Pedron Niall dejó vagar su mirada de anciano por su sala privada de audiencia, pero los oscuros ojos velados por el ensimismamiento no vieron nada. Las desteñidas colgaduras que antaño habían sido los estandartes de guerra de los enemigos de su juventud se confundían con la oscura madera que recubría las paredes de piedra, imponentemente gruesas incluso allí en el corazón de la Fortaleza de la Luz. La única silla existente en la habitación, pesada y de alto respaldo, semejante a un trono, le resultaba tan invisible como las pocas mesas dispersas que completaban el mobiliario. Incluso el hombre de blanca capa que permanecía arrodillado con mal disimulada ansiedad sobre el gran sol incrustado en las anchas planchas del suelo se había ausentado de su mente, aun cuando eran pocos los que habrían tomado su presencia tan a la ligera.
Jaret Byar había disfrutado de un respiro para lavarse antes de ser conducido ante Niall, pero tanto su yelmo como su peto estaban deslucidos por el viaje y mellados por el uso. Sus hundidos ojos oscuros irradiaban una febril e impaciente luz en un rostro en el que la carne parecía haberse reducido a los músculos indispensables. No llevaba espada —a nadie le estaba permitido hacerlo en presencia de Niall— pero parecía hallarse al borde de la violencia, como un sabueso que aguarda a que le suelten la correa.
Dos fuegos encendidos en largos hogares en cada uno de los extremos de la estancia mantenían a raya el frío de finales de invierno. Era una habitación austera como la de un soldado, y todo cuanto había en ella era de calidad, pero sin ninguna concesión a la extravagancia… con excepción del sol. Los muebles habían llegado a la sala de audiencia del capitán general de los Hijos de la Luz con el hombre que accedió al cargo; el resplandeciente sol de oro acuñado se había desgastado con el paso de generaciones de solicitantes, había sido sustituido y había vuelto a desgastarse. Había allí oro suficiente para comprar una hacienda en Amadicia y el título nobiliario emparejado a ella. Durante diez años Niall había caminado encima de ese sol sin dedicarle pensamiento alguno, como tampoco se lo dedicaba al sol bordado en el pecho de su túnica blanca. El oro suscitaba escaso interés en Pedron Niall.
Finalmente volvió a posar la mirada en la mesa más cercana, cubierta con mapas y cartas e informes esparcidos. Entre el desorden había tres dibujos enrollados. Tomó uno con desgana. Daba igual cuál de ellos fuera, pues todos describían la misma escena, aunque con diferente factura de trazo.
La edad había tensado la piel de Niall, tan fina como un pergamino raspado, sobre un cuerpo que parecía compuesto sólo de huesos y tendones, pero nada en él transmitía la impresión de fragilidad. Ningún hombre ascendía al cargo de Niall antes de tener el pelo blanco, ni tampoco ninguno que fuera más blando que las piedras de la Cúpula de la Verdad. A pesar de ello, de improviso tomó conciencia del asurcado dorso de la mano que sostenía el dibujo, del apremio del tiempo. Le quedaba poco tiempo. Había de obrar de modo que fuera suficiente.
Venció su renuencia y desenrolló hasta la mitad el grueso pergamino, justo lo bastante para ver el rostro que le interesaba. Los colores se habían emborronado un poco a causa del viaje en las alforjas, pero la cara se percibía claramente. Un joven de ojos grises y cabello rojizo. Parecía alto, pero era difícil afirmarlo con certeza. Aparte del pelo y de los ojos, habría podido pasar inadvertido en cualquier ciudad.
—¿Este…, este muchacho se ha proclamado Dragón Renacido? —murmuró Niall.
El Dragón. El nombre le hizo sentir el frío del invierno y de la edad. El nombre con que se conocía a Lews Therin Telamon cuando condenó a todo hombre capaz de encauzar el Poder Único, entonces o incluso después, a la locura y a la muerte, un destino al que tampoco él escapó. Habían transcurrido más de tres mil años desde que el orgullo de los Aes Sedai y la Guerra de la Sombra habían puesto fin a la Era de Leyenda. Tres mil años, pero las profecías y las leyendas ayudaban a recordar a los hombres… al menos lo esencial, aun cuando los detalles se hubieran perdido en el olvido. Lews Therin Verdugo de la Humanidad. El hombre que había iniciado el Desmembramiento del Mundo, cuando los locos que podían hacer uso del poder motor del universo allanaron montañas y hundieron antiguas tierras bajo los mares, cuando la totalidad de la superficie de la tierra se modificó y todos los supervivientes huyeron como bestias ante el avance de un fuego. Aquello no había concluido hasta que hubo fallecido el último varón Aes Sedai, y la desperdigada raza humana pudo comenzar a reconstruir a partir de los escombros… en los lugares donde restaban siquiera escombros. El recuerdo quedaba marcado a fuego en la memoria por medio de las historias que las madres contaban a sus hijos. Y la profecía aseveraba que el Dragón volvería a nacer.
Niall no había querido realmente expresar una pregunta, pero Byar interpretó su frase como tal.
—Sí, mi señor capitán general. Ha sido la peor locura que haya producido ningún falso Dragón de que yo tenga constancia. Se cuentan por miles los que se han declarado partidarios suyos. Tarabon y Arad Doman se hallan en guerra civil y también en guerra entre sí. Hay combates por todo el llano de Almoth y en la Punta de Toman, taraboneses contra domani contra Amigos Siniestros que aclaman al Dragón…, o había combates hasta que el invierno los sofocó en su mayor parte. Nunca había visto un caso de propagación tan rápida, mi señor capitán general. Ha sido como si arrojaran un candil a un pajar. Puede que la nieve lo haya aplacado, pero, con la llegada de la primavera, las llamas se alzarán con más ímpetu que antes.
Niall lo hizo callar levantando un dedo. En dos ocasiones le había dejado que relatara su versión de los sucesos, con voz vibrante de furia y odio. Algunos retazos los conocía por otras fuentes, y en algunas áreas sabía más que Byar, pero, cada vez que lo escuchaba, sentía de nuevo el aguijón del asombro.
—Geofram Bornhald y un millar de Hijos muertos. Y fue obra de las Aes Sedai. ¿No tenéis dudas al respecto, Byar?
—Ninguna, mi señor capitán general. Después de una escaramuza en el camino de Falme, vi a dos de las brujas de Tar Valon. Nos causaron más de cincuenta bajas hasta que las acribillamos de flechas.
—¿Estáis seguro…, seguro de que eran Aes Sedai?
—El suelo se abrió bajo nuestros pies. —La voz de Byar era firme y convencida. Jaret Byar carecía de imaginación; la muerte formaba parte de la vida de un soldado, fuera cual fuera su causa—. Sobre nuestras filas se descargaron relámpagos en un día claro. Mi señor capitán general, ¿qué otra cosa podría haber sido?
Niall asintió lúgubremente. Desde el Desmembramiento del Mundo no había habido varones Aes Sedai, pero las mujeres que todavía se sentían depositarias de ese título suponían una amenaza digna de tener en cuenta. Afirmaban cumplir los Tres Juramentos: no pronunciar palabra que no fuera cierta, no crear arma destinada a que un hombre matara a otro, y utilizar el Poder Único como arma sólo contra los Amigos Siniestros o los Engendros de la Sombra. Pero ahora habían demostrado a las claras que aquellos juramentos eran un embuste. Él siempre había sabido que nadie podía querer el poder que ellas manejaban si no era para retar al Creador, y ello suponía servir al Oscuro.
—¿Y no sabéis nada de quienes tomaron Falme y mataron a la mitad de una de mis legiones?
—El señor capitán Bornhald decía que se hacían llamar seanchan, mi señor capitán general —respondió impasiblemente Byar—. Decía que eran Amigos Siniestros. Y su ataque dispersó sus fuerzas, aun cuando lo mataran. —Su voz cobró intensidad—. Había muchos refugiados procedentes de la ciudad. Todos con los que hablé convinieron en que los extranjeros habían roto filas y habían huido. El señor capitán Bornhald fue el artífice de su derrota.
Niall suspiró quedamente. Eran casi las mismas palabras exactas que Byar había utilizado las dos primeras veces para referirse al ejército que parecía haber surgido de la nada para apoderarse de Falme. «Un buen soldado —pensó Niall—. Eso era lo que decía siempre Geofram Bornhald, pero no el hombre adecuado para sacar conclusiones por sí mismo».
—Mi señor capitán general —señaló Byar de improviso—, el señor capitán Bornhald me ordenó que me mantuviera al margen de la batalla, que observara y viniera a informarle a usted. Y que le explicara a su hijo, lord Dain, cómo había muerto.
—Sí, sí —contestó con impaciencia Niall. Por un momento examinó el enjuto rostro de Byar y luego agregó—: Nadie pone en duda vuestra honradez y valentía. Es exactamente lo que haría Geofram Bornhald antes de enzarzarse en una batalla en la que temía que perecieran todos los mandos de sus fuerzas. —«Y no el tipo de cosa que vuestra escasa imaginación os permitiría inventar».
Aquel hombre ya no podía ofrecerle más información.
—Habéis cumplido vuestro deber, Hijo Byar. Tenéis mi permiso para ir a comunicar la muerte de Geofram Bornhald a su hijo. Dain Bornhald se encuentra con Elmon Valda… cerca de Tar Valon, de acuerdo con el último informe. Podéis reuniros con ellos.
—Gracias, mi señor capitán general. Gracias. —Byar se puso en pie y realizó una profunda reverencia. Al erguirse, no obstante, pareció vacilar—. Mi señor capitán general, fuimos traicionados. —El odio impregnaba de forma más que palpable su voz.
—¿Por ese Amigo Siniestro del que habéis hablado, Hijo Byar? —No pudo ocultar la irritación en su propia voz. Sus planes de todo un año yacían arruinados entre los cadáveres de un millar de Hijos, y Byar sólo quería hablar de aquel hombre—. ¿Ese joven herrero que únicamente habéis visto dos veces, ese Perrin de Dos Ríos?
—Sí, mi señor capitán general. No sé cómo, pero estoy seguro de que él es el responsable. Lo sé.
—Veré qué puedo hacer al respecto, Hijo Byar. —Byar volvió a abrir la boca, pero Niall alzó su huesuda mano para contenerlo—. Ahora podéis retiraros. —El hombre de enjuto rostro no tuvo más remedio que dedicarle una nueva reverencia y marcharse.
Al cerrarse la puerta tras él, Niall se sentó en la silla de alto respaldo. ¿Qué había generado el odio de Byar por ese Perrin? Había sin duda demasiados Amigos Siniestros para desperdiciar la energía en la execración de uno en concreto. Demasiados Amigos Siniestros, nobles y plebeyos, ocultándose tras lenguas zalameras y sonrisas abiertas, sirviendo al Oscuro. De todas formas, no haría ningún daño añadir otro nombre a las listas.
Se movió en la dura silla, tratando de hallar acomodo para sus viejos huesos. No por primera vez pensó vagamente que tal vez un cojín no sería un lujo excesivo. Y, tampoco por primera vez, ahuyentó tal pensamiento. El mundo daba tumbos, directo hacia el caos, y él no tenía tiempo para ceder a la edad.
Dejó circular libremente por su mente todos los signos que auguraban el desastre. La guerra azotaba a Tarabon y Arad Doman, la guerra civil desgajaba Cairhien, y en Tear e Illian, enemigos desde siempre, la fiebre de la guerra iba ganando a sus habitantes. Acaso aquellas guerras no tenían un significado en sí mismas —los hombres siempre han luchado entre sí— pero normalmente se producían una a una. Y aparte del falso Dragón que se encontraba en el llano de Almoth, había otro que sembraba la discordia en Saldaea y un tercero que infestaba Tear. Tres a un tiempo. «Deben de ser todos falsos Dragones. ¡Deben de serlo!»
Había una docena de detalles de poca consideración, algunos de ellos quizá sólo basados en rumores, pero que considerados conjuntamente con el resto… Informantes que aseguraban haber visto Aiel en tierras occidentales como Murandy y Kandor. Sólo en grupos de dos o tres, pero, ya fuera uno o un millar, los Aiel únicamente habían salido del Yermo una vez en todos los años posteriores al Desmembramiento. Tan sólo con ocasión de la Guerra de Aiel habían abandonado aquel desolado erial. Se decía que los Atha’an Miere, los Marinos, descuidaban el comercio para buscar señales y portentos cuya naturaleza no revelaban, navegando en barcos con media carga o incluso completamente vacíos. Illian había convocado la Gran Cacería del Cuerno por primera vez en casi cuatrocientos años y había enviado a los Cazadores en busca del fabuloso Cuerno de Valere, que, de acuerdo con las profecías, levantaría a los héroes de la tumba para que pelearan en el Tarmon Gai’don, la Última Batalla contra la Sombra. Corrían rumores de que los Ogier, siempre tan recluidos en sus asentamientos que el común de la gente los consideraba seres legendarios, se habían citado para reunir a los miembros de sus tan alejados steddings.
Lo más revelador, para Niall, era que las Aes Sedai habían salido, al parecer, de su refugio. Se comentaba que habían mandado a algunas de sus hermanas a Saldaea para enfrentarse al falso Dragón Mazrim Taim, el cual era de los escasísimos varones capaces de encauzar. Éste era un hecho que inspiraba temor y desprecio en sí, y eran pocos los que creían que hubiera posibilidades de derrotar a un hombre de tal calaña sin la ayuda de las Aes Sedai. Era preferible permitir que las Aes Sedai colaboraran a haber de afrontar los inevitables horrores que causaría cuando enloqueciera, lo cual sucedería ineludiblemente. Pero Tar Valon había enviado, por lo visto, otras Aes Sedai para apoyar al falso Dragón de Falme. Ésa era la única conclusión que podía extraerse de los hechos.
La perspectiva le helaba la médula de los huesos. El caos se multiplicaba; lo indecible se hacía realidad una y otra vez. El mundo entero parecía rebullir, presa de frenesí. No le cabía duda alguna al respecto. La Última Batalla se avecinaba realmente.
Todos sus planes habían sido destruidos, los planes que habrían asegurado la pervivencia de su nombre entre los Hijos de la Luz durante cien generaciones. Pero el desorden propiciaba oportunidades, y él tenía nuevos proyectos, nuevos objetivos. Si pudiera mantener la fortaleza y la voluntad para llevarlos a buen término… «Luz, permíteme aferrarme a la vida el tiempo necesario».
Una deferente llamada en la puerta lo arrancó de sus sombrías cavilaciones.
—¡Entre! —espetó.
Un criado vestido con chaqueta y calzones de color blanco y dorado entró, inclinándose, y con los ojos fijos en el suelo, anunció que Jaichim Carridin, Ungido de la Luz, interrogador de la Mano de la Luz, acudía cumpliendo órdenes del señor capitán general. Carridin apareció detrás del hombre, sin esperar a que Niall hablara. Niall despidió con un gesto al sirviente.
Antes de que la puerta se hubiera cerrado del todo, Carridin hincó una rodilla en el suelo con un revuelo en su nívea capa. Detrás del sol bordado en el pecho de la capa había el cayado escarlata de pastor de la Mano de la Luz, organismo a cuyos miembros muchos llamaban interrogadores, aun cuando raras veces osaran hacerlo delante de ellos.
—Puesto que habéis reclamado mi presencia, mi señor capitán general —dijo con voz firme—, he cumplido vuestra orden regresando de Tarabon.
Niall lo examinó durante un momento. Carridin era alto, bien entrado en la madurez, con el pelo algo canoso, pero fuerte y vigoroso. Sus oscuros ojos hundidos transmitían una impresión de conocimiento, como siempre. Y no pestañeaba ante el silencioso escrutinio del señor capitán general. Pocos hombres tenían conciencias tan claras o nervios tan templados. Carridin permanecía arrodillado allí, esperando con tanta calma como si fuera una cuestión rutinaria el que le hubieran ordenado concisamente abandonar el mando y volver a Amador sin demora, sin ninguna clase de explicación. Tal actitud no resultaba, sin embargo, extraña en Jaichim Carridin, pues de él se decía que era más impasible que una piedra.
—Levantaos, Hijo Carridin. —Mientras el otro hombre se enderezaba, Niall añadió—: Me han llegado noticias inquietantes de Falme.
Carridin se alisó los pliegues de la capa al contestar, con una voz que se mantenía en el límite del respeto debido, casi como si se dirigiera a un igual en lugar de al hombre a quien había jurado obedecer hasta la muerte.
—Mi señor capitán general se refiere a las noticias traídas por el Hijo Jaret Byar, lugarteniente del difunto señor capitán Bornhald.
A Niall le tembló la esquina del ojo izquierdo, una manifestación que, de antiguo, presagiaba un arrebato de furia. Supuestamente eran sólo tres las personas que sabían que Byar se encontraba en Amador, y ninguna aparte de Niall conocía el lugar de donde procedía.
—No os excedáis en agudeza, Carridin. Vuestro deseo de saberlo todo podría haceros acabar algún día en manos de vuestros propios interrogadores.
Carridin no mostró reacción alguna salvo una ligera contracción de la mandíbula al escuchar la última palabra.
—Mi señor capitán general, la Mano indaga la verdad en todas partes, para servir a la Luz.
Para servir a la Luz. No para servir a los Hijos de la Luz. Todos los Hijos servían a la Luz, pero Pedron Niall se preguntaba a menudo si los interrogadores se consideraban verdaderamente como parte constitutiva de los Hijos.
—¿Y qué verdad me tenéis destinada respecto a los sucesos ocurridos en Falme?
—Amigos Siniestros, mi señor capitán general.
—¿Amigos Siniestros? —La risa lanzada por Niall estaba exenta de humor—. Hace unas semanas recibía informes vuestros según los cuales Geofram Bornhald era un servidor del Oscuro porque había desplazado sus soldados a la Punta de Toman incumpliendo vuestras órdenes. —Su voz se tornó peligrosamente suave—. ¿Pretendéis ahora hacerme creer que Bornhald, como Amigo Siniestro, condujo a un millar de Hijos de la Luz a la muerte en combate contra otros Amigos Siniestros?
—Si era o no un Amigo Siniestro no se sabrá nunca —respondió con suavidad Carridin—, puesto que falleció sin que pudiéramos someterlo a interrogatorio. Las maquinaciones de la Sombra son tenebrosas y a menudo carecen de sentido para quienes caminan con la Luz. Pero de lo que no me cabe duda es de que los que tomaron Falme eran Amigos Siniestros. Amigos Siniestros y Aes Sedai que apoyan al falso Dragón. Fue el Poder Único lo que destruyó a Bornhald y a sus hombres; estoy convencido de ello, mi señor capitán general. Lo mismo que acabó con los ejércitos que Tarabon y Arad Doman habían enviado contra los Amigos Siniestros de Falme.
—¿Y qué hay de las afirmaciones de que los ocupantes de Falme llegaron cruzando el Océano Aricio?
—Mi señor capitán general —señaló, sacudiendo la cabeza Carridin—, entre el pueblo corren toda suerte de rumores. Algunos aseguran que eran los ejércitos que mandó Artur Hawkwing al otro lado del océano hace mil años, que volvieron para reclamar la tierra. Incluso hay quien dice haber visto al propio Hawkwing en Falme. Y aparte de él a la mitad de los héroes legendarios. De Tarabon a Saldaea, el Occidente es un hervidero a cuya superficie asoman cada día, como burbujas, cientos de rumores nuevos, a cual más descabellado. Esos a quien llaman seanchan no eran más que otra chusma de Amigos Siniestros reunidos para dar apoyo al falso Dragón, con la diferencia de que en esta ocasión han contado con la cooperación explícita de las Aes Sedai.
—¿Con qué pruebas contáis? —Niall imprimió un tono dubitativo a su voz—. ¿Tenéis prisioneros?
—No, mi señor capitán general. Como ya os habrá contado el Hijo Byar, Bornhald consiguió imponerse lo bastante como para dispersarlos. Y, como era de esperar, ninguna de las personas a quienes hemos interrogado está dispuesta a admitir que apoya a un falso Dragón. En cuanto a las pruebas, éstas residen en dos partes. Si mi señor capitán general me permite…
Niall gesticuló con impaciencia.
—La primera parte es negativa. Muy pocos barcos han intentado atravesar el Océano Aricio y en su mayoría no han regresado. Quienes lo hicieron, viraron el rumbo antes de que se agotaran sus reservas de comida y agua. Ni siquiera los Marinos se aventuran a cruzar el Aricio, a pesar de que navegan a todos los enclaves donde hay posibilidad de comercio, incluso a los que se encuentran más allá del Yermo de Aiel. Mi señor capitán general, si existen tierras al otro lado del océano, se hallan demasiado lejos para llegar hasta ellas. El océano es demasiado extenso y transportar un ejército por él sería tan imposible como volar.
—Tal vez —concedió Niall—. De todos modos es un argumento indicativo. ¿Cuál es la segunda parte?
—Mi señor capitán general, muchas de las personas a las que hemos interrogado hablaban de monstruos que luchaban en las filas de los Amigos Siniestros e insistían en tal afirmación incluso en la fase final del interrogatorio. ¿Qué podían ser sino trollocs y otros Engendros de la Sombra, que de alguna manera habrían desplazado allí desde la Llaga? —Carridin extendió las manos como si aquel dato fuera decisivo—. La gran mayoría de la gente piensa que los trollocs sólo son patrañas y mentiras que cuentan los viajeros, y casi todo el resto de la humanidad cree que fueron exterminados durante la Guerra de los Trollocs. ¿De qué otra forma describirían a un trolloc sino como un monstruo?
—Sí. Sí, puede que tengáis razón, Hijo Carridin. Puede que sí o puede que no. —No estaba dispuesto a darle a Carridin la satisfacción de saber que estaba de acuerdo con él. «Que se quede con la duda»—. ¿Pero qué me decís de él? —Señaló los dibujos enrollados, de los que estaba seguro que el Inquisidor guardaba copias en sus propios aposentos—. ¿Hasta qué punto es peligroso? ¿Es capaz de encauzar?
—Tal vez sí o tal vez no —replicó el Inquisidor con un encogimiento de hombros—. Las Aes Sedai podrían hacer creer a la gente que un gato es capaz de encauzar, si así se lo propusieran. En cuanto al peligro que entraña… Todo falso Dragón es peligroso hasta que no se lo ha reducido, y uno que cuenta con el apoyo de Tar Valon es diez veces más peligroso. De todas formas, no lo es tanto ahora como lo será dentro de medio año, si nadie lo contiene. Los cautivos a quienes interrogué no lo habían visto nunca ni tenían noción de dónde se encuentra en estos momentos. Sus fuerzas están fragmentadas. Dudo que haya más de doscientos seguidores suyos reunidos en un mismo sitio. Los taraboneses o los domani podrían acabar con ellos si no estuvieran tan ocupados luchando entre sí.
—Incluso un falso Dragón —observó secamente Niall— no es suficiente para hacerles olvidar cuatrocientos años de disputas en torno a la posesión del llano de Almoth. Como si cualquiera de ellos tuviera la suficiente fortaleza para conservarlo. —El semblante de Carridin permaneció inmutable, y Niall se preguntó cómo podía conservar tan bien la calma. «Pronto se os acabará la tranquilidad, interrogador».
—No tiene importancia, mi señor capitán general. El invierno los mantiene a todos recluidos en sus campamentos, salvo para participar en contadas escaramuzas y ataques por sorpresa. Cuando disminuyan los rigores del frío y puedan desplazarse tropas… Bornhald sólo llevó a la muerte en la Punta de Toman a la mitad de su legión. Con la otra mitad, perseguiré a ese falso Dragón y le daré muerte. Un cadáver no supone peligro para nadie.
—¿Y si os encontráis con lo que hubo de enfrentarse Bornhald? ¿Aes Sedai encauzando el Poder para matar?
—Sus trucos de brujas no las protegen contra las flechas o contra un cuchillo clavado en la oscuridad. Perecen con la misma rapidez que cualquiera. —Carridin sonrió—. Os prometo que antes de que llegue el verano habré cumplido mi propósito.
Niall asintió. El interrogador rebosaba confianza, seguro de que las preguntas inquietantes, en caso de que las hubiera, se habían expresado ya. «Debiste recordar, Carridin, que se me considera un maestro en cuestiones de táctica».
—¿Por qué —preguntó en voz baja— no llevasteis vuestras propias fuerzas a Falme, habiendo Amigos Siniestros en la Punta de Toman y un ejército de ellos ocupando Falme? ¿Por qué intentasteis detener a Bornhald?
—Al principio sólo eran rumores, mi señor capitán general —respondió, pestañeando, pero con voz firme, Carridin—. Rumores tan descabellados que nadie les concedía crédito. Para cuando me cercioré de su veracidad, Bornhald ya había entrado en batalla. Estaba muerto, y los Amigos Siniestros se habían dispersado. Además, mi cometido era llevar la Luz al llano de Almoth. No podía desobedecer las órdenes recibidas para ir en pos de rumores.
—¿Vuestro cometido? —dijo Niall, elevando la voz al tiempo que se ponía en pie. Carridin le llevaba más de un palmo, pero el interrogador dio un paso atrás—. ¿Vuestro cometido? ¡Vuestro cometido era ocupar el llano de Almoth! Un cubo vacío que nadie tiene asido más que con palabras y meras pretensiones, y todo cuanto vos teníais que hacer era llenarlo. La nación de Almoth habría vuelto a cobrar vida, gobernada por los Hijos de la Luz, sin necesidad de estar formalmente sujeta a la autoridad de un insensato rey. Amadicia y Almoth, una cuña presionando Tarabon. Dentro de cinco años habríamos alcanzado un dominio tan rotundo allí como aquí en Amadicia. ¡Y vos hicisteis fracasar el plan!
—Mi señor capitán general —protestó Carridin, de cuyos labios había acabado por esfumarse todo asomo de sonrisa—, ¿cómo podía yo prever lo que ha ocurrido? Que apareciera otro falso Dragón. Que Tarabon y Arad Doman iniciaran finalmente una guerra después de pasar tanto tiempo limitándose a dedicarse gruñidos. ¡Que las Aes Sedai revelaran su verdadera condición después de tres mil años de disimulo! Aun con todo ello, no todo se ha perdido, si puedo localizar y destruir a ese falso Dragón antes de que sus seguidores se unan. Y, una vez que los taraboneses y domani se hayan debilitado luchando, podremos expulsarlos del llano sin…
—¡No! —espetó Niall—. Vuestros planes se han acabado, Carridin. Quizá debería entregaros a vuestros propios interrogadores ahora mismo. El Inquisidor Supremo no pondría ninguna objeción. Se muerde las uñas de impaciencia por encontrar a alguien a quien pueda responsabilizar de lo ocurrido. Él nunca propondría a uno de los suyos, pero dudo que tuviera remilgos en aceptaros si yo os acuso. Unos cuantos días de interrogatorios, y acabaríais confesando cualquier cosa, reconociéndoos como Amigo Siniestro, incluso. Dentro de una semana, estaríais a merced del hacha del verdugo.
—Mi señor capitán general… —Carridin calló para tragar saliva, con la frente perlada de sudor—. Mi señor capitán general, parece insinuar que existe otra vía. Si es tan amable de exponerla, yo obedeceré, fiel a mis juramentos.
«Ahora —pensó Niall—. Ahora es el momento de arrojar el dado». Sentía un hormigueo por la piel, como si se encontrara en una batalla y de improviso se hubiera dado cuenta de que todos los hombres que lo rodeaban eran enemigos. Los señores capitanes generales no eran entregados al verdugo, pero se tenía conocimiento de más de uno que había perecido de manera súbita e imprevista. Tras cuya muerte apenas llorada había sido sustituido rápidamente por hombres de ideas menos peligrosas.
—Hijo Carridin —dijo con firmeza—, vais a aseguraros de que ese falso Dragón no muera. Y, si acude a él alguna Aes Sedai con el propósito de oponérsele en lugar de apoyarlo, haréis uso de vuestros «cuchillos en la oscuridad».
El interrogador se quedó boquiabierto. Pronto se recuperó, sin embargo, y observó a Niall con aire inquisitivo.
—Matar Aes Sedai es un deber, pero… ¿permitir que un falso Dragón se mueva en libertad? Eso…, eso sería… una traición. Y una blasfemia.
Niall respiró hondo. Percibía los invisibles cuchillos acechando en las sombras. Pero ahora ya no podía echarse atrás.
—No es traición hacer lo que debe hacerse. E incluso la blasfemia puede ser tolerada por una causa fundada. —Aquellas dos afirmaciones bastarían para desencadenar su muerte—. ¿Sabéis cómo reunir a la gente bajo vuestros estandartes, Hijo Carridin? Conocéis la forma más rápida, ¿no? Soltad un león, un león feroz, en las calles. Y, cuando el pánico se haya apoderado del pueblo, cuando el miedo se haya instalado en sus entrañas, anunciadles tranquilamente que vos os haréis cargo de él. Entonces lo matáis y les ordenáis que cuelguen el cadáver en un lugar bien visible para todos. Sin dejarles margen para pensar, les impartís otra orden, y os obedecerán. Y, si continuáis dándoles órdenes, seguirán obedeciéndoos, pues vos seréis su salvador. ¿Y qué otra persona habría más indicada para regir su país?
Carridin movió la cabeza con incertidumbre.
—¿Os proponéis… tomarlo todo, mi señor capitán general? ¿No sólo el llano de Almoth, sino también Tarabon y Arad Doman?
—Lo que me propongo es asunto que sólo debo conocer yo. El que a vos os concierne es obedecer tal como habéis jurado hacerlo. Espero oír los cascos de los veloces caballos que utilizarán los mensajeros que van a partir para el llano esta noche. Estoy seguro de que sabéis cómo formular las órdenes de manera que nadie conciba sospechas que no nos interesan. Si habéis de acosar a alguien, que sean los taraboneses y los domani. Sería lamentable inducirlos a que mataran a mi león. No, por la Luz, impondremos por la fuerza la paz entre ellos.
—Como mi señor capitán ordene —acató zalameramente Carridin—. Yo escucho y obedezco. —Demasiado zalameramente.
Niall esbozó una fría sonrisa.
—En caso de que vuestro juramento no sea un acicate suficiente, tened esto en cuenta: si ese falso Dragón fallece antes de que yo ordene su muerte, o si lo hacen preso las brujas de Tar Valon, una mañana os encontrarán con una daga clavada en el corazón. Y, si me ocurriera algún… accidente, incluso si muriera por causa de la edad, vos no viviríais ni un mes más que yo.
—Mi señor capitán general, he jurado obedecer…
—Así es —lo atajó Niall—. Procurad no olvidarlo. ¡Ahora marchaos!
—Como ordene mi señor capitán general. —Para entonces la voz de Carridin no sonaba ya con tanta firmeza.
La puerta se cerró tras el inquisidor. Niall se frotó las manos, para ahuyentar el frío que se apoderaba de él. El dado daba vueltas y no había forma de prever los puntos que mostraría al detenerse. La Última Batalla se hallaba próxima realmente, pero no el Tarmon Gai’don legendario, con el Oscuro liberado de su prisión y enfrentado con el Dragón Renacido. Tenía el convencimiento de que no sería así. Los Aes Sedai de la Era de Leyenda habían tal vez abierto un agujero en la cárcel del Oscuro en Shayol Ghul, pero Lews Therin Verdugo de la Humanidad y los Cien Compañeros habían vuelto a sellarla. El contraataque había contaminado para siempre la mitad masculina de la Fuente Verdadera, y la locura que ello les había causado había dado origen al Desmembramiento del Mundo, pero uno de aquellos antiguos Aes Sedai tenía la facultad de hacer lo que no podrían lograr diez de las brujas actuales de Tar Valon. Lo que ellos habían creado resistiría.
Pedron Niall era un hombre que razonaba con fría lógica, y ya se había formado una idea de cómo sería el Tarmon Gai’don. Hordas de bestiales trollocs abandonando la Gran Llaga en dirección sur tal como lo habían hecho dos mil años antes, capitaneados por los Myrddraal —los Semihombres— y tal vez incluso por nuevos Señores del Espanto humano seleccionados entre los Amigos Siniestros. Dividida en naciones enfrentadas entre sí, la humanidad no podría contenerlo. Pero él, Pedron Niall, uniría a la humanidad tras los estandartes de los Hijos de la Luz. Surgirían nuevas leyendas, para explicar cómo Pedron Niall había luchado en el Tarmon Gai’don y había salido vencedor.
—Primero —murmuró—, dejar suelto a un león rabioso en las calles.
—¿Un león rabioso?
Niall giró sobre sus talones al tiempo que un flaco hombrecillo con una prominente nariz salía de detrás de uno de los estandartes de las paredes. Apenas si vislumbró un panel que se cerraba cuando la tela cayó pesadamente sobre él.
—Os enseñé este pasadizo, Ordeith —espetó Niall—, para que pudierais acudir a mi llamada sin que se enterara la mitad de la fortaleza, no para que escucharais mis conversaciones privadas.
Ordeith realizó una servil reverencia mientras cruzaba la habitación.
—¿Escuchar, gran señor? Nunca haría tal cosa. Acabo de llegar y no he podido evitar oír las últimas palabras que habéis pronunciado. No he escuchado nada más.
Esbozaba una sonrisa medio burlona, pero, según las observaciones de Niall, ésta no abandonaba nunca su rostro, ni siquiera cuando ignoraba que alguien estuviera mirándolo.
Un mes antes, en el corazón del invierno, el larguirucho hombrecillo había llegado a Amadicia, andrajoso y medio congelado, y de algún modo había conseguido convencer a toda la cadena de guardias que se interponían entre él y Pedron Niall hasta llegar a hablar con él en persona. Parecía conocer muchos pormenores acerca de los sucesos acaecidos en la Punta de Toman que no figuraban en los voluminosos pero confusos informes de Carridin ni en el relato de Byar ni en ninguna otra información o rumor que había llegado hasta él. Su nombre era falso, por supuesto. En la Antigua Lengua, Ordeith significaba «ajenjo». Cuando Niall había tratado de indagar al respecto, se había limitado a responder: «Todos los hombres hemos olvidado quiénes éramos, y la vida es amarga». Pero era inteligente. Había sido él quien había ayudado a Niall a ver el entramado que se insinuaba en los acontecimientos.
Ordeith se acercó a la mesa y cogió uno de los dibujos. Al desenrollarlo lo suficiente como para ver la cara del joven, su sonrisa se intensificó, convertida casi en una mueca.
—Os divierte la visión de un falso Dragón, Ordeith —señaló Niall, todavía irritado porque el hombre se hubiera presentado sin ser llamado—. ¿O acaso os asusta?
—¿Un falso Dragón? —dijo quedamente Ordeith—. Sí. Sí, desde luego, eso debe ser. ¿Quién sería si no? —Y exhaló una aguda carcajada que puso los pelos de punta a Niall. En ocasiones Niall pensaba que Ordeith estaba como mínimo medio loco.
«Pero es inteligente, esté loco o no».
—¿Qué queréis decir, Ordeith? Habláis como si lo conocierais.
Ordeith se sobresaltó, como si hubiera olvidado que el señor capitán general estaba allí.
—¿Conocerlo? Oh, sí, lo conozco. Se llama Rand al’Thor. Procede de Dos Ríos, una zona rural de Andor, y es un Amigo Siniestro tan corrompido por la Sombra que se os encogería el alma sólo de enteraros de la mitad de su maldad.
—Dos Ríos —musitó Niall—. Otra persona mencionó a otro Amigo Siniestro de allí, otro joven. Es extraño imaginar Amigos Siniestros provenientes de una región como ésa. Aunque, en realidad se hallan por todas partes.
—¿Otro, gran señor? —inquirió Ordeith—. ¿De Dos Ríos? ¿No sería Matrim Cauthon o Perrin Aybara? Tienen casi la misma edad que él y lo siguen de cerca en el camino del mal.
—El nombre que a mí me han dado es Perrin —repuso Niall, frunciendo el entrecejo—. ¿Tres Amigos Siniestros, decís? De Dos Ríos sólo sale lana y tabaco. Dudo que exista otra zona donde los hombres vivan más aislados del resto del mundo.
—En una ciudad, los Amigos Siniestros deben ocultar su verdadera naturaleza en un grado u otro. Han de asociarse con otros, con forasteros venidos de otros lugares que luego se marchan para llevar las noticias de lo que han visto. Pero los pueblos tranquilos, desconectados del mundo, apenas visitados por gente desconocida, ¿no son los lugares idóneos para que todos sean Amigos Siniestros?
—¿Cómo conocéis los nombres de tres Amigos Siniestros, Ordeith? Tres Amigos Siniestros del último rincón del mundo. Guardáis demasiados secretos, Ajenjo, y sacáis más sorpresas de la manga que un juglar.
—¿Cómo va a contar un hombre todo lo que sabe, gran señor? —replicó con tono obsequioso el hombrecillo—. Sería pura palabrería, hasta que la información pueda ser útil. Os diré algo, gran señor. Ese Rand al’Thor, ese Dragón, posee profundas raíces en Dos Ríos.
—¡Falso Dragón! —advirtió con acritud Niall.
—Desde luego, gran señor —acató, con una reverencia, el hombre—. He tenido un lapsus.
De improviso Niall reparó en el dibujo arrugado y desgarrado que aún conservaba en las manos Ordeith. Aun cuando su rostro seguía imperturbable, mostrando su sarcástica sonrisa, sus manos se movían convulsivamente en torno al pergamino.
—¡Basta ya! —le ordenó Niall. Quitó el rollo a Ordeith y lo alisó lo mejor que pudo—. No dispongo de tantas reproducciones de este hombre como para poder permitir que sean destruidas. —La mayor parte del dibujo era sólo una mancha, y el pergamino estaba desgarrado a la altura del pecho del joven, pero la cara había quedado milagrosamente intacta.
—Perdonadme, gran señor. —Ordeith efectuó una profunda reverencia, sin abandonar su sonrisa—. Detesto a los Amigos Siniestros.
Niall examinó el rostro plasmado con tiza. «Rand al’Thor de Dos Ríos».
—Tal vez deba trazar planes en lo concerniente a Dos Ríos. Cuando se fundan las nieves. Tal vez.
—Como desee el gran señor —dijo con suavidad Ordeith.
La mueca que alteraba el rostro de Carridin hizo que todo el mundo lo evitase en su recorrido por los pasillos de la Fortaleza, aun cuando en realidad eran siempre pocos los que propiciaban la compañía de los interrogadores. Los criados, que se apresuraban a acudir a sus quehaceres trataban de confundirse con las piedras de las paredes, e incluso militares con nudos dorados de alto rango en sus blancas capas torcían por corredores laterales al verle la cara.
Abrió de golpe la puerta de sus habitaciones y la cerró de un portazo tras él, sin sentir para nada la satisfacción que habitualmente experimentaba ante las lujosas alfombras de Tarabon y Tear, de lujuriantes colores rojos, dorados y azules, los espejos biselados de Illian, el intrincado follaje dorado labrado en la mesa que ocupaba el centro de la estancia, en cuya elaboración había trabajado casi un año un maestro artesano de Lugard. En aquella ocasión apenas si la vio.
—¡Sharbon! —Por raro que pareciera, su criado personal no hizo acto de presencia, aunque supuestamente estaba acondicionando las habitaciones—. ¡La luz te consuma, Sharbon! ¿Dónde estás?
Por el rabillo percibió un amago de movimiento y se volvió para descargar una sarta de maldiciones contra Sharbon. Los improperios murieron en su boca cuando un Myrddraal dio otro paso hacia él con la sinuosa gracia de una serpiente.
Tenía la figura de un hombre de estatura normal, pero allí acababa toda semblanza humana. La ropa y la capa, más negras que el carbón y que no parecían agitarse con sus movimientos, conferían a la blancura larvaria de su piel un tono aún más pálido. Y no tenía ojos. Aquella mirada vacua imbuyó de terror a Carridin, al igual que había aterrorizado a miles de humanos antes que a él.
—¿Qué…? —Carridin se interrumpió para tratar de aliviar la sequedad de la boca y recuperar el registro normal en la voz—. ¿Qué hacéis aquí? —Su tono seguía sonando agudo.
Los exangües labios del Semihombre se curvaron, esbozando una sonrisa.
—Donde hay sombra, allí puedo ir yo. —Su voz sonaba igual que una serpiente arrastrándose sobre hojarasca seca—. Me gusta mantener vigilados a todos cuantos me sirven.
—Yo sir…
No había manera. Carridin desvió con esfuerzo los ojos de aquella fina y palidísima cara y le dio la espalda. Un escalofrío le recorrió la columna, al pensar que estaba de espaldas a un Myrddraal. Todo parecía nítido en el espejo de la pared que tenía enfrente. Todo salvo el Semihombre. Éste era una mancha borrosa, cuya perturbadora visión era, no obstante, preferible a haber de sostenerle la mirada. La voz de Carridin recobró una pequeña parte de su aplomo.
—Yo sirvo a… —Calló, tomando repentina conciencia del lugar donde se hallaba. En el corazón de la Fortaleza de la Luz. El rumor de un susurro de las palabras que estaba a punto de pronunciar lo harían caer en la Mano de la Luz. El más humilde de los Hijos lo fulminaría en el acto si lo oyera. Estaba solo, descontando al Myrddraal y tal vez a Sharbon. («¿Dónde está ese condenado hombre?» Sería bueno tener a alguien con quien compartir la mirada del Semihombre, aun cuando después hubiera de liquidarlo.) Pero de todas formas bajó la voz—. Yo sirvo al Gran Señor de la Oscuridad, al igual que vos. Ambos somos servidores.
—Si os complace considerarlo de este modo. —El Myrddraal exhaló una carcajada que heló los huesos a Carridin—. Aun así, pienso averiguar por qué os halláis aquí y no en el llano de Almoth.
—El…, el propio capitán general me mandó venir expresamente aquí.
—¡Las palabras de vuestro señor capitán general son basura! —contestó el Myrddraal con un rechinar de dientes—. Se os ordenó buscar al humano llamado Rand al’Thor y matarlo. Eso ante todo. ¡Por encima de todo lo demás! ¿Por qué no obedecéis?
Carridin respiró a fondo. Sentía aquella mirada fija en la espalda, como la hoja de un cuchillo recorriéndole la espina dorsal.
—Las cosas… han cambiado. Algunas cuestiones han escapado a mi control. —Un discordante sonido, como de raspadura, le hizo volver bruscamente la cabeza.
El Myrddraal pasaba la mano sobre la mesa y sus uñas arrancaban finas ralladuras de madera.
—Nada ha cambiado, humano. Renunciasteis a los juramentos prestados a la Luz y pronunciasteis otros nuevos y serán éstos los que vais a cumplir.
Carridin observó los surcos que estropeaban la pulida superficie de madera y tragó saliva.
—No comprendo. ¿Por qué de pronto es tan importante matarlo? Pensaba que el Gran Señor de la Oscuridad quería utilizarlo.
—¿Me interrogáis a mí? Debería arrancaros la lengua. No os corresponde a vos preguntar, ni tampoco comprender. ¡Solamente os corresponde obedecer! Vais a ser un ejemplo de sumisión para los perros. ¿Entendéis eso? Seguid al amo, perro, y obedeced sus órdenes.
La rabia se abrió camino entre el miedo, y la mano de Carridin tentó su costado, pero su espada no estaba allí. Se hallaba en la habitación contigua, donde la había dejado cuando se disponía a acudir a presencia de Pedron Niall.
El Myrddraal se movió con mayor celeridad que una víbora al atacar. Carridin abrió la boca para gritar cuando la mano del Semihombre le atenazó la muñeca; los huesos entrechocaron, transmitiendo espasmos de dolor al brazo. Pero ningún grito brotó de su boca, pues el Myrddraal le había agarrado la barbilla con la otra mano y lo obligó a cerrar la boca. Sus talones se levantaron, y luego los dedos se despegaron del suelo. Gruñendo y balbuciendo, quedó colgado a merced del Myrddraal.
—Escuchadme, humano. Encontraréis a ese joven y lo mataréis lo más rápido posible. No creáis que podéis fingir. Existen otros hijos de los vuestros que me dirán si os desviáis de vuestros propósitos. Pero yo os revelaré algo para animaros. Si ese Rand al’Thor sigue vivo dentro de un mes, tomaré a alguien de vuestra familia. Un hijo, una hija, un hermano, un tío. No lo sabréis hasta que el elegido haya perecido gritando. Si vive un mes más, mataré a otro. Luego a otro, y a otro más. Y, cuando no quede nadie de vuestra sangre vivo excepto vos, si aún sigue vivo, os llevaré a vos hasta el mismo Shayol Ghul. —Sonrió—. Tardaréis años en morir, humano. ¿Me comprendéis ahora?
Carridin emitió un sonido, entre un gemido y un gruñido. Temía que se le fuera a romper el cuello.
El Myrddraal lo arrojó al otro lado de la habitación. Carridin chocó contra la pared, se deslizó, aturdido, hasta la alfombra y permaneció boca abajo, tratando de recobrar el aliento.
—¿Me comprendéis, humano?
—Es… escucho y obedezco —logró articular, en el suelo, Carridin. No recibió respuesta.
Giró la cabeza, haciendo una mueca a causa del dolor que le martirizaba el cuello. En la habitación no había nadie salvo él. Los Semihombres cabalgaban las sombras como si fueran caballos, según afirmaban las leyendas, y, cuando se volvían a un lado, desaparecían. No había pared capaz de cortarles el paso. Carridin sentía deseos de sollozar. Se levantó trabajosamente, maldiciendo el dolor que aún le atormentaba la muñeca.
La puerta se abrió, y el gordezuelo Sharbon entró con un cesto en los brazos y se paró, mirando fijamente a Carridin.
—Amo, ¿os encontráis bien? Perdonadme por no estar aquí, amo, pero he ido a comprar fruta para vuestra…
Con la mano ilesa, Carridin golpeó el cesto y, mientras las arrugadas manzanas de invierno rodaban por las alfombras, abofeteó al criado.
—Perdonadme, amo —susurró Sharbon.
—Ve a buscarme papel, pluma y tinta —gruñó Carridin—. ¡Deprisa, idiota! Debo enviar órdenes.
«¿Pero cuáles? ¿Cuáles?» Mientras Sharbon se apresuraba a obedecer, Carridin clavó la mirada en las marcas de la mesa y se estremeció.