Impulsado por los remos, el Ganso níveo se aproximaba con las velas enrolladas a los largos muelles de piedra de Illian, y Perrin permanecía cerca de la popa contemplando las numerosas zancudas que hundían las patas en las altas hierbas de las marismas que prácticamente rodeaban el gran puerto. Reconoció las pequeñas grullas blancas e identificó de forma aproximativa a sus más voluminosos congéneres azules, pero había un gran número de aves, unas de plumaje rojo o rosado, otras con chatos picos más anchos que los de un pato, que desconocía por completo. Una docena de especies diferentes de gaviotas se precipitaban y alzaban el vuelo sobre el puerto, y un pájaro negro de largo y afilado pico volaba a ras del agua trazando un surco en su superficie. En la amplia ensenada había fondeadas embarcaciones de dimensiones que triplicaban y cuadruplicaban la del Ganso níveo, a la espera de que les tocara el turno de amarrar en los muelles o de un cambio en la marea para poder hacerse a la mar al otro lado del largo rompeolas. Junto a las zonas pantanosas y las calas que mediaban entre ellas faenaban pequeños botes pesqueros, de cuyas redes, sujetas a largas estacas que sobresalían a ambos lados de las barcas, tiraban dos o tres pescadores.
El viento, que apenas mitigaba el calor, transportaba un fuerte aroma a sal. El sol ya bajaba hacia el horizonte, pero parecía que aún fuera mediodía. El aire era húmedo; aquél era el único atributo que acertaba a atribuirle: húmedo. A su olfato llegaba el olor a pescado fresco, a peces putrefactos y al cieno de los pantanos, y la acre pestilencia proveniente de la extensa curtiduría instalada en una pelada isla de las marismas.
El capitán Adarra murmuró quedamente algo tras él, el timón crujió, y el Ganso níveo modificó levemente el rumbo. Los descalzos remeros se movían como si no quisieran hacer ruido. Perrin sólo posaba brevísimos segundos la mirada en ellos.
En su lugar, concentró la atención en la tenería y se puso a observar a los hombres que raspaban las pieles extendidas sobre hileras de soportes de madera y a los que las sacaban, por medio de largos bastones, de grandes tinas hundidas. A veces las ponían en carretillas y las llevaban al largo edificio bajo situado en un extremo de la explanada, de donde en ocasiones salían para volver a ser sumergidas en las tinas, a las que vertían nuevos líquidos contenidos en grandes cántaros de piedra. Seguramente producían más pieles allí en un día que en varios meses en el Campo de Emond, y, aparte de aquélla, divisaba otra curtiduría en una isla cercana.
No era que tuviera un interés particular en los barcos, los botes pesqueros o las tenerías, ni siquiera tampoco en las aves —pese a lo cual sentía curiosidad por saber qué deberían de pescar aquellas de color rojo pálido con sus achatados picos y se preguntaba si algunas de ellas serían comestibles—, pero cualquier cosa era preferible a mirar la escena que se desarrollaba tras él en la cubierta del Ganso níveo. El hacha que pendía de su cinto no le servía para defenderse de aquello. «Ni un muro de piedra podría protegerme de ello», pensó.
Moraine no se había mostrado ni complacida ni contrariada al descubrir que Zarina —«¡No pienso llamarla Faile, por más que insista ella! ¡No es un halcón!»— sabía que era una Aes Sedai, aunque tal vez se había disgustado un poco con él por no habérselo dicho. «Un poco. Me llamó necio, pero nada más». A Moraine pareció tenerle sin cuidado que Zarina fuera un cazador del Cuerno. Cuando se había enterado, empero, de que la muchacha creía que ellos la conducirían hasta el Cuerno de Valere, y también, de paso, que él ya estaba al corriente y no se lo había comunicado —Zarina había sido demasiado explícita, en su opinión, al hablar de ambos temas con Moraine— su fría mirada azul había adoptado un matiz que le hizo sentir como si lo hubieran encerrado en un barril lleno de nieve en pleno invierno. Aun cuando no decía nada, la Aes Sedai lo miraba con demasiada frecuencia y con excesiva dureza para permitirle recobrar el sosiego.
Giró un instante la cabeza y se volvió apresuradamente para contemplar la costa. Zarina estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo cerca de los caballos atados entre los mástiles, con el equipaje y su oscura capa al lado, sus estrechas faldas pantalón cuidadosamente arregladas, simulando examinar los tejados y las torres de la ciudad. Moraine también observaba Illian, tendiendo la mirada justo por encima de los marineros que accionaban los remos, pero de tanto en tanto asestaba una acerada mirada a la joven por debajo de la honda capucha de su capa de fina lana gris. «¿Cómo puede soportarla puesta?» Él llevaba la chaqueta y el cuello de la camisa desabrochados.
Zarina correspondía con una sonrisa a cada una de las miradas de Moraine, pero, cada vez que ésta volvía la cabeza, tragaba saliva y se enjugaba la frente.
Perrin casi la admiraba por sonreír sosteniéndole la mirada, dado que él era incapaz de hacerlo. Nunca había visto a la Aes Sedai perdiendo realmente los estribos, pero en esos momentos estaba en un tris de desear que gritara, que rabiara, o hiciera cualquier cosa en lugar de mirarlo. «¡Luz, puede que tampoco cualquier cosa!» Quizá sus miradas fueran soportables.
Lan, cuya capa de color cambiante seguía guardada en las alforjas que tenía a los pies, estaba sentado a cierta distancia de Moraine, en apariencia absorto en el examen de la hoja de su espada, pero sin esforzarse mucho en disimular la diversión que le provocaba aquella situación. En ocasiones sus labios parecían curvarse en algo muy próximo a una sonrisa. Perrin no estaba seguro; a veces pensaba que sólo era una sombra. Las sombras podían crear la ilusión de que un martillo sonreía. Las dos mujeres se creían a todas luces objeto de su burlona actitud, pero al Guardián no le importaban, al parecer, las ceñudas miradas que ambas le dirigían.
Unos días antes Perrin había oído que Moraine le preguntaba a Lan, con gélido tono, si veía algo digno de suscitar su risa.
—Nunca me reiría de vos, Moraine Sedai —había respondido con calma el Guardián—, pero, si verdaderamente tenéis intención de enviarme con Myrelle, debo acostumbrarme a sonreír. Me han dicho que Myrelle cuenta chistes a sus Guardianes. Los Gaidin han de celebrar las ocurrencias de la mujer a quien están vinculados; vos me habéis obsequiado a menudo con hilarantes ocurrencias, ¿no es cierto? Tal vez prefiráis, después de todo, que me quede con vos.
Ella le había asestado una mirada que habría clavado al mástil a cualquier otro hombre, pero el Guardián no había siquiera pestañeado. Al lado de Lan el acero parecía hojalata.
La tripulación había optado por realizar su trabajo en absoluto silencio cuando Moraine o Zarina estaban juntas en cubierta. El capitán Adarra mantenía la cabeza ladeada y daba impresión de estar escuchando algo que en realidad no quería oír. Impartía las órdenes en susurros, en lugar de los gritos que emitía al principio. Ahora todos sabían que Moraine era una Aes Sedai y a nadie se le escapaba que estaba molesta. Perrin se había dejado involucrar en una discusión a gritos con Zarina, en el curso de la cual uno de ellos, ignoraba cuál, había pronunciado las palabras «Aes Sedai». A aquellas alturas toda la tripulación estaba al corriente. «¡Condenada mujer!» No estaba seguro de si se refería a Moraine o a Zarina. «Si ella es un halcón, ¿quién se supone que será el azor? ¿Voy a quedar atrapado entre dos mujeres como ella? ¡Luz! ¡No! ¡Ella no es un halcón y no tengo por qué darle más vueltas!» Lo único de bueno que tenía todo aquello era que, preocupados como estaban por el enojo de la Aes Sedai, ninguno de los marineros había reparado en sus ojos.
Por el momento no se veía a Loial por ningún lado. El Ogier permanecía en su sofocante camarote siempre que Moraine y Zarina coincidían arriba… trabajando en sus notas, según decía. Sólo salía a cubierta por la noche, a fumar su pipa. Perrin no comprendía cómo aguantaba el calor; incluso Moraine y Zarina eran preferibles al ahogo de las cabinas de abajo.
Suspiró y mantuvo la vista fija en Illian. La ciudad a la que se acercaba el barco era extensa, tanto como Cairhien o Caemlyn, las únicas grandes urbes que él había visitado, erigida sobre una inmensa marisma que se prolongaba durante kilómetros como una llanura de ondulante hierba. No tenía murallas, pero parecía componerse enteramente de torres y palacios. Los edificios eran todos de pálida piedra, salvo algunos enlucidos con yeso blanco, que abarcaban, sin embargo, múltiples gamas blancas, grises, rojizas e incluso tenues matices de verde. Los tejados relucían bajo el sol con un centenar de tonalidades distintas. En los largos muelles, junto a los que se alineaban incontables barcos cuyo tamaño empequeñecía por lo general el del Ganso níveo, reinaba un gran bullicio con las tareas de carga y descarga. En uno de los extremos de la ciudad había astilleros donde se guardaban embarcaciones en todos los estadios de construcción, desde esqueletos de gruesas costillas de madera hasta barcos a los que sólo les faltaba unos retoques para poder deslizarse por las aguas.
Tal vez Illian fuera lo bastante populosa como para mantener a raya a los lobos, que, sin duda, no irían a cazar en aquellas marismas. El Ganso níveo había corrido más que los lobos que venían siguiéndolo desde las montañas. Ahora probaba con cautela a establecer contacto con ellos y no sentía nada, sólo una paradójica sensación de vacío, habida cuenta de que eso era precisamente lo que él deseaba. Había sido dueño de sus sueños —en general— desde aquella primera noche. Moraine le había preguntado por ellos con frío tono, y él le había respondido la verdad. En dos ocasiones se había encontrado sumergido en aquella peculiar especie de sueño de lobos y en ambas había aparecido Saltador, incitándolo a huir y previniéndolo de que todavía era demasiado joven, demasiado tierno. Desconocía las conclusiones que Moraine había extraído de ello, puesto que lo único que le había dicho era que más le valía tener cuidado.
—Perfecto —gruñó.
Casi se había acostumbrado a que Saltador estuviera muerto y a la vez vivo, cuando menos en ese mundo onírico. A su espalda oyó que el capitán Adarra arrastraba las botas en el suelo y murmuraba algo, asombrado de que alguien hubiera hablado en voz alta.
Mientras en tierra todavía amarraban las cuerdas que habían arrojado desde el barco a los pilones de los muelles, el delgado capitán pasó a la acción, susurrando ferozmente a sus marineros. Hizo instalar el palo de carga en el desembarcadero casi con la misma rapidez con que se preparó la pasarela. El negro caballo de guerra de Lan estuvo a punto de romper, piafando, el palo de carga, y se requirió dos de ellos para descargar la enorme y peluda montura de Loial.
—Un honor —susurró con una reverencia Adarra a Moraine mientras ésta entraba en la ancha pasarela apoyada en el muelle—. Ha sido un honor haberos servido, Aes Sedai. —La mujer bajó con paso altivo sin mirarlo, con la cara oculta en la amplia capucha.
Loial no dio señales de vida hasta que todos, incluidos los caballos, hubieron desembarcado. El Ogier recorrió con paso pesado la pasarela tratando de abrocharse la larga chaqueta con los brazos ocupados con sus grandes alforjas, la manta enrollada y la capa.
—No me había percatado de que habíamos llegado —explicó sin resuello—. Estaba releyendo mis… —Se interrumpió al posar la mirada en Moraine. Aunque la Aes Sedai parecía absorta observando cómo Lan ensillaba a Aldieb, el Ogier agitó las orejas como un gato inquieto.
«Sus notas —adivinó Perrin—. Uno de estos días tendré que ver qué es lo que cuenta de todo esto». Sintió un cosquilleo en la nuca y ya había dado un salto cuando tuvo conciencia del fresco aroma a hierbas que percibía mezclado con el olor a especias, a brea y la pestilencia del puerto.
—Si consigo tal reacción con sólo rozarte con los dedos, campesino —dijo Zarina, sonriendo y haciendo revolotear los dedos—, ¿hasta dónde saltarías si…?
Estaba cansándose de interrogarse sobre el sentido de las miradas de aquellos oscuros ojos rasgados. «Puede que sea bonita, pero me mira como lo haría yo con una herramienta que nunca he visto, tratando de dilucidar cómo está fabricada y a qué uso está destinada».
—Zarina. —La voz de Moraine sonaba glacial pero imperturbable.
—Me llamo Faile —contestó con firmeza Zarina y, por un momento, su prominente nariz le confirió la apariencia de un halcón.
—Zarina —repitió resueltamente Moraine—, aquí se bifurcan nuestros caminos. Tu Cacería será más productiva, y más segura, en otra senda.
—No estoy de acuerdo —disintió con igual decisión Zarina—. Un cazador debe seguir el rastro que percibe, y ninguno pasaría por alto el que vosotros cuatro dejáis. Y me llamo Faile. —Estropeó un poco el efecto conseguido tragando saliva, pero no pestañeó lo más mínimo al sostener la mirada a Moraine.
—¿Estás segura? —inquirió Moraine con suavidad—. ¿Estás segura de que no cambiarás de parecer…, Halcón?
—No. No hay nada que podáis hacer vos o vuestro Guardián de pétreo semblante para detenerme. —Zarina titubeó y luego agregó lentamente, como si hubiera optado por sincerarse del todo—. Al menos, nada de lo que hagáis lo conseguirá. Poseo alguna información acerca de las Aes Sedai y sé, por ejemplo, que, a pesar de lo que se dice en los relatos, hay ciertas cosas que no haríais. Y no creo que semblante pétreo vaya a hacerme lo que debería hacer para obligarme a renunciar.
—¿Es tanta tu certidumbre como para correr el riesgo? —Lan habló con calma, sin alterar la expresión, pero Zarina volvió a tragar saliva.
—No es preciso amenazarla, Lan —observó Perrin, asombrado por la violenta mirada que dirigió al Guardián.
Moraine les ordenó mudamente silencio a ambos.
—Crees saber qué hará o dejará de hacer una Aes Sedai, ¿eh? —Había hablado con mayor suavidad que antes. Su sonrisa era inquietante—. Esto es lo que deberás hacer, si quieres venir con nosotros. —Lan pestañeó asombrado; las dos mujeres se midieron con la mirada, como halcón y ratón, pero Zarina no era precisamente el ave de presa entonces—. Jurarás por tu juramento de cazador obrar como yo diga, obedecerme, y no separarte de nosotros. Una vez que sepas más de lo debido acerca de nuestras actividades, no permitiré que caigas en manos inoportunas. Que te quede bien claro, muchacha. Jurarás comportarte como uno de nosotros y no hacer nada que ponga en peligro nuestros objetivos. No harás preguntas respecto al lugar adonde nos dirigimos ni por qué: te conformarás con lo que yo decida explicarte. Te comprometerás bajo juramento a hacer todo esto, o te quedarás en Illian. Y no saldrás de esta marisma hasta que yo vuelva a soltarte, aunque tengas que permanecer aquí el resto de tu vida. Esto lo juro yo.
Zarina volvió atribulada la cabeza y sólo miró de soslayo a Moraine.
—¿Podré acompañaros si lo juro? —La Aes Sedai asintió—. Seré uno de los vuestros, igual que Loial o semblante pétreo, pero no puedo hacer preguntas. ¿Les está permitido a ellos? —Moraine mostró un asomo de impaciencia en el rostro, y Zarina irguió los hombros y la cabeza—. Muy bien, pues. Lo juro, por el juramento que presté como cazador. Si falto a uno de ellos, habré violado los dos. ¡Lo juro!
—Está decidido —zanjó Moraine, tocando la frente de la joven; Zarina se estremeció—. Puesto que tú la trajiste a nosotros, Perrin, queda bajo tu responsabilidad.
—¡Mi responsabilidad! —exclamó Perrin.
—¡Nadie es responsable de mis actos sino yo! —casi gritó Zarina.
—Al parecer has encontrado el halcón de Min, ta’veren —continuó serenamente la Aes Sedai, como si ellos no hubieran abierto la boca—. El Entramado teje, por lo visto, un futuro para ti. He intentado disuadirla, pero parece que se encaramará sobre tu hombro haga lo que haga yo. Recuerda, sin embargo, esto: de verme obligada a ello, cortaré de un tajo tu hilo del Entramado. Y, si la muchacha pone en peligro lo que debemos hacer, compartirás su suerte.
—¡Yo no le pedí que viniera! —protestó Perrin. Moraine montó calmosamente a lomos de Aldieb y se arregló la capa sobre la silla—. ¡Yo no pedí nada que tenga que ver con ella! —Loial encogió los hombros y movió mudamente la boca, sin duda para prevenirlo del riesgo que corría si enfurecía a una Aes Sedai.
—¿Eres ta’veren? —inquirió Zarina, incrédula. Recorrió con la mirada sus toscas ropas de campesino y se detuvo en sus amarillos ojos—. Bueno, puede que sí. Seas lo que seas, te amenaza sin más reparo que a mí. ¿Quién es Min? ¿Qué quiere decir con eso de que me encaramaré sobre tu hombro? —Endureció la expresión—. Si intentas hacerte responsable de mí, te arrancaré las orejas. ¿Me oyes?
Con una mueca de disgusto, Perrin deslizó el arco bajo las cinchas de la silla en el flanco de Brioso y montó. Repropia tras los días pasados en el barco, la parda cabalgadura dio muestras de estar a la altura de su nombre hasta que Perrin la calmó sujetando con firmeza las riendas y palmeándole el cuello.
—Nada de lo dicho merece una respuesta —gruñó.
«¡Min tuvo que contárselo! ¡Maldita seas, Min! ¡Malditas seas, Moraine! ¡Y Zarina también!» No recordaba que en ninguna circunstancia Rand o Mat se hubieran visto baqueteados por las mujeres. Tampoco le había ocurrido a él mientras estuvo en el Campo de Emond. Nynaeve había sido la única. Y la señora Luhhan, desde luego, que en todas partes menos en la herrería controlaba con mano de hierro tanto a él como a maese Luhhan. Egwene era algo dominante asimismo, sobre todo con Rand. La señora al’Vere, la madre de Egwene, sonreía continuamente, pero siempre parecía salirse al final con la suya. Y las componentes del Círculo de Mujeres miraban a todos los hombres por encima del hombro.
Maldiciendo para sí, se inclinó y agarró a Zarina del brazo; ésta dio un chillido y poco le faltó para que se le cayera la bolsa cuando la subió a pulso a la silla. Aquellas faldas divididas que llevaba iban bien para sentarse a horcajadas.
—Moraine tendrá que comprarte un caballo —murmuró—. No puedes ir todo el camino a pie.
—Eres fuerte, herrero —señaló, frotándose el brazo, Zarina—, pero yo no soy un trozo de hierro. —Se acomodó y situó su bolsa y la capa entre ambos—. Puedo comprarme mi propio caballo en caso necesario. ¿Todo el camino hasta dónde?
Lan ya cabalgaba por los muelles en dirección a la ciudad, seguido de Moraine y Loial. El Ogier volvió la mirada hacia Perrin.
—Nada de preguntas, ¿recuerdas? Y me llamo Perrin, Zarina. No «hombretón» o «herrero» o cualquier otro nombre que se te ocurra. Perrin. Perrin Aybara.
—Y yo Faile, pelo greñoso.
Comprimiendo las mandíbulas, espoleó a Brioso, y Zarina hubo de abrazársele a la cintura para no caer por la grupa de la parda montura. Le pareció que se reía.