Aun cuando no confiaba en dormir, el estómago saciado de estofado frío —su decisión de comer raíces había durado hasta que el aroma de las sobras de la cena lo habían disuadido— y la extenuación lo habían llevado hasta el lecho. Si soñó, no guardó recuerdo de ello. Lan lo despertó zarandeándolo por los hombros, rodeado del nimbo de luz de la aurora que se filtraba por la puerta.
—Rand se ha marchado —se limitó a decir el Guardián antes de irse a toda prisa, pero aquello fue más que suficiente.
Perrin se levantó bostezando y se vistió apresuradamente para resguardarse del frío de la madrugada. Afuera sólo se veía a un puñado de shienarianos, arrastrando con los caballos cadáveres de trollocs en dirección a los bosques, y casi todos se movían con debilidad patente. El cuerpo necesitaba tiempo para recobrar el vigor que consumía la curación.
Hambriento, Perrin olfateó la brisa con la esperanza de que alguien hubiera comenzado a preparar el desayuno. Estaba dispuesto a comerse aquellas raíces, incluso crudas si era necesario. Sólo percibió el hedor a Myrddraal y trollocs muertos, el olor de hombres, vivos y muertos, de caballos y de árboles. Y de lobos muertos.
La cabaña de Moraine, situada en la parte más elevada de la ladera opuesta, parecía un centro de actividad. Min entró a toda prisa en ella y momentos después salió Masema y luego Ino. El tuerto desapareció entre los árboles, caminando a paso vivo en dirección a la pared rocosa que se alzaba más allá de la choza, en tanto el otro shienariano bajaba cojeando hacia la hondonada.
Perrin se encaminó a la cabaña y, al cruzar el arroyo, se encontró con Masema. En su macilento rostro destacaba más que nunca su cicatriz, y tenía los ojos más hundidos de lo habitual. En medio del cauce, alzó de improviso la cabeza y agarró a Perrin de la manga.
—Vos sois del mismo pueblo que él —dijo con voz ronca Masema—. Vos debéis saberlo. ¿Por qué nos ha abandonado el señor Dragón? ¿Qué pecado hemos cometido?
—¿Pecado? ¿De qué estás hablando? Sean cualesquiera los motivos por los que se ha ido Rand, no tienen nada que ver con lo que vosotros habéis hecho o dejado de hacer. —Masema no pareció satisfecho con la respuesta y siguió agarrándole la manga y mirándolo a la cara como si en ella fuera a hallar una solución. La helada agua comenzaba a calar en la bota izquierda de Perrin—. Masema —señaló prudentemente—, el señor Dragón ha actuado como lo ha hecho siguiendo su plan. El señor Dragón no nos abandonaría. —«¿O sí? ¿Lo haría yo si estuviera en su lugar?»
—Sí —asintió lentamente Masema—. Sí, ahora lo entiendo. Se ha ido solo para propagar la nueva de su advenimiento. Nosotros también hemos de divulgar la noticia. Sí. —Acabó de atravesar el arroyo cojeando y murmurando para sí.
Chorreando agua a cada paso, Perrin subió hasta la cabaña de Moraine y llamó a la puerta. Nadie respondió. Vaciló un momento antes de decidirse a entrar.
La habitación exterior, donde dormía Lan, era tan austera y simple como la choza de Perrin, con una tosca cama adosada a una pared, unos cuantos clavos para colgar la ropa y un estante. Unas rudimentarias lámparas consistentes en teas encajadas en las ranuras de rocas iluminaban la estancia junto con la escasa luz que entraba por la puerta. Las finas espirales de humo que brotaban de ellas se concentraban en forma de neblina debajo del techo. Perrin frunció la nariz al notar su olor.
El bajo techo apenas superaba su altura y, aun sentado como estaba en un extremo de la cama de Lan, con las rodillas retraídas para ocupar menos espacio, Loial lo rozaba con la cabeza. El Ogier agitaba inquietamente las copetudas orejas. Min estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo de tierra al lado de la puerta que conducía a la habitación de Moraine, y la Aes Sedai caminaba de un lado a otro sumida en cavilaciones. Sombrías cavilaciones, sin duda. Aun cuando sólo podía dar tres pasos en cada dirección, hacía un vigoroso uso del espacio, contradiciendo con la rapidez de sus zancadas la aparente calma de su semblante.
—Me parece que Masema se está volviendo loco —contestó Perrin.
—¿Quién sabe, tratándose de él? —replicó con ironía Min.
Moraine se encaró a él, con las mandíbulas comprimidas.
—¿Es Masema la más importante de tus preocupaciones esta mañana, Perrin Aybara? —preguntó con tono excesivamente suave.
—No. Me gustaría saber cuándo se ha ido Rand, y por qué. ¿Lo ha visto marcharse alguien? ¿Sabe alguien adónde ha ido? —Centró en la Aes Sedai una mirada tan firme como la que le dirigía ella. No era fácil hacerlo. Él era mucho más alto, pero ella era una Aes Sedai—. ¿Es esto fruto de vuestros manejos, Moraine? ¿Le habéis tensado tanto las riendas hasta que, de pura impaciencia, él ha preferido irse a cualquier parte, hacer cualquier cosa, con tal de no seguir sentado sin hacer nada? —Loial irguió las orejas y a escondidas le aconsejó prudencia con una de sus manazas.
Moraine observó a Perrin con la cabeza ladeada, y él hubo de hacer acopio de valor para no bajar los ojos.
—Esto no es fruto de mis actos —declaró—. Se ha marchado a una hora imprecisa de la noche. Todavía tengo esperanzas de averiguar cuándo, cómo y por qué.
Loial alzó los hombros al exhalar un quedo suspiro de alivio que, aunque sin duda era quedo para un Ogier, sonó como el vapor que surge de un recipiente en el que se zambulle una pieza de hierro candente.
—Nunca incurras en las iras de una Aes Sedai —susurró, evidentemente para sus adentros, pero todos los presentes lo oyeron—. Es preferible abrazar el sol que enojar a una Aes Sedai.
Min tendió a Perrin una hoja de papel doblada.
—Loial fue a verlo después de que lo dejáramos en la cama anoche, y Rand le pidió papel, pluma y tinta.
El Ogier movió espasmódicamente las orejas y frunció con preocupación el entrecejo hasta que sus largas cejas quedaron colgando sobre sus mejillas.
—Yo ignoraba qué se proponía. No lo sabía.
—Lo sabemos —lo tranquilizó Min—. Nadie te acusa de nada, Loial.
Moraine miró, ceñuda, el papel, pero no realizó ningún intento de impedir que Perrin lo leyera. Era la letra de Rand.
«Hago lo que hago porque no hay otra alternativa. Vuelve a perseguirme, y creo que esta vez uno de los dos debe morir. No hay necesidad de que también perezcan quienes me rodean. Ya son demasiadas las personas que han muerto por mí. Yo tampoco deseo morir y a ser posible conservaré la vida. En los sueños hay mentira, y muerte, pero los sueños también contienen verdades».
No había firma. Perrin no tuvo necesidad de hacer conjeturas acerca de la identidad del perseguidor de Rand, pues tanto para él como para todos ellos sólo podía tratarse de un único ser: Ba’alzemon.
—La dejó debajo de la puerta —dijo Min con voz tensa—. Se ha llevado algunas prendas de ropa vieja que los shienarianos habían colgado a secar, su flauta y un caballo. Sólo eso y un poco de comida, por lo que hemos podido averiguar. Ninguno de los guardias lo vio marcharse, y anoche deberían haber advertido hasta la carrera de un ratón.
—¿Y habría servido de algo que lo hubieran visto? —observó con calma Moraine—. ¿Habría detenido alguno de ellos al señor Dragón o le habría dado siquiera el quién vive? Algunos de ellos (Masema, por ejemplo) se cortarían el cuello si el señor Dragón así se lo indicara.
Perrin aprovechó para someterla a examen.
—¿Acaso esperabais otra cosa? Juraron seguirlo. Luz, Moraine, nunca se habría proclamado Dragón de no ser por vos. ¿Cómo pensabais que iban a reaccionar ellos? —La Aes Sedai guardó silencio, y él continuó, algo menos exaltado—. ¿Creéis, Moraine, que él es realmente el Dragón Renacido? ¿O lo consideráis meramente como a alguien a quien podéis utilizar antes de que el Poder Único lo mate o le haga perder el juicio?
—Tranquilo, Perrin —le aconsejó Loial—. No hay que enfadarse tanto.
—Me tranquilizaré cuando me responda. ¿Y bien, Moraine?
—Él es lo que es —contestó con aspereza.
—Dijisteis que el Entramado acabaría por obligarlo a tomar la vía conveniente. ¿Es eso lo que ha sucedido o simplemente intenta alejarse de vos? —Por un momento, viendo chispear de rabia los oscuros ojos de la Aes Sedai, pensó que había ido demasiado lejos, pero no quiso echarse atrás—. ¿Y bien?
—Es posible que esto sea producto de una elección del Entramado —repuso Moraine tras inspirar profundamente—. No era, no obstante, mi intención que se marchara solo. Pese a todo su poder, en muchos sentidos es tan indefenso como un recién nacido e igual de ignorante que él. Encauza, pero, cuando tiende la mano hacia el Poder Único, carece de control sobre él y éste responde a veces a su llamada y otras no, y cuando lo invade su flujo apenas es consciente de lo que hace con él. El propio Poder acarreará su muerte sin darle ocasión a enloquecer si no aprende a dominarlo. Le quedan muchas cosas que aprender. Quiere correr y aún no sabe andar.
—Respondéis con circunloquios y evasivas, Moraine. —Perrin soltó un bufido—. Si es lo que decís que es, ¿no se os ha ocurrido pensar que sabe mejor que vos lo que debe hacer?
—Es lo que es —repitió con firmeza la mujer—, pero debo mantenerlo con vida si ha de hacer algo. No cumplirá las Profecías si muere e, incluso si logra evitar a los Amigos Siniestros y los Engendros de la Sombra, hay millares de otras manos dispuestas a sacrificarlo. Para ello sólo bastará un atisbo de la décima parte de lo que es. Con todo, si sólo hubiera de enfrentarse a tales asechanzas, no me preocuparía tanto. También hay que tomar en cuenta a los Renegados.
Perrin dio un respingo y, en el rincón, Loial exhaló un gemido.
—El Oscuro y los Renegados están confinados en Shayol Ghul —replicó maquinalmente Perrin, pero la Aes Sedai no lo dejó concluir.
—Los sellos están debilitándose, Perrin. Algunos se han quebrado, aunque el mundo lo ignore y deba necesariamente ignorarlo. El Padre de las Mentiras no está libre todavía. Pero, a medida que crece la fragilidad de los sellos, ¿cuál de los Renegados habrá recobrado ya la libertad? ¿Lanfear? ¿Sammael? ¿Asmodean, Be’lal o Ravhin? ¿El propio Ishamael, el Traidor de la Esperanza? Son trece, Perrin, y son los sellos los que los mantienen recluidos. No se encuentran en la prisión donde está encerrado el Oscuro. Trece de los más poderosos Aes Sedai de la Era de Leyenda, el más débil de los cuales supera en fuerza a diez de las más capacitadas Aes Sedai de nuestro tiempo y el más ignorante posee todo el conocimiento de la Era de Leyenda. Y todo hombre y mujer que se sumó a sus filas renunció a la Luz y consagró su alma a la Sombra. ¿Y si se hallan libres y están acechándolo? No pienso permitir que caiga en sus garras.
Perrin se estremeció, en parte a causa de la glacial determinación que expresaban sus últimas palabras, pero asimismo por la mención de los Renegados. Era espeluznante pensar que hubiera tan sólo un Renegado vagando por el mundo. De pequeño, su madre lo había asustado con aquellos nombres. «Ishamael viene a llevarse a los niños que dicen mentiras. Lanfear acecha en la noche a los niños que no se acuestan cuando deben». El miedo que le inspiraban ahora de mayor era igual de cerval, sobre todo sabiendo que no eran personajes de ficción. Sobre todo ahora que Moraine decía que tal vez estaban libres.
—Confinados en Shayol Ghul —susurró, añorando el tiempo en que así lo creía. Turbado, volvió a repasar la carta de Rand—. Sueños. Ayer también me habló de sueños.
Moraine se aproximó más a él y fijó la mirada en su cara.
—¿Sueños? —Lan e Ino entraron entonces, pero ella les hizo un gesto para que guardaran silencio. La reducida habitación estaba abarrotada ahora, con cinco personas aparte del Ogier—. ¿Qué has soñado tú estos últimos días, Perrin? —Desestimó su afirmación de que en sus sueños no había habido nada anormal—. Cuéntame —insistió—. ¿Qué sueño has tenido que saliera de lo ordinario? Dímelo. —Su mirada se clavaba en él igual que unas tenazas, presionándolo para que hablara.
Miró a los demás y comprobó que todos lo observaban fijamente, incluso Min. Después refirió, titubeante, el único sueño que le parecía raro, el mismo que soñaba cada noche. El sueño de la espada que no podía tocar. Omitió mencionar el lobo que apareció al final.
—Callandor —musitó Lan cuando hubo concluido, con perplejidad patente en el pétreo semblante.
—Sí —convino Moraine—, pero debemos estar totalmente seguros. Habla con los otros. —Cuando Lan salía de la cabaña, se volvió hacia Ino—. ¿Y tú qué has soñado? ¿Has soñado también con una espada?
El shienariano movió inquietamente los pies. El ojo pintado de rojo del parche miraba imperturbable a Moraine, pero el ojo sano pestañeaba desenfocado.
—Yo siempre sueño con jod… eh, con espadas, Moraine Sedai —respondió rígidamente—. Supongo que he soñado con una espada las noches pasadas. No recuerdo tan bien los sueños como lord Perrin.
—¿Loial? —inquirió Moraine.
—Mis sueños no varían nunca, Moraine Sedai. Las arboledas, los Grandes Árboles y el stedding. Los Ogier siempre soñamos con el stedding cuando nos encontramos lejos de él.
La Aes Sedai volvió a girarse hacia Perrin.
—Sólo era un sueño —adujo el joven—. Nada más que un sueño.
—Lo dudo —disintió la mujer—. Has descrito la sala conocida como Corazón de la Ciudadela, situada en la fortaleza llamada la Ciudadela de Tear, como si hubieras estado allí. Y la espada resplandeciente es Callandor, la Espada que no es una Espada, la Espada que no Puede Tocarse.
Loial se levantó de golpe y chocó con la cabeza en el techo, pero no pareció ni darse cuenta.
—Las Profecías aseguran que la Ciudadela de Tear nunca será tomada hasta que la mano del Dragón empuñe Callandor. La caída de la Ciudadela de Tear será una de las señales indiscutibles del advenimiento del Dragón Renacido. Si Rand esgrime Callandor, el mundo entero deberá reconocerlo como el Dragón.
—Tal vez. —La palabra quedó flotando en los labios de la Aes Sedai como un trozo de hielo sobre aguas remansadas.
—¿Tal vez? —repitió Perrin—. ¿Tal vez? Creía que era la prueba concluyente, el cumplimiento definitivo de las Profecías.
—No es la primera ni la última —objetó Moraine—. Callandor únicamente será un eslabón en el cumplimiento de lo augurado en el Ciclo Karaethon, al igual que su nacimiento en las laderas del Monte del Dragón fue el primero. Todavía ha de desarticular las naciones o hacer pedazos el mundo. Incluso los eruditos que han estudiado las Profecías durante toda su vida no saben cómo interpretarlas todas. ¿Qué significa que «matará a su gente con la espada de la paz, y los destruirá con la hoja»? ¿Qué significa que «someterá las nueve lunas a su servicio»? Y, sin embargo, estas predicciones tienen un peso equivalente a la de Callandor en el Ciclo. Hay otras igual de misteriosas. ¿Qué «heridas de locura y quebranto de la esperanza» ha curado? ¿Qué cadenas ha roto y a quién encadenó? Y otras son tan abstrusas que cabe la posibilidad de que ya las haya cumplido, aunque yo no tenga conciencia de ello. Lo que sí es seguro, en todo caso, es que Callandor dista mucho de ser el eslabón concluyente.
Perrin se encogió de hombros. Sólo conocía detalles y fragmentos inconexos de las Profecías; desde que Rand había accedido a que Moraine le pusiera aquel estandarte en la mano le había hecho aún menos gracia escucharlas. De hecho, tal aprensión se había iniciado antes incluso, desde que un viaje a través de un Portal de Piedra había generado en él la convicción de que su vida estaba ligada a la de Rand.
—Si piensas que no tiene más que alargar la mano —seguía hablando Moraine—, Loial hijo de Arent nieto de Halan, eres un estúpido y también lo es él si cree que es tan sencillo. Aun cuando viva el tiempo suficiente para llegar a Tear, puede que jamás entre en la Ciudadela.
»Los tearianos detestan cuanto guarda relación con el Poder Único y nada hay más execrable para ellos que un hombre que abrigue la pretensión de ser el Dragón. El encauzamiento está prohibido por la ley, y las Aes Sedai apenas son toleradas allí, siempre que no encaucen. El hecho de recitar las Profecías del Dragón, o incluso de poseer una copia de ellas, está penado con la cárcel en Tear. Y nadie entra en la Ciudadela de Tear sin el permiso de los Grandes Señores; sólo los Grandes Señores tienen acceso al Corazón de la Ciudadela. No está preparado para esto. No lo está.
Perrin gruñó quedamente. La Ciudadela no será tomada hasta que el Dragón Renacido empuñe Callandor. «¿Cómo demonios va a llegar hasta ella… ¡dentro de una condenada fortaleza!, antes de que se rinda la ciudadela? ¡Es una locura!»
—¿Por qué nos limitamos a seguir sentados aquí? —estalló Min—. Si Rand se dirige a Tear, ¿por qué no vamos tras él? Podría morir o… o… ¿Por qué estamos sentados aquí?
—Porque debo estar segura —repuso con suavidad Moraine, posando la mano en su cabeza—. No es cómodo ser uno de los elegidos de la Rueda, ser grande o hallarse próximo al encumbramiento. Los elegidos de la Rueda no tienen más opción que aceptar las cosas tal como vienen.
—Estoy cansada de aceptar las cosas como vienen. —Min se restregó los ojos, y entonces Perrin creyó advertir lágrimas en ellos—. Rand podría estar agonizando mientras nosotros esperamos. —Moraine le acarició el cabello con un asomo de compasión en el rostro.
Perrin se sentó en la cama de Lan junto a Loial. En la habitación había un fuerte olor a personas; a personas, preocupación y miedo. Loial olía a libros y árboles tanto como a preocupación. Tenía la sensación de hallarse atrapado entre la cercanía de aquellas paredes y de los ocupantes del reducido espacio que cercaban. Las teas ardientes apestaban.
—¿Cómo puede deducirse de mi sueño el lugar adonde se dirige Rand? —preguntó—. Sólo es lo que he soñado yo.
—Quienes tienen la facultad de encauzar el Poder Único —respondió en voz baja Moraine—, en especial aquellos que destacan en el dominio del Espíritu, a veces pueden imponer sus sueños a los demás. —Seguía acariciando la cabeza de Min—. Sobre todo a personas… susceptibles. No creo que Rand lo hiciera a propósito, pero los sueños de los que están en contacto con la Fuente Verdadera pueden ser poderosos. En el caso de alguien tan pujante como él, podrían afectar a todo un pueblo o quizás incluso a una ciudad. Apenas sabe lo que hace, y menos aún cómo lo ha de controlar.
—¿Entonces por qué vos no habéis soñado lo mismo? —preguntó—. ¿O Lan? —Ino alzó los ojos con evidentes ansias de hallarse en cualquier otro lugar, y Loial agachó las orejas. Perrin estaba demasiado cansado y hambriento para preocuparse de si se mostraba debidamente respetuoso con la Aes Sedai. Y demasiado enojado, asimismo, advirtió—. ¿Por qué?
—Las Aes Sedai aprenden a acorazar sus sueños. Yo lo hago de manera inconsciente al dormir. Con el vínculo, los Guardianes reciben una capacidad similar. Los Gaidin no podrían cumplir con su obligación si la Sombra se inmiscuyera en sus sueños. Todos somos vulnerables cuando dormimos, y la fuerza de la Sombra se acrecienta de noche.
—Siempre nos venís con nuevas y sorprendentes explicaciones —gruñó Perrin—. ¿No podríais decirnos a qué hemos de atenernos de una vez por todas en lugar de revelarlo cuando ya ha sucedido?
Ino parecía absorto en inventar alguna excusa para marcharse de allí. Moraine asestó una inexpresiva mirada a Perrin.
—¿Quieres que te transmita el conocimiento acumulado en toda una vida en una sola tarde? ¿O en un solo año? Sólo te diré esto: ten cuidado con lo que sueñas, Perrin Aybara. Ten cuidado con tus sueños.
—Lo tengo —murmuró, desviando la vista de ella—. Lo tengo.
Después, el silencio se adueñó de ellos. Min seguía sentada mirándose los tobillos entrecruzados, aun cuando parecía hallar consuelo en la presencia de Moraine. Ino continuaba apoyado en la pared sin mirar a nadie. Loial trató de evadirse de la situación sacando un libro del bolsillo e intentando leerlo en la penumbra reinante. La espera fue larga, y harto incómoda para Perrin. «No es la Sombra lo que temo de mis sueños. Son los lobos. No pienso darles cabida en ellos. ¡No pienso hacerlo!»
Cuando volvió Lan, Moraine se irguió, anhelante, y el Guardián respondió a su muda pregunta.
—La mitad recuerdan haber soñado con espadas las cuatro últimas noches. Algunos recuerdan un lugar con grandes columnas, y cinco afirman que la espada era de cristal o de vidrio. Masema dice que anoche vio cómo Rand la cogía.
—Es posible —dijo Moraine. Se frotó vigorosamente las manos, llena de energía—. Ahora estoy segura. Aunque todavía me gustaría saber cómo se marchó sin que nadie lo viera. Si ha redescubierto algún Talento de la Era de Leyenda…
Lan miró a Ino, y el tuerto se encogió con consternación.
—Maldita sea, me había olvidado con tanta jodida conversación sobre conde… —Se aclaró la garganta, lanzando una furtiva ojeada a Moraine. Ésta lo miró expectante, invitándolo a continuar—. Quiero decir que… eh… he seguido las huellas del señor Dragón. Ahora hay otra abertura en ese valle rodeado de montañas. El… el terremoto derribó la peña del otro lado. Es difícil subir, pero es factible hacerlo a caballo. He encontrado más huellas arriba y desde allí se puede avanzar sin problemas rodeando la montaña. —Espiró largamente cuando acabó.
—Estupendo —repuso Moraine—. Al menos no ha redescubierto la manera de volar o de volverse invisible, o algún otro portentoso recurso. Debemos seguirlo sin tardanza. Ino, te daré una cantidad de oro suficiente para que lleves a tus hombres hasta Jehannah y el nombre de otra persona que hará llegar otra bolsa a tus manos. Los ghealdanos desconfían de los forasteros, pero, si guardáis las distancias, nadie os importunará. Esperad allí hasta que os avise.
—Iremos con vos —protestó el shienariano—. Todos hemos jurado seguir al Dragón Renacido. Aunque no veo cómo, siendo tan pocos, vamos a tomar una fortaleza que jamás se ha rendido, con la ayuda del señor Dragón haremos lo que debe hacerse.
—De modo que nosotros somos ahora «el Pueblo del Dragón». —Perrin rió tristemente—. «La Ciudadela de Tear no será abatida hasta la llegada del Pueblo del Dragón». ¿Nos habéis puesto un nuevo nombre, Moraine?
—Cuida tus palabras, herrero —gruñó con tono glacial Lan.
Moraine les asestó duras miradas, y ambos guardaron silencio.
—Perdóname, Ino —dijo—, pero debemos viajar deprisa si queremos alcanzarlo. Tú eres el único shienariano que se halla en condiciones de resistir una prolongada cabalgata, y no podemos permitirnos perder los días que los demás necesitarán para recobrar fuerzas. Os mandaré llamar cuando pueda.
Ino esbozó una mueca, pero inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Luego irguió los hombros y se fue para dar la noticia a los otros.
—Pues yo pienso ir con vosotros, digáis lo que digáis —aseguró tajantemente Min.
—Tú irás a Tar Valon —le dijo Moraine.
—¡De ningún modo!
—Alguien debe comunicar lo ocurrido a la Sede Amyrlin —continuó con voz suave la Aes Sedai, como si la joven no hubiera hablado—, y no tengo garantías de encontrar a alguien digno de confianza que tenga palomas mensajeras; ni de que el mensaje que enviara por medio de una paloma llegara a manos de la Sede Amyrlin. Es un largo y duro viaje. No te mandaría sola si dispusiera de alguien que pudiera acompañarte, pero te entregaré dinero y cartas destinadas a personas que pueden ayudarte a lo largo del camino, tendrás que cabalgar velozmente. Cuando se fatigue tu montura, compra otra… o róbala, si es necesario…, pero apúrate.
—Que lleve Ino el mensaje. Él se halla en condiciones; vos misma lo habéis dicho. Yo voy a ir en pos de Rand.
—Ino tiene sus obligaciones, Min. ¿Y crees que podría ir tranquilamente hasta las puertas de la Torre Blanca y pedir una audiencia con la Sede Amyrlin? Incluso un rey habría de aguardar varios días si llegara sin previo aviso, y me temo que a cualquiera de los shienarianos los dejarían plantados durante días, cuando no para siempre. Por no mencionar el hecho de que algo tan insólito sería la comidilla de Tar Valon antes de que hubiera caído la noche. Aunque no es común que las mujeres soliciten una audiencia personal con la Sede Amyrlin, algunas lo hacen, y por ello tu demanda no debería suscitar mayores comentarios. Nadie debe enterarse ni siquiera de que la Sede Amyrlin ha recibido un mensaje mío. Su vida… y las nuestras podrían depender de ello. Tú eres la persona indicada para esta misión.
Min abrió y cerró la boca varias veces, tratando de expresar una nueva objeción, pero Moraine ya había vuelto a tomar la palabra.
—Lan, me temo mucho que encontraremos más evidencias de su paso de las convenientes, pero cuento contigo para seguir el rastro. —El Guardián asintió—. Perrin, Loial, ¿vendréis conmigo en pos de Rand? —Min exhaló un chillido de indignación, que la Aes Sedai aparentó no haber oído.
—Iré —se apresuró a responder Loial—. Rand es mi amigo. Y admito que no quiero perderme nada, por el libro que me propongo escribir.
Perrin tardó más en contestar. Rand era su amigo, pese a lo que había devenido por la forja de la vida. Y también tomó en cuenta aquella certeza casi completa de que sus futuros estaban unidos, aun cuando, de haber podido, habría soslayado participar de la suerte de Rand.
—Así tiene que ser, ¿verdad? —dijo al cabo—. Iré con vos.
—Bien. —Moraine volvió a frotarse las manos con el ademán de alguien que se dispone a trabajar—. Debéis prepararos de inmediato. Rand nos lleva varias horas de ventaja. Quiero haber recorrido un buen trecho antes de mediodía.
A pesar de su delgadez, la fuerza de su presencia los impulsó a todos hacia la puerta a excepción de Lan. Loial caminó encorvado hasta haber traspuesto el umbral. Perrin pensó en una matrona sacando a los gansos del corral.
Una vez fuera, Min se demoró un momento para dedicar una sonrisa sospechosamente dulce a Lan.
—¿Deseáis vos que os lleve algún mensaje? ¿Para Nynaeve, tal vez?
El Guardián pestañeó como si lo hubiera sorprendido con la guardia baja, igual que un caballo apoyado sólo en tres patas.
—¿Es que todo el mundo sabe…? —Recobró el equilibrio casi al instante—. Si hay algo más que deba saber de mí, se lo diré yo mismo. —Le cerró la puerta casi en la cara.
—¡Hombres! —murmuró Min a la puerta—. Demasiado ciegos para ver lo que vería una piedra y demasiado testarudos para confiar en que piensen por sí mismos.
Perrin aspiró con fruición. En el aire del valle aún quedaban atenuados aromas a muerte, pero era mejor que estar encerrado en la cabaña. Algo mejor.
—Aire puro —suspiró Loial—. El humo comenzaba a molestarme un poco.
Comenzaron a bajar la ladera juntos. Al lado del arroyo, los shienarianos que se tenían en pie estaban reunidos en torno a Ino, quien, a juzgar por sus gestos, estaba recuperando el tiempo perdido con una buena retahíla de juramentos.
—¿A qué se debe vuestra situación de privilegio? —inquirió de repente Min—. A vosotros os ha preguntado. Conmigo no ha tenido ese detalle.
—Creo que nos lo ha preguntado —respondió, sacudiendo la cabeza, Loial— porque sabía qué íbamos a responder, Min. Por lo visto, Moraine es capaz de leernos el pensamiento a Perrin y a mí; sabe lo que haremos. Pero tú eres un libro cerrado para ella.
Aquel razonamiento en poco aplacó la rabia de Min. Alzó la vista hacia Perrin, dos palmos más alto que ella, y luego hacia Loial, de estatura aún mucho más impresionante.
—¡Para lo que me sirve! De todas formas, voy a ir adonde ella quiere sin oponer más resistencia que vosotros, que sois como dos corderitos. Te has portado como un hombre durante un rato, Perrin. Le has levantado la voz como si te hubiera vendido una chaqueta a la que se le deshacían las costuras.
—Yo no le he levantado la voz —replicó Perrin, extrañado. En realidad no se había dado cuenta de lo que había hecho—. No ha sido tan terrible como pensaba.
—Has tenido suerte —observó, con su voz cavernosa, Loial—. «Enojar a una Aes Sedai es meter la cabeza en un avispero».
—Loial —dijo Min—, necesito hablar a solas con Perrin. ¿Te importa?
—Oh. Por supuesto que no. —Se puso a andar con las grandes zancadas que permitían sus largas piernas y se alejó de ellos, sacando la pipa y la bolsa del tabaco de un bolsillo de la chaqueta.
Perrin miró con recelo a la joven, que se mordía el labio, como si reflexionara sobre lo que iba a decir.
—¿Percibes alguna vez algo a su alrededor? —preguntó, señalando con la cabeza al Ogier.
—Creo que sólo funciona con los humanos —repuso Min, sacudiendo la cabeza—. Pero he visto cosas referentes a ti que considero que debes saber.
—Te he dicho que…
—No seas más estúpido de lo estrictamente necesario, Perrin. Allá en la cabaña, justo después de que dijeras que irías, he visto cosas que no había percibido antes. Deben de guardar relación con este viaje. O como mínimo con tu decisión de sumarte a él.
—¿Qué has visto? —inquirió a regañadientes al cabo de un momento.
—Un Aiel en una jaula —le informó sin demora—. Un Tuatha’an con una espada. Un halcón y un azor, encaramados en tus hombros. Los dos hembras, me parece. Y todo lo demás, claro está. Lo que siempre está en tu aureola: oscuridad girando en remolino a tu alrededor y…
—¡Nada de eso! —se apresuró a interrumpirla. Cuando tuvo la certeza de que había parado de hablar, se rascó la cabeza, reflexionando. No acertó a hallarle ningún sentido—. ¿Tienes idea de lo que significa todo esto? Los nuevos detalles, me refiero.
—No, pero son importantes. Lo que veo siempre lo es. Son puntos cruciales en las vidas de las personas, o lo que está inscrito en su destino. Siempre es importante. —Vaciló un momento, mirándolo—. Otra cosa más —añadió—. Si encuentras a una mujer, la mujer más hermosa que nunca hayas visto, ¡huye!
—¿Has visto a una mujer hermosa? ¿Por qué debería huir de una mujer hermosa?
—¿No puedes limitarte a seguir mi consejo? —replicó con irritación. Luego dio un puntapié a una piedra y se quedó mirando cómo rodaba pendiente abajo.
A Perrin no le gustaba sacar conclusiones precipitadas —y ése era uno de los motivos por los que algunas personas lo tenían por lento— pero hizo un balance de varias de las cosas que le había dicho Min a lo largo de los días anteriores y realizó una asombrosa deducción. Se paró de golpe, devanándose el cerebro para hallar las palabras adecuadas.
—Eh… Min, sabes que te aprecio. Me gustas, pero… eh… nunca he tenido una hermana, pero si la tuviera…, quiero decir que tú… —Paró de tartamudear cuando ella alzó la cabeza para mirarlo con las cejas enarcadas y un amago de sonrisa en los labios.
—Vaya, Perrin, debes saber que te quiero. —Se detuvo y observó cómo él movía la boca sin llegar a articular palabra alguna y luego añadió, lenta y cautelosamente—: ¡Como a un hermano, tonto! Nunca deja de admirarme la arrogancia de los hombres. Todos pensáis que no hay nada que no tenga relación con vosotros, y que toda mujer debe forzosamente desearos.
—Yo no… nunca… —balbuceó Perrin, sintiendo la cara encendida—. ¿Qué has visto sobre esa mujer? —inquirió tras aclararse la garganta.
—Limítate a seguir mi consejo —contestó Min, reanudando a paso vivo el descenso hacia el arroyo—. ¡Aunque te olvides de lo demás —le advirtió, mirándolo por encima del hombro—, hazme caso en esto!
Perrin se quedó mirándola y por una vez sus pensamientos parecieron organizarse a toda prisa.
—Es Rand, ¿verdad? —dijo, dándole alcance en dos zancadas.
La joven emitió un sonido gutural y lo miró de soslayo. No aminoró la marcha, sin embargo.
—Puede que, después de todo, no seas tan estúpido —murmuró, y al cabo de un momento agregó, como si hablara para sí—: Estoy tan ineludiblemente unida a él como una duela a un barril. Pero dudo mucho que él llegue a corresponder algún día mi amor. Y no soy la única.
—¿Lo sabe Egwene? —preguntó.
Rand y Egwene habían sido prácticamente novios desde la infancia. Sólo les había faltado arrodillarse delante del Círculo de Mujeres del pueblo para formalizar su compromiso. Perrin no estaba seguro de hasta qué punto sus sentimientos se habían modificado ni de si, en el fondo, no seguían siendo los mismos.
—Lo sabe —respondió concisamente Min—. Y, por cierto, no es un consuelo para ninguna de las dos.
—¿Y Rand? ¿Lo sabe él?
—Oh, por supuesto —contestó con amargura—. Se lo dije, claro. «Rand, he realizado una percepción de tu nimbo y, por lo visto, he de enamorarme de ti. También tendré que compartirte con otras mujeres, y no me hace ninguna gracia, pero así es». Pensándolo mejor, sí eres un completo idiota, Perrin Aybara. —Rabiosa, se secó los ojos con la mano—. Sé que podría ayudarlo si pudiera estar con él. No sé cómo, pero lo haría. Luz, si muere, no sé si voy a poder resistirlo.
—Escucha, Min. Yo haré cuanto esté en mis manos por ayudarlo. —«Aunque seguramente serán escasas mis posibilidades», pensó con incomodidad—. Te lo prometo. De veras es mejor que vayas a Tar Valon. Allí estarás a salvo.
—¿A salvo? —Paladeó las dos palabras como si se preguntara por su significado—. ¿Crees que Tar Valon es un lugar seguro?
—Si no estás a salvo en Tar Valon, no lo estarás en ninguna otra parte.
La joven emitió un sonoro resoplido y, ya en silencio, fueron a reunirse con los hombres que realizaban los preparativos para la partida.