37 Incendios en Cairhien

Egwene agradeció con una graciosa inclinación de cabeza la respetuosa reverencia del marinero que pasó descalzo junto a ella para ir a atirantar una cuerda que ya parecía tensa, posiblemente con objeto de modificar de forma imperceptible la disposición de las grandes velas cuadradas. Al volver presuroso al lugar donde se encontraba junto al timonel el mofletudo capitán, volvió a dedicarle una reverencia y ella inclinó de nuevo la cabeza antes de volver a centrar la atención en la boscosa orilla cairhienina, separada de la Grulla azul por menos de una milla de agua.

Ante sus ojos se deslizaba un pueblo, o lo que antaño había sido un pueblo. La mitad de las casas eran sólo montones calcinados de escombros con chimeneas que surgían desnudas entre las ruinas. En las otras viviendas, las puertas se bamboleaban con el viento, y en las calles rodaban pedazos de mobiliario, jirones de ropa y trozos de loza. El único ser vivo que deambulaba por la población era un famélico perro que, sin hacer caso del barco, siguió trotando hasta desaparecer tras las derruidas paredes de lo que tenía trazas de haber sido una posada. Trató de vencer la angustia que le producía tal panorama manteniendo la desapasionada serenidad que consideraba actitud propia de una Aes Sedai, pero su esfuerzo fue poco menos que inútil. Más allá de la aldea se elevaba un espeso penacho de humo. A cinco o seis kilómetros, calculó.

No era el primer penacho de humo que veía desde que el Erinin había comenzado a deslizarse a lo largo de la ribera de Cairhien, ni tampoco el primer pueblo quemado. En aquella ocasión, al menos, no había cadáveres a la vista. El capitán Ellisor debía de navegar a veces cerca de la orilla cairhienina debido a los bancos de arena, que, a decir de él, cambiaban de lugar en ese tramo del río; pero, por más que se habían aproximado a ella, no había visto nunca a una persona viva.

El barco dejó atrás el pueblo y la columna de humo, pero más adelante se advertía otro negro penacho, más alejado del cauce. El bosque iba perdiendo espesor y los fresnos, olmos y saúcos eran sustituidos paulatinamente por sauces, robles, chopos y otras especies que no reconocía.

El viento le azotó la capa y ella la dejó ondear a sus espaldas, disfrutando de la pureza del aire, de la libertad de vestir de marrón en lugar de blanco, a pesar de que aquél no era su color predilecto. El vestido y la capa, no obstante, eran de lana de primera calidad, de buen corte y excelente confección.

Otro marinero pasó trotando, ofreciéndole la reverencia de rigor. Egwene lamentaba no poder descifrar el sentido de lo que estaban haciendo; le disgustaba sentirse como una ignorante. El hecho de llevar el anillo con la Gran Serpiente suponía recibir una gran cantidad de reverencias por parte de un capitán y una tripulación mayoritariamente originarios de Tar Valon.

Había ganado aquella discusión sostenida con Nynaeve, pese a la seguridad con que ésta había mantenido que ella era la única de las tres con edad suficiente para que la gente creyera que era una Aes Sedai. Pero Nynaeve se equivocaba. Egwene estaba dispuesta a reconocer que tanto ella como Elayne habían suscitado miradas de asombro al subir a bordo de la Grulla azul aquella tarde en el Puerto del Sur, y que el capitán Ellisor había arqueado tanto las cejas que éstas le habrían llegado a la raíz del pelo en caso de que lo hubiera tenido, pero sólo les había ofrecido sonrisas y parabienes.

—Es un honor, Aes Sedai. ¿Tres Aes Sedai viajando en mi barco? Un honor, ciertamente. Os prometo un rápido viaje hasta donde deseéis. Y ningún problema con los bandidos cairhieninos. Ya no atraco en aquella orilla del río. A menos que así lo deseéis, Aes Sedai. Los soldados andorianos ocupan algunas ciudades en la ribera cairhienina. Un honor, Aes Sedai.

Con el mismo arqueamiento de cejas había evidenciado igual desconcierto cuando habían pedido un solo camarote para las tres —ni siquiera Nynaeve quería pasar sola la noche de poder evitarlo—. Cada una de ellas podía disponer de una cabina individual sin ningún recargo, les dijo; no tenía otros pasajeros, su cargamento estaba listo y, si las Aes Sedai tenían asuntos urgentes que atender río abajo, no aguardaría ni siquiera una hora a que acudieran posibles viajeros. Ellas repitieron que les bastaría con un camarote.

Aunque en su cara se manifestaba el más absoluto estupor, Chin Ellisor, nacido y criado en Tar Valon, no era el tipo de persona que cuestionaba las peticiones de las Aes Sedai una vez que las habían manifestado claramente. Si dos de ellas parecían muy jóvenes, bueno, algunas Aes Sedai eran jóvenes.

Las abandonadas ruinas se perdieron de vista tras Egwene. La columna de humo fue acercándose y, tierra adentro, adivinó otra más. El bosque daba paso a bajas y herbosas colinas salpicadas de bosquecillos. Los árboles que florecían en primavera lucían sus encantos, diminutas florecillas blancas o rojas en arándanos y almezos. Un árbol de especie desconocida para ella estaba cubierto de redondas flores blancas que abultaban más que sus dos manos juntas. De tanto en tanto, un rosal silvestre trepador originaba ringleras amarillas o blancas entre las ramas cargadas de verdes hojas y de rojizos retoños. El contraste con las cenizas y escombros era demasiado marcado como para que la visión fuera enteramente placentera.

Egwene deseó tener a su lado una Aes Sedai para poder formularle preguntas. Una en quien confiara. Rozó su bolsa con los dedos y apenas notó el tacto del retorcido anillo de piedra del ter’angreal que guardaba dentro.

Lo había probado todas las noches salvo dos desde su partida de Tar Valon, y en ninguna de ellas había funcionado igual. Siempre había accedido al Tel’aran’rhiod, pero lo único que había visto que pudiera servirles de algo era, una vez más, el Corazón de la Ciudadela, en todas las ocasiones sin la compañía de Silvia ni la ayuda de sus explicaciones. En todo caso, no había averiguado nada relacionado con el Ajah Negro.

Sus propios sueños, sin el ter’angreal, habían estado poblados de imágenes que parecían casi atisbos del Mundo No Visto. Rand empuñando una espada tan ardiente como el sol, hasta el punto de que apenas pudo percibirla como tal ni distinguir casi que se trataba de él. Rand amenazado de una docena de maneras distintas, a cual más irreal. En uno de los sueños se encontraba en un enorme tablero de damas cuyas piezas blancas y negras eran tan grandes como cantos rodados, y él esquivaba las monstruosas manos que las movían y que al parecer trataban de aplastarlo bajo ellas. Aquello podía tener algún significado. Probablemente lo tenía, pero, aparte del de que Rand estaba en peligro a causa de alguien o de varias personas, cosa que no ponía en duda, no había hallado más sentido. «Ahora no puedo ayudarlo. Tengo que cumplir con mi propio deber. Ni siquiera sé dónde está, exceptuando que seguramente se encuentra a quinientas leguas de aquí».

Había soñado con Perrin acompañado por un lobo, luego por un halcón y después por un azor —que peleaba contra la primera rapaz—, con Perrin huyendo de algo terrible y con Perrin saltando voluntariamente sobre el borde de un acantilado diciendo: «Debo hacerlo. Debo aprender a volar antes de llegar abajo». Había soñado con un Aiel, y pensaba que ello guardaba asimismo relación con Perrin, pero no estaba segura. Había visto a Min en sueños, activando una trampa de acero pero saliendo inexplicablemente ilesa de ella sin siquiera haberla visto. También había soñado con Mat; con Mat rodeado de dados que giraban, lo cual no le pareció ningún misterio; con Mat perseguido por un hombre que no estaba allí —no acababa de comprenderlo; había un hombre siguiéndolo, tal vez más de uno, pero, inexplicablemente, no había nadie allí—; con Mat cabalgando con desesperación hacia algo invisible en la lejanía que había de alcanzar, y con Mat junto a una mujer que parecía lanzar fuegos de artificio. Una Iluminadora, supuso, por más descabellada que fuera la idea.

Había tenido tantos sueños que comenzaba a dudar de la existencia de todos ellos. Quizá su abundancia guardara relación con el hecho de utilizar el ter’angreal o simplemente llevarlo consigo. Tal vez estuviera aprendiendo al fin lo que era ser una Soñadora. Sueños frenéticos, sueños febriles. Hombres y mujeres saliendo de una jaula y jugando luego a coronas. Una mujer jugando con marionetas, y otro sueño en el que las cuerdas de las marionetas acababan en las manos de peleles de mayor tamaño cuyas cuerdas accionaban a su vez marionetas más grandes, y así sucesivamente hasta que las últimas cuerdas desaparecían en inabarcables alturas. Reyes moribundos, reinas sollozantes, despiadadas batallas. Capas Blancas arrasando Dos Ríos. Incluso había vuelto a soñar con los seanchan, y en más de una ocasión. A ellos los relegaba en un rincón oscuro, negándose a concederles un pensamiento. A su madre y su padre los veía todas las noches.

Cuando menos tenía la certeza del significado de aquello último, o así lo creía. «Significa que he partido a la busca del Ajah Negro e ignoro el sentido de mis sueños y la manera de lograr que el indisciplinado ter’angreal se comporte según debería y que estoy asustada y… Y que añoro el hogar». Por un instante pensó lo delicioso que sería que su madre la mandara a la cama sabiendo que todo se habría resuelto a la mañana siguiente. «El inconveniente es que mi madre ya no puede solventarme los problemas y que mi padre no puede prometerme ahuyentar los monstruos y lograr que yo lo crea. Ahora debo hacerlo yo misma».

Qué remoto había quedado aquel tiempo. No deseaba verdaderamente regresar a él, pero la ternura que lo había impregnado la invadía de nostalgia. Sería maravilloso volver a verlos a los dos, oír sus voces. «Llevo este anillo en el dedo y he elegido mi camino».

Finalmente había permitido que Nynaeve y Elayne probaran a dormir una noche con el anillo de piedra —sorprendida por la reticencia experimentada por desprenderse de él— y al despertar ambas habían hablado de lo que sin duda era el Tel’aran’rhiod, pero ninguna de ellas había advertido más que un atisbo del Corazón de la Ciudadela, nada que fuera de utilidad.

La espesa columna de humo se encontraba ya a la altura de la Grulla azul, a unos ocho o diez kilómetros del río. La otra era sólo una mancha en el horizonte. Podría haber sido una nube, pero estaba segura de que no era así. En la orilla había algunos espesos bosquecillos de árboles entre los que crecía la hierba hasta el borde del agua, salvo en los puntos donde la tierra socavada se había venido abajo.

Elayne salió a cubierta y se reunió con ella en la barandilla. El viento azotaba su oscura capa, de resistente lana igual que la suya. Aquélla había sido la discusión que había ganado Nynaeve: sus ropas. Egwene había sostenido que las Aes Sedai siempre vestían con las mejores prendas, incluso cuando viajaban —ella tenía presentes las sedas que llevaba en el Tel’aran’rhiod—, pero Nynaeve había advertido que aun con la cantidad de oro que la Amyrlin había dejado en la parte trasera de su armario en una abultada bolsa no tenían idea de cuánto costarían las cosas a medida que se alejaran de Tar Valon. Los criados aseguraban que Mat había dicho lo cierto con respecto a la guerra civil de Cairhien y a su repercusión sobre los precios. Para sorpresa de Egwene, Elayne había señalado que las hermanas Marrones vestían más a menudo con lana que con seda. Elayne estaba tan ansiosa por dejar atrás las cocinas, pensó Egwene, que se habría avenido a llevar harapos.

«¿Cómo le estará yendo a Mat? Seguro que está intentando jugarse a los dados con el capitán del barco en que viaje la cantidad para el pasaje».

—Terrible —murmuró Elayne—. Es tan terrible…

—¿El qué? —inquirió Egwene, distraída. «Espero que no vaya enseñando con excesiva frecuencia ese papel que le dimos».

Elayne le dirigió una mirada de asombro y luego frunció el entrecejo.

—¡Eso! —Apuntó hacia el distante humo—. ¿Cómo puedes dejar de advertirlo?

—Porque no quiero pensar en las penalidades que pasa la gente, porque no puedo hacer nada al respecto y porque debo llegar a Tear. Porque lo que perseguimos se encuentra en Tear. —Le sorprendió su propia vehemencia. «No puedo hacer nada al respecto. Y el Ajah Negro está en Tear».

Cuanto más reflexionaba sobre ello, más crecía su certeza de que debían hallar el modo de entrar en el Corazón de la Ciudadela. Quizá nadie tenía permitido el acceso a excepción de los Grandes Señores de Tear, pero cada vez estaba más convencida de que la clave para descubrir y desbaratar la trampa del Ajah Negro residía en el Corazón de la Ciudadela.

—Lo sé, pero no por ello dejo de lamentar la suerte de los cairhieninos.

—Me han dado clases sobre el tema de las guerras que Andor ha librado con Cairhien —espetó secamente Egwene—. Bennae Sedai dice que vosotros y Cairhien habéis luchado con más frecuencia que cualquier otro par de naciones exceptuando Tear e Illian.

Elayne la miró de soslayo. Aún no se había acostumbrado a la negativa de Egwene a admitir que ella misma era andoriana. Al menos los trazos de los mapas afirmaban que Dos Ríos formaba parte de Andor, y Elayne creía en los mapas.

—Hemos sostenido guerras contra ellos, Egwene, pero, después del estado en que quedaron tras la Guerra de Aiel, Andor les ha vendido casi tanto grano como Tear. El comercio se ha interrumpido ahora. Estando en lucha entre sí todas las casas cairhieninas, ¿quién compraría el grano o se ocuparía de que lo distribuyeran al pueblo? Si los combates son tan encarnizados como hace suponer lo que hemos visto en la orilla… Bien. No se puede alimentar a un pueblo durante veinte años y no sentir nada por ellos cuando deben de estar pasando hambre.

—Un Hombre Gris —dijo Egwene, y Elayne se sobresaltó, tratando de mirar a un tiempo en todas direcciones.

—¿Dónde? —preguntó, envuelta en la aureola del saidar.

Egwene observó detenidamente en derredor, pero para cerciorarse de que nadie podía oírla. El capitán Ellisor seguía en la popa junto al hombre de torso desnudo que manejaba el timón. Otro hombre estaba encaramado a proa, escrutando las aguas que iban a surcar para descubrir señales de bancos de arena, y otros dos caminaban por cubierta, ajustando de vez en cuando una cuerda a las velas. El resto de la tripulación se hallaba abajo. Uno de los dos marineros se detuvo para comprobar las amarras del bote que yacía boca abajo sobre la cubierta; esperó a que se alejara para hablar.

—¡Idiota! —murmuró quedamente—. Hablo de mí, Elayne, y no de ti, de modo que no me mires así. —Prosiguió con la voz reducida a un susurro—. Un Hombre Gris va tras de Mat, Elayne. Ése ha de ser el significado del sueño, pero no se me había ocurrido. ¡Soy una estúpida!

—No seas tan dura contigo misma —susurró a su vez Elayne, desprendida ya del nimbo del saidar—. Puede que signifique eso, pero yo no lo vi, ni tampoco Nynaeve. —Calló y agitó sus dorados rizos al menear la cabeza—. Pero no tiene sentido, Egwene. ¿Para qué iba a seguir un Hombre Gris a Mat? La carta que escribí a mi madre no contiene nada que pueda perjudicarnos.

—Ignoro el porqué. —Egwene frunció el entrecejo—. Debe haber un motivo. Estoy segura de que ése es el significado del sueño.

—Aunque estés en lo cierto, Egwene, no hay hada que puedas hacer al respecto.

—Lo sé —reconoció amargamente Egwene. Ni siquiera sabía si se encontraba delante de ellas o detrás, aunque sospechaba que se encontraba más lejos; Mat debía de haberse marchado sin tardanza—. De todas formas —murmuró para sí—, no sirve de nada. ¡Cuando por fin desentraño el sentido de uno de mis sueños, no sirve absolutamente de nada!

—Pero si conoces un significado —la animó Elayne—, quizás ahora puedas averiguar los otros. Si nos sentamos y los repasamos juntas de nuevo, tal vez…

La Grulla azul dio un estremecido bandazo que lanzó a Elayne al suelo y a Egwene encima de ella. Cuando Egwene se puso en pie, la orilla ya no se deslizaba a su lado. El barco se había detenido y la proa estaba algo elevada y la cubierta ladeada. Las velas se agitaban ruidosamente con el embate del viento.

Chin Ellisor se levantó y fue corriendo a proa, dejando que el timonel recobrara el equilibrio por sus propios medios.

—¡Ciego gusano de campo! —bramó dirigiéndose al hombre de la proa, que se aferraba a la barandilla para no caer—. ¡Cabruno destripaterrones! ¿No llevas bastante tiempo en el río para reconocer la forma como se riza el agua sobre un bajío? —Agarró al hombre por los hombros y lo bajó a cubierta, pero sólo para apartarlo y poder asomarse él mismo por la proa—. ¡Si has agujereado mi quilla, usaré tus tripas para calafatearla!

Los otros marineros estaban poniéndose en pie y otros subían de abajo. Todos corrieron a arracimarse en torno al capitán.

Nynaeve apareció por la boca de la escalera que conducía a los camarotes de los pasajeros, todavía alisándose las faldas. Propinándose un violento tirón de trenza, miró ceñuda a los hombres concentrados en proa y luego se acercó con paso airado a Egwene y Elayne.

—Nos ha hecho embarrancar contra algo, ¿verdad? Después de tanto jactarse de que conocía el río igual que a su mujer. Seguramente la pobre no recibe ni una sonrisa de él.

Volvió a tirarse de la trenza y avanzó resuelta, abriéndose paso entre los marineros para llegar a donde se encontraba el capitán. Todos estaban absortos en las aguas de abajo.

No tenía sentido secundarla. «Nos sacará antes de aquí si nadie se entromete». Nynaeve debía de estar diciéndole cómo había de hacer su trabajo. Elayne parecía compartir su opinión, a juzgar por la brusquedad con que sacudió la cabeza al ver que el capitán y la tripulación desviaban la atención de lo que quiera que hubiera bajo la proa para centrarla respetuosamente en Nynaeve.

En los hombres se percibió una clara agitación que fue en aumento. Por un momento se vieron las manos que el capitán sacudía en protesta por encima de la cabeza de los marineros, y luego Nynaeve se alejó de ellos —esta vez le abrieron paso, ofreciéndole reverencias— y Ellisor la siguió a toda prisa enjugándose la redonda cara con un gran pañuelo rojo. Su ansiosa voz se tornó audible a medida que se acercaban.

—… unos buenos veinticinco kilómetros hasta el próximo pueblo de la orilla andoriana, Aes Sedai, y como mínimo ocho o diez kilómetros siguiendo el curso del río hasta la ribera cairhienina. Es cierto que lo ocupan soldados andorianos, pero no mantienen ningún control en los kilómetros que nos separan de él. —Se secó la cara como si le chorreara el sudor.

—Un barco hundido —informó Nynaeve a las otras dos mujeres—. Obra de bandidos del río, a juicio del capitán. Se propone intentar despegarse de él con ayuda de remos, pero no parece considerarlo factible.

—Íbamos a gran velocidad al chocar, Aes Sedai. Quería ir rápido por vuestro interés. —Ellisor se frotó aún con más rudeza la cara. Tenía miedo de que las Aes Sedai le achacaran las culpas a él, advirtió Egwene—. Estamos clavados a él. Pero no creo que entre agua en la quilla, Aes Sedai. No hay necesidad de inquietarse. Pasará otro barco y con la ayuda de sus remos quedaremos sin duda libres. No es preciso que desembarquéis en la orilla, Aes Sedai. Lo juro, por la Luz.

—¿Pensabas abandonar el barco? —preguntó Egwene—. ¿Lo crees prudente?

—¡Desde luego que es…! —Nynaeve calló y la miró con entrecejo fruncido. Egwene le sostuvo la mirada igual de ceñuda. Nynaeve prosiguió con tono más calmado, aunque con cierta tensión—. El capitán dice que podría transcurrir una hora antes de que llegue otro barco. Uno que tenga los suficientes remos como para conseguir su propósito. O un día. O puede que dos. Me parece que no podemos permitirnos desperdiciar un día o dos esperando. Podemos estar en ese pueblo… ¿cómo lo habéis llamado, capitán? ¿Jurene?… Podemos llegar caminando a Jurene en dos horas o menos. Si el capitán Ellisor logra dejar libre su embarcación con tanta rapidez como espera, podemos volver a embarcar entonces. Asegura que parará para ver si estamos allí. Si continúa atascado, no obstante, podemos tomar un barco en Jurene. Puede que incluso encontremos uno que esté esperando. El capitán dice que los comerciantes se detienen allí, debido a la presencia de soldados andorianos. —Respiró hondo, pero la tensión creció en su voz—. ¿He explicado claramente los motivos de mi decisión? ¿Necesitáis más?

—A mí me han quedado claros —se apresuró a responder Elayne antes de que Egwene tomara la palabra—. Parece una buena idea. Tú también lo crees así, ¿verdad, Egwene?

—Supongo que sí —contestó Egwene con desgana.

—Pero, Aes Sedai —protestó Ellisor—, id al menos a la orilla andoriana. La guerra, Aes Sedai. Hay bandidos, rufianes, y los soldados no son mucho mejores. El propio orificio bajo nuestra proa demuestra la clase de hombres que son.

—No hemos visto ni un alma en la orilla de Cairhien —señaló Nynaeve— y, de todas formas, distamos mucho de estar indefensas, capitán. No pienso caminar durante veinticinco kilómetros cuando puedo recorrer solamente diez.

—Desde luego, Aes Sedai. —Ellisor sudaba de veras ahora—. No pretendía dar a entender… Por supuesto que no estáis indefensas, Aes Sedai. No era mi intención sugerirlo. —Se enjugó vigorosamente la cara, pero ésta siguió reluciente.

Nynaeve abrió la boca, miró a Egwene, y pareció cambiar de idea respecto a lo que iba a decir.

—Voy a buscar mis cosas abajo —anunció al aire que mediaba entre Egwene y Elayne y luego se dirigió a Ellisor—. Capitán, haced que preparen el bote.

El interpelado realizó una reverencia y se fue corriendo antes incluso de que ella se volviera hacia la escotilla. Nynaeve aún no había llegado abajo cuando ya gritaba a sus hombres que bajaran la barca por la borda.

—Si una de vosotras dice «a la derecha» —murmuró Elayne—, la otra dice «a la izquierda». Si no cambiáis de actitud, tal vez no lleguemos a Tear.

—Llegaremos a Tear —aseguró Egwene—. Y tanto más pronto cuanto Nynaeve se vaya dando cuenta de que ella ya no es la Zahorí. Todas somos… —no dijo Aceptadas, pues había demasiados marineros cerca— todas estamos en el mismo nivel ahora. —Elayne suspiró.

El bote las había trasladado sin tardanza a la orilla, donde se hallaban ahora con bastones en la mano y su equipaje colgado en fardos de la espalda o en bolsas y hatillos, rodeadas de ondulados terrenos cubiertos de pastizales y sotos dispersos. Las colinas que se alzaban a varios kilómetros del río estaban, en cambio, pobladas de espesas arboledas. Los remos de la Grulla azul se hundían haciendo aflorar espuma, pero sin conseguir mover la embarcación. Egwene se volvió y echó a andar en dirección sur sin dirigir ni una ojeada atrás. Y antes de que Nynaeve pudiera tomar la iniciativa.

Cuando las demás le dieron alcance, Elayne le dedicó una mirada de desaprobación. Nynaeve caminaba con la vista al frente. Elayne contó a Nynaeve lo que Egwene había dicho sobre Mat y el Hombre Gris, pero ésta la escuchó en silencio y sólo comentó que habría de cuidar de sí mismo sin aminorar en ningún momento el paso. Al cabo de un rato, la heredera del trono renunció a intentar que sus dos amigas hablaran y siguieron andando en silencio.

Los tupidos bosquecillos de robles y sauces que crecían junto al cauce pronto taparon la Grulla azul. No pasaban por los sotos, pese a su reducida extensión, pues bajo la sombra de sus ramas podía acechar cualquier peligro. Entre ellos había diseminados algunos arbustos bajos, demasiado pequeños para que se ocultara en ellos un niño y mucho menos un bandido.

—Si veo bandidos —anunció Egwene—, pienso defenderme. Aquí no hay ninguna Amyrlin para vigilar lo que hago.

—En caso necesario —precisó Nynaeve, sin dirigirse a nadie en particular—, podemos ahuyentar a cualquier rufián del mismo modo que hicimos con los Capas Blancas. Si no existe otra alternativa.

—Preferiría que no hablarais de bandidos —observó Elayne—. Quisiera llegar a ese pueblo sin…

Detrás de un arbusto se alzó una figura de tonos marrones y grises y se plantó casi delante de ellas.

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