46 Un mensaje de la Sombra

Mientras enfilaba sus pasos de regreso a la Ciudad Interior, Mat ya no estaba tan seguro de que su plan fuera a dar resultado. Si lo que le habían dicho era cierto, funcionaría, pero sus dudas se centraban en la veracidad de aquella información. Evitando cruzar la plaza ovalada, fue rodeando los muros exteriores del gran conjunto arquitectónico pasando por calles que seguían las curvas de los contornos de las colinas. Las doradas cúpulas del palacio relucían, burlonamente fuera de alcance. Casi había dado la vuelta completa y se hallaba de nuevo cerca de la plaza, cuando la vio: una escarpada pendiente cubierta de flores, que mediaba desde la calle hasta una blanca pared de tosca piedra. Sobre el remate asomaban varias frondosas ramas de árboles, y a corta distancia se advertían las copas de otros que crecían, sin duda, en un jardín del palacio real.

«Una pared que imita un acantilado —pensó—, y un jardín al otro lado. Puede que Rand dijera la verdad».

Miró con disimulo a ambos lados, cerciorándose de que no había nadie. Debería apresurarse, pues las curvas le impedían ver a lo lejos; en cualquier momento podía llegar alguien. Trepó a gatas la cuesta, sin tomar precauciones para no aplastar las flores blancas y rosa. La rugosa piedra de la pared proporcionaba gran cantidad de asideros, salientes y agujeros donde apoyar las botas.

«Una negligencia por su parte facilitar así la escalada», se dijo. Por un momento el ascenso lo devolvió a Dos Ríos y se sumió en la evocación de la excursión que habían realizado con Rand y Perrin hasta más allá de las Colinas de Arena, en las estribaciones de las Montañas de la Niebla. De vuelta al Campo de Emond, habían sido objeto de las iras de todo el pueblo —particularmente él, ya que todos daban por supuesto que él había sido el instigador de la escapada—. El castigo no había enturbiado, empero, el placentero recuerdo de aquellos tres días que habían pasado escalando paredes y riscos, durmiendo a la intemperie, comiendo huevos robados en los nidos, urogallos de alas grises cazados con una flecha o una piedra disparada con una honda y conejos atrapados con trampas, sin parar de reír y bromear acerca de los tontos que creían que aquellas montañas eran de mal agüero y sobre la posibilidad de encontrar un tesoro. De aquella expedición había llevado a casa una extraña piedra que tenía impreso el esqueleto de un pez de considerable tamaño, una larga pluma blanca de la cola de un águila ratera y un trozo de piedra blanca tan grande como su mano que daba la impresión de ser una oreja esculpida. Él pensaba que parecía una oreja, aun cuando Rand y Perrin fueran de opinión contraria, y Tam al’Thor había dicho que podía serlo.

Los dedos le resbalaron en una profunda estría, perdió el equilibrio y se le fueron los pies. Desesperadamente, logró asirse a la parte superior de la pared y subió a pulso a ella. Permaneció tendido allí un momento, recobrando aliento. Aunque no estaba a una altura excesiva, podría haberse roto el cráneo de haber caído. «Estúpido, distraerme de ese modo. A punto estuve de romperme la crisma en esos acantilados por la misma razón. Eso pasó hace mucho tiempo». De todas formas, su madre habría tirado seguramente aquellos objetos. Dirigiendo una última mirada a uno y otro lado para comprobar que nadie lo había visto, saltó adentro del recinto de palacio.

Era un gran jardín, con avenidas enlosadas cubiertas con cenadores de parras entre macizos de césped y árboles. Había flores por doquier, blancos botones orlando los perales y salpicaduras blancas y rosa en las copas de los manzanos. Rosas de todos los colores, brillantes narcisos amarillos, glorias de Emond púrpuras, y muchas otras que no conocía. Había algunas plantas de las que dudó si no eran artificiales. Una tenía unas estrafalarias flores escarlata y dorado que casi parecían pájaros y otra sólo se diferenciaba de un girasol por el desmesurado diámetro, de más de medio metro, de sus flores y la impresionante altura de sus tallos, altos como un Ogier.

Oyó un crujido de botas en las losas y se agachó detrás de un arbusto situado junto a la pared al tiempo que pasaban dos guardias con largas chorreras blancas sobre los petos. No habían lanzado ni una mirada en la dirección donde se encontraba, de lo cual se felicitó sonriente. «Suerte. Con un poco de suerte, no me verán hasta que entregue la maldita carta a Morgase».

Se deslizó por el jardín igual que una sombra, como si acechara conejos, quedando petrificado al lado de un matorral o pegado al tronco de un árbol cuando oía pasos. Otras dos parejas de soldados recorrieron las avenidas, la segunda de ellas tan cerca de él que hubiera podido tocarlos con sólo dar dos pasos. Mientras se alejaban entre los setos y los árboles, cogió una flor de frágiles pétalos rojos y se la puso sonriendo en el pelo. Aquello era más divertido que robar pasteles de manzana los días anteriores a la fiesta solar, y más fácil. Las mujeres siempre mantenían una férrea vigilancia sobre sus pasteles, mientras que aquellos estúpidos militares no despegaban los ojos de las losas del suelo.

No tardó en llegar junto a la blanca pared del palacio propiamente dicho, y se deslizó a lo largo de ella oculto tras una hilera de rosales trepadores agarrados a una celosía. Había un gran número de ventanas arqueadas justo encima de su cabeza, pero previó que sería más complicado explicar su intromisión por una ventana que por una puerta. Aparecieron dos soldados más y se quedó inmóvil, calculando que pasarían a tres pasos de distancia de él. Por la ventana que había arriba llegaban las voces de dos hombres, emitidas en el volumen justo que le permitía distinguir las palabras.

—… de camino a Tear, Gran Amo —decía uno con tono asustado y obsequioso.

—Que desbaraten sus planes, si pueden. —Aquella voz era más fuerte y profunda, propia de un hombre acostumbrado a mandar—. Le estará bien merecido si tres chicas inexpertas son capaces de hacer fracasar sus propósitos. Siempre fue un necio, y continúa siéndolo. ¿Se sabe algo del muchacho? Él es quien puede destruirnos a todos.

—No, Gran Amo. Ha desaparecido. Pero, Gran Amo, una de las muchachas es la hija de Morgase.

Mat estuvo a punto de girarse antes de volver a hacerse cargo de la situación. Los soldados, cada vez más cerca de él, no parecían haber percibido su súbito movimiento entre la espesura de los tallos de los rosales. «¡Moveos, idiotas! ¡Idos y dejadme ver quién es este individuo!» Se había perdido parte de la conversación.

—… se ha mostrado demasiado impaciente desde que recobró la libertad —criticaba la profunda voz—. Aún no ha aprendido que los mejores planes tardan en madurar. Quiere comerse el mundo en un día, y apoderarse de Callandor además. ¡El Gran Señor lo condene! Cabe la posibilidad de que haga prisionera a la muchacha e intente utilizarla, cosa que podría ser perjudicial para mis propios planes.

—Como vos digáis, Gran Amo. ¿Debo ordenar que se la lleven de Tear?

—No. Si se enterara, ese necio lo interpretaría como un acto de enemistad contra él. ¿Y quién puede saber lo que ha decidido vigilar aparte de la espada? Encargaos de que muera discretamente, Comar. Que su muerte no atraiga la menor atención. —Su risa cavernosa sonó rica en matices—. Esas ignorantes mujeres de la Torre tendrán serias dificultades para hacer que vuelva a la vida después de esta desaparición. Bien mirado, eso jugará también a nuestro favor. Cumplid con presteza esta orden. Rápidamente, sin dar tiempo a que la atrape él.

Los dos soldados estaban casi a su lado; Mat maldijo la lentitud de su paso.

—Gran Amo —observó con incertidumbre el otro desconocido—, tal vez no sea tan sencillo. Sabemos que se dirige a Tear, pero el barco en el que viajaba fue localizado en Aringill, y para entonces las tres lo habían abandonado ya. Ignoramos si ha tomado otra embarcación o si prosigue a caballo. Y tal vez cueste encontrarla una vez que se halle en Tear, Gran Amo. Puede que si vos…

—¿Es que ahora no hay más que ineptos en el mundo? —exclamó ásperamente la autoritaria voz—. ¿Creéis que podría trasladarme a Tear sin que él se enterara? Por el momento, no quiero enfrentarme a él. Traedme la cabeza de la muchacha, Comar. ¡Traedme las tres cabezas, o de lo contrario rogaréis para que yo os arranque la vuestra!

—Sí, Gran Amo. Se hará como decís. Sí. Sí.

Los guardias pasaron junto a él, sin desviar la vista del frente, y Mat sólo aguardó a verles las espaldas para saltar y agarrarse a la gruesa piedra del alféizar y auparse a una altura que le permitiera mirar por la ventana.

Apenas si reparó en la alfombra tarabonesa de flecos del suelo, por la que alguien habría pagado una abultada bolsa de plata. Una de las grandes puertas esculpidas estaba cerrándose. Un hombre alto, ancho de hombros y con una amplia caja torácica que tensaba la verde seda de su chaqueta bordada con hebras de plata miraba fijamente la puerta con oscuros ojos azules. Su negra barba casi rasurada tenía una franja blanca en la barbilla. Considerado en su totalidad, ofrecía el aspecto de un hombre duro, habituado al mando.

—Sí, Gran Amo —dijo de repente, y Mat casi se soltó del alféizar. Pensaba que aquél era el individuo de voz profunda, pero la que acababa de oír era la que sonaba acobardada. Ahora no tenía ese matiz de humildad, pero era la misma—. Se hará como vos decís, Gran Amo —repitió con amargura—. Yo mismo decapitaré a esas tres jovencitas, ¡En cuanto las encuentre! —Salió con paso firme por la puerta, y Mat volvió al suelo.

Permaneció un momento acurrucado detrás de la rosaleda. Había alguien en palacio que quería ver muerta a Elayne y que, de paso, había sentenciado también a Egwene y Nynaeve. «¿Qué diablos estarán haciendo, de camino a Tear?» Tenían que ser ellas.

Sacó la carta de la heredera del trono del forro de la chaqueta y la miró con entrecejo fruncido. Tal vez, con ella en la mano, Morgase lo creería. Describiría a uno de los hombres. En todo caso, ya no le quedaba tiempo para seguir escondiéndose. Aquel corpulento individuo podría partir hacia Tear antes incluso de que él encontrara a Morgase e, hiciera lo que hiciera ésta, no habría entonces garantía de poder detenerlo.

Haciendo acopio de aire, Mat se coló entre dos de las celosías a las que se encaramaban los rosales, a costa de algunos pinchazos y enganchadas, y se puso a caminar por la avenida de losas tras los soldados. Sosteniendo la carta de Elayne ante él de modo que el sello con el lirio dorado fuera visible, repasó mentalmente lo que se proponía decir. Cuando pretendía ocultarse, los guardias surgían por todas partes como setas después de la lluvia, pero ahora recorrió una buena parte del jardín sin ver siquiera uno. Pasó frente a varias puertas. Pese a ser consciente del riesgo en que incurriría penetrando en el palacio sin permiso, estaba planteándose seriamente entrar por una de ellas cuando ésta se abrió y de ella salió un joven oficial sin yelmo que llevaba un nudo dorado en el hombro.

El hombre llevó de inmediato la mano a la empuñadura de la espada y, para cuando Mat le hubo mostrado la carta, ya había desenfundado parte de su hoja.

—Elayne, la heredera del trono, envía esta carta a su madre, la reina Morgase, capitán. —Asía el sobre de forma que el sello con el lirio quedara en lugar prominente.

El oficial miró rápidamente a uno y otro lado con sus oscuros ojos, como para comprobar si había más gente.

—¿Cómo has entrado en este jardín? —No desenvainó más la espada, pero tampoco la enfundó—. Elber está en las puertas de afuera. Aunque es un idiota, no habría permitido que nadie se paseara a su antojo por el palacio.

—¿Un gordo con ojos de ratón? —Mat maldijo su precipitación al hablar, pero el oficial asintió con la cabeza; esbozó también una sonrisa, aun cuando ello no afectó a su actitud vigilante y recelosa—. Se ha enfadado al enterarse de que venía de Tar Valon y no me ha dado siquiera ocasión de enseñar la carta ni de mencionar el nombre de la heredera del trono. Como me ha amenazado con arrestarme si no me iba, he escalado la pared. Prometí que entregaría esto a Morgase en persona, capitán. Lo prometí, y yo siempre cumplo mis promesas. ¿Veis el sello?

—Otra vez ese maldito muro del jardín —murmuró el oficial—. Deberían triplicar su altura. —Fijó la mirada en Mat—. Teniente de la guardia, no capitán. Soy el teniente de guardia Tallanvor. Reconozco el sello de la heredera del trono. —La hoja de su espada volvió a quedar finalmente cubierta por la vaina. Tendió una mano, la izquierda—. Dame la carta y yo se la llevaré a la reina. Después de acompañarte afuera. No todo el mundo te trataría tan bien si te encontrara vagando por aquí.

—Prometí ponerla yo mismo en sus manos —adujo Mat. «Luz, nunca pensé que podrían impedirme que se la diera»—. Se lo prometí a la heredera del trono.

Mat apenas había advertido que Tallanvor había movido la mano cuando ya la espada del oficial le tocaba el cuello.

—Te llevaré a presencia de la reina, campesino —acordó quedamente Tallanvor—. Pero has de saber que te cortaré la cabeza sin darte tiempo a pestañear si se te ocurriera tan sólo hacerle daño.

Mat esbozó la mejor de sus sonrisas, sintiendo la afilada hoja en la piel del cuello.

—Soy un buen andoriano —aseveró— y un fiel súbdito de la reina, que la Luz ilumine. Hombre, si hubiera estado aquí en invierno, habría seguido seguramente a lord Gaebril.

Tallanvor lo miró con expresión tensa y por fin retiró la espada. Mat tragó saliva y contuvo el impulso de tocarse la garganta para ver si tenía algún corte.

—Quítate la flor del pelo —indicó Tallanvor mientras enfundaba el arma—. ¿Crees que has venido aquí a cortejar a alguien?

Mat siguió su consejo y se puso a caminar tras el oficial. «¡Mira que ponerme una flor en el pelo! Ahora debo dejar de cometer estupideces».

No era exactamente que siguiera a Tallanvor, pues éste no le quitaba ojo de encima aun cuando fuera delante. En realidad formaban una extraña procesión, con el oficial a la cabeza y a la vez a un lado, medio girado por si acaso Mat intentaba algo. Mat por su parte trataba de adoptar una apariencia tan inocente como un bebé chapoteando en una bañera.

Los coloridos tapices de las paredes habrían supuesto una buena cantidad de plata a sus tejedores, y también las alfombras que cubrían las blancas baldosas del suelo, incluso allí en los pasillos. Había oro y plata por doquier, platos, tazones y tazas, sobre arcones y en vitrinas de madera pulida, tan delicados como las piezas que había visto en la Torre. Había un continuo trasiego de criados vestidos con libreas rojas con el León Blanco de Andor bordado en el pecho y blanco encaje en el cuello y los puños. Se descubrió preguntándose si Morgase jugaría a los dados. «Vaya idea. Las reinas no se juegan nada a los dados. Pero apuesto a que cuando le entregue esta carta y le diga que alguien de palacio pretende matar a Elayne, me dará una pesada bolsa de dinero». Fantaseó un momento acerca de la posibilidad de obtener un título nobiliario, diciéndose que no era descabellado que el hombre que descubriera una conspiración de asesinato contra la heredera del trono recibiera una recompensa de ese tipo.

Tallanvor lo condujo por tantos corredores y a través de tantos patios que empezaba a dudar si sería capaz de encontrar la salida por sí solo cuando de improviso entraron en un patio en el que no sólo había criados; estaba rodeado de una columnata, y en el centro había un estanque redondo con peces blancos y amarillos que nadaban bajo las carnosas hojas y las blancas flores flotantes de los lirios de agua. Varios hombres con abigarradas chaquetas bordadas en oro y plata y mujeres con amplios vestidos aún más profusamente adornados hacían deferente compañía a una mujer de pelo dorado rojizo que, sentada en el borde del estanque, tocaba con la punta de los dedos el agua, mirando tristemente a los peces que se acercaban a ellos con la esperanza de recibir comida. En el tercer dedo de la mano izquierda llevaba un anillo con la forma de la Gran Serpiente. A su lado había un hombre moreno de elevada estatura vestido con una chaqueta cuya seda roja casi ocultaban por completo las hojas y volutas incrustadas en ella, pero fue la mujer quien retuvo la atención de Mat.

No tuvo necesidad de reparar en la guirnalda de delicadas rosas de oro que la coronaba, ni en la roja estola que pendía sobre su vestido blanco con rayas rojas longitudinales en las que se repetían, bordados, los Leones de Andor, para saber que se hallaba ante Morgase, por la gracia de la Luz, reina de Andor, Defensora del Reino, Protectora del Pueblo, Cabeza Insigne de la casa Trakand. Tenía el rostro y la belleza de Elayne, pero era lo que Elayne sería en la plenitud de su madurez. Las otras mujeres quedaban en segundo plano, difuminadas por su sola presencia.

«Bailaría una giga con ella, y también le daría un beso a la luz de la luna, tenga los años que tenga». Volvió a tomar conciencia de la realidad. «¡Recuerda bien quién es!»

Tallanvor flexionó una rodilla y apoyó un puño en las blancas losas del suelo. —Mi reina, he acompañado hasta aquí a un mensajero que trae una carta de lady Elayne.

Mat observó la postura del oficial y después se contentó con realizar una profunda reverencia.

—De la heredera del trono… eh… mi reina.

Tendió la carta hacia adelante, de modo que quedara visible la dorada cera del sello. «En cuanto la haya leído y sepa que Elayne está bien, se lo diré». Morgase clavó sus oscuros ojos azules en él. «¡Luz! En cuanto se le haya pasado el mal humor».

—¿Traéis una carta de la granuja de mi hija? —Aunque su tono era frío, presagiaba un arrebato de cólera—. ¡Eso debe de representar que sigue viva al menos! ¿Dónde está?

—En Tar Valon, mi reina —consiguió articular. «Luz, cómo me gustaría ver un duelo de miradas entre ella y la Amyrlin». Bien pensado decidió que preferiría no presenciarlo—. Al menos estaba allí cuando yo me fui.

Morgase efectuó un impaciente gesto, y Tallanvor se levantó para tomar la misiva de manos de Mat y entregársela a ella. Miró, ceñuda, un instante el precinto en relieve de lirio y luego lo rompió con un seco movimiento de muñecas. Mientras leía, murmuraba para sí, sacudiendo la cabeza a cada línea.

—Veremos si mantiene su palabra… —Su expresión se animó de repente—. Gaebril, la han ascendido a Aceptada. Lleva menos de un año en la Torre y ya la han promovido. —La sonrisa se esfumó tan de improviso como había aparecido y sus labios se fruncieron—. Cuando le ponga las manos encima a esa descarriada muchacha, deseará volver a ser una novicia.

«Luz —se alarmó Mat—, ¿no habrá nada que la ponga de buen humor?» Aunque estaba resuelto a revelar lo que había escuchado, lo angustiaba tener que hacerlo cuando ella parecía tan airada como para mandar a alguien al patíbulo.

—Mi reina, por azar he oído…

—Silencio, muchacho —indicó tranquilamente el individuo moreno de la chaqueta con incrustaciones de oro. Era un hombre de buen ver, casi tan atractivo como Galad y con una apariencia casi igual de juvenil, a pesar de las canas que entreveraban sus sienes, pero en mayor escala, de una estatura superior a la de Rand y un torso tan desarrollado como el de Perrin—. Escucharemos lo que tienes que decirnos dentro de un momento. —Alargó la mano y le quitó a Morgase la carta de la mano. Ella clavó una airada mirada en él, y Mat percibió un inminente empeoramiento de su genio, pero el hombre posó una fuerte mano en su hombro, sin apartar los ojos de lo que leía, disipando la furia de Morgase—. Al parecer ha vuelto a abandonar la Torre —dijo—. Al servicio de la Sede Amyrlin. Esa mujer ha vuelto a propasarse, Morgase.

A Mat no le costó esfuerzo mantener la boca cerrada. «Suerte». Tenía la lengua pegada al paladar. «A veces no sé si es bueno o malo». Aquel hombre era el de la voz profunda que había oído antes, el «Gran Amo» que quería la cabeza de Elayne. «Ella lo ha llamado Gaebril. ¿Su consejero quiere asesinar a Elayne? ¡Luz!» Y Morgase levantaba embelesada la vista hacia él como un perro acariciado por su amo.

Gaebril clavó unos ojos casi negros en Mat. Tenía una mirada vigorosa en la que se advertía sabiduría.

—¿Qué puedes decirnos de esto, muchacho?

—Nada… eh…, mi señor. —Mat carraspeó; era peor padecer el escrutinio de aquel hombre que el de la Amyrlin—. Fui a Tar Valon a ver a mi hermana. Es una novicia. Elsa Grinwell, se llama. Yo soy Thom Grinwell, mi señor. Lady Elayne se enteró de que tenía intención de visitar Caemlyn de regreso a casa… Soy de Comfrey, mi señor, un pueblecito situado al norte de Baerlon; nunca había visto una población mayor que Baerlon antes de ir a Tar Valon… y me dio… lady Elayne, me refiero… esa carta para que la trajera.

Le pareció que Morgase lo había mirado fijamente al decir que era de la zona del norte de Baerlon, pero sabía que había un pueblo llamado Comfrey allí, porque recordaba haberlo oído mencionar.

—¿Sabes adónde iba a ir Elayne, muchacho? —preguntó Gaebril tras asentir con la cabeza—. ¿O a qué se debía su viaje? Di la verdad y no tendrás nada que temer. Miente y serás sometido a interrogatorio.

—Mi señor —respondió Mat con expresión de preocupación que no hubo de fingir—, sólo vi a la heredera del trono una vez. Me dio la carta… ¡y un marco de oro!… y me dijo que la llevara a la reina. Sólo sé que ponía en ella lo que he oído ahora.

Gaebril adoptó un ademán reflexivo, y Mat no pudo distinguir en su sombrío rostro si había creído algo de lo que había dicho o no.

—No, Gaebril —dijo de improviso Morgase—. Ya son demasiados los que han padecido interrogatorios. He visto la necesidad de ello que vos me habéis hecho comprender, pero no en este caso. No tratándose de un muchacho que ha traído una carta cuyo contenido desconoce.

—Se hará como ordene mi reina —acató el hombre moreno.

Había utilizado un tono respetuoso, pero le rozó la mejilla de un modo que le hizo subir los colores a la cara y abrir los labios como si esperara recibir un beso.

—Dime, Thom Grinwell —inquirió Morgase tras inspirar entrecortadamente—, ¿tenía buen aspecto mi hija cuando la viste?

—Sí, mi reina. Sonreía, reía, tenía un hablar descarado… quiero decir…

Morgase rió quedamente al advertir su embarazo.

—No temas, joven. Elayne se muestra descarada, más a menudo de lo conveniente. Me alegra que esté bien. —Aquellos ojos azules lo observaron con atención—. A un joven que sale de su pueblo suele costarle volver a él. Me parece que viajarás hasta tierras más lejanas antes de retornar a Comfrey. Puede que incluso regreses a Tar Valon. Si lo haces, y ves a mi hija, dile que la gente se arrepiente casi siempre de lo que dicen en los arrebatos de ira. No la sacaré prematuramente de la Torre Blanca. Dile que con frecuencia recuerdo el tiempo que pasé allí y que añoro las tranquilas conversaciones sostenidas con Sheriam en su estudio. Dile que he dicho esto, Thom Grinwell.

—Sí, mi reina. —Mat se encogió de hombros, azorado—. Pero… eh… no tengo intención de volver a Tar Valon. Una vez en la vida es suficiente. Mi padre me necesita para ayudar en el trabajo de la granja y, estando yo fuera, mis hermanas tienen que ordeñar las vacas.

Gaebril se echó a reír, divertido.

—¿Estás ansioso por ordeñar vacas, chico? Quizá deberías ver un poco de mundo antes de que cambie. ¡Toma! —Sacó una bolsa y se la tiró; Mat notó las monedas a través de la gamuza al recogerla—. Si Elayne puede darte un marco de oro por llevar su carta, yo te daré diez por traerla a su destino. Conoce mundo antes de volver con tus vacas.

—Sí, mi señor. —Mat levantó la bolsa y esbozó una débil sonrisa—. Gracias, mi señor.

El hombre ya lo había despedido con un gesto y se había girado hacia Morgase con los puños apoyados en las caderas.

—Creo que ha llegado el momento, Morgase, de abrir esa llaga purulenta instalada en la frontera de Andor. Por vuestro matrimonio con Taringail Damodred, tenéis derecho a ocupar el Trono del Sol. La guardia real puede apoyar esa aspiración con fundadas bases. Tal vez yo pueda incluso ayudarlos, en cierta insignificante manera. Escuchadme.

Tallanvor tocó a Mat en el brazo y ambos retrocedieron, ofreciendo reverencias que Mat no creyó que nadie advirtiera. Gaebril seguía hablando, y todos los señores y damas estaban pendientes de sus palabras. Morgase fruncía el entrecejo al escuchar, pero asentía con tanta vehemencia como los demás.

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