Concentrado como estaba en interrogarse sobre si la chica de pelo negro sabría qué significaba tener los ojos amarillos, Perrin no prestó oídos al ininterrumpido parloteo de Furlan. «Diantre, estaba mirándome a mí». Entonces oyó las palabras «proclamando al Dragón en Ghealdan» y pensó que las orejas iban a aguzársele tanto como las de Loial.
—¿Hay otro falso Dragón, posadero? —preguntó Moraine, deteniéndose en seco en el umbral de la puerta de su habitación—. ¿En Ghealdan?
Aunque la capucha de la capa aún le tapaba la cara, su voz traicionaba una profunda consternación. Pese a estar pendiente de la respuesta del hombre, Perrin no pudo evitar fijar la mirada en ella; olía a algo muy próximo al miedo.
—Ah, lady, no tenéis de qué preocuparos. Nadie os importunará aquí, a cien leguas de Ghealdan, y menos teniendo cerca a maese Andra y a lord Orban y lord Gann. Caramba si…
—¡Respondedle! —lo conminó tajantemente Lan—. ¿Hay un falso Dragón en Ghealdan?
—Ah. Ah, no, maese Andra, no exactamente. He dicho que hay un hombre proclamando el advenimiento del Dragón en Ghealdan, tal como me contaron hace unos días. Anunciando su llegada, por así decirlo. Predicando las alabanzas de ese tipo que estaba en Tarabon, de quien se habló tanto. Aunque algunos aseguran que fue en Arad Doman y no en Tarabon. Muy lejos de aquí en todo caso. Verdad es que, en otras circunstancias, no se habría hablado de otra cosa, salvo quizá de las habladurías que corren acerca del regreso del ejército de Hawkwing… —Los fríos ojos de Lan podrían haber expresado la misma amenaza que el filo de un cuchillo, a juzgar por la manera como Furlan tragó saliva y se fregó las manos en la chaqueta—. Yo sólo sé lo que oigo, maese Andra. Dicen que ese individuo tiene una mirada que lo deja seco a uno y que proclama toda clase de insensateces, como que el Dragón viene a salvarnos, que todos hemos de seguirlo y que incluso las fieras lucharán al lado del Dragón. No sé si ya lo habrán arrestado. Es probable que sí, porque los ghealdanos no iban a permitir tal clase de prédica durante mucho tiempo.
«Masema —pensó con asombro Perrin—. Es el condenado Masema».
—Tenéis razón, posadero —convino Lan—. Sería raro que ese hombre causara problemas aquí. Una vez conocí a un tipo aficionado a hacer descabellados discursos. ¿Os acordáis de él, lady Alys? ¿De Masema?
—Masema —repitió Moraine, dando un respingo—. Sí, desde luego. Me había olvidado de él. —Recobró la firmeza en la voz—. La próxima vez que vea a Masema, sabrá lo que es bueno. —Cerró la puerta de su dormitorio con tal violencia que el ruido del golpe se propagó por todo el pasillo.
—¡Silencio! —gritó alguien al fondo—. ¡Tengo la cabeza a punto de estallar!
—Ah. —Furlan se frotó las manos hacia arriba y luego hacia abajo—. Ah. Disculpad que lo diga, maese Andra, pero lady Alys parece una mujer de mucho temperamento.
—Solamente con quienes la enojan —lo tranquilizó Lan—. Es más de temer su mordedura que sus ladridos.
—Ah. Ja, ja. Vuestras habitaciones están allí. Ah, amigo Ogier, cuando maese Andra me ha dicho que veníais, he hecho bajar del desván una antigua cama Ogier que llevaba más de trescientos años acumulando polvo. Ciertamente, es…
Como la roca de un río que ya no oye el rumor del agua, Perrin dejó que las palabras resbalaran sobre su conciencia. La joven de pelo negro lo tenía preocupado. Y también el Aiel enjaulado.
Lan no había hecho nada para disuadir al posadero de que él no era un criado y, en consecuencia, le habían reservado una reducida habitación trasera, en la que entró mecánicamente, aún absorto en sus pensamientos. Tomó la precaución de aflojar el arco, puesto que si lo mantenía constantemente tenso acabaría por dañar tanto el arco como la cuerda, lo apoyó en un rincón, descargó el fajo con la manta y las alforjas cerca del aguamanil y depositó la capa sobre ellos. Luego colgó los cinturones en que estaban prendidos el carcaj y el hacha en los clavos de la pared y estaba tentado de echarse en la cama cuando un gran bostezo le advirtió del riesgo en que incurriría. El lecho era estrecho y el colchón tenía muchos bultos y, aun así, aquélla le parecía la más seductora de las camas. Se sentó disciplinadamente en el taburete de tres patas y, siguiendo su natural tendencia a pensar con detenimiento las cosas, se puso a cavilar.
Al cabo de un rato Loial llamó a la puerta y asomó la cabeza. Las orejas del Ogier casi temblaban de excitación y su ancha sonrisa le llegaba de oreja a oreja.
—¡No vas a creerlo, Perrin! ¡Mi cama es de madera cantada! Debe de tener unos mil años, porque durante todo este milenio nadie ha cantado una pieza de tal tamaño. Yo mismo no me atrevería a intentarlo, y en estos tiempos soy uno de los que descuellan en ese talento. Bueno, a decir verdad, somos pocos los que disponemos de ese talento ahora. Pero estoy entre los mejores cantores de madera actuales.
—Qué interesante —dijo Perrin. «Un Aiel en una jaula. Eso es lo que dijo Min. ¿Por qué me observaba esa chica?»
—A mí me lo ha parecido. —Loial dejó traslucir cierta decepción porque Perrin no participara de su entusiasmo, pero éste sólo quería entregarse a sus reflexiones—. La cena está dispuesta abajo, Perrin. Han preparado los más exquisitos manjares por si los cazadores quieren algo, de modo que algo nos tocará a nosotros.
—Ve tú, Loial. Yo no tengo hambre.
Los aromas a carne asada que llegaban desde la cocina no cautivaron su atención. Apenas si se dio cuenta de que Loial se había ido.
Con las manos sobre las rodillas, bostezando de vez en cuando, trató de hallar respuesta a sus interrogantes. La situación era semejante a uno de aquellos rompecabezas que hacía maese Luhhan con piezas de metal que parecían inextricablemente soldadas. Pero, al igual que en las creaciones del herrero siempre había un truco para desencajar las arandelas y bolas de hierro, debía existir una explicación razonable para todo aquello.
La muchacha había estado mirándolo. El color de sus ojos podría haber sido la causa, pero eso no concordaba con la actitud que habían adoptado respecto a ellos el posadero y el resto de los presentes. Tenían un Ogier en quien fijarse, cazadores del Cuerno en la casa y una dama de visita, además de un Aiel enjaulado en la plaza. A su lado el color del iris de alguien era una fruslería, y más tratándose de un criado. «¿Entonces por qué estaba observándome precisamente a mí?»
Y el Aiel encerrado en la jaula. Lo que Min percibía era invariablemente importante. ¿Pero cómo? ¿Qué se suponía que debía hacer él? «Podría haber impedido que los niños siguieran apedreándolo. He debido hacerlo». De nada le servía disculparse aduciendo que los mayores le habrían dicho que se ocupara de sus asuntos, que él era un forastero en Remen a quien no concernía en absoluto el Aiel. «He debido intentarlo».
Como no encontrara respuestas, volvió a empezar por el principio y repasó pacientemente una y otra vez todos los detalles que le parecieron significativos. Su esfuerzo únicamente lo condujo a lamentarse por lo que había omitido hacer.
Al cabo de un rato cayó en la cuenta de que por fin había anochecido. Sólo la tenue luz de la luna que entraba por la única ventana amortiguaba la oscuridad de la habitación. Se acordó de la vela de sebo y el pedernal que había visto en la repisa de la estrecha chimenea, pero desechó encenderla. El brillo de la luna era suficiente para sus ojos. «He de hacer algo».
Se ciñó el hacha y se paró, asombrado. Había sido un acto involuntario; llevar el arma se había convertido en algo tan natural para él como el simple hecho de respirar. Aunque le disgustaba admitir esa evidencia, mantuvo el cinturón sobre sus caderas y salió afuera.
La luz procedente de la escalera bañaba ligeramente el pasillo con un brillo casi deslumbrante por contraste con las tinieblas de su dormitorio. Desde la sala llegaban hasta él el sonido de las risas y las conversaciones y también el olor a comida de la cocina. Se encaminó a la parte delantera del edificio, llamó a la puerta de Moraine y entró. Luego se quedó parado, con el rostro encendido.
Moraine se tapó con la bata azul cielo que llevaba sobre los hombros.
—¿Deseas algo? —preguntó con frialdad.
Tenía un cepillo de plancha de plata en la mano y sus negros cabellos, que bajaban desparramados como oscuras olas por su cuello, relucían como si hubiera estado cepillándolos. Su habitación, con paneles de pulida madera en las paredes, lámparas con repujados de plata y un alegre fuego encendido en la amplia chimenea de ladrillos, era mucho más lujosa que la suya. En el aire flotaba un olor a jabón de rosas.
—Yo… pensaba que Lan estaba aquí —logró articular—. Como siempre estáis juntos, creía que…, que…
—¿Qué quieres, Perrin?
—¿Es esto obra de Rand? —preguntó tras aspirar profundamente—. Ya sé que Lan le ha seguido el rastro hasta aquí y que todo parece insólito: los cazadores, los Aiel… Pero, ¿ha sido él el causante?
—Yo diría que no. Lo sabré con más certeza cuando Lan me informe de lo que descubra esta noche. Con suerte, sus hallazgos nos ayudarán a efectuar la decisión que hemos de tomar.
—¿Una decisión?
—Rand podría haber cruzado el río y dirigirse a campo traviesa a Tear, o bien haber tomado un barco con destino a Illian con la intención de embarcar allí en otro que lo lleve hasta Tear. Aunque se da un rodeo de varias leguas, el viaje resulta más rápido por río.
—No creo que le demos alcance, Moraine. No sé cómo lo consigue, pero incluso a pie mantiene la delantera. Si Lan está en lo cierto, aún nos lleva medio día de ventaja.
—Estaría por sospechar que ha aprendido a viajar —admitió, frunciendo levemente el entrecejo, Moraine— de no ser porque en ese caso habría ido directamente a Tear. No, lleva la sangre de infatigables caminantes y corredores en las venas. De todos modos podríamos optar por proseguir por río. Si no puedo alcanzarlo, estaré en Tear pisándole los talones. O esperándolo.
Perrin se removió, inquieto, al percibir la fría promesa en su voz.
—En una ocasión me dijisteis que podíais detectar a los Amigos Siniestros; al menos a los que estaban totalmente corrompidos por la Sombra, y que Lan también poseía esa capacidad. ¿Habéis percibido algo así aquí?
La Aes Sedai emitió un sonoro resoplido y se volvió hacia un espejo de cuerpo entero con finos trabajos en plata engastados en las patas. Manteniendo la bata pegada al cuerpo con una mano, deslizó el cepillo por sus cabellos con la otra.
—Incluso entre los peores Amigos Siniestros son muy pocos los humanos que han llegado tan lejos, Perrin. —El cepillo se detuvo en el aire—. ¿Por qué lo preguntas?
—Abajo en la sala había una chica que me miraba fijamente. No estaba pendiente de vos y de Loial como todos los demás, sino de mí.
El cepillo volvió a entrar en movimiento, y una breve sonrisa curvó los labios de Moraine.
—A veces olvidas, Perrin, que eres un joven bien parecido. Algunas muchachas aprecian unos hombros con una buena musculatura. —Perrin exhaló un gruñido, moviendo con embarazo los pies—. ¿Hay algo más, Perrin?
—Eh… no.
Ella no podía aportarle ningún dato en lo concerniente a la visión que había tenido Min, salvo precisar lo que ya sabía: que se trataba de algo importante. Además, no quería decirle lo que Min había visto. Ni tan siquiera que Min hubiera visto algo.
De nuevo en el pasillo con la puerta ya cerrada, se apoyó un momento en la pared. «Luz, mira que irrumpir en su habitación de ese modo, estando ella…» Era una mujer hermosa. «Y seguramente lo bastante vieja para ser tu madre». Se le ocurrió que Mat la habría invitado probablemente a bajar a la sala a bailar. «No, no lo habría hecho. Ni el propio Mat es tan alocado como para tratar de seducir a una Aes Sedai». Moraine sabía bailar. Él mismo había bailado con ella en una ocasión. Y había estado tropezando con sus pies cada dos por tres. «Deja de pensar en ella como si fuera una chica de pueblo sólo porque la has visto… ¡Es una maldita Aes Sedai! Más vale que te preocupes por el Aiel». Se estremeció y bajó la escalera.
El comedor de la posada estaba lleno a rebosar. Todas las sillas, taburetes y bancos estaban ocupados y aún había gente de pie. No vio a la muchacha de pelo negro, y nadie le prestó mayor atención cuando atravesó apresuradamente la sala.
Con la pierna vendada en el cojín de una silla y el pie correspondiente calzado con una pantufla, y una copa de plata que la camarera no paraba de llenar, Orban disfrutaba de una mesa exclusivamente para él.
—Bien sabíamos Gann y yo —decía a todos los congregados— cuán feroces guerreros son los Aiel, pero no había tiempo para vacilar. Desenvainé la espada, hinqué los talones en los flancos de León…
Perrin dio un respingo antes de caer en la cuenta de que lo que había querido decir era que su caballo se llamaba León. «No me habría extrañado oírle decir que cabalgaba a lomos de un león». Se sintió algo avergonzado; el hecho de que no le cayera bien ese cazador no daba pie a suponer que llevara tan lejos su fanfarronería. Se precipitó afuera sin volver la vista atrás.
En la calle la gente se apiñaba para mirar por las ventanas y escuchar tras las puertas el relato de Orban. Nadie dedicó más de una breve ojeada a Perrin, a pesar de que su salida provocó varias quejas entre los que hubieron de apartarse de la puerta para dejarlo pasar.
Todos los que habían salido esa noche debían de encontrarse en las proximidades de la posada, pues de camino a la plaza no vio a nadie. De vez en cuando se recortaba la silueta de una persona en una ventana, pero, por lo demás, las calles estaban solitarias. Tuvo, empero, la sensación de ser observado y miró con nerviosismo en torno a sí. No había nadie en la oscuridad salpicada de relucientes ventanas, que en la plaza se reducían a unas pocas en los pisos superiores.
El Aiel seguía preso en la jaula, a una altura a la que no alcanzaban sus brazos. Aunque parecía despierto, o al menos tenía la cabeza erguida, en ningún momento dirigió la mirada a Perrin. Las piedras que le habían tirado los niños estaban esparcidas bajo la jaula.
La jaula pendía de una gruesa cuerda atada a la anilla de uno de los maderos superiores y, acoplada en una pesada polea sujeta al travesaño, bajaba hasta apoyarse en un par de clavos del pie derecho a menos de un metro del suelo. El cabo sobrante componía una desordenada maraña al pie de la horca.
Perrin volvió a mirar en derredor, escrutando la oscura plaza, y, aunque todavía tenía la impresión de ser vigilado, tampoco vio nada. Aguzó el oído y no oyó más que el silencio. Percibió el olor a humo de chimenea y a comida procedentes de las casas, y a sudor humano y sangre coagulada emanado del Aiel. Su olfato no captó, sin embargo, ningún indicio de miedo en él.
«Hay que tener en cuenta su peso y el de la jaula», pensó en tanto se aproximaba. Ignoraba cuándo había decidido hacer aquello y ni siquiera si realmente lo había decidido, pero sabía que nada le impediría llevarlo a cabo.
Apuntalándose en el recio poste, haló de la cuerda e izó un poco la jaula para aflojarla. Por el modo como se agitó ésta dedujo que el hombre se había movido finalmente, pero tenía demasiada prisa para parar y comunicarle lo que se proponía. Los centímetros ganados le permitieron desenroscar la cuerda de los clavos. Todavía con la pierna afirmada en torno al poste; se apresuró a bajar palmo a palmo la jaula hasta el suelo.
El Aiel lo observaba en silencio. Perrin tampoco dijo nada. Al examinar de cerca la jaula, apretó la mandíbula. Siempre que se hacía algo, incluso algo tan odioso como aquello, debía hacerse a conciencia. La parte frontal de la jaula era una puerta articulada con toscos goznes forjados con evidente precipitación y cerrada por un buen candado de hierro prendido a una cadena tan mal trabajada como la jaula. Buscó el eslabón en peores condiciones, encajó en él el pico de su hacha y, haciendo girar la muñeca, lo partió. En cuestión de segundos separó la cadena y abrió la puerta.
El Aiel continuó sentado allí, con la barbilla apoyada en las rodillas, mirándolo.
—¿Y bien? —susurró con voz ronca Perrin—. La he abierto, pero no pienso sacarte de ahí. —Paseó apresuradamente la mirada por la plaza, con la misma aprensión de que unos ojos vigilaban sus movimientos, y no vio nada.
—Eres fuerte, hombre de las tierras húmedas. —El Aiel sólo movió los hombros—. Fueron precisos tres hombres para subirme allá arriba. Y ahora tú me has bajado. ¿Por qué?
—No me gusta ver a una persona enjaulada —susurró Perrin, ansioso por irse. La caja estaba abierta, y aquellos ojos estaban espiando. Pero el Aiel seguía inmóvil. «Si haces algo, hazlo bien»—. ¿Vas a salir de ahí antes de que venga alguien?
El Aiel se agarró al barrote horizontal exterior, se impulsó hacia afuera y quedó medio colgado. En posición erguida, le habría sacado un palmo a Perrin. Fijó la mirada en los ojos de Perrin, que él sabía que debían brillar como el oro bruñido en la noche, pero no realizó ningún comentario al respecto.
—Llevo aquí adentro desde ayer, hombre de las tierras húmedas. —Su forma de hablar le recordó a la de Lan, no porque su voz o su acento fueran similares, sino por la misma imperturbable frialdad y calma que traslucía—. Habré de esperar un momento para que me respondan las piernas. Soy Gaul, del septiar Imran del Shaarad Aiel, hombre de las tierras húmedas. Soy un Shae’en M’taal, un Soldado de Piedra. Mi agua es tuya.
—Yo soy Perrin Aybara, de Dos Ríos, herrero de profesión. —El hombre ya se encontraba fuera de la jaula y, por lo tanto, él podía marcharse. Pero si alguien pasaba por allí antes de que Gaul se hallara en condiciones de caminar, acabaría en la jaula de nuevo o muerto, y, tanto en un caso como en otro, el trabajo de Perrin resultaría en vano—. De habérseme ocurrido, habría traído una botella o un pellejo de agua. ¿Por qué me llamas «hombre de las tierras húmedas»?
Gaul señaló en dirección al río; aun con su aguzada vista Perrin no pudo corroborar a la luz de la luna si era real la inquietud que por primera vez creyó percibir en el Aiel.
—Hace tres días, vi a una muchacha jugando en un gran estanque de agua. Tendría unos quince metros de ancho… y ella salió tranquilamente a la orilla. —Realizó un torpe gesto con la mano, imitando el movimiento de un nadador—. Una chica muy valiente. Confieso que me he acobardado al tener que cruzar estos… ríos. Nunca creí posible ver agua en exceso, pero entonces no sabía que pudiera haber tanta agua en el mundo como la que tenéis los hombres de las tierras húmedas.
Perrin lo escuchó con asombro. Una de las pocas cosas que sabía acerca del Yermo de Aiel era que era muy seco, pero no había imaginado que el agua fuera tan escasa como para causar esa reacción en el impasible Aiel.
—Te encuentras muy lejos de tu tierra, Gaul. ¿Por qué estás aquí?
—Buscamos —respondió lentamente Gaul—. Buscamos a El que Viene con el Alba.
Perrin había oído antes ese nombre, en circunstancias que no dejaban margen de duda acerca de su significado. «Luz, todo acaba convergiendo en Rand. Estoy atado a él igual que un caballo repropio al que se empeñan en herrar».
—Éste no es el sitio indicado, Gaul. Yo también voy tras él y sé que se dirige a Tear.
—¿Tear? —dijo, sorprendido, el Aiel—. ¿Por qué…? Bueno, tiene sentido. La Profecía augura que, cuando caiga la Ciudadela de Tear, abandonaremos por fin la Tierra de los Tres Pliegues. —Así era como llamaban los Aiel al Yermo—. En ella se afirma que sufriremos una transformación y recuperaremos lo que antaño fue nuestro y perdimos.
—Puede ser. Desconozco vuestras profecías, Gaul. ¿Te falta mucho para recuperarte? De un momento a otro puede venir alguien.
—Es demasiado tarde para huir —dijo Gaul.
—¡El salvaje ha escapado! —gritó una profunda voz.
A la plaza llegaron a la carrera, desenvainando espadas, una docena de hombres vestidos con capas blancas y cónicos yelmos que relucían bajo la luz de la luna: Hijos de la Luz.
Como si tuviera todo el tiempo del mundo, Gaul levantó calmosamente una tela oscura que llevaba en el hombro y se envolvió con ella la cabeza. Luego se tapó la cara con un negro velo que sólo le dejaba al descubierto los ojos.
—¿Te gusta danzar, Perrin Aybara? —preguntó. Dicho lo cual se alejó como una centella de la jaula, saliendo directamente al encuentro de los Hijos de la Luz.
La sorpresa los dejó aturdidos sólo un instante, pero eso era, al parecer, cuanto necesitaba el Aiel. De un puntapié hizo saltar la espada del primero que llegó hasta él y, descargando el canto de la mano en su garganta con la eficacia de una daga, esquivó al soldado que caía. Tras romper con un sonoro chasquido el brazo de un segundo Capa Blanca, lo interpuso en el camino del tercero y propinó una patada en la cara al siguiente. Evolucionaba realmente como si bailara, yendo de uno a otro sin detenerse ni aminorar el ritmo, a pesar de que el individuo que había tropezado con su compañero se incorporaba ya y el del brazo roto había cambiado la espada de mano. Gaul danzaba grácilmente entre ellos.
Perrin hubo de superar pronto su estupor, pues no todos los Capas Blancas habían centrado la atención en el Aiel. Justo a tiempo, empuñó el mango del hacha con ambas manos para contener una estocada, la hizo oscilar… y a punto estuvo de gritar un lamento cuando la hoja en forma de media luna desgarró la garganta de su atacante. Pero los Capas Blancas que siguieron al primero que había abatido no le dejaron tiempo para entregarse a lamentaciones. Execraba las terribles heridas que abría el hacha, la manera como atravesaba la malla para hundirse en la carne y partía los yelmos con la misma facilidad con que abría cráneos. Todo le resultaba odioso. Pero no quería morir.
El tiempo pareció comprimirse y prolongarse a la vez. Su cuerpo habría jurado que llevaba luchando horas. Con respiración jadeante, veía a los hombres moverse como si flotaran en gelatina. En el espacio de un instante se abalanzaban y caían derribados. El sudor le empapaba la cara y, sin embargo, tenía frío. Combatía para preservar la vida, y no tenía noción de si aquello había durado unos segundos o toda la noche.
Cuando al fin quedó inmóvil, jadeante y casi aturdido, mirando la docena de hombres de blanca capa tendidos sobre el pavimento de la plaza, la luna no parecía haberse movido en absoluto. Algunos de ellos gemían; otros yacían silenciosos e inertes. Gaul estaba de pie entre ellos, todavía con el rostro velado y sin ninguna arma en la mano. La mayoría de los Hijos de la Luz habían sido abatidos por su mano. Perrin lamentó, avergonzado, que no fueran todos. El olor a sangre y muerte era incisivo y amargo.
—No bailas mal la danza de las lanzas, Perrin Aybara.
—No comprendo cómo —murmuró, aquejado de vértigo, Perrin— han podido enfrentarse doce hombres a veinte de vosotros y ganar, incluso si dos de ellos eran cazadores.
—¿Es eso lo que dicen? —Gaul rió quedamente—. Sarien y yo llevábamos ya mucho tiempo en estas tierras y descuidamos la guardia, y, como el viento soplaba a favor suyo, no los vimos llegar. Topamos prácticamente con ellos. Sarien está muerto, y a mí me enjaularon como a un idiota, de modo que quizá ya hemos pagado nuestra imprudencia. Es tiempo de huir ahora, hombre de las tierras húmedas. Tear; lo recordaré. —Se bajó por fin el velo—. Que siempre encuentres agua y sombra donde cobijarte, Perrin Aybara. —Luego giró sobre sí y se perdió en la noche.
Cuando se disponía a echar a correr también, Perrin advirtió que tenía el hacha ensangrentada y limpió apresuradamente la curvada hoja con la capa de uno de los cadáveres. «Están muertos, válgame la Luz, y todavía no se ha ido toda la sangre». Se colgó, acongojado, el arma en el cinturón y se alejó al trote.
Al dar el segundo paso la vio, una esbelta forma en el linde de la plaza vestida con oscuras y estrechas faldas. Cuando se volvió para marcharse, advirtió que eran faldas de amazona. La mujer retrocedió hasta la calle y desapareció.
Lan salió a su encuentro antes de que llegara al lugar donde la había visto. El Guardián advirtió la jaula vacía bajo la horca, los confusos bultos que reflejaban la luz de la luna, y dio un cabeceo como si estuviera a punto de estallar.
—¿Es esto obra tuya, herrero? —preguntó con voz tan tensa y dura como la llanta de una rueda—. ¡La Luz me consuma! ¿Hay alguien que pueda relacionarte con ello?
—Una muchacha —contestó Perrin—. Creo que me ha visto. ¡No quiero que le hagáis nada, Lan! Podrían haberlo visto muchas personas más. Hay luces en muchas ventanas.
El Guardián lo agarró por la manga de la chaqueta y lo empujó en dirección a la posada.
—He visto a una joven corriendo, pero he creído que… Da igual. Saca al Ogier de la cama y llévalo al establo. Después de lo ocurrido, hemos de llevar lo antes posible los caballos a los muelles. Sólo la Luz sabe si habrá un barco que zarpe esta noche o lo que habré de pagar por alquilar uno en caso contrario. ¡No hagas preguntas, herrero! ¡Haz lo que te he dicho! ¡Deprisa!