7 A la salida del bosque

Rand todavía caminaba pesadamente entre los árboles cuando apareció la primera luz grisácea del amanecer. Al principio no reparó en ello, pero cuando por fin lo advirtió, contempló asombrado que la oscuridad se desvanecía. A pesar de lo que le indicaban sus ojos, apenas podía creer que hubiera tardado toda una noche en recorrer la distancia que separaba la granja de Campo de Emond. El Camino de la Cantera, de día, aun con sus piedras no era, desde luego, comparable con el bosque por la noche.

Por otra parte, se le antojaba que habían transcurrido días desde que había visto al jinete de la capa negra en el sendero, y semanas desde que él y Tam se habían sentado a la mesa para cenar. Ya no notaba la banda de tejido que se hundía en sus hombros, aunque entonces ya no sentía allí más que entumecimiento, al igual que en los pies. El resto del cuerpo era otra cuestión. Su respiración era un jadeo afanoso que hacía rato le quemaba la garganta y los pulmones; el hambre, además, le provocaba espasmos en el estómago.

Tam guardaba silencio. Rand no hubiera sabido determinar cuánto tiempo había pasado desde que cesaron los murmullos; no obstante no osaba detenerse ahora para ver el estado en que se hallaba Tam. Si se paraba, sería incapaz de volver a emprender camino. Con todo, aun cuando Tam estuviera peor, él no podía hacer más de lo que estaba haciendo. La única esperanza consistía en seguir adelante, hasta el Campo de Emond. Intentó con denuedo acelerar el paso, pero sus piernas agarrotadas continuaron moviéndose lentas y pesadas. Apenas si notaba el frío o el viento.

Percibió un vago olor a madera quemada. Al menos estaba cerca, ya que le llegaba ese olor, procedente sin duda de las chimeneas del pueblo. Había comenzado a dibujarse una cansada sonrisa en su rostro cuando, de súbito, se convirtió en una mueca. Había un humo demasiado denso en el aire. Con aquel frío, a buen seguro que ardería una fogata en todos los hogares de la población, pero, aun así, el humo era demasiado espeso. Rememoró la visión de los trollocs en la carretera, procedentes del este, la dirección donde se hallaba el Campo de Emond. Miró adelante, tratando de distinguir las primeras casas, dispuesto a gritar para pedir ayuda a la primera persona que viese, aunque se tratara de Cenn Buie o uno de los Coplin. Una vocecilla interior lo inducía a conservar la esperanza de que hubiera alguien allí en condiciones de ayudarlo.

De pronto una casa se hizo visible a través de las desnudas ramas de los últimos árboles y apenas logró que los pies le obedecieran. Con las expectativas truncadas, se adentró tambaleante en el pueblo.

La mitad de los edificios de Campo de Emond no eran más que montañas de escombros calcinados. Entre las vigas ennegrecidas sobresalían, como dedos manchados, las chimeneas de ladrillo remozadas de hollín. Las ruinas todavía despedían ligeras volutas de humo. Parroquianos de rostro ensombrecido, muchos de ellos aún en camisón, removían las cenizas; algunos recuperaban un puchero, otros revolvían simplemente con tristeza los restos con un palo. Los pocos enseres que habían rescatado de las llamas se hallaban diseminados en las calles; altos espejos, cómodas y vitrinas barnizadas permanecían en el suelo en medio de sillas y mesas enterradas bajo utensilios de cocina y exiguos montones de ropa y objetos de uso personal.

La destrucción parecía haber afectado arbitrariamente el lugar. En una hilera había cinco casas intactas, mientras que en otra una única edificación superviviente se alzaba rodeada por la desolación.

Del otro lado del arroyo del manantial, las tres enormes hogueras de Bel Tine rugían, atendidas por un grupo de hombres. Las gruesas espirales del humo negro se inclinaban hacia el norte con el impulso del viento, salpicadas de un tumultuoso chisporroteo.

Uno de los sementales de maese al’Vere acarreaba algo que Rand no acertaba a distinguir en dirección al Puente de los Carros y las llamas.

No bien hubo salido de la arboleda, Haral Luhhan se encaminó hacia él con la cara cubierta de hollín y un hacha de leñador en la mano. El fornido herrero llevaba puesto un camisón manchado de ceniza, a través de uno de los jirones del cual se percibía la marca rojiza de una quemadura. Hincó una rodilla en el suelo, junto a la camilla. Tam tenía los ojos cerrados y la respiración leve y trabajosa.

—¿Trollocs, muchacho? —inquirió maese Luhhan con voz enronquecida por el humo—. Aquí también. Hemos tenido más suerte de la que cabía esperar, créeme. Tiene que examinarlo la Zahorí. ¿Dónde diablos se habrá metido? ¡Egwene!

Corriendo con los brazos llenos de vendas hechas con sábanas, Egwene miró a su alrededor sin aminorar el paso. Sus ojos observaban algo en la lejanía; las profundas ojeras que los circundaban los hacían parecer aún mayores de lo que eran en realidad. Entonces advirtió a Rand y se detuvo, exhalando un estremecedor suspiro.

—Oh, no, Rand, ¿no será tu padre? ¿Está…? Ven, te llevaré hasta Nynaeve. Rand se hallaba demasiado fatigado, demasiado estupefacto para hablar. Durante toda la noche el Campo de Emond había representado un refugio, un lugar donde él y Tam estarían a salvo. De todo cuanto parecía ser capaz ahora era de mirar con consternación su vestido ensuciado por el humo. Los botones de la parte posterior del vestido estaban mal abrochados, y tenía las manos limpias. Se preguntó por qué razón tenía las manos limpias cuando las mejillas estaban tiznadas.

Maese Luhhan pareció comprender el estado en que se encontraba. Tras depositar el hacha entre los varales, el herrero levantó la parte trasera de las parihuelas y empujó con suavidad, incitándolo a avanzar en pos de Egwene. Rand la siguió con torpeza, como si caminara dormido. De un modo vago, se extrañó de que maese Luhhan supiera que aquellas criaturas eran trollocs, pero aquél fue un pensamiento fugaz. Si Tam podía reconocerlos, posiblemente también podía hacerlo maese Luhhan.

—Todas las historias son reales —murmuró.

—Eso parece, muchacho —dijo el herrero—. Eso parece.

Rand apenas lo escuchó dado que todos sus esfuerzos se concentraban en seguir la esbelta silueta de Egwene. Había recuperado suficientes ánimos como para desear que fuera más deprisa, aun cuando en realidad ella ajustaba su paso a la marcha que podían mantener ellos con la carga. Los condujo a mitad de camino del Prado, a la casa de los Calder. Los aleros de paja estaban ennegrecidos y la cal de las paredes manchadas de hollín. De las casas contiguas únicamente quedaban los cimientos y dos pilas de cenizas y vigas requemadas. Una de ellas había sido el hogar de Berin Thane, uno de los hermanos del molinero, y la otra la morada de Abell Cauthon, el padre de Mat. Ni siquiera las chimeneas habían resistido al fuego.

—Esperad aquí —indicó Egwene.

Los miró como si aguardara una respuesta, pero, al ver que ambos permanecían en silencio, murmuró algo entre dientes y se precipitó en el interior.

—Mat —dijo Rand—. ¿Está…?

—Está vivo —respondió el herrero, antes de depositar el extremo de la camilla y enderezarse—. Lo he visto hace un rato. Es un milagro que hayamos salidos con vida de ésta. De la manera como irrumpieron en mi casa y en la herrería, se hubiera dicho que tenía oro y joyas dentro. Alsbet le ha abierto la cabeza a uno con una sartén y, después de echar un vistazo a las cenizas de nuestra casa, esta mañana, se ha ido a rondar por el pueblo con el martillo más grande que ha encontrado entre los restos de la forja, por si acaso alguno se había quedado escondido en lugar de huir. Casi podría apiadarme de la criatura, en caso de que tope con alguna. —Hizo un ademán en dirección a la morada de los Calder—. La señora Calder y algunos más han albergado a los heridos y a los que se han quedado sin hogar. Cuando la Zahorí haya examinado a Tam, buscaremos una cama disponible, en la posada tal vez. El alcalde ya la ha ofrecido, pero Nynaeve ha dicho que los heridos sanarían mejor si no estuvieran tan hacinados.

Rand se hincó de rodillas y, tras liberarse del arnés improvisado con la manta, comprobó con fatiga si Tam estaba bien tapado. Éste no se movió ni exhaló ningún sonido, incluso con el contacto de las rígidas manos de Rand. «Mi padre. El otro solamente hablaba bajo el influjo de la fiebre».

—¿Qué ocurrirá si vuelven? —preguntó.

—La Rueda gira según sus propios designios —repuso maese Luhhan con inquietud—. Si vuelven… Bueno, por el momento se han marchado. De modo que recogeremos los pedazos y reconstruiremos lo destruido.

Suspiró; sus facciones se relajaron al tiempo que se golpeaba la espalda con los nudillos. Por primera vez, Rand advirtió que el corpulento hombre se encontraba tan fatigado como él mismo, si no más. El herrero contempló el pueblo y sacudió la cabeza.

—No creo que hoy sea un día de Bel Tine como los otros —dijo—. Sin embargo, saldremos adelante. Siempre hemos salido adelante. —Tocó el hacha con ademán resuelto—. Me espera mucho trabajo. No te preocupes, muchacho. La Zahorí se ocupará de él, y la Luz cuidará de todos nosotros. Y, si la Luz no interviene, nos las arreglaremos solos. Recuerda que somos gente de Dos Ríos. Mientras el herrero se alejaba, Rand, todavía de rodillas, observó el pueblo reparando en él por primera vez. Maese Luhhan estaba en lo cierto, pensó y le sorprendió no asombrarse de lo que sus ojos veían. La gente todavía rebuscaba entre las ruinas de sus casas, pero, aun en el corto período de tiempo que él había permanecido allí, la mayoría había comenzado a reaccionar con diligencia. Casi podía percibir una creciente decisión en sus movimientos. No obstante se preguntaba si habían visto a los trolloc; y al jinete de la capa negra. ¿Habían sentido el odio que lo impregnaba?

Al salir Nynaeve y Egwene de casa de los Calder, se incorporó y trató de ponerse en pie, y a punto estuvo de caer a causa de la debilidad.

La Zahorí se arrodilló junto a la camilla sin dedicarle ni una sola ojeada. Tenía la cara y el vestido aún más sucios que Egwene y los ojos ensombrecidos por las mismas ojeras, si bien sus manos estaban igual de limpias. Tocó la cara de Tam y le abrió los ojos con el pulgar. Con la preocupación pintada en el rostro, apartó las mantas y aflojó el vendaje para examinar la herida. Antes de que Rand alcanzara a ver lo que había debajo, ya había repuesto la tela. Con un suspiro, volvió a tapar con suavidad a Tam, como si acostara a un niño.

—No hay nada que yo pueda hacer —dijo. Hubo de llevarse las manos a la rodilla para enderezarse—. Lo siento, Rand.

Por un momento, permaneció inmóvil, sin comprender, mientras ella se disponía a regresar a la casa. Después se acercó a trompicones y la tomó del brazo para hacerla girar.

—¡Está muriéndose! —gritó.

—Lo sé —repuso simplemente Nynaeve.

Rand dejó caer los hombros ante el peso de la cruda realidad.

—Debes hacer algo. Tienes que hacerlo. Eres la Zahorí.

El dolor nubló el rostro de la joven por un instante; luego sus ojos adoptaron la dureza anterior y la voz sonó con igual firmeza.

—Sí, lo soy. Sé lo que puedo hacer con mis medicinas y sé cuándo es demasiado tarde. ¿Crees que no haría algo si estuviera en mis manos? Pero no puedo. No puedo, Rand. Y hay otros que me necesitan, gente a la que puedo ayudar.

—Lo he traído con la mayor rapidez posible —musitó.

Aun con el pueblo en ruinas, la idea de la Zahorí había mantenido encendida su esperanza. Desaparecida ésta, sólo le quedaba el vacío.

—Ya sé que lo has hecho —repuso, y le tocó con ternura la mejilla—. No es culpa tuya. Has actuado lo mejor que has podido. Lo siento, Rand, pero he de atender a los demás. Me temo que nuestros problemas no han hecho más que comenzar.

La siguió con la mirada perdida hasta cerrarse la puerta de la casa tras ella. Era incapaz de pensar en nada, excepto en que ella no iba a prestarle su ayuda. De improviso retrocedió un paso, al arrojarse Egwene contra él, rodeándolo con los brazos. En otra ocasión aquel abrazo lo hubiera hecho saltar de alborozo; ahora se limitó a mirar en silencio la puerta detrás de la cual se habían desvanecido sus esperanzas.

—Lo siento tanto, Rand —dijo la muchacha, con el rostro apoyado en su pecho—. Oh, Luz, desearía poder hacer algo. —La rodeó con sus brazos entumecidos.

—Lo sé. Yo…, yo tengo que hacer, Egwene. No sé qué, pero no puedo dejarlo así… —Se le quebró la voz y Egwene estrechó su abrazo.

—¡Egwene! —El grito de Nynaeve le produjo un sobresalto—. ¡Egwene ven enseguida! ¡Y lávate otra vez las manos!

La muchacha se apartó de los brazos de Rand.

—Tengo que ir a ayudarla, Rand.

—¡Egwene!

Le pareció oír un sollozo mientras ella se alejaba. Después se encontró solo junto a las parihuelas. Observó a Tam unos minutos, sin sentir nada salvo vacuidad. Su semblante reflejó una repentina determinación.

—El alcalde sabrá lo que hay que hacer —dijo. Levantó de nuevo los varales—. El alcalde lo sabrá.

Bran al’Vere siempre sabía cómo se debía obrar. Con fatigada obstinación, emprendió camino hacia la Posada del Manantial.

Se cruzó con otro de los sementales de su propiedad, con los arreos atados alrededor del extremo de un gran bulto envuelto con una manta sucia. Unos brazos peludos se arrastraban en la tierra junto a la manta y por uno de los lados asomaban unos cuernos de cabra. Dos Ríos no era el lugar idóneo para que tomaran tan horriblemente en él carta de realidad las historias. Si los trollocs poseían un marco propio, éste se encontraba en el mundo exterior, en los sitios donde tenían Aes Sedai y falsos Dragones y lo que sólo la Luz sabía había surgido de los relatos de los juglares. Pero no en Dos Ríos. No en el Campo de Emond.

Mientras caminaba hacia el Prado, la gente lo llamaba para ofrecerle ayuda, algunos desde los despojos de sus hogares; sin embargo, él oía murmullos procedentes de la lejanía, e incluso le ocurría con aquellos que caminaban un trecho a su lado mientras le hablaban. Sin pensar realmente en ello, lograba articular palabras, respondía que no necesitaba ayuda y que todo estaba en orden. Apenas apreciaba, tampoco, la preocupación en las miradas de sus interlocutores o los comentarios de algunos que consideraban la posibilidad de llevarlo a que lo viera Nynaeve. De todo cuanto se permitió tener conciencia fue del propósito que se había fijado. Bran al’Vere podría hacer algo para socorrer a Tam. No obstante, prefería no determinar en qué consistiría su asistencia. El alcalde sería capaz de hacer algo, de pensar en algo.

La posada había escapado casi por completo a la destrucción que había arrasado la mitad de la población. Algunas marcas de carbón manchaban las paredes, pero las tejas brillaban a la luz del sol con el mismo fulgor habitual. Pero del carruaje del buhonero no quedaban más que los ennegrecidos radios de las ruedas apoyados contra la carreta chamuscada. Los grandes aros que sostenían la cubierta de la lona estaban inclinados confusamente; cada uno de ellos apuntaba en distinta dirección.

Thom Merrilin se hallaba sentado con las piernas cruzadas encima de los viejos cimientos de piedra, recortando con cuidado los bordes tiznados de su capa con unas tijeras. Al acercarse Rand, dejó a un lado capa y tijeras y, sin preguntarle si necesitaba o deseaba ayuda, bajó de un salto y levantó la parte posterior de la camilla.

—¿Adentro? Desde luego, desde luego. No te preocupes, muchacho. Vuestra Zahorí se ocupará de él. La he visto trabajar desde ayer noche y tiene una gran habilidad y destreza. Hubiera podido ser mucho peor. Algunos han fallecido esta noche. No muchos, tal vez, pero uno solo es demasiado a mi entender. El viejo Fain ha desaparecido y eso es lo más grave. Los trollocs comen de todo. Deberías dar gracias a la Luz de que tu padre esté aquí y todavía vivo, de modo que pueda curarlo la Zahorí.

Rand pronunció las palabras «¡Es mi padre!» reduciendo la voz a un sonido ininteligible que no sonó con más fuerza que el zumbido de una mosca. No soportaba más muestras de compasión, más tentativas de levantarle el ánimo. No entonces. No hasta que Bran al’Vere le dijera de qué manera podía auxiliar a Tam.

De pronto, a la altura de sus ojos encontró una garabato marcado en la puerta de la posada, una línea curva trazada con un palo quemado, como una lágrima dibujada al revés. Habían ocurrido tantas cosas que casi no lo sorprendió ver el Colmillo del Dragón grabado en la puerta de la Posada del Manantial. Los motivos por los que alguien quería acusar al posadero o a su familia de prácticas diabólicas o de atraer la mala suerte sobre ellos, escapaban a su entendimiento, pero aquella noche le había aportado el profundo convencimiento de que todo era posible, de que cualquier cosa podía suceder.

Al sentir un empujón del juglar, accionó el picaporte y entró.

La sala principal estaba vacía, a excepción de Bran al’Vere, y fría también, pues éste no había tenido tiempo de encender el fuego. El alcalde estaba sentado a una de las mesas. Con expresión de concentración en el rostro mojaba la pluma en un tintero, la cabeza cana inclinada sobre un rollo de pergamino. Llevaba el camisón de noche introducido precipitadamente en los pantalones, abultándole en su prominente pecho. Se frotaba distraído un pie descalzo con los dedos del otro, ambos tan sucios como si hubiera salido a la calle más de una vez sin preocuparse de ponerse las botas a pesar del frío.

—¿Qué problema tienes? —preguntó sin elevar la mirada—. Sé breve en la exposición. Tengo dos docenas de asuntos que atender ahora mismo y otros más de los que debería haberme ocupado hace una hora. De modo que dispongo de poco tiempo y de escasa paciencia. ¿Y bien? ¡Contesta ya!

—Maese al’Vere —dijo Rand—, se trata de mi padre. El alcalde levantó la cabeza de golpe.

—¿Rand? ¡Tam! —Dejó la pluma y tropezó con la pata de la silla al incorporarse de un salto—. Quizá la Luz no nos haya abandonado del todo. ¡Temía que hubierais muerto los dos! Bela llegó galopando al pueblo una hora después de que se hubieron ido los trollocs, empapada y sin resuello como si hubiera corrido todo el trecho desde la granja, y creí… No hay tiempo para eso. Lo llevaremos arriba. —Tomó los varales de manos del juglar—. Vos, maese Merrilin, id en busca de la Zahorí y decidle que le ordeno que se apresure, yo no sé que qué demonios voy a hacer! Descansa tranquilo, Tam. Pronto te pondremos en una confortable cama. ¡Deprisa, juglar, deprisa!

Thom Merrilin se esfumó por el umbral sin darle tiempo a expresar ninguna objeción.

—Nynaeve no hará nada. Ha dicho que no podía ayudarlo. Sabía…, tenía la esperanza de que vos propondríais algo.

Maese al’Vere observó a Tam con más atención y después agitó la cabeza.

—Ya veremos, muchacho. Ya veremos. —No obstante, su tono había perdido la confianza—. Llevémoslo a la cama. Al menos podrá reposar mejor. Rand se dirigió a las escaleras obedeciendo al impulso del alcalde. Se empeñaba en mantener la certeza de que de algún modo Tam mejoraría, pero el comienzo había sido demasiado duro y la súbita vacilación en la voz de maese al’Vere le produjo un estremecimiento.

En el segundo piso de la posada, en la parte delantera, había media docena de agradables y aseadas habitaciones con ventanas que daban al Prado. En su mayoría eran utilizadas por los buhoneros o la gente que venía de la Colina del Vigía o de Deven Ride, pero los mercaderes que los visitaban cada año a menudo quedaban sorprendidos al encontrar tan cómodos aposentos. Tres de ellas estaban ocupadas entonces, y el alcalde instó a Rand a entrar en una de las que permanecían libres.

Levantaron deprisa el edredón y las mantas del amplio lecho y depositaron a Tam sobre el tupido colchón de plumas, dejando reposar su cabeza en almohadas de pluma de oca. Al moverlo, no exhaló ningún sonido, aparte de una respiración más trabajosa, ni siquiera un gemido, pero el alcalde mitigó la preocupación de Rand indicándole que encendiera el fuego para caldear la estancia. Mientras Rand sacaba leños y astillas de una caja situada junto a la chimenea, Bran descorrió las cortinas de la ventana para que penetrara la luz de la mañana, y luego se dispuso a lavar con cuidado el rostro de Tam. Cuando el juglar estuvo de regreso, las llamas del hogar calentaban ya la habitación.

—No va a venir —anunció Thom Merrilin al entrar. Miró fijo a Rand—. No me has dicho que ya lo había examinado. Por poco me parte la cabeza.

—Creía…, no sé…, que quizás el alcalde podría hacer algo, podría hacerle ver… —Con los puños apretados, ansioso y tenso, Rand se volvió hacia Bran—. Maese al’Vere, ¿qué puedo hacer? —El corpulento posadero sacudió la cabeza con impotencia y puso un paño empapado en la frente de Tam, al tiempo que evitó así mirar directamente a Rand—. No puedo quedarme sentado mientras él se muere, maese al’Vere. Debo hacer algo. —El juglar hizo ademán de hablar y Rand se giró con ansiedad hacia él—. ¿Tenéis vos alguna idea? Intentaré todo lo posible.

—Sólo me preguntaba —empezó a decir Thom, mientras golpeaba su larga pipa con el pulgar—si el alcalde sabía quién ha grabado el Colmillo del Dragón en su puerta. —Miró la cazoleta, luego a Tam y después volvió a colocarse la pipa entre los dientes sin encenderla—. Parece que alguien le ha retirado el aprecio, o tal vez no les guste alguno de sus huéspedes.

Rand le dirigió una mirada de desagrado y volvió a contemplar el fuego. Sus pensamientos danzaban como las llamas y, al igual que ellas, se concentraban con obstinación en un punto: no podía permanecer impasible viendo cómo moría Tam. «Mi padre», pensó con dureza. «Mi padre». Una vez que hubiera cesado la fiebre, podría esclarecer aquello. Pero la fiebre era lo primero. El problema era cómo hacerla bajar.

Bran al’Vere contrajo la mandíbula al echar una ojeada a la espalda de Rand, y la mirada que asestó al juglar no hubiera dejado margen a aclaraciones, pero Thom se limitó a aguardar expectante, como si no hubiera reparado en ella.

—Es probable que sea obra de uno de los Congar o un Coplin —aventuró por fin el alcalde—, aunque sólo la Luz sabe cuál de ellos. Son una extensa familia, y, si hay algo malo que decir de alguien, o incluso si no lo hay, ellos se encargan enseguida de propagarlo. A su lado, la lengua de Cenn Buie sonaría azucarada.

—¿Aquel carro que ha llegado justo antes del amanecer? —inquirió el juglar—. No habían siquiera notado el olor de los trollocs y todos querían saber cuándo comenzarían los festejos, como si no pudieran ver que la mitad del pueblo se había convertido en cenizas.

Maese al’Vere asintió con pesar.

—Una rama de la familia. Pero los otros no son muy distintos. El estúpido de Dag Coplin se ha pasado la mitad de la noche exigiéndome que echara a la señora Moraine y a maese Lan de la posada, y del pueblo, olvidando que no hubiera quedado ningún resto del pueblo sin su intervención.

Rand apenas había prestado atención a la conversación, pero aquel último comentario lo impulsó a hablar.

—¿Qué han hecho?

—Ella provocó tremendos relámpagos en un cielo completamente despejado —repuso maese al’Vere— y los descargó sobre los trollocs. Ya has visto árboles partidos por los rayos. Pues los trollocs no salieron mejor parados.

—¿Moraine? —inquirió con incredulidad Rand.

—La señora Moraine —asintió el alcalde—. Y maese Lan era un torbellino blandiendo esa espada. ¿Qué digo una espada? Él mismo era un arma, que ataba en diez sitios distintos a la vez, o al menos eso parecía. Que me aspen si lo hubiera creído de no haber salido afuera y visto… —Se pasó la mano sobre la calva coronilla de la cabeza—. Las visitas de la Noche de Invierno acababan de comenzar, íbamos cargados de regalos y de pastelillos de miel, algo achispados por el vino, y entonces los perros empezaron a gruñir y de pronto ambos salieron de estampida de la posada, y empezaron a correr por el pueblo mientras gritaban que había trollocs. Primero pensé que habían bebido demasiado vino. Después de todo… ¿trollocs? Luego, cuando nadie estaba aún al corriente de lo que pasaba, esas… esas cosas estaban ya en medio de las calles y acuchillaban a la gente con las espadas, prendían fuego en las casas y aullaban de un modo como para helársele a uno la sangre. —Emitió un sonido gutural de desagrado—. No hacíamos más que correr como las gallinas cuando entra un zorro en el corral hasta que maese Lan nos animó con su coraje.

—No es preciso ser tan severo —intervino Thom—. Hicisteis cuanto pudisteis. Ellos dos no acabaron solos con todos los trollocs que yacen afuera.

—Humm… sí, claro —Un estremecimiento recorrió el cuerpo de maese al’Vere—. Todavía no puedo creerlo. Una Aes Sedai en el Campo de Emond. Y maese Lan es un Guardián.

—¿Una Aes Sedai? —musitó Rand—. No es posible. Yo hablé con ella y no es…, no…

—¿Pensabas que llevaban anunciada su condición? —dijo con sarcasmo el alcalde—. ¿«Aes Sedai» pintado en la espalda, o tal vez «Peligro, no acercarse»? —De pronto se dio una palmada en la frente—. Aes Sedai. Soy un viejo idiota que empieza a chochear. Existe una posibilidad, Rand, si estás dispuesto a correr el riesgo. Yo no puedo decirte que lo hagas y no sé si me atrevería en tu caso.

—¿Una posibilidad? —inquirió Rand—. Arriesgaré lo que sea si ha de servir de algo.

—Las Aes Sedai pueden curar, Rand. Hombre, chico, ya has escuchado las historias. Pueden sanar a un hombre sobre el que no surten efecto los medicamentos. Juglar, vos debisteis haber recordado eso antes que yo. ¿Por qué no me lo habéis dicho en lugar de dejarme divagar de esa manera?

—Aquí soy un forastero —respondió Thom, mirando con avidez su pipa apagada—y el compadre Coplin no es el único que no quiere tener ningún tipo de contacto con las Aes Sedai. Es mejor que la propuesta saliera de vos.

—Una Aes Sedai —murmuró Rand, tratando de ajustar la imagen de la mujer que le había sonreído con los personajes de los relatos.

A decir de las historias, la ayuda proporcionada por ellas era a veces peor que la falta de asistencia, como el veneno en un pastel, y sus regalos siempre representaban una trampa, un anzuelo en el que picar. De improviso, la moneda que llevaba en el bolsillo, la pieza que le había dado Moraine, le pareció un carbón ardiente y hubo de contenerse para no sacarla de la chaqueta y arrojarla por la ventana.

—Nadie quiere tener tratos con las Aes Sedai —dijo lentamente el alcalde—. Es la única alternativa que veo, pero no es ésta una decisión fácil de tomar. Yo no puedo hacerlo por ti, aunque no he percibido nada en la señora Moraine que no sea digno de alabanza… Moraine Sedai, debería llamarla, supongo. A veces, hay que tentar la suerte, aunque ésta sea azarosa.

—Algunas de las historias son un tanto exageradas —añadió Thom, como si alguien le arrancara las palabras de la boca—. Como mínimo, algunas. Además, muchacho, ¿qué opciones tienes?

—Ninguna —respondió con un suspiro Rand. Tam aún no había movido ni un músculo y tenía los ojos hundidos como si llevara enfermo una semana —Voy, voy a ir a buscarla.

—Al otro lado del puente —le informó el juglar—, donde están… disponiendo de los cadáveres de los trollocs. Pero ten cuidado, chico. Las Aes Sedai actúan obedeciendo a unas motivaciones particulares, que no coinciden siempre con lo que los demás son capaces de prever.

Lo último que oyó fue un grito exhalado después de cruzar el umbral. Debía aguantar el puño de la espada con la mano para que no se le enredara entre las piernas al correr, pero no quería perder el tiempo en desabrochársela. Bajó con estrépito las escaleras y salió como una exhalación de la posada, olvidando por el momento la sensación de fatiga. Una esperanza de vida para Tam, aun remota, era suficiente para superar, al menos de forma pasajera, el cansancio producido por una noche en vela. Prefería no tomar en cuenta el hecho de que la alternativa estuviera personificada en una Aes Sedai, ni el precio que ello podría costar. Y, respecto a la perspectiva de encontrarse frente a frente con una Aes Sedai… Aspiró profundamente e intentó correr más deprisa.

Las fogatas se elevaban un trecho más allá de las últimas casas del lado norte, en la margen del Bosque del Oeste que daba a la carretera de la Colina del Vigía. El viento todavía alejaba las grasientas y negras columnas de humo del pueblo, pero, pese a ello, el aire estaba impregnado de un repugnante hedor dulzón, como de carne dejada demasiado tiempo en el asador. Rand sintió náuseas al percibir aquel olor y luego hubo de tragar saliva al caer en la cuenta de dónde emanaba. Un bonito uso para las hogueras de Bel Tine. Los hombres que vigilaban el fuego llevaban la nariz y la boca tapadas con trapos, pero las muecas de sus caras indicaban a las claras que el vinagre que los empapaba no era suficiente. Aun cuando contrarrestara la pestilencia, sabían que ésta continuaba allí y eran asimismo conscientes de aquello que la originaba.

Dos de los hombres desataban las correas de uno de los sementales del alcalde de los tobillos de un trollocs. Lan, agachado detrás del cadáver, había levantado lo bastante la manta como para dejar al descubierto las espaldas y la cabeza con hocico cabruno de la criatura. Mientras Rand seguía corriendo, el Guardián desprendió una insignia metálica, un tridente esmaltado en rojo sangre, de una de las hombreras erizadas de púas de la cota de malla del trolloc.

—Ko’bal —anunció. Hizo rebotar el distintivo en la palma de la mano antes de arrojarlo al aire con un gruñido—. Con ésta, son ya siete bandas distintas.

Moraine, sentada en el suelo a corta distancia, sacudió con gesto cansino la cabeza. Entre sus rodillas reposaba un bastón de caminante, cubierto de arriba abajo de sarmientos y flores grabados, y su vestido estaba arrugado, con aspecto de haber sido llevado demasiado tiempo.

—¡Siete bandas, siete! No habían actuado conjuntamente tantas desde las Guerras de los Trollocs. Las malas noticias se acumulan. Tengo miedo, Lan. Creía que habíamos ganado una partida, pero tal vez nos hallemos más amenazados que nunca.

Rand la observó, incapaz de decir nada. Una Aes Sedai. Había tratado de convencerse de que no la vería distinta ahora que sabía quién…, qué era lo que tenía enfrente y, para su sorpresa, su apariencia era la misma. No estaba tan resplandeciente ni sus cabellos destellaban en todas direcciones, tenía un poco tiznada la nariz y, sin embargo, no era diferente. Sin duda debía existir algún indicio en las Aes Sedai que revelara su condición. Por otra parte, si el aspecto externo era un reflejo del interior, y si las historias eran ciertas, debería parecerse más a un trolloc que a una mujer extremadamente hermosa cuya dignidad no se veía menoscabada por permanecer sentada en la tierra. Y ella podría socorrer a Tam. Fuesen cuales fuesen las consecuencias, aquello era lo principal.

—Señora Moraine —dijo tras hacer acopio de aire— …Moraine Sedai, quiero decir.

Ambos se volvieron para mirarlo y su mirada lo dejó de una pieza. No tenía aquella expresión plácida y sonriente que había contemplado en el Prado. A pesar de que su rostro aparecía fatigado, sus oscuros ojos eran los de un halcón. Aes Sedai, las que desmembraron el mundo, titiriteras que tiraban de las cuerdas y hacían danzar tronos y naciones al compás de los designios que solamente conocían las mujeres de Tar Valon.

—Un poco más de luz en la oscuridad —murmuró la Aes Sedai—. ¿Cómo van tus sueños, Rand al’Thor? —agregó en voz más alta.

—¿Mis sueños? —inquirió Rand con estupor.

—Una noche como ésta puede producir pesadillas, Rand. Si padeces pesadillas, debes decírmelo. Puedo remediarlas a veces.

—No tengo ningún problema con mis… Se trata de mi padre. Está herido. No es más que un rasguño, pero la fiebre está consumiéndolo. La Zahorí no lo ha tratado. Dice que no puede hacer nada. Pero las historias…

La mujer enarcó una ceja y él se detuvo para tragar saliva. «Oh, Luz, ¿existe alguna historia que hable de una Aes Sedai que no sea mala?» Dirigió la vista al Guardián, pero éste parecía más interesado en el despojo del trolloc que en lo que pudiera decir Rand. Tartamudeando bajo el peso de la mirada de Moraine, prosiguió:

—Yo… eh… la gente dice que las Aes Sedai tienen poder para curar. Si podéis ayudarlo…, cualquier cosa que podáis hacer por él… a cualquier precio…, quiero decir… —Respiró profundamente—. Estoy dispuesto a compensaros en cuanto esté a mi alcance si le prestáis vuestra asistencia. Pagaré cualquier precio que me pidáis.

—Cualquier precio —musitó Moraine, medio para sí—. Hablaremos más tarde de precios, Rand, en caso de que exista alguno. No te prometo nada. Vuestra Zahorí conoce bien su trabajo. Haré lo que esté en mi mano, pero mi poder es incapaz de detener el eterno girar de la Rueda.

—La muerte visita a todo el mundo tarde o temprano —sentenció sombrío el Guardián—, a menos que sirvan al Oscuro, y sólo los insensatos se avienen a pagar por ello.

Moraine emitió una risa ahogada.

—No seas tan tenebroso, Lan. Tenemos algo que celebrar, una pequeña victoria, al menos. Se apoyó en el bastón para incorporarse—. Llévame junto a tu padre, Rand. Haré cuanto pueda por él. Ya hay demasiada gente aquí que ha rehusado aceptar mi ayuda. Ellos también han escuchado las historias —agregó con sequedad.

—Está en la posada —le informó Rand—. Por aquí. Y gracias. ¡Muchísimas gracias!

Caminaron tras él; su paso era mucho más rápido. Aminoró con impaciencia la marcha para que lo alcanzaran pero volvió a salir disparado y de nuevo tuvo que volver a esperarlos.

—Deprisa, por favor —urgió, tan absorto en la necesidad de auxiliar a Tam que ni siquiera consideró la temeridad que representaba apremiar a una Aes Sedai.

—¿No ves que está cansada? —espetó, airado, Lan—. Incluso con un angreal lo que hizo ayer noche era más pesado que recorrer el pueblo a la carrera con un saco de piedras a cuestas. No sé si realmente te lo mereces, pastor de ovejas, por más que ella diga lo contrario.

Rand guardó silencio, sobrecogido.

—Tranquilo, amigo mío —dijo Moraine, dando una palmada en el hombro al Guardián sin disminuir el paso. Éste caminaba junto a ella con ademán protector, como si pudiera transferirle su fortaleza con su mera proximidad—. Tú sólo piensas en cuidar de mí. ¿Por qué no haría él lo mismo con su padre? —Lan frunció el entrecejo, pero no protestó—. Voy lo más deprisa que puedo, Rand, te lo aseguro.

Rand no sabía a qué dar crédito, a la altivez de sus ojos o a la placidez de su voz…, que no era suave exactamente, sino más bien de una firmeza autoritaria. O tal vez ambas características eran compatibles. Aes Sedai. Había contraído un compromiso con una de aquellas mujeres. Ajustó su marcha a la de ellos e intentó no pensar en cuál sería el precio del que posiblemente hablarían después.

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