16 El trío

La habitación de Nynaeve era bastante mayor que las de las novicias. Tenía una cama de verdad, y no una adosada a la pared, dos sillas de brazos con respaldo de cuero en lugar de un taburete y un armario para guardar la ropa. Aunque los muebles eran todos sencillos y no hubieran desentonado en la casa de un campesino de renta media, en comparación con las novicias, las Aceptadas vivían en un ambiente de lujo. Había incluso una pequeña alfombra, con volutas de tonos amarillos, rojos y azules. La estancia no se hallaba vacía cuando entraron Egwene y Nynaeve.

Elayne se encontraba de pie frente a la chimenea, con los brazos cruzados y los ojos enrojecidos —al menos en parte— de ira. En los sillones sobresalían aparatosamente los brazos y piernas de dos altos jóvenes. Uno de ellos, bajo cuya capa verde desabrochada asomaba una camisa de un blanco inmaculado, tenía los mismos ojos azules y el pelo rubio rojizo de Elayne, y las facciones de su sonriente rostro lo identificaban claramente como su hermano. El otro, de la edad de Nynaeve y con la capa gris totalmente abotonada, era delgado y de cabello y ojos oscuros. Al entrar las dos mujeres, se levantó grácil y resueltamente, y Egwene pensó, no por primera vez precisamente, que era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Se llamaba Galad.

—Me alegra volver a verte —dijo, tomándole la mano—. Estaba muy preocupado por ti. Los dos lo estábamos.

Egwene sintió cómo se le aceleraba el pulso y retiró la mano para que él no lo notara.

—Gracias, Galad —murmuró.

«Pero qué guapo es, Luz». Se conminó a abandonar ese rumbo de pensamientos, pero no era fácil y, sin pensarlo, se alisó el vestido, deseosa de ir ataviada en sedas en vez de con aquella tosca lana blanca, tal vez incluso con uno de aquellos vestidos domani de que Min le había hablado, esos que se pegaban al cuerpo y parecían tan finos que uno hubiera jurado que eran transparentes aunque no lo eran. Se ruborizó violentamente y desechó tales cavilaciones, haciendo votos por que él apartara la mirada de su cara. De nada le servía saber que la mitad de las mujeres de la Torre, desde las criadas más humildes hasta las propias Aes Sedai, lo miraban como si pensaran lo mismo, ni tampoco que el joven pareciera reservar su sonrisa sólo para ella. De hecho, aquella sonrisa acrecentaba su azoramiento. «Luz, me moriría si sospechara siquiera lo que estaba pensando».

—La pregunta que queríamos haceros es la siguiente: ¿dónde habéis estado? —inquirió, inclinándose en la silla, el joven de pelo dorado—. Elayne rehúsa responderme como si tuviera el bolsillo lleno de higos y no quisiera darme ni uno.

—Ya te he dicho, Gawyn —replicó con voz tensa Elayne—, que no es asunto de tu incumbencia. He venido aquí —agregó, dirigiéndose a Nynaeve— porque no quería estar sola. Ellos me han visto y me han seguido. No ha habido forma de quitármelos de encima.

—Ya veo —observó sucintamente Nynaeve.

—Por supuesto que nos incumbe, hermana —dijo Galad—. Tu seguridad nos concierne, y mucho. —Miró a Egwene, y a ésta le dio un brinco el corazón—. La seguridad de todas vosotras es muy importante para mí. Para los dos.

—Yo no soy tu hermana —espetó Elayne.

—Si deseabas compañía —dijo, sonriendo, Gawyn a Elayne—, nosotros podemos prestártela igual que cualquiera. Y, después de lo que nos ha costado llegar hasta aquí, nos merecemos alguna explicación en lo referente a lo que has hecho durante este tiempo. Preferiría dejar que Galad me diera una paliza en el campo de prácticas durante un día seguido a volver a tener que enfrentarme a madre aunque sólo fuera un minuto. Incluso preferiría que Coulin se enfureciera conmigo. —Coulin, el Maestro de Armas, mantenía una rígida disciplina entre los jóvenes que acudían a entrenarse a la Torre Blanca tanto si aspiraban a convertirse en Guardianes como si sólo pretendían aprender de ellos.

—Puedes negar nuestra relación si quieres —señaló gravemente Galad a Elayne—, pero eso no la modifica en nada. Y madre puso tu seguridad en nuestras manos.

—Nos desollará vivos, Elayne —aseveró Gawyn haciendo una mueca—, si algo te ocurriera. Tuvimos que armarnos de elocuencia para que no nos llevara de vuelta a casa con ella. Nunca he oído de un caso en que una reina enviara a sus propios hijos al verdugo, pero madre parecía dispuesta a hacerlo si no te llevamos sana y salva a casa.

—Estoy segura —replicó Elayne— de que pusisteis en juego toda vuestra elocuencia solamente por mí y que en ningún momento la utilizasteis para poder quedaros estudiando aquí con los Guardianes. —Gawyn se sonrojó.

—Nuestra preocupación primordial era tu bienestar. —Galad parecía hablar en serio, y Egwene estaba convencida de ello—. Logramos convencer a madre de que, si regresabas aquí, necesitarías de alguien que velara por ti.

—¡Que velara por mí! —exclamó, irritada, Elayne.

—La Torre Blanca se ha convertido en un lugar peligroso —continuó, imperturbable, Galad—. Se han producido muertes…, asesinatos que nadie ha explicado con claridad. Incluso mataron a algunas Aes Sedai, aunque hayan intentado mantenerlo en secreto. Y dentro de la propia Torre he escuchado rumores referentes al Ajah Negro. Por orden de madre, cuando puedas abandonar tus estudios sin incurrir en riesgos, debemos acompañarte de regreso a Caemlyn.

Por toda respuesta, Elayne irguió la barbilla y medio le dio la espalda. Gawyn se mesó el pelo con ademán de frustración.

—Luz, Galad y yo no somos unos canallas. Sólo queremos ayudaros. Lo haríamos de todas formas, pero como además madre nos lo ordenó, no nos vais a convencer para que nos quedemos al margen.

—Las órdenes de Morgase no tienen ningún peso en Tar Valon —observó con tono pausado Nynaeve—. En cuanto a vuestro ofrecimiento de ayuda, lo tendré en cuenta. En caso de que la necesitáramos, vosotros seríais de los primeros en enteraros. Por el momento, os pido que os vayáis. —Señaló mordazmente la puerta, pero él no le hizo caso.

—Eso está muy bien, pero madre querrá saber que Elayne ha vuelto. Y por qué se fue sin decir una palabra, y qué ha estado haciendo estos meses. ¡Luz, Elayne! Toda la Torre estaba alborotada. Madre estaba medio enloquecida de miedo. Pensé que iba a derribar la Torre con sus propias manos. —Elayne puso cara de culpa, y Gawyn aprovechó la ventaja que ésta le concedía—. No puedes negarte a revelármelo, Elayne. Me debes una explicación. Demonios, te comportas con más tozudez que una mula. Has estado ausente durante meses, y todo lo que sé de ello es que has recibido castigo de manos de Sheriam. Y si lo sé es porque has estado llorando y no te quieres sentar. —La indignada mirada que le asestó Elayne indicó que había derrochado la momentánea ventaja que había cobrado sobre ella.

—Basta —zanjó Nynaeve. Galad y Gawyn abrieron la boca y entonces elevó la voz—. ¡He dicho que basta! —Sostuvo una airada mirada sobre ellos hasta cerciorarse de que mantendrían silencio y después prosiguió—: Elayne no os debe nada a ninguno de los dos y, puesto que ella ha decidido no contaros nada, tendréis que conformaros. Ésta es mi habitación y no la sala común de una posada, y quiero que salgáis de aquí.

—Pero, Elayne… —intentó disuadirla Gawyn.

—Nosotros sólo queremos… —trató de argüir al mismo tiempo Galad.

—Dudo mucho que hayáis pedido permiso para entrar en los aposentos de las Aceptadas —señaló Nynaeve con potente voz que ahogó las palabras de los jóvenes. Éstos se quedaron mirándola con cierta sorpresa—. Ya me lo parecía. Cuando haya contado tres, los dos vais a estar fuera de mi habitación, o si no escribiré una nota sobre esto al Maestro de Armas. Coulin Gaidin tiene un brazo mucho más fornido que Sheriam Sedai y yo pienso estar presente para asegurarme de que os zurre como debe.

—Nynaeve, no serías… —balbuceó Gawyn con preocupación, pero Galad le hizo señas para que se callara y se acercó a Nynaeve.

La mujer mantuvo una expresión severa. Pero se alisó inconscientemente la falda cuando él le sonrió desde su imponente altura. Egwene no se sorprendió en lo más mínimo. No creía haber conocido ninguna mujer no perteneciente al Ajah Rojo en quien no produjera efecto la sonrisa de Galad.

—Te pido disculpas, Nynaeve, por haber entrado en tu habitación sin tu consentimiento —se excusó educadamente—. Nos iremos, desde luego. Pero recuerda que estamos aquí si necesitáis asistencia. Y, sea cual sea el motivo por el que os marchasteis, también podemos prestaros nuestra ayuda al respecto.

—Uno —dijo Nynaeve, sonriéndole a su vez.

Galad pestañeó y la sonrisa se esfumó de sus labios. Luego, con toda calma, se volvió hacia Egwene. Gawyn se puso en pie y se encaminó a la puerta.

—Egwene —dijo Galad—, sabes que tú en especial puedes recurrir a mí en todo momento, para lo que sea. Confío en que lo recuerdes.

—Dos —siguió contando Nynaeve.

Galad le dirigió una irritada mirada.

—Hablaremos en otra ocasión —aseguró a Egwene, inclinándose sobre su mano, y, ofreciéndole una última sonrisa, dio, sin apresurarse en lo más mínimo, un paso en dirección a la puerta.

—Trrrrrrrrrr… —Gawyn salió disparado por la puerta e incluso Galad aceleró sus airosas zancadas— …res —finalizó Nynaeve cuando la puerta se cerró de golpe tras ellos.

—Bien hecho —aprobó Elayne, batiendo palmas con regocijo—. Muy bien hecho. Yo ni siquiera sabía que los hombres también tenían prohibida la entrada en las dependencias de las Aceptadas.

—No la tienen —la disuadió secamente Nynaeve—, pero esos patanes tampoco lo sabían. —Elayne volvió a aplaudir, riendo—. Los habría dejado marcharse en paz —añadió Nynaeve— si Galad no se lo hubiera tomado con tan ostentosa parsimonia. Ese joven tiene una cara demasiado hermosa para su propio bien.

Egwene casi se echó a reír al oírlo; Galad debía de tener, como mucho, un año menos que Nynaeve, y ésta volvía a alisarse el vestido.

—¡Galad! —bufó Elayne—. Va a seguir molestándonos, y dudo que tu truco vuelva a funcionar. Hace siempre lo que considera correcto sin tener en cuenta si con ello causa daño a alguien, aunque sea a sí mismo.

—En ese caso ya se me ocurrirá otra cosa —afirmó Nynaeve—. No podemos permitirnos tenerlos todo el tiempo husmeando a nuestro alrededor. Elayne, si quieres, puedo prepararte un ungüento para calmar el dolor.

Elayne sacudió la cabeza y luego se tumbó en la cama, apoyando la barbilla en las manos.

—Si Sheriam se enterara, las dos tendríamos que hacerle otra visita a su estudio para rendirle cuentas. Casi no has dicho nada, Egwene. ¿Te ha comido la lengua el gato? —Adoptó una expresión más severa—. ¿O quizás ha sido Galad?

—He preferido no discutir con ellos, simplemente —respondió, ruborizándose involuntariamente y con el tono más digno que logró imprimir a su voz.

—Claro —admitió Elayne a regañadientes—. Reconozco que Galad es bien parecido. Pero también es horrible. Siempre hace lo que considera correcto. Sé que eso no parece horrible, pero lo es. Que yo sepa, jamás ha desobedecido a madre, ni en las cuestiones más nimias. Nunca dice una mentira, ni siquiera una de poca importancia, ni quebranta una norma. Si lo denuncia a uno por haber infringido una, lo hace sin el menor pesar… Si acaso siente algo, es tristeza porque uno no sepa comportarse a la altura de sus expectativas, pero ello no lo hace vacilar en lo más mínimo a la hora de denunciar a alguien.

—Eso parece más bien incómodo —observó prudentemente Egwene—, pero no horrible. No imagino a Galad haciendo algo horrible.

Elayne sacudió la cabeza, como si no acabara de creer que a Egwene le costara tanto percibir lo que ella veía con tanta claridad.

—Si quieres fijarte en alguien, prueba con Gawyn. Es un buen chico, en general, y está loco por ti.

—¡Gawyn! Si ni siquiera me ha mirado dos veces seguidas.

—Claro que no, tonta, si tú te pasas todo el rato mirando a Galad hasta que parece que se te vayan a saltar los ojos de las órbitas. —Egwene sentía las mejillas acaloradas, pero hubo de reconocer que tal vez ello fuera cierto—. Galad le salvó la vida a Gawyn cuando era niño —prosiguió Elayne—. Gawyn jamás mostrará interés por una mujer si Galad también está interesado en ella, pero yo lo he oído hablar de ti y lo sé. A mí no puede ocultarme nada.

—Es agradable saberlo —dijo Egwene, y luego lanzó una carcajada al ver la mueca que esbozaba Elayne—. Tal vez consiga que me diga esas cosas a mí en lugar de a ti.

—Podrías elegir el Ajah Verde. Las hermanas verdes se casan a veces. Gawyn está realmente prendado, y tú serías una esposa conveniente para él. Además, me encantaría tenerte como hermana.

—Si habéis acabado de hablar de chiquilladas —las interrumpió Nynaeve—, tenemos cuestiones importantes que tratar.

—Sí —convino Elayne—, como, por ejemplo, lo que os ha dicho la Sede Amyrlin después de que yo me marchara.

—Preferiría no hablar de eso —dijo torpemente Egwene, incómoda por haber de mentir a Elayne—. No ha dicho nada halagüeño.

Elayne exhaló un resoplido para manifestar su incredulidad.

—La mayoría de la gente piensa que a mí se me consienten más cosas que a los demás porque soy la heredera del trono de Andor, cuando en realidad es todo lo contrario. Ninguna de vosotras hizo algo que yo no hiciera, y, si la Amyrlin os hubiera soltado una reprimenda, yo habría recibido otra mucho más tremenda. Ahora contadme lo que os ha dicho.

—Esto debe quedar entre nosotras tres —advirtió Nynaeve—. El Ajah Negro…

—¡Nynaeve! —exclamó Egwene—. ¡La Amyrlin ha dicho que Elayne debía quedar al margen!

—¡El Ajah Negro! —casi gritó Elayne, poniéndose de rodillas en medio de la cama—. No podéis dejarme al margen después de decirme eso. No lo voy a permitir.

—En ningún momento he tenido intención de hacerlo —le aseguró Nynaeve. Egwene la observaba con estupor—. Egwene, éramos tú y yo en quienes Liandrin veía una amenaza. Hemos sido tú y yo a quienes por poco no han matado…

—¿Por poco no han matado? —susurró Elayne.

—… quizá porque todavía suponemos una amenaza, y quizá porque ya sabían que habíamos estado reunidas a solas con la Amyrlin, e incluso lo que nos ha dicho. Necesitamos a alguien de quien no sospechen, y, si la Amyrlin también ignora su colaboración, tanto mejor. No estoy segura de que podamos fiarnos mucho más de la Amyrlin que del Ajah Negro. Ella pretende utilizarnos para sus propios fines, y yo me propongo evitar que acabe con nosotras. ¿Queda entendido?

Egwene asintió con renuencia.

—Será peligroso, Elayne —advirtió de todos modos—, tanto o más que lo que afrontamos en Falme. Esta vez no tienes por qué participar en ello.

—Lo sé —dijo quedamente Elayne. Calló unos instantes antes de continuar—. Cuando el ejército de Andor va a la guerra, el Primer Príncipe de la Espada lo dirige, pero la reina cabalga también con ellos. Hace setecientos años, en la batalla de Cuallin Dhen, los andorianos estaban siendo derrotados cuando la reina Modrellein se adentró, sola y desarmada, llevando el estandarte del León entre las huestes tearianas. Los andorianos reunieron tropas y volvieron a atacar para salvarla, y acabaron ganando la batalla. Ésa es la clase de valentía que se espera de la reina de Andor. Si aún no he aprendido a controlar el miedo, debo hacerlo antes de suceder a mi madre en el Trono del León. —Su sombrío talante se desvaneció de improviso, con una risita—. Y, por otra parte, ¿creéis que me iba a perder una aventura para poder continuar fregando ollas?

—De todas formas lo harás —la disuadió Nynaeve—, y ojalá que todos piensen que no haces nada más aparte de eso. Ahora escucha con atención.

Elayne así lo hizo y fue abriendo paulatinamente la boca a medida que Nynaeve le revelaba lo que la Amyrlin les había dicho, la tarea que les había encomendado, y el atentado que acababan de sufrir. Se estremeció al oír mencionar al Hombre Gris, leyó con asombro el documento que la Amyrlin había entregado a Nynaeve y luego se lo devolvió, murmurando:

—Ya me gustaría tenerlo en las manos la próxima vez que vea a madre.

Pero, para cuando Nynaeve hubo acabado de explicarle todo, su rostro era la viva imagen de la indignación.

—¡Eso es como si le dijeran a uno que subiera en busca de leones a las colinas, con la particularidad de que uno no sabe si hay o no leones, pero, en caso de que los haya, es probable que ellos estén acechándolo a uno escondidos entre los matorrales! Oh, y si encuentra algún león, habrá de tratar de impedir que se lo trague a uno para poder decir dónde están.

—Si tienes miedo —apuntó Nynaeve—, todavía puedes quedarte al margen. Una vez que te hayas unido a nosotras, será demasiado tarde.

—Por supuesto que lo tengo —reconoció Elayne, echando la cabeza atrás—. No soy una insensata. Pero mi temor no es tan grande como para abandonar antes de haber empezado.

—Hay algo más —agregó Nynaeve—. Presiento que tal vez la Amyrlin vaya a dejar morir a Mat.

—Pero si las Aes Sedai curan por norma a cualquiera que lo solicita. —La heredera del trono parecía oscilar entre la indignación y la incredulidad—. ¿Para qué iba a dejar morir a Mat? ¡No puedo creerlo! ¡No puedo!

—¡Yo tampoco! —exclamó, con un hilo de voz, Egwene. «¡No es posible! ¡La Amyrlin no podría dejarlo morir!»—. Durante todo el camino Verin no paró de decir que la Amyrlin se ocuparía de que lo curaran.

—Verin dijo —puntualizó Nynaeve— que la Amyrlin «se ocuparía de él». No es lo mismo. Y la Amyrlin ha evitado responder con una afirmación o una negativa a mi pregunta. Puede que aún no lo haya decidido.

—¿Pero por qué? —inquirió Elayne.

—Porque la Torre Blanca actúa como lo hace de acuerdo con sus propios motivos. —La voz de Nynaeve produjo escalofríos a Egwene—. No sé por qué. El hecho de que ayuden a Mat a vivir o lo dejen morir depende de lo que sea más conveniente para sus propósitos. Ninguno de los Tres Juramentos las obliga a curarlo. Mat es sólo un instrumento, a los ojos de la Amyrlin. De igual manera que lo somos nosotras. Nos utilizará para perseguir al Ajah Negro, pero, si uno rompe una herramienta y ya no puede arreglarla, no se echa a llorar por ello. Busca simplemente otra. Las dos haréis bien en no olvidarlo.

—¿Qué vamos a hacer por él? —preguntó Egwene—. ¿Qué podemos hacer?

Nynaeve se dirigió a su armario y rebuscó en su interior. De regreso, llevaba una bolsa de tela con hierbas.

—Con mis medicinas… y un poco de suerte… tal vez pueda curarlo yo misma.

—Verin no pudo —le recordó Elayne—. Moraine y Verin juntas no lo consiguieron, y Moraine tenía un angreal. Nynaeve, si encauzas una excesiva cantidad de Poder Único, podrías quedar reducida a cenizas. O quedar neutralizada, en el mejor de los casos.

—No paran de decirme que tengo potencial para convertirme en la más poderosa Aes Sedai que haya existido en mil años —observó, encogiéndose de hombros, Nynaeve—. Quizás haya llegado el momento de comprobar si están en lo cierto. —Se dio un tirón de trenza.

A pesar del arrojo expresado en sus palabras, era evidente que Nynaeve tenía miedo. «Pero no va a permitir que Mat muera aunque para ello tenga que arriesgar su propia vida».

—Sí, afirman continuamente que las tres somos muy poderosas… o que lo seremos. Tal vez, si lo probamos en conjunto, consigamos dividir el flujo entre todas.

—Nunca hemos intentado trabajar juntas —objetó Nynaeve—. Me parece que no sé cómo combinar nuestras habilidades. La tentativa podría ser casi tan peligrosa como la absorción excesiva de Poder.

—Oh, si vamos a hacerlo —propuso Elayne, saltando de la cama—, hagámoslo ya. Cuanto más tardemos, más miedo tendré. Mat está en las habitaciones de los huéspedes. No sé en cuál, pero Sheriam me lo ha dicho.

Como si quisiera poner punto final a sus palabras, la puerta se abrió de golpe, y una Aes Sedai entró con ademán arrogante, como si aquélla fuera su habitación y ellas, las intrusas.

Egwene realizó una profunda reverencia, para ocultar la consternación que debía de reflejarse en su cara.

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