otras mujeres la apoyaron. Desde entonces hemos tenido bodas día y noche. Diantre, nadie ha podido casi ni dormir.

—Muy interesante —dijo Perrin cuando Simion hizo una pausa para volver a bostezar—, pero ¿habéis visto a un joven…?

—Es muy interesante —lo interrumpió Moraine—, y tal vez después quiera que sigáis contándomelo. Por el momento, deseamos encargar habitaciones y cena. —Lan dirigió un furtivo gesto a Perrin, indicándole que se mantuviera callado.

—Desde luego, buena señora. La cena. Habitaciones. —Simion titubeó, mirando a Loial—. Tendremos que juntar dos camas para… —Se inclinó hacia Moraine y bajó la voz—. Perdonad, buena señora, pero… eh… ¿qué es exactamente? Sin intención de faltar al respeto —se apresuró a añadir.

No habló lo bastante bajo, pues Loial agitó con irritación las orejas.

—¡Soy un Ogier! ¿Qué creíais que era? ¿Un trolloc?

—¿Un trolloc, buen… ehm… señor? —Simion dio un paso atrás al escuchar la estentórea voz de Loial—. Oh, yo ya soy mayor y no creo en cuentos de niños. Eh, ¿un Ogier, decís? Pero si los Ogier son personajes de cuen… me refiero a que… es decir… —En su desesperación, se volvió para gritar en dirección al establo anexo a la posada—. ¡Nico! ¡Patrim! ¡Huéspedes! ¡Venid a buscar sus caballos!

Al cabo de un momento salieron de las caballerizas dos muchachos con paja en el pelo, bostezando y frotándose los ojos. Simion señaló la escalera, inclinándose, cuando los jóvenes se hicieron cargo de las riendas.

Perrin se colgó las alforjas y la manta enrollada al hombro y, con el arco en la mano, siguió hasta adentro a Moraine y Lan, precedidos de Simion, que se deshacía en reverencias. Loial hubo de agacharse bajo el dintel, y en el interior sólo le faltaron unos centímetros para rozar el techo con la cabeza. No paraba de murmurar para sí acerca de lo incomprensible que resultaba que fueran tan pocos los humanos que recordaban a los Ogier. Su voz sonaba como un lejano fragor de truenos e incluso Perrin, que caminaba justo delante de él, sólo acertaba a comprender la mitad de sus palabras.

La posada olía a cerveza y vino, queso y cansancio, y de la parte trasera llegaba un aroma a cordero asado. Los escasos clientes que había en la sala principal mantenían las cabezas gachas sobre sus jarras como si lo que en realidad les apeteciera fuera echarse en los bancos y ponerse a dormir. Una regordeta criada llenaba una jarra de cerveza en uno de los barriles alineados al fondo de la estancia. El propio posadero, a quien distinguieron por el largo delantal blanco que llevaba, permanecía sentado en un alto taburete en el rincón, apoyado en la pared. Al entrar los recién llegados, alzó la cabeza y los miró con ojos nublados. Se quedó boquiabierto al advertir a Loial.

—Visitantes, maese Harod —anunció Simion—. Quieren habitaciones. ¿Maese Harod? Es un Ogier, maese Harod.

La criada se volvió y, al ver a Loial, dejó caer estrepitosamente la jarra. Ninguno de los fatigados hombres sentados a las mesas alzó la vista. Uno había apoyado la cabeza en la mesa y roncaba.

Loial movió las orejas con violencia. Maese Harod se puso lentamente en pie, con la mirada fija en Loial, sin parar de alisarse el delantal.

—Al menos no es un Capa Blanca —dijo por fin y luego dio un respingo como si lo sorprendieran sus propias palabras—. Quiero decir, bienvenida, buena señora. Buenos señores. Perdonad mi falta de modales. Sólo puedo argumentar el cansancio en mi favor. —Lanzó otra breve mirada a Loial y pronunció incrédulamente, sin voz—: ¿Ogier?

Loial abrió la boca, pero Moraine se le adelantó.

—Como ha dicho vuestro criado, buen posadero, deseo habitaciones para mi comitiva para esta noche, y una comida.

—¡Oh! Por supuesto, buena señora. Por supuesto. Simion, lleva a esta buena gente a mis mejores habitaciones, para que puedan descargar su equipaje. Cuando volváis, os tendré preparada una suculenta cena, buena señora. Una buena cena.

—Si sois tan amables de seguirme, buenos señores —los invitó Simion, inclinándose en dirección a la escalera que partía del comedor.

—¿Qué diablos es eso? —exclamó de improviso tras ellos uno de los hombres sentados a las mesas.

Maese Harod se puso a explicarle detalles sobre los Ogier, simulando estar más enterado del tema de lo que en realidad lo estaba. Casi todo lo que oyó Perrin antes de alejarse era desacertado. Loial agitaba sin cesar las orejas.

En el segundo piso, la cabeza del Ogier casi tocaba el techo. El estrecho corredor, alumbrado sólo por la luz del crepúsculo que entraba por una ventana contigua a la puerta del fondo, estaba en penumbra.

—Hay velas en los dormitorios, buena señora —dijo Simion—. He debido traer una lámpara, pero la cabeza aún me da vueltas con todas esas bodas. Si queréis, mandaré subir a alguien para que encienda el fuego. Y seguro que desearéis agua para lavaros. —Abrió una puerta—. Nuestra mejor habitación, buena señora. No recibimos muchos…, muchos forasteros… pero ésta es la mejor.

—Yo dormiré en la de al lado —anunció Lan, que cargaba con sus propias alforjas y mantas junto a las de Moraine, así como con el hatillo que contenía el estandarte del Dragón.

—Oh, buen señor, ésa no es una habitación muy buena. Tiene una cama estrecha y hay poco espacio. Estaría bien para un criado, supongo, como si aquí viniera gente que tiene criados. Con vuestro perdón, buena señora.

—De todas formas me quedaré en ella —zanjó con firmeza Lan.

—Simion —inquirió Moraine—, ¿tiene antipatía maese Harod por los Hijos de la Luz?

—Bueno, sí, buena señora. Antes no le disgustaban, pero ahora sí. No es prudente tener antipatía por los Hijos, estando como estamos tan cerca de Amadicia. Vienen a Jarra, como si no hubiera frontera ni nada. Pero ayer causaron alborotos. Unos cuantos altercados. Y con las bodas celebrándose, y todo.

—¿Qué ocurrió, Simion?

El hombre la miró intensamente antes de responder. Perrin no creyó que nadie más hubiera advertido la intensidad de su mirada en la penumbra.

—Eran unos veinte y llegaron anteayer. Entonces no provocaron alboroto alguno. Pero ayer… Tres de ellos van y anuncian que ya no eran Hijos de la Luz, fijaos. Se quitaron las capas y se marcharon a caballo.

—Los Capas Blancas prestan juramento de por vida. ¿Qué hizo su oficial?

—Pues seguro que habría hecho algo, buen señor, pero entonces resultó que otro de ellos declaró que se iba en busca del Cuerno de Valere. El caso es que entonces otro dijo que deberían ir a perseguir al Dragón. Ése dijo al marcharse que se iba al llano de Almoth. Después algunos empezaron a decirles cosas a las mujeres por las calles, impertinencias, y a agarrarlas. Las mujeres chillaban y los hijos gritaban a los que las molestaban. Nunca había visto tal alboroto.

—¿Trató de detenerlos alguno del pueblo? —preguntó Perrin.

—Buen señor, vos lleváis esa hacha como si supierais utilizarla, pero no es fácil enfrentarse a hombres con espadas, armadura y todo, si lo único que uno sabe usar es una escoba o un azadón. Los demás Capas Blancas, los que no se habían trastocado, los pusieron a raya. Casi llegaron a desenvainar las espadas. Y eso no fue lo peor. Hubo dos más que enloquecieron…, más o menos como los otros, y empezaron a despotricar diciendo que Jarra estaba atestado de Amigos Siniestros. Intentaron quemar el pueblo…, ¡aseguraron que lo harían!, y comenzaron prendiendo fuego al Salto. Todavía se ven las manchas de tizne atrás. Se pelearon con los otros Capas Blancas que intentaron reducirlos. Los Capas Blancas que quedaban nos ayudaron a apagarlo, ataron a esos dos y se fueron a Amadicia. Buen viento los lleve y, lo que es por mí, mejor si no vuelven nunca.

—Una manera muy ruda de comportarse —comentó Lan—, aun tratándose de Capas Blancas.

—Decís bien, buen señor. —Simion inclinó la cabeza en señal de asentimiento—. Nunca se habían comportado así. Fanfarronear por ahí, sí. Mirar a la gente como si fuera basura, también, y meter las narices en asuntos que no son los suyos. Pero nunca habían provocado ningún altercado. En todo caso, no de esta clase.

—Ahora ya se han marchado —dijo Moraine—, y con ellos los incidentes. Estoy convencida de que pasaremos una noche tranquila.

Perrin seguía callado, pero en su interior reinaba la agitación. «Todas esas bodas y Capas Blancas están muy bien, pero preferiría saber si Rand estuvo aquí y qué dirección tomó al irse. Ese olor no puede haberlo dejado él».

Dejó que Simion lo condujera por el pasillo hasta otra habitación con dos camas, un aguamanil, un par de taburetes y poco más. Por las angostas ventanas entraba una estrecha franja de luz. Las camas eran grandes, con mantas y edredones doblados al pie, pero los colchones parecían llenos de bultos. Simion tanteó la repisa de la chimenea hasta encontrar una vela y un yesquero para encenderla.

—Preguntaré si pueden juntaros dos camas, buen… eh… Ogier. Sí, será cuestión de minutos. —Sin embargo, seguía toqueteando la vela como si hubiera de colocarla completamente erguida, sin dar muestras del menor apresuramiento.

Perrin captó cierta inquietud en él. «Bueno, yo tampoco estaría tranquilo si los Capas Blancas hubieran actuado así en el Campo de Emond».

—Simion, ¿ha pasado por aquí otro forastero estos dos últimos días? ¿Un joven alto, con ojos grises y pelo rojizo? Puede que tocara la flauta a cambio de una comida o una cama.

—Lo recuerdo, buen señor —repuso Simion, todavía manoseando la vela—. Llegó anteayer por la mañana, a primera hora. Parecía hambriento, sí señor. Tocó la flauta para todas las bodas de ayer. Un joven bien parecido. Algunas de las mujeres lo miraron con interés, al principio, pero… —Hizo una pausa y miró de soslayo a Perrin—. ¿Es amigo vuestro, buen señor?

—Lo conozco —contestó Perrin—. ¿Por qué?

—Por nada, buen señor —respondió, titubeante, Simion—. Era un tipo raro, eso es todo. A veces hablaba solo y otras reía sin que nadie hubiera dicho nada gracioso. Durmió en esta misma habitación la noche pasada, o parte de ella. Nos despertó a todos a medianoche, gritando. Sólo era una pesadilla, pero no quiso quedarse ni un minuto más. Maese Harod tampoco se empeñó en convencerlo, después de todo el ruido. —Simion volvió a guardar silencio un instante—. Dijo algo extraño cuando se fue.

—¿Qué? —inquirió Perrin.

—Dijo que alguien lo perseguía. Dijo… —El hombre tragó saliva y prosiguió, más despacio—. Dijo que lo matarían si no se iba. «Uno de los dos debe morir y prefiero que sea él». Ésas fueron sus palabras.

—No se refería a nosotros —precisó, con su voz cavernosa, Loial—. Nosotros somos amigos suyos.

—Desde luego, buen… eh… buen Ogier. Desde luego que no se refería a vosotros. Yo… no pretendo decir nada malo de un amigo vuestro, pero… eh… me parece que está mal. Mal de la cabeza, ya me entendéis.

—Nosotros cuidaremos de él —afirmó Perrin—. Por eso lo seguimos. ¿Por dónde se marchó?

—Lo sabía —dijo Simion, saltando de puntillas—. He sabido que ella podía ayudarme en cuanto os he visto. ¿Por dónde? En dirección este, buen señor. ¿Creéis que me ayudará?, ¿que asistirá a mi hermano? Noam está muy enfermo, y la madre Roon dice que no puede hacer nada por él.

Perrin mantuvo el semblante inexpresivo y se tomó un momento para reflexionar mientras dejaba el arco en un rincón y descargaba la manta y las alforjas en una de las camas. El problema era que de poco le servía pensar. Miró a Loial, pero no halló la respuesta que buscaba en él; en su consternación, el Ogier había abatido las orejas, y sus largas cejas le colgaban hasta las mejillas.

—¿Qué os hace pensar que puede ayudar a vuestro hermano? —«¡Qué estúpida pregunta! La pregunta adecuada sería qué pretende hacer ahora».

—Bueno, una vez viajé a Jehannah, buen señor, y vi a dos…, dos mujeres como ella. Después de eso no podría confundirme. —Bajó la voz hasta un susurro—. Dicen que ellas son capaces de resucitar a los muertos, buen señor.

—¿Quién más lo sabe? —inquirió Perrin con brusquedad.

—Si vuestro hermano está muerto, nadie puede hacer nada por él —lo disuadió al mismo tiempo Loial.

El criado con cara de rana los miró ansiosamente y luego volvió a hablar, casi balbuceando.

—No lo sabe nadie más, buen señor. Noam no está muerto, buen Ogier, sólo enfermo. Puedo juraros que nadie más la ha reconocido. Ni siquiera maese Harod ha estado a más de treinta kilómetros de aquí en toda su vida. Está muy mal. Se lo pediría yo mismo si no fuera porque me temblarían tanto las piernas que ella no me oiría. ¿Y si se ofendiera y me fulminara con un rayo? ¿Y si me hubiera equivocado? No es el tipo de cosas de que se acusaría a una mujer sin… quiero decir… eh… —Alzó las manos, medio en señal de súplica, medio para defenderse.

—No puedo prometeros nada —dijo Perrin—, pero hablaré con ella. Loial, ¿por qué no haces compañía a Simion hasta que haya visto a Moraine?

—Desde luego —accedió el Ogier. Simion se sobresaltó cuando la manaza de Loial engulló su hombro—. Me enseñará la habitación, y conversaremos. Decidme, Simion, ¿qué sabéis de árboles?

—¿Á… á… árboles, b… buen Ogier?

Sin esperar más, Perrin se precipitó por el oscuro corredor y llamó a la puerta del dormitorio de Moraine.

—¡Adelante! —respondieron perentoriamente adentro.

Media docena de velas mostraban que la mejor habitación del Salto no era precisamente lujosa, aun cuando la cama tuviera cuatro altos postes que sostenían un dosel y el colchón no pareciera tener tantos bultos como el de Perrin. Había un retal de alfombra en el suelo y dos sillas con cojines en lugar de taburetes, pero, aparte de eso, no había más diferencias con la estancia que le había tocado en suerte a él. Moraine y Lan se hallaban delante del frío hogar como si hubieran discutido, y la Aes Sedai demostró cierta contrariedad por la interrupción. La cara del Guardián permaneció tan imperturbable como la de una estatua.

—Rand ha estado aquí —declaró—. Ese Simion se acuerda de él. —Moraine emitió un siseo.

—Te hemos advertido que mantuvieras la boca cerrada —gruñó Lan.

Perrin apretó la mandíbula antes de mirar al Guardián, lo cual le resultaba menos inquietante que sostener la airada mirada de Moraine.

—¿Cómo íbamos a averiguar que había estado aquí sin hacer preguntas? Decidme. Se fue anoche, por si os interesa saberlo, en dirección este. Y hablaba de alguien que lo seguía, con intención de matarlo.

—Este. —Moraine asintió. La impasible calma de su voz contradecía la desaprobación en sus ojos—. Es bueno saberlo, aunque había de ser así si se dirige a Tear. De todas maneras, estaba casi convencida de que había estado aquí incluso antes de oír lo ocurrido con los Capas Blancas, y con ello la sospecha se ha convertido en certeza. Rand está seguramente en lo cierto en algo, Perrin. No puedo creer que nosotros seamos los únicos que tratamos de encontrarlo. Y, si se enteran de que vamos tras él, probablemente tratarán de detenernos. Ya tenemos suficientes quebraderos de cabeza pretendiendo darle alcance sin tener que hacer frente a obstáculos. Debes aprender a callar hasta que yo te indique que hables.

—¿Los Capas Blancas? —dijo Perrin con incredulidad. «¿Que me calle? ¡Y un rábano, me voy a callar!»—. ¿Cómo podíais deducir por ellos que…? La locura de Rand. ¿Es contagiosa?

—No su locura —respondió Moraine—, en el supuesto de que ya esté tan trastornado como para darlo por loco. Perrin, es el ta’veren más poderoso que se ha conocido desde la Era de Leyenda. Ayer, el Entramado… se movió, tomó forma en torno a él como la arcilla introducida en un molde. Las bodas, los Capas Blancas; ésas eran señales suficientes de su paso para alguien que sepa interpretarlas.

—¿Y esto es lo que vamos a encontrar en todos los lugares donde haya estado? —preguntó Perrin después de inhalar aire—. Luz, si lo persiguen Engendros de la Sombra, pueden seguirlo tan fácilmente como nosotros.

—Tal vez sí —concedió Moraine—. O tal vez no. Nadie sabe nada de ta’veren tan poderosos como Rand. —Por un momento dio la impresión de estar molesta por su ignorancia—. Artur Hawkwing fue el ta’veren más influyente del cual hay constancia escrita. Y Hawkwing no era ni de lejos tan potente como Rand.

—Se dice —intervino Lan— que había ocasiones en que la gente que se encontraba en la misma estancia que Hawkwing decía la verdad cuando pretendían mentir, tomaba decisiones que ni siquiera se había planteado. Había veces en que todas las tiradas de dados, todas las jugadas de cartas se resolvían a su favor. Pero ello sólo ocurría a veces.

—Queréis decir que no lo sabéis —constató Perrin—. Podría dejar un rastro de bodas y Capas Blancas enloquecidos de aquí hasta Tear.

—Quiero decir que sé cuanto se puede saber —contestó con vivacidad Moraine. Su mirada de oscuros ojos lo flageló como un látigo—. El Entramado se conforma minuciosamente en torno a los ta’veren y otras personas pueden seguir los hilos de su encaje si saben dónde han de mirar. Vigila que tu lengua no desenrede más de lo que alcanzas a saber.

Perrin encogió los hombros como si estuviera recibiendo latigazos reales.

—Bien, esta vez podéis alegraros de que haya abierto la boca. Simion sabe que sois Aes Sedai. Quiere que curéis a su hermano Noam de una enfermedad. Si no hubiera hablado con él, no habría reunido el valor suficiente para pedirlo, pero quizás habría comenzado a hablar de ello con sus amigos.

Lan clavó los ojos en los de Moraine y durante un momento se miraron fijamente. El Guardián tenía el porte de un lobo a punto de saltar. Por fin, Moraine sacudió la cabeza.

—No —dijo.

—Como quieras. Eres tú quien decide. —Aun cuando, a juzgar por su voz, Lan consideraba errónea su decisión, relajó el cuerpo.

—Estabais pensando… —Perrin los miraba con estupor—. Simion no se lo diría a nadie si muriera, ¿no es eso?

—No morirá por mi causa —afirmó Moraine—. Pero no puedo ni quiero prometer que siempre será así. Debemos encontrar a Rand, y no pienso fracasar en el intento. ¿Queda claro? —Paralizado por su mirada, Perrin no acertó a responder. La mujer asintió como si su silencio fuera respuesta suficiente—. Ahora llévame hasta Simion.

La puerta abierta de la habitación de Loial bañaba con la luz de la vela un retazo del pasillo. Alguien había juntado las dos camas, y Loial y Simion estaban sentados al borde de una de ellas. El criado miraba boquiabierto a Loial con expresión de absoluto asombro.

—Oh, sí, los steddings son maravillosos —aseguraba Loial—. Hay tanta paz allí, bajo los Grandes Árboles… Los humanos tenéis vuestras guerras y disputas, pero en los steddings no hay nada que enturbie la paz. Cuidamos los árboles y vivimos en armonía… —Calló al ver entrar a Moraine, Lan y Perrin.

Simion se puso nerviosamente en pie y retrocedió haciendo continuas reverencias hasta chocar de espaldas con la pared.

—Eh… buena señora… Eh… eh… —Incluso entonces seguía inclinando el tembloroso cuerpo como una marioneta accionada por cuerdas.

—Llevadme junto a vuestro hermano —ordenó Moraine—, y haré lo que pueda. Perrin, tú vendrás también, puesto que este hombre ha hablado primero contigo. —Lan enarcó una ceja y ella sacudió la cabeza—. Si vamos todos, podríamos llamar la atención. Perrin es capaz de darme la protección que necesite.

Lan asintió con reticencia y luego asestó una dura mirada a Perrin.

—Pon buen cuidado en ello, herrero. Si algo le ocurriera… —Sus glaciales ojos azules acabaron de expresar la promesa.

Simion tomó una de las velas y se deslizó hasta el pasillo sin dejar de hacer reverencias, provocando con sus movimientos un continuo baile de sombras.

—Por aquí… eh… buena señora. Por aquí.

La puerta del fondo del corredor daba a una escalera exterior que conducía a un angosto callejón encajonado entre la posada y el establo. La noche reducía la lumbre de la vela a un diminuto y vacilante punto de luz. La luna creciente, que ya se había elevado en un cielo moteado de estrellas, proporcionaba luz más que suficiente para la vista de Perrin. Éste se preguntaba cuándo se decidiría Moraine a decirle a Simion que dejara de hacer reverencias, pero ella no lo hizo. La Aes Sedai avanzaba, con la falda levantada para no ensuciarse de barro y el porte tan altivo como si el oscuro corredor fuera un palacio y ella una reina. La noche, que aún conservaba resonancias invernales, estaba refrescando rápidamente.

—Por aquí. —Simion los condujo a un pequeño cobertizo situado detrás del establo y quitó apresuradamente la barra de la puerta—. Por aquí —señaló—. Ahí está, buena señora. Mi hermano Noam.

En el fondo del cobertizo habían levantado precipitadamente una tosca pared de listones. Un sólido pestillo de hierro sujeto con un candado mantenía cerrada una rudimentaria puerta de tablones, tras la cual yacía un hombre sobre la paja del suelo. Iba descalzo, y la camisa y los calzones le colgaban en jirones como si se los hubiera desgarrado sin saber cómo quitárselos. Desprendía un olor a falta de higiene que Perrin intuyó que incluso Simion y Moraine debían de percibir.

Noam levantó la cabeza y los miró silenciosa e inexpresivamente. Nada en él indicaba que fuera hermano de Simion —por lo pronto, tenía barbilla, y era corpulento y ancho de hombros—, pero no fue eso lo que asombró a Perrin. Noam los observaba con relucientes ojos dorados.

—Llevaba casi un año diciendo cosas absurdas, buena señora, diciendo que…, que hablaba con los lobos. Y sus ojos… —Simion lanzó una breve mirada a Perrin—. Bueno, hablaba de eso cuando bebía demasiado. Todos se reían de él. Hará cosa de un mes, no volvió al pueblo. Fui a buscarlo y lo encontré… así.

Cautelosa e involuntariamente, Perrin estableció comunicación con Noam como lo habría hecho con un lobo. Correr por los bosques con el frío viento azotando la nariz. Una veloz arremetida desde el escondrijo y los dientes quebrando los tendones. El jugoso sabor de la sangre en la lengua. Matar. Perrin retrocedió con sobresalto como si hubiera tocado fuego y cerró la mente. En realidad no eran pensamientos lo que había captado en él, sino un caótico amasijo de deseos e imágenes, en parte recuerdos y en parte anhelos. Pero en ellos advirtió, apabullado, la genuina naturaleza de un lobo. Con las piernas temblorosas, apoyó la mano en la pared para reafirmar su equilibrio. «¡La Luz me asista!»

Moraine puso una mano en el pestillo.

—Maese Harod tiene la llave, buena señora. No sé si querrá…

La Aes Sedai dio un tirón, y el candado se abrió con un chasquido. Simion la miró, boquiabierto, y, cuando la mujer levantó el pestillo, se volvió hacia Perrin.

—¿No es una imprudencia, buen señor? Es mi hermano, pero mordió a la madre Roon cuando intentó curarlo, y… mató una vaca. Con los dientes —agregó con desaliento.

—Moraine —advirtió Perrin—, es peligroso.

—Todos los hombres son peligrosos —replicó con fría voz—. Ahora callad.

Abrió la puerta y entró. Perrin contuvo el aliento. Con el primer paso, Noam retrajo los labios y se puso a gruñir con violencia que fue en aumento hasta que todo su cuerpo quedó agitado de temblores. Moraine avanzó sin hacer caso de su actitud amenazante y, todavía gruñendo, Noam fue retrocediendo a rastras sobre la paja hasta quedar acorralado en un rincón.

Tranquila y pausadamente, la Aes Sedai se arrodilló y le tomó la cabeza entre las manos. Los gruñidos de Noam se hicieron más agudos y de repente, antes de que Perrin fuera capaz de reaccionar, se convirtieron en un quejido. Durante un largo momento Moraine retuvo la cabeza de Noam y luego la soltó con toda calma y se levantó. A Perrin se le hizo un nudo en la garganta cuando volvió la espalda a Noam y salió de la jaula, pero éste se limitó a seguirla con la mirada. Cerró la puerta, corrió el pestillo en la arandela del candado, sin molestarse en encajarla…, y Noam se abalanzó contra las planchas de madera. Las mordió y las aporreó con los hombros y, sin dejar de gruñir, intentó hacer pasar la cabeza entre ellas.

Moraine se cepilló la paja del vestido con pulso firme y semblante impasible.

—Os exponéis a la ligera —musitó Perrin.

La Aes Sedai fijó en él la mirada —una inflexible mirada impregnada de conocimiento—, y él bajó los ojos. Sus amarillos ojos.

—¿Podéis ayudarlo, buena señora? —preguntó con voz ronca Simion, observando a su hermano.

—Lo siento, Simion —respondió Moraine.

—¿No podéis hacer algo, buena señora? ¿Algo? ¿Una de esas cosas —sus palabras se convirtieron en susurro— que hacen las Aes Sedai?

—La curación no es un procedimiento simple, Simion, y requiere una participación del enfermo tanto como la de la curadora. No hay nada aquí que recuerde haber sido Noam, nada que recuerde a un ser humano. No quedan mapas para mostrarle el camino de regreso ni tampoco voluntad alguna para emprenderlo. Noam ya no existe, Simion.

—Él… él sólo hablaba de manera estrafalaria, buena señora, cuando estaba un poco bebido. Sólo… —Simion se pasó una mano por los ojos y parpadeó—. Gracias, buena señora. Sé que habríais hecho algo de haber podido.

La Aes Sedai posó una mano en su hombro, murmuró palabras de aliento y después salió del cobertizo. Perrin sabía que debía ir tras ella, pero el hombre —lo que antaño había sido un hombre— que mordía los tablones lo retuvo allí. Dio un paso adelante y retiró con sorpresa el candado que colgaba de la anilla. Era una buena pieza, obra de un avezado herrero.

—¿Buen señor?

Perrin miró el candado que tenía en la mano y luego al hombre encerrado en la jaula. Noam había parado de morder los listones y observaba, jadeante y con recelo, a Perrin. Se le habían partido algunos dientes.

—Podéis dejarlo aquí dentro para siempre —dijo Perrin—, pero no…, no creo que mejore nunca.

—¡Si sale, buen señor, morirá!

—Morirá tanto si permanece aquí como si no, Simion. Allá afuera, en el monte, al menos será libre y feliz en la medida en que pueda serlo. Ya no es vuestro hermano, pero vos sois quien ha de decidir. Podéis dejarlo aquí dentro para que la gente venga a mirarlo mientras él contempla los barrotes de su jaula hasta el día en que perezca. No se puede encerrar a un lobo, Simion, y esperar que sea feliz. Ni tampoco que viva mucho tiempo.

—Sí —acordó Simion—. Sí, lo comprendo. —Titubeó un instante antes de asentir y luego movió la cabeza en dirección a la puerta del cobertizo.

Perrin no esperó a recibir más respuesta. Hizo girar la puerta de listones y se hizo a un lado. Por un momento Noam se quedó mirando la abertura y, de improviso, salió disparado de la jaula, corriendo a cuatro patas, pero con asombrosa agilidad. Salió de la jaula, del cobertizo, y se perdió en la noche. «Que la Luz nos ampare a los dos», pensó Perrin.

—Supongo que es mejor para él estar libre. —Simion se estremeció—. Pero no sé qué dirá maese Harod cuando se encuentre esa puerta abierta y vea que Noam ha escapado.

Perrin volvió a cerrar la puerta y encajó el grueso candado.

—Dejad que él mismo esclarezca el misterio.

Simion exhaló una súbita carcajada que cortó de manera igual de repentina.

—Alguna conclusión sacará. Todos la sacarán. Algunos dicen que Noam se convirtió en un lobo…, ¡con pelo y todo!, cuando mordió a la madre Roon. No es verdad, pero lo dicen.

Con un escalofrío, Perrin apoyó la cabeza en la puerta del cercado. «Aunque no tenga pelo, es un lobo. Es un lobo y no un hombre. ¡Luz, ayúdame!»

—No siempre lo tuvimos aquí —explicó de improviso Simion—. Estaba en casa de la madre Roon, pero entre ella y yo convencimos a maese Harod para trasladarlo aquí después de que llegaron los Capas Blancas. Siempre llevan una lista de nombres, de Amigos Siniestros que están buscando. Fue por los ojos de Noam que lo decidimos. Una de las personas de esa lista era un individuo llamado Perrin Aybara, un herrero. Decían que tiene los ojos amarillos y que anda con los lobos. Comprenderéis por qué no quise que supieran lo de Noam.

—¿Creéis que ese Perrin Aybara es un Amigo Siniestro? —preguntó Perrin, volviendo la cabeza para mirar a Simion por encima del hombro.

—A un Amigo Siniestro lo tendría sin cuidado que mi hermano muriera en una jaula. Seguramente la dama os encontró poco después de que ocurriera, aún a tiempo de poder ayudaros. Ojalá hubiera venido a Jarra hace unos meses.

Perrin se sintió avergonzado por comparar con una rana a aquel hombre.

—Desearía que hubiera podido hacer algo por él. —«¡Cuánto lo desearía!» De repente se le ocurrió que todo el pueblo sabría lo de Noam, lo de sus ojos—. Simion, ¿querréis traerme algo de comer a mi habitación? —Tal vez maese Harod y los demás se habían quedado demasiado impresionados por la presencia de Loial para reparar en sus ojos, pero seguramente se fijarían en ellos si cenaba en la sala.

—Desde luego. Y por la mañana también. No tendréis que bajar hasta que estéis listo para montar a caballo.

—Sois un buen hombre, Simion. Un buen hombre.

Simion pareció tan complacido que Perrin sintió nuevamente vergüenza.

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