27 Tel’aran’rhiod

La habitación que le habían adjudicado a Egwene, en la misma galería que las de Elayne y Nynaeve, apenas difería de la de ésta. La cama era un poquitín más ancha, la mesa, algo más pequeña, y la alfombra tenía flores en lugar de volutas. En comparación con los dormitorios de las novicias, parecía la estancia de un palacio, pero, cuando las tres se reunieron ya tarde en la noche, Egwene habría preferido encontrarse de nuevo en las dependencias de las novicias, sin ninguna sortija en la mano y sin cenefas en el vestido. Las otras daban muestras de igual nerviosismo que ella.

Habían trabajado en las cocinas, preparando comida y cena, y en el intervalo entre ambas habían tratado de dilucidar el sentido de lo hallado en el almacén. ¿Era una trampa o un intento de despistarlas? ¿Sabía la Amyrlin lo que había allí? Y, si lo sabía, ¿por qué había omitido mencionarlo? No encontraron respuestas, y la Amyrlin no apareció en ningún momento para poder preguntarle.

Verin había acudido a las cocinas después del almuerzo, pestañeando como si no supiera con qué objeto había ido allí. Al ver a Egwene y a las otras dos arrodilladas entre los calderos y ollas, manifestó una breve sorpresa; después se aproximó a ellas y preguntó con un volumen de voz que todos pudieron oír:

—¿Habéis encontrado algo?

Elayne, que tenía la cabeza y los hombros dentro de una enorme olla para sopa, se golpeó la cabeza en el borde al salir. Los azules ojos parecían querer saltársele de las órbitas.

—Nada más que grasa y sudor, Aes Sedai —respondió Nynaeve.

Se propinó un tirón a la trenza, dejando una mancha de grasienta espuma en su negro pelo, que advirtió luego con mueca de disgusto.

Verin asintió como si fuera aquélla la respuesta que buscaba.

—Bien, seguid mirando. —Volvió a pasear la mirada por la cocina, frunciendo el entrecejo con aparente desconcierto por hallarse allí, y después se marchó.

Alanna también visitó la cocina poco después del mediodía, para llevarse un tazón de grosellas y una jarra de vino, y Elaida, Sheriam y Anaiya aparecieron después de la cena.

Alanna había preguntado a Egwene si quería saber algo más acerca del Ajah Verde y también se había interesado por la marcha de sus estudios. El hecho de que las Aceptadas tuvieran la libertad de decidir los temas y el ritmo de aprendizaje, arguyó, no significaba que debieran descuidarlos. Las primeras semanas serían duras, naturalmente, pero debían elegir, o de lo contrario alguien lo haría por ellas.

Elaida se limitó a quedarse plantada en jarras un rato mirándolas con expresión severa, y Sheriam hizo lo mismo, casi con idéntica postura. Anaiya también las observó en silencio, pero con semblante más preocupado. Hasta que advirtió que ellas la miraban. Entonces su rostro adoptó la misma rigidez que el de las otras dos Aes Sedai.

Egwene no vio nada extraño en aquellas visitas. Era natural que la Maestra de las Novicias fuera a verlas, como lo hacía con las novicias que trabajaban en las cocinas, y tampoco tenía nada de raro que Elaida quisiera tener vigilada a la heredera del trono de Andor. Egwene procuró no pensar en el interés que despertaba en ella Rand. En cuanto a Alanna, no era la única Aes Sedai que iba a buscar una bandeja de comida para llevársela a sus habitaciones en vez de comer con las demás. La mitad de las hermanas de la Torre estaban demasiado ocupadas para asistir a las comidas comunitarias o para perder tiempo llamando a las criadas para que fueran a buscar una bandeja. ¿Y Anaiya? Posiblemente Anaiya estaba preocupada por su Soñadora, a pesar de no haber mediado en nada para mitigar el castigo impuesto por la propia Amyrlin. Ése era un motivo razonable.

Mientras colgaba el vestido en el armario, Egwene se dijo una vez más que incluso el aparente sinsentido de la pregunta de Verin podía ser un mero despiste de la hermana Marrón, la cual parecía estar con frecuencia en las nubes. Sentada en el filo de la cama, se subió las enaguas y se dispuso a sacarse las medias. Estaba empezando a aborrecer tanto el color blanco como el gris.

Nynaeve permanecía delante de la chimenea con la bolsa de Egwene en una mano y tirándose de la trenza con la otra. Elayne estaba sentada junto a la mesa, parloteando con nerviosismo.

—El Ajah Verde —dijo la muchacha de dorados cabellos por vigésima vez, calculó Egwene, desde mediodía—. Puede que yo también elija el Ajah Verde, Egwene. Así podría tener tres o cuatro Guardianes y hasta podría casarme con uno de ellos. ¿Quién mejor para ocupar el cargo de príncipe consorte que un Guardián? A menos que fuera… —Calló, ruborizada.

Egwene sintió un acceso de celos que creía haber superado hacía tiempo, entremezclado de compasión. «Luz, ¿cómo puedo estar celosa cuando soy incapaz de mirar a Galad sin estremecerme y sentir como si me derritiera? Rand fue mío, pero ya no lo es. Ojalá pudiera entregártelo a ti, Elayne, pero me temo que tampoco es para ti. Tal vez sea perfectamente aceptable que la heredera del trono tome por marido a un plebeyo, siempre que éste sea andoriano, pero no que se case con el Dragón Renacido». Dejó caer las medias al suelo, diciéndose que tenía cosas más importantes en que ocuparse, ajenas todas al mantenimiento del orden en la habitación.

—Estoy lista, Nynaeve.

Nynaeve le tendió la bolsa y una larga y fina cinta de cuero.

—Quizá su efecto se extienda a más de una persona a la vez. Podría… acompañarte, quizá.

Tras depositar el anillo de piedra en la palma de la mano, Egwene lo ensartó en la cuerda de cuero y luego se la ató al cuello. Las franjas azules, marrones y rojas parecían más vívidas encima del blanco de sus enaguas.

—¿Y dejar que Elayne nos vigilara sola a las dos? ¿Existiendo la posibilidad de que el Ajah Negro nos haya descubierto?

—Puedo hacerlo —aseveró resueltamente Elayne—. O también podría acompañarte y quedarse de guardia Nynaeve. Ella es la más fuerte de las tres cuando está enfadada, y, si es preciso que alguien vigile, puedes estar segura de que lo hará.

—¿Y si no da ningún resultado al intentarlo dos personas a la vez? —adujo Egwene, sacudiendo la cabeza—. No lo sabríamos hasta que despertáramos, y entonces habríamos perdido una noche. No podemos desperdiciar ni una si queremos ganar tiempo. —Eran razones válidas en las que creía, pero había otra que tenía más peso en su corazón—. Además, me sentiré mejor sabiendo que las dos estáis pendientes de mí, por si…

No quiso concluir la frase. Por si alguien entraba mientras dormía. El Hombre Gris. El Ajah Negro. Cualquiera de las personas que habían convertido la antaño segura Torre Blanca en un tenebroso bosque lleno de hoyos y cepos. Algo que entrara mientras yacía inerme. La expresión de sus amigas le indicó que comprendían.

Mientras se tumbaba en la cama y se colocaba una almohada de plumas bajo la cabeza, Elayne acercó dos sillas, que situó a ambos lados del lecho. Nynaeve apagó las velas una a una y luego, en la oscuridad, se sentó en una de ellas. Elayne se instaló en la otra.

Egwene cerró los ojos y trató de pensar en cosas placenteras, pero tenía una exacerbada conciencia del objeto que reposaba en su seno, mucho más acentuada que la del dolor que restaba en su cuerpo a consecuencia de la visita realizada al estudio de Sheriam. El anillo parecía más pesado que un ladrillo ahora, y las imágenes que invocaba de su hogar y de remansados estanques de agua se escabullían expulsadas por la aprensión que le despertaba el Tel’aran’rhiod. El Mundo No Visto. El Mundo de los Sueños, que la esperaba justo al otro lado de la barrera del sueño.

Nynaeve comenzó a canturrear quedamente la misma melodía que solía tararearle su madre de pequeña. Cuando estaba acostada en su propia habitación, con una mullida almohada, abrigada por las mantas, y aspiraba, entremezclados, los olores a aceite de rosas y a los pasteles que cocía en el horno su madre, y… «Rand, ¿estás bien? ¿Perrin? ¿Quién era esa mujer?» Concilió el sueño.


Se hallaba entre ondulantes colinas alfombradas de pequeñas flores silvestres en cuyas hondonadas y crestas crecían frondosos bosquecillos de árboles. Las mariposas flotaban sobre las flores, arrancando destellos amarillos, azules y verdes al aire, y en las proximidades cantaban dos alondras. Una cantidad justa de vaporosas nubes se desplazaba mansamente en un claro cielo, y en la brisa había aquel delicado equilibrio entre frescor y calidez que únicamente se da en contados días de primavera. Era un día demasiado perfecto para no ser producto de un sueño.

Se miró el vestido y se echó a reír alborozada. Era exactamente su matiz de seda azul preferido, con franjas blancas en la falda —que se volvieron verdes cuando entornó un instante los ojos— e hileras de diminutas perlas en las mangas y el pecho. Hizo asomar un pie para observar la punta de un escarpín de terciopelo. La única nota discordante era el retorcido aro de piedra multicolor que pendía, prendido en una cinta de cuero, de su cuello.

Tomó el anillo en la mano y se quedó asombrada. Era liviano como una pluma. Estaba segura de que, si lo arrojaba al aire, se iría volando como un vilano. De todas formas, ahora ya no le inspiraba ningún miedo. Lo guardó bajo el vestido para que no la molestara.

—De modo que éste es el Tel’aran’rhiod de Verin —dijo—. El Mundo de los Sueños de Corianin Nedeal. No me parece peligroso.

Verin, sin embargo, le había advertido de lo contrario. Fuera o no del Ajah Negro, Egwene no veía cómo podía mentir abiertamente una Aes Sedai. «Tal vez se hallaba en un error». Ella no creía, empero, que Verin estuviera equivocada.

Sólo para comprobar si podía hacerlo, se abrió al Poder Único. El saidar la embargó. Incluso allí, existía. Encauzó ligera y delicadamente su flujo y, a caballo de la brisa, hizo girar a las mariposas en aleteantes espirales de color, en círculos entrelazados.

De improviso abandonó aquel pasatiempo. Las mariposas volvieron a revolotear a su antojo, sin inmutarse por su breve aventura. Los Myrddraal y otros Engendros de la Sombra detectaban cuando alguien encauzaba. Miró en derredor, incapaz de imaginar tales abominaciones en ese paraje, pero de todos modos resolvió no arriesgarse. Aquellas criaturas podían encontrarse allí, y el Ajah Negro tenía en su poder los ter’angreal estudiados por Corianin Nedeal. Ello le trajo el inquietante recuerdo del motivo por el que estaba allí.

—Al menos sé que puedo encauzar —murmuró—. No estoy averiguando nada parada aquí. Tal vez si investigo por los alrededores… —Dio un paso…

… y se halló en él húmedo y lóbrego pasillo de una posada, una clase de establecimiento que, como hija de posadero, identificó sin margen de duda. Todas las puertas que daban al silencioso corredor estaban cerradas. Justo cuando se preguntaba quién habría detrás de la que tenía delante, ésta se abrió sin hacer ruido.

En la habitación no había muebles, y el viento que entraba, gimiendo, por las abiertas ventanas agitaba las cenizas del hogar. En el suelo, entre la puerta y un grueso pilar de negra piedra toscamente tallada que se erguía en el centro de la estancia, yacía ovillado un enorme perro cuya poblada cola le tapaba el hocico. Apoyado de espaldas en el pilar, vestido tan sólo con la ropa interior y con la cabeza inclinada como si durmiera, había un fornido joven de rizado pelo. Una gruesa cadena negra, cuyos cabos asía con crispadas manos, lo unía a la altura del pecho a la mole de piedra. A pesar de su adormilada apariencia, tenía tensos los poderosos músculos, aplicados en mantener la tirantez de la cadena, en prolongar su cautiverio.

—¿Perrin? —lo llamó, extrañada, entrando en la habitación—. Perrin, ¿qué te ocurre? ¡Perrin! —El perro se estiró y se puso en pie.

No era un perro, sino un lobo negro y gris que le enseñó la reluciente dentadura blanca y clavó en ella unos ojos amarillos, mirándola como habría mirado a un ratón. A un ratón que pretendía comerse.

Egwene retrocedió precipitadamente al pasillo en contra de su voluntad.

—¡Perrin! ¡Despierta! ¡Hay un lobo! —Verin le había dicho que lo que sucedía allí era real, y le había enseñado su cicatriz para demostrárselo. Los dientes del lobo parecían tan grandes como cuchillos—. ¡Perrin, despierta! ¡Dile que soy amiga tuya! —Abrazó el saidar, y el lobo siguió acercándose.

Perrin alzó la cabeza y abrió con somnolencia los ojos. Dos pares de ojos amarillos fijaron la mirada en ella. El lobo arqueó el lomo.

Saltador —gritó Perrin—. ¡No! ¡Egwene!

La puerta se cerró de golpe ante ella y la envolvió una oscuridad absoluta.

Aunque no veía nada, notaba el sudor que le perlaba la frente. Y no se debía al calor. «Luz, ¿dónde estoy? No me gusta este sitio. ¡Quiero despertar!»

Oyó una especie de pitido y dio un salto, antes de identificar el canto de un grillo. Una rana croó en la oscuridad, y sus compañeras le respondieron en coro. Cuando sus ojos fueron adaptándose, distinguió vagamente unos árboles a su alrededor. Las nubes tapaban las estrellas, y la luna era una finísima hoz.

A su derecha, entre la espesura, percibió un vacilante resplandor: el de una hoguera.

Reflexionó unos instantes antes de ponerse a caminar. Sus deseos de despertar no habían bastado para sacarla del Tel’aran’rhiod y todavía no había averiguado nada de interés. Y no había recibido ninguna herida. «Por el momento», pensó estremeciéndose. No tenía, sin embargo, idea de quién —o qué— podía haber junto a la fogata. «Podrían ser Myrddraal. Además, no voy vestida de forma adecuada para correr por el bosque». Fue aquella última reflexión la que la hizo decidirse; ella se vanagloriaba de saber reconocer cuándo obraba tontamente.

Respiró hondo, se levantó la falda de seda y avanzó con sigilo. Aun cuando no era tan buena conocedora del bosque como Nynaeve, tampoco era tan torpe como para no esquivar las ramas secas. Cuando se halló cerca, se asomó prudentemente detrás del tronco de un viejo roble.

Sólo había un joven muy alto que observaba, sentado, el fuego: Rand. No se veía leña alguna que alimentara esa hoguera, ni ningún otro combustible. Las llamas se alzaban sobre la tierra lisa y no parecía que la tiznaran siquiera.

Sin darle tiempo a moverse, Rand irguió la cabeza y entonces advirtió con sorpresa que estaba fumando una pipa, de la que se elevaba una fina espiral de humo de tabaco. Daba la impresión de estar cansado, muy cansado.

—¿Quién anda ahí? —preguntó en voz alta—. Habéis rozado tantas hojas como para despertar a un muerto, así que no hay razón para que sigáis escondido.

Egwene apretó con rabia las mandíbulas, pero salió de la espesura. «¡No es verdad!»

—Soy yo, Rand. No temas. Es un sueño. Debo de estar en tus sueños.

Rand se puso en pie tan repentinamente que ella se paró en seco. Parecía, de algún modo, más fornido de lo que ella recordaba. Y más peligroso. En sus ojos de color azul grisáceo lucía un gélido ardor.

—¿Acaso piensas que no sé que es un sueño? —se mofó—. También me consta que no por ello es menos real. —Escrutó con enojo las tinieblas como si buscara a alguien—. ¿Durante cuánto tiempo vais a seguir intentándolo? —gritó en dirección a la noche—. ¿Cuántos rostros vais a enviarme? ¡Mi madre, mi padre, y ahora ella! ¡Las chicas hermosas no me tentarán con un beso, ni siquiera una conocida! ¡Niego vuestra influencia, Padre de las Mentiras! ¡Reniego de vos!

—Rand —dijo, indecisa—. Soy Egwene. Egwene.

De improviso, surgida de la nada, en sus manos apareció una espada de hoja ligeramente curvada, grabada con una garza.

—Mi madre me dio pastelillos de miel —dijo con voz atenazada— que apestaban a veneno. Mi padre llevaba un cuchillo para clavármelo en las costillas. Ella…, ella me ofreció besos, y cosas más apetecibles aún. —El sudor le resbalaba por la cara; su mirada era tan ardiente que parecía capaz de prenderle fuego—. ¿Qué me traes tú?

—Vas a escucharme, Rand al’Thor, aunque tenga que clavarte la rodilla en el espinazo. —Concentró el saidar y canalizó sus flujos para inmovilizarlo con aire.

La espada se puso a girar en las manos de Rand, crepitando como una lengua de fuego.

Egwene gruñó, tambaleándose; era como si una cuerda fuertemente tensada la hubiera golpeado al partirse.

—Voy aprendiendo, como puedes ver —dijo, riendo, Rand—. Cuando funciona… —Hizo una mueca y se encaminó hacia ella—. Podría soportar cualquier rostro menos ése. ¡Su cara no, demonios! —La espada se precipitó, veloz, en dirección a ella.

Egwene huyó.

No sabía cómo lo había logrado, pero lo cierto era que se hallaba de nuevo entre las ondulantes colinas bajo un sonriente cielo, alegrado por el canto de las alondras y las revoloteantes mariposas. Llenó los pulmones con respiración entrecortada.

«¿De qué me he enterado? ¿De que el Oscuro continúa persiguiendo a Rand? Eso ya lo sabía. ¿De que quizás el Oscuro quiera matarlo? Eso es distinto. A menos que ya se haya vuelto loco y no sepa ni lo que dice. Luz, ¿por qué no he podido ayudarlo? ¡Oh, Luz, Rand!»

Volvió a aspirar largamente para calmarse.

—La única manera de ayudarlo es amansarlo —murmuró—. Para eso tanto mejor matarlo. —Se le hizo un nudo en el estómago—. ¡Nunca!

Un cardenal que se había encaramado en un arbusto cercano ladeó la cabeza con enhiesto penacho para observarla prudentemente.

—Bien —dijo, dirigiéndose al pájaro—, no gano nada quedándome aquí parada hablando sola, ¿verdad? Ni tampoco hablando contigo.

El cardenal alzó el vuelo cuando ella dio un paso hacia el matorral. A la segunda zancada aún era una mancha carmesí y, al dar la tercera, ya había desaparecido en un bosquecillo.

Se detuvo y extrajo el anillo de debajo del vestido. ¿Por qué no variaba la escena? Hasta entonces todo había ido sucediéndose a una velocidad de vértigo. ¿Por qué no ahora? ¿Acaso porque había alguna respuesta precisamente allí? Miró en derredor, vacilante. Las flores silvestres se mofaban de ella, y también los trinos de las alondras. Aquel lugar era sospechosamente hermoso para no ser fruto de su imaginación.

—Llévame a donde debería estar —pidió con resolución al ter’angreal al tiempo que lo rodeaba con la mano. Cerró los ojos y se concentró en el anillo. Éste era, en fin de cuentas, de piedra, y la Tierra debería facilitarle cierto ascendiente sobre él—. Hazlo. Llévame a donde debería estar. —Abrazó de nuevo el saidar y transmitió una ligera cantidad de Poder al aro. Sabía que no necesitaba ninguna afluencia de Poder para trasladarla al Mundo de los Sueños, y por ello no intentó hacer nada con él; sólo aportarle más Poder para que lo utilizara—. Llévame al lugar donde pueda hallar la respuesta. Necesito saber qué se propone el Ajah Negro. Condúceme a la respuesta.

—Bueno, por fin has encontrado el camino, hija. Aquí residen toda clase de respuestas.

Egwene abrió bruscamente los ojos. Se encontraba en una vasta sala rematada por una gran cúpula asentada sobre un bosque de enormes columnas de piedra. Suspendida en el aire, esplendorosa y rutilante, giraba lentamente una espada de cristal. No estaba segura, pero le pareció que era la misma que Rand trataba de alcanzar en aquel sueño. En aquel otro sueño. En aquellos instantes, lo veía todo con tal realismo que debía esforzarse por recordar que aquello también era un sueño.

De detrás de una columna salió una encorvada anciana, caminando con paso trémulo apoyada en un bastón. Era fea hasta lo indecible. Tenía una puntiaguda barbilla y una nariz aún más huesuda, y la cara entera plagada de peludas verrugas.

—¿Quién sois? —preguntó Egwene.

Hasta entonces, todas las personas que había visto en el Tel’aran’rhiod eran conocidas, pero no creía posible haberse olvidado de aquella desdichada anciana.

—Simplemente la pobre vieja Silvia, mi señora —respondió con voz aguda la anciana, encorvando aún más la espalda en lo que podía interpretarse como una reverencia—. ¿No conocéis a la pobre Silvia, mi señora? Sirvió fielmente a vuestra familia durante todos esos años. ¿Todavía os asusta esta vieja cara? No temáis, mi señora. Cuando la necesito, me sirve igual que la de una hermosa mujer.

—Por supuesto que sí —convino Egwene—. Es un rostro con personalidad. Un rostro agradable. —Confió en que la mujer no la tomara por embustera. Quienquiera que fuese, la tal Silvia creía, por lo visto, que conocía a Egwene. Tal vez conociera también las respuestas—: Silvia, habéis dicho que en este sitio hallaría respuestas.

—Oh, habéis venido al lugar adecuado para encontrar respuestas, mi señora. El Corazón de la Ciudadela está lleno de ellas. Y de secretos. A los Grandes Señores no les gustaría veros aquí. Oh, no. Únicamente los Grandes Señores entran aquí. Y los criados, por supuesto. —Emitió una astuta y chirriante carcajada—. Los Grandes Señores no barren ni friegan. ¿Pero quién ve a un criado?

—¿Qué clase de secretos?

—Intrigas —dijo como para sí Silvia, volviéndose hacia la espada de cristal—. Todos pretenden servir al Supremo Señor y no paran de intrigar y planear la manera de recuperar lo que perdieron. Y cada uno de ellos piensa que es el único que trama traiciones. ¡Ishamael es un idiota!

—¿Cómo? —inquirió enérgicamente Egwene—. ¿Qué habéis dicho de Ishamael?

La anciana se giró para dedicarle una torcida sonrisa de connivencia.

—Sólo una cosa que dice la pobre gente, mi señora. Llamándolos estúpidos, minamos el poder de los Renegados. Y uno se siente satisfecho y protegido. Ni siquiera la Sombra puede soportar que la traten de insensata. Probadlo, mi señora. Decid: ¡Ba’alzemon es un necio!

—¡Ba’alzemon es un necio! —repitió Egwene, a punto de echarse a reír—. Tenéis razón, Silvia. —Le había sentado realmente bien burlarse del Oscuro. La vieja rió entre dientes. La espada daba vueltas justo más allá de su hombro—. ¿Qué es eso, Silvia?

Callandor, mi señora. Lo sabíais, ¿verdad? La Espada que no Puede Tocarse. —De repente alzó el bastón hacia atrás; éste se detuvo con un golpe sordo a unos centímetros de la espada y rebotó. La sonrisa de Silvia se agrandó en sus labios—. La Espada que no es una Espada, aunque son muy pocos los que saben qué es. Pero nadie puede tocarla salvo un hombre. Los que la pusieron aquí se encargaron bien de que así fuera. El Dragón Renacido empuñará algún día Callandor y, al hacerlo, demostrará al mundo que es el Dragón. Ésa será, en todo caso, la primera prueba. Lews Therin de nuevo en el mundo, para que todos lo vean y se postren a sus pies. Ah, a los Grandes Señores no les hace ninguna gracia tenerla aquí. Les desagrada todo cuanto guarde relación con el Poder. Se desharían de ella si pudieran. Si pudieran. Supongo que otros también se la llevarían, si pudieran. ¿Qué no daría uno de los Renegados por esgrimir Callandor?

Egwene se quedó mirando la reluciente arma de cristal. De ser ciertas las Profecías del Dragón y si, tal como afirmaba Moraine, Rand era el Dragón, un día la empuñaría, si bien la información de que ella disponía sobre las Profecías concernientes a Callandor convertían tal augurio en algo poco menos que imposible. «Pero si existe una manera de cogerla, tal vez el Ajah Negro la conozca. Si ellos lo saben, yo también puedo descubrirlo».

Cautelosamente, tanteó con el Poder tratando de averiguar qué era lo que escudaba la espada. Tocó algo y se detuvo. Percibía las categorías de Poder utilizadas allí. Aire, Fuego y Energía. Podía seguir los intrincados vericuetos con que habían aplicado, con una asombrosa fuerza, el saidar. En aquel entramado había holgadas brechas por las que debería poder filtrarse. Pero, cuando lo intentó, fue como si quisiera abrirse camino por la parte más tupida. Desistió de penetrar el invisible muro que la repelía. Una mitad había sido conformada con el saidar, la otra, la parte que no podía percibir ni tocar, había sido erigida mediante el saidin. Aquélla era una descripción aproximativa, pues la pared formaba una ininterrumpida unidad. «Una pared de piedra contiene igualmente el paso a una mujer ciega que a una que la ve».

En la distancia resonó el ruido de pasos. De botas hollando el suelo.

Egwene no alcanzó a identificar cuántos eran ni de qué lado venían, pero Silvia se sobresaltó y se alejó al instante entre las columnas.

—Viene para verla de nuevo —murmuró—. Despierto o dormido, quiere… —Pareció acordarse de Egwene y esbozó una preocupada sonrisa—. Ahora idos, mi señora. No debe encontraros aquí, ni saber siquiera que habéis venido.

Egwene retrocedió, y Silvia la siguió agitando las manos y el bastón.

—Me voy, Silvia. Sólo debo recordar el camino. —Tocó el aro de piedra—. Llévame de regreso a las colinas. —No sucedió nada. Encauzó una minúscula cantidad de poder hacia el anillo—. Llévame de vuelta a las colinas. —Las columnas de piedra seguían rodeándola. El sonido de las botas sonaba más cercano y ya no se confundían con el eco provocado.

—Ignoráis la salida —aseveró Silvia y luego prosiguió casi en susurros, con la actitud zalamera y burlona de una vieja criada que creía poder tomarse ciertas libertades—. Oh, mi señora, es peligroso entrar aquí si no se conoce la salida. La pobre Silvia os devolverá sana y salva a vuestra cama, mi señora.

Rodeó con ambos brazos a Egwene, obligándola a alejarse más de la espada, un gesto innecesario, teniendo en cuenta que Egwene no necesitaba tal apremio. Los pasos habían cesado; el misterioso recién llegado debía de estar ya contemplando Callandor.

—Enseñadme simplemente la salida —indicó Egwene—. O decidme dónde está. No es preciso que me empujéis. —Inexplicablemente, a la anciana se le habían enredado los dedos en torno al anillo de piedra—. No toquéis eso, Silvia.

—Sana y salva en vuestra cama.

El dolor redujo a la nada el mundo.


Emitiendo un desgarrador chillido, Egwene se incorporó a oscuras, con el rostro bañado en sudor. Por un momento, no tuvo noción de dónde se hallaba ni tampoco le importó.

—Oh, Luz —gimió—, qué daño. ¡Oh, Luz, cómo duele! —Se palpó, convencida de que debía tener arañazos o verdugones en la piel para sentir tal quemazón, pero no encontró ninguna marca.

—Estamos aquí —dijo entre las tinieblas la voz de Nynaeve—. Estamos aquí, Egwene.

Egwene se arrojó en dirección a donde había sonado la voz y se abrazó, profundamente aliviada, al cuello de Nynaeve.

—Oh, Luz, estoy de nuevo aquí. Luz, he vuelto.

—Elayne —dijo Nynaeve.

Al cabo de un instante una de las velas irradiaba un pequeño círculo de luz. Elayne se detuvo con ella en una mano y la pajuela que había encendido con pedernal en la otra. Entonces sonrió, y todos los cirios de la habitación se encendieron a la vez. Luego se dirigió al aguamanil, regresó junto a la cama y lavó la cara de Egwene con un fresco paño humedecido.

—¿Ha sido una mala experiencia? —inquirió, preocupada—. No te has movido en lo más mínimo ni has murmurado nada. No sabíamos si despertarte o no.

Egwene se quitó precipitadamente la cuerda de cuero del cuello y la lanzó, junto al anillo, al otro extremo de la habitación.

—La próxima vez —jadeó— fijaremos una hora llegada la cual me despertaréis. ¡Despertadme aunque tengáis que hundirme la cabeza en un cubo de agua!

No tenía, hasta entonces, conciencia de haber decidido probarlo otra vez. «¿Meterías la cabeza en las fauces de un oso sólo para demostrar que no tienes miedo? ¿Lo harías dos veces por el simple motivo de que la primera vez saliste con vida?»

No era, sin embargo, para probarse a sí misma que no tenía miedo por lo que lo haría. Tenía miedo, y lo sabía. Pero, mientras el Ajah Negro tuviera en su poder los ter’angreal que había estudiado Corianin, debería seguir intentándolo. Estaba segura de que en el Tel’aran’rhiod residía la explicación del porqué de aquel robo. Si era factible encontrar las respuestas relativas al Ajah Negro allí —y asimismo, tal vez otras, de ser cierto la mitad de lo que le habían dicho acerca de las facultades de una Soñadora— debería regresar.

—Pero no esta noche —dijo quedamente—. Todavía no.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Nynaeve—. ¿Qué has… soñado?

Egwene se recostó en la cama y les refirió sus experiencias. De todo lo vivido, sólo omitió contar que Perrin le había hablado al lobo. De hecho, eludió toda mención al lobo. A pesar del sentimiento de culpa que le producía ocultar algo a Elayne y Nynaeve, consideraba que aquél era un secreto que debía revelar Perrin, cuando así lo decidiera, y no ella. El resto lo describió minuciosamente y, cuando hubo acabado, se sintió vacía.

—Aparte de la fatiga —inquirió Elayne—, ¿te ha parecido que estaba herido? Egwene, no puedo creer que fuera a hacerte daño. No puedo creerlo.

—Rand —observó secamente Nynaeve— tendrá que cuidar de sí mismo durante una temporada más. —Elayne se sonrojó; estaba preciosa toda ruborizada. Egwene cayó en la cuenta de que Elayne estaba preciosa hiciera lo que hiciese, ya fuera llorar o fregar ollas—. Callandor —continuó Nynaeve—. El Corazón de la Ciudadela. Eso estaba marcado en el plano. Creo que ya sabemos dónde está el Ajah Negro.

—Eso no modifica el hecho de que sea una trampa —señaló Elayne, recuperada la compostura—. Si no es un intento para despistarnos, es una trampa.

—La mejor manera de atrapar a quien tiende un lazo es accionarlo y luego esperar a que se presente —sentenció Nynaeve sonriendo fríamente.

—¿Te propones ir a Tear? —preguntó Egwene. Nynaeve asintió.

—La Amyrlin nos ha concedido, por lo visto, plena libertad de acción. Recordad que somos nosotras quienes tomamos las decisiones. Sabemos que el Ajah Negro se encuentra en Tear y también a quién hemos de buscar allí. Todo cuanto podemos hacer aquí es quedarnos paralizadas, corroídas por sospechas centradas en todo el mundo, por la inquietud de que en cualquier momento pueda aparecer otro Hombre Gris. Prefiero ser el cazador a ser el conejo.

—He de escribir a mi madre —dijo Elayne. Adoptó una actitud defensiva al advertir las miradas que le habían dirigido—. Ya he desaparecido una vez sin notificarle dónde me encontraba. Si vuelvo a hacerlo… No sabéis el genio que tiene madre. Es capaz de enviar a Gareth Bryne y a todo el ejército para atacar Tar Valon. O para perseguirnos.

—Podrías quedarte aquí —sugirió Egwene.

—No. No permitiré que os vayáis las dos solas. Y no voy a permanecer aquí preguntándome si la hermana que me da clases es una Amiga Siniestra o si yo seré el objetivo del siguiente Hombre Negro. —Soltó una risita—. Y tampoco voy a trabajar en las cocinas mientras vosotras vivís grandes aventuras. Sólo tengo que decirle a mi madre que me ausento de la Torre siguiendo órdenes de la Amyrlin, para que no se enfurezca cuando lleguen hasta ella rumores acerca de mi partida. No tengo por qué explicarle adónde voy ni por qué.

—Más te vale —convino Nynaeve—. Si se enterara de lo del Ajah Negro vendría sin duda tras de ti. Aparte de eso, la Luz sabe por cuántas manos pasará tu carta antes de llegar a las suyas, y los ojos que la leerán entretanto. Es mejor no poner nada que no te convenga que se haga público.

—Ése es otro cantar. —Elayne suspiró—. La Amyrlin ignora mi participación. He de hallar la manera de enviarla sin que ella la vea.

—Habré de pensar en ello. —Nynaeve arrugó el entrecejo—. Quizá cuando ya estemos en camino. Podrías dejarla río abajo, en Aringill, si disponemos de tiempo para encontrar a algún viajero que se dirija a Caemlyn. Es posible que convenzamos a alguien enseñándole uno de esos papeles que nos entregó la Amyrlin. Deberemos confiar, asimismo, en su buen efecto sobre los capitanes de barco, a menos que alguna de vosotras tenga más dinero que yo. —Elayne sacudió con tristeza la cabeza.

Egwene no se molestó en hacerlo. Habían gastado el poco dinero que poseían durante el viaje desde la Punta de Toman, y sólo contaban con unas cuantas monedas de cobre cada una.

—¿Cuándo…? —Tuvo que hacer una pausa para aclararse la garganta—. ¿Cuándo nos vamos? ¿Esta noche?

Nynaeve adoptó una actitud reflexiva y luego negó con la cabeza.

—Necesitas dormir, después de… —Abarcó con el gesto el anillo de piedra que había caído en el suelo tras rebotar en la pared—. Daremos otra oportunidad a la Amyrlin para que venga a vernos. Al acabar las tareas del desayuno, preparad el equipaje, pero procurad que sea ligero. Recordad que debemos salir de la Torre sin que nadie se dé cuenta. Si a mediodía no nos ha dicho nada la Amyrlin, embarcaremos en un mercante, haciéndole tragar ese papel al capitán si es necesario, antes de que suenen de nuevo las campanas. ¿Qué os parece?

—Excelente —aprobó con firmeza Elayne.

—Esta noche o mañana, tanto da —dijo a su vez Egwene—. Cuanto antes mejor. —Dudaba que su voz transmitiera la misma confianza que Elayne.

—Entonces es aconsejable que durmamos un poco.

—Nynaeve —dijo con un hilillo de voz Egwene—. No…, no quiero dormir sola esta noche. —La mortificaba tener que admitirlo.

—Yo tampoco —reconoció Elayne—. No paro de pensar en los Sin Alma. No sé por qué, me asustan incluso más que el Ajah Negro.

—Supongo —reconoció lentamente Nynaeve— que yo tampoco siento deseos de estar sola. —Miró la cama donde estaba tumbada Egwene—. Parece suficiente para tres, si todas pegamos los codos al cuerpo.

Poco después, cuando se movían tratando de hallar una posición cómoda entre tanta apretura, Nynaeve se echó a reír súbitamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Egwene—. Tú no eres tan cosquillosa.

—Se me acaba de ocurrir que hay alguien que llevaría de buen grado a su destino la carta de Elayne. Alguien a quien le encantaría salir de Tar Valon. Apuesto a que sí.

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