Tallanvor condujo rápidamente a Mat desde el patio con el estanque de peces a otro, de grandes dimensiones, situado en la parte delantera del palacio al cual daban acceso las altas puertas doradas que resplandecían entonces bajo un sol próximo al mediodía. Impelido por un angustiante apremio, un ansia de ganar tiempo, Mat hubo de esforzarse por mantener el mismo paso que el oficial. Si echaba a correr, alguien podría extrañarse, y no era absolutamente seguro que la realidad coincidiera con la apariencia en lo que respectaba a la conversación sostenida con la reina y su consejero. Tal vez Gaebril no sospechara que él conocía sus planes. «Tal vez». Conteniendo su prisa, caminó como si tuviera todo el tiempo del mundo —«Como un simple patán de pueblo que se queda deslumbrado con las alfombras y el oro. Como un pobre destripaterrones a quien jamás se le ocurriría que alguien pudiera apuñalarlo por la espalda»— hasta que Tallanvor lo hizo pasar por la poterna de una de las puertas y salió tras él.
El obeso oficial con ojos de ratón, que seguía allí con los guardias, volvió a ponerse rojo al ver a Mat.
—Ha entregado una carta de la heredera del trono a la reina —informó Tallanvor sin darle tiempo a abrir la boca—. Puedes estar contento, Elber, de que ni Morgase ni Gaebril sepan que has intentado impedir que llegase hasta ellos. Lord Gaebril estaba sumamente interesado en la misiva de la dama.
El rostro de Elber adoptó entonces una tonalidad tan blanca como la del cuello de su camisa. Después lanzó una enojada mirada a Mat y se puso a andar apresuradamente frente a la hilera de guardias, escrutando con sus saltones ojos tras sus viseras como si quisiera determinar si alguno de ellos había advertido su temor.
—Gracias —dijo Mat sinceramente a Tallanvor. Había olvidado por completo al gordo jefe de la guardia hasta que volvió a mirarlo a la cara—. Quedad con la Luz, Tallanvor.
Comenzó a atravesar la ovalada plaza, tratando de no caminar demasiado deprisa, y vio con sorpresa que Tallanvor lo seguía. «Luz, ¿será un hombre de Gaebril, o de Morgase?» Ya empezaba a sentir un hormigueo en la espalda, la aprensión de una puñalada —«¡Él lo ignora, diantre! ¡Gaebril no sospecha que lo sé!»—, cuando el joven oficial se decidió a hablar.
—¿Pasaste mucho tiempo en Tar Valon?, ¿en la Torre Blanca? ¿El tiempo suficiente para enterarte de algo?
—Sólo estuve tres días —respondió con cautela Mat. Habría abreviado el tiempo, habría negado incluso haber estado en Tar Valon si ello hubiera sido compatible con el hecho de entregar la carta, pero intuyó que el hombre no creería que hubiera realizado un viaje tan largo para ver a su hermana y se hubiera marchado el mismo día. «¿Qué diablos querrá?»—. Sólo me enteré de lo que vi. Nada de importancia. No me guiaron por las dependencias ni me dieron explicaciones. Sólo fui para ver a Elsa.
—Debes de haber oído algo. ¿Quién es Sheriam? ¿Tiene algún significado hablar con ella en su estudio?
Mat sacudió vigorosamente la cabeza para disimular la expresión de alivio de su cara.
—No sé quién es —contestó sin mentir. Tal vez había oído mencionar su nombre a Egwene o a Nynaeve. ¿Una Aes Sedai, tal vez?—. ¿Por qué habría de tener algún significado especial?
—No lo sé —reconoció en voz baja Tallanvor—. Son muchas las cosas que ignoro. A veces pienso que la reina intenta decir algo… —Dirigió una acerada mirada a Mat—. ¿Eres un fiel súbdito andoriano, Thom Grinwell?
—Por supuesto que sí. —«Luz, si voy repitiéndolo con más frecuencia, puede que acabe creyéndolo»—. ¿Y vos? ¿Servís lealmente a Morgase y Gaebril?
—Yo sirvo a Morgase, Thom Grinwell —declaró Tallanvor asestándole una dura mirada—. La serviría hasta el punto de entregar la vida por ella. ¡Adiós! —Se giró y se fue en dirección al palacio con una mano crispada sobre la empuñadura de la espada.
—Apuesto esto —murmuró para sí Mat, mirándolo y sacudiendo la bolsa de gamuza de Gaebril— a que Gaebril asegura lo mismo.
Fueran cuales fuesen los juegos que se traían entre manos en palacio, él no tenía interés en participar en ellos. Y era su propósito cerciorarse de que Egwene y las demás no entraran a formar parte de aquellas argucias. «¡Insensatas mujeres! ¡Ahora tengo que salvarles el pellejo en vez de cuidar del mío!» No echó a correr hasta que las calles lo taparon ante cualquiera que mirara desde palacio.
Cuando entró precipitadamente en La Bendición de la Reina, apenas se habían producido cambios en la biblioteca. Thom y el posadero seguían sentados frente al tablero, concentrados en un juego distinto, según vio por las posiciones de las piezas, pero con perspectivas de victoria igualmente malas para Gill, y el gato volvía a estar encima de la mesa, lavándose con la lengua. Junto al animal había una bandeja con sus pipas apagadas y los restos de una comida para dos, y su equipaje había desaparecido de la silla. Cada uno de ellos tenía una copa de vino al lado.
—Voy a marcharme, maese Gill —anunció—. Podéis quedaros con la moneda y restar el precio de una comida. Me quedaré el tiempo suficiente para comer, pero luego me pondré en camino hacia Tear.
—¿A qué viene tanta prisa, chico? —Thom daba más la impresión de observar al gato que al tablero—. Si acabamos de llegar.
—¿Has entregado entonces la carta de lady Elayne? —inquirió ansiosamente el posadero—. Y has salido bien parado, por lo que veo. ¿De veras has trepado por ese muro igual que lo hizo el otro joven? No, eso da igual. ¿Ha apaciguado la carta a Morgase? ¿Aún tenemos que seguir andando de puntillas?
—Supongo que sí la ha apaciguado —respondió Mat—. Creo que sí. —Dudó un instante, haciendo rebotar en la mano la bolsa de Gaebril, que produjo un tintineo metálico. No había mirado adentro para comprobar si contenía realmente diez marcos de oro, aunque, por el peso, ésa debía de ser la suma—. Maese Gill, ¿qué podéis decirme acerca de Gaebril? Aparte del hecho de que no le gustan las Aes Sedai. ¿Dijisteis que llevaba poco tiempo en Caemlyn?
—¿Para qué quieres saber detalles sobre él? —preguntó Thom—. Basel, ¿vas a mover de una vez? —El posadero suspiró y colocó una pieza negra, ante lo cual el juglar sacudió la cabeza.
—Bueno, chico —contestó Gill—, no hay mucho que contar. Vino del oeste durante el verano, de algún sitio de tu región, creo. Quizá fuera Dos Ríos. He oído mencionar las montañas.
—No tenemos aristócratas en Dos Ríos —observó Mat—. Tal vez los haya en la zona de Baerlon. No lo sé.
—Es posible, chico. Yo ni siquiera había oído hablar anteriormente de él, pero tampoco estoy al corriente de las actividades de la nobleza rural. Vino mientras Morgase estaba todavía en Tar Valon y la mitad de la ciudad temía que la Torre fuera a hacerla desaparecer a ella también. La otra mitad no deseaba su regreso. Volvieron a producirse disturbios, con igual violencia que a finales del año pasado.
—Me tiene sin cuidado la política, maese Gill. Únicamente quiero información sobre Gaebril. —Thom lo miró frunciendo el entrecejo y se puso a limpiar la cánula de la pipa con una paja.
—Es precisamente de él de quien hablo, hijo —precisó Gill—. Durante los disturbios, se erigió en líder de la facción que apoyaba a Morgase. Según tengo entendido, salió herido en los enfrentamientos… y, para cuando ella regresó, ya los había sofocado por completo. Aun cuando Gareth Bryne no aprobaba los métodos, muy duros a veces, utilizados por Gaebril, Morgase quedó tan complacida por hallar restablecido el orden que lo nombró para el puesto que solía ocupar Elaida.
El posadero calló y Mat aguardó a que continuara, pero no lo hizo. Thom llenó la pipa de tabaco y fue a encender una astilla en una lamparilla que ardía para tal propósito encima de la repisa de la chimenea.
—¿Qué más? —inquirió Mat—. Ese hombre debe de tener algún motivo para actuar así. Si se casa con Morgase, ¿será rey al morir ésta? ¿Si Elayne estuviera muerta también, quiero decir?
Thom se atragantó al encender la pipa, y Gill se echó a reír.
—Andor tiene una reina, muchacho, siempre una reina. Si Morgase y Elayne murieran, ¡no lo quiera la Luz!, la mujer de parentesco más próximo a Morgase accedería al trono. Al menos, en esta ocasión está claro sobre quién recaería el relevo: sobre una prima suya, lady Dyelin, no como en la Sucesión, después de la desaparición de Tigraine. Entonces hubo de pasar un año hasta que Morgase ascendió al Trono del León. Dyelin podría mantener a Gaebril como consejero, o casarse con él para fortalecer la dinastía, aunque probablemente no lo haría a menos que Morgase hubiera tenido un hijo de él, pero incluso entonces no pasaría de ser príncipe consorte. Gracias a la Luz, Morgase es joven aún. Y Elayne goza de buena salud. ¡Luz! En la carta no decía que estuviera enferma, ¿verdad?
—Está bien. —«Por ahora al menos»—. ¿No hay nada más que podáis decirme de él? Tengo la impresión de que no os gusta. ¿Por qué?
El posadero frunció el entrecejo en ademán pensativo y se rascó la barbilla.
—Supongo que no me haría gracia que se casara con Morgase, pero no sé realmente por qué. Dicen que es un buen hombre y todos los nobles lo tienen en gran estima, pero no me gustan la mayoría de los hombres que ha incorporado a la Guardia. Han cambiado demasiadas cosas desde que llegó, pero no puedo achacárselas todas a él. Hay simplemente demasiadas personas murmurando en los rincones desde su llegada. Cualquiera diría que somos todos cairhieninos, que antes de esta guerra civil se pasaban todo el tiempo conspirando y tratando de sacar provecho de las situaciones. Desde que llegó tengo continuamente pesadillas, y no soy el único. Es una buena tontería, preocuparse por los sueños. Sin duda se debe a la inquietud por Elayne y lo que Morgase se propone hacer al respecto de la Torre Blanca, y por la gente que se comporta como cairhieninos. No sé bien. ¿Por qué haces todas esas preguntas acerca de lord Gaebril?
—Porque quiere matar a Elayne —repuso Mat—, y a Egwene y a Nynaeve con ella.
A su entender, no había nada de utilidad en todo lo que le había contado Gill. «Diantre, no tengo por qué saber la razón por la que las quiere muertas. Sólo tengo que impedirlo». Los dos hombres estaban mirándolo. Como si se hubiera vuelto loco de nuevo.
—¿No estarás recayendo de aquella enfermedad que tuviste? —señaló suspicazmente Gill—. Recuerdo que la última vez no mirabas con buen ojo a nadie. Tiene que ser eso, o que piensas gastarnos una broma. Tienes cara de bromista. ¡Si es eso, es de muy mal gusto!
—No es ninguna broma —aseguró Mat torciendo el gesto—. Oí cómo ordenaba a un hombre llamado Comar que le cortara la cabeza a Elayne. Y a Egwene y a Nynaeve, de paso. Era un individuo corpulento, con una franja blanca en la barba.
—Sí, ése parece lord Comar —reconoció Gill—. Era un buen soldado, pero dicen que dejó la Guardia por una cuestión de dados trucados. Nadie se atrevería a mencionarlo delante de él; Comar era uno de los mejores espadachines de la Guardia. Hablabas en serio, ¿verdad?
—Creo que sí, Basel —contestó por él Thom—. Me temo mucho que sí.
—¡La Luz nos proteja! ¿Qué ha dicho Morgase? Se lo has contado, ¿no es así? ¡La Luz te fulmine, la habrás prevenido!
—Por supuesto que sí —respondió amargamente Mat—. ¡Con Gaebril plantado justo al lado y ella mirándolo como un perrito faldero transido de amor! Le he dicho: «Aunque no soy más que un simple pueblerino que acaba de saltar el muro de vuestro jardín hace media hora, gracias al azar ya sé que vuestro consejero de confianza, aquí presente, el mismo del cual estáis a todas luces enamorada, se propone asesinar a vuestra hija». ¡Luz, señor, me habría hecho cortar la cabeza a mí!
—Es posible. —Thom observó las líneas de los dibujos grabados en la taza de su pipa y se atusó el bigote—. Siempre ha tenido unos accesos de genio tan repentinos como los relámpagos, y aún más peligrosos.
—Tú lo sabes mejor que nadie, Thom —comentó distraídamente Gill, que, con la vista perdida, se pasaba las manos por el canoso pelo—. Tiene que haber algo que yo pueda hacer. No he empuñado una espada desde la Guerra de Aiel, pero…, bueno, carecería de sentido acabar muerto para no conseguir nada. ¡Pero debo hacer algo!
—Los rumores. —Thom se frotaba de lado la nariz, en apariencia absorto en la contemplación del tablero, hablando para sí—. Nadie es capaz de impedir que los rumores lleguen a oídos de Morgase, y, si éstos son insistentes, comenzará a dudar. Los rumores son la voz del pueblo, y la voz del pueblo expresa a menudo la verdad. Morgase lo sabe. No existe ningún hombre vivo al que secundaría en el Juego en contra de ella. Enamorada o no, una vez que Morgase comience a examinar más atentamente a Gaebril, éste no podría ocultarle ni sus cicatrices de la infancia. Y, si ella se entera de que pretende hacer daño a Elayne… —colocó una pieza en el tablero, en una posición a primera vista extravagante, pero que, como vio Mat, acabaría por cerrar el paso a las fichas de Gill en tres movimientos—, lord Gaebril tendrá un lujosísimo funeral.
—Tú y tu Juego de las Casas —murmuró Gill—. Con todo, podría dar resultado. —El rostro se le iluminó con una súbita sonrisa—. Sé incluso a quién decírselo para iniciar la rueda. No tengo más que mencionar a Gilda que lo soñé, y al cabo de tres días habrá contado a la mitad de criadas de la Ciudad Nueva que es un hecho verídico. Es la mayor chismosa a la que ha insuflado jamás vida el Creador.
—Asegúrate de que no puedan seguir la pista de las habladurías hasta ti, Basel.
—No hay nada que temer, Thom. Hace una semana un hombre me explicó una de mis pesadillas como si la hubiera escuchado de labios de alguien a quien se lo había contado otra persona. Seguramente Gilda había escuchado cómo se lo contaba a Coline, pero cuando le pregunté al hombre me dio una retahíla de nombres que podía seguirse hasta el otro extremo de la ciudad, sin llegar, claro, al origen. Hasta fui allí y localicé al último hombre, sólo por curiosidad, para ver por cuántas bocas había pasado, y él pretendía que lo había soñado él mismo. No hay de qué preocuparse, Thom.
Consciente de que los rumores no socorrerían a Egwene y a las otras, a Mat le tenía sin cuidado lo que hicieran con ellos. Había algo, no obstante, que lo tenía desconcertado.
—Thom, parece que os tomáis con mucha calma todo esto. Pensaba que Morgase era el gran amor de vuestra vida.
—Mat —respondió Thom, volviendo a centrar la mirada en la taza de la pipa—, una mujer muy sabia me dijo una vez que el tiempo lo aliviaba todo. Yo no le creí, pero tenía razón.
—Queréis decir que ya no amáis a Morgase.
—Chico, han pasado quince años desde que salí de Caemlyn a tan sólo un paso de distancia del hacha del verdugo, con la tinta de la firma de Morgase aún húmeda en la sentencia. Sentado aquí escuchando parlotear a Basel —Gill protestó, y Thom alzó la voz—, parlotear, digo, sobre Morgase y Gaebril, acerca de la posibilidad de que se casen, me he dado cuenta de que la pasión se difuminó hace mucho. Oh, supongo que todavía le tengo cariño, que incluso la amo tal vez un poco, pero ya no se trata de una gran pasión.
—Y yo que casi esperaba que salierais corriendo hacia palacio para avisarle. —Emitió una carcajada y vio con sorpresa que Thom se unía a sus risas.
—No soy tan insensato como para eso, muchacho. Cualquier idiota sabe que los hombres y las mujeres piensan a veces de forma distinta, pero la mayor diferencia es ésta: los hombres olvidan, pero nunca perdonan; las mujeres perdonan, pero nunca olvidan. Puede que Morgase me besara la mejilla, me ofreciera una copa de vino y me confesara lo mucho que me ha echado de menos. Y luego podría igualmente dejar que los guardias me encarcelaran y me entregaran al verdugo. No. Morgase es una de las mujeres más capacitadas que he conocido, lo cual no es poca cosa. Casi compadeceré a Gaebril cuando se entere de lo que está tramando. ¿A Tear, has dicho? ¿Cabe la posibilidad de que esperes a partir mañana? No me vendría mal dormir una noche.
—Quiero estar lo más lejos posible en dirección a Tear antes del anochecer. —Mat pestañeó—. ¿Vais a venir conmigo? Pensaba que queríais quedaros aquí.
—¿No acabas de oírme decir que he decidido que no me decapiten? Tear se me antoja un lugar más seguro para mí que Caemlyn, y así, de improviso, me parece una buena alternativa. Además, me caen bien esas chicas. —En su mano apareció un cuchillo que desapareció de forma igual de repentina—. No me gustaría que les ocurriera nada. Ahora bien, si deseas llegar rápidamente a Tear, te conviene ir a Aringill. Un barco veloz nos dejará tres días antes en Tear que cualquier caballo, aun si cabalgáramos hasta reventarlos. Y no lo digo sólo porque ya tenga en las nalgas grabada la forma de la silla.
—Será Aringill, pues. Siempre que sea rápido.
—Bien —dijo Gill—, supongo que si te marchas, chico, será mejor que vaya a hacer que te sirvan esa comida. —Se levantó y se encaminó a la puerta.
—Guardadme esto, maese Gill —pidió Mat, lanzándole la bolsa de gamuza.
—¿Qué es esto, muchacho? ¿Dinero?
—Una apuesta. Aunque Gaebril no lo sabe, él y yo tenemos una apuesta pendiente. —El gato bajó de un salto cuando Mat tomó el cubilete de madera y arrojó los dados encima de la mesa. Cinco seises—. Y yo siempre gano.