La luz del sol que se filtraba por los postigos despertó a Mat. Durante un momento, siguió acostado, frunciendo el entrecejo. No había trazado ningún plan para escapar de Tar Valon antes de que el sueño lo venciera, pero tampoco había renunciado a ello. Pese a que la mayoría de los recuerdos se escondían bajo una espesa niebla, pensaba porfiar en su intención de marcharse.
Entraron dos criadas cargadas con agua caliente y una bandeja llena de comida y, entre risas, alabaron su buen aspecto y pronosticaron su pronta recuperación si seguía las instrucciones de la Aes Sedai. Él les respondió concisamente, tratando de disimular la amargura que sentía. «Es mejor que piensen que voy a seguirles la corriente». Las tripas le gruñeron, reaccionando al olor que desprendía la bandeja.
De nuevo solo, se levantó de la cama, se llevó una loncha de jamón a la boca y llenó la palangana de agua para lavarse y afeitarse. Al verse en el espejo del aguamanil, paró de enjabonarse la cara. Era cierto que tenía mejor aspecto.
Aunque aún tenía las mejillas hundidas, sus pómulos no se veían ya tan prominentes. Las ojeras habían desaparecido y sus ojos no parecían tan encajados en la cabeza. Era como si cada bocado que había engullido la noche anterior se hubiera aplicado a acolcharle los huesos. Sentía, incluso, un renovado vigor.
—A este paso —murmuró—, me habré marchado antes de lo que sospechan.
Volvió a sorprenderse cuando, después de afeitarse, dio cuenta de la totalidad del jamón, nabos y peras que le habían servido.
Estaba seguro de que esperaban de él que volviera a acostarse después de comer, pero en lugar de ello se vistió. Ya calzado, lanzó una ojeada a las mudas de repuesto y resolvió dejarlas allí por el momento. «Primero debo concretar lo que haré. Y si he de irme sin ellas…» Se guardó los cubiletes con los dados en el bolsillo, convencido de que ellos le proporcionarían toda la ropa que necesitase.
Abrió la puerta y se asomó al pasillo. Las puertas con paneles de pálida y dorada madera se sucedían, interrumpidas por abigarrados tapices, y el suelo de blancas baldosas estaba cubierto por una larga alfombra azul. No había nadie vigilando. Se puso la capa al hombro y se precipitó afuera. Ahora sólo tenía que encontrar la salida.
Tuvo que recorrer varias escaleras, pasadizos y patios hasta localizar lo que buscaba, una puerta que diera al exterior, y en el camino vio a varias personas: criadas y novicias vestidas de blanco que acudían a sus quehaceres, con diligencia más marcada incluso en las jóvenes estudiantes que en la servidumbre; unos cuantos hombres toscamente vestidos transportando arcones y objetos pesados; Aceptadas ataviadas con sus característicos vestidos con cenefas. Incluso unas pocas Aes Sedai.
Las Aes Sedai, absortas en sus pensamientos, no parecieron reparar en él al pasar por su lado o, cuando mucho, le dedicaron únicamente una somera mirada. Él llevaba ropas de campesino, pero de calidad; no tenía aspecto de vagabundo, y la presencia de los criados indicaba que los hombres no tenían prohibida la entrada en aquella parte de la Torre. Sospechó que tal vez lo tomaban por un criado, cosa que no le importaba siempre y cuando no le pidieran que cargara nada.
El hecho de que ninguna de las mujeres que vio fuera Egwene o Nynaeve le hizo experimentar cierto pesar. Hasta le habría alegrado encontrar a Elayne. «Es una chica bonita, aunque la mitad de las veces sea muy estirada. Y ella me diría dónde puedo localizar a Egwene y a la Zahorí. No puedo irme sin despedirme de ellas. Luz, espero que no vayan a denunciarme simplemente porque estudien para convertirse ellas mismas en Aes Sedai. ¡Diantre! Ellas no me harían eso. De todas formas, me arriesgaré».
Pero, una vez que se halló en el exterior, bajo un brillante cielo sólo enturbiado por unas cuantas nubes blancas, se olvidó de las mujeres. Estaba en un extenso patio enlosado con una fuente de piedra en el centro y un cuartel de piedra gris en el extremo opuesto que, entre los árboles que crecían en los cercos no pavimentados, parecía un enorme canto rodado. Delante del largo y bajo edificio había sentados varios guardias en mangas de camisa, engrasando armas, armaduras y arneses. Aquél era el tipo de persona que le convenía en ese momento.
Cruzó pausadamente el patio y se puso a observar a los soldados como si no tuviera nada mejor que hacer. Mientras trabajaban, éstos charlaban y reían igual que los hombres después de la cosecha. De cuando en cuando uno de ellos miraba con curiosidad a Mat, que se paseaba entre ellos, pero ninguno puso en entredicho su derecho a hallarse allí. De tanto en tanto formulaba con aire despreocupado una pregunta. Por fin obtuvo la respuesta que buscaba.
—¿Un guardia de los puentes? —dijo con marcado acento illiano un fornido hombre moreno que tan sólo debía de tener cinco años más que Mat. Pese a su juventud, tenía surcada la mejilla por una blanca cicatriz, y las manos que engrasaban su espada se movían con familiaridad y competencia. Miró con ojos entornados a Mat antes de reanudar su tarea—. Yo estoy destacado en los puentes, y esta tarde vuelvo a estar de guardia allí. ¿Por qué lo preguntas?
—Solamente quería saber en qué condiciones está la otra orilla del río. —«Tampoco me vendrá mal saberlo»—. ¿Está bien el terreno para viajar? No debe de estar fangoso, a menos que haya caído más lluvia de la que creo.
—¿Qué orilla del río? —inquirió plácidamente el guardia, sin apartar la vista del aceitoso paño con que frotaba su arma.
—Eh… la del este.
—No hay barro, pero sí Capas Blancas. —El hombre se inclinó a un lado para escupir, pero no alteró el tono de voz—. Los Capas Blancas están husmeando en todos los pueblos en un radio de más de diez kilómetros. Aún no han herido a nadie, pero importunan a la gente. Que la Fortuna me clave su aguijón si lo que pretenden no es provocarnos, pues buena pinta tienen de querer atacarnos si pudieran. No es bueno encontrarse con ellos de viaje.
—¿Y el lado oeste?
—Lo mismo. —El guardia alzó la vista hacia Mat—. Pero tú no vas a cruzar, chico, ni a la ribera del este ni a la del oeste. Que la Fortuna me abandone si tú no te llamas Matrim Cauthon. Anoche una hermana en persona vino al puente donde montaba guardia y nos describió minuciosamente tu aspecto hasta que todos pudimos repetirle de memoria tus rasgos. Un huésped, dijo, al que no se debía causar ningún daño. Pero al que no se debía permitir tampoco salir de la ciudad, ni aunque tenga que atarte de manos y pies para impedírtelo. —Entrecerró los ojos—. ¿Acaso les has robado algo? —preguntó dubitativamente—. No tienes la misma pinta que la gente a la que suelen alojar las hermanas.
—¡Yo no he robado! —repuso, indignado, Mat. «Demonios, ni siquiera he tenido ocasión de pasar inadvertido. Deben de conocerme todos»—. ¡No soy un ladrón!
—No, no es eso lo que percibo en tu cara. No eres un ratero. Pero tienes el mismo aire que el tipo que intentó venderme el Cuerno de Valere hace tres días. Eso aseguraba que era, todo retorcido y abollado como estaba. ¿Tienes tú un Cuerno de Valere que vender? ¿O tal vez sea la espada del Dragón?
Mat se sobresaltó ante la mención del Cuerno, pero consiguió mantener la calma en la voz.
—Estaba enfermo. —Ahora también lo miraban otros guardias. «Luz, ahora ya saben todos que no pueden dejarme marchar». Lanzó una carcajada forzada—. Las hermanas me curaron. —Hizo votos por que lo creyeran. «Sólo un hombre al que curaron. Nada más. No hay razón para que forméis más cábalas acerca de él».
—Aún te quedan trazas de la enfermedad en la cara —convino el illiano—. Quizá sea ésa la razón. Pero nunca oí que se esforzaran tanto por retener a un hombre enfermo en la ciudad.
—Ésa es la razón —aseguró fervientemente Mat, consciente de que todas las miradas se centraban en él—. Bien, he de irme. Me han dicho que debo dar paseos. Largos paseos, para cobrar fuerzas.
Se alejó, ceñudo, sintiendo cómo lo seguían sus miradas. Él sólo pretendía averiguar hasta qué punto habían propagado su descripción. Si únicamente la hubieran transmitido a los oficiales a cargo de los puentes, habría tenido una posibilidad de escabullirse. Siempre había sido hábil para entrar y salir a escondidas de los sitios. Era un talento que se adquiría cuando la madre de uno siempre sospechaba que haría una diablura y tenía además cuatro hermanas para delatarlo. «Y ahora he dejado constancia de mi aspecto delante de medio cuartel de guardias. ¡Rayos, truenos y relámpagos!»
Gran parte del recinto de la Torre estaba ocupado por jardines llenos de árboles, cedros, abedules y olmos, y pronto se halló recorriendo uno de los numerosos senderos cubiertos de grava. Éste podría haberse encontrado en pleno campo, de no ser por las torres que se divisaban entre las copas de los árboles. Y por la blanca e imponente mole de la Torre propiamente dicha, que ahora le quedaba a la espalda pero cuya presión sentía sobre él como si la cargara encima. Si había forma de salir de los terrenos de la Torre sin ser visto, aquél parecía el lugar indicado para averiguarlo. En el supuesto de que existiera tal salida.
Por el camino apareció una novicia vestida de blanco, caminando con paso decidido hacia él. Absorta en sus propios pensamientos, al principio no reparó en él. Cuando estuvo lo bastante cerca para distinguir claramente sus grandes ojos oscuros, la manera como llevaba trenzado el cabello, Mat sonrió de improviso. El recuerdo afloró a su mente desde el confuso pozo de su memoria y tuvo la certeza de conocer a esa muchacha, pese a que jamás habría sospechado encontrarla allí. A decir verdad, no había esperado volver a verla allí ni en ninguna parte. Sonrió para sus adentros. «Buena suerte para compensar la mala racha anterior». Según recordaba, esa chica tenía debilidad por los muchachos.
—Elsa —la llamó—. Elsa Grinwell. Te acuerdas de mí, ¿verdad? Mat Cauthon. Visité con un amigo la granja de tu padre. ¿Te acuerdas? ¿Has decidido convertirte en Aes Sedai, pues?
La muchacha se paró en seco y se quedó mirándolo.
—¿Qué haces levantado y afuera? —preguntó fríamente.
—Sabes que estaba enfermo, veo. —Se acercó a ella, pero ésta retrocedió, manteniendo la distancia. Entonces él se detuvo—. No es contagioso. Me curaron, Elsa. —Aquellos oscuros y grandes ojos parecían más sagaces de lo que recordaba y no transmitían la misma calidez, pero supuso que tal vez el hecho de estudiar para Aes Sedai producía ese efecto—. ¿Qué ocurre, Elsa? Me miras como si no me conocieras.
—Te conozco —dijo. Su porte tampoco era el que recordaba; pensó que ahora podía dar lecciones a Elayne—. Tengo… trabajo que hacer. Déjame pasar.
Mat esbozó una mueca. El sendero era lo bastante ancho como para dar holgada cabida a seis personas.
—Ya te he dicho que no es contagioso.
—¡Déjame ir!
Murmurando para sí, se apartó hasta el borde de la gravilla y ella lo adelantó por el otro lado, vigilando para cerciorarse de que no se aproximaba a ella. Luego apretó el paso y se fue mirando por encima del hombro hasta perderse de vista en un recodo.
«Quería asegurarse de que no la seguiría —pensó con amargura—. Primero los guardias, y ahora Elsa. Hoy no tengo un día afortunado».
Volvió a emprender camino y pronto oyó un gran estrépito a su izquierda, como si estuvieran entrechocando docenas de palos. Movido por la curiosidad se dirigió hacia allí, adentrándose en la arboleda.
Al cabo de poco llegó a una gran explanada de tierra apisonada, de unos cuarenta metros de ancho y casi el doble de largo. Espaciadas en sus contornos, bajo los árboles, había casetas de madera en las que había barras para luchar, espadas de práctica que consistían en manojos de ramas atadas, unas cuantas espadas de verdad, hachas y lanzas.
En la explanada, y espaciadas entre sí, luchaban con espadas de práctica varias parejas de hombres, en su mayoría con el torso desnudo. Algunos se movían tan grácilmente, cambiando tan fluidamente de postura de ataque a defensa, que daban la impresión de bailar juntos. Aunque lo único que los distinguía de los demás era la pericia, Mat tuvo la certeza de que eran Guardianes.
Los que no daban pruebas de tanta agilidad eran todos más jóvenes y peleaban bajo el atento escrutinio de un hombre mayor del que pareciera irradiar una amenazadora gracia incluso parado. «Guardianes y estudiantes», dedujo Mat.
No era el único espectador. A menos de diez metros de distancia de él, media docena de mujeres con atemporales rostros de Aes Sedai y otras tantas con los blancos vestidos con cenefas de las Aceptadas observaban a un par de estudiantes de desnudos torsos brillantes de sudor que practicaban bajo la dirección de un Guardián de cuerpo tan anguloso como un bloque de piedra. El Guardián utilizaba la pipa de tabaco que humeaba en una de sus manos para dirigir a sus alumnos.
Mat se sentó con las piernas cruzadas bajo un abedul, recogió tres grandes guijarros del suelo y se puso a realizar distraídamente juegos malabares con ellos. Aunque no se sentía débil exactamente, halló placer al sentarse. Si había alguna vía de salida del recinto de la Torre, no desaparecería mientras se tomaba un descanso.
Aún no llevaba cinco minutos allí cuando Mat identificó a los hombres a quienes observaban las Aes Sedai y Aceptadas. Uno de los alumnos del corpulento Guardián era un joven alto y esbelto que se movía con la agilidad de un gato. «Y casi tan guapo como una chica», pensó irónicamente Mat. Todas las mujeres, incluidas las Aes Sedai, lo miraban con ojos chispeantes.
Aquel hombre manejaba la espada de práctica con habilidad casi equiparable a la de los Guardianes y de tanto en tanto recibía un grave comentario aprobador por parte de su profesor. Y no era que su adversario, un joven que tendría la edad de Mat, con pelo dorado rojizo, fuera torpe. Ni mucho menos, según las observaciones de Mat, a pesar de que él no se tenía por un experto en cuestiones de espadas. El muchacho de cabello rojizo contenía cada una de las veloces estocadas de su oponente, que en ningún momento llegaban a su cuerpo, e incluso atacaba de vez en cuando por su propia cuenta. Pero el hermoso individuo siempre paraba sus golpes y volvía a hostigarlo sin tregua.
Mat seguía haciendo girar las piedras en el aire, cavilando que no le apetecería enfrentarse a ninguno de ellos. En todo caso no con una espada.
—¡Descanso! —La voz del Guardián era tan áspera como un entrechocar de piedras. Con la respiración agitada y el pelo mojado de sudor, los dos hombres dejaron caer a un lado sus espadas de práctica—. Podéis reposar hasta que haya terminado mi pipa. Pero reposad deprisa; ya estoy casi acabando.
Ahora que estaban parados, Mat tuvo ocasión de observar con más detenimiento al joven de cabellos rojizos. Dejó caer de repente las piedras. «Caramba, apostaría todo lo que llevo en la bolsa a que ése es el hermano de Elayne. Y, si el otro no es Galad, me comeré las botas». Durante el viaje de regreso de la Punta de Toman, Elayne se había pasado la mitad del tiempo hablando de las virtudes de Gawyn y los servicios de Galad. Oh, Gawyn tenía algunos vicios, según reconocía Elayne, pero éstos eran insignificantes; a Mat le parecían el tipo de cosas que nadie que no fuera una hermana consideraría como defectos. En cuanto a Galad, cuando Elayne se veía obligada a concretar, de su descripción se deducía que era el tipo de hijo que toda madre habría deseado tener. Mat, por su parte, no consideraba apetecible pasar mucho tiempo en compañía de Galad. Egwene se ruborizaba cada vez que Galad salía en la conversación, aunque parecía creer que nadie se daba cuenta.
Cuando Galad y Gawyn se pararon, se produjo una ondulación en el grupo de mujeres que los miraban, las cuales parecieron a punto de acercarse todas a la vez a ellos. Pero Gawyn reparó en Mat, dijo algo al oído a Galad y los dos pasaron de largo delante de las mujeres. Las Aes Sedai y Aceptadas se volvieron para seguirlos con la mirada, y Mat se puso en pie al ver que se aproximaban a él.
—Tú eres Mat Cauthon, ¿verdad? —dijo, sonriendo, Gawyn—. Egwene me describió tu aspecto. Y también Elayne. Tengo entendido que estabas enfermo. ¿Te encuentras mejor?
—Estoy bien —respondió Mat, preguntándose si debía dar a Gawyn el tratamiento de «mi señor» o algo parecido. Como se había negado a llamar «mi señora» a Elayne, cosa que, por otra parte, ella tampoco había exigido, decidió no tener más miramientos con su hermano que con ella.
—¿Has venido al campo de prácticas para aprender el arte de la espada? —inquirió Galad.
—Sólo estaba paseando. Sé muy poco de espadas. Creo que me merece más confianza un buen arco o una barra. Sé defenderme bien con ellos.
—Si pasas mucho tiempo cerca de Nynaeve —comentó Galad—, vas a necesitar arco, barra y espada para protegerte. Y no sé si con eso te bastaría.
—Galad —observó con asombro Gawyn—, casi acabas de hacer un chiste.
—Yo también tengo sentido del humor, Gawyn —dijo Galad, frunciendo el entrecejo—. Lo que ocurre es que tú piensas que no lo tengo porque no me gusta burlarme de la gente.
Gawyn sacudió la cabeza y se volvió de nuevo hacia Mat.
—Deberías aprender a manejar la espada. En estos tiempos a nadie le viene mal. Tu amigo, Rand al’Thor, llevaba una espada insólita. ¿Qué noticias tienes de él?
—Hace mucho tiempo que no veo a Rand —se apresuró a responder Mat. Por espacio de unos segundos, cuando había mencionado a Rand, la mirada de Gawyn había cobrado intensidad. «Luz, ¿es que sabe lo de Rand? No es posible. Si lo supiera, ya estaría denunciándome como Amigo Siniestro por el mero hecho de ser amigo suyo. Pero sabe algo»—. Las espadas no son la panacea. Me parece que podría pelear con mi barra contra vosotros dos con espadas y salir bien parado.
Gawyn tosió, sin duda para sofocar una carcajada.
—Debes de ser muy bueno —señaló con excesiva educación.
Galad ofrecía una expresión de franca incredulidad.
Tal vez fue el hecho de que ambos creyeran claramente que estaba fanfarroneando descaradamente. Tal vez fuera porque su intento de sondear a los guardias lo había delatado. Tal vez fuera debido a que Elsa, que tenía tanta debilidad por los chicos, no había querido saber nada de él, y que todas aquellas mujeres estuvieran mirando a Galad con la misma ansia que observaban los gatos una jarra de crema. Fueran o no Aes Sedai o Aceptadas, seguían siendo mujeres. Mat consideró velozmente todas aquellas explicaciones, pero las desechó con malhumor, en especial la última. Iba a hacerlo porque sería divertido. Y porque podría salir ganando unas cuantas monedas, incluso aunque la suerte no volviera a ponerse de su parte.
—Apuesto —los retó— dos marcos de plata contra dos por cada uno de vosotros a que puedo derrotaros de inmediato a ambos, tal como he afirmado. No podéis tener mejores condiciones. Vosotros sois dos y yo sólo uno, de modo que contáis con ventaja. —Casi se echó a reír al percibir la consternación en sus rostros.
—Mat —trató de disuadirlo Gawyn—, no es preciso hacer apuestas. Has estado enfermo. Quizá lo probemos en otra ocasión, cuando hayas recuperado fuerzas.
—No sería una apuesta justa —opinó Galad—. No pienso aceptarla ni ahora ni más adelante. Eres del mismo pueblo que Egwene, ¿verdad? Yo…, yo no haría nada para enojarla conmigo.
—¿Qué tiene que ver ella con esto? Golpeadme sólo una vez con una de vuestras espadas, y yo os entregaré un marco de plata a cada uno. Si yo os golpeo hasta haceros abandonar, vosotros me daréis dos cada uno. ¿No os sentís con ánimos de hacerlo?
—Esto es descabellado —dijo Galad—. No tendrías ninguna posibilidad contra un espadachín entrenado, y menos contra dos. No voy a aceptar unas condiciones tan ventajosas.
—Eso creéis, ¿eh? —preguntó una carrasposa voz. El fornido Guardián se reunió con ellos, juntando sus espesas cejas negras al fruncir el entrecejo—. ¿Creéis que los dos sois lo bastante buenos con las espadas para vencer a un muchacho con un palo?
—No sería justo, Hammar Gaidin —declaró Galad.
—Ha estado enfermo —agregó Gawyn—. No hay necesidad de que luchemos contra él.
—Al campo —ordenó Hammar con un imperativo movimiento de cabeza. Galad y Gawyn dirigieron pesarosas miradas a Mat y luego obedecieron. El Guardián observó dubitativamente a Mat—. ¿Estás seguro de que te encuentras en forma para este combate, chico? Ahora que te miro con más detenimiento, me parece que deberías estar guardando cama.
—Ya he salido de ella —aseguró Mat— y estoy en plena forma. Tengo que estarlo. No quiero perder mis dos marcos.
—¿Pretendes mantener esa apuesta, chico? —preguntó Hammar, enarcando con sorpresa las pobladas cejas.
—Necesito el dinero. —Mat soltó una carcajada.
Al volverse hacia la caseta más cercana donde guardaban las barras, paró bruscamente de reír; le habían cedido las piernas. Las enderezó tan rápido que pensó que cualquiera que se hubiera fijado en ello creería que simplemente había tropezado. Se tomó su tiempo para elegir un bastón, de casi cinco centímetros de grosor y unos veinticinco centímetros más largo que él. «Debo ganar este combate. He dado rienda suelta a mi insensata lengua, y ahora debo ganar. No puedo permitirme perder esos dos marcos. Si no cuento con esa suma de partida, tardaré una eternidad en conseguir el dinero que necesito».
Cuando regresó, asiendo la barra con ambas manos frente a él, Gawyn y Galad ya lo esperaban en el mismo lugar donde habían estado practicando. «He de ganar».
—Suerte —murmuró—. Es hora de arrojar los dados.
—¿Hablas la Antigua Lengua, chico? —preguntó Hammar, dirigiéndole una curiosa mirada.
Mat se quedó mirándolo un momento, sin decir nada. Sentía frío hasta en los huesos. Tuvo que esforzarse para que sus pies lo llevaran hasta el campo de prácticas.
—Recordad la apuesta —dijo en voz alta—. Dos marcos de plata por cada uno de vosotros contra dos míos.
Cuando las mujeres advirtieron lo que ocurría, se elevó un murmullo entre las Aceptadas. Las Aes Sedai observaban en silencio. Un silencio cargado de desaprobación.
Gawyn y Galad se separaron, situándose a ambos lados de él, sin acabar de levantar la espada.
—Nada de apuestas —dijo Gawyn—. No hay apuesta.
—No voy a aceptar tu dinero de este modo —declaró al mismo tiempo Galad.
—Pues yo sí pienso aceptar el vuestro —contestó Mat.
—¡De acuerdo! —tronó Hammar—. Si no tienen los arrestos para cumplir la apuesta, yo mismo pagaré lo pactado.
—Muy bien —acordó Gawyn—. Ya que insistes… ¡trato hecho!
—De acuerdo entonces —gruñó Galad tras un momento de vacilación—. Pongamos fin a esta farsa.
Mat aprovechó los instantes que siguieron. Mientras Galad se precipitaba hacia él, deslizó las manos a lo largo de la vara y la hizo girar. El extremo del palo golpeó las costillas del esbelto joven, que se tambaleó con un gruñido. Mat dejó que la barra rebotara y se volvió justo cuando Gawyn entraba en el radio de su alcance. El bastón pasó como un rayo bajo la espada de práctica de Gawyn, se hundió, y le puso la zancadilla. Mientras Gawyn caía, Mat acabó de dar la vuelta completa a tiempo para alcanzar la muñeca en alto de Galad y enviar su arma de práctica por los aires. Como si no acusara el más mínimo dolor en el brazo, Galad dio una ágil voltereta y volvió a ponerse en pie con la espada en mano.
Desentendiéndose por un momento de él, Mat se giró un poco e hizo rotar las muñecas para hacer oscilar la barra en toda su longitud tras él. Gawyn, que comenzaba a levantarse, recibió en un costado de la cabeza un golpe que sólo amortiguó en parte la cobertura del pelo. Luego se desplomó en el suelo.
Mat sólo advirtió vagamente a las Aes Sedai que corrieron a atender al hermano de Elayne. «Espero que esté bien. Así debería ser. Yo me he dado golpes peores cayendo de una valla». Todavía debía hacer frente a Galad, y por la forma como éste se preparaba, con la espada inclinada con precisa exactitud, era evidente que había comenzado a tomar en serio a Mat.
Las piernas de Mat eligieron ese momento para temblar. «Luz, ahora no puedo ceder a la debilidad». Sin embargo, notaba cómo se adueñaba de él la fragilidad, y un hambre tan acuciante como si llevara varios días sin comer. «Si espero a que venga por mí, me caeré de bruces». Se adelantó, manteniendo a duras penas las rodillas rectas. «Suerte, no me abandones».
Desde el primer movimiento de ataque, supo que la suerte, o la pericia, o lo que fuera que lo había ayudado a resistir hasta entonces, seguía acompañándolo. Galad consiguió contener, con un ruido sordo, la primera embestida y también las siguientes, pero en su rostro comenzaba a hacerse patente la fatiga. Aquel grácil espadachín, casi tan avezado como los Guardianes, luchaba poniendo en juego toda su habilidad para mantener lejos de sí el bastón de Mat. No atacaba, porque bastante trabajo tenía con defenderse. Se movía continuamente hacia los lados, procurando no retroceder, y Mat seguía hostigándolo, accionando vertiginosamente la barra. Y Galad dio un paso atrás, y luego otro más, escudándose como pudo de la vara con su arma de madera.
El hambre atormentaba con dentelladas a Mat como si se hubiera tragado varias comadrejas. El sudor rodaba hasta sus ojos y sus fuerzas empezaron a ceder como si se evaporaran con el sudor. «Todavía no. Aún he de resistir. Debo ganar. Ahora mismo». Soltó un rugido e invirtió todas sus reservas de energías en una última arremetida.
El bastón pasó como una bala junto a la espada de Galad y en rápida sucesión le golpeó la rodilla, la muñeca y las costillas para acabar clavándose como una lanza en su estómago. Galad dobló el cuerpo gruñendo, pugnando por no caer. La barra osciló en las manos de Mat, dispuesta a descargarse con contundente violencia en la garganta de su adversario. Galad se vino abajo.
Mat casi dejó caer la vara al darse cuenta de lo que había estado a punto de hacer. «Vencer, no matar. Luz, ¿qué estaría pensando?» Sumido en tales reflexiones, apoyó la punta del bastón en el suelo y, tan pronto como la tuvo afianzada allí, hubo de agarrarse a ella para mantenerse erguido. El hambre era un lacerante aullido en sus entrañas. De improviso cayó en la cuenta de que no sólo estaban observándolos las Aes Sedai y Aceptadas. Toda práctica, todo aprendizaje, se había interrumpido en el campo. Tanto los alumnos como los Guardianes estaban parados, mirándolo.
Hammar se situó junto a Galad, que aún gruñía en el suelo tratando de ponerse en pie.
—¿Quién fue el más grande espadachín de todos los tiempos? —preguntó, a voz en grito, el Guardián.
—¡Jearom, Gaidin! —contestaron, a coro, los estudiantes.
—¡Sí! —gritó Hammar, volviéndose para asegurarse de que todos lo oían—. En toda su vida, Jearom luchó unas diez mil veces, en batallas y combates individuales. Sólo fue derrotado en una ocasión. ¡Y lo hizo un granjero con una barra! —Bajó la vista hacia Galad, y también bajó la voz—. Si no puedes levantarte ahora, chico, la pelea queda concluida. —Puso en alto una mano, y las Aes Sedai y Aceptadas acudieron y formaron un círculo en torno a Galad.
Mat deslizó la vara hasta las rodillas. Ninguna de las Aes Sedai le dedicó siquiera una mirada. Una de las Aceptadas, una muchacha regordeta a quien no le habría importado sacar a bailar si no estuviera estudiando para Aes Sedai, sí se fijó en él. Lo miró ceñuda y desdeñosa y luego se volvió para observar lo que hacían las Aes Sedai que rodeaban a Galad.
Mat observó con alivio que Gawyn se hallaba de pie. Enderezó el cuerpo al ver que se acercaba a él. «No deben enterarse. Nunca conseguiré salir de aquí si deciden cuidarme constantemente». Gawyn tenía una mancha de sangre en el rojizo pelo, a un lado de la cabeza, pero no se le veía ningún corte ni magulladura.
—Creo que la próxima vez te haremos más caso —dijo secamente, depositando dos marcos de plata en la mano de Mat. Reparó en la mirada de éste y se tocó la cabeza—. Me han curado, pero no era nada grave. Elayne me ha provocado contusiones más fuertes en más de una ocasión. Eres bueno con ese bastón.
—No tanto como mi padre. Desde que yo tengo recuerdo, siempre ha ganado el concurso de lucha con barra en Bel Tine, salvo una o dos veces en que el vencedor fue el padre de Rand. —Mat advirtió de nuevo una chispa de interés en los ojos de Gawyn y se arrepintió de haber mencionado a Tam al’Thor. Las Aes Sedai y las Aceptadas seguían arracimadas en torno a Galad—. Debo de… haberle hecho mucho daño. No era ésa mi intención.
Gawyn siguió el curso de su mirada —no se veía más que dos anillos de espaldas de mujeres, cuyo perímetro exterior lo componían los vestidos blancos de las Aceptadas que se asomaban por encima de las Aes Sedai encorvadas— y se echó a reír.
—No lo has matado. Yo lo he oído gemir. Ahora ya estaría en pie, pero esas mujeres no van a perderse esta ocasión, ahora que le han puesto las manos encima. ¡Luz, cuatro de ellas son del Ajah Verde!
Mat le dirigió una confusa mirada —«¿Del Ajah Verde? ¡Qué tendrá eso que ver!»— y Gawyn sacudió la cabeza.
—Da igual —prosiguió éste—. Sólo quédate tranquilo, sabiendo que la peor calamidad que puede ocurrirle a Galad es convertirse en Guardián de una Aes Sedai Verde antes de que recobre plenamente los sentidos. —Volvió a reír—. No, no serían capaces de tal cosa. Pero apuesto esos dos marcos míos que tienes en la mano a que más de una desearía hacerlo.
—Ya no son tuyos —observó Mat, guardándoselos en el bolsillo—, sino míos. —No había comprendido gran cosa de la explicación que le había dado Gawyn. Salvo que Galad se encontraba bien. Todo cuanto sabía de las relaciones entre Guardianes y Aes Sedai era los retazos de recuerdos que conservaba de Lan y Moraine, y entre ellos no había nada de lo que Gawyn parecía insinuar—. ¿Crees que les importará si voy a pedirle el dinero que me debe?
—Seguro que sí —dijo ásperamente Hammar, reuniéndose con ellos—. En estos momentos no gozas de popularidad entre esas Aes Sedai. —Emitió un resoplido—. Cualquiera diría que son unas chicuelas que acaban de separarse por primera vez de su madre y no unas Aes Sedai, por más del Verde que sean. Tampoco es tan apuesto.
—No lo es —convino Mat.
Gawyn lo miró, sonriendo a los dos, hasta que Hammar le correspondió con una airada mirada.
—Toma —dijo el Guardián, entregando otros dos marcos de plata a Mat—. Se los reclamaré más tarde a Galad. ¿De dónde eres, chico?
—De Manetheren. —Mat se quedó helado al escuchar cómo el nombre brotaba de su boca—. De Dos Ríos, quiero decir. He escuchado demasiadas historias antiguas. —Sus dos interlocutores se limitaron a mirarlo, sin decir nada—. Yo… eh… creo que volveré a la Torre a ver si encuentro algo de comer. —Todavía no había sonado la campana que marcaba la media mañana, pero ellos asintieron como si no tuviera nada de extraño comer a esa hora.
Conservando la barra, que nadie le había pedido que devolviera, se alejó a paso lento hasta quedar oculto por los árboles. Entonces, se apoyó en el bastón como si fuera lo único que lo sostuviera en pie.
Pensó que, si se abría la chaqueta, vería un agujero en el lugar que debiera ocupar su estómago, un agujero que iría ensanchándose, engulléndolo. Él, sin embargo, apenas si se acordaba del hambre. Seguía escuchando voces en su cabeza. «¿Hablas la Antigua Lengua, chico? Manetheren». Se estremeció. «Luz, ayúdame, me estoy hundiendo cada vez más. Debo salir de aquí. ¿Pero cómo?» Se encaminó, tembloroso, a la Torre como si fuera un hombre muy anciano. «¿Cómo?»