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La mujer que entró, vestida toda de blanco y plata, cerró la puerta tras ella y se apoyó en la hoja para observarlo con los ojos más oscuros que Mat había visto nunca. Era tan hermosa que casi se quedó sin aliento, con un pelo negro como la noche recogido con una cinta de hebras de plata entrelazadas y tan airosa en la inmovilidad como lo sería otra mujer bailando. Durante unos segundos tuvo la impresión de que la conocía, pero inmediatamente rechazó tal idea. Ningún hombre olvidaría a una mujer como aquélla.

—Supongo que tendrás un aspecto aceptable una vez que te hayas vuelto a rellenar —dijo—, pero por ahora tal vez podrías ponerte algo.

Mat continuó mirándola con embeleso un instante y luego cayó de repente en la cuenta de que estaba desnudo. Rojo como la grana, se fue arrastrando los pies hasta la cama, se tapó con la manta a modo de capa y, más bien que sentarse, cayó en el borde del colchón.

—Perdonad por… es decir, yo… es que no esperaba… Yo… —Respiró hondo—. Os pido disculpas por encontrarme así.

Todavía notaba las mejillas encendidas. Por un momento deseó que Rand, fuera lo que fuese en que se había convertido, o el mismo Perrin estuvieran allí para aconsejarlo. Ellos siempre parecían salir airosos con las mujeres. Incluso las chicas que sabían que Rand estaba prácticamente comprometido con Egwene solían mirarlo con agrado y, al parecer, consideraban que la pausada naturaleza de Perrin tenía su atractivo. Por más que lo había intentado, él siempre acababa haciendo el ridículo delante de las muchachas. Exactamente como ahora.

—No me habría presentado así, Mat, de no ser porque me hallaba aquí en la…, en la Torre Blanca —sonrió como si el nombre le resultara divertido— para atender cierto asunto, y quería veros a todos. —Nuevamente ruborizado, Mat se arrebujó aún más en la manta, pero ella no parecía haber querido tomarle el pelo. Con porte más majestuoso que el de un cisne, se deslizó hasta la mesa—. Tienes hambre. Es lo normal, tal como hacen ellas las cosas. Come cuanto te den. Te sorprenderá ver con cuánta rapidez recuperas peso y fuerzas.

—Perdonad —se excusó educadamente Mat—, pero ¿os conozco? Sin ánimo de ofender, me resultáis… familiar. —La mujer clavó la mirada en él, provocándole una aguda incomodidad. Una mujer como ella esperaría que la recordasen.

—Puede que me hayas visto —repuso al cabo—, en algún sitio. Llámame Selene. —Ladeó ligeramente la cabeza, como si previera que él reconocería el nombre.

Éste produjo una tenue reacción en los confines de su memoria. Aunque tuvo la sensación de haberlo oído antes, no pudo determinar ni cuándo ni dónde.

—¿Sois una Aes Sedai, Selene?

—No. —Su respuesta fue queda pero sorprendentemente enfática.

Por primera vez la observó con detenimiento, ya en condiciones de percibir algo más que su belleza. Era casi tan alta como él, esbelta y, por su forma de moverse, seguramente fuerte. No alcanzó a precisar su edad —podía tener un par de años más que él o un máximo de diez— pero sus mejillas eran tersas. Su collar de lisas piedras blancas y plata entrelazada hacía juego con su ancho cinturón, pero no llevaba un anillo con la Gran Serpiente. Su ausencia no debiera haberle extrañado, pues ninguna Aes Sedai negaría explícitamente su condición, y, sin embargo, le chocó. Ella transmitía una sensación de confianza en sí misma, de seguridad en su propio poder equiparable a la de una reina, y algo más…, características todas que él asociaba a las Aes Sedai.

—¿No seréis, por casualidad, una novicia?

Le habían dicho que las novicias vestían de blanco, pero realmente no esperaba que ella lo fuera. «A su lado Elayne parecía una vulgar criada». Elayne. Otro nombre que había acudido misteriosamente a su cabeza.

—Nada de eso —contestó con expresión irónica Selene—. Digamos que soy alguien que tiene intereses coincidentes contigo. Esas… Aes Sedai pretenden utilizarte, pero, en general, creo que te va a agradar. Y que vas a aceptarlo. A ti no es preciso convencerte para que vayas en pos de la gloria.

—¿Utilizarme? —Recordó haber tenido tales pensamientos, pero en lo concerniente a Rand y no a él mismo. «Yo no tengo ningún valor de uso para ellas. ¡Maldita sea, Luz, no puede ser!»—. ¿A qué os referís? Yo no soy importante. No tengo ninguna utilidad para nadie excepto para mí. ¿Qué clase de gloria?

—Sabía que te atraería. A ti más que a nadie.

La sonrisa de Selene le produjo un torbellino en la cabeza. Se pasó una mano por el pelo. La manta resbaló y él se apresuró a cogerla antes de que cayera.

—Escuchad, no tienen ningún interés en mí. —«¿Y lo de que tú fuiste quien sopló el Cuerno?»—. Yo sólo soy un granjero. —«Quizá piensan que estoy ligado de algún modo a Rand. No, Verin dijo…» No estaba seguro de qué era lo que había dicho Verin, ni tampoco Moraine, pero presentía que la mayor parte de las Aes Sedai desconocían todo lo concerniente a Rand. A él le convenía que las cosas siguieran así, al menos hasta que se hallara bien lejos de Tar Valon—. Sólo un simple campesino. Lo único que quiero es ver un poco de mundo y luego regresar a la granja de mi padre. —«¿Qué querrá decir con eso de la gloria?»

Selene sacudió la cabeza como si le hubiera leído el pensamiento.

—Eres más importante de lo que sospechas. Y ciertamente más importante de lo que creen esas que se hacen llamar Aes Sedai. Tú puedes alcanzar la gloria, si eres lo bastante inteligente como para no confiar en ellas.

—Deduzco, por vuestras palabras, que vos no confiáis en ellas. —«¿Qué se hacen llamar?» En su mente despuntó una posibilidad que no se atrevió a expresar de viva voz—. ¿Sois una…? ¿Sois…? —Aquélla no era una acusación que pudiera formularse a la ligera.

—¿Una Amiga Siniestra? —dijo con tono burlón Selene, entre divertida y desdeñosa, pero en absoluto enojada—. ¿Uno de esos patéticos seguidores de Ba’alzemon que creen que él les dará inmortalidad y poder? Yo no sigo a nadie. Existe un hombre a cuyo lado podría caminar, pero no seguir.

—Por supuesto que no —convino Mat, riendo con nerviosismo. «Rayos y truenos, un Amigo Siniestro nunca se delataría. Sin duda lleva un cuchillo envenenado, si lo es». Recordó vagamente a una mujer vestida como una aristócrata de alcurnia, una Amiga Siniestra empuñando una daga con su delgada mano—. Nada más lejos de mi intención. Parecéis…, parecéis una reina. Eso quería decir. ¿Sois una dama noble?

—Mat, Mat, debes aprender a fiarte de mí. Oh, yo también te utilizaré… Eres demasiado suspicaz por naturaleza, en especial desde que has llevado esa daga, para que vaya a negarlo, pero colaborando conmigo obtendrás riqueza, poder y gloria. No voy a presionarte. Siempre he opinado que los hombres rinden más si están convencidos que si se los obliga. Esas Aes Sedai ni siquiera se dan cuenta de lo importante que eres, y él intentará disuadirte o matarte, pero yo puedo concederte lo que deseas.

—¿Él? —inquirió vivamente Mat. «¿Matarme? Luz, es a Rand a quien persiguen y no a mí. ¿Cómo sabe ella lo de la daga? Supongo que toda la Torre estará al corriente»—. ¿Quién quiere matarme?

Selene frunció la boca como si hubiera revelado más de lo que se proponía.

—Tú sabes lo que quieres, Mat, y yo lo sé tan bien como tú. Debes elegir en quién vas a depositar tu confianza de acuerdo con los beneficios que te reportará. Yo reconozco que te utilizaré. Esas Aes Sedai jamás lo reconocerán. Yo te conduciré por la senda de la riqueza y la gloria. Ellas te mantendrán atado con un dogal hasta que mueras.

—Vos afirmáis muchas cosas —observó Mat—, pero ¿cómo sé yo si hay algo en ello de verdad? ¿Cómo sé si sois más digna de fiar que ellas?

—Escuchando lo que ellas te digan, y lo que omitan decirte. ¿Te contarán que tu padre vino a Tar Valon?

—¿Que mi padre estuvo aquí?

—Un hombre llamado Abell Cauthon, y otro llamado Tam al’Thor. No pararon de molestar hasta conseguir una audiencia, tengo entendido, para preguntar dónde estabais tú y tus amigos. Y Siuan Sanche los mandó de vuelta a Dos Ríos con las manos vacías, sin darles a conocer siquiera si estabais vivos o muertos. ¿Te dirán eso, a menos que lo preguntes? Puede que ni siquiera entonces, porque cabe la posibilidad de que trataras de huir para regresar a casa.

—¿Mi padre cree que estoy muerto? —dijo lentamente Mat.

—Es posible hacerle llegar la noticia de que estás vivo. Yo puedo ocuparme de ello. Piensa en quién vas a depositar tu confianza, Mat Cauthon. ¿Te dirán que precisamente en estos momentos Rand al’Thor intenta escapar y la tal Moraine está persiguiéndolo? ¿Te dirán que el Ajah Negro infesta su preciosa Torre Blanca? ¿Te dirán siquiera cómo se proponen utilizarte?

—¿Rand intentar escapar? Pero si… —Tal vez ella supiera que Rand se había autoproclamado el Dragón Renacido, o tal vez no, pero no sería él quien se lo dijera. «¡El Ajah Negro! ¡Por todos los demonios!»—. ¿Quién sois, Selene? Si no sois una Aes Sedai, ¿qué sois?

—Recuerda simplemente que existe otra alternativa. —Su sonrisa ocultaba secretos—. No tienes por qué ser una marioneta al servicio de la Torre Blanca ni una presa para los Amigos Siniestros de Ba’alzemon. El mundo es más complejo de lo que imaginas. Por el momento, obra según los deseos de esas Aes Sedai, pero recuerda que tienes posibilidad de elección. ¿Lo harás?

—No veo que la tenga realmente —comentó sombríamente—. Supongo que lo haré.

Selene endureció la mirada, y el tono amistoso se desprendió de su voz como la piel vieja de una serpiente.

—¿Supones? No he venido a ti de esta manera, a hablarte como lo he hecho, para conseguir suposiciones, Matrim Cauthon. —Alargó una delgada mano.

Aunque no tenía nada en ella y entre los dos mediaba media habitación, él se echó atrás, alejándose de su mano, como si ésta se hallara a escasos centímetros empuñando una daga. En realidad no sabía por qué, salvo que en sus ojos brillaba una amenaza, y estaba seguro de que no eran imaginaciones suyas. Comenzó a sentir un hormigueo en la piel, y el dolor de cabeza volvió a arreciar.

De improviso el cosquilleo y el dolor se esfumaron, y Selene giró con celeridad la cabeza como si escuchara algún ruido procedente del otro lado de la pared. Con un tenue fruncimiento de entrecejo, bajó la mano.

—Volveremos a conversar, Mat —prometió con expresión otra vez impasible—. Tengo mucho que decirte. Recuerda las opciones que se abren ante ti. Recuerda que hay muchas manos dispuestas a matarte. Sólo yo te garantizo la vida y todo lo que ansías, si obras según te indique. —Se deslizó por la puerta tan silenciosa y airosa como había entrado.

Mat espiró prolongadamente, con el rostro empapado en sudor. «¿Quién diablos es?» Una Amiga Siniestra, quizá. Lo que no encajaba era que había demostrado el mismo desprecio por Ba’alzemon que por las Aes Sedai. Los Amigos Siniestros siempre hablaban de Ba’alzemon con la misma reverencia con que cualquiera se referiría al Creador. Y no le había pedido que no revelara su visita a las Aes Sedai.

«Claro —pensó con acritud—. Disculpadme, Aes Sedai, pero esa mujer ha venido a verme. No era Aes Sedai, pero me ha parecido que comenzaba a utilizar el Poder Único contra mí, y ha asegurado que no era una Amiga Siniestra, pero me ha dicho que vosotras pensáis utilizarme y que el Ajah Negro ronda por la Torre. Oh, y también me ha dicho que soy importante. No comprendo por qué. Ahora no tendréis inconveniente en que me vaya, ¿verdad?»

Con cada minuto que transcurría consideraba más acertada la idea de marcharse. Se levantó torpemente de la cama y se dirigió con paso inestable al armario, agarrando la manta con la mano. Sus botas se encontraban adentro y su capa colgaba de un gancho, debajo de su cinturón, con la bolsa y el cuchillo enfundado. No era más que un cuchillo de monte, con una gruesa hoja, pero podía ser tan peligroso como cualquier lujosa daga. El resto de sus prendas de vestir, dos resistentes chaquetas de lana, tres pares de calzones, media docena de camisas de lino y la ropa interior, convenientemente lavados o cepillados, reposaban impecablemente doblados en los estantes de un lado del ropero. Tentó la bolsa que pendía del cinturón y descubrió que estaba vacía. Su contenido se hallaba desparramado en un anaquel junto con lo que llevaba en los bolsillos.

Apartó una pluma de halcón, una lisa piedra rayada de cuyo color se había encaprichado, la cuchilla de afeitar y su cuchillo de bolsillo de mango de cuerno y los cabos de cuerda de arco de recambio que se habían enredado en el monedero. Al abrirlo, comprobó que, en lo que a dinero se refería, la memoria no lo había traicionado.

—Dos marcos de plata y un puñado de monedas de cobre —murmuró—. No voy a ir muy lejos con esto. —En otro tiempo aquello habría representado una pequeña fortuna para él, pero eso había sido antes de abandonar el Campo de Emond.

Se encorvó para revisar a fondo el estante. «¿Dónde están?» Le asaltó el temor de que las Aes Sedai los hubieran tirado, tal como habría hecho su madre de haberlos encontrado. «¿Dónde…?» Sintió una oleada de alivio. En la parte de atrás, detrás de la caja de pedernal y el rollo de cuerda para preparar lazos, estaban sus dos cubiletes de cuero.

Quitó las ajustadas tapas, produciendo un tamborileo. Todo estaba en orden. Cinco dados con símbolos, para coronas, y cinco marcados con puntos. Estos últimos servían para innumerables juegos, pero cada vez eran más los hombres que preferían jugar a las coronas. Con aquello en sus manos, los dos marcos se transformarían en una suma suficiente que lo llevaría lejos de Tar Valon. «Lejos de las Aes Sedai y de Selene también».

Una perentoria llamada precedió a la apertura de la puerta. Giró sobre sí y vio entrar a la propia Sede Amyrlin y a la Guardiana de las Crónicas. Las habría reconocido aun cuando la Amyrlin no hubiera llevado la ancha estola rayada y la Guardiana la banda azul. Las había visto única y exclusivamente una vez, en un lugar muy distante de Tar Valon, pero le hubiera sido imposible olvidar a las dos mujeres más poderosas entre las Aes Sedai.

La Amyrlin enarcó una ceja al verlo de pie allí con la manta colgada de los hombros y el monedero y los cubiletes de dados en las manos.

—No creo que vayas a necesitar eso durante un tiempo, hijo mío —observó secamente—. Vuelve a guardarlos y regresa a la cama antes de que te caigas de bruces.

Titubeó, irguiendo la espalda, pero sus piernas eligieron ese preciso momento para ceder; las dos Aes Sedai lo miraban, una con ojos azules y otra, oscuros, dando la impresión de que ambas percibían su rebelde pensamiento. Optó por obedecer y se sujetó la manta con ambas manos. Después se tumbó, tieso como una tabla, en el lecho, sin saber qué otra cosa hacer.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó enérgicamente la Amyrlin, poniéndole la mano en la cabeza.

Se le puso carne de gallina. ¿Había hecho algo con el Poder, o era el simple hecho de que lo tocara una Aes Sedai lo que le producía escalofríos?

—Estoy bien —contestó—. Tanto, que estoy listo para ponerme en camino. Dejad que me despida de Egwene y Nynaeve, y me largaré sin molestaros más. Quiero decir que me voy a ir… eh, madre.

A Moraine y Verin no parecía importarles cómo hablaba, pero, después de todo, aquella mujer era la Sede Amyrlin.

—Tonterías —sentenció la Amyrlin. Acercó la silla de alto respaldo a la cama, se sentó y añadió un comentario dirigido a Leane—. Los hombres siempre se niegan a admitir que están enfermos hasta que se encuentran tan mal que entonces dan el doble de trabajo a las mujeres. Después pretenden haberse recuperado excesivamente rápido y, al final, vuelve a repetirse la misma historia.

La Guardiana lanzó una ojeada a Mat y asintió.

—Sí, madre, y, sin embargo, éste no puede hacer creer a nadie que está sano cuando apenas si es capaz de sostenerse en pie. Al menos se ha comido todo lo que había en la bandeja.

—Me sorprendería que hubiera dejado suficientes migajas para suscitar el interés de un pinzón. Y todavía debe de tener hambre, si mal no me equivoco.

—Podría encargar que le trajeran un pastel, madre. O unas galletas.

—No, creo que por el momento ha engullido lo que le admite el cuerpo. De nada serviría si lo vomitara todo.

Mat frunció el entrecejo. Por lo visto, cuando uno se ponía enfermo, se volvía invisible para las mujeres a menos que realmente estuvieran hablándole a uno. Y en tales ocasiones siempre se comportaban como si le llevaran como mínimo diez años a uno. Nynaeve, su madre, sus hermanas, la Sede Amyrlin; todas hacían lo mismo.

—No tengo nada de hambre —anunció—. Estoy perfectamente. Si me permitís que me vista, os demostraré lo bien que me encuentro. Saldré de aquí en menos que canta un gallo. —Las dos tenían la vista fija en él ahora. Se aclaró la garganta—. Ehm… madre.

—Has dado cuenta de una comida para cinco —declaró, con un bufido, la Amyrlin—, y comerás tres o cuatro como éstas al día durante un tiempo, o de lo contrario morirás de inanición. Acabas de ser curado de un nexo con la malignidad que acabó con la vida de todos los hombres, mujeres y niños de Aridhol, cuyo influjo no se ha reducido en nada en el transcurso de los casi dos mil años que pasó aguardando a que tú lo recogieras. Estaba conduciéndote a una muerte tan segura como la que les sobrevino a ellos. Esto no es como clavarse una espina de pescado en un dedo, muchacho. Nosotras mismas hemos estado a punto de matarte al intentar salvarte.

—No tengo hambre —insistió. Las tripas le gruñeron, desmintiendo su afirmación.

—Percibí correctamente tu carácter la primera vez que te vi —dijo la Amyrlin—. Entonces ya supe que te resistirías como un martín pescador si en algún momento considerabas que alguien trataba de atraparte. En consecuencia, he tomado ya precauciones.

—¿Precauciones? —Las miró con recelo, y ellas le devolvieron una mirada imperturbable y serena. Sintió como si sus ojos estuvieran clavándolo en la cama.

—Los guardias de los puentes están a punto de ser informados de tu nombre y tu descripción —anunció la Amyrlin—, y también los encargados de los muelles. Podrás salir de la Torre, pero no abandonarás Tar Valon hasta que te hayas recuperado. En caso de que probaras a esconderte en la ciudad, el hambre acabará obligándote a regresar aquí, y, si no, nosotras te localizaremos antes de que mueras de hambre.

—¿Por qué os empeñáis en retenerme a toda costa? —preguntó. Entonces oyó la voz de Selene. «Quieren utilizarte»—. ¿Por qué habría de importaros si me muero de hambre o no? Puedo alimentarme yo solo.

La Amyrlin emitió una queda carcajada.

—¿Con dos marcos de plata y un puñado de monedas de cobre? Tendrías que ser muy afortunado con los dados para llegar a comprar toda la comida que vas a necesitar durante los próximos días. No curamos a la gente para luego permitir que desperdicien nuestro esfuerzo pereciendo cuando aún necesitan cuidados. Aparte de eso, es posible que todavía precises otra sesión de curación.

—¿Aún más? Habéis dicho que me habíais curado. ¿Por qué iba a necesitar más?

—Llevaste esa daga durante meses, hijo. Creo que te hemos extraído todo resto de ella, pero, si quedara tan sólo la más insignificante mota, su efecto podría ser aún fatal. ¿Y quién sabe qué consecuencias puede traer el hecho de haberla tenido tanto tiempo en tu poder? Puede que dentro de medio año, o un año, desees fervientemente tener una Aes Sedai a mano para que vuelva a curarte.

—¿Queréis que me quede un año aquí? —preguntó incrédulamente y con tono alterado. Leane repiqueteó en el suelo con el pie y le asestó una acerada mirada, pero la calma permaneció imperturbada en el rostro de la Amyrlin.

—Quizá no tanto tiempo, hijo, aunque sí el suficiente para estar seguros. Sin duda tú eres el primer interesado en ello. ¿Embarcarías en un bote sin cerciorarte de su perfecto calafateado o de si hay alguna plancha podrida?

—Apenas he tenido contacto con embarcaciones —murmuró Mat. Cabía la posibilidad de que fuera cierto. Las Aes Sedai nunca mentían, pero, para su gusto, había demasiados tal vez y quizás en las palabras de la Amyrlin—. Llevo mucho tiempo fuera de casa, madre. Mi padre y mi madre seguramente me dan por muerto.

—Si deseas escribirles una carta, yo me ocuparé de que la lleven al Campo de Emond.

Mat aguardó a que agregara algo más, pero su espera fue en vano.

—Gracias, madre. —Emitió una risa fingida—. Casi me sorprende que mi padre no viniera a buscarme. Es la clase de hombre que haría una cosa así. —Le pareció percibir una breve vacilación en la Amyrlin antes de que ésta se decidiera a responder.

—Vino, en efecto. Leane habló con él.

—Entonces no sabíamos dónde estabas, Mat —se apresuró a explicar la Guardiana—. Ésa fue toda la información que pude darle, y él partió antes de que dieran comienzo las grandes nevadas. Le di un poco de oro para facilitarle el viaje de regreso.

—Seguro que le complacerá tener noticias tuyas —previó la Amyrlin—. Y a tu madre también. Entrégame la carta cuando la hayas escrito y yo me encargaré de que llegue a su destino.

Se lo habían contado, pero antes había tenido que preguntarlo. «Y no han mencionado al padre de Rand. Quizá será porque consideran que me tiene sin cuidado o quizá porque… Diantre, no lo sé. ¿Quién sabe el porqué del comportamiento de las Aes Sedai?»

—Yo viajaba con un amigo, madre. Rand al’Thor. Sin duda lo recordaréis. ¿Sabéis si está bien? Apuesto a que su padre también está preocupado.

—Por lo que sé —respondió con calma la Amyrlin—, el muchacho se encuentra bien, ¿pero quién puede asegurarlo? Sólo lo he visto una vez, la misma ocasión en que te vi a ti, en Fal Dara. —Se volvió hacia la Guardiana—. Puede que no le venga mal un pedazo de pastel, Leane. Y algo para refrescarse la garganta, si va a seguir hablando tanto. ¿Querréis encargar que se lo traigan?

—Como ordenéis, madre —murmuró, al irse, la alta Aes Sedai.

Cuando volvió a girarse hacia Mat, la Amyrlin sonreía, pero sus ojos eran dos témpanos azules.

—Hay temas demasiado peligrosos para que hables de ellos, quizás incluso delante de Leane. Son más los hombres que han muerto por lenguaraces que por efecto de súbitas tempestades.

—¿Peligrosos, madre? —De pronto sintió la boca reseca, pero resistió el impulso de humedecerse los labios. «Luz, ¿en qué medida sabe lo de Rand? Si al menos Moraine no se anduviera con tantos secretos»—. Madre, yo no sé nada peligroso. Ni siquiera me acuerdo de la mitad de lo que sé.

—¿Recuerdas el Cuerno?

—¿Qué cuerno es ése, madre?

La Aes Sedai se puso en pie y se inclinó con tal velocidad sobre él que apenas tuvo tiempo de percibir sus movimientos.

—Estás jugando conmigo, muchacho, y acabarás llorando a lágrima viva y llamando a tu madre a gritos. No tengo tiempo para juegos y tú tampoco. ¿Lo… recuerdas… ahora?

Con las manos crispadas en los bordes de la manta, hubo de tragar saliva para poder responder.

—Lo recuerdo, madre.

La Aes Sedai pareció relajarse un poco, y Mat encogió con desasosiego los hombros. Se sentía como si acabaran de darle permiso para levantar la cabeza de una tajadera.

—Eso está mejor, Mat. —Volvió a sentarse lentamente, observándolo—. ¿Sabes que estás ligado al Cuerno? —Mat pronunció en silencio, lleno de estupor, la palabra «ligado» y realizó un gesto afirmativo con la cabeza—. No pensaba que lo supieras. Tú fuiste el primero en hacerlo sonar después de que lo encontraron. Para ti, los héroes muertos se levantarán de la tumba. Para cualquier otra persona, es un simple cuerno… mientras tú sigas vivo.

—Mientras siga vivo —repitió con voz apagada, y la Amyrlin asintió—. Pudisteis haber dejado que muriera. —La mujer volvió a asentir—. Entonces podríais haber elegido a cualquiera para que lo tocara y el Cuerno habría respondido a vuestros deseos. —La Amyrlin volvió a inclinar la cabeza—. ¡Rayos y truenos! Os proponéis que yo lo toque para vos. Cuando llegue la Última Batalla, pretendéis que yo llame a los héroes muertos para que luchen contra el Oscuro para vos. ¡Rayos, truenos y relámpagos!

La Aes Sedai se acodó en el brazo de la silla y apoyó la barbilla en la mano, sin apartar un instante los ojos de él.

—¿Habrías preferido la otra alternativa?

Frunció el entrecejo y entonces recordó cuál era la alternativa. Si otra persona había de hacer sonar el Cuerno…

—¿Queréis que haga sonar el Cuerno? Pues lo haré sonar. En ningún momento he dicho que no fuera a hacerlo, ¿verdad?

—Me recuerdas a mi tío Huan —declaró la Amyrlin tras exhalar un exasperado suspiro—. Nadie era capaz de sujetarlo por la fuerza. También era aficionado al juego y prefería divertirse a trabajar. Murió sacando niños de una casa incendiada. No hubo forma de impedir que volviera a entrar mientras quedó alguno adentro. ¿Eres como él, Mat? ¿Estarás presente cuando las llamaradas amenacen con engullirlo todo?

Rehuyó mirarla a los ojos y se dedicó a examinarse los dedos, que atenazaban con irritación la manta.

—Yo no soy un héroe. Hago lo que debo hacer, pero no soy un héroe.

—La mayoría de quienes tenemos por héroes únicamente hicieron lo que debían. Supongo que habremos de conformarnos con eso… Por ahora. No debes hablar con nadie del Cuerno excepto conmigo, hijo. Ni de tu vinculación con él.

«¿Por ahora? —pensó—. Maldita sea, eso es todo cuanto obtendréis de mí, ahora y siempre».

—No tengo ninguna jodida intención de decirle a na… —La Amyrlin enarcó una ceja, y él apaciguó la voz—. No pienso decírselo a nadie. Ojalá nadie lo supiera. ¿Por qué mantenerlo tan en secreto? ¿No os fiáis de vuestras Aes Sedai?

Durante un largo momento pensó que se había excedido. La mujer endureció la expresión y su mirada se tornó acerada.

—Si estuviera en mis manos lograr que sólo lo supiéramos tú y yo —aseveró fríamente—, lo haría. Cuanta más gente está al corriente de algo, más se propaga la noticia, aunque en ello medien las mejores intenciones. Casi todo el mundo piensa que el Cuerno de Valere es sólo una leyenda, y los que están mejor informados creen que todavía debe localizarlo uno de los cazadores. Pero Shayol Ghul sabe que ha sido encontrado, y de ello se desprende que al menos unos cuantos Amigos Siniestros lo saben. Ellos ignoran, sin embargo, dónde se halla y, si la Luz te ampara, también ignoran que tú lo hiciste sonar. ¿De veras quieres padecer la persecución de Amigos Siniestros? ¿De Semihombres y otros Engendros de la Sombra? Ellos quieren el Cuerno, debes saberlo. Éste surtirá los mismos efectos para la Sombra que para la Luz. Pero, para conseguir algo de él, deben apresarte, o matarte. ¿Quieres correr ese riesgo?

Aquejado de una súbita sensación de frío, Mat deseó tener otra manta y tal vez un edredón de plumas.

—¿Estáis diciéndome que los Amigos Siniestros podrían venir a buscarme aquí? Pensaba que la Torre Blanca era capaz de mantener a raya a los Amigos Siniestros. —Recordó lo que Selene le había dicho acerca del Ajah Negro y sintió curiosidad por ver qué respondería la Amyrlin si le preguntaba algo al respecto.

—Un buen motivo para quedarte, ¿no te parece? —Se puso en pie, alisándose la falda—. Descansa, hijo. Pronto te encontrarás mejor. Descansa. —Cerró quedamente la puerta tras ella.

Mat permaneció un buen rato tendido, con la mirada perdida en el techo. Apenas si reparó en la criada que le trajo el pedazo de pastel y otra jarra de leche y se llevó al marcharse la bandeja con los platos vacíos. Al notar el olor a manzana y especias, las tripas le gruñeron escandalosamente, pero él hizo caso omiso de su demanda. La Amyrlin creía que lo tenía atrapado como a un cordero en un aprisco. Y Selene… «¿Quién demonios es? ¿Qué quiere?» Selene no había fallado en varios de sus pronósticos; pero la Amyrlin le había dicho que pretendía utilizarlo y de qué manera… en cierto modo. Para su gusto quedaban muchos puntos por clarificar en lo que había dicho, demasiados agujeros por los que podía filtrar algo mortal. La Amyrlin quería algo, y Selene quería algo, y él era la cuerda de cuyos cabos tiraban en sentidos opuestos. Casi le pareció preferible enfrentarse a los trollocs que quedar atrapado entre aquellas dos mujeres.

Debía de haber alguna forma de salir de Tar Valon, alguna manera de zafarse de una y otra. Una vez que se hallara en la otra orilla del río, podría componérselas para no caer en las manos de las Aes Sedai ni de Selene, ni tampoco de los Amigos Siniestros. Debía de existir una escapatoria. Lo único que había de hacer era reflexionar sobre ello desde todos los puntos de vista posibles.

El pastel se enfrió en la mesa.

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