54 En la Ciudadela

Los tejados de Tear no eran sitio apropiado para una persona sensata, y menos de noche, caviló Mat mientras escrutaba las sombras a la luz de la luna. Mediaban poco más de cuarenta metros de calle o de alargada plaza entre la Ciudadela y el edificio de tres plantas sobre el que se hallaba. «¿Pero cuándo he tenido yo sensatez? Las únicas personas juiciosas que he conocido eran tan aburridas que sólo de verlas me entraba sueño». Desde que había anochecido venía recorriendo la calle o explanada que rodeaba la Ciudadela en todo su perímetro salvo en el lado del río, donde el Erinin discurría al pie de la fortaleza, sólo interrumpida por la muralla de la ciudad. Dicha muralla se encontraba a tan sólo dos casas a su derecha y, por el momento, sus adarves parecían el mejor camino a seguir para alcanzar la Ciudadela, aunque la perspectiva no despertara precisamente entusiasmo en él.

Recogiendo su barra y una pequeña caja de hojalata con asas de alambre, se desplazó con cautela hasta una chimenea de ladrillo algo más próxima a la muralla. El rollo con los fuegos de artificio, o más bien lo que había sido el rollo de fuegos de artificio antes de que él lo manipulara en su habitación, se balanceó en su espalda. Ahora era un bulto informe en el que había guardado, prieto y en desorden, todo el material, pero aun así resultaba demasiado grande para cargar con él a oscuras por los tejados. Hacía un rato, un resbalón provocado por su peso había desprendido una teja del alero. El ruido había despertado al hombre que dormía abajo, el cual se había puesto a vociferar «¡Al ladrón!», y él había tenido que huir a toda prisa. Volvió a colocarse bien el hatillo sin prestarle más atención y se agazapó detrás de la chimenea. Al cabo de un momento depositó en el tejado la caja de latón, cuya asa se recalentaba cada vez más.

Sintió un grado mayor de seguridad, aunque no de entusiasmo, al observar la Ciudadela desde las sombras. La muralla de la ciudad, de apenas un metro de ancho, reforzada con grandes contrafuertes de piedra envueltos en tinieblas, no era, con diferencia, tan recia como las que había visto en otras urbes, en Caemlyn o en Tar Valon. Un metro era un espacio más que suficiente para caminar, desde luego, si no se tenía en cuenta que un tropiezo supondría caer desde una altura de casi veinte metros. En la oscuridad, contra el duro pavimento. «Pero algunas de esas malditas casas están adosadas a ella, y no será difícil trepar hasta arriba. ¡Y va directamente a la condenada Ciudadela!»

Ello era cierto, en efecto, si bien no especialmente esperanzador. Las paredes de la fortaleza parecían acantilados. Volvió a mirarlas una vez más y se dijo que sería capaz de escalarlas. «Por supuesto que sí. Son simplemente como esos peñascos de las Montañas de la Niebla». Eran casi cien metros de muro ininterrumpido hasta las almenas. Supuso que debía de haber aspilleras más abajo, pero no logró atisbarlas a oscuras. De todas formas, no podría entrar por una aspillera. «Cien malditos metros, puede que más. Demonios, ni siquiera Rand probaría a subir». Aquélla era, no obstante, la única forma de acceso que había encontrado. Todas las puertas que había visto estaban cerradas a cal y canto y parecían tan recias como para contener a una manada de búfalos, por no mencionar a la docena aproximada de soldados que custodiaban hasta la última de ellas, acorazados con yelmos y petos y armados con espadas.

De repente pestañeó y escudriñó la pared de la Ciudadela. Algún loco, sólo perceptible como una sombra que se movía a la luz de la luna, trepaba por ella y ya había llegado a la mitad, a más de sesenta metros del suelo. «Un loco, ¿eh? Bueno, pues yo estoy tan chalado como él, porque también voy a subir. Condenación, seguramente provocará la alarma allá adentro y hará que me atrapen». Ya no veía al escalador. «¿Quién diablos debe de ser? ¿Qué más da quién sea? Caramba, vaya endiablada manera de ganar una apuesta. ¡Voy a exigir que me den un beso todas, incluso Nynaeve!»

Se movió para observar el muro con la intención de elegir el mejor lugar donde iniciar el ascenso, cuando de improviso notó el frío del acero en el cuello. Lo apartó de sí instintivamente y con un golpe de barra hizo caer a su atacante. Otra persona lo derribó a él y lo postró casi encima del hombre que había abatido. Rodó hacia un costado y se puso en pie de un salto; maldijo para sus adentros al ver que había perdido el hatillo con los artículos de pirotecnia —«¡Si cae a la calle, los estrangularé!»—, e hizo girar en molinete el bastón; notó cómo éste chocaba contra alguien, y la segunda vez oyó gruñidos. Después notó dos hojas de acero apuntadas a su garganta.

Se quedó inmóvil, con los brazos separados del cuerpo. Las mates puntas de unas cortas lanzas que apenas reflejaban la tenue luz de la luna se le clavaban en la piel, casi a punto de hacer brotar sangre. Levantó la mirada para ver las caras de quienes las empuñaban, pero éstos llevaban la cabeza envuelta y de sus rostros, envueltos en negros velos, sólo eran perceptibles los ojos, que lo observaban fijamente. «¡Maldita sea, tenía que topar con ladrones de verdad! ¿Qué ha sido de mi buena fortuna?» Esbozó una amplia sonrisa, enseñando bien los dientes para que los vieran bajo la luz de la luna.

—No tengo intención de interferir en vuestro trabajo y, si me dejáis seguir mi camino, yo os dejaré proseguir el vuestro sin decir nada a nadie. —Los encapuchados no se movieron un ápice, ni tampoco sus lanzas—. A mí tampoco me conviene llamar la atención. Os prometo que no os delataré.

Permanecieron como estatuas, mirándolo. «Demonios, no tengo tiempo para desperdiciarlo así. Es hora de arrojar los dados». Por espacio de un escalofriante momento tuvo la impresión de que las palabras que había formulado mentalmente habían sonado extrañas. Aferró la barra, caída a su lado…, y a punto estuvo de gritar cuando alguien le pisó con fuerza la muñeca.

Giró los ojos para averiguar quién. «Qué estúpido soy, me había olvidado del individuo encima del que he caído». Entonces vio otra sombra que se movía detrás del hombre que lo tenía paralizado con el pie en la muñeca y concluyó que, después de todo, tal vez no había sido tan desafortunado que no hubiera conseguido poner en uso el bastón.

La bota apoyada en su brazo era de piel flexible, atada con cintas hasta la rodilla, lo cual despertó un eco en su memoria. Algo relacionado con un hombre que habían encontrado en las montañas. Examinó de arriba abajo la tenebrosa figura, tratando de distinguir la forma y el color de su ropa, que parecía ser una pura sombra, con tonos que se confundían tan bien en la oscuridad que resultaban indistinguibles; alcanzó a vislumbrar un cuchillo de larga hoja en su cintura y luego posó la vista en el oscuro velo que le cubría la cara. Una cara velada de negro. Velada de negro.

«¡Aiel! ¡Qué demonios están haciendo aquí unos Aiel!» Sintió que se le encogía el estómago al recordar que le habían contado que los Aiel se tapaban la cara para matar.

—Sí —confirmó una voz masculina—, somos Aiel.

Mat dio un respingo al caer en la cuenta de que había hablado en voz alta.

—Danzas bien enfrentado por sorpresa —lo felicitó una voz de mujer. Le pareció que era ella quien le pisaba la muñeca—. Quizás otro día tenga tiempo para bailar contigo como mandan los cánones.

Se disponía a sonreír, razonando que si quería bailar no iban a matarlo, pero entonces frunció el entrecejo. Creía recordar que a veces los Aiel daban otro significado a esa palabra.

Las lanzas se apartaron, y unas manos lo pusieron en pie. Él se zafó y se cepilló como si se encontrara en la sala de una posada en lugar de en un oscuro tejado en compañía de cuatro Aiel. Siempre era bueno demostrar a los demás que uno tenía templados los nervios. Los Aiel llevaban aljabas en el cinto además de cuchillos y más lanzas cortas en la espalda junto con arcos cuyas largas puntas asomaban por encima de sus hombros. Oyó que canturreaba Estoy en el fondo del pozo y paró en seco.

—¿Qué haces aquí? —preguntó la voz masculina. Con los velos, Mat no estaba seguro de quién había hablado; la voz correspondía a un hombre de más edad, confiado, habituado a dar órdenes. Le pareció distinguir, al menos, a la mujer; era la única que no lo superaba en altura, por una diferencia de escasos centímetros. Los demás le sacaban más de un palmo. «Malditos Aiel», pensó—. Llevamos un buen rato vigilándote —continuó el Aiel—, viendo cómo observabas la Ciudadela. La has examinado por todos los lados. ¿Por qué?

—Lo mismo podría preguntaros yo —replicó otra voz. Mat fue el único que se sobresaltó al ver salir de las sombras a un individuo vestido con bombachos que iba, al parecer, descalzo para asegurar mejor los pies en las tejas—. Esperaba encontrar ladrones y no Aiel —prosiguió el recién llegado—, pero no penséis que vuestra superioridad me asusta. —Una fina vara tan larga como él produjo un zumbido al girar a gran velocidad—. Me llamo Juilin Sandar y soy un husmeador, y exijo saber por qué estáis en los tejados observando la Ciudadela.

Mat sacudió con asombro la cabeza. «¿Cuánta gente hay en los tejados esta noche?» Sólo faltaba que se presentara Thom y se pusiera a tocar el arpa, o alguien preguntando las señas de una posada. «¡Un condenado husmeador!» No entendía por qué se habían quedado parados los Aiel.

—Acecháis con mucho sigilo para ser de la ciudad —alabó la voz del hombre mayor—. ¿Pero por qué nos seguís? Nosotros no hemos robado nada. ¿Por qué habéis mirado vos mismo tantas veces la Ciudadela esta noche?

Aun a la luz de la luna resultó patente la sorpresa del tal Sandar. Dio un respingo, abrió la boca… y volvió a cerrarla cuando cuatro Aiel más aparecieron en la penumbra a sus espaldas. Con un suspiro, se apoyó en su fino bastón.

—Por lo visto yo mismo estoy atrapado —murmuró—. Parece que yo debo responder a vuestras preguntas. —Lanzó una ojeada a la Ciudadela y luego meneó la cabeza—. Hoy… he hecho algo que… me perturba. —Daba casi la impresión de que estuviera hablando para sí, tratando de clarificar sus sentimientos—. Una parte de mí me dice que he hecho lo correcto, que debía obedecer. En todo caso así lo he considerado en su momento. Pero una vocecilla me acusa de haber… traicionado algo. Estoy convencido de que esa voz se equivoca, y apenas es audible, pero no cesa de formularme reproches. —Calló, sacudiendo de nuevo la cabeza.

Uno de los Aiel asintió mudamente y habló con la voz del hombre maduro.

—Yo soy Rhuarc, del septiar Nueve Valles del Taardad Aiel, y en un tiempo fui Aethan Dor, un Escudo Rojo. En ciertas ocasiones los Escudos Rojos cumplen las mismas funciones que los husmeadores. Lo digo para que comprendáis que sé en qué consiste vuestro trabajo y la clase de hombre que debéis de ser. No quiero causaros ningún daño, Juilin Sandar de los husmeadores, ni a vos ni al pueblo de vuestra ciudad, pero no consentiré que deis el grito de alarma. Si guardáis silencio, viviréis; si no, moriréis.

—No queréis causar daño a la ciudad —dijo lentamente Sandar—. ¿Por qué estáis entonces aquí?

—La Ciudadela. —El tono de Rhuarc dejaba bien a las claras que aquello era todo cuanto iba a contestar.

—Casi estoy por desear —murmuró Sandar al cabo de un momento, asintiendo con la cabeza— que tuvierais poder para causar estragos en la Ciudadela, Rhuarc. No os delataré.

Rhuarc volvió su velado rostro hacia Mat.

—¿Y tú, jovencito de nombre desconocido? ¿Me dirás ahora por qué observabas con tanta atención la Ciudadela?

—Sólo quería dar un paseo a la luz de la luna —respondió con tono jocoso Mat. La mujer volvió a ponerle la punta de la lanza en la garganta, y él procuró no tragar saliva. «Bueno, quizá pueda revelarles algo». No debía demostrarles que estaba impresionado; si uno lo hacía, perdía toda ventaja que pudiera tener. Con sumo cuidado, alejó de sí el acero y le pareció que la Aiel emitía una queda carcajada—. Unas amigas mías se encuentran en la Ciudadela —dijo, tratando de adoptar un tono desenfadado—, como prisioneras. Me propongo liberarlas.

—¿Tú solo, joven sin nombre? —inquirió Rhuarc.

—Bueno, como por lo visto no hay nadie más… —contestó ásperamente Mat—. A menos que queráis ayudarme. Vos mismo parecéis interesado en la Ciudadela. Si vais a entrar, podríamos hacerlo juntos. Se mire como se mire, es una jugada arriesgada, pero yo tengo una buena racha de suerte. —«Por lo menos hasta el momento. Me he topado con Aiel velados de negro y no me han degollado; no puede pedirse más. Diantre, no estaría mal contar con unos cuantos Aiel para entrar»—. Podría iros peor si apostarais por otro.

—No hemos venido hasta aquí a rescatar prisioneros, jugador —manifestó Rhuarc.

—Es la hora, Rhuarc. —Mat no logró descifrar cuál de los Aiel había hablado, pero Rhuarc asintió.

—Sí, Gaul. —Miró alternativamente a Mat y a Sandar—. No deis el grito de alarma. —Se giró y, no bien hubo dados dos pasos, la noche lo engulló.

Mat tuvo un sobresalto. Los otros Aiel se habían marchado también, dejándolo solo con el husmeador. «A no ser que hayan dejado a alguien para vigilarnos. Diantre, no tendría modo de comprobarlo si ése fuera el caso».

—Espero que no os propongáis tratar de detenerme tampoco a mí —dijo a Sandar mientras se colgaba el hatillo con los fuegos de artificio y recogía su barra—. Voy a ir allá adentro, tanto si os interponéis como si no. —Se acercó a la chimenea para recoger la caja de hojalata cuya asa estaba ya caliente.

—Esas amigas vuestras —inquirió Sandar—, ¿son tres mujeres?

Mat lo miró con ojos entornados, lamentando la falta de luz que le impedía verle claramente la cara. Había notado algo peculiar en su voz.

—¿Qué sabéis de ellas?

—Sé que están dentro de la Ciudadela. Y conozco una puertecilla cerca del río por la que se permite entrar a un husmeador que lleve un prisionero para que lo encierren en las celdas. Las celdas donde deben estar ellas. Si confías en mí, jugador, podemos utilizar esa vía de entrada. Lo que suceda después depende de la suerte. Quizá tu buena fortuna nos permita volver a salir con vida.

—Siempre he sido afortunado —concedió Mat.

«¿Pondré a prueba mi suerte fiándome de él?» No le gustaba la idea de representar el papel de prisionero, ya que le parecía muy fácil convertir la ficción en realidad. Con todo, el riesgo no era superior al de emprender la escalada de un muro de cien metros a oscuras.

Dirigió la mirada a la muralla y quedó estupefacto. En los adarves corrían numerosas sombras. De Aiel, a no dudarlo. Debían de ser más de cien. Los perdió de vista, pero al cabo de un instante volvió a distinguirlos trepando por la pared cortada en picado de la Ciudadela de Tear. Otra razón para no decidirse por esa alternativa. Aquel otro individuo debía de haber conseguido entrar sin provocar la alarma, pero un centenar de Aiel por lo menos sería como hacer repicar campanas. Ello podría jugar, empero, a su favor. Si provocaban un alboroto arriba, dentro de la Ciudadela, cabía la posibilidad de que los vigilantes de la cárcel no prestaran mayor atención a un husmeador que llevaba a un ladrón. «Yo también podría contribuir a aumentar la confusión, ya que he trabajado tanto rato en ello».

—De acuerdo, husmeador. Pero no decidáis en el último minuto que soy un prisionero de verdad. Nos dirigiremos a esa puerta en cuanto haya revuelto un poco el hormiguero. —Creyó percibir perplejidad en el semblante de Sandar, pero no estaba dispuesto a especificar qué había querido decir.

Sandar lo siguió por los tejados, saltando con igual facilidad que él de uno a otro. El último de ellos era sólo un poco más bajo que el adarve y estaba pegado a él, por lo que era simplemente cuestión de auparse con los brazos.

—¿Qué vas a hacer? —susurró Sandar.

—Esperadme aquí.

Con la caja de latón colgando de su asa de alambre y sosteniendo horizontalmente la barra delante de él, Mat aspiró hondo y se encaminó hacia la Ciudadela. Procuró no pensar en la larga distancia que lo separaba del empedrado de la calle. «¡Luz, este maldito pasillo tiene casi un metro de ancho! ¡Podría pasar dormido y con los ojos tapados!» Un metro, a oscuras, y más de quince metros hasta el pavimento. También trató de ahuyentar la idea de que Sandar se hubiera marchado cuando estuviera de vuelta. Estaba prácticamente decidido a hacerse pasar por un ladrón atrapado por él, pero había demasiadas probabilidades de que cuando regresara al tejado se encontrara con que Sandar se había ido, tal vez a buscar más hombres para hacerlo realmente prisionero. «No pienses en ello. Limítate a realizar lo que te has propuesto primero. Al menos veré por fin cómo funciona».

Tal como había supuesto, había una aspillera en la pared de la Ciudadela justo al final del adarve, una honda y angosta abertura en embudo que dejaba a un arquero el espacio suficiente para disparar. Si la Ciudadela estuviera sometida a ataque, los soldados intentarían impedir desde adentro el acceso por esa ruta. La ranura estaba oscura y no parecía que hubiera nadie vigilando, posibilidad en la que prefirió también no pensar.

Rápidamente dejó la caja en el suelo, apoyó el bastón en la pared y descargó el hatillo que llevaba a la espalda. Con igual celeridad lo encajó en la ranura, hundiéndolo lo más posible en el muro para que el ruido se propagara hacia adentro. Destapó una punta de la engrasada tela, dejando al descubierto los cohetes anudados entre sí. Tras reflexionar un rato, en la habitación de la posada, había cortado los más largos hasta dejarlos a la medida de los más cortos y había utilizado los trozos para juntarlos todos. Según sus previsiones estallarían a la vez, lo cual provocaría un estampido y un fogonazo capaz de amedrentar a todo aquel que no estuviera completamente sordo.

La tapa de la caja estaba tan caliente que hubo de soplarse dos veces los dedos para poder abrirla y dejar respirar las oscuras brasas que reposaban en su interior sobre una capa de arena. Lamentó no poder utilizar el truco de que se había servido Aludra para encender tan fácilmente aquella linterna. Empleó el asa de alambre a modo de tenazas y unos cuantos soplidos avivaron el fuego del carbón. Luego lo puso en contacto con la hilera de cohetes, dejó caer las tenazas y las brasas cuando éstos comenzaron a arder, agarró presurosamente la barra y retrocedió a la carrera por el adarve.

«Es una locura —se reprochó—. Me da igual el estallido que provoque. ¡Podría romperme la crisma haciendo…!»

El estruendo que se produjo tras él no era equiparable a nada de lo que había oído en su vida; un monstruoso puño le golpeó la espalda, dejándolo sin resuello antes de aterrizar, colgado de la barriga sobre una almena, asiendo débilmente el bastón que oscilaba en el borde. Permaneció un momento así, tratando de recuperar el normal funcionamiento de los pulmones, intentando no pensar en que por fuerza debía de haber consumido todas sus reservas de suerte esa vez al no caer por la pared. En sus oídos resonaba un estrépito como el tañido conjunto de todas las campanas de Tar Valon.

Se incorporó con cuidado y volvió la mirada hacia la Ciudadela. Alrededor de la aspillera flotaba una nube de polvo y tras ella el impreciso contorno de la ventana parecía distinto. Mayor. No comprendía cómo ni por qué, pero se veía más grande.

Se tomó un momento para reflexionar. En un extremo de la muralla Sandar estaría aguardándolo tal vez para llevarlo a la Ciudadela como un fingido prisionero… o quizás estaba de vuelta con varios soldados. En el otro extremo, podía haber una forma de entrar sin incurrir en el peligro de que Sandar lo traicionara. Volvió sobre sus pasos, sin preocuparse ya de la oscuridad ni de una posible caída.

La aspillera era más ancha. Casi todas las piedras menos las más voluminosas habían desaparecido de sus contornos, dejando una tosca brecha como si alguien las hubiera golpeado durante horas con una almádena. Un boquete que facilitaba el paso a un hombre. «¿Cómo demonios?» No había tiempo para interrogantes.

Se coló por la aserrada abertura, tosiendo a causa del acre humo, saltó al suelo, y había dado una docena de pasos cuando aparecieron como mínimo diez defensores de la Ciudadela, gritando confundidos. La mayoría iba en camisa y ninguno llevaba yelmo ni peto. Algunos tenían linternas. Otros empuñaban espadas desenvainadas.

«¡Idiota! —se recriminó—. ¡Esto era lo que te proponías conseguir en un principio haciendo estallar los malditos cohetes! ¡Insensato cegado por la Luz!»

No tenía tiempo para retroceder hasta la muralla. Haciendo girar la barra, arremetió contra los soldados cuando apenas lo habían visto aún, castigando cabezas, espaldas, rodillas… sabiendo que eran demasiados para enfrentarse solo a ellos, consciente de que aquella alocada jugada les había costado a Egwene y a sus amigas la única posibilidad que pudiera quedarles.

De improviso Sandar se plantó a su lado, visible a la luz de las linternas que soltaban los hombres para desenfundar las espadas, volteando su fina vara aun más velozmente que Mat. Atrapados por sorpresa entre los dos, los soldados cayeron como bolos de boliche.

Sandar observó los cuerpos derribados, sacudiendo la cabeza.

—¡Defensores de la Ciudadela! ¡He atacado a los Defensores! ¡Me van a decapitar por…! ¿Qué ha sido eso que has hecho, jugador? Ese atronador chispazo que ha abierto una brecha en la piedra. ¿Has hecho caer un relámpago? —Luego dijo en un susurro—: ¿Me he unido a un hombre que encauza el Poder?

—Fuegos de artificio —respondió Mat. Aunque en sus oídos aún resonaba el fragor de la explosión, percibió el repiqueteo de botas corriendo sobre la piedra—. ¡Las celdas! ¡Mostradme el camino a la cárcel antes de que lleguen!

—¡Por aquí! —indicó Sandar, recobrando el aplomo. Se precipitó por un pasillo lateral—. ¡Aprisa! ¡Nos matarán si nos encuentran!

Arriba, los gongs comenzaron a dar la alarma y a ellos se sumaron otros por toda la fortaleza.

«Ya voy —pensó Mat mientras corría tras el husmeador—. ¡Os liberaré o moriré en el intento! ¡Lo prometo!»


El estrepitoso sonido de los gongs vibraba por toda la Ciudadela, pero Rand no les prestó más atención que al estruendo, semejante a un trueno amortiguado, que se había producido antes en la parte baja. Le dolía el costado; la vieja herida le ardía y parecía a punto casi de desgarrarlo por la ardua escalada del muro del fortín. Tampoco hacía caso del dolor. En su rostro se había congelado una torcida sonrisa, una sonrisa de anhelo y de pavor que no habría podido disipar de sus labios de haberlo deseado. Se hallaba ya cerca del objeto de sus sueños: Callandor.

«Acabaré de una vez con esto. De una forma u otra, quedará atrás. Ya no más sueños, ni trampas, ni acosos, ni persecuciones. ¡Pondré fin a todo!»

Riendo para sus adentros, siguió caminando presuroso por los oscuros corredores de la Ciudadela de Tear.


Egwene se tocó la cara e hizo una mueca de dolor. Tenía un sabor amargo en la boca y estaba sedienta. «¿Rand? ¿Qué pasa? ¿Por qué soñaba de nuevo con Mat, mezclando escenas en las que aparecía Rand, gritando que venía? ¿Qué era?»

Abrió los ojos, fijó la mirada en las grises paredes de piedra, en la humeante antorcha que proyectaba vacilantes sombras, y exhaló un grito al recordarlo todo.

—¡No! ¡No me encadenarán otra vez! ¡No volveré a llevar un collar! ¡No!

Nynaeve y Elayne acudieron a su lado, con excesivas marcas de preocupación y miedo en los magullados rostros para hacer creíbles sus intentos de apaciguarla. El mero hecho de que estuvieran allí bastó, no obstante, para callar sus gritos. No estaba sola. Era una prisionera, pero no estaba sola, ni atada con una correa.

Trató de incorporarse, y ellas la ayudaron. No lo habría conseguido por sí sola; le dolían todos los músculos del cuerpo. Le vinieron a la memoria cada uno de los invisibles golpes recibidos en el febril estado que se había adueñado de ella al darse cuenta de… «No voy a perder tiempo recordándolo. He de pensar en la manera de escapar». Se corrió hacia atrás para apoyarse en una pared. El dolor rivalizaba con la fatiga; la resistencia que había opuesto le había consumido las fuerzas, y las contusiones parecían agotarla aún más.

En la celda no había nada salvo ellas tres y la antorcha. Nada cubría el frío y duro suelo. La puerta de toscas planchas, astillada como si incontables dedos la hubieran arañado fútilmente, era la única interrupción en los muros. En la piedra habían garabateado mensajes, casi siempre con mano trémula. «La Luz se apiade de mí y permita que muera», decía uno. Lo ahuyentó de la mente.

—¿Seguimos escudadas? —murmuró.

Le resultaba doloroso incluso hablar. Cuando Elayne asentía, cayó en la cuenta de lo innecesario de la pregunta. La hinchada mejilla de la rubia joven, su labio partido y el morado en el ojo eran muestras evidentes de la respuesta, aun sin tener en cuenta su propio estado. Si Nynaeve hubiera podido establecer contacto con la Fuente Verdadera, estarían sin duda curadas.

—Lo he intentado —adujo con desesperación Nynaeve—. Lo he intentado una y otra vez. —Se dio un violento tirón de trenza y la rabia afloró en ella a pesar de la desesperanza y el miedo reflejados en su voz—. Una de ellas está sentada afuera. Amico, esa chica de cara lechosa, si no la han relevado desde que nos encerraron aquí. Supongo que basta con una para mantener el escudo una vez que se ha entrelazado. —Emitió una amarga carcajada—. Con tanto trabajo que les costó apresarnos, cualquiera diría que carecemos de importancia. Han pasado horas desde que cerraron esa puerta y no ha venido nadie a hacer preguntas, ni a mirar, ni siquiera a traer agua. Quizá pretenden dejarnos morir de sed.

—Cebo. —Elayne tenía la voz temblorosa pese a sus infructuosos esfuerzos por disimular el temor—. Liandrin dijo que somos un cebo.

—¿Cebo para qué? —preguntó con voz entrecortada Nynaeve—. ¿Para quién? ¡Si soy un cebo, me gustaría colarme en sus gargantas hasta que se atragantaran!

—Rand. —Egwene calló un instante para tragar saliva, ansiando tomar aunque sólo fuera una gota de agua—. He soñado con Rand y Callandor. Me parece que viene hacia aquí. —«¿Pero por qué he soñado con Mat? ¿Y Perrin? Era un lobo, pero estoy segura de que era él»—. No os dejéis embargar por el temor —dijo, tratando de imprimir confianza a la voz—. Escaparemos de algún modo de sus garras. Si conseguimos vencer a los seanchan, también lograremos zafarnos de Liandrin.

Nynaeve y Elayne se miraron.

—Liandrin dijo que están en camino trece Myrddraal, Egwene —le comunicó Nynaeve.

Involuntariamente posó la mirada en el mensaje grabado en la pared de piedra: «La Luz se apiade de mí y permita que muera». Apretó con fuerza los puños y sus mandíbulas se agarrotaron por el esfuerzo de no gritar aquellas palabras. «Mejor morir. ¡Es preferible la muerte a ser entregada a la Sombra, obligada a servir al Oscuro!»

Tuvo conciencia de la mano que apretaba la bolsa sujeta a su cinturón. Notaba la forma de los dos anillos que había adentro, la pequeña sortija con la Gran Serpiente y el retorcido aro de piedra.

—No me han quitado el ter’angreal —comentó con extrañeza.

Lo sacó, y el círculo de un solo borde, formado por rayas moteadas de color, quedó reposando pesadamente en la palma de su mano.

—Ni siquiera nos han concedido el grado de importancia para registrarnos —suspiró Elayne—. Egwene, ¿estás segura de que Rand viene hacia aquí? Preferiría huir por mis propios medios en lugar de esperar por si aparece, pero, si hay alguien capaz de vencer a Liandrin y a sus compañeras, esa persona tiene que ser él. El Dragón Renacido empuñará Callandor. Él debe poder derrotarlas.

—No si lo arrastramos a una jaula en nuestra caída —murmuró Nynaeve—. No si le han preparado una trampa que no perciba. ¿Por qué miras tan fijamente ese anillo, Egwene? De nada va a servirnos ahora el Tel’aran’rhiod. A no ser que sueñes con una vía de escapatoria.

—Tal vez sea factible —apuntó—. En el Tel’aran’rhiod podría encauzar y el escudo interpuesto no me impedirá hacerlo. Sólo necesito dormir, sin necesidad de canalizar. Y con lo cansada que estoy no me costará conciliar el sueño.

Elayne frunció el entrecejo e hizo una mueca de dolor cuando ello le avivó las molestias de las magulladuras.

—Estoy dispuesta a probarlo todo, pero ¿cómo vas a encauzar aunque sea en sueños si te han cortado el acceso a la Fuente Verdadera? Y en caso de que pudieras, ¿qué beneficio sacaríamos de ello?

—No lo sé, Elayne. El que me hayan escudado aquí no significa que tenga neutralizada la capacidad en el Mundo de los Sueños. Al menos vale la pena intentarlo.

—Tal vez —concedió con tono preocupado Nynaeve—. Yo también estoy dispuesta a agotar todas las posibilidades, pero la última vez que utilizaste ese anillo viste a Liandrin y a las otras. Y dijiste que ellas te vieron. ¿Y si se encuentran de nuevo allí?

—Eso espero —aseguró ferozmente Egwene—. Eso espero.

Cerró los ojos, aferrando el ter’angreal. Elayne le acarició el pelo y le murmuró quedamente al oído. Nynaeve comenzó a tararear aquella nana sin letra tantas veces escuchada en su infancia y, por una vez, no la irritó en lo más mínimo. Los suaves sonidos y el contacto de sus manos propiciaron que se entregara, rendida, al sueño.


En aquella ocasión iba vestida con seda azul, un detalle en el que apenas reparó. Una dulce brisa le acarició la ilesa cara y produjo un revuelo de mariposas sobre las florecillas silvestres. La sed y el dolor habían cesado. Se abrió al abrazo del saidar, y el Poder Único la colmó. Incluso el sentimiento de triunfo experimentado por el éxito fue insignificante comparado a la marea de Poder que la embargó.

Venció su renuencia a desprenderse de él, cerró los ojos y llenó el vacío con una perfecta imagen del Corazón de la Ciudadela. Aquél era el único lugar de la fortaleza que podía imaginar fielmente aparte de su celda, que, por otra parte, sería poco menos que imposible distinguir de los demás cubículos idénticos en que se dividía la cárcel. Al abrir los ojos, se encontraba allí. Pero no estaba sola.

La figura de Joiya Byir se erguía delante de Callandor, tan insustancial que el palpitante brillo de la espada se percibía a su trasluz. El arma de cristal ya no relucía gracias a la luz refractada, sino que resplandecía con impulsos intermitentes, como si la luz de su interior se cubriera y descubriera alternativamente. La hermana Negra tuvo un sobresalto de sorpresa y se volvió hacia Egwene.

—¿Cómo es posible? ¡Te hemos escudado! ¡Ya no puedes soñar!

Aún no había pronunciado la primera palabra cuando Egwene volvió a llamar al saidar, enlazó los complicados flujos de Energía tal como recordaba que habían sido aplicados contra ella y cortó el contacto de Joiya Byir con la Fuente. A la Amiga Siniestra se le desorbitaron los ojos, esos crueles ojos tan incongruentes en su hermoso y amable semblante, pero ya Egwene entretejía Aire. Por más nebulosa que fuera su forma, la mujer quedó apresada en él. Egwene no hubo de esforzarse por mantener entreveradas las ataduras. Se acercó a Joiya Byir y vio el sudor que le resbalaba por la frente.

—¡Tienes un ter’angreal! —El miedo era patente en su rostro, pero su voz porfiaba por ocultarlo—. Tiene que ser eso. Un ter’angreal que no hemos descubierto y que no requiere encauzamiento. ¿Crees que va a servirte de algo, muchacha? Hagas lo que hagas aquí, no tendrá ningún efecto en el mundo real. ¡El Tel’aran’rhiod es un sueño! Cuando despierte, yo misma te quitaré el ter’angreal. Ten cuidado con lo que haces, no vayas a darme motivos de enfado que duren cuando acuda a tu celda.

—¿Estáis segura de que vais a despertar, Amiga Siniestra? —preguntó, sonriéndole, Egwene—. Si vuestro ter’angreal funciona sólo encauzando, ¿por qué no habéis despertado cuando os he escudado? Tal vez no podáis despertar mientras sigáis escudada aquí. —Su sonrisa se disipó; el esfuerzo de sonreír a aquella pérfida Aes Sedai era insoportable—. En una ocasión una mujer me enseñó la cicatriz de una herida recibida en el Tel’aran’rhiod, Amiga Siniestra. Lo que sucede aquí continúa siendo real en la vigilia.

El sudor bajaba ahora por toda la lisa cara de edad atemporal de la hermana Negra. Egwene se preguntó si preveía una muerte inminente y casi lamentó no ser lo bastante cruel para matarla. Los inmateriales golpes e implacables puñetazos que había recibido provenían de esa mujer, y no había dado más motivo que persistir en su intento de zafarse de ellos, en su decisión de no dejarse vencer.

—La persona capaz de dar tamaña paliza —dijo— no debería poner objeciones a una leve. —Entrelazó rápidamente otro flujo de Aire; los oscuros ojos de Joiya Byir se abrieron de incredulidad ante el primer golpe descargado en su cadera. Egwene descubrió la manera de fijar el tejido para no tener que mantenerlo—. Os acordaréis de esto, y lo sentiréis en vuestra carne, al despertar. Cuando os permita despertar. Recordad esto también. ¡Si intentáis siquiera volver a pegarme, os devolveré aquí y os dejaré cautiva para el resto de vuestros días!

La hermana Negra la miró con odio, pero en sus ojos asomaba un indicio de lágrimas.

Egwene sintió vergüenza por un momento. No por el castigo que había infligido a Joiya, el cual tenía perfectamente merecido, ya no por su propio apaleamiento, sino por las muertes causadas en la Torre. Se arrepentía de haber desperdiciado tiempo disfrutando de su propia venganza mientras Nynaeve y Elayne permanecían en una celda con sólo un resquicio de esperanza en una posible salvación que había de venir de ella.

Desconectó el flujo de las tramas creadas casi sin darse cuenta y luego dedicó un instante a estudiar lo que había realizado: tres tejidos diferentes, y no sólo no le había costado mantenerlos todos a la vez, sino que había hecho algo para que se sustentaran por sí solos. Algo que grabó en su memoria, previendo su utilidad.

Al cabo de un momento, deshizo uno de ellos, y la Amiga Siniestra se puso a sollozar tanto a causa del alivio como del dolor.

—Yo no soy como vos —dijo Egwene—. Es la segunda vez que hago una cosa así, y no me gusta. Tendré que aprender a degollar a la gente para no tener que repetirlo. —Por la cara que puso la hermana Negra, infirió que creía que Egwene se proponía comenzar a practicar con ella.

Emitiendo una exclamación de repugnancia, Egwene la dejó allí de pie, inmovilizada y escudada, y se alejó por el bosque de pulidas columnas de piedra roja. Tenía que haber alguna ruta que condujera a las mazmorras.


El pasillo quedó en silencio cuando las mandíbulas de Joven Toro quebraron el último grito de agonía al cerrarse en la garganta del dos-piernas. La sangre le dejó un sabor amargo en la lengua.

Sabía que se hallaba en la Ciudadela de Tear, aunque no de dónde procedía tal certidumbre. Los dos-piernas tendidos a su alrededor, uno de los cuales daba los últimos estertores bajo las dentelladas de Saltador, habían despedido el rancio olor a miedo al luchar, y también a confusión. Seguramente ignoraban dónde se encontraban —de lo que no cabía duda era de que eran ajenos al sueño de lobos— pero alguien debía de haberlos mandado allí para impedirle el acceso a aquella elevada puerta del fondo que tenía una cerradura de hierro. Para custodiarla, al menos. Les había desconcertado ver lobos y, a su entender, igual estupor les había causado su propia presencia allí.

Se enjugó la boca y luego clavó la mirada en sus manos sin acabar de comprender. Volvía a ser un hombre. Era Perrin, de nuevo en su cuerpo, con el chaleco de herrero y el pesado martillo prendido en la cintura.

Debemos apresurarnos, Joven Toro. Hay algo maligno en las proximidades.

Perrin descolgó el martillo del cinto y se encaminó a la puerta.

—Faile debe estar aquí.

Un golpe seco hizo añicos la cerradura y un puntapié abrió la puerta. En la habitación sólo había un largo bloque de piedra en el centro. Faile yacía sobre él como dormida, con el negro cabello desparramado en abanico y el cuerpo tan envuelto en cadenas que tardó un momento en advertir que se hallaba desnuda. Cada una de las cadenas estaba sujeta a la piedra por medio de un recio candado.

No tuvo conciencia de haberse acercado a ella hasta que le tocó la cara, rozándole un pómulo con un dedo.

La joven abrió los ojos y le sonrió.

—Soñaba una y otra vez que vendrías, herrero.

—Te liberaré enseguida, Faile. —Alzó el martillo e hizo trizas uno de los candados, como si fuera de madera.

—Estaba segura de ello, Perrin.

No bien hubo pronunciado su nombre, desapareció. Las cadenas cayeron con estrépito sobre la piedra donde había reposado ella.

—¡No! —gritó—. ¡La había encontrado!

El sueño no es como el mundo material, Joven Toro. Aquí la misma cacería puede tener distintas conclusiones.

No se volvió a mirar a Saltador. Sabía que enseñaba los dientes en inaudible gruñido. Alzó de nuevo el martillo y lo descargó con todas sus fuerzas contra las cadenas con las que había estado atada Faile. El bloque de piedra se partió en dos, y la propia Ciudadela resonó como una campana.

—Entonces seguiremos buscando —gruñó.

Martillo en mano, Perrin salió de la habitación con Saltador a su lado. La Ciudadela era un sitio habitado por hombres, y le constaba que los hombres eran cazadores mucho más crueles que los lobos.


Por el pasillo llegó el vibrante sonido de alarma de los gongs proveniente de arriba, el cual no acabó de sofocar el ruido del entrechocar de metal ni los gritos de los hombres que luchaban a no mucha distancia de ellos. Los Aiel y los Defensores, infirió Mat. En el corredor se sucedían altas lámparas de oro de cuatro brazos y las paredes de pulida piedra estaban cubiertas con tapices de seda con escenas de guerra. Había incluso alfombras de seda en el suelo, de color rojo oscuro sobre fondo azul marino, tejidas con los intrincados diseños tearianos. Por una vez, Mat estaba demasiado ocupado para calcular el precio de todo ello.

«Este tipo es muy bueno», pensó al tiempo que lograba contener una estocada dirigida hacia él, pero el golpe que preveía asestar en la cabeza de su contrincante con la otra punta de la barra hubo de transformarse en una nueva maniobra para detener su veloz arma. «¿Será uno de esos malditos Grandes Señores?» Casi consiguió darle con el bastón en la rodilla, pero su oponente retrocedió con celeridad y puso el arma en guardia.

El individuo de ojos azules llevaba ciertamente la chaqueta de abombadas mangas, amarilla con franjas bordadas en oro, pero sin abrochar y con el faldón de la camisa medio salido del pantalón, e iba descalzo. Su corto pelo negro estaba desgreñado, como el de un hombre que acabara de levantarse de la cama, pero no luchaba como tal. Cinco minutos antes había salido como una flecha de una de las grandes y ornamentadas puertas que daban a ese pasillo con una espada desenfundada en las manos, y Mat aún se felicitaba de que hubiera aparecido ante ellos y no a sus espaldas. Si bien no era el primer hombre ataviado de esa guisa con el que se había enfrentado Mat, no cabía duda de que era el más diestro.

—¿Podéis adelantarnos, husmeador? —preguntó Mat, poniendo cuidado en no desviar los ojos del hombre que lo aguardaba con el arma presta para atacar.

—No —respondió Sandar desde atrás—. Si te mueves para dejarme pasar, te quedarás sin espacio para maniobrar ese remo que llamas barra y él te ensartará como a un mandí.

«¿Como a qué?»

—Pues pensad algo, teariano. Este indeseable me ataca los nervios.

—Tendrás el honor —declaró con desdén el hombre de la chaqueta bordada en oro, dignándose hablar por primera vez— de morir a manos del Gran Señor Darlin, campesino, si condesciendo en ello. Me parece, empero, que optaré por hacer que os cuelguen de los tobillos a los dos y observaré cómo os arrancan la piel a tiras…

—No creo que fuera a gustarme —replicó Mat.

El Gran Señor enrojeció de indignación por verse interrumpido, pero Mat no le dio tiempo para expresar ningún airado comentario. Dibujando un imaginario lazo doble con la barra, tanta era la velocidad con que hacía girar sus dos extremos, arremetió contra Darlin, el cual a duras penas logró esquivarlo. La ventaja era pasajera. Mat era consciente de que no podría mantener mucho rato aquello y, si lo acompañaba la suerte, volverían a enzarzarse en un intercambio de ataques y contraataques. Si lo acompañaba la suerte. Aquella vez, sin embargo, no tenía intención de dejar el desenlace en manos del azar. En cuanto el Gran Señor se tomó un momento de respiro para adoptar una postura defensiva, Mat alteró de improviso el curso de su mano y la punta del bastón, que Darlin esperaba ver descargar en su cabeza, le golpeó, en cambio, las piernas y lo derribó. La punta cayó entonces sobre su cabeza con un seco crujido, y el aristócrata puso los ojos en blanco.

Mat se apoyó jadeante en la barra observando el inconsciente cuerpo del Gran Señor. «¡Diantre, si tengo que luchar con uno o dos más como éste, voy a caer rendido de fatiga! ¡En los cuentos no dicen que es tan pesado ser un héroe! Nynaeve siempre se las arregló para hacerme trabajar».

Sandar se paró a su lado, observando al Gran Señor.

—No parece tan poderoso tumbado ahí —señaló con asombro—. Yo ya no lo veo como un gran personaje.

Mat dio un respingo y miró hacia el fondo del corredor, que acababa de cruzar corriendo un hombre para escabullirse por un pasillo lateral. «¡Demonios, si no supiera que es una locura, juraría que era Rand!»

—Sandar, ¿crees que…? —se dispuso a consultarlo, poniéndose la barra al hombro, y calló en seco cuando ésta chocó contra algo.

Al girarse se halló frente a otro Gran Señor medio vestido, cuya espada había caído al suelo, con las piernas temblorosas y las dos manos en la cabeza donde el bastón de Mat le había abierto el cráneo. Mat se apresuró a darle en el estómago con la punta de la barra para que bajara las manos y luego le aporreó la cabeza. El señor cayó hecho un ovillo sobre su espada.

—La suerte, Sandar —murmuró—. Es imposible vencer a la suerte. Y ahora, ¿por qué no vamos a ese maldito pasadizo privado por el que bajan los Grandes Señores a las celdas?

Sandar había insistido en la existencia de dicha escalera, que les evitaría tener que dar un rodeo por la mayor parte de la Ciudadela. Mat consideraba con cierta aprensión la idea de que hubiera hombres tan ansiosos de ver prisioneros sometidos a interrogatorios como para hacerse construir una vía de acceso directo a la cárcel desde sus aposentos.

—Da gracias a tu suerte —dijo Sandar con nerviosismo—. De lo contrario éste nos habría matado sin previo aviso a los dos. La puerta está por aquí. ¿Vienes? ¿O prefieres esperar a que aparezca otro Gran Señor?

—Id delante. —Mat dio una zancada sobre el inconsciente aristócrata—. No soy ningún condenado héroe.

Siguió al trote al husmeador, el cual se asomaba a todas las puertas que cruzaban, murmurando que no podía estar lejos.

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