11 Tar Valon

El pueblecito de Dairein llevaba casi tanto tiempo emplazado junto al río Erinin como Tar Valon en su isla. Sus pequeñas casas y tiendas rojas y pardas, sus calles adoquinadas, transmitían una sensación de permanencia, pero la población había sido quemada durante la Guerra de los Trollocs, saqueada varias veces en el transcurso de la Guerra de los Cien Años y también con ocasión del asedio a que sometieron Tar Valon los ejércitos de Artur Hawkwing e incendiada de nuevo en la Guerra de Aiel, ocurrida hacía menos de veinte años. Aun cuando aquélla fuera una historia agitada para una aldea, la situación de Dairein al pie de uno de los puentes que comunicaban con Tar Valon garantizaba su continuada reconstrucción, a despecho de las veces que la destruyeran. Al menos, mientras Tar Valon siguiera en pie.

Al principio Egwene tuvo la impresión de que Dairein esperaba una nueva guerra. Un cuadro de piqueros recorría las calles, con los rangos y filas tan erizados como un cepillo de cardar la lana, seguido de arqueros tocados con chatos yelmos que cargaban aljabas rebosantes de flechas y arcos en bandolera. Un escuadrón de jinetes con armadura, cuyos rostros quedaban ocultos tras las barras de acero de las viseras, cedieron el paso a Verin y a su comitiva obedeciendo a una señal realizada por su oficial. Todos llevaban en el pecho la Llama Blanca de Tar Valon, semejante a una nívea lágrima.

Los lugareños, no obstante, acudían a sus quehaceres con aparente despreocupación, y la multitud concentrada en el mercado se dividía en torno a los soldados como si su presencia fuera un impedimento al que llevaban mucho tiempo acostumbrados. Algunos hombres y mujeres que transportaban cestos de fruta ajustaban el paso al de los militares, tratando de venderles arrugadas manzanas y peras que habían pasado el invierno en la despensa, pero, aparte de ellos, los tenderos y vendedores ambulantes no prestaban la más mínima atención a los soldados.

Verin tampoco parecía reparar en ellos mientras conducía a Egwene y a los demás a través del pueblo hacia el gran puente de piedra, tan delicado que hubiérase dicho de encaje, que se arqueaba sobre un cauce de casi un kilómetro de ancho.

En la entrada del puente había más soldados montando guardia, una docena de piqueros y media de arqueros que comprobaban la identidad de todo aquel que quería cruzarlo. Su oficial, un calvo cuyo yelmo colgaba de la empuñadura de su espada, parecía agobiado por la larga hilera de personas que aguardaban a pie y a caballo o en carros tirados por bueyes, mulos o el mismo propietario. La fila no tenía más de cien metros, pero, cada vez que alguien obtenía permiso para atravesar el puente, otra persona volvía a engrosarla al final. Pese a ello, el calvo oficial se tomaba su tiempo para cerciorarse de que cada uno de ellos tenía derecho a entrar en Tar Valon antes de franquearles el paso.

Cuando Verin llevó a su grupo al inicio de la fila, torció el gesto, pero entonces dirigió una mirada a su cara y se caló apresuradamente el yelmo en la cabeza. Nadie que las conociera realmente tenía necesidad de un anillo con la Gran Serpiente para identificar a las Aes Sedai.

—Buenos días tengáis, Aes Sedai —la saludó, inclinándose con una mano en el corazón—. Buenos días. Proseguid, si así lo deseáis.

Cuando Verin refrenó el caballo a su lado, en la hilera de gente se alzó un murmullo, pero nadie se quejó en voz alta.

—¿Os han causado problemas los Capas Blancas, guardia?

«¿Por qué nos paramos? —se preguntó Egwene, llena de impaciencia—. ¿Acaso se ha olvidado de Mat?»

—Nada de importancia, Aes Sedai —respondió el oficial—. No ha habido combates. Trataron de entrar en el mercado de Eldone, al otro lado del río, pero nosotros los disuadimos. La Amyrlin se propone darles un escarmiento para que no lo intenten de nuevo.

—Verin Sedai —llamó prudentemente su atención Egwene—, Mat…

—No tardaré nada, hija —aseguró la Aes Sedai con aire medio distraído—. No me he olvidado de él. —Volvió a dirigirse al oficial—. ¿Y los pueblos de los alrededores?

—No podemos mantener a los Capas Blancas fuera de ellos, Aes Sedai —repuso algo incómodo el hombre—, pero los desalojan cuando llegan nuestras patrullas. Se diría que intentan provocarnos. —Verin asintió y habría reemprendido la marcha si el oficial no hubiera vuelto a tomar la palabra—. Perdonad, Aes Sedai, pero resulta evidente que venís de lejos. ¿Traéis noticias? Con cada bajel mercante que remonta el río llegan nuevos rumores. Dicen que hay un nuevo falso Dragón en algún punto de Occidente. Hasta afirman que tiene los ejércitos de Artur Hawkwing que se han levantado de la tumba para seguirlo y que mató a un montón de Capas Blancas y destruyó una ciudad… Falme, la llaman…, que, a decir de algunos, está en Tarabon.

—¡También dicen que las Aes Sedai lo ayudaron! —gritó una voz de hombre en la fila de espera.

Hurin hizo acopio de aire y se revolvió como si previera un incidente. Egwene miró en derredor, pero no advirtió indicio alguno de quién había gritado. Todos parecían preocupados enteramente en esperar, paciente o impacientemente, su turno para cruzar. Cuando se había marchado de Tar Valon, cualquier hombre que hubiera hablado mal de las Aes Sedai se habría considerado afortunado de escapar habiendo recibido sólo un puñetazo de quien lo hubiera escuchado. El oficial miraba, rojo de cólera, la hilera de personas.

—Los rumores raras veces se ajustan a la realidad —le dijo Verin—. Puedo deciros que Falme aún sigue en pie. Y no se encuentra en Tarabon, guardia. Prestad menos oídos a los rumores, y más a la Sede Amyrlin. La Luz os ilumine. —Tomó las riendas y el militar le dedicó una reverencia mientras se ponía en camino con su comitiva.

Egwene quedó maravillada ante la visión del puente, como siempre le sucedía con todos los puentes de Tar Valon. Los calados de los muros eran tan intrincados como los que hubieran acreditado a una experta en encajes de bolillos. Parecía casi increíble que alguien hubiera podido trabajar la piedra de ese modo y que ésta pudiera sostener incluso su propio peso. El río discurría con ímpetu unos cincuenta metros más abajo, y en el kilómetro que separaba la isla de la orilla el puente se alzaba sobre él sin ningún soporte.

Aún más extraordinaria le resultó, en cierta forma, la sensación de que el puente la conducía a casa. Más extraordinaria y sorprendente. «El Campo de Emond es mi hogar». Pero era en Tar Valon donde aprendería lo que necesitaba para seguir con vida, para ser libre. Era en Tar Valon donde averiguaría —donde debía averiguar— por qué la inquietaban tanto sus sueños y por qué a veces parecían tener significados que ella era incapaz de precisar. Tar Valon era el lugar al que estaba conectada ahora su vida. Si algún día regresaba al Campo de Emond —aquel «si» era doloroso, pero debía ser franca consigo misma—, si regresaba, sería de visita, para ver a sus padres. Ella ya no era la hija de un posadero. Aquellos lazos tampoco volverían a retenerla, no porque los detestara, sino porque simplemente los había superado con la edad.

El puente sólo era el principio. Comunicaba directamente con las murallas que rodeaban la isla, altos muros de reluciente piedra blanca con vetas plateadas que se elevaban mucho más. De trecho en trecho, las paredes quedaban interrumpidas por las torres de vigilancia construidas con el mismo material blanco, cuyas imponentes bases lamía el río. Pero más allá, más altas que las murallas, se erguían las verdaderas torres de Tar Valon, las legendarias torres, puntiagudas agujas y espirales, algunas de las cuales estaban interconectadas por airosos puentes que se elevaban a cien metros del suelo. Y aquello todavía era el principio.

Las puertas revestidas de bronce que daban a una de las grandes avenidas que entrecruzaban la isla, abiertas de par en par, sin ningún guardia apostado en ellas, habrían permitido el paso de veinte jinetes a un tiempo. Aunque la primavera apenas había dado comienzo, el aire olía a flores, perfumes y especias.

La ciudad quitó el aliento a Egwene como si nunca la hubiera visto. Cada plaza y cada cruce de calles tenía su fuente o su monumento o estatua, algunos de ellos asentados en grandes columnas tan altas como torres, pero era la ciudad en sí lo que producía aquel efecto deslumbrante. Lo que tenía una forma sencilla podía estar tan adornado y tan labrado que daba la impresión de ser un ornamento o, a falta de aderezos, se valía únicamente de su forma para producir una impresión de grandiosidad. Había edificios grandes y pequeños, construidos en piedras de todos los colores, unos modelados a imitación de conchas, de olas marinas, de arrecifes esculpidos por el viento, todos graciosos y fantásticos, ya fueran inspirados en la naturaleza o en el vuelo de la imaginación de los hombres. Las viviendas, las posadas, los propios establos…, incluso las más insignificantes edificaciones de Tar Valon habían sido erigidas con fines estéticos. Los picapedreros Ogier habían construido gran parte de la ciudad en los largos años que siguieron al Desmembramiento del Mundo, y ellos mismos afirmaban que había sido su más refinada obra.

Las calles estaban abarrotadas de hombres y mujeres de todas las nacionalidades. Los tonos de su piel cubrían toda la gama entre la oscura y la pálida; sus atuendos eran de vivos colores o pardos, pero adornados con cenefas y relucientes botones, o rígidos y severos, algunos dejando al descubierto más de lo que Egwene consideraba decente o tapándolo todo salvo los ojos y las puntas de los dedos. Las sillas de manos y las literas se desplazaban bamboleantes entre el gentío, al grito de «¡Paso libre!» de sus porteadores. Los carruajes cerrados avanzaban lentamente y los cocheros en librea gritaban «¡Jia!» y «¡So!» como si creyeran que podrían proseguir a una marcha más ligera. Los músicos callejeros tocaban la flauta, el arpa o el caramillo, en ocasiones acompañando a un malabarista o un acróbata y siempre con el sombrero preparado para recibir monedas. Los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías, y los tenderos alababan a voz en grito la excelencia de sus productos en la puerta de sus establecimientos. En la ciudad flotaba un murmullo similar al del canto de un ser vivo.

Verin había vuelto a subirse la capucha, y ésta le tapaba la cara. Nadie parecía prestarle atención entre la muchedumbre, observó Egwene. Nadie detenía siquiera la mirada en Mat, postrado como estaba en la litera, aunque algunas personas se apartaban de ella a su paso. La gente llevaba a veces a los enfermos a la Torre Blanca para que los curaran, y sus dolencias podían ser contagiosas.

—¿De veras prevéis problemas ahora? —preguntó Egwene, situándose junto a Verin—. Nos encontramos en la ciudad. Casi estamos allí. —La Torre Blanca, el gran edificio que destacaba, alto y majestuoso, sobre los tejados, era ya perfectamente visible.

—Yo siempre espero tener problemas —respondió con calma Verin—, y así deberías hacer tú. En especial en la Torre. A partir de ahora debéis tener todas más cuidado que nunca. Vuestros… trucos —su boca se tensó un instante antes de que recobrara la serenidad— ahuyentaron a los Capas Blancas, pero dentro de la Torre podrían muy bien acarrearnos la muerte o la neutralización.

—Yo no haría eso en la Torre —protestó Egwene—. Ninguna de nosotras lo haría.

Nynaeve y Elayne, que se habían reunido con ellas, dejando los caballos con la camilla a cargo de Hurin, asintieron, Elayne fervientemente y Nynaeve como si tuviera sus reservas.

—No deberíais repetir nunca algo así, hijas. ¡En ningún caso! ¡Jamás! —Verin las miró de soslayo por el borde de la capucha y sacudió la cabeza—. Y espero que, por vuestro bien, hayáis adquirido conciencia de lo insensato que es hablar cuando deberíais callar. —Elayne se puso roja como la grana, y a Egwene se le arrebolaron las mejillas—. Una vez que nos hallemos en la Torre, mantened la boca cerrada y aceptad como venga todo cuanto ocurra. ¡Todo cuanto ocurra! No sabéis nada de lo que os espera en la Torre y, si lo supierais, no sabríais cómo resolverlo. De modo que guardad silencio.

—Haré lo que decís, Verin Sedai —acató Egwene.

Elayne repitió en eco sus palabras, y Nynaeve emitió un resoplido. Al ver que la Aes Sedai se quedaba mirándola, asintió de mala gana.

La calle desembocó a una gran plaza situada en el centro de la ciudad, en medio de la cual se erguía la Torre Blanca, reluciente bajo el sol, prolongándose hasta dar la impresión de tocar el cielo con sus innumerables cúpulas, delicadas espirales y otras formas que se elevaban dentro de su recinto. Era sorprendente la poca gente que había en la plaza. Nadie se entrometía en la Torre a menos que tuviera asuntos que atender allí, se recordó Egwene con desasosiego.

—Verin Sedai —dijo Hurin, haciendo adelantar los caballos de carga al llegar a la explanada—, debo despedirme de vosotros ahora.

Lanzó una ojeada a la Torre y luego se las arregló para no volver a mirarla, aunque en realidad era difícil contemplar otra cosa allí. Hurin procedía de una tierra donde se respetaba a las Aes Sedai, pero una cosa era respetarlas y otra muy distinta estar rodeado de ellas.

—Nos habéis sido de gran ayuda en nuestro viaje, Hurin —le agradeció Verin—, y éste ha sido ciertamente largo. En la Torre tendréis un aposento donde descansar antes de proseguir vuestro camino.

—No puedo desperdiciar ni un día, Verin Sedai —aseveró Hurin, sacudiendo enfáticamente la cabeza—. Ni una hora. Debo regresar a Shienar, a contarles al rey Easar y a lord Agelmar la verdad de lo sucedido en Falme. Debo decirles lo de… —Calló de improviso y miró en derredor. Aunque no había nadie lo bastante cerca para oírlo, de todos modos bajó la voz y se limitó a agregar—: Lo de Rand, que el Dragón ha renacido. Debe de haber barcos mercantes que vayan río arriba, y mi intención es embarcar en el primero que leve anclas.

—Id con la Luz, pues, Hurin de Shienar —lo bendijo Verin.

—La Luz os ilumine a todos —respondió el hombre, tomando las riendas, y, tras un momento de vacilación, añadió—: Si me necesitáis…, sea cuando sea, mandadme un mensaje a Fal Dara y hallaré la manera de acudir. —Aclarándose la garganta como si estuviera algo azorado, volvió grupas y se alejó al trote de la Torre. A poco, ya lo habían perdido de vista.

—¡Hombres! —exclamó Nynaeve, meneando con exasperación la cabeza—. Siempre dicen que los mandemos a llamar si los necesitamos, pero, cuando se necesita uno, se lo necesita justo en ese preciso momento y no después.

—Ningún hombre puede servirnos de algo en el lugar adonde vamos —observó secamente Verin—. Recordadlo. Guardad silencio.

Egwene experimentó una sensación de pérdida con la partida de Hurin. Apenas si hablaba con ellos, salvo con Mat, y Verin estaba en lo cierto: era sólo un hombre, indefenso como un niño ante las eventualidades que tal vez habrían de afrontar en la Torre. Pero con su marcha perdían a un miembro de su grupo, y, aun en contra de la razón, ella no podía remediar creer que siempre era útil contar con un hombre con una espada. Además, él había sido un vínculo con Rand y Perrin. «Yo tengo mis propias preocupaciones». Rand y Perrin habrían de arreglarse con Moraine. «Y Min cuidará sin duda de Rand», pensó con un acceso de celos que trató de suprimir. Casi lo logró.

Con un suspiro, tomó a su cargo la guía de los caballos que transportaban la camilla. Mat yacía tapado hasta la barbilla, emitiendo un seco y rasposo sonido cada vez que respiraba. «Falta poco —pensó—. Pronto te curarán ahora. Y nosotras averiguaremos qué nos deparan en la Torre». Deseaba que Verin dejara de tratar de infundirles miedo y, sobre todo, deseaba no tener que reconocer que tenía motivos para asustarlas.

Con Verin a la cabeza rodearon parte del perímetro de la Torre hasta llegar a una pequeña puerta abierta donde había apostados dos guardias. La Aes Sedai se detuvo, se bajó la capucha y se inclinó en la silla para hablar quedamente a uno de ellos. El centinela dio un respingo y dirigió una mirada de asombro a Egwene y sus compañeros.

—Como ordenéis, Aes Sedai —se apresuró a acatar y luego se adentró corriendo en el recinto de la Torre. Verin ya trasponía las puertas cuando el guardia contestó, y siguió cabalgando como si no hubiera motivo alguno de apremio.

Egwene la siguió con la litera, intercambiando miradas con Nynaeve y Elayne, intrigada por saber qué le habría dicho Verin a aquel hombre.

Justo en el interior de la puerta, había una caseta de guardia de piedra gris que tenía la forma de una estrella de seis puntas recostada de lado. Los soldados repantigados en el umbral pararon de hablar y efectuaron reverencias al paso de Verin.

Aquella parte del recinto de la Torre, con sus cuidados árboles, arbustos recortados y amplios senderos de grava, habría podido confundirse con el jardín de un aristócrata. Entre el ramaje se percibían otros edificios, todos dominados por la Torre propiamente dicha.

El camino los condujo a una caballeriza escondida entre los árboles, de donde salieron corriendo varios mozos vestidos con chalecos de cuero para hacerse cargo de sus monturas. Siguiendo las instrucciones de la Aes Sedai, algunos de ellos desataron la litera y la depositaron con cuidado en el suelo. Cuando se llevaban los caballos, Verin tomó el saco de cuero que reposaba a los pies de Mat y se lo colocó descuidadamente bajo el brazo.

Nynaeve dejó de masajearse la espalda y miró, ceñuda, a la Aes Sedai.

—Dijisteis que le quedaban unas horas, tal vez. ¿Es que vais a quedaros…?

Verin alzó una mano, pero Egwene no supo si fue su gesto el que hizo callar a Nynaeve o el ruido de pasos acercándose por el sendero de grava.

Al cabo de unos momentos apareció Sheriam Sedai, seguida por tres Aceptadas cuyos vestidos blancos tenían en el borde cenefas con los colores de los siete Ajahs, del Azul al Rojo, y dos fornidos hombres vestidos con toscas ropas de trabajo. La Maestra de las Novicias era una mujer un poco regordeta, con los altos pómulos frecuentes entre los habitantes de Saldaea. Su brillante pelo rojizo y los claros ojos verdes rasgados producían un efecto chocante en sus suaves rasgos de Aes Sedai. Miró con calma a Egwene y a las demás, pero con la mandíbula comprimida.

—Así que habéis traído de regreso a nuestras tres fugitivas, Verin. Con todo lo que ha ocurrido, casi desearía que no lo hubierais hecho.

—Nosotras no… —quiso aducir Egwene.

—¡SILENCIO! —la atajó Verin con severidad.

Luego clavó los ojos en ella —en cada una de ellas— como si la intensidad de su mirada fuera capaz de hacerles mantener la boca cerrada. A Egwene no le cabía duda de ello. Nunca hasta entonces había visto enojada a Verin. Nynaeve cruzó los brazos bajo el pecho y se puso a murmurar entre dientes, pero no dijo nada. Las tres Aceptadas que se hallaban detrás de Sheriam guardaban, naturalmente, silencio, pero Egwene creyó ver cómo les crecían las orejas de tanto aguzar el oído.

Cuando estuvo segura de que Egwene y las otras se mantendrían calladas, Verin se volvió de nuevo hacia Sheriam.

—Debe llevarse al muchacho a un lugar aislado de todos. Está enfermo, y su dolencia entraña peligro tanto para él como para los demás.

—Me han dicho que había que transportar una camilla. —Sheriam hizo una señal a los dos hombres, habló en voz baja con uno de ellos, y enseguida se llevaron a Mat.

Egwene abrió la boca para decir que necesitaba asistencia inmediata, pero, ante la rápida y furiosa mirada que le asestó Verin, volvió a cerrarla. Nynaeve se daba unos tirones tan violentos a la trenza que poco le faltaba para arrancársela.

—Supongo —dijo Verin— que a estas alturas toda la Torre está al corriente de nuestro regreso.

—Los que no lo están —repuso Sheriam— no tardarán en enterarse. Las idas y venidas se han convertido en el tema más importante de conversación y habladuría. Incluso más que los sucesos de Falme y la guerra de Cairhien. ¿Os proponíais mantenerlo en secreto?

—Debo ver a la Amyrlin —declaró Verin, tomando el saco de cuero con los dos brazos—. De inmediato.

—¿Y qué hago con estas tres?

Verin observó con el entrecejo fruncido a Egwene y sus amigas.

—Deben mantenerse estrechamente vigiladas hasta que la Amyrlin quiera verlas. Suponiendo que quiera verlas. Creo que sus propias habitaciones servirán. No hay necesidad de aislarlas en celdas. Ni una palabra a nadie.

Pese a que aún se dirigía a Sheriam, Egwene captó en sus últimas palabras una especie de recordatorio para ella y las demás. Nynaeve miraba ceñuda y se tiraba de la trenza como si descargara en ella sus deseos de asestar un puñetazo contra algo. Elayne tenía los azules ojos muy abiertos y la cara aún más pálida de lo habitual. Egwene no estaba segura de cuáles eran las emociones que compartía con ellas, rabia, temor o preocupación, pero sabía que alguna de las tres la desasosegaba.

Asestando una última mirada escrutadora a sus tres compañeras de viaje, Verin se marchó a toda prisa, apretando el saco contra el pecho y con la capa revoloteando tras ella. Sheriam apoyó los puños en las caderas y examinó a Egwene y sus amigas. Por un momento Egwene sintió un cierto alivio en su tensión. La Maestra de las Novicias siempre mantenía el ánimo templado y un compasivo sentido del humor incluso cuando estaba castigando con trabajos suplementarios a alguien por haber violado las normas. Cuando tomó la palabra, sin embargo, lo hizo con tono severo.

—Ni una palabra, ha dicho Verin Sedai, y así será. Si una de vosotras se atreve a hablar, salvo para responder a una Aes Sedai, claro está, haré que deseéis no recibir más sanción que unos latigazos y unas cuantas horas de fregar suelos. ¿Entendido?

—Sí, Aes Sedai —contestó Egwene, y oyó cómo las otras decían lo mismo, aun cuando Nynaeve pronunciara las palabras con tono de desafío.

Sheriam emitió un gutural sonido de disgusto, muy parecido a un gruñido.

—En comparación con antaño, son mucho menos numerosas las muchachas que acuden a la Torre para ser entrenadas, pero siguen viniendo. La mayoría de ellas se van sin haber aprendido a percibir la Fuente Verdadera, y mucho menos a tocarla. Unas cuantas aprenden lo necesario para no autolastimarse antes de marcharse. Son un reducido grupo las elegidas que pueden aspirar a acceder al grado de Aceptadas, y aún más escasas las que optarán por llevar el chal. Es una vida dura, una disciplina férrea y, no obstante, cada novicia lucha por resistir, por obtener el anillo y el chal. Incluso cuando tienen tanto miedo que cada noche se duermen anegadas en llanto, se esfuerzan por resistir. Y vosotras tres, que tenéis más habilidad innata de la que esperaba ver en toda mi vida, os marchasteis de la Torre sin permiso, os escapasteis sin ni siquiera disponer de una mínima instrucción, como niñas irresponsables, y prolongasteis vuestra ausencia durante meses. Y ahora regresáis como si nada hubiera pasado, como si pudierais reanudar vuestras lecciones al día siguiente. —Exhaló largamente, como si de lo contrario fuera a estallar—. ¡Faolain!

Las tres Aceptadas se sobresaltaron como si las hubieran sorprendido escuchando a escondidas y una de ellas, una mujer morena de pelo rizado, dio unos pasos al frente. Todas eran jóvenes, pero mayores que Nynaeve. La rápida Aceptación de Nynaeve había sido algo extraordinario. En condiciones normales, una novicia tardaba años en hacerse acreedora del anillo con la Gran Serpiente que llevaban, y tardaría varios años más en comenzar a abrigar esperanzas de ser ascendida a la condición de Aes Sedai.

—Llevadlas a sus habitaciones —ordenó Sheriam—, y que no salgan de allí. Pueden tomar pan, caldo frío y agua hasta que la Amyrlin especifique lo contrario. Y, si una de ellas pronuncia una sola palabra, podéis llevarla a las cocinas y ponerla a fregar cacharros. —Giró sobre sí y se alejó con paso altivo, expresando enojo incluso de espaldas.

Faolain miró a Egwene y sus amigas con aire casi esperanzado, en especial a Nynaeve, cuyo rostro era la viva representación de la furia. La redonda cara de Faolain dejaba a las claras que no sentía el más mínimo aprecio por quienes violaban las normas de manera tan extravagante, y menos por alguien como Nynaeve, una espontánea que había canalizado el Poder antes de haber entrado siquiera en Tar Valon. Cuando fue evidente que Nynaeve estaba decidida a no dar rienda suelta a su enojo, Faolain se encogió de hombros.

—Cuando la Amyrlin os mande llamar, os neutralizarán seguramente.

—Déjalo ya, Faolain —la disuadió otra de las Aceptadas. Era la mayor y tenía el cuello largo, la piel cobriza y movimientos gráciles—. Yo me ocuparé de ti —le dijo a Nynaeve—. Me llamo Theodrin y, como tú, soy una espontánea. Vigilaré que cumplas las órdenes de Sheriam Sedai, pero no te hostigaré. Ven.

Nynaeve dirigió una preocupada mirada a Egwene y Elayne, suspiró y dejó que Theodrin se la llevara.

—Espontáneas —murmuró Faolain, como si profiriera una maldición. Luego se encaró a Egwene.

La tercera Aceptada, una hermosa joven de sonrosadas mejillas, se situó al lado de Elayne. Tenía los labios curvados como si tuviera ganas de sonreír, pero la severa mirada que dedicó a Elayne la advirtió de que no consentiría ninguna insensatez.

Egwene sostuvo la mirada de Faolain con toda la calma que pudo reunir y, así lo esperaba, con algunas dosis de la altanera y desdeñosa actitud que Elayne había adoptado. «El Ajah Rojo —pensó—. Ésta elegirá sin duda el Ajah Rojo». Era difícil, sin embargo, desentenderse de sus propios problemas. «Luz, ¿qué van a hacernos?» Se refería a las Aes Sedai, a la Torre, y no a aquellas mujeres.

—Vamos pues —espetó Faolain—. Ya tengo suficiente con tener que montar guardia en tu puerta sin que nos pasemos todo el día plantadas aquí. En marcha.

Respirando hondo, Egwene tomó la mano de Elayne y siguió a las dos Aceptadas. «Luz, haz que ya estén curando a Mat».

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