39 Hebras en el Entramado

Jolien palpó con pulso tembloroso el lugar que había ocupado la herida de Dailin y, al notar la lisa piel, emitió una exclamación, como si no hubiera dado crédito a sus ojos.

Nynaeve se enderezó y se secó las manos con la capa. Egwene hubo de admitir que una lana de calidad servía mejor como toalla que la seda o el terciopelo.

—He dicho que la lavéis y le pongáis algo de ropa encima —espetó Nynaeve.

—Sí, Sabia —acató sin chistar Jolien, y ella, Chiad y Bain se apresuraron a obedecerla.

Aviendha soltó una risita, casi al borde de las lágrimas.

—Me han dicho que hay una Sabia en el septiar de la Aguja Dentada que es capaz de hacer esto, y una en el septiar de los Cuatro Agujeros, pero pensé que eran fanfarronadas. —Respiró hondo para recobrar la compostura—. Aes Sedai, estoy en deuda con vos. Mi agua es vuestra y la sombra de los dominios de mi septiar os acogerá. Dailin es mi segunda hermana. —Al ver la perpleja mirada de Nynaeve añadió—: Es hija de la hermana de mi madre. Un vínculo de sangre muy próximo, Aes Sedai. Mantengo con vos una deuda de sangre.

—Si tengo sangre que derramar —contestó secamente Nynaeve—, lo haré yo misma. Si deseáis compensarme, decidme si hay un barco en Jurene, el próximo pueblo que se encuentra yendo hacia el sur.

—¿El pueblo donde ondea el estandarte del León Blanco? —preguntó Aviendha—. Había un barco allí cuando lo exploré ayer. Las antiguas historias mencionan los barcos, pero me resultó extraño ver uno.

—Quiera la Luz que aún siga allí. —Nynaeve comenzó a guardar las papeletas con las hierbas en polvo—. He hecho lo que podía por la muchacha, Aviendha, y debemos marcharnos. Todo cuanto necesita ahora es comida y reposo. Y tratad de no dejar que nadie le clave una espada.

—Nada se puede hacer contra lo que ocurre, Aes Sedai —replicó la Aiel.

—Aviendha —inquirió Egwene—, ¿cómo cruzáis los ríos teniendo tanta aprensión hacia ellos? Me consta que hay como mínimo un río casi tan caudaloso como el Erinin entre el Yermo y las tierras de Occidente.

—El Algueña —apuntó Elayne—. A menos que lo hayáis evitado dando un rodeo.

—Aquí tenéis muchos ríos, pero en algunos hay construcciones llamadas puentes para pasar a la otra orilla y otros pudimos vadearlos. En cuanto a los demás, Jolien recordó que la madera flota. —Dio una palmada al tronco de un chopo—. Estos troncos son grandes, pero flotan igual que una rama. Encontramos varios muertos y fabricamos un… barco…, un pequeño barco atando tres de ellos para cruzar el gran río. —Lo explicó como si no tuviera mayor mérito.

Egwene la observó con asombro. Si ella tuviera tanto miedo de algo como evidentemente lo tenían los Aiel de los ríos, ¿sería capaz de afrontarlo como lo hacían ellos? Tenía serias dudas al respecto. «¿Y el Ajah Negro? —le preguntó una vocecilla—. ¿Acaso ya no les tienes miedo?» «Eso es distinto —se dijo—. No es ningún acto de valentía. No tengo más alternativa que perseguirlas o quedarme paralizada como un conejo sobre el que se cierne un halcón». Citó para sus adentros el viejo refrán: «Más vale ser martillo que clavo».

—Será mejor que nos pongamos en camino —recordó Nynaeve.

—Un momento —pidió Elayne—. Aviendha, ¿por qué habéis viajado hasta tan lejos, soportando tantas penurias?

—No hemos llegado lejos en absoluto —respondió Aviendha, sacudiendo la cabeza con disgusto—. Fuimos de las últimas en partir. Las Sabias me acorralaron como a un ternero rodeado de perros salvajes, arguyendo que tenía otras obligaciones que atender. —De repente sonrió, señalando a sus compañeras—. Éstas se quedaron para mofarse de mi desgracia, o así lo aseguran, pero no creo que las Sabias me hubieran permitido irme si no hubieran estado ellas para acompañarme.

—Buscamos a aquel cuya llegada auguran las profecías —declaró Bain, que sostenía a Dailin, dormida, para que Chiad pudiera ponerle una camisa de lino marrón—. El que Viene con el Alba.

—Él nos sacará de la Tierra de los Tres Pliegues —agregó Chiad—. Las profecías afirman que nació del vientre de una Far Dareis Mai.

—Me parecía que habíais dicho que las Doncellas Lanceras no podían tener hijos —señaló, desconcertada, Elayne—. Estoy segura de que así me lo enseñaron.

Bain y Chiad volvieron a intercambiar miradas, como si Elayne no anduviera desencaminada y, sin embargo, estuviera en un error.

—Si una Doncella da a luz a un hijo —explicó Aviendha—, lo entrega a las Sabias de su septiar y éstas lo transfieren a otra mujer de tal forma que nadie sepa quién es la madre. —Ella también empleaba el tono de quien estuviera explicando que una piedra es dura—. Todas las mujeres desean acoger en su hogar a esos niños con la esperanza de que él pueda ser El que Viene con el Alba.

—O también puede renunciar a la lanza y casarse —puntualizó Chiad.

—A veces hay motivos por los que se debe renunciar a la lanza —añadió Bain.

—Lo que ocurre —continuó Aviendha, como si las otras dos no hubieran intervenido— es que ahora las Sabias aseguran que lo encontraremos aquí, al otro lado de la Pared del Dragón. «Sangre de nuestra sangre mezclada con la antigua sangre, criado por un antiguo linaje que no es el nuestro». Yo no lo entiendo, pero las Sabias se expresaron claramente, sin dejar margen de duda. —Calló un momento y resultó evidente que elegía con cuidado lo siguiente que dijo—. Habéis hecho muchas preguntas, Aes Sedai. Yo querría formular una. Debéis comprender que nosotras indagamos la existencia de señales y portentos. ¿Por qué caminan tres Aes Sedai por una tierra donde la única mano que no empuña un cuchillo es la que el hambre ha debilitado hasta el punto de impedírselo? ¿Adónde os dirigís?

—A Tear —respondió vivazmente Nynaeve—, a no ser que nos quedemos aquí charlando hasta que el Corazón de la Ciudadela se derrumbe y no quede de él sino polvo.

Elayne comenzó a ajustarse las cuerdas de sus hatillos, dispuesta a echar a andar, y Egwene la imitó al cabo de un momento.

Las Aiel se miraban unas a otras y Jolien, que estaba abrochando la chaqueta de color gris amarronado de Dailin, se había quedado paralizada.

—¿A Tear? —dijo con tono cauteloso Aviendha—. Tres Aes Sedai recorriendo una tierra arrasada por la guerra de camino a Tear. Es bien extraño. ¿A qué vais a Tear, Aes Sedai?

Egwene lanzó una mirada a Nynaeve. «Luz, hace un momento reían y ahora están más tensas que al principio».

—Perseguimos a unas mujeres malas —repuso con prudencia Nynaeve—. Amigos Siniestros.

—Seguidores de la Sombra. —Jolien torció la boca al pronunciar la palabra como si hubiera mordido una manzana podrida.

—Seguidores de la Sombra en Tear —dijo Bain.

—Y tres Aes Sedai buscando el Corazón de la Ciudadela —añadió Chiad como si completara la frase.

—No he dicho que fuéramos al Corazón de la Ciudadela —precisó secamente Nynaeve—. Sólo he dicho que no quería quedarme aquí hasta que se derrumbe. Egwene, Elayne, ¿estáis listas? —Se puso a andar sin aguardar respuesta y, a rítmicos golpes de bastón y largas zancadas, salió del bosquecillo en dirección sur.

Egwene y Elayne se despidieron apresuradamente de las mujeres antes de ir en pos de ella, y las cuatro Aiel que se sostenían en pie observaron cómo se marchaban.

—Casi me ha dado un vuelco el corazón cuando has anunciado tu identidad —comentó Egwene cuando ya se habían alejado de los árboles—. ¿No temías que fueran a tratar de matarte o de hacerte prisionera? La Guerra de Aiel no se produjo hace tanto tiempo, y por más que digan que no agreden a las mujeres que no llevan lanzas, a mí me ha parecido que estaban dispuestas a utilizar las suyas contra cualquiera.

—Acabo de darme cuenta de lo poco que sé sobre los Aiel —reconoció pesarosamente Elayne—, pero me enseñaron que ellos no consideran la Guerra de Aiel como tal. Por la manera como se han comportado conmigo, creo que tal vez entre todo lo que aprendí eso se ajusta a la realidad. O quizá se deba a que piensan que soy una Aes Sedai.

—Sé que son extraños, Elayne, pero nadie puede considerar un período de tres años de batallas como algo que no es una guerra. Da igual la frecuencia con que luchan entre sí; una guerra es una guerra.

—Para ellos no. Es cierto que los Aiel atravesaron por millares la Columna Vertebral del Mundo, pero al parecer se consideraban a sí mismos como justicieros o verdugos que acudían a castigar al rey Laman de Cairhien por el crimen cometido al cortar el Avendoraldera. Para los Aiel no fue una guerra, sino una ejecución.

Según les había explicado Verin en una de las clases, el Avendoraldera había sido un retoño del propio Árbol de la Vida que habían llevado a Cairhien unos cuatrocientos años antes como una insólita ofrenda de paz por parte de los Aiel, concedida junto con el derecho a cruzar el Yermo, que hasta entonces sólo se dispensaba a los buhoneros, a los juglares y a los Tuatha’an. Gran parte de la riqueza de Cairhien se había forjado a raíz del comercio de marfil, perfumes, especias y en especial de seda, procedentes de los países situados más allá del Yermo. Ni siquiera Verin tenía idea de cómo había llegado un retoño del Avendesora a manos de los Aiel, puesto que en los antiguos libros se aseguraba que el Árbol de la Vida no daba semillas y, además, nadie sabía dónde se encontraba, si no se daba crédito a algunos relatos que eran a todas luces falsos. De lo que sí no había duda era de que el Avendesora no tenía ninguna conexión con los Aiel. Verin ignoraba asimismo por qué los Aiel habían dado a los cairhieninos el nombre de Compartidores del Agua y por qué razón insistían en que sobre sus carros ondeara un estandarte con la hoja trifoliada de Avendesora.

Egwene reconoció a regañadientes que era comprensible que hubieran iniciado una guerra —aun cuando ellos no la consideraran como tal— después de que el rey Laman talara su regalo para hacerse un trono como no había otro igual en el mundo. Había oído designar tal acto como el Pecado de Laman. De acuerdo con lo que les había enseñado Verin, con la guerra no sólo se había interrumpido el tráfico comercial con las tierras del otro lado del Yermo, sino que ahora los cairhieninos que se aventuraban a entrar en el Yermo desaparecían. Verin explicaba que muchos decían que eran «vendidos como animales» en los países de allende del Yermo, pero ni tan sólo ella comprendía cómo se podía vender a un hombre o a una mujer.

—Egwene —dijo Elayne—, sabes quién debe ser El que Viene con el Alba, ¿verdad?

Egwene sacudió la cabeza contemplando la espalda de Nynaeve de la que todavía las separaba un buen trecho —«¿Es que se propone llevarnos a la carrera hasta Jurene?»— y luego se detuvo en seco.

—¿Te refieres a…?

—Eso creo —asintió Elayne—. No sé mucho acerca de las Profecías del Dragón, pero conozco algunos retazos. Uno de los que recuerdo es: «En las laderas del Monte del Dragón nacerá de una doncella no desposada con hombre alguno». Egwene, Rand tiene todo el aspecto de un Aiel. Bueno, también se parece a los retratos que he visto de Tigraine, pero ella desapareció antes de que él naciera y, de todas formas, no me parece que ella pudiera haber sido su madre. Creo que la madre de Rand fue una Doncella Lancera.

Egwene frunció el entrecejo en actitud reflexiva, repasando mentalmente cuanto sabía respecto al nacimiento de Rand. Tras la muerte de Kari al’Thor, lo había criado Tam al’Thor, pero, si lo que afirmaba Moraine era cierto, ellos no podían ser sus verdaderos padres. Nynaeve había dejado entrever en alguna ocasión que conocía algún secreto sobre el nacimiento de Rand. «¡Pero apuesto a que no se lo sacaría ni con tenazas!»

Dieron alcance a Nynaeve. Egwene mostraba una furibunda mirada, sumida en sus cavilaciones; Nynaeve miraba fijamente al frente en dirección a Jurene y el barco, y Elayne las observaba ceñuda a las dos, como a un par de chiquillas enfurruñadas en una disputa en que se decidiría quién se comía el pedazo del pastel más grande.

—Has actuado muy acertadamente, Nynaeve, en lo referente a la curación y a todo lo demás —la felicitó Elayne tras un rato de silenciosa marcha—. No creo que pusieran siquiera en duda que eras una Aes Sedai. Ni de que nosotras lo fuéramos, gracias a tu comportamiento.

—Has realizado un buen trabajo —se sumó un minuto después a sus alabanzas Egwene—. Ésta ha sido la primera vez que he observado realmente la realización de una curación. Formar relámpagos es, en comparación, tan sencillo como amasar un pastel.

—Gracias —murmuró Nynaeve con una sonrisa de asombro en la cara. Luego tiró ligeramente del pelo de Egwene, tal como lo hacía cuando ésta era una niña.

«Ya no soy una niña». El momento de distensión se disipó tan velozmente como se había producido, y entre ellas volvió a instalarse el silencio. Elayne suspiraba ruidosamente de tanto en tanto.

Recorrieron rápidamente unos dos kilómetros, o tal vez más, a pesar de los rodeos dados para evitar los bosquecillos que bordeaban el río. Nynaeve insistía en no acercarse a los árboles. Egwene consideraba una tontería pensar que hubiera más Aiel escondidos en los sotos, pero, como éstos no eran extensos, el hecho de esquivarlos apenas si alargaba su camino.

Elayne, que observaba, sin embargo, la espesura, fue la que gritó de repente:

—¡Cuidado!

Egwene alzó con sobresalto la cabeza; entre los árboles surgían hombres haciendo girar hondas sobre sus cabezas. Recurrió al saidar, y algo le golpeó la cabeza, y la oscuridad lo absorbió todo.


Egwene notaba un balanceo, algo que se movía bajo ella. Su cabeza parecía un puro residuo de dolor. Intentó llevarse una mano a la sien, pero algo se hundió en su muñeca, impidiéndole moverla.

—… mejor que quedarnos tumbados todo el día esperando a que anochezca —dijo una bronca voz masculina—. ¿Quién sabe si llegaría otro barco? Y no me fío de ese bote. Hace agua.

—Más te vale que Adden crea que has visto esos anillos antes de tomar la decisión —manifestó otro hombre—. Él quiere cuantiosos cargamentos y no mujeres.

El interpelado murmuró un soez comentario acerca de lo que Adden podía hacer con su agrietada barca y con los cargamentos.

Egwene abrió los ojos, y una danza de manchas plateadas enturbió su visión; también temió que fuera a vomitar en el suelo que oscilaba bajo su cabeza. Estaba atada al lomo de un caballo, con las muñecas y los tobillos unidos con una cuerda que pasaba bajo el vientre del animal y el pelo colgando.

Todavía era de día. Estiró el cuello para mirar en derredor. Había tantos hombres vestidos con toscas ropas a su alrededor que no pudo averiguar si Nynaeve y Elayne habían sido capturadas también. Algunos de aquellos individuos llevaban componentes de armaduras —un yelmo abollado, un peto roído o un jubón recubierto de escamas metálicas— pero en su mayoría vestían chaquetas que no habían sido lavadas en meses, por no decir nunca. A juzgar por el olor, sus propietarios también llevaban meses sin lavarse. Todos iban armados con espadas, colgadas a la cintura o a la espalda.

La rabia se adueñó de ella, mezclada con temor al que, no obstante, superaba. «No pienso ser una prisionera. ¡No permitiré que me tengan atada!» Invocó el saidar, y el dolor casi le hizo estallar la cabeza; a duras penas reprimió un gemido.

El caballo se detuvo unos instantes en los que se oyeron gritos y el crujido de oxidados goznes; después avanzó un poco y los hombres comenzaron a desmontar. Cuando se dispersaron, pudo entrever el lugar donde se hallaban: un recinto rodeado de una larga palizada construida sobre un gran promontorio redondeado de tierra con una pasarela donde montaban guardia, armados con arcos, unos hombres cuyas cabezas sólo asomaban hasta la altura de los ojos sobre la irregular línea de troncos. Una casa baja del mismo material sobresalía entre el montículo de tierra y, aparte de algunos cobertizos de una sola vertiente, no se advertían más edificios. Había varias hogueras y entre ellas caballos atados y más hombres desaseados que, con los recién llegados, debían de sumar más de cien. Las cabras, cerdos y pollos enjaulados lanzaban chillidos, gruñidos y cloqueos que, junto con los roncos gritos y risotadas, formaban una algarabía que le atormentaba los oídos.

Localizó a Nynaeve y Elayne, atadas boca abajo sobre sus monturas al igual que ella. Ninguna de las dos parecía moverse en lo más mínimo; la punta de la trenza de Nynaeve se arrastraba en el suelo con los movimientos de su caballo. La esperanza de que una de ellas estuviera libre para ayudar a escapar a las demás se desvaneció. «Luz, no puedo soportar ser de nuevo una prisionera. Ya no». Cautelosamente, trató de nuevo de encauzar el saidar. Aunque el dolor, semejante al de una pedrada en la cabeza, no fue tan terrible esa vez, bastó para hacer trizas el vacío antes incluso de que pudiera imaginar una rosa.

—¡Una de ellas está despierta! —gritó con alarma alguien.

Egwene intentó adoptar flaccidez y ofrecer una apariencia inofensiva. «¿Cómo diablos podría aparecer amenazante atada como un saco de patatas? Diantre, he de ganar tiempo. ¡He de hacerlo!»

—No os haré daño —dijo al sujeto de rostro sudoroso que fue corriendo hacia ella.

Al menos intentó decírselo. No estaba segura de haber acabado de pronunciar esas palabras, cuando algo volvió a golpearle la cabeza y la oscuridad la envolvió con oleadas de náusea.


El siguiente despertar no fue tan desazonante. Aún le dolía la cabeza, aunque no tanto como antes, y sus pensamientos parecían girar vertiginosamente. «Al menos el estómago no… Luz, mejor será no pensar en eso». Notó un sabor a vino agrio y a algo amargo en la boca. Yacía de espaldas, a oscuras, presumiblemente sobre la tierra desnuda, pero por las rendijas de la tosca pared penetraban franjas de luz sin duda procedente de una lámpara. La puerta tampoco tenía aspecto de encajar demasiado bien, pero parecía muy gruesa.

Se levantó ayudada de manos y pies y descubrió con sorpresa que no estaba atada. Salvo aquel muro de troncos sin descortezar, el resto tenía apariencia de ser de burda piedra. Con la luz que se filtraba por los entresijos vio a Nynaeve y Elayne tumbadas en el suelo. Había sangre en el rostro de la heredera del trono. El único movimiento perceptible en ellas era el vaivén de sus pechos al respirar. Egwene dudó entre probar a despertarlas enseguida y ver lo que había al otro lado de la pared. «Sólo una ojeada —se dijo—. Así sabré cómo nos custodian antes de despertarlas».

Tal razonamiento no tenía otro objeto que enmascarar el temor de que no lograra despertarlas. Al pegar el ojo a una de las rendijas próximas a la puerta, pensó en la sangre que manchaba la cara de Elayne y trató de recordar qué era exactamente lo que había hecho Nynaeve para sanar a Dailin.

La amplia habitación contigua, que seguramente ocupaba el resto del edificio, carecía de ventanas, pero estaba fuertemente iluminada por unas lámparas de oro y plata colgadas de los ganchos que sobresalían en las paredes y los troncos del elevado techo. No había chimenea. Sobre el suelo de tierra apisonada, se mezclaban mesas y sillas propias del mobiliario de las casas de campo con arcones cubiertos de dorados e incrustaciones de marfil. Junto a una alfombra con reproducciones de pavos se alzaba una enorme cama con dosel de barrocas columnas, provista con una pila de mugrientas mantas y edredones.

Había una docena de hombres sentados o de pie cuya mirada pendía de un corpulento individuo rubio que tal vez hubiera resultado bien parecido de haber tenido la cara más limpia. Con una mano en la empuñadura de la espada, éste hacía rodar con un dedo de la otra algo que no logró distinguir sobre una mesa de esbeltas patas y volutas de oro.

Cuando se abrió la puerta de afuera, dando paso a un desgarbado sujeto al que le faltaba la oreja izquierda, vio que era de noche.

—Aún no ha llegado —informó desabridamente. También le faltaban dos dedos de la mano izquierda—. No me gusta tener tratos con clientes de esa calaña.

El fornido individuo rubio siguió moviendo lo que había en la mesa sin prestarle mayor atención.

—Tres Aes Sedai —murmuró y luego se echó a reír—. Pagan buenas sumas por las Aes Sedai, si uno tiene los arrestos de tratar con el comprador apropiado. Si uno está dispuesto a arriesgarse a que le rajen el vientre en caso de tratar de venderle un cerdo en un saco. No es tan seguro como degollar a los marineros de un barco mercante, ¿eh, Coke? Ni tan fácil tampoco, ¿no te parece?

Entre los reunidos se produjo un patente nerviosismo y el interpelado, un corpulento individuo de inquietos ojos, se inclinó ansiosamente hacia adelante.

—Son Aes Sedai, Adden. —Egwene reconoció la voz; era el hombre que había pronunciado la grosera sugerencia—. Han de serlo, Adden. ¡Te digo que los anillos lo demuestran!

Adden tomó algo de la mesa, un pequeño círculo que desprendió un brillo dorado al darle la luz de las lámparas. Egwene emitió una exclamación y se palpó los dedos. «¡Me han quitado el anillo!»

—No me gusta —murmuró el desgarbado sujeto al que le faltaba la oreja—. Aes Sedai. Cualquiera de ellas podría matarnos a todos. ¡Así la Fortuna me hinque su aguijón! Eres un mentecato con piedras en la cabeza, Coke, y debería pincharte en la garganta. ¿Y si una de ellas despierta antes de que llegue él?

—Tardarán horas en despertarse —aseguró con voz ronca un hombre obeso y desdentado—. Mi abuela me enseñó esa poción que les he dado. Dormirán hasta el amanecer, y él vendrá mucho antes.

Egwene paladeó, notando el regusto del vino agrio y la amarga sustancia. «Fuera lo que fuese, tu abuela te mintió. ¡Debería haberte estrangulado en la cuna!» Antes de que llegara aquel misterioso personaje, aquel hombre que pensaba que podía comprar a las Aes Sedai —«¡Como un condenado seanchan!»— ya habría puesto en pie a Nynaeve y Elayne. Se arrastró hasta Nynaeve.

Todo indicaba que Nynaeve dormía y por ello comenzó zarandeándola. Para su sorpresa, su amiga abrió los ojos de par en par. —¿Qué…?

Le tapó la boca para hacerla callar.

—Estamos prisioneras —susurró—. Hay una docena de hombres al otro lado de la pared y más afuera. Son muchos. Nos han dado algún somnífero, pero no ha sido muy efectivo. ¿Lo recuerdas?

—Lo recuerdo —respondió ferozmente y en voz baja Nynaeve al tiempo que le apartaba la mano. Torció la boca haciendo una mueca y de repente exhaló una queda carcajada—. Raíz de pasionaria. Los tontos nos han dado raíz de pasionaria mezclada con vino. Vino casi convertido en vinagre, a juzgar por el sabor. Deprisa, ¿recuerdas algo de lo que te enseñé? ¿Para qué sirve la raíz de pasionaria?

—Disipa el dolor de cabeza facilitando el sueño —repuso Egwene con voz igualmente queda y casi con igual ferocidad, hasta que oyó lo que ella misma decía—. Produce cierta somnolencia, pero nada más. —El gordo no había escuchado bien lo que le había dicho su abuela—. Lo único que han conseguido es mitigar el dolor provocado por los golpes recibidos en la cabeza.

—Exactamente —convino Nynaeve—. Y, en cuanto hayamos despertado a Elayne, les daremos tan cumplidamente las gracias que no lo olvidarán nunca. —Se incorporó para ponerse en cuclillas junto a la muchacha de cabellos dorados.

—Me ha parecido ver más de un centenar de hombres afuera al llegar —susurró Egwene—. Estoy segura de que no te importará que utilice el Poder como un arma esta vez. Y, por lo visto, va a venir alguien a comprarnos. ¡Me propongo hacerle algo a ese tipo que le hará seguir la senda de la Luz hasta el día de su muerte! —Nynaeve seguía agazapada al lado de Elayne, pero ninguna de las dos se movía—. ¿Qué sucede?

—Está gravemente herida, Egwene. Creo que tiene el cráneo roto, y apenas respira. Egwene, está agonizando.

—¿No puedes hacer algo? —Egwene trató de recordar todos los flujos que Nynaeve había entrelazado para curar a la Aiel, pero su memoria sólo conservaba la tercera parte del proceso—. ¡Debes hacerlo!

—Me han quitado las hierbas —murmuró ardientemente Nynaeve, con voz temblorosa—. ¡Sin las hierbas no puedo! —Egwene advirtió con asombro que a Nynaeve se le saltaban las lágrimas—. ¡Malditos sean todos, no puedo hacerlo sin…! —De improviso agarró a Elayne de los hombros como si pretendiera levantarla y zarandearla—. ¡Vamos, muchacha —dijo con voz ronca—, no te he traído hasta aquí para que murieras! ¡Debí dejarte fregando ollas! ¡Debí atarte dentro de un saco para que Mat te llevara con tu madre! ¡No permitiré que mueras estando conmigo! ¿Me oyes? ¡No lo permitiré! —El saidar resplandeció de repente en torno a ella, y Elayne abrió desmesuradamente los ojos y la boca.

Egwene le tapó los labios con las manos para sofocar un posible grito y, al tocarla, los torbellinos de la curación de Nynaeve la atraparon como una paja a merced de un remolino. Se quedó helada hasta los huesos, y las carnes se le tensaron como si fueran a resquebrajarse; el mundo desapareció al tiempo que se sumía precipitadamente en un abismo, girando y volando.

Cuando por fin cesó aquella sensación, observó jadeante a Elayne, que le devolvió la mirada por encima de las manos que aún tenía pegadas a su boca. El dolor de cabeza había desaparecido por completo, seguramente como efecto tangencial de lo realizado por Nynaeve. El murmullo de voces procedente de la otra habitación no se había intensificado, prueba de que si Elayne, o ella, habían hecho algún ruido, Adden y sus acompañantes no lo habían advertido. Nynaeve estaba de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo, temblorosa y cabizbaja.

—¡Luz! —murmuró—. Hacerlo así… ha sido como… si me despellejara. ¡Oh, Luz! —Lanzó una mirada a Elayne—. ¿Cómo te encuentras? —Egwene apartó las manos.

—Cansada —respondió Elayne—. Y hambrienta. ¿Dónde estamos? Había unos hombres con hondas…

Egwene le refirió rápidamente lo ocurrido. El rostro de Elayne comenzó a ensombrecerse mucho antes de que hubiera concluido.

—Y ahora —añadió con voz férrea Nynaeve— vamos a enseñarles a esos palurdos a qué se exponen entrometiéndose en nuestro camino. —El saidar brilló de nuevo a su alrededor.

Elayne se puso inciertamente en pie, pero rodeada también del nimbo. Egwene estableció contacto con la Fuente Verdadera casi con entusiasmo.

Cuando miraron por las rendijas para ver con qué habían de enfrentarse exactamente, había tres Myrddraal en la habitación.

Con sus negros atuendos de tiesa e inmóvil caída, se hallaban junto a la mesa y, con excepción de Adden, todos los presentes se habían alejado lo más posible, hasta pegar la espalda a la pared, donde permanecían con la vista fija en el suelo de tierra. Con la mesa de por medio, Adden sostenía aquellas miradas de cuencas vacías, pero el sudor formaba regueros en la mugre de su cara.

El Fado cogió uno de los anillos de la mesa, y entonces Egwene vio que era un círculo de oro mucho mayor que las sortijas con la Gran Serpiente.

Con la cara pegada a la grieta abierta entre dos troncos, Nynaeve emitió una queda exclamación y se palpó bajo el escote del vestido.

—Tres Aes Sedai —siseó con regocijo el Semihombre, con voz que sonó como un montón de hojas secas desintegrándose—, y una lleva esto. —El anillo golpeó pesadamente la madera cuando el Myrddraal lo dejó caer sobre la mesa.

—Son las que buscamos —afirmó con voz rasposa otro—. Seréis bien recompensado, humano.

—Hemos de tomarlos por sorpresa —indicó Nynaeve—. ¿Qué clase de candado cierra esta puerta?

Egwene localizó el candado en la parte exterior de la hoja, una masa de hierro prendida a una cadena tan gruesa como para contener a un toro enfurecido.

—Preparaos —dijo.

Formó una delgada hebra de Tierra, más fina que un cabello, con la esperanza de que los Semihombres no detectaran un encauzamiento tan tenue, y lo dirigió al interior de la cadena, a las mínimas partes integrantes de su materia.

Uno de los Myrddraal alzó la cabeza y otro adelantó el torso sobre la mesa en dirección a Adden.

—Siento un escozor, humano. ¿Estáis seguro de que duermen? —Adden tragó saliva y asintió mudamente.

El tercer Myrddraal se giró hacia la puerta tras la cual se agazapaban Egwene y las demás.

La cadena cayó al suelo, y el Myrddraal que miraba enseñó los dientes; en ese momento la puerta de afuera se abrió de golpe, y por ella entró la muerte velada de negro.

En la sala se produjo una algarabía de gritos y alaridos al tiempo que los hombres desenfundaban las espadas para contener las embestidas de las lanzas de los Aiel. Los Myrddraal también desenvainaron armas más negras que sus ropas para luchar, asimismo, por sus vidas. Egwene había visto en una ocasión seis gatos peleándose; el combate que acababa de iniciarse era cien veces más encarnizado y confuso. Al cabo de unos segundos, no obstante, se hizo el silencio. O algo próximo a él.

Todos los humanos que no tenían la cara tapada con un velo yacían muertos atravesados por una lanza; Adden estaba clavado en la pared. Había también dos Aiel abatidos entre el desorden de muebles volcados y cadáveres. Los tres Myrddraal formaban un círculo en el centro de la habitación, empuñando sus negras espadas. Uno se tocaba el costado como si estuviera herido, aunque por lo demás no daba ninguna muestra de ello. Otro tenía un largo corte en el pálido rostro del que no manaba sangre. A su alrededor giraban, agachados, los cinco Aiel aún vivos. Los gritos y los sonidos del entrechocar de metal indicaban que había más Aiel luchando en la noche, pero allá adentro el ruido era más escaso.

A medida que giraban, los Aiel golpeaban con las lanzas sus pequeños escudos de cuero. Bum-bum-BUM-bum… burn-bum-BUM-bum… bum-bum-BUM-bum. Los Myrddraal daban vueltas con ellos con expresión de incerteza y patente inquietud por el hecho de que el miedo que atenazaba el corazón de todo humano que fuera objeto de su mirada no pareciera afectar a aquéllos.

—Baila conmigo, Hombre de la Sombra —gritó de improviso, con tono burlón, uno de los Aiel. Era la voz de alguien joven.

—Danza conmigo, Ser de Cuencas Vacías. —La invitación procedía de una mujer.

—Danza conmigo.

—Danza conmigo.

—Creo —decidió Nynaeve, enderezándose— que ha llegado el momento.

Abrió la puerta y las tres mujeres salieron envueltas con la aureola del saidar.

Pareció que, para los Myrddraal, los Aiel hubieran dejado de existir, y para los Aiel, los Myrddraal. Los Aiel observaron a Egwene y a sus amigas por encima de sus velos como si no acabaran de creer lo que veían; oyó que una de las mujeres emitía una sonora exclamación. La mirada de los Myrddraal, que no controlaba ojo alguno, fue diferente. Egwene casi sintió la certidumbre de sus propias muertes en ella; los Semihombres reconocían cuando una mujer abrazaba la Fuente Verdadera con sólo verla. Estaba segura de experimentar un deseo de morir, de ofrendar su muerte a cambio de la suya, y un impulso aún más fuerte de arrancarse el alma y hacer de ella un juguete de la Sombra, y un ansia de…

Acababa de entrar en la sala y, sin embargo, tenía la impresión de que hacía horas que sostenía esa mirada.

—No pienso soportar esto por más tiempo —gruñó; y descargó un haz de Fuego.

Las llamas brotaron de los tres Myrddraal y se dispersaron en todas direcciones; sus chillidos sonaron como huesos astillados atascados en una máquina de picar carne. Había olvidado que no estaba sola, que Elayne y Nynaeve se hallaban con ella. Al tiempo que las llamas los consumían, el mismo aire pareció elevarlos de improviso y precipitarlos en una negra bola de fuego que luego fue reduciéndose. Mientras sus gritos se clavaban en el cerebro de Egwene, algo surgió de las manos de Nynaeve: una fina barra de luz blanca en comparación con la cual el sol de mediodía parecía oscuro, un bloque de fuego junto al cual era frío el metal candente, que conectaba sus manos con los Myrddraal. Entonces desaparecieron como si nunca hubieran existido. Nynaeve tuvo un sobresalto, y la aureola se disipó a su alrededor.

—¿Qué…, qué era eso? —preguntó Elayne.

—No lo sé. —Nynaeve sacudió la cabeza, igual de perpleja que Elayne—. Estaba… tan furiosa y tenía tanto miedo por lo que se proponían… No sé qué era.

«Fuego compacto», pensó Egwene. Sin saber por qué, tenía la certeza de no equivocarse. Reacia a desprenderse del saidar, se esforzó por separarse de él, por obligarlo a abandonarla. No acabó de decidir qué le había costado más. «¡Y no he visto en lo más mínimo cómo lo ha hecho!»

Los Aiel se descubrieron los rostros entonces. De manera algo precipitada, habría jurado Egwene; como si quisieran indicarle a ella y a sus dos compañeros que ya no estaban en son de guerra. De los tres varones Aiel, uno era un hombre algo mayor con abundantes canas en su pelo de tono rojizo oscuro. Eran altos aquellos Aiel y, tanto los jóvenes como los más viejos transmitían una sensación de calmosa seguridad en los ojos y poseían aquella peligrosa gracilidad de movimientos que Egwene asociaba con los Guardianes; la muerte cabalgaba sobre sus hombros, y ellos lo sabían y no tenían miedo. Una de las mujeres era Aviendha. Los gritos y alaridos iban remitiendo afuera.

Nynaeve se encaminó hacia los Aiel derribados.

—No es preciso, Aes Sedai —indicó el hombre de más edad—. Los Hombres de la Sombra los han tocado con su acero.

Nynaeve se inclinó de todos modos ante cada uno de ellos y les retiró los velos para cerrarles los párpados y buscarles el pulso en la garganta. Al levantarse junto al segundo, tenía la cara blanca. Era Dailin.

—¡La Luz os fulmine! ¡Así os fulmine! —No quedaba claro si se dirigía a Dailin, al hombre de pelo cano, a Aviendha, o a todos los Aiel—. ¡No la he curado para que pudiera morir de esta manera!

—La muerte nos llega tarde o temprano a todos —se dispuso a aducir Aviendha, pero, cuando Nynaeve se encaró a ella, guardó silencio.

Los Aiel intercambiaron miradas, como si tuvieran la aprensión de que Nynaeve fuera a hacerles lo mismo que a los Myrddraal. En sus ojos no había miedo; sólo conocimiento.

—El acero de los Hombres de la Sombra no hiere —declaró Aviendha—, mata.

El Aiel mayor la miró con un ligero asomo de sorpresa en los ojos. Egwene dedujo que, al igual que en Lan, aquel parpadeo representaba para aquel hombre el equivalente a una evidente muestra de asombro en otro.

—Saben poco respecto a ciertas cuestiones, Rhuarc —explicó Aviendha.

—Siento —se disculpó Elayne con cantarina voz— haber interrumpido vuestra… danza. Quizá no hemos debido interferir.

Tras un primer momento de sorpresa, Egwene comprendió qué se proponía. «Tranquilizarlos, y dar ocasión a que Nynaeve se apacigüe».

—Llevabais las de ganar —dijo a su vez—. Tal vez os hemos ofendido con nuestra intromisión.

—Yo, por mi parte, Aes Sedai —replicó, riendo, el hombre de pelo gris, Rhuarc—, me he alegrado de… lo que sea que hayáis hecho. —Por un instante no pareció muy seguro de lo que afirmaba, pero enseguida recuperó su buen humor. Tenía una sonrisa abierta y firmeza en el cuadrado rostro; era atractivo, aunque algo viejo—. Podríamos haberlos liquidado, pero tres Hombres de la Sombra… Habrían matado a dos o tres más sin duda, tal vez a todos, y no puedo asegurar que los hubiéramos exterminado. Para los jóvenes, la muerte es un enemigo contra el que quieren medir sus fuerzas. Para los que ya hemos dejado atrás la juventud, es una vieja amiga, una vieja amante que, sin embargo, no anhelamos volver a ver pronto.

Nynaeve pareció relajarse con sus palabras, como si el hecho de conocer a un Aiel que no estuviera ansioso por morir la hubiera liberado de su tensión.

—Es mi obligación daros las gracias —dijo—, y así lo hago. Reconozco que me ha sorprendido veros. Aviendha, ¿esperabais encontrarnos aquí?

—Os he seguido —explicó sin empacho la Aiel—. Para ver qué hacíais. He visto cómo os apresaban, pero estaba demasiado lejos para ayudaros. Como sabía que me descubriríais si me acercaba más, permanecía a unos cien metros de distancia. Cuando he visto que os hallabais indefensas, era demasiado tarde para tratar de rescataros yo sola.

—Estoy convencida de que has hecho cuanto has podido —la tranquilizó, con voz desmayada, Egwene. «¿Estaba a tan sólo cien metros de nosotras? Luz, los bandidos no han visto nada».

—Sabía dónde debía encontrarse Coram —continuó Aviendha, interpretando sus palabras como una invitación a proseguir—, y él sabía dónde estaban Dhael y Luaine, que a su vez sabían… —Calló un momento y miró ceñuda al Aiel de más edad—. No preveía encontrar a un jefe de clan, y mucho menos del mío, entre quienes han acudido. ¿Quién dirige el Taardad Aiel, Rhuarc, estando vos aquí?

—Los jefes de los septiares —respondió Rhuarc, encogiéndose de hombros para restar importancia a la cuestión— se turnarán en el mando, e intentarán descubrir si realmente desean ir a Rhuidean cuando yo muera. No habría venido si Amys, Bair, Melaine y Seana no me hubieran hostigado como gatos monteses a un rebeco. Los sueños señalaban que debía ir. Me preguntaron si de verdad quería morir gordo y viejo en una cama.

Aviendha rió como si hubiera contado un chiste graciosísimo.

—He oído decir que un hombre atrapado entre su mujer y una Sabia desea a menudo tener doce enemigos contra quienes luchar en lugar de con ellas. Un hombre atrapado entre una esposa y tres Sabias, siendo la esposa una Sabia también, debe plantearse hasta la posibilidad de dar muerte al Cegador de la Vista.

—Admito que consideré la idea. —Miró algo que había en el suelo; tres anillos con la Gran Serpiente, identificó Egwene, y una sortija más pesada de oro destinada al dedo de un hombre—. Y sigo haciéndolo. Todas las cosas deben cambiar, pero yo no formaría parte de ese cambio si me quedara al margen de él. Tres Aes Sedai que viajan a Tear. —Los otros Aiel cambiaron miradas entre sí.

—Habéis hablado de sueños —observó Egwene—. ¿Conocen vuestras Sabias el significado de sus sueños?

—Algunas. Si os interesa saber algo más sobre el tema, deberíais hablar con ellas. Tal vez se lo digan a una Aes Sedai. A los hombres sólo nos comunican lo que indican los sueños que debemos hacer. —De improviso, se notó fatiga en su voz—. Y normalmente se trata de algo que omitiríamos, si estuviera en nuestras manos hacerlo.

Se encorvó para recoger el anillo de hombre, en el que volaba una grulla sobre una lanza y una corona. Egwene lo reconoció entonces. Lo había visto con frecuencia colgado del cuello de Nynaeve en un cordel de cuero. Nynaeve pisó las otras dos sortijas para quitárselo de la mano; tenía la cara ruborizada, de rabia y de otras muchas emociones que Egwene no supo identificar. Sin hacer nada para recuperarlo, Rhuarc siguió hablando con la misma voz cansina.

—Y una de ellas lleva un anillo del que oí hablar de niño. El anillo de los reyes malkieri. Lucharon con los shienarianos contra los Aiel en tiempos de mi padre. Eran buenos bailando la danza de las lanzas. Pero Malkier sucumbió a la Llaga. Dicen que solamente sobrevivió un infante rey, que corteja la muerte que arrasó su tierra como otros hombres cortejan a las mujeres hermosas. Es en verdad algo extraño, Aes Sedai. De todas las rarezas que preví ver cuando Melaine me hizo salir precipitadamente de casa y trasponer la Pared del Dragón, ninguna ha sido tan singular como ésta. Jamás creí que mis pies seguirían la senda que me marcáis.

—Yo no os marco ningún camino —replicó secamente Nynaeve—. Lo único que quiero es proseguir el mío. Esos hombres tenían caballos. Tomaremos tres y nos pondremos en marcha.

—¿De noche, Aes Sedai? —se extrañó Rhuarc—. ¿Es tan urgente vuestro viaje que recorreríais estas peligrosas tierras en la oscuridad?

—No —repuso, tras un momento de vacilación, Nynaeve—. Pero me propongo partir al alba —añadió con tono más firme.

Los Aiel trasladaron a los muertos fuera de la palizada, pero ni Egwene ni sus compañeras quisieron hacer uso de la sucia cama en que había dormido Adden. Recogieron sus anillos y se acostaron a la intemperie, abrigadas con sus capas y las mantas que les dieron los Aiel.

Cuando la aurora arreboló el cielo por levante, los Aiel las invitaron a un desayuno consistente en dura carne seca —que Egwene dudó al principio en comer, hasta que Aviendha le dijo que era de cabra—, un pan que costaba casi tanto de masticar como la correosa carne y queso azulado de agrio sabor, cuya dureza hizo murmurar a Elayne que los Aiel debían de practicar mascando piedras. La heredera del trono dio cuenta, sin embargo, de una cantidad de comida equivalente a la que consumieron Egwene y Nynaeve juntas. Tras seleccionar los tres mejores caballos para ellas, los Aiel dejaron sueltos a los demás. Ellos no cabalgaban a menos que fuera imprescindible, explicó Aviendha, dando a entender que ella preferiría antes correr con los pies llagados. Los ejemplares que les reservaron eran altos y corpulentos como caballos de guerra, de altivo y ardiente porte. Un semental negro para Nynaeve, una yegua ruana para Elayne y una yegua gris para Egwene.

Decidió llamarla Niebla, con la esperanza de que un nombre agradable la volviera apacible, y, efectivamente, Niebla parecía trotar con ligereza cuando partieron en dirección sur, justo en el momento en que el sol trazaba un rojo cerco sobre el horizonte.

Todos los Aiel que habían salido con vida de la escaramuza las acompañaron a pie. Aparte de los que habían matado los Myrddraal habían perecido tres más. Ahora eran diecinueve en total. Andaban con paso largo junto a las monturas. Primero Egwene trató de imprimir una marcha lenta a Niebla, pero sólo provocó la hilaridad de los Aiel.

—Haría una carrera de quince kilómetros contigo —afirmó Aviendha—, y veríamos quién gana, tu caballo o yo.

—¡Y yo una de treinta kilómetros! —añadió, riendo, Rhuarc.

Egwene pensó que posiblemente hablaban en serio, y, cuando ella y sus amigas dejaron que los caballos adoptaran un paso más rápido, los Aiel no se rezagaron en lo más mínimo.

—Adiós, Aes Sedai —se despidió Rhuarc cuando divisaron los tejados de paja de Jurene—. Ojalá siempre encontréis agua y sombra. Puede que volvamos a vernos antes de que se produzca el cambio —señaló con tono algo solemne.

Mientras se desviaban hacia el sur, Aviendha, Chiad y Bain levantaron la mano a modo de despedida. No daba impresión de que aminoraran la marcha ahora que ya no iban junto a los caballos, sino más bien lo contrario. Egwene tuvo la sospecha de que pretendían mantener aquel ritmo hasta llegar a su destino.

—¿Qué ha querido decir con eso? —preguntó—. De que puede que volvamos a vernos antes del cambio. —Elayne sacudió la cabeza.

—No importa lo que haya querido decir —le restó importancia Nynaeve—. Aunque me alegro de que acudieran anoche, no me apena haberme separado de ellos. Confío en que haya un barco aquí.

Jurene era un pueblecito de casas bajas de madera sobre el que destacaba, prendido de una alta asta, el estandarte con el León Blanco de Andor. La aldea estaba controlada por cincuenta miembros de la Guardia Real vestidos con rojas chaquetas con largas chorreras blancas bajo relucientes petos. Los habían destacado allí, explicó su capitán, para proteger a los refugiados que querían huir a Andor, pero el número de éstos disminuía día a día. Ahora la mayoría iban a pueblos situados más cerca de Aringill. Era una suerte que las tres mujeres hubieran llegado entonces, pues esperaba recibir de un momento a otro órdenes de volver con su compañía a Andor. Los pocos habitantes de Jurene se marcharían seguramente con ellos, dejando lo que quedaba de la población a merced de los bandidos y los soldados cairhieninos de las casas enfrentadas en el conflicto.

Elayne mantuvo la cara oculta bajo la capucha de su sencilla capa de lana, aunque no pareció que ninguno de los soldados asociara a la muchacha de pelo dorado rojizo con la heredera del trono de su país. Algunos le pidieron que se quedara; Egwene no supo si ello la había complacido o escandalizado. Ella por su parte respondía a quienes le formularon la misma solicitud que no tenía tiempo para dedicárselo a ellos. Fue un detalle agradable que se lo pidieran ya que, si bien no sentía para nada deseos de besar a aquellos individuos, era un placer que le recordaran que algunos hombres, al menos, la consideraban tan hermosa como Elayne. Nynaeve abofeteó a uno; Egwene barruntó que la había tomado por sorpresa porque, a pesar de la furia de su mirada, en el fondo no parecían haberle disgustado los agasajos.

No llevaban puestos los anillos. Nynaeve no había tenido que esforzarse para persuadirlas de que Tear no era precisamente el lugar donde les convenía que las identificaran como Aes Sedai, sobre todo estando el Ajah Negro allí. Egwene llevaba el suyo en la bolsa junto con el ter’angreal de piedra, la cual palpaba a menudo para comprobar que seguían allí. Nynaeve había colgado el suyo en la misma cuerda que mantenía sobre su pecho la pesada sortija de Lan.

Había una embarcación en Jurene, amarrada al solitario muelle lamido por el Erinin. Si bien no tenía trazas de ser el barco del que les había hablado Aviendha, era, en fin de cuentas, un barco. Egwene se desalentó al verlo. Dos veces más ancho que la Grulla azul, el Rayo contradecía su nombre con una escarpada proa tan redonda como la panza de su capitán.

Aquel honrado individuo guiñó el ojo a Nynaeve y se rascó la cabeza cuando ella le preguntó si su bajel era veloz.

—¿Veloz? Tengo las bodegas llenas de preciadas maderas de Shienar y de alfombras de Kandor. ¿Qué necesidad hay de correr con un cargamento como ése? Los precios no harán más que incrementarse. Sí, supongo que hay barcos más rápidos detrás de mí, pero no atracarán aquí. Yo no me habría detenido de no haber encontrado gusanos en la carne. Valiente idea, pensar que tendrían carne que vender en Cairhien. ¿La Grulla azul? Sí, he visto a Ellisor varado en algo esta mañana. No creo que salga pronto del atolladero. Eso es lo que acaba pasando con los barcos veloces.

Nynaeve pagó sus pasajes, y una cantidad doblada por los caballos, con tal expresión en la cara que ni Egwene ni Elayne le dirigieron la palabra hasta mucho después de que el Rayo hubiera partido de Jurene.

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