Rand entró lentamente en la sala, caminando entre las grandes columnas de roja piedra pulida que recordaba haber visto en sueños. El silencio reinaba en las sombras y, sin embargo, algo lo llamaba. Y más allá centelleaba algo, una luz momentánea que hacía retroceder las tinieblas, un faro. Dio unos pasos bajo la monumental cúpula y vio lo que buscaba: Callandor, suspendida con la empuñadura abajo, esperando que en ella se cerrara la mano del Dragón Renacido. A medida que giraba, hacía palidecer la escasa iluminación que había y, de tanto en tanto, se encendía como imbuida de luz propia. Lo llamaba, lo aguardaba a él.
«Si es que soy el Dragón Renacido. Si no soy simplemente un hombre medio loco que carga la maldición de ser capaz de encauzar, una marioneta que baila accionada por Moraine y la Torre Blanca».
—Tomadla, Lews Therin. Tomadla, Verdugo de la Humanidad.
Giró en dirección a la voz. El alto individuo de corto pelo blanco que salió de las sombras entre las columnas le era familiar. Rand no tenía idea de quién era ese hombre vestido con roja chaqueta de seda con negras rayas en las ahuecadas mangas y negros pantalones remetidos en unas botas profusamente adornadas con plata. No lo conocía, pero lo había visto en sus sueños.
—Las enjaulasteis —dijo—. A Egwene, Nynaeve y Elayne. En mis sueños. Las poníais una y otra vez en una jaula y las heríais.
—Ellas no son nada —contestó el hombre con despreciativo ademán—. Tal vez serán algo un día, cuando hayan sido entrenadas, pero no ahora. Confieso que me sorprendió que os importaran tanto como para serme útiles. Pero siempre fuisteis un insensato, dispuesto a anteponer vuestro corazón al poder. Os habéis precipitado en venir, Lews Therin. Ahora debéis hacer aquello para lo que aún no estáis preparado o, de lo contrario, moriréis. Pereceréis, sabiendo que habéis dejado en mis manos esas mujeres que tanto os interesan. —Parecía expectante—. Me propongo utilizarlas de forma más prolongada, Verdugo de la Humanidad. Me servirán a mí y a mis ambiciones. Y ello les causará más dolor del que hayan experimentado hasta el momento.
Detrás de Rand, Callandor destelló, irradiando un cálido latido que notó en la espalda.
—¿Quién sois?
—No me recordáis, ¿verdad? —El sujeto de pelo blanco se echó a reír de improviso—. Yo tampoco os recuerdo, ataviado de esta forma. Un chaval de campo con una flauta colgada del hombro. ¿Dijo Ishamael la verdad? Él se servía de mentiras si ello le procuraba una ventaja de un centímetro o de un segundo. ¿No os acordáis de nada, Lews Therin?
—¡Vuestro nombre! —exigió Rand—. ¿Cuál es vuestro nombre?
—Llamadme Be’lal. —El Renegado torció el gesto al no advertir reacción en Rand—. ¡Tomadla! —espetó, dirigiendo una mano hacia la espada que giraba detrás de Rand—. En un tiempo cabalgamos juntos hacia la guerra, y por ello os doy una oportunidad. Una sola oportunidad, pero que os da opción a salvaros, a salvar a esas tres mujeres que quiero convertir en mis esclavas. Coged la espada, campesino. Tal vez os baste para preservar la vida.
—¿Creéis que me amedrento tan fácilmente, Renegado? —se burló Rand—. El mismo Ba’alzemon viene persiguiéndome desde hace mucho. ¿Pensáis que me arredraré ahora ante vos? ¿Que me humillaré ante un Renegado cuando he negado todo ascendiente al Oscuro en su propia cara?
—¿Así consideras las cosas? —dijo quedamente Be’lal—. En verdad es grande tu ignorancia. —En sus manos se materializó súbitamente una espada, un arma de negro fuego—. ¡Tomadla! ¡Tomad Callandor! Durante los tres mil años que ha durado mi cautiverio, ha estado aguardándoos aquí. Uno de los más poderosos sa’angreal que jamás se han creado. ¡Cogedla, y defendeos si podéis!
Avanzó hacia Rand como para hacerlo retroceder hacia Callandor, pero éste alzó las manos y, henchido de saidin, sintió el dulce fluir del Poder, la nauseabunda vileza de la infección. Un segundo después empuñaba una espada formada por rojas llamas, una espada con la marca de la garza impresa en su ardiente hoja. Adoptó las posturas que Lan le había enseñado hasta pasar de una a otra como en una danza. Partir la seda. El agua desbordada en la pendiente. Viento y lluvia. La hoja de negro fuego chocaba con la de rojas llamas produciendo una lluvia de centellas, el estrépito del metal candente despedazándose.
Rand volvió despacio a una actitud defensiva, tratando de no dejar entrever su súbita incertidumbre. En la negra hoja había también una garza, un ave tan oscura que casi resultaba invisible. En una ocasión había luchado con un hombre que tenía la marca de la garza en la espada y había estado a punto de perder la vida. Sabía que él no tenía ganado el derecho al trofeo de poseer la marca de un maestro espadachín; ésta se encontraba en el arma que su padre le había dado, y, cuando imaginaba una espada en sus manos, pensaba en esa espada. Una vez había abrazado la muerte, tal como le había recomendado el Guardián, pero no tenía duda de que aquella vez su muerte sería definitiva. Be’lal era mucho más diestro que él con la espada. Más fuerte, más rápido, un verdadero maestro.
El Renegado reía, alborozado, trazando veloces floreos con la hoja a ambos lados de él, y el negro fuego rugía como si el paso por el aire le proporcionara mayor velocidad.
—Erais mejor espadachín antes, Lews Therin —observó con tono de mofa—. ¿Recordáis cuándo comenzamos a practicar ese ocioso deporte llamado de espadas y aprendimos a matar con él, como afirmaban los libros que hacían antaño los hombres? ¿Os acordáis aunque sólo sea de una de aquellas desesperadas batallas, de una siquiera de aquellas absolutas derrotas? Desde luego que no. No recordáis nada. Esta vez no habéis aprendido bastante. Esta vez, Lews Therin, os daré muerte yo. —Su actitud burlona iba acentuándose—. Puede que si cogierais Callandor lograríais quizá prolongar un poco vuestra vida. Un poco más.
Se adelantó lentamente, casi como para proporcionar a Rand el tiempo necesario para seguir su consejo, para volverse y correr hacia Callandor, la Espada que no Puede Tocarse, para cogerla. Pero a Rand todavía lo embargaban las dudas. Sólo el Dragón Renacido podía tocar Callandor. Había permitido que lo proclamaran como tal por un centenar de razones que no parecían dejarle alternativa en ese momento. ¿Pero era él realmente el Dragón Renacido? Si se precipitaba para tocar de verdad Callandor, en estado de vigilia, ¿chocaría su mano contra un invisible muro mientras Be’lal lo atacaba por la espalda?
Se enfrentó al Renegado con la espada que conocía, el arma de fuego forjada con el saidin. Y hubo de retroceder. La hoja caída dio respuesta a La seda rociada. El gato danza en la pared contrarrestó El jabalí baja corriendo la montaña. El río socava la orilla casi le supuso perder la cabeza, y lo obligó a echarse a un lado sin ningún donaire con la negra llama rozándole el pelo y a recobrar el equilibrio para hacer frente a La piedra rodando por la montaña. De forma metódica y deliberada, Be’lal lo iba acorralando en una espiral que paso a paso lo acercaba a Callandor.
Entre las columnas resonaron gritos, alaridos y entrechocar de acero, pero Rand apenas lo escuchó. Él y Be’lal ya no se hallaban solos en el Corazón de la Ciudadela. Unos hombres acorazados con petos y yelmos de ancha ala luchaban con espadas contra borrosas formas que se precipitaban entre los pilares con cortas lanzas en ristre. Algunos de los soldados se pusieron en formación y una lluvia de flechas provenientes de la penumbra les acertó en la garganta y en la cara, desbaratando la hilera que acababan de formar. Rand casi no se percató del combate, ni siquiera cuando los hombres cayeron muertos a pocos pasos de él. Su propia lucha era demasiado desesperada y requería toda su concentración. Por el costado comenzó a manarle un tibio reguero. La antigua herida volvía a abrirse.
De improviso tropezó con un cadáver que no había visto y cayó de espaldas sobre la funda de la flauta y el suelo de piedra. Be’lal puso en alto su hoja de negro fuego, gruñendo.
—¡Cogedla! ¡Coged Callandor y defendeos! ¡Tomadla u os mataré! ¡Si no la tomáis, acabaré con vos!
—¡No!
Incluso Be’lal se sobresaltó ante el autoritario tono de aquella voz de mujer. El Renegado retrocedió fuera del alcance de la espada de Rand y volvió la cabeza hacia Moraine, que acudía con paso decidido entre la batalla, con la mirada fija en él, sin prestar atención a los gritos de agonía que sonaban a su alrededor.
—Pensaba que habíamos puesto fin a vuestra intromisión, mujer. Da igual. No sois más que una molestia, una insidiosa mosca, una hormiga roja. Os encarcelaré con las otras y os enseñaré a servir a la Sombra con vuestros insignificantes poderes. —Remató sus palabras con una desdeñosa carcajada y alzó la mano libre.
Moraine, que no había aminorado el paso mientras hablaba, se encontraba a unos veinte metros de él cuando el Renegado movió la mano y ella levantó, asimismo, la diestra y la siniestra.
En el rostro del Renegado se manifestó un instante la sorpresa y aún tuvo tiempo de chillar «¡No!». Después, de las manos de la Aes Sedai brotó una barra de blanco fuego más abrasadora que el sol, una ardiente franja que dispersó todas las sombras y ante la cual Be’lal se transformó en una masa de incandescentes motas que se agitaron en la luz por espacio de un segundo, de partículas que se consumieron antes de que se hubiera apagado el eco de su grito.
—Tenía razón respecto a una cosa —declaró Moraine, tan serena e impasible como si se hallara en medio de un prado—. Debes tomar Callandor. Él pretendía matarte para robártela, pero te pertenece por derecho propio. Sería mucho mejor que hubieras profundizado en el conocimiento antes de empuñarla. Sin embargo, ha llegado el momento y no queda tiempo para aprender. Tómala, Rand.
En torno a ella se curvaron unos látigos de negros relámpagos que la levantaron y luego la arrojaron al suelo, sobre el que se deslizó como un fláccido saco hasta chocar contra una de las columnas.
Rand alzó la vista para descubrir el origen de los rayos. Había una sombra más compacta allá arriba, cerca de los capiteles; una negrura a cuyo lado parecía luz de mediodía la oscuridad restante, y, desde ella, dos ojos de fuego le devolvieron la mirada.
Lentamente la sombra descendió y adoptó la forma de Ba’alzemon, vestido de un negro más profundo que el azabache, igual que un Myrddraal. Pese a ello, su ropa no era tan tenebrosa como la sombra prendida a él. Flotaba en el aire, a tres metros del suelo, observando a Rand con mirada tan feroz como sus ojos.
—Dos veces en esta vida te he ofrecido la posibilidad de servirme vivo. —Las llamas surgían de su boca al hablar y cada palabra crepitaba como una hoguera—. Por dos veces la has rechazado y me has herido. Ahora te someterás al Señor de la Tumba tras la muerte. Muere, Lews Therin Verdugo de la Humanidad. Muere, Rand al’Thor. ¡Ha llegado tu hora! ¡Yo te arrebataré el alma!
Mientras Ba’alzemon alargaba la mano, Rand se lanzó desesperadamente hacia Callandor, que seguía reluciendo y centelleando suspendida. No sabía si la alcanzaría, ni si podría tocarla, pero estaba convencido de que era su única oportunidad.
El golpe de Ba’alzemon lo acertó al saltar y se introdujo en su interior, aplastando y desgarrando, arrancando algo, tratando de llevarse una parte de él. Rand se puso a gritar. Sintió como si se desinflara como un saco vacío, como si lo volvieran del revés. Casi agradeció el dolor del costado, de la herida recibida en Falme, puesto que él le recordaba que estaba vivo. Su mano se cerró convulsivamente… en torno a la empuñadura de Callandor.
El Poder Único lo inundó. Circulando en un torrente de inimaginable caudal, el saidin fluía hacia la espada. La hoja de cristal resplandeció aún con más intensidad que el fuego de Moraine. Era imposible mirarla, imposible ver que era una espada. Sólo la percibía como ardiente luz que sostenía con el puño. Luchó contra la crecida, forcejeó con la implacable marea que amenazaba con llevárselo, con trasladar en su corriente la esencia de su persona a la espada. Por espacio de un instante que se prolongó un siglo permaneció en suspenso, tambaleante, al borde de la anulación, como un grano de arena que arrastra consigo el embravecido oleaje. Con lentitud infinita recobró el equilibrio y, aun así, fue como si se hallara descalzo sobre el filo de una cuchilla encima de un interminable abismo. Algo le decía que aquella precaria situación era lo mejor que le cabía esperar. Para encauzar tal cantidad de Poder, debía danzar sobre esa arista como lo había hecho con las figuras del arte de la espada.
Se volvió de cara a Ba’alzemon. El desgarro interior había cesado en cuanto su mano había tocado Callandor. Sólo había transcurrido un instante que a él se le había antojado, empero, una eternidad.
—¡No me quitaréis el alma! —gritó—. ¡En esta ocasión, pienso acabar con esto de una vez por todas! ¡Lo voy a dar por concluido ahora mismo!
Ba’alzemon huyó. Desapareció el hombre y la sombra.
Rand se quedó mirando un momento. Había tenido la sensación de algo que se plegaba al partir Ba’alzemon. Había percibido algo que se torcía, como si Ba’alzemon hubiera de algún modo doblado la realidad. Haciendo caso omiso de los hombres que tenían la vista fija en él y de Moraine abatida en la base de la columna, Rand alargó la mano, empuñando Callandor, y burló las leyes de la materia para abrir una puerta a otra dimensión. No sabía adónde daba, sólo que Ba’alzemon había ido allí.
—Ahora soy yo el perseguidor —dijo, franqueándola.
La piedra se agitó bajo los pies de Egwene. La Ciudadela se estremecía, vibraba. Recuperó la estabilidad y se paró a escuchar. No advirtió más sonido ni temblor. Fuera lo que fuese lo que lo había causado, había cesado ya. Siguió presurosa hasta llegar a una puerta de barrotes de hierro con una cerradura tan grande como su cabeza interpuesta en su camino. Encauzó Tierra y, al empujarla, la cerradura se partió en dos.
Atravesó velozmente la habitación adonde daba, procurando no mirar los objetos colgados en las paredes, entre los más inocuos de los cuales se contaban látigos y tenazas. Ligeramente estremecida abrió otra puerta de hierro más pequeña y entró en un pasillo flanqueado de toscas puertas de madera y de espaciadas antorchas de junco sujetas en aros de hierro, sintiendo casi tanto alivio por dejar atrás aquella cámara de torturas como por haber encontrado lo que buscaba. «¿Qué celda será?»
No le costó abrir las puertas de madera. Algunas no estaban cerradas con llave y las cerraduras de las demás no duraron más que la otra, mucho más resistente, que había inutilizado antes. Todos los calabozos estaban, no obstante, vacíos. «Por supuesto. Nadie se soñaría a sí mismo en este lugar. Cualquier prisionero que lograra acceder al Tel’aran’rhiod soñaría un entorno más agradable».
Por un momento experimentó algo cercano a la desesperación. Deseaba creer que el hecho de localizar la celda exacta modificaría la situación, pero sería poco más que imposible encontrarla entre aquel dédalo de interminables corredores.
De improviso percibió un atisbo de movimiento justo delante de ella, una forma incluso más insustancial de la de Joiya Byir. Tenía, sin embargo, la certeza de que correspondía al cuerpo de una mujer. Una mujer sentada en un banco al lado de la puerta de uno de los calabozos. La imagen se materializó de nuevo y volvió a desaparecer. Aquel esbelto cuello y el pálido rostro de inocente aspecto con los párpados aleteando vencidos por el sopor eran inconfundibles. Amico Nagoyin estaba sucumbiendo al sueño, soñando en sus obligaciones de centinela. Y al parecer toqueteando, soñolienta, uno de los ter’angreal robados; algo comprensible para Egwene, para quien había supuesto un gran esfuerzo dejar de usar, aunque sólo fuera por unos días, el que Verin le había entregado.
Sabía que era posible cortar el contacto de una mujer con la Fuente Verdadera aun cuando ésta ya hubiera abrazado el saidar, pero debía de ser mucho más difícil desgajar un entramado que suspender el flujo antes de que se hubiera iniciado. Dispuso el entrelazamiento y lo preparó, fortaleciendo mucho más esa vez las hebras de Energía para formar un tejido más denso y pesado con un filo tan cortante como el de un cuchillo.
Cuando la vacilante figura de la Amiga Siniestra apareció una vez más, Egwene atacó con los fluidos de Aire y Energía. Por espacio de un instante algo pareció resistirse a la trama de Energía. Entonces ella la presionó con todas sus fuerzas y finalmente quedó encajada.
Amico Nagoyin emitió un tenue grito, apenas audible, tan leve como su propia presencia, casi una sombra de lo que ella había sido. Las ataduras formadas con el Aire la retuvieron, no obstante, impidiéndole volver a desaparecer. El terror desfiguró el bello rostro de la Amiga Siniestra; parecía balbucear algo, pero sus gritos eran susurros demasiado quedos para que Egwene la entendiera.
Tras afianzar la ligazón de Poder en torno a la hermana Negra, Egwene desplazó su atención a la puerta del calabozo y, llena de impaciencia, canalizó Tierra a la cerradura. Ésta cayó desprendiendo una nubecilla de negro orín que se disolvió por completo antes de tocar el suelo. Abrió la puerta y advirtió sin sorpresa que sólo había en ella una antorcha de junco encendida.
«Pero Amico está inmovilizada y la puerta está abierta».
Pensó un momento qué haría a continuación y luego se evadió del sueño…
… y despertó con la renovada conciencia de todas sus magulladuras, dolores y sed, de la pared de la celda en la que apoyaba la espalda, mirando fijamente la puerta cerrada a cal y canto. «Claro. Lo que ocurre a los seres vivos allí sigue siendo real al despertar. Las modificaciones efectuadas en la piedra, el hierro o la madera no tienen efecto en el mundo de la vigilia».
Nynaeve y Elayne seguían de rodillas a su lado.
—La que está allá afuera —informó Nynaeve— ha gritado hace un momento, pero no ha sucedido nada más. ¿Has encontrado alguna escapatoria?
—En principio sí —respondió Egwene—. Ayúdame a levantarme y desbarataremos la cerradura. Amico no se interpondrá. Era ella quien ha gritado.
—Yo he estado intentando abrazar el saidar desde que te has ido —señaló Elayne sacudiendo la cabeza—. Ahora es diferente, pero sigo neutralizada.
Egwene vació su interior, se transformó en el capullo de rosa que se abría al saidar y topó nuevamente con el invisible muro. Ahora estaba tembloroso y había momentos en que casi creía notar la Fuente Verdadera comenzando a llenarla de Poder. El escudo cobraba y perdía existencia a una velocidad demasiado vertiginosa para permitirle detectarla, y su efecto era el mismo que si hubiera sido enteramente sólido. Fijó la mirada en sus dos compañeras.
—La he atado. La he escudado. Ella es un ser vivo y no un pedazo de hierro inanimado. Debe seguir acorazada.
—Algo ha cambiado en el escudo que nos rodea —reconoció Elayne—, pero Amico continúa manteniéndolo.
—Tendré que volver a probarlo —decidió Egwene, desplomando la cabeza contra la pared.
—¿Te quedan suficientes fuerzas? —Elayne puso cara de preocupación—. Para serte franca, pareces aún más débil que antes. El anterior intento te ha restado energías, Egwene.
—Tengo las suficientes en el Mundo de los Sueños.
Se sentía más cansada, más endeble, pero no veía otra alternativa. Así lo expuso a sus amigas, las cuales hubieron de convenir con ella a pesar de sus reticencias.
—¿Podrás volver a dormirte tan pronto? —inquirió al cabo Nynaeve.
—Cántame una nana —pidió Egwene, esbozando una sonrisa—. Como cuando era una niña, por favor.
Reteniendo la mano de Nynaeve en una mano y apretando con la otra el anillo de piedra, cerró los ojos y trató de conciliar el sueño acunada por la melodía tarareada.
La gran puerta enrejada estaba abierta y en la sala no había indicios de vida, pero Mat entró con cautela. Sandar aún estaba en el pasillo, vigilando a diestro y siniestro, con la alarmista certidumbre de que de un momento a otro aparecería un Gran Señor o tal vez un centenar de Defensores.
La habitación estaba solitaria, aunque hacía poco rato de ello a juzgar por los manjares abandonados a medio consumir en la mesa. Sus ocupantes debían de haber salido precipitadamente, sin duda a causa de los combates librados en los pisos de arriba. Los objetos colgados en la pared lo hicieron felicitarse por su ausencia. Látigos de distintos tamaños y largadas, diferente grosor y diferente número de ramificaciones; tenazas, pinzas, abrazaderas y grilletes; artefactos que parecían botas de metal, guanteletes y yelmos, con grandes tornillos en las junturas previsiblemente para apretarlos; artilugios que no acertó a imaginar siquiera para qué servían. Si hubiera encontrado a los hombres que utilizaban todo aquello, seguramente se habría cerciorado de que estuvieran bien muertos antes de alejarse.
—¡Sandar! —musitó—. ¿Pensáis quedaros ahí toda la noche?
Sin esperar una respuesta, se dirigió apresuradamente a la puerta interior, de barrotes como la otra pero más pequeña, y traspuso el umbral.
A ambos lados del corredor, iluminado con las mismas antorchas de junco que la estancia que acababa de dejar atrás, había puertas de tosca madera. Unos quince metros más allá, junto a una de las puertas, había una mujer sentada en un banco, reclinada en la pared en una postura curiosamente rígida. La desconocida volvió lentamente la cabeza hacia él al oír el ruido de sus pasos. Era una joven muy bonita. Le extrañó que sólo moviera la cabeza y también su soñolencia.
¿Sería una prisionera? «¿Afuera en el pasillo? Pero nadie con un rostro tan angelical podría ser una de las personas que emplean los instrumentos que había en esas paredes». Parecía casi dormida, con los ojos entornados. Y el sufrimiento que expresaba aquella hermosa cara la señalaba como víctima de tormento y no como torturadora.
—¡Deténte! —gritó tras él Sandar—. ¡Es una Aes Sedai! ¡Una de las que se llevaron a las mujeres que buscas!
Mat quedó paralizado, mirando fijamente a la mujer. Recordó a Moraine arrojando bolas de fuego y se preguntó si él sería capaz de contener uno de esos proyectiles con su barra, si su suerte llegaría al punto de permitirle zafarse del ataque de una Aes Sedai.
—Ayudadme —imploró con voz débil. Sus ojos estaban cargados de somnolencia, pero suplicaba como alguien plenamente despierto—. Ayudadme, os lo ruego.
Mat pestañeó. Todavía no había movido ni un músculo por debajo del cuello. Se acercó cautamente, haciendo señas a Sandar para que dejara de rezongar repitiendo que era una Aes Sedai. La mujer movió la cabeza, animándolo a avanzar. Nada más.
De su cinturón pendía una gran llave de hierro. Mat titubeó un momento. Sandar aseguraba que era una Aes Sedai. «¿Por qué no se mueve?» Tragó saliva y le quitó la llave con tanto cuidado como si intentara sacar un pedazo de carne de las fauces de un lobo. La mujer dirigió la mirada a la puerta que tenía junto a ella y emitió un sonido como el de un gato que acaba de ver que un enorme perro entra en la habitación y sabe que no tiene escapatoria.
No entendía nada, pero, mientras no tratara de impedirle abrir esa puerta, lo tenía sin cuidado la razón por la que permanecía allí inmóvil como un espantapájaros. Por otra parte, se planteó si habría algo allí adentro merecedor de espanto. «Si es una de las que apresaron a Egwene y a las demás, es lógico que esté custodiándolas». La mujer tenía lágrimas en los ojos. «Lo raro es que se comporta como si hubiera un mismísimo Semihombre». Sólo había, de cualquier forma, un modo de averiguarlo. Apoyando la barra en la pared, hizo girar la llave en la cerradura y abrió de golpe la puerta, dispuesto a echar a correr en caso necesario.
Nynaeve y Elayne estaban arrodilladas en el suelo y entre ellas se hallaba, aparentemente dormida, Egwene. Exhaló una exclamación al ver la hinchada cara de Egwene y atribuyó su postración a otra causa distinta del sueño. Las otras dos jóvenes se volvieron hacia él y lo miraron con indescriptible sorpresa pintada en el rostro, y casi igual cantidad de contusiones que Egwene.
—Matrim Cauthon —dijo con tono desconcertado Nynaeve—, ¿qué diablos estás haciendo aquí?
—He venido a rescataros, maldita sea —contestó—. Que me aspen si esperaba el mismo recibimiento que si hubiera venido a robar un pastel. Si quieres, me responderás tú por qué tienes una pinta como si hubieras estado peleando con osos últimamente. Si Egwene no puede andar, la llevaré yo. Hay Aiel por toda la Ciudadela, o por casi toda, y o bien están matando a los condenados Defensores o los condenados Defensores están matándolos a ellos, pero, sea cual sea el caso, será mejor que salgamos de aquí mientras podamos. ¡Si es que podemos!
—Vigila a no decir más palabrotas —lo reconvino Nynaeve, y Elayne le dirigió una de esas miradas de desaprobación en las que tan diestras son las mujeres.
Ninguna de ellas, sin embargo, le prestaba plenamente atención. Se pusieron a zarandear a Egwene como si no estuviera cubierta de más magulladuras de las que había visto él en toda su vida. Egwene pestañeó y emitió un gruñido.
—¿Por qué me habéis despertado? Debo comprenderlo. Si pierdo el control de sus ataduras, despertará y no volveré a atraparla. Pero si no lo hago, no podrá dormirse completamente y… —Sus ojos se posaron, desorbitados, en él—. Matrim Cauthon, ¿qué diablos estás haciendo aquí?
—Explícaselo tú —indicó a Nynaeve—. Yo estoy demasiado ocupado rescatándoos como para cuidar mi vocabul… —Las tres fijaban al fondo, más allá de él, miradas tan encarnizadas como si lamentaran no tener cuchillos en las manos.
Se giró y no vio más que a Juilin Sandar, que tenía una mueca como si se hubiera tragado entera una ciruela podrida.
—Tienen motivos —dijo a Mat—. Yo… las traicioné. Pero tuve que hacerlo. —Aquello último iba destinado a las mujeres—. La que lleva todas esas trenzas de color de miel me habló y… no tuve otro remedio. —Las tres mantuvieron la vista clavada en él durante un largo momento.
—Liandrin se vale de viles artimañas, maese Sandar —admitió por fin Nynaeve—. Quizá no seáis enteramente responsable de lo ocurrido. Más tarde distribuiremos las culpas.
—Si todo ha quedado claro —las apuró Mat—, ¿podemos irnos de una vez? —Para él estaba tan poco claro como el barro, pero no le interesaba descifrarlo, sino marcharse de inmediato.
Las tres mujeres salieron cojeando tras él al corredor y se detuvieron en torno a la Aes Sedai del banco. Ésta puso los ojos en blanco, lanzando un gemido.
—Por favor. Volveré a la senda de la Luz. Juraré obedeceros a vosotras. Con la Vara Juratoria en las manos. Os lo ruego, no…
Mat se sobresaltó al ver que Nynaeve retrocedía de improviso y le asestaba un violento puñetazo que la tiró del banco. La mujer quedó tendida, con los ojos completamente cerrados por fin, pero incluso en el suelo, de costado, conservaba exactamente la misma postura que sentada.
—Se ha desbaratado —anunció animadamente Elayne.
Egwene rebuscó en el bolsillo de la mujer desmayada y transfirió al suyo algo que Mat no alcanzó a distinguir.
—Sí. Es magnífico. Se ha producido una transformación en ella cuando la has golpeado, Nynaeve. No sé bien qué es, pero lo he notado.
—Yo también —corroboró Elayne.
—Me gustaría transformarla de pies a cabeza —declaró Nynaeve con ferocidad.
Tomó la cabeza de Egwene entre las manos, y ésta se puso, jadeante, de puntillas. Cuando Nynaeve retiró las manos para aplicarlas sobre Elayne, Egwene estaba libre de contusiones y morados. Los de Elayne se difuminaron con igual rapidez.
—¡Rayos y truenos! —gruñó Mat—. ¡Habráse visto pegar a una mujer que no hacía nada! ¡No creo que pudiera siquiera moverse!
Las tres se encararon a él, y él emitió un grito estrangulado con la impresión de que el aire que lo rodeaba se había convertido en espesa gelatina. Se elevó en el aire hasta que sus botas quedaron colgando a un metro del suelo. «¡Oh, maldita sea, el Poder! ¡Hace un momento temía que la Aes Sedai fuera a utilizarlo contra mí y ahora van y lo hacen estas condenadas mujeres que he venido a rescatar! ¡Por todos los demonios!»
—No entiendes absolutamente nada, Matrim Cauthon —lo reprendió Egwene.
—Hasta que lo comprendas —agregó, con tono aún más severo, Nynaeve—, te sugiero que guardes tus opiniones para ti solo.
Elayne se contentó con asestarle una airada mirada que le recordó a su madre cuando se iba a cortar una vara para castigarlo.
Sin proponérselo, les dirigió la misma sonrisa que tantas veces había impulsado a su madre a azotarlo. «¡Diantre, si pueden hacer esto, no veo cómo ha podido encerrarlas nadie en esta celda!»
—Lo que sí entiendo es que os he librado de un sitio del que vosotras no conseguíais salir, y vosotras demostráis tanta gratitud como un maldito habitante del Embarcadero de Taren aquejado además de dolor de muelas.
—Tienes razón —concedió Nynaeve. Sus botas chocaron súbitamente en el suelo con tanta violencia que le castañetearon los dientes. Con todo, había recobrado la capacidad de movimientos—. Por más que me duela reconocerlo, Mat, tienes razón.
Reprimió la tentación de responderle con algún sarcasmo, reconociendo la disculpa tácita en su voz.
—¿Podemos irnos ya? Sandar cree que, aprovechando los combates, podremos haceros salir por una puertecilla que hay cerca del río.
—Yo no voy a marcharme todavía, Mat —afirmó Nynaeve.
—Yo me propongo encontrar a Liandrin y despellejarla —anunció tan fieramente Egwene como si se lo propusiera en serio.
—Yo sólo quiero —agregó Elayne— aporrear a Joiya Byir hasta que chille, pero me conformaré con cualquiera de ellas.
—¿Acaso estáis sordas? —gruñó—. Allá arriba se está librando una batalla. He venido a rescataros y pienso hacerlo. —Egwene le dio una palmada en la mejilla al pasar a su lado y lo mismo hizo Elayne. Nynaeve se limitó a emitir un resoplido. Miró boquiabierto cómo se alejaban—. ¿Por qué no habéis dicho nada? —reprochó al husmeador.
—Ya he visto lo que has ganado tú hablando —adujo simplemente Sandar—. No soy ningún necio.
—¡Pues yo no voy a quedarme en medio de una batalla! —gritó a las mujeres, que estaban desapareciendo por la pequeña puerta de barrotes—. Me marcho, ¿lo oís? —Ni siquiera volvieron la cabeza. «¡Probablemente van en busca de la muerte! ¡Alguien les clavará una espada mientras estén distraídas!» Apretando las mandíbulas, se colocó la barra al hombro y se puso en marcha tras ellas—. ¿Vais a quedaros ahí plantado? —llamó al husmeador—. ¡No me he tomado tantas molestias para dejar que mueran ahora!
Sandar le dio alcance en la sala de los instrumentos de tortura. Las tres mujeres se habían ido ya, pero Mat tenía la sensación de que no sería difícil localizarlas. «¡Bastará con encontrar hombres flotando en el aire! ¡Condenadas mujeres!» Apretó el paso y prosiguió al trote.
Perrin recorría con furia los pasadizos de la Ciudadela, en busca de un indicio del paradero de Faile. La había liberado dos veces más, una sacándola de una jaula de hierro, muy similar a aquella donde habían encerrado al Aiel en Remen, y otra abriendo un cofre de acero con un halcón en relieve en un costado. En ambas ocasiones ella se había disipado tras pronunciar su nombre. Saltador trotaba a su lado, olisqueando el aire. Por más aguzado que fuera el olfato de Perrin, el lobo percibía mejor los olores; había sido Saltador quien había hallado la pista del cofre.
Perrin empezaba a desesperar de poder rescatarla realmente. Tenía la impresión de que había pasado mucho rato sin localizar su rastro. Los corredores de la Ciudadela, donde ardían las lámparas y se exhibían tapices y armas en las paredes, estaban solitarios y nada se movía a excepción de él mismo y Saltador. «Aunque me ha parecido que ése era Rand». Había advertido tan sólo un atisbo de un hombre que corría como si persiguiera a alguien. «No podía ser él. No es posible, pero creo que lo era».
Saltador avivó de repente el paso, encaminándose a otra elevada puerta de doble hoja, en aquel caso revestida de bronce. Perrin intentó ajustarse a su marcha, tropezó y cayó de hinojos, extendiendo una mano para no desplomarse de bruces. La flojedad se había apoderado de él como si se le hubieran licuado los músculos. Aun después de recobrarse, sus fuerzas no eran las mismas de antes y le costó ponerse en pie. Saltador se giró hacia él.
Tu presencia es demasiado íntegra aquí, Joven Toro. La carne se debilita. No pones suficiente empeño en aferrarte a ella. Pronto la carne y el sueño perecerán a la vez.
—Búscala —replicó Perrin—. Es cuanto te pido: que encuentres a Faile.
Los amarillos ojos del lobo buscaron los de Perrin, tan amarillos como los suyos. Luego el animal se volvió y se dirigió a las puertas. Al otro lado, Joven Toro.
Perrin empujó, y las hojas no se movieron. No advertía dispositivo para abrirlas, ni picaporte ni pasador. En el metal había grabados diminutos dibujos, tan finos que sus ojos tardaron en reparar en ellos. Eran halcones, miles de minúsculas rapaces.
«Tiene que estar aquí. No creo que yo dure mucho más». Gritando, golpeó el bronce con el martillo, y éste resonó como un monumental gong. Dio un nuevo martillazo, que provocó una resonancia aún más estruendosa, y, al tercero, las puertas de bronce se hicieron añicos como si fueran de vidrio.
Adentro, a ochenta metros de la entrada, un círculo de luz rodeaba a un halcón encaramado a una percha. El resto de la vasta estancia estaba sumido en la oscuridad, y en él sonaba el quedo susurro de cientos de alas.
Dio un paso adelante, y un halcón descendió en las tinieblas, arañándole a su paso la cara con las garras. Se protegió los ojos con el brazo y, soportando en él el azote de las rapaces, se encaminó tambaleante a la percha. Pese a la continua arremetida de las aves, que lo golpeaban y le desgarraban la piel, siguió pesadamente, chorreando sangre por los brazos y los hombros, escudándose los ojos, que mantenía fijos en el halcón posado en la alcándora. Había perdido el martillo; no sabía dónde, pero estaba convencido de que, si retrocedía a buscarlo, perecería antes de encontrarlo.
Al llegar junto a la percha, cayó de rodillas bajo el hostigamiento de las hirientes zarpas. Alzó la vista hacia el halcón posado en el soporte, y éste fijó, sin pestañear, los oscuros ojos en él. Tenía la pata atada a una cadena sujeta a la percha mediante un diminuto candado con forma de erizo. Tomó la cadena con ambas manos, sin prestar atención a las otras rapaces que componían un auténtico torbellino de cortantes garras a su alrededor, y la partió con las últimas fuerzas que le quedaban. El dolor y los halcones lo sumieron en la oscuridad.
Abrió los ojos y recobró conciencia de su atormentado cuerpo, de la quemazón en la cara, brazos y hombros que parecían haber sido acuchillados mil veces. No importaba. Faile estaba arrodillada a su lado, con preocupación patente en sus oscuros ojos rasgados, enjugándole el rostro con un paño ya empapado con su sangre.
—Mi pobre Perrin —dijo quedamente—. Mi pobre herrero. Estás tan malherido…
Volvió la cabeza con esfuerzo que avivó su dolor. Se encontraban en el comedor privado de La Estrella, y junto a una pata de la mesa había un erizo de madera, partido en dos.
—Faile —susurró—. Mi halcón.
Rand seguía en el Corazón de la Ciudadela, pero su entorno había cambiado. No había hombres combatiendo, ni cadáveres, nadie en absoluto salvo él. De improviso se expandió por toda la fortaleza el sonido de un gran gong. Éste sonó de nuevo y hasta las propias piedras resonaron bajo sus pies. La tercera vez, el vibrante ruido se interrumpió súbitamente, como si el gong se hubiera hecho pedazos, y todo quedó en silencio.
«¿Dónde estoy? —se preguntó—. Y lo que es más importante, ¿dónde está Ba’alzemon?»
A modo de respuesta, en las sombras del bosque de columnas brotó un encendido proyectil similar al que había originado Moraine, que avanzaba directamente hacia su pecho. Su muñeca modificó instintivamente la posición de la espada; como por puro instinto también hizo fluir el saidin hacia Callandor hasta crear un torrente de Poder que avivó el brillo del arma con un ardor superior incluso al de la flecha lanzada contra él. Su precario equilibrio entre existencia y destrucción vaciló. Aquel embravecido caudal amenazaba con consumirlo.
La barra de luz chocó con la hoja de Callandor… y se bifurcó en su filo en dos lenguas que pasaron a su lado. Notó que la chaqueta se chamuscaba con su proximidad y percibió, asimismo, el olor de la lana que comenzaba a quemarse. Tras él, las dos púas de fuego compacto, de líquida luz, prosiguieron el curso trazado, atravesando las enormes columnas de piedra y, a su paso, las ardientes barras desintegraron la materia y los fustes quedaron segados al instante. Las columnas del Corazón de la Ciudadela se vinieron estrepitosamente abajo, en medio de una lluvia de polvo y fragmentos de piedra. Lo que entraba en contacto con la luz, en cambio, dejaba simplemente de existir.
En las tinieblas sonó un gruñido de rabia, y el abrasador rayo de calor blanco se desvaneció.
Rand movió Callandor como si la descargara contra algo que tenía delante. La blanca luz que desdibujaba la hoja se prolongó y cortó limpiamente, como si fuera seda, la caña de roja piedra detrás de la cual se había producido el gruñido. La sesgada columna tembló; una parte del fuste se desprendió del techo y se hizo pedazos. Cuando cesó el estruendo, oyó el sonido del roce de unas botas en el suelo. Era alguien que corría.
Con Callandor aprestada, Rand se precipitó en pos de Ba’alzemon.
El elevado dintel de la salida del Corazón se desmoronó al llegar a él, y la totalidad de la pared se vino abajo desprendiendo nubes de polvo y roca que habrían podido enterrarlo, pero él dirigió el Poder hacia la materia y ésta se redujo a simples motas flotantes. Continuó corriendo, sin tomarse el tiempo para reflexionar sobre la naturaleza de lo que había hecho. Se afanó tras los pasos de Ba’alzemon que resonaban, cada vez más lejanos, en los corredores de la Fortaleza.
De la nada surgieron como por ensalmo cientos de Myrddraal y trollocs, enormes y bestiales criaturas de rostros crispados por el ansia de matar. Atestaron el pasillo delante y detrás de él, esgrimiendo, sedientos de su sangre, espantosas espadas de acero negro que imitaban la forma de una guadaña. Sin saber cómo, los convirtió en vapor que se separó ante él… y desaparecieron. El aire se impregnó en torno a él de asfixiante hollín que le tapaba la nariz, impidiéndole respirar, pero él lo purificó de nuevo, transformándolo en fresca neblina. Del suelo, de las paredes y del techo brotaron violentos surtidores de llamas que redujeron a cenizas tapices y alfombras, mesas y cofres, a gotas de ardiente oro líquido los ornamentos y las lámparas; él aplastó las hogueras, barnizando de rojo la piedra.
Las piedras se difuminaron a su alrededor, convertidas casi en borrosos velos; la Ciudadela perdía consistencia. La realidad vacilaba; notaba cómo ésta se desintegraba, cómo se desintegraba él mismo. Lo estaban echando del mundo palpable, lo arrojaban a otro sitio donde nada existía. Callandor ardía en sus manos como un sol, hasta el punto de hacerle temer que se fundiera. También tuvo la aprensión de derretirse él mismo a causa de las oleadas de Poder Único que afloraban a su través y convergían en el río que de algún modo logró canalizar para tapar la brecha que se había abierto a su alrededor y mantenerse a recaudo en el lado de la existencia. La Ciudadela recuperó solidez.
No tenía noción de qué era lo que realizaba. El Poder Único lo embargaba hasta el punto de no reconocerse a sí mismo, hasta el extremo de barrer casi su esencia y no dejar más que un vestigio de ella. Su frágil estabilidad se balanceaba. A ambos lados permanecía el insondable abismo, el peligro de quedar arrasado por el Poder que fluía de él a la espada. Sólo en la danza en el aguzado filo residía, aunque inestable, la seguridad. Callandor brillaba tanto que parecía que llevaba en su mano el sol. Vagamente, vacilante como la llama de una vela en medio de una tormenta, anidaba la certeza de que, empuñando Callandor, nada le era imposible. Podía hacer cualquier cosa.
Corrió por interminables pasadizos, bailando en el tajo, persiguiendo a aquel que quería matarlo, aquel a quien él debía dar muerte. Esa vez no podía haber otro final. ¡Esa vez uno de los dos debía morir! Era evidente que Ba’alzemon lo sabía. Huía sin detenerse, permaneciendo siempre fuera del alcance de su vista, y únicamente el sonido de sus pasos orientaba a Rand, pero aun en su apresuramiento volvía aquella Ciudadela de Tear que no era tal en contra de Rand, y éste reaccionaba con actos instintivos, tentando de forma intuitiva la suerte. Truncaba sus ataques y corría por aquel filo de navaja en perfecto equilibrio con el Poder, la herramienta y el arma que lo consumiría totalmente si perdía pie.
Un agua negra y turbia como la del fondo del mar inundó los pasillos, impidiéndole respirar. De modo inconsciente, la transformó de nuevo en aire y prosiguió su carrera, y de pronto éste se volvió tan pesado que parecía que cada centímetro de su cuerpo sostenía una montaña. Estrujado desde todos lados, en el instante previo a ser aplastado seleccionó ramales de la marea de Poder que manaba a su través —sin saber cómo, cuáles ni por qué, pues todo se sucedía con demasiada rapidez para dar cabida al pensamiento— y la presión cedió. Perseguía a Ba’alzemon, y el propio aire se transmutó de repente en sólida roca que lo aprisionaba, después en lava y luego en irrespirable atmósfera. Bajo sus pies el suelo lo absorbió como si cada gramo hubiera multiplicado por cien su peso y a continuación se volvió más liviano que una pluma y, al dar un paso, quedó girando sin nada que lo soportara. Unas invisibles fauces se abrieron para arrancarle la mente del cuerpo, para arrebatarle el alma. Una a una, desbarataba las celadas y seguía corriendo; sin saber cómo, devolvía a su originaria condición lo que Ba’alzemon trastocaba para destruirlo. Tenía la vaga conciencia de que de algún modo había restablecido el curso natural de las cosas, las había forzado a recuperarlo con su propia danza ejecutada en la increíble angostura que mediaba entre la existencia y la anulación, pero era una sensación distante. Toda su atención se centraba en el acoso, en la caza, en la muerte que debía ponerle fin.
Y de improviso se halló nuevamente en el Corazón de la Ciudadela, tras atravesar el boquete cercado de escombros que había sido una pared. Algunas de las columnas pendían como dientes rotos ahora. Y Ba’alzemon retrocedía frente a él, con los ojos ardientes, envuelto en sombras. De él partían unos hilos negros semejantes a alambres de acero que se perdían hasta inimaginables alturas y distancias surcando la oscuridad concentrada a su alrededor.
—¡Tú no serás mi perdición! —gritó Ba’alzemon, lanzando llamaradas por la boca. Su chillido resonó entre las columnas—. ¡Es imposible derrotarme! ¡Ayudadme!
Una parte de las tinieblas que lo circundaban derivó hacia sus manos, y formó una bola tan negra que pareció absorber incluso la luz de Callandor. En las llamas de sus ojos destelló una expresión de triunfo.
—¡Os destruiré! —tronó Rand. Callandor giraba en sus manos. Su resplandor dispersó la oscuridad y cortó las negras cuerdas de acero que irradiaban de Ba’alzemon, y éste se convulsionó. Como si se hubiera duplicado, pareció menguar y crecer al mismo tiempo—. ¡Estáis perdido! —Rand hundió la reluciente hoja en el pecho de Ba’alzemon.
Ba’alzemon exhaló un alarido, y el fuego llameó violentamente en su cara.
—¡Insensato! —aulló—. ¡Nadie puede vencer al Gran Señor de la Oscuridad!
Rand extrajo la espada del cuerpo de Ba’alzemon cuando éste se desmoronaba y las tinieblas se disipaban en torno a él.
Y de repente se encontró en otro Corazón de la Ciudadela, rodeado de columnas todavía íntegras, de gritos de batalla y agonía, de combatientes con rostros velados que luchaban contra soldados con petos y yelmos. Moraine continuaba abatida en la base de una columna de piedra roja. Y a sus pies yacía de espaldas el cadáver de un hombre con una profunda quemadura en el pecho. Habría sido un atractivo individuo de mediana edad, con la salvedad de que en lugar de ojos y boca tenía sólo unos hoyos por los que se elevaban hilillos de humo negro.
«Lo he conseguido —pensó—. ¡He matado a Ba’alzemon, he matado a Shai’tan! ¡He ganado la Última Batalla! ¡Luz, SOY el Dragón Renacido! El dispersador de las naciones, el Desmembrador del Mundo. ¡No! ¡Yo pondré fin al dislocamiento, a la guerra! ¡Los haré concluir!»
Puso Callandor en alto, y de su hoja brotaron plateados rayos que se remontaron en dirección a la gran cúpula del techo.
—¡Deteneos! —gritó. La lucha cesó y los combatientes lo miraron con asombro bajo los negros velos y las alas de los redondos yelmos—. ¡Soy Rand al’Thor! —declaró con voz que resonó por toda la sala—. ¡Soy el Dragón Renacido! —Callandor resplandecía en su puño.
Uno a uno, los hombres de caras tapadas y los tocados con yelmo se hincaron de rodillas ante él, gritando:
—¡El Dragón ha Renacido! ¡El Dragón ha Renacido!