15 El hombre gris

Fuera del estudio de la Sede Amyrlin, Egwene y Nynaeve comenzaron a recorrer los solitarios corredores, cruzándose sólo de tanto en tanto con alguna criada. Egwene agradeció su presencia pues, a pesar de todos los tapices y ornamentos en las paredes, los pasillos se le antojaban ahora cavernas. Peligrosas cavernas.

Nynaeve caminaba con paso vivo y resuelto, volviendo a propinarse vigorosos tirones de trenza, y Egwene apuraba el suyo para no quedarse atrás. No quería que la dejara sola.

—Si el Ajah Negro sigue todavía aquí, Nynaeve, y si concibe aunque sólo sea sospechas de lo que estamos haciendo… Espero que no hablaras en serio al afirmar que nos comportaríamos como si ya estuviéramos sujetas a los Tres Juramentos. No pienso permitir que me maten, si puedo impedirlo encauzando.

—Si aún queda alguna aquí, Egwene, sabrán lo que hacemos en cuanto nos vean. —Pese a sus palabras, Nynaeve parecía preocupada—. O como mínimo nos verán como una amenaza, lo cual viene a ser lo mismo.

—¿Cómo van a considerarnos como una amenaza? Nadie se siente amenazado por alguien a quien puede ordenar lo que le plazca. Quien tiene que fregar ollas y hacer girar los asadores tres veces por día no representa una amenaza para nadie. La Amyrlin nos ha puesto a trabajar en las cocinas por ese motivo. En parte, al menos.

—Quizá la Amyrlin no ha tomado en cuenta todas las implicaciones —dijo distraídamente Nynaeve—. O tal vez sí, y pretende de nosotras algo distinto de lo que asegura. Piensa, Egwene. Liandrin no habría intentado deshacerse de nosotras si no hubiera creído que suponíamos una amenaza para ella. No acierto a descifrar el cómo ni el porqué, pero tampoco veo que la situación haya cambiado. Si todavía hay hermanas del Ajah Negro aquí, les mereceremos el mismo aprecio que a ella, tanto si sospechan de nuestras actividades como si no.

—No había pensado en eso —confesó Egwene, tragando saliva—. Luz, me gustaría ser invisible. Nynaeve, si aún están aquí, me arriesgaré a ser neutralizada antes de que un Amigo Siniestro me mate, o me haga algo peor. Y, pese a lo que le has dicho a la Amyrlin, tampoco creo que tú vayas a dejar que te liquiden.

—Hablaba en serio. —Por un momento Nynaeve pareció salir de su estado de concentración y aminoró el paso. Una rubia novicia pasó apresurada llevando una bandeja—. Totalmente en serio, Egwene. —Nynaeve prosiguió cuando la novicia se halló lo bastante lejos para no oírla—. Hay otros métodos con los que podemos defendernos. Si no existieran, muchas Aes Sedai serían asesinadas cada vez que abandonan la Torre. Sólo hemos de deducir cuáles son y utilizarlos.

—Yo ya conozco varios, y tú también.

—Son peligrosos. —Egwene se disponía a argüir que únicamente eran peligrosos para quien las atacara, pero Nynaeve continuó hablando, imparable—. Puedes aficionarte demasiado a ellos. Esta mañana, cuando he descargado toda mi furia contra esos Capas Blancas…, he sentido una satisfacción excesiva. Es demasiado arriesgado. —Se estremeció y volvió a apretar el paso, y Egwene hubo de apurarse para alcanzarla.

—Hablas como Sheriam. Nunca lo habías hecho. Siempre has querido ir más allá de todos los límites que te han impuesto. ¿Por qué habrías de aceptarlos ahora, cuando tal vez hayamos de quebrarlos para conservar la vida?

—¿De qué serviría si al final nos echan de la Torre? ¿Neutralizadas o no, de qué serviría? —Nynaeve bajó la voz como si hablara para sí—. Puedo hacerlo. Debo hacerlo, si he de permanecer aquí el tiempo suficiente para aprender, y debo aprender si voy a… —De improviso pareció caer en la cuenta de que hablaba en voz alta. Luego lanzó una dura mirada a Egwene y su voz cobró nueva firmeza—. Déjame pensar. Por favor, quédate callada y déjame pensar.

Egwene contuvo el torbellino de preguntas que se agitaban en su interior. ¿Qué motivo en especial tenía Nynaeve para querer llegar más lejos en las enseñanzas que se impartían en la Torre Blanca? ¿Qué era lo que se proponía? ¿Por qué le ocultaba Nynaeve secretos a ella? «Secretos. Hemos aprendido a guardar secretos desde que vinimos a la Torre. La Amyrlin también ha callado secretos. Luz, ¿qué va a hacer al respecto de Mat?»

Nynaeve la acompañó hasta el ala de las novicias. Las galerías seguían vacías y tampoco encontraron a nadie al subir por las rampas que ascendían en espiral.

Al llegar a la habitación de Elayne, Nynaeve se paró, llamó a la puerta e inmediatamente la abrió y asomó la cabeza. Después dejó que ésta se cerrara y se dirigió a la siguiente, la de Egwene.

—Aún no ha vuelto —dijo—. He de hablar con vosotras dos.

Egwene la agarró por los hombros, obligándola a detenerse.

—¿Qué…?

Sintió un tirón en el pelo, un pinchazo en la oreja. Algo negro pasó silbando ante su cara para chocar contra la pared, y un segundo después Nynaeve la empujaba hacia el suelo, detrás de la barandilla.

Egwene miró con ojos desorbitados el objeto que había caído en la piedra frente a su puerta. Una saeta de ballesta. Unas cuantas hebras de oscuro pelo, las suyas, estaban enredadas en las cuatro gruesas púas, capaces de traspasar una armadura. Se llevó una temblorosa mano a la oreja y tocó el ligero rasguño, húmedo de sangre. «Si no me hubiera parado precisamente entonces… Si no…» El proyectil le habría traspasado la cabeza y probablemente habría matado también a Nynaeve.

—¡Por todos los demonios! —exclamó sin resuello—. ¡Por todos los demonios condenados!

—Controla esa lengua —la regañó Nynaeve, con la mente en otra parte. Tumbada en el suelo, miraba entre los balaustres hacia el lado opuesto de las galerías. Egwene percibió un nimbo a su alrededor. Había abrazado el saidar.

Sin pensarlo dos veces, Egwene trató de encauzar el Poder Único, pero en su apresuramiento no lo logró. A causa de la prisa, y también de las imágenes que constantemente le invadían la mente, imágenes de su cabeza partida como un melón por una pesada saeta que proseguía su curso hasta clavarse en Nynaeve. Respiró hondo y volvió a intentarlo, y por fin la rosa flotó en el vacío, abierta a la Fuente Verdadera, y el Poder la hinchó.

—¿Ves algo? —preguntó, volviéndose boca abajo para asomarse a la barandilla junto a Nynaeve—. ¿Lo ves? ¡Lo voy a traspasar con un rayo! —Notaba cómo éste se formaba en su interior, presionándola para que lo descargara—. Es un hombre, ¿verdad? —Aunque le costaba imaginar que un hombre entrara en las dependencias de las novicias, todavía le resultaba más impensable que una mujer se paseara por la Torre cargando una ballesta.

—No lo sé. —La voz de Nynaeve estaba impregnada de calmosa rabia; su furia era siempre mucho más temible cuando exteriorizaba calma—. Me ha parecido ver… ¡Sí! ¡Allí! —Egwene sintió el latido del Poder en Nynaeve, y entonces ésta se puso lentamente en pie y se cepilló el vestido como si no tuviera ningún otro motivo de preocupación.

Egwene siguió con los ojos el curso de su mirada.

—¿Qué es eso? ¿Qué has hecho, Nynaeve? ¡Nynaeve!

—«De los Cinco Poderes —citó Nynaeve, con tono ligeramente jocoso, como si impartiera una clase—, muchos consideran que el Aire, en ocasiones llamado Viento, es el menos útil de todos, lo cual dista mucho de ser cierto». —Concluyó con una tensa carcajada—. Ya te he dicho que había otros medios para defendernos. He utilizado el Aire, lo he paralizado con aire. Suponiendo que sea un hombre; no he podido verlo claramente. Es un truco que me enseñó una vez la Amyrlin, aunque dudo que esperara que yo viera cómo se realizaba. Bueno, ¿vas a quedarte ahí tumbada todo el día?

Egwene se levantó y se puso a caminar presurosamente tras ella. Al doblar una curva de la galería vieron a un hombre vestido con sencillez que permanecía de espaldas, con el cuerpo apoyado en un solo pie y el otro en el aire, como si estuviera corriendo cuando había quedado petrificado. Debía de sentirse como si lo hubieran enterrado en espesa gelatina cuando, en realidad, lo que lo apresaba no era sino aire. Egwene también recordaba la demostración de la Amyrlin, pero no se creía capaz de repetir el ejercicio. A Nynaeve, en cambio, le bastaba ver a alguien realizando algo para descubrir el modo de reproducirlo. Siempre y cuando consiguiera encauzar, desde luego.

Se acercaron más, y entonces las reflexiones de Egwene concernientes al Poder se interrumpieron a causa del estupor. En el pecho del hombre sobresalía la empuñadura de una daga. Tenía la cara desencajada, y la muerte ya le había velado los entrecerrados ojos. Cuando Nynaeve soltó la trampa que lo retenía, se desplomó pesadamente en el suelo.

Era un hombre de aspecto normal, de altura y complexión normales, con un rostro tan anodino que Egwene no habría reparado en él dentro de un grupo de tan sólo tres personas. Le bastó examinarlo un momento para darse cuenta de que faltaba algo: una ballesta. Dio un respingo y miró con ojos desorbitados en derredor.

—Tenía que haber otra persona, Nynaeve. Alguien se ha llevado la ballesta. Y alguien lo ha apuñalado. Podría estar en cualquier parte, dispuesto a volver a dispararnos.

—Cálmate —dijo Nynaeve, mirando, no obstante, a ambos lados de la galería y dando un buen tirón a su trenza—. Tranquilízate y ya hallaremos la manera de… —Calló de repente, al oír un ruido de pasos procedentes de la rampa que subía a ese mismo piso.

Con el corazón latiéndole desbocado en el pecho y los ojos fijos en la salida de la rampa, Egwene pugnó desesperadamente por volver a tocar el saidar, pero ella necesitaba calma para conseguirlo, y el alocado flujo de sangre en sus venas hacía añicos la calma.

Sheriam Sedai se detuvo en la boca de la galería y miró con entrecejo fruncido tan insólita escena.

—Por la Luz, ¿qué ha ocurrido aquí? —Se aproximó a toda velocidad, perdida por una vez su habitual serenidad.

—Lo hemos encontrado —dijo Nynaeve cuando la Maestra de las Novicias se arrodilló junto al cadáver.

Sheriam puso una mano en el pecho del hombre y la retiró como impulsada por un resorte. Armándose de valor, volvió a aplicársela y mantuvo el contacto un momento.

—Muerto —murmuró—. Tan muerto como puede estarlo cualquiera, y más. —Al levantarse, sacó un pañuelo de la manga y se limpió las manos—. ¿Decís que lo habéis encontrado? ¿Así?

Egwene asintió con la cabeza, convencida de que, si hablaba, Sheriam advertiría la mentira en su voz.

—Sí —respondió con firmeza Nynaeve.

Sheriam sacudió la cabeza.

—Un hombre… ¡y un hombre precisamente muerto!, en los aposentos de las novicias ya supondría un escándalo considerable, ¡pero esto…!

Sheriam respiró a pleno pulmón y les dirigió una escrutadora mirada.

—Es un Sin Alma. Un Hombre Gris. —Volvió a frotarse distraídamente los dedos con el pañuelo y sus ojos se posaron de nuevo, con preocupación, en el cadáver.

—¿Un Sin Alma? —exclamó con voz temblorosa Egwene, al mismo tiempo que Nynaeve inquiría:

—¿Un Hombre Gris?

—Esto todavía no está incluido en vuestros estudios —explicó Sheriam, tras dedicarles una mirada tan breve como penetrante—, pero parece que vosotras habéis ido más allá de las normas en numerosos aspectos. Y teniendo en cuenta que habéis encontrado a este… —Señaló el cadáver—. Los Sin Alma, los Hombres Grises, renuncian a su alma para servir como asesinos al Oscuro. Después de ello ya no están totalmente vivos. Tampoco muertos, pero no realmente vivos. Y, a pesar del nombre, algunos Hombres Grises son mujeres. Son raros los casos, pues incluso entre los Amigos Siniestros son pocas las mujeres tan estúpidas como para someterse a ese sacrificio. Uno puede mirarlos de frente sin apenas reparar en ellos, hasta que ya es demasiado tarde. Cuando caminaba era prácticamente como si estuviera muerto, y ahora sólo mis ojos me dicen que lo que yace aquí tuvo en algún tiempo vida. —Volvió a asestarles una prolongada mirada—. Ningún Hombre Gris se ha atrevido a entrar en Tar Valon desde la Guerra de los Trollocs.

—¿Qué vais a hacer? —inquirió Egwene. Viendo que Sheriam enarcaba las cejas, se apresuró a agregar—: Si me permitís preguntároslo, Sheriam Sedai.

—Dado que habéis tenido la mala suerte de encontrarlo —repuso la Aes Sedai tras un instante de vacilación—, supongo que no es osado por tu parte. Iré a ver a la Sede Amyrlin, pero, con todo lo que ha pasado, creo que querrá mantener la máxima discreción posible. No nos convienen más rumores. No hablaréis de esto con nadie que no sea yo, o la Sede Amyrlin, en caso de que ella lo mencione.

—Sí, Aes Sedai —acató fervientemente Egwene.

Nynaeve lo hizo con mayor frialdad, pero Sheriam parecía dar por descontada su obediencia y no dio señales de haberlas oído. Su atención se centraba exclusivamente en el muerto. En el Hombre Gris, el Sin Alma.

—No habrá modo de ocultar el hecho de que han matado a un hombre aquí. —La aureola del Poder Único la rodeó de improviso e, igual de repentinamente, una larga y achatada cúpula grisácea, y tan opaca que apenas si se veía lo que había debajo, cubrió el cadáver—. Esto, sin embargo, impedirá que lo toque cualquier persona capaz de descubrir su verdadera naturaleza. Debo hacer que lo saquen de aquí antes de que regresen las novicias.

Sus achinados ojos las observaron como si hubiera olvidado su presencia.

—Ahora idos las dos. A vuestra habitación, creo que será lo mejor, Nynaeve. Teniendo en cuenta lo que ya afrontáis, si corriera la noticia de que habéis tenido alguna intervención en esto, aunque sólo sea tangencial… Marchaos.

Egwene realizó una reverencia y tiró de la manga de Nynaeve, pero ésta tenía preparada una nueva pregunta.

—¿Por qué habéis subido aquí, Sheriam Sedai?

Sheriam frunció el entrecejo, pasado el primer instante de desconcierto, y, apoyando los puños en las caderas, fijó en Nynaeve una mirada cargada con todo el peso de su autoridad.

—¿Acaso ahora necesita la Maestra de las Novicias alguna excusa para visitar las dependencias de las novicias, Aceptada? —contestó quedamente—. ¿Es que ahora las Aceptadas interrogan a las Aes Sedai? La Amyrlin tiene intención de hacer alguien de ti, pero, tanto si lo consigue como si no, yo al menos te enseñaré modales. Ahora idos de aquí, antes de que os mande a las dos a mi estudio, y no en cumplimiento de la cita que la Sede Amyrlin ya os ha concertado.

A Egwene se le ocurrió de repente algo.

—Perdonadme, Sheriam Sedai —se disculpó precipitadamente—, pero tengo que ir a buscar mi capa. Tengo frío. —Se marchó corriendo por la galería, sin dar tiempo a que la Aes Sedai le respondiera.

Si Sheriam Sedai encontraba aquella saeta delante de su puerta, tendría que hacer frente a excesivas preguntas y no habría forma de convencerla de que ella sólo había encontrado al hombre, ni de que nada tenía que ver con aquel episodio. Pero, cuando llegó a la puerta de su dormitorio, la recia saeta había desaparecido. Únicamente la dentada marca que había dejado junto a la jamba daba constancia de que había estado allí.

Egwene se erizó de espanto. «¿Cómo podría haberla cogido alguien sin que ninguna de nosotras haya visto…? ¡Otro Hombre Gris!» Había abrazado inconscientemente el saidar y sólo cayó en la cuenta de ello al sentir el dulce fluir del Poder en su cuerpo. Con todo, el momento en que abrió la puerta y entró en su habitación fue uno de los más angustiantes de su vida. No había nadie adentro. De todas formas, cogió a toda prisa su capa blanca y no liberó el saidar hasta haber recorrido la mitad de la distancia que la separaba de las otras.

Durante su ausencia había ocurrido algo más entre las dos mujeres. Nynaeve trataba de aparentar mansedumbre y lo único que lograba era ofrecer la agria imagen de alguien que tiene acidez de estómago. Con los puños en las caderas, Sheriam repiqueteaba irritada en el suelo con el pie y la mirada que asestaba a Nynaeve, con ojos semejantes a unas ruedas de molino que prometían machacar la cebada y convertirla en harina, también incluía a Egwene.

—Perdonadme, Sheriam Sedai —se excusó, dedicándole una reverencia al tiempo que se ponía la capa sobre los hombros—. Este… esto de encontrar a un hombre muerto…, a… ¡un Hombre Gris!, me ha dado frío. ¿Podemos retirarnos?

Sheriam asintió con la cabeza, y Nynaeve realizó una somera inclinación. Egwene la agarró del brazo y se la llevó de allí.

—¿Es que pretendes buscar más problemas de los que tenemos? —la acusó cuando se hallaban dos pisos más abajo y, así lo esperaba, lejos de toda posibilidad de que Sheriam pudiera oírlas—. ¿Qué más le has dicho para que te mirara tan airadamente? Le habrás hecho más preguntas, supongo. Confío en que hayas averiguado algo que valga la pena haberla enfurecido de esa manera.

—No me ha revelado nada —murmuró Nynaeve—. Si hemos de conseguir algo, debemos hacer preguntas, Egwene. Deberemos correr algunos riesgos o jamás descubriremos nada.

—Bueno, ten un poco más de tacto —aconsejó, suspirando, Egwene, pero a juzgar por la expresión de su cara, Nynaeve no tenía ninguna intención de tomarse las cosas con calma ni de escatimar riesgos. Egwene volvió a suspirar—. La saeta ha desaparecido, Nynaeve. Debe de haberla cogido otro Hombre Gris.

—De modo que era por eso que… ¡Luz! —Nynaeve frunció el entrecejo y volvió a darse un violento tirón de trenza.

—¿Qué ha hecho para tapar el…, el cadáver? —inquirió al cabo de unos minutos Egwene.

Se negó a pensar en él como en un Hombre Gris, pues ello le recordaba que había otro rondando por allí. En esos momentos no quería pensar en nada.

—Aire —respondió Nynaeve—. Ha utilizado el Aire. Un truco muy hábil, y me parece que ya sé qué aplicación darle.

Según el uso que se le daba, el Poder Único se dividía en Cinco Poderes: Tierra, Aire, Fuego, Agua y Energía, y los distintos Talentos requerían una diferente integración de ellos.

—No acabo de entender la forma como se combinan a veces los Cinco Poderes. Pongamos por caso la curación. Comprendo que se necesite la Energía, e incluso el Aire, ¿pero el Agua?

—¿De qué parloteas ahora? —preguntó Nynaeve, encarándose a ella—. ¿Has olvidado lo que estamos haciendo?

Miró a su alrededor. Habían llegado a las dependencias de las Aceptadas, una sección de galerías no tan elevada como la de las novicias que daban a un jardín en lugar de a un patio. No se veía a nadie, exceptuando a una Aceptada que caminaba apresuradamente junto a una de las balaustradas de abajo, pero de todos modos bajó la voz.

—¿Te has olvidado del Ajah Negro?

—Estoy tratando de olvidarlo —aseguró apasionadamente Egwene—. Por un rato al menos. Estoy tratando de olvidar que acabamos de dejar tendido a un muerto. Estoy tratando de olvidar que por poco no me ha matado, y que iba con alguien más que podría intentarlo de nuevo. —Se tocó la oreja; la sangre se había secado, pero aún le dolía el rasguño—. Tenemos suerte de estar vivas todavía.

Nynaeve suavizó la expresión de la cara, pero, cuando habló, en su voz sonaron reminiscencias del tiempo en que era la Zahorí de Campo de Emond, formulando palabras que habían de ser dichas por el propio bien de uno.

—Recuerda ese cadáver, Egwene. Recuerda que ha intentado matarte, matarnos. Acuérdate del Ajah Negro. Tenlos constantemente presentes. Porque si los olvidas, aunque sólo sea un momento, puede que la próxima vez acabes muerta.

—Lo sé —suspiró Egwene—. Pero eso no quiere decir que me entusiasme la idea.

—¿Te has fijado en lo que Sheriam ha omitido mencionar?

—No. ¿Qué?

—En ningún instante se ha preguntado quién lo había apuñalado. Ahora vamos. Mi habitación está justo ahí abajo, y podrás descansar mientras hablamos.

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