Advirtiendo que no tenía modo de saber qué camarote le correspondía, asomó la cabeza a varios de ellos. Estaban oscuros y en todos había dos hombres dormidos en los estrechos lechos adosados a ambos lados, en todos salvo en uno, en cuyo interior permanecía sentado Loial, garabateando sin apenas espacio entre las dos camas en su libro forrado de tela a la luz de una lámpara colgada. El Ogier quería conversar sobre lo acontecido ese día, pero Perrin, a quien crujían las mandíbulas por el esfuerzo realizado para sofocar los bostezos, pensaba que el barco debía de haber recorrido ya una distancia suficiente para que pudiera dormir sin temor a los sueños, pues, por más que lo intentaran, los lobos no podían mantener durante mucho tiempo la velocidad conseguida conjuntamente por los remos y la corriente.
Por fin encontró una cabina sin ventanas en la que no había nadie, detalle que satisfacía sus ansias de soledad. Deseaba estar solo. «Una pura coincidencia en el nombre», pensó al encender la linterna fijada en la pared. «De todas formas, su verdadero nombre es Zarina». La muchacha de altos pómulos y oscuros ojos rasgados no era, sin embargo, su principal preocupación. Dejó el arco y sus demás pertenencias en una angosta cama, arrojó la capa sobre ellos y se sentó en la otra para quitarse las botas.
Elyas Machera había hallado la manera de vivir de acuerdo con lo que era, un hombre ligado a los lobos, sin por ello volverse loco. Retrospectivamente, Perrin tuvo la certeza de que hacía años que Elyas llevaba esa vida antes de que él lo conociera. «Él quiere ser así. En todo caso, lo acepta». Aquélla no era la solución. Perrin no quería vivir de ese modo, no quería aceptarlo. «Pero, si uno tiene la barra adecuada para forjar un cuchillo, la acepta y hace un cuchillo, aunque en realidad quisiera fabricar un hacha de madera. ¡No! Mi vida es algo más valioso que un trozo de hierro al que se le da forma con el martillo».
Con cautela, tanteó con la mente para captar a los lobos… y no halló nada. Percibió, sí, la tenue impresión de la presencia de lobos en una indistinta lejanía, pero ésta se esfumó al instante. Por primera vez en mucho tiempo, estaba solo. Dichosamente solo.
Apagó de un soplo la luz y se acostó completamente, por primera vez desde hacía días. «¿Cómo demonios conseguirá instalarse Loial en una de estas camas?» Todas aquellas noches en que apenas había dormido se acumularon sobre él, y la extenuación le aflojó los músculos. Cayó en la cuenta de que había logrado apartar al Aiel de su pensamiento. Y a los Capas Blancas. «¡Condenada hacha! Ojalá no la hubiera visto nunca, maldita sea», fue su último pensamiento antes de quedar dormido.
Una espesa niebla gris lo rodeaba, densa hasta el punto de no permitirle ver sus propias botas al mirar abajo, y tan compacta en los lados que no distinguía nada a diez metros de distancia. Con toda seguridad no había nada más próximo. En ese radio podía acechar cualquier cosa. La niebla tenía algo anormal; no contenía humedad. Se llevó la mano al cinturón, buscando el consuelo de la certeza de poder defenderse, y dio un respingo. El hacha no estaba allí.
Algo se movió, formando un remolino en la tupida masa gris. Algo que se dirigía hacia él.
Se puso en tensión, ignorando si era preferible correr o quedarse quieto y luchar a cuerpo, sin saber si habría algo contra lo que luchar.
El ondulante surco abierto entre la niebla se materializó en forma de un lobo, cuyo enmarañado pelambre casi se confundía con la espesa neblina.
«¿Saltador?»
El animal titubeó y luego se detuvo a su lado. Era Saltador, no le cabía duda de ello, pero algo en su porte, en los amarillos ojos que se cruzaron brevemente con los suyos, le exigió silencio, tanto mental como físico. Aquellos ojos le pidieron, asimismo, que lo siguiera.
Posó una mano en el lomo del lobo, y, al hacerlo, éste se puso en camino. Dejó que Saltador lo condujera. Palpaba el revuelto y tupido pelo, sintiendo que era real.
La niebla se espesó hasta que únicamente la mano apoyada en Saltador fue indicio de que seguía allí, hasta que al mirar abajo no percibió ni siquiera su propio pecho. Sólo niebla gris. Por lo que veía, hubiera sido lo mismo que estuviera rodeado de lana recién esquilada. Entonces se le ocurrió que tampoco había oído nada. Ni siquiera el sonido de sus propios pasos. Movió los dedos de los pies y advirtió con alivio que aún notaba las botas con que iba calzado.
El omnipresente gris se oscureció, y entonces él y el lobo siguieron caminando entre una negrura absoluta. No veía su mano al tocarse la nariz, como tampoco podía verse la nariz. Probó a cerrar los ojos un momento, y no notó diferencia alguna. Seguía sin oír nada. Sentía el áspero tacto del pelambre del lomo de Saltador en la mano, pero no estaba seguro de poder notar lo que hollaban sus botas.
De improviso Saltador se paró, obligándolo a detenerse a su vez. Miró en torno a sí… y cerró con fuerza los ojos. Ahora sí percibió la diferencia. Y también sintió algo, una nauseabunda presión en el estómago. Abrió los ojos y miró hacia abajo.
Era imposible que lo que veía se hallara allí, a menos que él y Saltador estuvieran suspendidos en el aire. No percibía nada del animal ni de sí mismo, como si los dos carecieran de cuerpo —sólo de pensarlo, se le hacía un nudo en el estómago—, pero debajo de él, tan claramente como si estuviera iluminada por un millar de lámparas, se extendía una infinita serie de espejos, en apariencia colgada entre las tinieblas y, sin embargo, tan regular como si se irguiera en suelo firme. Los espejos se prolongaban hasta donde le alcanzaba la vista en todas direcciones, pero, justo bajo sus pies, había un espacio despejado. Y en su interior había gente. De pronto oyó sus voces tan distintamente como si se encontrara de pie entre ellos.
—Gran Señor —murmuró uno de los hombres—, ¿dónde está situado este lugar? —Miró una vez en derredor, se encogió al ver su imagen multiplicada hasta lo indecible y después mantuvo la vista al frente—. Yo estaba durmiendo en Tar Valon, Gran Señor. ¡Estoy dormido en Tar Valon! ¿Dónde nos encontramos? ¿Me he vuelto loco?
Algunos de los hombres que lo rodeaban llevaban lujosas capas profusamente bordadas; otros, prendas más sencillas, e incluso había algunos que iban desnudos o vestidos sólo con ropa interior.
—También yo duermo —casi gritó un individuo desnudo—. En Tear. ¡Recuerdo que me acosté con mi mujer!
—Y yo duermo en Illian —añadió con voz turbada un hombre ataviado de rojo y oro—. Sé que estoy dormido, pero no puede ser. Sé que estoy soñando, pero eso es imposible. ¿Dónde estamos, Gran Señor? ¿Habéis venido a mí?
El hombre moreno a quien se dirigían lucía un atuendo negro con encajes plateados en el cuello y los puños. De vez en cuando se llevaba una mano al pecho, como si le doliera. Aunque allí abajo todo estaba alumbrado por una luz surgida de la nada, aquel sujeto que se hallaba debajo de Perrin parecía envuelto en sombra. La oscuridad se ondulaba a su alrededor, acariciándolo.
—¡Silencio!
El individuo vestido de negro no alzó la voz, pero tampoco tuvo necesidad de hacerlo. Al pronunciar aquella única palabra, había levantado la cabeza; sus ojos y su boca eran orificios que se abrían a una rugiente fragua de ardientes llamaradas.
Perrin lo reconoció entonces: Ba’alzemon. Estaba mirando al mismísimo Ba’alzemon. El miedo se aferró a él como un garfio. Habría echado a correr de haber notado los pies.
Saltador se movió. Sintió el espeso pelo bajo la mano y lo apretó con fuerza. Algo real. Algo más real, confiaba, que lo que veía. Sabía, no obstante, que ambas cosas eran reales.
Los hombres que se arracimaban abajo se arredraron.
—Se os han encomendado tareas —dijo Ba’alzemon—. Habéis llevado a cabo algunas de ellas, y en otras habéis fracasado. —De tanto en tanto sus ojos y su boca desaparecían nuevamente bajo las llamas y los espejos centelleaban reflejando el fuego—. Los que han sido designados para morir deben perecer. Los que defraudan al Gran Señor de la Oscuridad no tienen perdón. —El fuego brillaba en sus ojos, y la oscuridad giraba y se agitaba a su alrededor—. Tú. —Señaló con el dedo al hombre que había hablado de Tar Valon, un individuo vestido como un mercader, con ropas de sencilla hechura confeccionadas con telas de calidad. Los demás se apartaron de él como de un apestado, dejándolo solo con su miedo—. Tú permitiste que el muchacho escapara de Tar Valon.
El hombre se puso a gritar y comenzó a temblar como una lima golpeada contra un yunque. Su cuerpo pareció perder consistencia al tiempo que se debilitaban sus gritos.
—Todos estáis soñando —anunció Ba’alzemon—, pero lo que sucede en este sueño es real. —El desdichado que gritaba ya no era más que un fajo de niebla con forma de hombre, y sus alaridos sonaron distantes hasta que al cabo no quedó nada de él—. Me temo que nunca despertará. —Emitió una carcajada, y en su boca rugieron las llamas—. Los demás no volveréis a fallarme. ¡Marchaos! ¡Despertad y obedeced! —Los otros hombres desaparecieron.
Ba’alzemon permaneció solo un momento y después, de repente, había una mujer con él, toda vestida de blanco y plata.
Perrin quedó totalmente consternado. Jamás habría podido olvidar a una mujer tan hermosa. Era la que se le había presentado en sueños, incitándolo a buscar la gloria.
Tras ella apareció un lujoso trono plateado en el que tomó asiento, disponiendo con cuidado la falda sobre él.
—Hacéis libre uso de mis dominios —señaló.
—¿Vuestros dominios? —dijo Ba’alzemon—. ¿Pretendéis acaso que son vuestros? ¿Es que ya no servís al Gran Señor de la Oscuridad? —Las tinieblas que lo envolvían se espesaron un instante y parecieron hervir.
—Lo sirvo —se apresuró a responder la mujer—. He servido durante mucho tiempo al Señor del Crepúsculo. Durante largo tiempo he padecido cautiverio por ello, eternamente dormida sin soñar. Únicamente a los Hombres Grises y los Myrddraal les son negados los sueños. Hasta los trollocs pueden soñar. Los sueños siempre fueron míos; los utilicé y recorrí a mi antojo. Ahora me hallo libre de nuevo y voy a valerme de lo que es mío.
—Lo que es vuestro —repitió Ba’alzemon. La oscuridad que se movía en remolino en torno a él pareció transmitir hilaridad—. Siempre os considerasteis más grande de lo que erais, Lanfear.
El nombre traspasó a Perrin como un cuchillo acabado de afilar. Uno de los Renegados lo había visitado en sueños. Moraine tenía razón: algunos estaban libres.
—Soy tan grande como soy —declaró de pie, desaparecido su trono, la mujer vestida de blanco—. ¿A qué se han reducido vuestros planes? ¡A más de tres mil años susurrando a los oídos y tirando de las cuerdas de marionetas instaladas en tronos igual que una Aes Sedai! —Su voz impregnó de desdén el nombre—. Tres mil años y, sin embargo, Lews Therin camina de nuevo por el mundo, y esas Aes Sedai lo tienen casi por completo dominado. ¿Podéis controlarlo vos? ¿Podéis incorporarlo a vuestras filas? ¡Él era mío antes incluso de que esa chica de pelo pajizo, esa Ilyena, lo viera, y volverá a serlo!
—¿Ahora actuáis por cuenta propia, Lanfear? —Aunque su voz era suave, en los ojos y boca de Ba’alzemon se agitaban continuamente las llamas—. ¿Habéis renunciado a los juramentos prestados al Gran Señor de la Oscuridad? —Por un instante las tinieblas taparon casi su imagen, y sólo el furioso fuego fue visible tras ellas—. No es tan fácil abandonarlos como los juramentos dedicados a la Luz de los que renegasteis, proclamando la identidad de vuestro nuevo amo en la misma Antecámara de los Siervos. Vuestro amo exige para siempre vuestra fidelidad, Lanfear. ¿Vais a servirlo o preferís una eternidad de dolor, de interminable agonía sin pausa?
—Lo sirvo. —Pese a sus palabras, permanecía erguida y desafiante—. Sirvo al Gran Señor de la Oscuridad y a ningún otro. ¡Para siempre!
La interminable serie de espejos fue desapareciendo como si unas negras olas se abatieran sobre ella, cada vez más próximas a su centro. La marea engulló a Ba’alzemon y Lanfear, y todo quedó negro.
Perrin notó que Saltador se movía y lo siguió con evidente satisfacción, guiado únicamente por el tacto del pelo en su mano. Hasta que ya estaba caminando, no advirtió que había recobrado la capacidad de movimiento. Trató en vano de descifrar lo que había presenciado. Ba’alzemon y Lanfear. La lengua se le pegó al paladar. Por algún motivo, Lanfear le daba más miedo que Ba’alzemon. Tal vez porque ella había formado parte de lo que había soñado allá en las montañas. «¡Luz! ¡Uno de los Renegados en mis sueños! ¡Luz!» Y, a menos que él hubiera malinterpretado la escena, había desafiado al Oscuro. Le habían dicho y enseñado que la Sombra no podía ganar ascendiente sobre uno si se le negaba tal poder; ¿pero cómo podía un Amigo Siniestro —¡no un Amigo Siniestro cualquiera, sino un Renegado!— retar a la Sombra? «Debo de estar loco, igual que el hermano de Simion. ¡Esos sueños me han llevado a la locura!»
Poco a poco la negrura cedió paso a la niebla, y ésta fue esparciéndose gradualmente hasta que en compañía de Saltador salió de ella para hallarse en la herbosa ladera de una colina iluminada con la luz del día. Los pájaros se pusieron a cantar en un bosquecillo que crecía en la falda del cerro. Se volvió hacia atrás. Una ondulante llanura salpicada de pequeños bosques se extendía hasta el horizonte. No se veía rastros de niebla en ninguna parte. El gran lobo de pelo gris lo observaba inmóvil.
—¿Qué era eso? —inquirió, procurando transformar la pregunta en pensamientos comprensibles para el lobo—. ¿Por qué me lo has mostrado? ¿Qué era?
A sus pensamientos afluyeron emociones e imágenes a las que él puso palabras. Lo que debes ver. Ten cuidado, Joven Toro. Este sitio es peligroso. Sé cauteloso como un cachorro cazando un puerco espín… Lo último lo expresó como «pequeña espalda espinosa», pero su mente dio al animal el nombre que conocía como humano. Eres demasiado joven, demasiado tierno.
—¿Era real?
Todo es real, lo que se ve y lo que no. No parecía que Saltador estuviera dispuesto a dar otra explicación.
—Saltador, ¿cómo es posible que estés aquí? Yo vi cómo morías. ¡Sentí que morías!
Todos están aquí. Todos los hermanos y hermanas que son, todos los que fueron y todos los que serán. Aunque sabía que los lobos no sonreían, cuando menos no como lo hacían los humanos, por un instante Perrin creyó advertir una sonrisa en el hocico de Saltador. Aquí, alzo el vuelo como las águilas. El animal tomó impulso y se elevó en el aire. Su salto lo llevó cada vez más alto, hasta que se redujo a una mota en el cielo, y entonces le transmitió su último pensamiento. Alzar el vuelo.
Perrin se quedó mirándolo con la boca abierta. «Lo ha conseguido». De pronto le escocieron los ojos, se aclaró la garganta y se frotó la nariz. «Dentro de poco me echaré a llorar como una chica». Avergonzado, miró en derredor para comprobar que no lo hubiera visto nadie y, con ello, se transmutó su entorno.
Se encontraba de pie en un altozano, rodeado de imprecisas depresiones y ondulaciones sumidas en sombras, que parecieron confundirse excesivamente pronto con la lejanía. Rand se hallaba debajo de él. Rand, y un círculo de Myrddraal y hombres y mujeres en quienes no parecía reparar. A lo lejos aullaron unos perros, y. Perrin supo que estaban cazando algo. El olor a Myrddraal y el hedor a azufre quemado impregnaban el aire. A Perrin se le erizó el vello.
Los Myrddraal y los humanos fueron estrechando el círculo en torno a Rand, caminando como sonámbulos. Y entonces Rand comenzó a matarlos. De sus manos brotaron bolas de fuego que consumieron a dos. De sus puños salieron volando hacia otros unas barras de luz semejantes a acero candente. Y los supervivientes seguían andando lentamente, como si ninguno de ellos advirtiera lo que ocurría. Perecieron uno a uno, hasta que no quedó nadie, y Rand se dejó caer de rodillas, jadeando. Perrin no acertó a precisar si lloraba o reía, pues parecía hacer ambas cosas a un tiempo.
Sobre las lomas aparecieron las figuras de otras personas que se acercaban, de otros Myrddraal, todos ellos con la atención fija en Rand.
—¡Rand! —lo llamó Perrin, haciendo bocina con las manos—. ¡Rand, vienen más!
Gruñendo, y con el rostro sudoroso, Rand alzó la vista hacia él.
—¡Rand, vienen…!
—¡Así te abrases! —aulló Rand.
La luz cegó los ojos de Perrin, y el dolor lo consumió todo.
Gimiendo, formó un ovillo en la angosta cama, sintiendo todavía el ardor de la luz tras los párpados. Le dolía el pecho. Acercó la mano a él e hizo una mueca de dolor al notar una quemadura bajo la camisa, una mancha del tamaño de una moneda de plata.
Poco a poco, forzó los agarrotados músculos hasta conseguir estirar las piernas y quedar tendido en el oscuro camarote. «Moraine. Esta vez debo contárselo a Moraine. Sólo tengo que esperar a que ceda el dolor».
Pero, cuando el dolor se mitigó, la extenuación se adueñó de él y apenas le dio tiempo a pensar que debía levantarse antes de caer dormido.
Cuando volvió a abrir los ojos, se quedó mirando las vigas del techo. La luz que se filtraba por las rendijas de la puerta le indicó que ya había amanecido. Se llevó la mano al pecho para convencerse de que lo había imaginado, que lo había imaginado tan vívidamente que hasta había llegado a sentir la quemadura…
Sus dedos palparon la quemadura. «Entonces no han sido imaginaciones mías». Conservaba vagos recuerdos de otros sueños que se disipaban enseguida. Eran sueños normales. Se sentía incluso como si hubiera dormido toda la noche. «Tampoco me vendrían mal unas horas más de sueño». Aquello significaba, no obstante, que podía dormir. «Siempre que no haya lobos por los alrededores, en todo caso».
Recordó haber tomado una decisión durante la breve vigilia que había sucedido al sueño en que había aparecido Saltador, y al cabo de un momento resolvió que había sido acertada.
Hubo de llamar a cinco puertas y soportar maldiciones en dos de ellas —los ocupantes de dos cabinas habían salido a cubierta— antes de encontrar a Moraine. Estaba completamente vestida, pero sentada con las piernas cruzadas en una de las estrechas camas, leyendo su libro de notas a la luz de la linterna. Advirtió que leía las primeras páginas, notas que debían de haber sido tomadas incluso antes de que fuera al Campo de Emond. El equipaje de Lan estaba ordenadamente colocado sobre el otro lecho.
—He tenido un sueño —dijo.
A continuación se lo contó todo, sin omitir nada. Hasta se levantó la camisa para enseñarle el pequeño círculo marcado en su pecho del que partían sinuosas líneas rojas. Anteriormente le había ocultado cosas y preveía que volvería a hacerlo, pero aquello podía ser demasiado importante para mantenerlo en secreto. El clavillo era la parte más pequeña de unas tijeras y la más fácil de realizar, pero, sin ella, las tijeras no cortaban la tela. Cuando hubo terminado, permaneció inmóvil esperando.
La mujer lo había observado inexpresivamente, pero aquellos oscuros ojos habían examinado cada palabra que brotaba de su boca, la habían sopesado, medido y acercado a la luz. Ahora seguía sentada de la misma manera, con la diferencia de que él era el objeto de su escrutinio, la pieza que sopesaba y acercaba a la luz.
—¿Y bien, es importante? —preguntó por fin—. Creo que es uno de esos sueños de lobos de los que me hablasteis… Estoy seguro de que lo era; ¡no puede ser de otro modo!, pero no por ello ha de ser real lo que he visto. Lo que ocurre es que vos dijisteis que algunos de los Renegados están libres, y él la ha llamado Lanfear y… ¿Es importante, o estoy aquí haciendo simplemente el ridículo?
—Existen mujeres —declaró lentamente la Aes Sedai— que no repararían en medios para amansarte si hubieran escuchado lo que yo acabo de oír. —Tuvo la sensación de que se le habían helado los pulmones; no podía respirar—. No estoy acusándote de que tengas potencial para encauzar —prosiguió, y el hielo se fundió dentro del joven— ni de que tengas posibilidades de aprender a hacerlo. El intento de amansarte no te causaría daño alguno, dejando de lado el rudo trato que te dispensaría el Ajah Rojo antes de advertir su error. Esa clase de hombres son tan raros que, incluso con todas sus ansias de persecución, las Rojas no han localizado más de tres en el transcurso de los últimos diez años. Cuando menos, antes del brote de la epidemia de falsos Dragones. Lo que trato de dejar bien claro es que no creo que vayas a comenzar de improviso a manejar el Poder. No tienes que temer nada a ese respecto.
—Muchas gracias por aclararlo —replicó con amargura—. ¡No teníais por qué infundirme tanto miedo sólo para poder decirme que no había necesidad de asustarme!
—Oh, sí tienes motivos para asustarte. O al menos para ser cauteloso, tal como te ha aconsejado el lobo. Las hermanas Rojas, o las de otro Ajah, podrían matarte antes de descubrir que no había nada que amansar en ti.
—¡Luz! ¡Así me consuma la Luz! —La observó con entrecejo fruncido—. Tratáis de llevarme por donde os conviene, Moraine, sin tener en cuenta que yo no soy un ternero y que no llevo ningún aro en la nariz. Ni al Ajah Rojo ni a ningún otro se les ocurriría amansarme a menos que haya algo real en lo que he soñado. ¿Significa eso que los Renegados han recobrado la libertad?
—Ya te había dicho antes que ello era posible. Algunos de ellos, como mínimo. Tus… sueños no son de la clase que yo preveía, Perrin. Las Soñadoras han escrito acerca de los lobos, pero no era esto lo que esperaba.
—Bueno, yo pienso que era real. Creo que he visto algo que realmente ha ocurrido, algo que en principio no debía ver. —«Lo que debes ver»—. Me parece que, al menos, Lanfear está libre. ¿Qué vais a hacer?
—Voy a ir a Illian. Y después iré a Tear, procurando llegar allí antes que Rand. Hemos tenido que abandonar Remen con demasiada precipitación para que Lan averiguara si cruzó el río o siguió curso abajo. No obstante, seguramente lo sabremos antes de llegar a Illian. Si ha ido por aquí, advertiremos indicios de ello. —Posó la mirada en el libro como si deseara proseguir su lectura.
—¿Es eso cuanto vais a hacer? ¿Estando libre Lanfear, y la Luz sabe cuántos otros más?
—No me interrogues —advirtió con frialdad—. No sabes qué preguntas formular, y comprenderías menos de la mitad de las respuestas en caso de que te las diera, cosa que no pienso hacer.
Permaneció incómodo bajo su mirada hasta que resultó evidente que no iba a añadir nada más sobre el tema. El roce de la camisa sobre la quemadura le resultaba doloroso. No parecía una herida seria —¡desde luego no habiendo sido causada por un rayo!— pero su origen era otra cuestión.
—Eh… ¿Me curaréis esto?
—¿Ya no te inquieta que utilicen el Poder Único en tu persona, Perrin? No, no la curaré. No es grave, y te recordará la necesidad de obrar con cuidado. —Con cuidado de no presionarla, interpretó, tanto en lo concerniente a los sueños como a su divulgación—. Si no tienes nada más que consultarme, Perrin…
Se encaminó a la puerta y se paró de repente.
—Hay algo más. Si supierais que una mujer se llama Zarina, ¿pensarías que de ello se desprende algo respecto a su persona?
—¿Por qué demonios preguntas eso?
—Hay una muchacha —respondió torpemente—, una joven. La conocí anoche. Es uno de los pasajeros.
Dejaría que descubriera por sí misma que Zarina sabía que era una Aes Sedai. Y que al parecer creía que siguiéndolos llegaría hasta el Cuerno de Valere. No mantendría en secreto algo que considerara importante, pero, si Moraine podía mostrarse reservada, también podía hacerlo él.
—Zarina. Es un nombre saldaeano. Ninguna mujer pondría ese nombre a su hija a menos que esperara verla convertirse en una belleza. Y una rompecorazones. Una de esas que viven en palacios rodeadas de cojines, de criados y de pretendientes. —Sonrió, brevemente pero con gran regocijo—. Quizá tengas otro motivo para ser cauteloso, Perrin, si hay una Zarina como pasajera con nosotros.
—Así lo haré —le aseguró.
Al menos sabía por qué a Zarina le disgustaba su nombre: era poco adecuado para un cazador del Cuerno. «Siempre que no se haga llamar halcón"».
Al llegar a cubierta, Lan se encontraba allí, revisando a Mandarb. Y Zarina estaba sentada en un rollo de cuerdas cerca de la barandilla, afilando uno de sus cuchillos y mirándolo. Las grandes velas triangulares estaban tensas y el Ganso níveo corría veloz río abajo.
Zarina lo siguió con la mirada cuando pasó a su lado para dirigirse a proa. El agua se rizaba a ambos lados como la tierra que se aparta al paso de un buen arado. Se puso a meditar sobre sueños y Aiel, sobre las percepciones de Min y sobre halcones. Le dolía el pecho. La vida nunca se le había presentado tan complicada como entonces.
Rand despertó fatigado, jadeante, y la capa que había utilizado a modo de manta cayó al incorporarse. Le dolía el costado; la vieja herida recibida en Falme le daba punzadas. La hoguera que había encendido había quedado reducida a brasas de las que se elevaban tan sólo algunas vacilantes llamas, suficientes, sin embargo, para ahuyentar las sombras. «Era Perrin. ¡Era él! Extrañamente, era él y no un sueño. ¡Por poco no lo he matado! ¡Luz, he de tener cuidado!»
Estremeciéndose, recogió un trozo de rama de roble y se dispuso a arrojarlo en las brasas. Aunque no abundaban los árboles en aquellas colinas murandianas, aún próximas al Manetherendrelle, había encontrado unas cuantas ramas caídas para el fuego, de leña lo bastante seca pero no podrida. Antes de que la leña tocara el fuego, se detuvo. Se acercaban diez o doce caballos a paso lento. «Debo ser prudente. No puedo cometer otra equivocación».
Los caballos giraron hacia su mortecina hoguera, penetraron en el círculo de tenue luz y se pararon. Las sombras obstruían la visión de los jinetes, pero en su mayoría parecían hombres de rudos semblantes que llevaban yelmos redondos y largos jubones de cuero con toda la superficie cubierta de discos metálicos que semejaban escamas de pescado. Uno de los recién llegados era una mujer de pelo gris y expresión severa, ataviada con un vestido de tosca lana, aunque primorosamente tejida, y adornada con un alfiler de plata con forma de león. Una mercader, dedujo Rand, que había visto personas parecidas entre los que acudían a comprar tabaco y lana a Dos Ríos. Una mercader y sus guardias.
«Debo tener cuidado —pensó al tiempo que se levantaba—. Nada de errores».
—Habéis elegido un buen paraje para acampar, joven —dijo la recién llegada—. Yo misma lo he utilizado con frecuencia de camino a Remen. Hay un pequeño manantial cerca. Confío en que no tendréis inconveniente en que lo comparta con vos… —Sus guardias estaban ya desmontando, abrochándose los cintos de las espadas y aflojando las cinchas de las sillas.
—En absoluto —respondió Rand.
«Con cuidado». Se acercó dos pasos, saltó en el aire —El vilano flota en el remolino— y en sus manos afloró una espada con la marca de la garza con la que la decapitó sin darle tiempo siquiera a mostrar sorpresa en el semblante. «Ella era la más peligrosa».
Tocó tierra cuando la cabeza de la mujer caía rodando por la grupa de su montura. Los guardias aprestaron gritando las espadas y prorrumpieron en alaridos al descubrir que su espada quemaba. Danzó entre ellos interpretando las figuras que Lan le había enseñado, sabiendo que podría haberlos matado a los diez con un arma ordinaria de acero, pero la que empuñaba entonces formaba parte de sí. Había sido tan sencillo, tan parecido a la práctica de las distintas figuras que, abatido el último adversario, ya se disponía a envainar la hoja realizando la serie de movimientos conocida como Pliegue del abanico cuando recordó que no tenía funda alguna y que, de haberla tenido, su espada la habría reducido a cenizas con sólo tocarla.
Dejó que desapareciera el arma y se volvió para examinar las monturas. Casi todas habían huido, aunque algunas no se hallaban lejos, y el alto caballo castrado de la mujer permanecía inmóvil con los ojos en blanco, relinchando con nerviosismo. El cuerpo decapitado, tendido en el suelo, no había soltado las riendas que mantenían al animal con la cabeza gacha.
Rand las despegó de sus manos y sólo se detuvo para recoger su escaso equipaje antes de montar. «Debo obrar con cautela —se recordó mientras observaba a los muertos—. Sin cometer ninguna equivocación».
El Poder todavía lo henchía, el flujo del saidin más dulce que la miel, más fétido que la carne descompuesta. De improviso encauzó, sin comprender realmente qué hacía ni de qué modo, con la sola impresión de que aquello era lo adecuado; y obtuvo efecto, al levantar los cadáveres. Los dispuso en una hilera frente a él, de hinojos, con la cara pegada al suelo. Cuando menos aquellos que aún conservaban la cara. De rodillas ante él.
—Si yo soy el Dragón Renacido —les dijo—, éste es el tratamiento que debéis dispensarme, ¿verdad?
Aunque le costaba hacerlo, cortó el contacto con el saidin. «Si lo retengo en exceso, ¿cómo mantendré a raya la locura?» Rió amargamente. «¿O es ya tal vez demasiado tarde para ello?»
Miró con ojos entornados la fila. Tenía la certeza de que había sólo diez hombres, pero allí había postrados once, uno de ellos sin armadura de ninguna clase que aún empuñaba una daga.
—No elegiste la compañía adecuada —le dijo Rand.
Volvió grupas, espoleó la montura y se alejó a galope tendido en la noche. Aún le quedaba un largo camino hasta Tear, pero estaba decidido a llegar por la vía más rápida, aunque tuviera que reventar caballos o robarlos. «Voy a poner fin a todo esto. A las provocaciones y al hostigamiento. ¡Acabaré con ellos!» Callandor. La espada lo llamaba.