Perrin saltó de la cama y comenzó a vestirse, sin importarle si Zarina miraba o no. Tenía muy claro lo que él iba a hacer, pero de todos modos consultó a Moraine.
—¿Nos vamos?
—A menos que quieras profundizar tu contacto con Sammael —repuso secamente ésta.
Un trueno bramó en el cielo como para dar realce a su frase. La Aes Sedai apenas había dedicado una ojeada a Zarina.
Mientras se remetía el faldón de la camisa en los pantalones, echó de menos no llevar puestas la chaqueta y la capa. La mención concreta del nombre del Renegado parecía haber enfriado la atmósfera de la habitación. «No teníamos bastante con Ba’alzemon que ahora andan sueltos también los Renegados. Luz, ¿tiene siquiera sentido ahora que encontremos a Rand? ¿Será demasiado tarde?» De todas formas siguió vistiéndose. La otra opción era sucumbir al desaliento, y la gente de Dos Ríos no se daba por vencida así como así.
—¿Sammael? —dijo débilmente Zarina—. ¿Uno de los Renegados gobierna…? ¡Luz!
—¿Todavía deseas acompañarnos? —inquirió con suavidad Moraine—. En las presentes condiciones no te obligaría a permanecer aquí, pero te daré una última oportunidad de jurar que tomarás un camino distinto del mío.
Zarina titubeó y Perrin se quedó inmóvil a medio ponerse la chaqueta. Nadie elegiría sin duda ir con personas que habían provocado la ira de uno de los Renegados. Y menos ahora que ya sabía algo acerca de los peligros a que se enfrentaban. «A no ser que tenga una buena razón para ello». Definitivamente, cualquiera que acabara de oír que uno de los Renegados estaba libre debería estar corriendo ya en busca de un barco de los Marinos con intención de comprar un pasaje para ir al otro lado del Yermo de Aiel, en lugar de estar sentado reflexionando.
—No —rechazó al cabo Zarina, y él comenzó a relajarse—. No, no juraré tomar otro camino. Tanto si me conducís al Cuerno de Valere como si no, ni siquiera el que lo encuentre vivirá una hazaña como ésta. Estoy convencida de que esta gesta se perpetuará a lo largo de varias eras, Aes Sedai, y yo seré partícipe de ella.
—¡No! —espetó Perrin—. Éste no es un motivo suficiente. ¿Qué quieres?
—No tengo tiempo para riñas —los interrumpió Moraine—. Lord Brend se enterará de un momento a otro de que uno de sus Sabuesos ha muerto. Tened por seguro que deducirá que hay un Guardián tras ello y vendrá en busca de la Aes Sedai del Gaidin. ¿Pensáis quedaros aquí hasta que descubra dónde estamos? ¡Moveos, chiquillos insensatos! ¡Moveos! —Se esfumó por el pasillo sin darles tiempo a abrir la boca.
Zarina no se hizo de rogar y se fue corriendo a su habitación sin llevarse la vela. Perrin recogió apresuradamente sus cosas y se precipitó hacia la escalera trasera abrochándose el cinto del hacha. Allí se encontró con Loial, que intentaba introducir un libro de tapas de madera en las alforjas al tiempo que se ponía la capa. Perrin lo ayudó con la capa mientras bajaban a toda prisa, y Zarina les dio alcance antes de que salieran por la puerta.
Perrin encogió los hombros para protegerse de la lluvia y se dirigió corriendo al establo por el patio, oscurecido a causa de la tormenta, sin perder tiempo en subirse la capucha. «Debe de tener un buen motivo. ¡Sólo una loca consideraría una razón de fundamento el ser copartícipe de una gesta!» Antes de llegar a las caballerizas, ya tenía el pelo empapado y los rizos le caían, aplastados, en la frente.
Moraine estaba adentro, con una capa de hule perlada de gotas de lluvia, y Nieda sostenía una linterna para alumbrar a Lan, que acababa de ensillar los caballos. Había uno de más, un caballo castrado bayo con un hocico aún más imponente que la nariz de Zarina.
—Enviaré palomas todos los días —prometía la gruesa posadera—. Nadie sospechará de mí. ¡La Fortuna me valga! Si hasta los Capas Blancas tienen un elevado concepto de mí.
—¡Escuchadme bien, mujer! —espetó Moraine—. No estoy hablando de un Capa Blanca ni de un Amigo Siniestro. Vais a abandonar esta ciudad y llevaros con vos a toda persona a quien estiméis. Me habéis obedecido durante doce años. ¡Obedecedme ahora! —Nieda asintió con desgana, y Moraine emitió un gruñido de exasperación.
—El bayo es para ti, muchacha —comunicó Lan a Zarina—. Sube. Si no sabes montar, aprenderás sobre la marcha.
Apoyando una mano en la alta perilla, la joven se instaló con ligereza en la silla.
—Ahora que me acuerdo, semblante pétreo, fui una vez a caballo. —Se volvió para atar su bolsa detrás.
—¿A qué os referíais, Moraine? —preguntó Perrin al tiempo que arrojaba su alforja a lomos de Brioso—. Habéis dicho que averiguaría dónde estoy. Lo sabe. ¡Los Hombres Grises! —Nieda soltó una risita, y él se preguntó con irritación hasta qué punto estaba informada o creía en las cosas que aseguraba no creer.
—Sammael no mandó a los Hombres Grises. —Moraine montó con una fría y erguida precisión, casi como si no tuviera prisa alguna—. El Sabueso del Oscuro era, sin embargo, suyo. Creo que siguió mi rastro. Él no habría enviado a los dos. Alguien te persigue, pero me parece que Sammael ignora incluso tu existencia.
Perrin se quedó parado mirándola con un pie en el estribo, pero ella consideró más urgente acariciar el arqueado cuello de su yegua que responder a los interrogantes planteados en su rostro.
—Tanto mejor que yo haya ido tras de ti —dijo Lan.
—Ojalá fueras una mujer, Gaidin —bufó la Aes Sedai—. ¡Así podría enviarte a la Torre como novicia para que aprendieras a obedecer! —Él enarcó una ceja, tocó la empuñadura de su espada y luego subió a caballo. Moraine suspiró—. Quizás haya sido mejor que desobedecieras mi orden. A veces es preferible. Además, no creo que ni Sheriam y Siuan Sanche juntas fueran capaces de inculcarte la virtud de la obediencia.
—No comprendo —reconoció Perrin. «Por lo visto repito mucho esto últimamente y ya estoy harto. Quiero una respuesta comprensible». Subió a caballo para que Moraine no siguiera mirándolo desde arriba; ya tenía bastante ventaja sobre él sin añadir aquello—. Si no fue él el que mandó a los Hombres Grises, ¿quién fue? Si un Myrddraal u otro Renegado… —Calló para tragar saliva. «¡OTRO Renegado! ¡Luz!»—. Si lo envió alguien más, ¿por qué no se lo dijeron? Todos son Amigos Siniestros, ¿no es así? ¿Y por qué yo, Moraine? ¿Por qué yo? ¡Rand es el maldito Dragón Renacido!
Hasta que no oyó las exclamaciones de Zarina y Nieda, no advirtió el alcance de lo que había dicho. La mirada de Moraine parecía desollarlo con tanta eficacia como la más acerada hoja. «Maldita lengua. ¿Cuándo dejaré de pararme a pensar antes de hablar?» Tuvo la impresión de que aquello había ocurrido la primera vez que había sentido los ojos de Zarina clavados en él. Ahora estaba mirándolo, boquiabierta.
—A partir de ahora estás inextricablemente unida a nosotros —comunicó Moraine a la muchacha—. No tienes posibilidad de echarte atrás. Nunca. —Parecía que Zarina quería decir algo y no se atrevía, pero la Aes Sedai ya había dejado de prestarle atención—. Nieda, huid esta noche. ¡Sin perder ni un minuto! Y refrenad la lengua aún más de lo que lo habéis hecho en todos estos años. Hay quien os la cortaría por lo que pudierais decir, antes de que yo os encontrara. —La dureza de su tono no dejaba dudas respecto a la naturaleza del encuentro, y Nieda asintió vigorosamente con la cabeza como si hubiera tomado en cuenta todas las posibilidades.
»En cuanto a ti, Perrin. —La blanca yegua se aproximó, y él no pudo evitar echar atrás la espalda con aprensión—. Hay muchos hilos intercalados en el Entramado, y algunos son tan negros como la propia Sombra. Vigila que uno de ellos no te estrangule. —Sus talones rozaron los flancos de Aldieb y la yegua se alejó velozmente bajo la lluvia, seguida de cerca por Mandarb.
«Condenada Moraine —rumió Perrin, partiendo tras ellos—. A veces no sé de qué lado estáis». Lanzó una mirada a Zarina, que cabalgaba junto a él como si hubiera nacido montada en una silla. «¿Y de qué lado estás tú?»
La lluvia, que mantenía la gente a resguardo en sus casas, impedía testigos visibles de su paso, pero también entorpecía el avance de sus monturas sobre el irregular pavimento de piedra. Cuando llegaron a la ruta de Maredo, un ancho camino de tierra apisonada que atravesaba en dirección norte las marismas, el aguacero había comenzado a amainar y, aunque los truenos todavía retumbaban, los relámpagos caían lejos de ellos, probablemente en el mar.
Perrin consideró una circunstancia afortunada que la lluvia hubiera durado el tiempo necesario para encubrir su partida y que ante ellos se presentara una noche clara propicia para cabalgar. Así lo expresó al Guardián, pero éste sacudió en desacuerdo la cabeza.
—Los Sabuesos del Oscuro prefieren las noches estrelladas, herrero, y detestan la lluvia. Una buena tormenta puede llegar a mantenerlos completamente a raya.
Como si la hubiera invitado con sus palabras, la lluvia se redujo a una fina llovizna. Perrin oyó que Loial gemía tras él.
Las marismas se interrumpían a unos tres kilómetros de la ciudad, pero el camino se prolongaba, desviándose ligeramente hacia el este. El crepúsculo ensombrecido por las nubes cedió paso a la noche y la lluvia siguió cayendo mansamente. Los cascos de los caballos levantaban salpicaduras en los charcos. La luna se asomaba de vez en cuando por entre las nubes. A su alrededor el terreno empezó a puntearse de colinas bajas y se acrecentó la densidad de los árboles. Perrin previó encontrar más adelante un bosque, cosa que no supo decidir si les sería favorable o perjudicial, puesto que si, por una parte, la espesura podía servirles para esconderse, también facilitaría a sus perseguidores llegar a ellos sin ser vistos.
A lo lejos sonó tras ellos un tenue aullido. Por un momento pensó que era un lobo y, para su sorpresa, ya intentaba establecer contacto con él antes de atajar conscientemente la comunicación. El grito se repitió de nuevo, y entonces supo que no era el de un lobo. Como un eco se oyeron, a varios kilómetros de distancia, unos horripilantes gemidos, augurios de sangre y de muerte, del reino de una pesadilla. Lan y Moraine aminoraron inopinadamente el paso y la Aes Sedai se puso a estudiar los cerros circundantes.
—Están muy lejos —observó—. No nos alcanzarán si continuamos a esta marcha.
—¿Los Sabuesos del Oscuro? —murmuró Zarina—. ¿Son Sabuesos del Oscuro? ¿Estáis segura de que es la Cacería Salvaje, Aes Sedai?
—Lo es —respondió Moraine—. Lo es.
—Nunca se corre más que los Sabuesos del Oscuro, herrero —afirmó Lan—, ni con el más veloz de los caballos. Al final siempre se debe enfrentar uno a ellos y derrotarlos, o, de lo contrario, lo abatirán.
—Podría haberme quedado en el stedding —se lamentó Loial—. Mi madre me habría obligado a casarme, pero no habría sido una mala vida. Largas horas de lectura. No tenía por qué venir al Exterior.
—Allí —dijo Moraine, señalando un elevado montículo sin árboles a cierta distancia a su derecha. Perrin tampoco advirtió ningún árbol en un radio de doscientos metros—. Debemos verlos venir para tener alguna posibilidad contra ellos.
Los espantosos aullidos de los Sabuesos del Oscuro sonaron de nuevo, más cercanos, y sin embargo todavía lejos.
Lan aligeró un poco el paso de Mandarb ahora que Moraine había elegido el lugar. En la subida, las herraduras de los caballos resonaron sobre las piedras medio enterradas lavadas por la llovizna. Perrin juzgó que tenían demasiados cantos esquinados para ser naturales. En la cima desmontaron alrededor de algo semejante a un canto rodado aplanado. La luna apareció por una rendija entre las nubes, y entonces vio una cara de piedra roída por la intemperie de casi dos metros de longitud. Una cara de mujer, seguramente, dedujo Perrin por su cabello. Con la lluvia, daba la impresión de que lloraba.
Moraine desmontó y tendió la mirada en la dirección de donde provenían los aullidos. Era una encapuchada figura en sombras en cuya capa de hule perlada de agua se reflejaba la luz de la luna.
Loial llevó el caballo junto a la escultura y luego se inclinó para palparla.
—Creo que era una Ogier —dictaminó al fin—. Pero esto no es un antiguo stedding, porque yo lo notaría. Todos nosotros lo notaríamos. Y estaríamos a resguardo de los Engendros de la Sombra.
—¿Qué estáis mirando? —Zarina miró con ojos entornados la roca—. ¿Qué es? ¿Quién era?
—Muchas naciones han surgido y se han perdido desde el Desmembramiento —dijo Moraine sin volverse—. Algunas sólo han dejado nombres en amarillentas páginas o líneas en un descolorido mapa. ¿Dejaremos nosotros siquiera eso?
Los sangrientos aullidos volvieron a sonar aún más cerca. Perrin intentó calcular el ritmo de su marcha y llegó a la conclusión de que el Guardián había estado en lo cierto; los caballos no hubieran podido superar su velocidad. No tendrían que esperar mucho rato.
—Ogier —indicó Lan—, vos y la muchacha sostened las riendas de los caballos. —Zarina protestó, pero él no le hizo el menor caso—. Tus cuchillos no servirían de mucho aquí, muchacha. —Desenvainó la espada y la hoja destelló con los rayos de luna—. Incluso esto no es más que un recurso extremo. Por el sonido, deben de ser diez y no uno. Vuestra función es evitar que los caballos salgan corriendo al percibir el olor de los Sabuesos del Oscuro. Ni el propio Mandarb lo tolera bien.
Si la espada del Guardián no era un arma eficaz, tampoco lo sería el hacha. Perrin sintió algo próximo al alivio al hacerse tal reflexión, pues no le apetecía usarla ni aun contra Engendros de la Sombra. Sacó el arco de debajo de la cincha de Brioso.
—Quizás esto sirva de algo.
—Inténtalo si quieres, herrero —dijo Lan—. Tardan en morir. Quizá mates alguno.
Perrin extrajo una cuerda de arco de repuesto del bolsillo, tratando de protegerla de la mansa lluvia, pues la fina capa de cera de abeja que la recubría no la protegía efectivamente contra la humedad prolongada. Con el arco inclinado entre las piernas, lo dobló sin esfuerzo y fijó los aros de la cuerda en los ganchos de la madera. Cuando levantó la espalda, ya se veían los Sabuesos del Oscuro.
Corrían como caballos al galope y, cuando posó la mirada en ellos, cobraron velocidad. No eran más que diez voluminosas formas que surcaban la noche, recorriendo como flechas la distancia que separaba los escasos árboles, y, con todo, extrajo una flecha de ancha punta de la aljaba y la aprestó. Había distado mucho de ser el mejor arquero de Campo de Emond, pero, entre los jóvenes, sólo Rand lo había superado.
«Dispararé a doscientos cincuenta metros», decidió. «¡Insensato! A duras penas le darías a un blanco inmóvil a esa distancia. Pero si espero, con la rapidez con que avanzan… Sólo tengo que imaginar que ese bulto es un perro grande». Se instaló al lado de Moraine, puso el arco en alto, acercó la flecha de ganso a la oreja, y disparó. Tuvo la certeza de que el proyectil había acertado a la sombra más próxima, pero la única reacción fue un gruñido. «No va a dar resultado. ¡Se acercan demasiado deprisa!» Ya estaba preparando otra flecha. «¿Por qué no hacéis nada, Moraine?» Veía sus ojos, relucientes como la plata, sus dientes brillantes como acero bruñido. Negros como la misma noche y tan grandes como pequeños ponis, se dirigían hacia él velozmente ahora en silencio, con ansias asesinas. El viento trajo un olor similar al azufre quemado; las monturas, incluido el caballo de guerra de Lan, se pusieron a relinchar despavoridas. «¡Maldita sea, Aes Sedai, haced algo!» Volvió a tirar, y el Sabueso más adelantado dio un traspié y prosiguió su avance. «¡Pueden morir!» Disparó una vez más, y entonces el Sabueso se tambaleó, se irguió de nuevo y después cayó, pero en ese mismo instante la desesperación se adueñó de él. Mientras abatía a uno, los otros nueve habían cubierto ya dos tercios de la distancia que los separaba de ellos y parecían correr aún más rápido, como sombras proyectadas en el suelo. «Otra flecha. Queda tal vez tiempo para otra, y luego será el hacha. ¡Maldita sea, Aes Sedai!» Lanzó un nuevo proyectil.
—Ahora —dijo Moraine al tiempo que su flecha salía disparada.
Entre sus manos, el aire se incendió y partió como un rayo en dirección a los Sabuesos, iluminando la noche. Los caballos chillaron y se encabritaron.
Perrin se escudó los ojos con el brazo para protegerlos de la deslumbrante luz y del calor, equiparable al de una forja abierta en su cara; en la oscuridad se hizo súbitamente el mediodía e, igual de improviso, desapareció. Cuando se destapó los ojos, las chispas bailaban ante ellos junto a la reminiscencia de la imagen de aquella franja de fuego. En el lugar que habían ocupado los Sabuesos del Oscuro no quedaba más que la tierra lamida por la llovizna, y las únicas sombras que se movían eran las de las nubes que pasaban frente a la luna.
«Pensaba que les arrojaría fuego, o un rayo, pero esto…»
—¿Qué era eso? —preguntó con voz ronca.
Moraine tendía de nuevo la mirada hacia Illian, como si pudiera ver algo entre todos aquellos kilómetros de oscuridad prolongada.
—Tal vez no lo ha visto —dijo, casi para sí—. Está lejos, y, si no estaba observando, quizá no lo haya percibido.
—¿Quién? —inquirió con voz temblorosa Zarina—. ¿Sammael? Habéis dicho que estaba en Illian. ¿Cómo podría ver algo desde allí? ¿Qué habéis hecho?
—Algo prohibido —respondió fríamente Moraine—. Prohibido por votos casi tan vinculantes como los Tres Juramentos. —Tomó las riendas de Aldieb de manos de la muchacha y le dio unas palmadas en el cuello para tranquilizarla—. Algo que no se había utilizado por espacio de casi dos mil años. Algo que podría acarrearme la neutralización por el mero hecho de conocerlo.
—Quizá… —La voz de Loial sonó como un quedo bramido—. Quizá deberíamos irnos… Podría haber más.
—Creo que no —opinó la Aes Sedai, montando—. No soltaría dos manadas a la vez, aun en caso de que las tuviera, porque se pelearían entre sí en lugar de atacar a su presa. Si nosotros fuéramos su principal objetivo, habría venido él en persona. Nosotros éramos… una molestia, diría —su calmado tono dejaba claro que no le complacía ser considerada con tanta ligereza—, y tal vez una pieza extra que podía añadir a su morral, con tal que no le causáramos demasiado esfuerzo. De todas formas, es mejor no permanecer cerca de él más de lo imprescindible.
—¿Rand? —preguntó Perrin y casi sintió cómo Zarina se inclinaba hacia adelante para escuchar—. Si nosotros no somos el objeto principal de su persecución, ¿lo es Rand?
—Tal vez —respondió Moraine—. O puede que sea Mat. Recuerda que él también es ta’veren y que fue él quien hizo sonar el Cuerno de Valere.
Zarina sofocó un grito.
—¿Que lo hizo sonar? ¿Alguien lo ha encontrado ya?
Sin hacerle el menor caso, la Aes Sedai clavó fijamente la mirada en los ojos de Perrin, que brillaban como oro bruñido en la oscuridad.
—Una vez más los acontecimientos se me adelantan. No me gusta esto. Y a ti tampoco debería gustarte. Si los acontecimientos me superan, podrían muy bien dejarte en el camino a ti, y al resto del mundo contigo.
—Nos quedan muchas leguas hasta Tear —señaló Lan, ya a caballo—. La sugerencia del Ogier es acertada.
Al cabo de un momento Moraine irguió la espalda y tocó las costillas de la yegua con los talones. Para cuando Perrin hubo soltado la cuerda del arco y tomado las riendas de Brioso, que sostenía Loial, ya se encontraba en mitad de la ladera del montículo. «¡Condenada Moraine! ¡Encontraré las respuestas en algún sitio!»
Recostado sobre un tronco caído, aún con la humedad calada en los huesos pese a que las lluvias habían cesado tres días antes, Mat disfrutaba del calor de la fogata, aunque en ese preciso momento apenas si reparaba en sus ondulantes llamas. Examinó con aire pensativo el pequeño cilindro encerado que tenía en la mano. Thom, concentrado en afinar su arpa, refunfuñaba entre dientes acerca de la lluvia y la humedad, sin mirar para nada a Mat. Los grillos cantaban en el oscuro bosquecillo que los rodeaba. Sorprendidos por el crepúsculo entre dos poblaciones, habían elegido aquel soto alejado del camino. Las dos noches anteriores habían tratado de ofrecer una suma de dinero a cambio de una habitación, y en ambas ocasiones un granjero les había azuzado los perros.
Mat desenfundó su cuchillo y vaciló un momento. «Es cuestión de suerte. Dijo que sólo explotaba a veces. Suerte». Con todo el cuidado posible, rajó longitudinalmente el tubo. Era un tubo y, tal como había previsto, de papel —allá en el pueblo había encontrado pedazos de papel en el suelo después de los espectáculos de fuegos artificiales—, de varias capas de papel, pero en su interior no había más que algo parecido a tierra, o quizás a pequeños guijarros de color gris oscuro mezclados con polvo. Lo removió sobre la palma de la mano con un dedo. «¿Cómo demonios pueden explotar los guijarros?»
—¡La Luz me consuma! —tronó Thom, introduciendo el arpa en su funda como si quisiera protegerla contra lo que Mat tenía en la mano—. ¿Es que pretendes matarnos a los dos? ¿No has oído nunca que esas sustancias hacen explosión con una violencia diez veces superior en contacto con el aire que con el fuego? Los fuegos de artificio son lo más parecido a los portentos producidos por una Aes Sedai, chico.
—Puede que sí —admitió Mat—, pero Aludra no tenía aspecto de Aes Sedai. Yo también pensaba eso del reloj de maese al’Vere, que era una prodigiosa obra de Aes Sedai, pero, cuando abrí la caja por detrás, vi que estaba lleno de piezas metálicas. —Se removió inquieto al evocar el recuerdo. La señora al’Vere fue la primera en atraparlo esa vez, y tras ella llegaron la Zahorí, su padre y el alcalde, y ninguno de ellos creyó que sólo pretendiera mirar. «Podría haber retrasado la hora y todo el mundo la habría seguido»—. Creo que Perrin podría fabricar uno si viera todas esa ruedecillas y muelles y no sé qué más.
—Te sorprendería saber, chico —observó secamente Thom— que incluso un mal fabricante de relojes es un hombre considerablemente rico, y se lo tienen bien ganado. ¡Pero un reloj no le estalla a nadie en la cara!
—Esto tampoco ha estallado. Bueno, ahora ya no sirve.
Arrojó el puñado de papel y diminutos guijarros al fuego al tiempo que Thom exhalaba un chillido; se produjeron chispas y pequeños fogonazos, y el aire se impregnó de un olor a humo acre.
—Estás tratando de matarnos. —La temblorosa voz de Thom iba cobrando intensidad y agudeza a medida que hablaba—. ¡Si decido que tengo ganas de morir, iré al palacio real al llegar a Caemlyn y le daré un pellizco a Morgase! —Sus largos bigotes se agitaban—. ¡No vuelvas a hacerlo!
—¡Si no ha explotado! —dijo Mat, observando el fuego. Tomó el rollo de hule que tenía al otro lado del tronco y extrajo un cohete del tamaño superior contiguo—. ¿Por qué no habrá habido detonación?
—¡Me tiene sin cuidado por qué no ha habido detonación! ¡No vuelvas a hacerlo!
Mat lo miró y se echó a reír.
—Parad de temblar, Thom. No hay de qué temer. Ahora ya sé qué hay adentro. Cuando menos sé qué aspecto tiene, pero… No lo digáis. No voy a abrir ninguno más. De todas formas, es más divertido lanzarlos.
—Yo no tengo miedo, mugriento porquero —manifestó Thom con artificiosa dignidad—. Tiemblo de rabia porque estoy viajando con un patán descerebrado que podría acabar matándonos a los dos porque es incapaz de pensar más allá de su propia…
—¡Eh, los del fuego!
Mat cruzó miradas de sorpresa con Thom mientras se acercaban los caballos. Era demasiado tarde para que las personas honradas cabalgaran por los caminos. Sin embargo, los guardias de la reina mantenían libres de maleantes las rutas a esa distancia de Caemlyn, y los cuatro jinetes que se aproximaron al fuego no tenían aspecto de rufianes. Uno de ellos era una hermosa mujer de ojos azules aderezada con un collar de oro y ataviada con un vestido de seda gris y una capa de terciopelo de holgada capucha. Los hombres, vestidos todos con largas capas, parecían sus criados. Los hombres desmontaron. Uno de ellos le sostuvo las riendas y otro el estribo y luego se dirigió al fuego, sonriendo a Mat mientras se quitaba los guantes.
—Lamentablemente nos ha sorprendido la noche en pleno campo —dijo—, y por ello me veo obligada a importunaros preguntándoos las señas de alguna posada, si es que conocéis alguna.
Mat sonrió y se dispuso a levantarse. Aún estaba encorvado cuando oyó que uno de los hombres murmuraba algo y advirtió que otro sacaba una ballesta de debajo de la capa, cargada con una saeta.
—¡Mátalo, idiota! —gritó la dama.
Mat arrojó el cohete a las llamas y se abalanzó hacia su barra. Se originó una explosión y un fogonazo de luz.
—¡Aes Sedai! —exclamó uno de los individuos.
—¡Fuegos de artificio, tonto! —lo disuadió la mujer.
Cuando se puso en pie con el bastón en la mano, Mat vio la saeta de ballesta clavada en el tronco, casi en el punto exacto donde había estado sentado, y al sujeto que la había disparado cayendo con la empuñadura de uno de los cuchillos de Thom en medio del pecho.
Fue todo cuanto tuvo tiempo de ver, pues los otros dos desconocidos se abalanzaron contra él, desenvainando espadas. Uno de ellos cayó de repente de rodillas y, soltando la espada, se desmoronó de bruces agarrándose el cuchillo hundido en su espalda. Su compañero no vio cómo caía; evidentemente esperaba actuar en conjunto con él, dividiendo la atención de su adversario, cuando asestó una estocada hacia el tronco de Mat. Casi con desdén, Mat le golpeó la muñeca con el extremo de la barra y envió la espada por los aires, y luego le descargó la otra punta en la frente. El individuo puso los ojos en blanco y se vino abajo.
Mat vio de soslayo que la mujer caminaba hacia él y le apuntó con un dedo a guisa de cuchillo.
—¡Lleváis lujosas ropas para ser una ladrona, señora! Sentaos hasta que haya decidido qué haré con vos o si no…
La mujer miró con igual sorpresa que Mat el cuchillo que de improviso brotó de su garganta, el pistilo de una flor roja de sangre. Dio un paso adelante como para sostenerla en su caída, sabiendo que era inútil. La larga capa se desplegó sobre ella, cubriéndola por completo, a excepción de la cara y la empuñadura del cuchillo de Thom.
—Demonios —murmuró Mat—. ¡Sois un bellaco, Thom Merrilin! ¡Una mujer! Luz, podríamos haberla atado y entregado mañana a los guardias de la reina en Caemlyn. Luz, podría haberla dejado marcharse incluso. No robaría a nadie sin esos tres, y el único que queda vivo tardará días en tenerse en pie y meses en poder empuñar una espada. ¡Demonios, Thom, no había necesidad de matarla!
El juglar se acercó cojeando a la mujer y apartó la capa con el pie. La daga, de hoja tan ancha como el pulgar de Mat y una longitud de dos manos, le había caído de la mano.
—¿Preferirías que hubiera esperado a que te la clavara en las costillas, chico? —Recuperó su propio cuchillo y lo limpió con la capa de la muerta.
Mat advirtió que estaba canturreando Llevaba una máscara que le ocultaba la cara y paró en seco. Se inclinó y tapó el rostro de la desconocida con la capucha de su capa.
—Será mejor que nos pongamos en marcha —propuso—. No quiero tener que dar explicaciones si por azar pasara una patrulla de guardias por aquí.
—¿Yendo vestida así? —dijo Thom—. ¡Seguro que no haría falta! Deben de haber asaltado el carruaje de la esposa de un mercader o de alguna aristócrata. —Suavizó el tono—. Si vamos a irnos, chico, debes ensillar tu caballo.
Mat dio un respingo y apartó los ojos del cadáver de la mujer.
—Sí, ¿verdad? —No volvió a mirarla.
En lo referente a los hombres no experimentaba tales remordimientos. En su opinión, cualquier varón que decidiera robar y matar tenía bien merecido lo que le sucediera cuando perdía la partida. No fijó la mirada en ellos, pero tampoco la desvió si topaba con uno de los maleantes. Fue después de haber ensillado su montura y atado su equipaje en la grupa, mientras cubría con tierra el fuego, cuando sus ojos se posaron en el hombre que había disparado la ballesta. Había algo familiar en sus rasgos, en la manera como el humeante fuego proyectaba sombras en ellos. «La suerte —se dijo—. Siempre la suerte».
—El ballestero era un buen nadador, Thom —señaló al montar a caballo.
—¿Qué tonterías estás diciendo? —El juglar ya estaba a caballo también y su atención se concentraba más en la buena instalación de las fundas de sus instrumentos detrás de la silla que en los muertos—. ¿Cómo ibas a saber tú si sabía nadar siquiera?
—Llegó a tierra desde una pequeña barca situada en mitad del cauce del Erinin en plena noche. Supongo que eso agotó toda su buena fortuna.
Volvió a comprobar las ataduras del rollo de fuegos artificiales. «Si ese idiota creyó que uno de ésos era un prodigio de Aes Sedai, ¿qué habría pensado si hubieran estallado todos?»
—¿Estás seguro, chico? Las posibilidades de que sea el mismo hombre… Caramba, ni siquiera tú apostarías por ello.
—Estoy seguro, Thom. —«Elayne, cuando te ponga las manos encima, te retorceré el pescuezo. Y a Egwene y a Nynaeve, también»—. Igual de seguro de que pienso quitarme esta maldita carta de las manos una hora después de llegar a Caemlyn.
—Te digo que no hay nada en esa carta, chico. Yo jugaba al Da’es Daemar cuando era aún más joven que tú y soy capaz de reconocer un código o una cifra aunque ignore su significado.
—Bueno, yo nunca he participado en ese Gran Juego vuestro, Thom, vuestro condenado Juego de las Casas, pero sé cuándo me persigue alguien, y no me seguirían con tanto ahínco ni tan lejos por el dinero que llevo en los bolsillos, porque no valdría la pena a menos que tuviera un baúl lleno de oro. Tiene que ser la carta. —«Diablos, las chicas bonitas siempre me traen complicaciones»—. ¿Os han quedado ganas de dormir después de esto?
—Con la imperturbabilidad de un inocente bebé. Pero si quieres cabalgar, cabalgaré.
El rostro de una hermosa mujer flotaba en la mente de Mat, con una daga clavada en la garganta. «No habéis tenido suerte, bella mujer».
—¡Entonces en marcha! —dijo con furia.