El Puerto del Sur propiamente dicho era una gran dársena redondeada construida por los Ogier cercada por altos muros de la misma piedra blanca veteada de plata que se encontraba en el resto de Tar Valon. Un largo muelle resguardado con techumbre recorría todo su perímetro, sólo interrumpido por las anchas puertas que daban acceso al río. Junto a él se alineaban bajeles de todos los tamaños, en su mayoría atracados por el lado de popa, y a pesar de la hora había un hormigueo de trabajadores en camiseta cargando y descargando fardos y arcones, cajones y barriles, con cuerdas, palos de carga o simplemente en la espalda. Las lámparas que colgaban de las vigas del techo componían una franja de luz en torno a las negras aguas del centro del puerto. Entre la oscuridad se deslizaban pequeñas barcas, cuyos cuadrados fanales prendidos en los altos codastes semejaban luciérnagas que corrieran a ras del agua. Eran pequeñas únicamente en comparación con los barcos, pues muchas de ellas tenían hasta seis pares de largos remos.
Cuando Mat traspuso un arco de pulida piedra roja seguido del rezongante Thom, y bajó las amplias escalinatas que conducían al muelle, a menos de veinte metros de distancia soltaban amarras los marineros de una embarcación de tres mástiles. El navío, de unos treinta metros de eslora y una chata cubierta rodeada de barandilla que casi quedaba al mismo nivel del atracadero, era uno de los mayores que había fondeados allí. De todas formas, lo importante era que iba a partir. «El primer barco que zarpe».
Un hombre de pelo gris se aproximó a ellos. Las tres hileras de cuerda de cáñamo cosidas a las mangas de su oscura chaqueta lo identificaban como encargado de los muelles, y sus anchos hombros sugerían que sin duda había comenzado su carrera halando cuerdas en lugar de lucirlas en su vestimenta. Posó accidentalmente la mirada en Mat y se detuvo, con la sorpresa pintada en su atezado rostro.
—Tu equipaje delata qué intención llevas, chico, pero ya puedes olvidarte de ello. Las hermanas me han enseñado un retrato tuyo. No embarcarás en ningún navío del Puerto del Sur, chico. Vuelve a subir por esa escalera antes de que ponga a alguien a vigilarte.
—¿Qué diablos…? —murmuró Thom.
—La situación ha cambiado en redondo —aseguró Mat. El barco estaba soltando la última cuerda de amarre; las triangulares velas aferradas todavía formaban gruesos bultos sobre los largos botalones, pero la tripulación estaba preparando los remos. Sacó el papel de la Amyrlin del bolsillo y lo acercó a la cara del encargado—. Como podéis ver, parto en misión oficial de la Torre, cumpliendo órdenes de la Amyrlin en persona. Y debo irme precisamente en ese barco.
El encargado leyó varias veces el texto del documento.
—En mi vida he visto nada parecido. ¿Para qué iba a decir la Torre que no podías marcharte y darte luego… esto?
—Preguntadle a la Amyrlin, si queréis —dijo Mat, dando a entender, no obstante, que no podía haber nadie tan necio como para aventurarse a hacerlo—, pero, si no subo a ese barco, me despellejará vivo, y también a vos.
—No lo conseguirás —advirtió el hombre, haciendo, empero, bocina con las manos para gritar—: ¡Ah, de a bordo de la Gaviota gris! ¡Parad! ¡La Luz os fulmine, parad!
El hombre de torso desnudo que manejaba el timón se giró y luego se puso a hablar con un alto compañero vestido con una oscura chaqueta de ahuecadas mangas, el cual no apartó ni un instante la vista de los marineros que ya hundían los remos en el río.
—Todos juntos —gritó, y los remos arrancaron espuma del agua.
—Lo conseguiré —espetó Mat. «¡He dicho el primer barco, y lo decía muy en serio!»—. ¡Vamos, Thom!
Sin detenerse a comprobar si el juglar lo seguía, echó a correr, esquivando hombres y carretas cargadas. La distancia entre la Gaviota gris y el muelle se ensanchaba con cada golpe de remo. Arrojó la barra, como si de una lanza se tratara, al barco y, dando otro paso más, saltó tan lejos como pudo.
Las oscuras aguas que se mecían bajo sus pies parecían gélidas, pero en un abrir y cerrar de ojos había pasado sobre la barandilla del navío y rodaba sobre la cubierta. Al ponerse en pie, oyó un gruñido y una maldición a sus espaldas.
Profiriendo otro juramento, Thom Merrilin se apoyó en el pretil y saltó a cubierta.
—He perdido el bastón —murmuró—. Necesitaré otro. —Masajeándose la pierna derecha, se asomó a la franja de agua, cada vez más ancha, que dejaba atrás el barco y se estremeció—. Hoy ya he tomado un baño.
El timonel sin camisa los miró con ojos desorbitados, agarrando la caña del timón como si se planteara la posibilidad de utilizarlo para defenderse de aquellos locos.
El individuo alto parecía casi igual de perplejo. Tenía los pálidos ojos azules muy abiertos y, con la barbilla temblorosa y rojo de rabia, movía los labios sin emitir sonido alguno.
—¡Por la Ciudadela! —tronó al fin—. ¿Qué significa esto? No tengo sitio en este barco ni para un gato y, aunque lo tuviera, no consentiría que se quedaran en él unos vagabundos que nos abordan sin permiso. ¡Sanor! ¡Vasa! ¡Tirad a estos piojosos por la borda!
Dos hombres extremadamente fornidos que enrollaban cuerdas abandonaron su tarea y se encaminaron hacia ellos. Los remeros avanzaban y retrocedían alternativamente tres pasos sobre la cubierta, impulsando los remos.
Mat agitó con una mano el papel de la Amyrlin delante del hombre de la barba, a quien suponía el capitán, y con la otra extrajo una corona de oro de la bolsa, poniendo buen cuidado en su apresuramiento de que quedara evidente que tenía más. Luego le arrojó la pesada moneda y, mostrando ostensiblemente el documento, se apresuró a tomar la palabra.
—Por la molestia de haber embarcado de manera tan intempestiva, capitán. Cumplimos una misión a cuenta de la Torre Blanca. Es orden personal de la Sede Amyrlin que zarpemos de inmediato. Hacia Aringill, en Andor. Es una cuestión de suma urgencia. La bendición de la Torre Blanca para todos quienes ayuden; la ira de la Torre para todos quienes nos pongan impedimentos.
Con la seguridad de que para entonces el hombre ya había visto el sello de la Llama de Tar Valon, y posiblemente algo más, dobló el papel y lo guardó. Mirando con inquietud a los dos hercúleos marineros que flanqueaban al capitán, lamentó no tener la barra a mano. Ésta se hallaba donde había caído, lejos de su alcance. Trató de adoptar un porte confiado, el de un hombre con quien más valía no jugar, un hombre respaldado por el poder de la Torre. «Que confío pronto tener bien lejos de mí».
El capitán observó dubitativamente a Mat y aún con mayor recelo a Thom, que, vestido de juglar, se sostenía a duras penas en pie, pero indicó por señas a Sanor y Vasa que se quedaran donde estaban.
—Yo no suscitaría las iras de la Torre. Así se pierda mi alma, por el momento las exigencias del comercio me llevan de Tear a esta guarida de… Vengo demasiado a menudo para enemistarme con… nadie. —Esbozó una forzada sonrisa—. Pero os he dicho la verdad. ¡Por la Ciudadela que sí! Tengo seis cabinas para pasajeros y todas están completas. Por otra corona de oro podéis dormir en cubierta y comer con la tripulación. Una corona cada uno.
—¡Eso es absurdo! —espetó Thom—. ¡Me tiene sin cuidado el efecto que haya causado la guerra río abajo! ¡Son unas condiciones escandalosas! —Los dos musculosos marineros se movieron amenazadoramente.
—Es el precio —zanjó con firmeza el capitán—. No quiero enojar a nadie, pero antes prefiero cambiar de ruta de comercio que teneros gratis en mi barco. Los negocios son los negocios. O pagáis vuestro pasaje o saltáis por la borda, y que la Amyrlin os seque en persona. Y me quedaré con esto por las molestias ocasionadas, gracias. —Introdujo la corona de oro que Mat le había dado en un bolsillo de su ahuecada chaqueta.
—¿Cuánto pedís por una de las cabinas? —preguntó Mat—. Para los dos solos. Podéis poner a sus ocupantes junto con otros pasajeros. —No quería tener que soportar el frío de la noche. «Y si no impresionas a un tipo como éste, es capaz de robarte hasta los calzones y pretender que te está haciendo un favor». El estómago le reclamó alimento—. Y comeremos lo que comáis vos, no el rancho de la tripulación. Y en abundancia.
—Mat —observó Thom—, se supone que soy yo el que está borracho. —Se volvió hacia el capitán, haciendo revolotear la capa tan bien como pudo en el estorbo de las fundas de los instrumentos y la manta que le colgaban del hombro—. Como ya habréis reparado, capitán, soy un juglar. —Aun a la intemperie, su voz pareció resonar—. Por el precio de nuestros pasajes, estaría sumamente encantado de entretener a vuestros viajeros y a vuestra tripulación…
—Mi tripulación está aquí para trabajar, juglar, y no para divertirse. —El capitán se mesó la puntiaguda barba y sus claros ojos evaluaron hasta el último céntimo la calidad de la chaqueta de Mat—. De modo que queréis una cabina, ¿eh? —Soltó una carcajada—. ¿Y la misma comida que yo? Bueno, podéis quedaros con ellos. ¡Cinco coronas de oro por cada uno! ¡Y de peso andoriano! —Éstos eran los más pesados. Le asaltó un ataque de risa tan violento que las palabras salían de forma entrecortada de su garganta. A su lado, Sanor y Vasa sonreían sin recato—; Por diez coronas, podéis quedaros con mi camarote y mi comida, y yo me instalaré con los pasajeros y comeré con la tripulación. ¡Vaya que sí lo haría! ¡Lo juro por la Ciudadela! Por diez coronas de oro… —La risa le impidió continuar.
Todavía trataba de recobrar el aliento entre las carcajadas y se secaba las lágrimas de los ojos cuando Mat tomó una de sus dos bolsas, pero su risa se paró en seco una vez que éste hubo contado cinco coronas de oro. El capitán pestañeó con incredulidad; la perplejidad de los dos fornidos marineros era absoluta.
—¿Peso andoriano, habéis dicho? —inquirió Mat. Como era difícil calcularlo sin balanza, añadió siete a los cinco anteriores. Dos de ellos eran con toda seguridad andorianos, con lo que seguramente ya había juntado el peso exigido. Al cabo de un momento, añadió dos coronas de oro tearianas—. Para los viajeros que saquéis de la cabina que habían pagado. —No creía que los pasajeros vieran ni un céntimo, pero a veces convenía dar apariencia de generosidad—. A menos que queráis compartir dormitorio con ellos… No, desde luego que no. Deben ser recompensados por tener que apiñarse con otros. No es preciso que comáis con la tripulación, capitán. Thom y yo os recibiremos con mucho gusto a la hora de la comida en vuestro camarote. —Thom lo miraba con expresión de asombro tan acentuada como los demás.
—¿Sois…? —preguntó el barbudo en un ronco susurro—. ¿Sois… por azar… un joven noble que viaja de incógnito?
—No soy ningún aristócrata —contestó, riendo, Mat.
Tenía buenos motivos para reír. La Gaviota gris se hallaba ahora rodeada de sombras, cercana al negro punto que interrumpía la franja de luz de los muelles, el lugar donde las puertas daban salida al río. Los remeros conducían velozmente el barco hacia allí. Los marineros hacían girar ya las botavaras, maniobra previa al izamiento de las velas. Y, oro en mano, el capitán ya no parecía tener intención de arrojar a nadie por la borda.
—Si no os importa, capitán, ¿podríamos ver nuestra cabina? Vuestra cabina, quiero decir. Es tarde, y quisiera dormir un poco. —Volvió a notar borborigmos en el vientre—. ¡Y cenar!
Cuando el navío hubo puesto la proa en las esclusas, el propio individuo de la barba los condujo por una escalera a un corto y estrecho pasillo flanqueado de puertas poco distanciadas entre sí. Mientras el capitán recogía sus cosas de la cabina, situada en proa, con la cama y todo el mobiliario salvo dos sillas y unos cuantos arcones empotrados en las paredes, e instalaba a Mat y a Thom en ella, Mat se enteró de muchos detalles; para empezar, que el capitán no iba a sacar a ningún pasajero de su camarote. Profesaba demasiado respeto por el dinero que habían pagado, si no por ellos, para hacer eso. Él ocuparía la cabina de su oficial; el oficial, la cama del suboficial, y así seguidamente hasta llegar al encargado de cubierta, que acabaría durmiendo en la proa con la tripulación.
Aun cuando no creía que aquella información fuera a serle útil, Mat prestó oídos a cuanto dijo el hombre. Siempre era aconsejable saber no sólo adónde iba uno, sino con quién trataba, para no acabar desplumado y teniendo que caminar descalzo bajo la lluvia.
El capitán, un teariano llamado Huan Mallia, resultó ser un locuaz parlanchín una vez que hubo obtenido de Mat y Thom una impresión satisfactoria. Él no era de alta alcurnia, decía, pero que nadie creyera que era un estúpido. Un joven con más dinero del imprescindible debía ser por fuerza un ladrón, pero todo el mundo sabía que ningún maleante escapaba jamás de Tar Valon con su botín. Un joven vestido como un campesino pero con el porte y la seguridad del señor que negaba ser…
—Por la Ciudadela, no seré yo quien diga que lo sois, si vos afirmáis lo contrario. —Mallia rió entre dientes, guiñando el ojo, y se atusó la punta de la barba.
Un joven que llevaba un documento estampado con el sello de la Amyrlin y que se dirigía a Andor. No era un secreto que la reina Morgase había visitado Tar Valon, aunque ciertamente nadie había divulgado por qué motivo. Para Mallia era evidente que algo se tramaba entre Caemlyn y Tar Valon. Y Mat y Thom eran mensajeros… al servicio de Morgase, infería él por el acento de Mat. Para él sería un placer hacer lo posible para contribuir al buen éxito de tan grande empresa, siempre y cuando nadie interpretara que pretendía inmiscuirse en asuntos ajenos.
Mat cruzó miradas de estupor con Thom, que guardaba las fundas de sus instrumentos bajo una mesa adosada a la pared. La habitación tenía dos pequeñas ventanas a ambos lados y un par de lámparas con brazos articulados.
—Imaginaciones —lo disuadió Mat.
—Por supuesto —replicó Mallia, encorvado sobre un baúl del que sacaba ropa. Enderezó el cuerpo y sonrió—. Por supuesto. —En un armario empotrado había mapas del río que seguramente necesitaría—. No diré ni una palabra más.
Pero, aunque intentaba disimularlo, continuó parloteando con clara intención de fisgar. Mat lo escuchaba y respondía a sus preguntas con gruñidos, encogimientos de hombros o monosílabos, en tanto Thom guardaba un mutismo total. El juglar no paraba de sacudir la cabeza mientras ordenaba sus pertenencias.
Mallia había sido siempre un navegante de río, aunque soñaba con surcar los mares. Aparte de Tear, mostró desdén por todos los países; Andor fue la única excepción y los halagos que dedicó a aquel reino sonaron poco sinceros a pesar de sus esfuerzos.
—Hay buenos caballos en Andor, me han dicho. No son malos. No de raza tan pura como la teariana, pero pueden pasar. Forjáis buen acero e instrumentos de hierro, bronce y cobre… Yo mismo he comerciado con ellos muchas veces, aunque los hacéis pagar muy caros, pero, ya se entiende. Con las minas que tenéis en las Montañas de la Niebla… Y minas de oro también. En Tear debemos ganarnos el oro a pulso.
Mayene era el lugar que merecía su desprecio más absoluto.
—Un país aún más insignificante que Murandy. Una ciudad y unas cuantas leguas de tierra. Hacen bajar el precio del excelente aceite de oliva que producimos en Tear simplemente porque sus barcos saben cómo encontrar los bancos de peces clavos. No tienen siquiera derecho a constituir un país independiente.
Detestaba Illian.
—Un día saquearemos Illian, arrasaremos todos sus pueblos y ciudades y esparciremos sal sobre su inmunda tierra. —La barba de Mallia casi se erizaba de indignación por la inmundicia de la tierra illiana—. ¡Incluso sus aceitunas están podridas! ¡Un día nos llevaremos encadenado hasta el último cerdo illiano! Eso es lo que dice el Gran Señor Samon.
Mat se preguntó qué harían en Tear con toda esa gente si llegaran a cumplir su propósito. Los illianos tendrían que comer, y no podrían trabajar con cadenas. A él le parecía un despropósito, pero a Mallia le brillaban de entusiasmo los ojos al hablar de ello.
Sólo los tontos se dejaban regir por un monarca o una soberana, un hombre o una mujer.
—Con la salvedad de la reina Morgase, claro está —se apresuró a aclarar—. He oído decir que es una mujer muy capacitada, y hermosa además.
Todos esos mentecatos postrándose ante un idiota. Los Grandes Señores gobernaban juntos Tear y tomaban decisiones de común acuerdo, tal como debía ser. Los Grandes Señores sabían en qué consistía la justicia, la prosperidad y la verdad. En especial el Gran Señor Samon. Ningún hombre podía obrar de forma errónea si obedecía a los Grandes Señores. Sobre todo al Gran Señor Samon.
Había en él, no obstante, un odio más enraizado que el que profesaba contra reyes y reinas y contra Illian, una animadversión que trataba de ocultar, pero, de tanto hablar con la intención de averiguar detalles sobre ellos, quedó tan prendado por el sonido de su propia voz que dejó entrever más de lo que se proponía.
Ellos debían de viajar mucho como mensajeros de una gran reina como Morgase. Seguramente habían recorrido mucho mundo. Él soñaba con el mar porque podría ver tierras que sólo conocía de oídas, porque entonces podría localizar los bancos de peces clavos de Mayene y superar la supremacía en el transporte marítimo de los Marinos y los inmundos illianos. Además, el mar quedaba lejos de Tar Valon. Ellos tenían que comprenderlo, obligados como estaban a viajar entre extraños países y gentes, lugares y personas que no habrían soportado de no ser porque así prestaban un servicio a Morgase.
—Nunca me ha gustado fondear allí, donde cualquiera podría estar encauzando el Poder. —Casi escupió la última palabra. Pero desde que había escuchado un discurso del Gran Señor Samon…—. Por mi fe que ahora, sabiendo lo que se proponen, sólo de mirar su Torre Blanca siento como si tuviera gusanos en el estómago.
El Gran Señor Samon aseguraba que las Aes Sedai pretendían gobernar el mundo, que querían someter a todas las naciones, sojuzgar a toda la humanidad. Samon decía que ya no bastaba con que Tear mantuviera todo contacto con el Poder fuera de su territorio. Samon decía que se avecinaba el día en que Tear gozaría de la gloria merecida, pero que Tar Valon se interponía en dicho objetivo.
—No queda otro remedio. Tarde o temprano deberán ser perseguidas y abatidas todas las Aes Sedai sin excepción. El Gran Señor Samon dice que las otras más jóvenes, las novicias y las Aceptadas, podrían salvarse si las llevan a la Ciudadela, pero que el resto debe ser erradicado. Eso es lo que dice el Gran Señor Samon. La Torre Blanca debe ser destruida.
Mallia permaneció un momento parado en medio de la cabina, con los brazos llenos de ropa, libros y mapas enrollados, casi rozando las vigas del techo con el pelo, con la mirada perdida mientras la Torre Blanca se desmoronaba. Entonces dio un respingo, como si cayera en la cuenta de lo que había dicho, y su puntiaguda barba se agitó con incertidumbre.
—Eso es…, eso es lo que él dice. Yo…, por mi parte, pienso que quizá sea una exageración. El Gran Señor Samon… habla de una manera tan arrebatadora que uno casi le da la razón aunque no lo crea. Vaya, si Caemlyn puede forjar pactos con la Torre, también puede hacerlo Tear. —Se estremeció sin poder evitarlo—. Ésa es mi opinión.
—Como digáis —aprobó maliciosamente Mat—. Me pareció correcta vuestra sugerencia, capitán. Pero no os conforméis con unas cuantas Aceptadas. Pedid que vayan a Tear una docena de Aes Sedai, o un par de docenas. Imaginaos lo que sería la Ciudadela de Tear con un par de docenas de Aes Sedai adentro.
Mallia volvió a estremecerse.
—Mandaré un hombre para que se lleve el cofre del dinero —anunció dignamente, y se fue con paso ceremonioso.
—Creo que no debiera haberle dicho eso —se arrepintió Mat, mirando con entrecejo fruncido la puerta que acababa de cerrarse.
—No veo por qué no —señaló Thom con mordacidad—. Después podrías tratar de convencer al capitán general de los Capas Blancas para que se casara con la Sede Amyrlin. —Frunció las cejas, semejantes a blancas orugas—. El Gran Señor Samon. Nunca he oído hablar del Gran Señor Samon.
—¿Qué tiene de raro? —aprovechó para devolverle el sarcasmo Mat—. Ni siquiera vos podéis saberlo todo en lo concerniente a los monarcas y nobles que existen, Thom. Debe de haber uno o dos en los que no habéis reparado.
—Conozco los nombres de los reyes y reinas, chico, y los de todos los Grandes Señores de Tear también. Cabe la posibilidad de que hayan promovido al cargo a un Señor de la Tierra, pero sin duda habría tenido noticias de la muerte del Gran Señor al que sustituía. Si te hubieras propuesto sacar de su camarote a algún desdichado viajero en lugar de ocupar la cabina del capitán, tendríamos una cama para cada uno, aunque fuera estrecha y dura. Ahora tengo que compartir contigo el lecho de Mallia. Espero que no ronques, muchacho. No soporto los ronquidos.
Mat hizo rechinar los dientes, recordando que los ronquidos de Thom eran tan insidiosos como una escofina limando madera nudosa.
El encargado de llevarse el cofre reforzado con hierro donde el capitán guardaba el dinero fue uno de los dos fornidos marineros —Sanor o Vasa—. Sin decir nada, se limitó a dedicarles someras reverencias y a torcer el gesto cuando creía que no lo miraban, y se marchó diligentemente.
Mat comenzaba a temer que la suerte que lo había acompañado durante toda la noche lo hubiera abandonado. Iba a tener que aguantar los ronquidos de Thom y, bien mirado, tal vez no fuera su buena estrella la que lo había hecho saltar a ese barco en concreto enseñando un documento firmado por la Sede Amyrlin y sellado con la Llama de Tar Valon. Impulsivamente, sacó uno de los cilíndricos cubiletes, retiró la tapa y, poniéndolo boca abajo, depositó los dados sobre la mesa.
Los cinco dados mostraron la cara con un solo punto. Los Ojos del Oscuro, se llamaba en algunos juegos. En ellos era una mala tirada, y en otras un resultado que aseguraba la victoria. «¿Pero a cuál estoy jugando yo?» Recogió los dados y volvió a arrojarlos. Cinco unos. Una nueva tirada y, de nuevo, los Ojos del Oscuro le dirigieron un guiño.
—No me extraña que hayas tenido que marcharte con el primer barco que zarpaba —comentó en voz baja Thom— si has ganado todo ese oro utilizando estos dados. —Estaba quitándose la camisa. Tenía las rodillas nudosas y las piernas, la derecha algo encogida, parecían puros tendones y fibrosos músculos—. Chico, hasta una chiquilla de doce años te arrancaría el corazón si se enterara de que la estafabas usando esos dados.
—No son los dados —murmuró Mat—. Es la suerte. —«¿Suerte que emana de las Aes Sedai, o suerte del Oscuro?» Volvió a guardar los cubos.
—Supongo —dijo Thom, instalándose en la cama— que no vas a contarme cómo has conseguido todo ese oro.
—Lo he ganado. Esta noche. Jugando a los dados.
—Ajá. Y supongo que no vas a explicarme el origen de ese papel que enseñabas por ahí…, ¡he visto el sello, chico!, ni de todos esos discursos según los cuales eres un enviado de la Torre, ni tampoco por qué motivo las Aes Sedai le habían dado tu descripción al encargado de los muelles.
—Voy a llevarle a Morgase una carta de Elayne, Thom —respondió Mat con más paciencia de la que en realidad sentía—. Nynaeve me dio el papel y no sé de dónde lo sacó.
—Bueno, si no vas a decírmelo, me voy a dormir. ¿Apagarás las lámparas, si eres tan amable? —Thom se tumbó de lado y se colocó una almohada sobre la cabeza.
Tras apagar las lámparas y deslizarse en ropa interior bajo las mantas, Mat no logró conciliar el sueño, aun a pesar del mullido colchón de plumas con que se había regalado Mallia. No se había equivocado respecto a los ronquidos de Thom, que sonaban como si éste estuviera cortando leña con una sierra oxidada, y la almohada que tenía encima de la cabeza no amortiguaba en nada el ruido. Además, no podía interrumpir el hilo de sus pensamientos. ¿Cómo había llegado a poder de Nynaeve, Egwene y Elayne el documento de la Amyrlin? Debían de traerse entre manos algo con la propia Sede Amyrlin —alguna intriga, una de las maquinaciones propias de la Torre Blanca— pero, ahora que lo pensaba, también debían de estar ocultándole algo a la Amyrlin.
—«Llévale, por favor, esta carta a mi madre» —dijo quedamente con tono agudo y burlón—. ¡Qué idiota! La Amyrlin habría enviado a un Guardián para que entregara a la reina la misiva de la heredera del trono. Me tenían tan cegado las ansias de abandonar la Torre a toda costa que ni me he dado cuenta. —El ronquido de Thom, semejante a un toque de trompeta, pareció expresar su acuerdo.
Pero sus reflexiones se centraron sobre todo en la suerte y en los ladrones.
Apenas tuvo conciencia del primer golpe contra la proa y tampoco prestó atención al roce de algo arrastrándose en cubierta y a los pasos de alguien calzado con botas. La embarcación producía constantemente ruidos, y debía de haber alguien en cubierta vigilando el curso del navío. Pero unos pasos sigilosos en el pasadizo al que daba su camarote incidieron en sus pensamientos poblados de ladrones, haciéndole aguzar el oído.
—Despertad —susurró a Thom, dándole un codazo en las costillas—. Hay alguien en el pasillo.
Saltó de inmediato de la cama, procurando que las planchas del suelo no crujieran bajo sus pies. Thom emitió un gruñido, hizo un chasquido con la lengua y reanudó sus ronquidos.
No había tiempo para ocuparse de Thom. Los pasos sonaban justo afuera. Mat tomó la barra, se apostó delante de la puerta y aguardó.
La puerta se abrió despacio, y la tenue luz de la luna que entraba por la escotilla que daba acceso a la escalera recortó débilmente la silueta de dos hombres encapuchados y arrancó destellos de las hojas de los cuchillos que empuñaban. Los dos intrusos, que evidentemente no habían previsto que alguien estuviera esperándolos, exhalaron una exclamación de sorpresa.
Mat descargó la barra justo debajo del esternón del primero. Al golpear, oyó la voz de su padre. «Es un golpe mortal, Mat. No lo utilices jamás a menos que de ello dependa tu vida». Aquellos cuchillos amenazaban, sin embargo, su vida, pues en la cabina no había espacio suficiente para mover el bastón.
Su víctima aún se plegaba gimiendo sobre sí, tratando en vano de recobrar aliento, cuando Mat avanzó y hundió con estrépito la punta de la barra en la garganta de su compañero. Éste soltó el cuchillo para aferrarse el cuello y cayó sobre el otro. Ambos quedaron arañando el suelo con las botas, exhalando los últimos estertores.
Mat permaneció de pie, mirándolos. «Dos hombres. ¡No, diantre, tres! Nunca le había hecho daño a ningún ser humano y ahora en una noche he matado a tres hombres. ¡Luz!»
Entre el silencio reinante oyó unas botas que percutían en la cubierta. Los marineros iban todos descalzos.
Intentando no pensar en lo que hacía, Mat arrancó la capa de uno de los cadáveres y se tapó con ella para ocultar la pálida tela de su ropa interior. Se fue sin zapatos por el corredor, subió la escalera y se asomó con cautela por la escotilla.
La luz de la luna se reflejaba en las tensas velas, pero la noche aún cubría de sombras la cubierta, y el único sonido perceptible era el roce del agua en el casco. Sólo se veía a un hombre junto al timón que tenía la capucha bajada para protegerse del frío. El desconocido se movió, y el cuero de las suelas arañó la madera del suelo.
Disimulando la barra bajo la capa, Mat salió al exterior.
—Está muerto —susurró con voz baja y carrasposa.
—Espero que haya chillado cuando le habéis cortado la garganta. —Mat reconoció la voz y el marcado acento extranjero de uno de los hombres que lo habían acechado en la boca de una de las callejas de Tar Valon—. Ese muchacho nos ha causado demasiados problemas. ¡Espera! ¿Quién eres?
Mat impulsó la barra con todas sus fuerzas. El grueso palo se aplastó contra la cabeza del rufián, produciendo un sonido similar al de un melón despachurrado al chocar contra el suelo.
El hombre cayó atravesado en el timón, impulsando la caña, y el barco dio un bandazo que hizo tambalear a Mat. Por el rabillo del ojo vio una figura surgiendo de las sombras al lado de la barandilla y el resplandor de un arma blanca, y supo que no tendría tiempo de hacer girar la barra. Otro objeto brillante surcó el aire y se hundió con un ruido sordo en la borrosa forma humana. Un hombre cayó tumbado casi a sus pies.
De abajo llegó un murmullo de voces, y el navío dio un nuevo bandazo provocado por el peso del muerto apoyado en el timón.
Thom llegó cojeando desde la escotilla, vestido con capa y calzoncillos, abriendo la contraventana de un candil.
—Has tenido suerte. Uno de esos tipos de abajo llevaba esta linterna. Podría haber incendiado el barco. —La luz iluminó la empuñadura de un cuchillo clavado en el pecho de un hombre cuyos fijos ojos tenían el sello de la muerte. Mat nunca lo había visto; estaba seguro de que habría recordado a alguien con tantas cicatrices en la cara. Thom apartó de un puntapié la daga que reposaba en la mano abierta del desconocido, luego se encorvó para recuperar su cuchillo y limpió la hoja en la capa del cadáver—. Mucha suerte, chico. Muchísima suerte.
Había una cuerda atada a la barandilla de popa. Thom se acercó y alumbró hacia abajo. Mat se reunió con él. En el otro extremo del cabo había una de las pequeñas barcas del Puerto del Sur, con el fanal apagado, entre cuyos remos había dos individuos más.
—¡Que el Gran Señor me lleve, es él! —exclamó uno de ellos. El otro se precipitó hacia la cuerda para deshacer el nudo atado a su embarcación.
—¿Quieres matar también a esos dos? —preguntó Thom con voz tan atronadora como si estuviera actuando.
—No, Thom —respondió quedamente Mat—. No.
Los ocupantes de la barca debían de haber oído la pregunta, pero no la respuesta, puesto que desistieron en su intento de desatar la cuerda y saltaron al agua. Luego se escuchó cómo chapoteaban en el río tratando de ganar la orilla.
—Insensatos —murmuró Thom—. El cauce se estrecha un poco después de Tar Valon, pero aun así debe de tener más de medio kilómetro de ancho aquí. No conseguirán llegar a tierra.
—¡Por la Ciudadela! —gritó alguien saliendo a cubierta—. ¿Qué ocurre aquí? ¡Hay dos cadáveres en el pasillo! ¿Qué hace Vasa tumbado en el timón? ¡Nos va a hacer embarrancar! —Vestido sólo con los calzoncillos, Mallia corrió hacia el timón, apartó sin contemplaciones al muerto y enderezó el rumbo—. ¡Éste no es Vasa! Por mis barbas, ¿quiénes son todos estos hombres muertos?
A la cubierta iban llegando descalzos marineros y asustados pasajeros envueltos en capas y mantas. Escudándose con el cuerpo, Thom deslizó el cuchillo bajo la cuerda y la sesgó. La barca comenzó a rezagarse en la oscuridad.
—Bandidos de río, capitán —dijo—. El joven Mat y yo hemos salvado vuestro barco de su asalto. De no ser por nosotros, seguramente nos habrían pasado a cuchillo a todos. Tal vez deberíais reconsiderar la tarifa de vuestro pasaje.
—¡Bandidos! —exclamó Mallia—. ¡Los hay por montones en las proximidades de Cairhien, pero nunca he oído que causaran un incidente tan al norte!
—Los amedrentados viajeros se pusieron a murmurar sobre bandidos y cuchilladas.
Mat se dirigió con paso tieso a la escotilla.
—Es un tipo duro —oyó decir a Mallia tras él—. No me consta que Andor emplee a asesinos, pero por mis barbas que este joven tiene una extraordinaria sangre fría.
Mat bajó a trompicones la escalera, pasó por encima de los dos cadáveres del corredor y cerró con un portazo el camarote del capitán. Antes de llegar a la cama se puso a temblar como un azogado y hubo de hincarse de rodillas en el suelo. «Luz, ¿a qué estoy jugando? He de saber en qué juego participo si pretendo ganar. Luz, ¿qué juego es?»
Mientras tocaba quedamente con la flauta Rosa de la mañana, Rand contemplaba la hoguera sobre cuyas llamas asaba un conejo ensartado en un palo. La brisa nocturna hizo ondular el fuego; él apenas percibía el aroma del conejo, aunque por su mente cruzó el vago pensamiento de que habría de procurarse sal en el próximo pueblo o ciudad por el que pasara. Rosa de la mañana era una de las melodías que había interpretado en aquellas bodas.
«¿Cuántos días han transcurrido desde entonces? ¿Fueron tantas las bodas o solamente lo imaginé? ¿Todas las mujeres del pueblo decidieron casarse a la vez? ¿Cómo se llamaba? ¿Estaré enloqueciendo ya?»
El sudor le perlaba la frente, pero él siguió tocando de manera casi inaudible, con la mirada perdida en el fuego. Moraine le había dicho que era ta’veren. Todo el mundo aseguraba que era ta’veren. Tal vez lo fuera realmente. Esa clase de personas… cambiaban el curso de los acontecimientos a su alrededor. Un ta’veren podría haber provocado todas esas bodas. Aquella hipótesis estaba relacionada, sin embargo, con algo que su pensamiento prefería rehuir.
«Dicen que soy el Dragón Renacido. Todos lo dicen. Lo dicen los vivos y los muertos. No por eso ha de ser cierto. Tuve que dejar que me proclamaran. Fue una cuestión de deber. No tenía alternativa, pero no por eso ha de ser verdad».
No paraba de tocar una y otra vez esa canción. Le recordaba a Egwene. Antes pensaba que un día se casaría con ella. Pero desde entonces parecía haber pasado mucho tiempo y ya nada quedaba de sus proyectos. Ella se le había aparecido, no obstante, en sueños. «Puede que fuera ella. Su cara. Era su cara».
Pero por sus sueños habían desfilado muchos rostros conocidos: Tam, su madre, Mat y Perrin. No eran realmente ellos, por supuesto. Sólo sus caras, materializadas en Engendros de la Sombra. Eso era lo que él creía. Aun dormido, lo perseguían los Engendros de la Sombra. ¿Eran sólo sueños? Sabía que algunos de ellos eran reales y que otros no eran más que sueños o pesadillas donde se expresaban sus deseos y temores. ¿Pero cómo distinguirlos? Min lo había visitado en sueños una noche… y había tratado de clavarle un cuchillo en la espalda. Todavía le sorprendía el dolor que ello le había causado. Se había confiado y había permitido que se acercara a él. En compañía de Min, jamás había experimentado la necesidad de mantenerse en guardia, a pesar de lo que ella percibía al mirarlo. Estar con ella había sido un bálsamo para sus heridas.
«¡Y luego intentó matarme!» La música se agudizó en discordante chirrido, tras el cual volvió la calma. «No era ella sino un Engendro de la Sombra con su cara. De todos ellos, Min es la que menos me querría algún mal». No sabía a ciencia cierta a qué se debía esa convicción, pero estaba seguro de no equivocarse.
Tantos rostros poblaban sus sueños… Selene había acudido, fría y misteriosa y tan deseable que sólo de pensar en ella notaba sequedad en la boca, y, tal como había hecho antes —hacía siglos, se le antojaba—, le había ofrecido gloria, pero ahora era la espada lo que le instaba a tomar. Y con la espada la obtendría a ella. Callandor. Esa arma siempre estaba presente en sus sueños. Siempre. Y rostros burlones. Manos, que introducían a empellones a Egwene, Nynaeve y Elayne en jaulas, que les tendían trampas, que las golpeaban. ¿Por qué había de provocarle más lágrimas la suerte de Elayne que la de sus dos compañeras?
Le daba vueltas la cabeza. Le dolía la cabeza tanto como el costado, y seguía tocando quedamente en la noche Rosa de la mañana con el rostro empapado en sudor, reacio a entregarse al sueño, por temor a soñar.