45 El acecho tras las sombras

La luz de los candiles se extendía hasta tocar el otro lado, que despuntaba de las tinieblas como la irregular dentadura de un gigante. La cabalgadura de Loial piafó con nerviosismo y se desprendió una piedra que cayó al negro cauce muerto. Si produjo algún sonido al chocar contra el fondo, Rand no alcanzó a oírlo.

Dirigió a Rojo hacia el boquete. Hasta donde llegaba la luz de su linterna, que hundió en toda la longitud del palo al que iba sujeta, no había nada. Una masa tan negra como la que les servía de dosel, que se escudaba ante la claridad. Si había un límite en aquella hondura, podía encontrarse a mil metros de altura. O no existir. Sin embargo, en el otro extremo percibía la base que sostenía el puente. Nada. Menos de un palmo de grosor sólido, sin nada por debajo.

De pronto la roca situada bajo sus pies se le antojó fina como el papel y la infinita boca los atrajo hacia sí. El candil y la vara parecieron de improviso lo bastante pesados como para arrancarlo de la silla. Invadido por el vértigo, hizo retroceder al bayo del abismo con tanta cautela como se había aproximado.

—¿Para esto nos habéis traído aquí, Aes Sedai? —espetó Nynaeve—. ¿Todo esto para encontrarnos que debemos regresar a Caemlyn?

—No hemos de regresar —replicó Moraine—. No hasta Caemlyn. Hay muchas sendas en los Atajos que conducen a determinados lugares. Sólo hemos de retroceder hasta que Loial halle otro sendero que nos lleve a Fal Dara. Loial… ¡Loial!

El Ogier desprendió con visible esfuerzo la mirada de la sima.

—¿Qué? Oh. Sí, Aes Sedai. Puedo encontrar otro sendero. Debería. —Sus ojos volvieron a posarse en el insondable pozo y sus orejas se agitaron—. No sospechaba que la decadencia fuera tan patente. Si hasta los puentes se rompen, es posible que no encuentre el camino deseado, ni que halle una senda de regreso. Quizá los puentes estén desmoronándose tras nosotros.

—Debe de haber un camino —opinó Perrin con voz inexpresiva. Sus ojos parecían retener la luz, despedir destellos amarillos. «Un lobo acorralado», pensó Rand, estupefacto. «Eso es lo que parece».

—Será lo que la Rueda teja —se resignó Moraine—, pero no creo que la decadencia sea tanta como temes. Mira la piedra, Loial. Incluso yo soy capaz de determinar que se quebró hace mucho tiempo.

—Sí —convino Loial—. Sí, Aes Sedai, es cierto. Aquí no hay lluvia ni viento, pero esa piedra ha estado colgando en el aire durante diez años como mínimo. —Asintió con una sonrisa de alivio, tan contento con el descubrimiento que por un momento pareció olvidar sus temores—. Podría encontrar otras sendas con más facilidad que la de Mafal Dadaranell. ¿Tar Valon, por ejemplo? O el stedding Shangtai. Sólo quedan tres puentes hasta el stedding Shangtai desde la última isla. Supongo que los mayores querrán hablar conmigo a estas alturas.

—Fal Dara, Loial —afirmó Moraine con convicción—. El Ojo del Mundo está más allá de Fal Dara y hemos de ir al Ojo.

—Fal Dara —acordó, reacio, el Ogier.

De regreso a la isla Loial estudió con detenimiento la losa, inclinando las cejas mientras murmuraba para sus adentros. A poco, hablaba para sí, pues adoptó el idioma de los Ogier. Aquella lengua llena de modulaciones sonaba como un gutural piar de pájaros. Rand consideró curioso que unos seres tan grandes utilizaran un lenguaje tan musical.

Al fin el Ogier asintió. Mientras los conducía al puente elegido, se volvió para lanzar una melancólica ojeada al poste indicativo de otro.

—Tres desvíos hasta stedding Shangtai —suspiró.

No obstante, pasó ante ellos sin detenerse y giró en el tercer puente. Miró con pesadumbre hacia atrás, a pesar de que la senda que conducía a su hogar se hallaba ya sumida en tinieblas.

—Cuando esto haya acabado, Loial —propuso Rand, que había situado su caballo a la altura del Ogier—, me enseñarás tu stedding y yo te mostraré el Campo de Emond. Sin tomar los Atajos, ¿eh? Iremos a caballo o a pie, aunque tengamos que viajar todo un verano.

—¿Crees que esto va a tocar a su fin algún día, Rand?

—Dijiste que tardaríamos dos días en llegar a Fal Dara —arguyó Rand, con expresión preocupada.

—No me refiero a los Atajos, sino al resto. —Loial echó una ojeada a la Aes Sedai por encima del hombro; ella hablaba con Lan—. ¿Qué te hace pensar que terminará alguna vez?

Los arcos y pasarelas ascendían y descendían. En ocasiones, de las guías partían unas líneas blancas iguales que la que habían seguido desde la puerta de Caemlyn que se desvanecían en la oscuridad. Rand advirtió que no era el único que observaba aquellos trazos con curiosidad y ciertas dosis de añoranza. Nynaeve, Perrin, Mat e incluso Egwene las dejaban atrás a su pesar. En el otro extremo de cada una de ellas había una salida hacia el mundo, en donde brillaba el sol y soplaba el viento. Incluso habrían dado la bienvenida a sus ráfagas. Pero, bajo la infalible vigilancia de Moraine, las dejaban atrás. Rand, empero, era el único que osaba mirar atrás después de que las tinieblas hubieran devorado a un tiempo la isla, la guía y la línea.

Rand bostezaba ya cuando Moraine anunció que se detendrían para pasar la noche en una de las islas. Mat miró la negrura circundante y exhaló una risita, pero desmontó con igual celeridad que los demás. Lan y los muchachos desensillaron y trabaron los caballos mientras Nynaeve y Egwene encendían un pequeño fogón de aceite para preparar té. El fogoncillo, semejante a la base de una linterna, era lo que, según Lan, utilizaban los Guardianes en la Llaga, donde entrañaba peligro encender leña. El Guardián sacó unos trípodes de uno de los cestos, sobre los que dispusieron los candiles formando un círculo en torno al campamento.

Loial examinó la guía un momento; luego se sentó con las piernas cruzadas y frotó con una mano la polvorienta y picada piedra.

—Antaño crecían plantas en las islas —rememoró con tristeza—. Todos los libros lo mencionan. Había un verde tapiz sobre el que dormir, tan blando como un colchón de plumas, y árboles frutales para combinar la comida que uno llevaba con una manzana, una pera o una naranja, dulce, crujiente y jugosa, cualquiera que fuese la estación reinante en el exterior.

—No hay caza —gruñó Perrin, que se mostró casi instantáneamente sorprendido de lo dicho.

Egwene llevó una taza de té a Loial, quien la sostuvo sin beber, y en cambio siguió contemplando el aire, como si pudiera encontrar los frutales en sus profundidades.

—¿No vais a disponer salvaguardas? —preguntó Nynaeve a Moraine—. Sin duda debe de haber peligros peores que las ratas aquí. Aunque no lo haya visto, lo presiento.

La Aes Sedai froto las yemas de los dedos contra las palmas de las manos con un mohín de repugnancia.

—Percibís la infección, la corrupción del Poder que creó los Atajos. No haré uso del Poder Único en los Atajos a menos que no disponga de alternativa. La contaminación es tanta que lo que intentara llevar a cabo de seguro se vería corrupto.

Aquello los sumió en el silencio. Lan se concentró en masticar metódicamente, como si alimentara un fuego, en el que no eran tan importantes los manjares como la aportación de vigor a su cuerpo. Moraine también comía con dedicación y con tanta delicadeza como si no estuvieran sentados sobre la roca desnuda casi literalmente suspendidos en la nada. Rand, en cambio, se limitó a picotear la comida. La escuálida llama del fogón sólo emanaba el calor suficiente para llevar el agua al punto de ebullición, pero se agazapó junto a él como si pudiera absorber su calidez. Mat y Perrin le rozaban los hombros. Formaron un estrecho círculo en torno a la llama. Mat asía el pan y el queso olvidados en la mano y Perrin dejó a un lado su plato de hojalata después de tomar unos cuantos bocados. Su humor fue más y más taciturno a medida que transcurrió el tiempo y todos se mantenían cabizbajos, evitando mirar la oscuridad que los rodeaba.

Moraine los escrutó mientras comía. Por último depositó su plato en el suelo y se limpió los labios con una servilleta.

—Estoy en condiciones de daros una noticia agradable: no creo que Thom Merrilin esté muerto.

Rand levantó bruscamente la mirada.

—Pero… el Fado…

—Mat me contó lo ocurrido en Puente Blanco —explicó la Aes Sedai—. Sus habitantes mencionaron a un juglar, pero no dijeron nada de que hubiera fallecido. En mi opinión lo habrían hecho si hubieran asesinado a un juglar. Puente Blanco no es tan grande como para que consideren un don nadie a una persona de su oficio. Y Thom también forma parte del Entramado que se teje en tomo a vosotros tres. Una parte demasiado importante, pienso, para ser desgajada.

«¿Demasiado importante?», se admiró Rand. «¿Cómo podía saber Moraine…?»

—¿Min? ¿Descubrió algo relacionado con Thom?

—Descubrió muchas cosas —repuso con sequedad Moraine—. Acerca de todos vosotros. Me conformaría con comprender la mitad de lo que pronosticó, pero ni a ella misma le es dado hacerlo. Las viejas barreras se vienen abajo. Pero, sea antiguo o nuevo el saber utilizado por Min, ella percibe la verdad. Vuestros destinos van unidos. Y de él participa Thom Merrilin.

Nynaeve soltó un desdeñoso bufido y se sirvió otra taza de té.

—No entiendo cómo vio algo relacionado con nosotros —señaló Mat, sonriente—. Según recuerdo, se pasó casi todo el tiempo mirando a Rand.

—¡Oh! —Egwene enarcó una ceja—. No me habíais dicho nada respecto a eso, Moraine Sedai.

Rand lanzó una ojeada a la muchacha. Ella no lo miraba, pero su tono había sonado excesivamente neutral.

—Hablé con ella una vez —dijo—. Se viste como un chico y lleva el pelo tan corto como yo.

—Hablaste con ella. Una vez. —Egwene asintió lentamente y se llevó la taza a los labios, sin mirarlo.

—Min sólo era alguien que trabajaba en la posada de Baerlon —intervino Perrin—. No como Aram.

A Egwene se le atragantó el té.

—Está demasiado caliente —murmuró.

—¿Quién es Aram? —inquirió Rand. Perrin sonrió, de manera muy parecida a como lo hacía Mat en los viejos tiempos, cuando se disponía a realizar alguna travesura, y ocultó el rostro detrás de la taza.

—Un miembro del Pueblo Errante —respondió simplemente Perrin—. Baila. Como un pájaro. ¿No fue eso lo que dijiste, Egwene? ¿Que era como volar con un pájaro?

—No sé si los demás estáis cansados, pero yo me voy a dormir —anunció Egwene, dejando deliberadamente la taza en el suelo.

Mientras se enrollaba en las mantas, Perrin dio un codazo a Rand y le guiñó un ojo. Rand le sonrió a su vez. «Que me aspen si por esta vez no he salido ganando. Ojalá conociera a las mujeres tan bien como Perrin».

—Tal vez, Rand —apuntó con astucia Mat—, debieras hablarle a Egwene de Elsa, la hija del granjero Grinwell. —Egwene irguió la cabeza para mirar primero a Mat y luego a Rand.

Éste se apresuró a ponerse en pie y recoger sus propias mantas.

—No me parece mala idea acostarse.

Todos los jóvenes de Campo de Emond se acostaron entonces, y también Loial. Moraine permaneció sentada, sorbiendo el té. Y Lan. El Guardián no parecía tener intención de dormir, ni demostraba tampoco ningún síntoma de fatiga.

Aun echados, nadie quería apartarse de los demás. Formaron un estrecho cerco de bultos envueltos en mantas en torno al fogón, sin mediar distancia entre ellos.

—Rand —musitó Mat—. ¿Hubo algo entre tú y Min? Yo apenas la miré. Era muy guapa, pero debe de tener casi la edad de Nynaeve.

—¿Y qué pasó con Elsa? —agregó Perrin desde el otro lado—. ¿Es guapa?

—Rayos y truenos —murmuró—, ¿es que no podré ni hablar con una chica? Los dos sois tan malpensados como Egwene.

—Como diría la Zahorí —lo reprendió burlonamente Mat—, has de vigilar lo que dices. Bueno, si no quieres hablar de ello, voy a dormir un poco.

—Bien —gruñó Rand—. Es la primera cosa decente que has dicho.

No obstante, el sueño tardó en venir. En cualquier postura que adoptara, Rand notaba la dureza de la piedra y los minúsculos agujeros que la horadaban. No había forma de imaginar que se encontraba en otro sitio que no fueran los Atajos, creados por hombres que habían desmembrado el mundo, contaminados con la influencia del Oscuro. No cesaba de rememorar la imagen del puente quebrado y el vacío que se abría debajo de él.

Al volverse de costado vio que Mat lo miraba; en realidad sus ojos enfocaban a un punto más lejano, atravesándolo. Las chanzas habían caído en el olvido con el retorno de la conciencia de la oscuridad que los cercaba. Se giró hacia el otro lado, y Perrin también tenía los ojos abiertos. Su semblante reflejaba menos temor que el de Mat, pero tenía las manos sobre el pecho y entrecruzaba los pulgares con actitud preocupada.

Moraine recorrió el círculo que formaban, se arrodilló junto a cada una de sus cabezas y se inclinó para hablarles en voz baja. Rand no alcanzó a oír lo que le dijo a Perrin, pero éste dejó de mover los dedos. Cuando se encorvó al lado de Rand, con el rostro casi pegado al suyo, dijo, con voz tranquilizadora:

—Incluso aquí, tu destino te protege. Ni siquiera el Oscuro es capaz de modificar por completo el Entramado. Te encuentras a salvo de él, mientras yo esté cerca. Tus sueños están a buen recaudo. Por un tiempo, todavía, están a buen recaudo.

Cuando se aproximaba a Mat, se extrañó de que ella lo considerara tan simple, que él creyera estar a salvo sólo porque ella lo decía. Con todo, de algún modo se sentía a resguardo…, un poco más que antes, al menos. Cavilando sobre ello, concilió un sueño en que no lo visitaron las pesadillas.

Cuando Lan los despertó, Rand se preguntó si éste había dormido; no parecía estar cansado, ni siquiera como quienes habían yacido durante horas sobre la dura roca. Moraine les concedió un rato para preparar té, pero sólo una taza por persona. Tomaron el desayuno a caballo, siguiendo la guía de Loial y el Guardián. Era la misma comida que las anteriores: pan, queso y carne. Rand pensó que no tardarían mucho en aborrecer tales alimentos.

Aún no había dado cuenta de las últimas migajas cuando Lan declaró con voz imperturbable:

—Alguien nos está siguiendo. O algo. —Se hallaban en medio de un puente, cuyos extremos no distinguían.

Mat cargó una flecha en el arco y, antes de que nadie pudiera detenerlo, la disparó en las tinieblas reinantes a sus espaldas.

—Sabía que no debía haber hecho esto —murmuró Loial—. No debí tener tratos con una Aes Sedai fuera del stedding.

Lan bajó el arco antes de que Mat aprestara un nuevo proyectil.

—No hagas eso, necio pueblerino. No hay modo de determinar quién es.

—Éste es el único lugar donde se encuentran a sus anchas —continuó hablando el Ogier.

—¿Qué podría haber en un sitio como éste que no fuera maligno? —arguyó Mat.

—Eso es lo que dicen los mayores y debí haberles prestado atención.

—Nosotros estamos aquí, por ejemplo —contestó con sequedad el Guardián.

—Quizá sea otro viajero —observó, esperanzada, Egwene—. Un Ogier, quizá.

—Los Ogier son más sensatos y no utilizan los Atajos —gruñó Loial—. Todos menos Loial, que es un mentecato. El abuelo Halan siempre lo decía, y es verdad.

—¿Qué detectas, Lan? —inquirió Moraine—. ¿Es algún servidor del Oscuro?

—No lo sé —repuso, y sacudió lentamente la cabeza, como si aquello le produjera gran asombro—. No puedo afirmarlo. Tal vez se deba a los Atajos y a su contaminación. Todo se tergiversa. Pero, sea quien sea o lo que sea, no está tratando de darnos alcance. Casi nos pisaba los talones en la última isla y ha retrocedido, ha cruzado el puente como para no acercarse demasiado. Si me rezago, sin embargo, puede que lo tome por sorpresa y vea de qué se trata.

—Si os rezagáis, Guardián —manifestó con firmeza Loial—, os pasaréis el resto de vuestros días en los Atajos. Aun cuando leáis el Ogier, nunca he tenido noticias de un humano capaz de encontrar el camino desde la primera isla sin la guía de un Ogier. ¿Descifráis el Ogier?

Lan volvió a esbozar una negativa.

—Mientras no nos importune —opinó Moraine—, nosotros no lo importunaremos. No tenemos tiempo. No tenemos tiempo.

—Si recuerdo correctamente la última guía —comentó Loial, cuando ya salían del puente—, desde aquí hay un sendero que lleva a Tar Valon. Debe quedar a media jornada, como mucho. No tanto como nos tomará llegar a Mafal Dadaranell. Estoy seguro de que…

Se interrumpió al alumbrar los candiles la guía. Cerca del extremo superior de la losa, unas líneas profundamente cinceladas, toscas y angulosas, herían la piedra. De improviso, Lan dejó de encubrir su inquietud. Permanecía cómodamente erguido sobre la silla, pero Rand tuvo la súbita impresión de que el Guardián analizaba todo cuanto lo rodeaba, incluso la respiración de los componentes del grupo. Lan comenzó a hacer girar a su semental en torno a la piedra, en círculos que iban ensanchándose, cabalgando como si se aprestara a ser atacado, o a atacar.

—Esto explica muchas cosas —dijo suavemente Moraine—, y alimenta mis temores. Debí haberlo sospechado. La infección, la decadencia. Debí haberlo sospechado.

—¿Sospechado qué? —quiso saber Nynaeve.

—¿Qué es? —preguntó al tiempo Loial—. ¿Quién lo ha grabado? Nunca he visto ni oído nada semejante.

—Trollocs —repuso con calma la Aes Sedai, haciendo caso omiso del espanto pintado en sus semblantes—. O Fados. Esto son runas trolloc. Los trollocs han descubierto la manera de entrar en los Atajos. De ese modo debieron de viajar inadvertidos hasta Dos Ríos; a través de la puerta de Manetheren. Hay al menos un acceso a los Atajos en la Llaga.

Lanzó una ojeada a Lan antes de continuar; el Guardián se encontraba lo bastante alejado como para que sólo fuera perceptible el tenue resplandor de su linterna.

—Manetheren fue destruida, pero casi nada es capaz de destruir la puerta de un Atajo aseguró—. Por medio de ellos los Fados consiguieron reunir un pequeño ejército en las afueras de Caemlyn sin producir la alarma en todas las naciones que se extienden desde la Llaga hasta Andor. —Hizo una pausa, tocándose los labios en actitud reflexiva—. Pero es posible que no conozcan aún todas las sendas; de lo contrario habrían surgido en el interior de Caemlyn por la puerta que nosotros usamos. Sí.

Rand se estremeció. Caminar por los Atajos para encontrar trollocs acechando en la oscuridad, centenares, tal vez miles, de gigantes deformes con rostros semihumanos dispuestos a saltar entre la lobreguez para matar. O incluso infligirles algún mal peor.

—No circulan fácilmente por los Atajos —anunció Lan.

Su linterna, ubicada a menos de veinte pasos, irradiaba un mortecino y borroso halo que parecía hallarse muy lejos de quienes se encontraban junto a la guía. Moraine los condujo hasta él. Rand habría preferido tener el estómago vacío al advertir el hallazgo del Guardián.

Al pie de uno de los puentes se alzaban las paralizadas formas de unos trollocs, congeladas en medio de la agitación de unos brazos que blandían picudas hachas y cimitarras. Grisáceos y picados como la piedra, los enormes cadáveres estaban medio hundidos en la hinchada y borboteante superficie. Algunas de las burbujas estallaron, revelando más rostros con hocicos, petrificados en un eterno rictus de terror. Rand oyó vomitar a alguien a sus espaldas y tragó saliva para evitar hacerlo a su vez. Aun tratándose de trollocs, aquélla había sido una muerte terrible.

El puente finalizaba a unos metros de los trollocs. La columna indicativa yacía hecha añicos.

Loial bajó cautelosamente del caballo, mirando a los trollocs, como si pudieran recobrar vida. Examinó los restos del pilar, descifró la inscripción metálica que había estado incrustada en la piedra y se apresuró a montar de nuevo.

—Éste era el primer puente del camino que conduce a Tar Valon desde aquí —dictaminó.

Mat se tapaba la boca con el dorso de la mano, con la cabeza vuelta para no mirar los cadáveres. Egwene se ocultaba el rostro entre las manos. Rand se aproximó a ella y le posó una mano en el hombro. La muchacha se giró y se aferró a él, presa de escalofríos. Él también estaba a punto de estremecerse; el abrazo, de Egwene era lo único que le impidió hacerlo.

—De todas maneras, todavía no nos dirigimos a Tar Valon —concluyó Moraine.

—¿Cómo podéis tomároslo con tanta calma? —se encaró a ella Nynaeve—. ¡A nosotros podría sucedernos lo mismo!

—Tal vez —admitió con serenidad Moraine; Nynaeve apretó los dientes con tanta violencia que Rand escuchó cómo rechinaban—. Sin embargo, lo más probable —continuó, imperturbable, la Aes Sedai— es que los hombres, los Aes Sedai que crearon los Atajos los protegieran y construyesen trampas destinadas a las criaturas del Oscuro. Es algo que ya debieron temer en aquel tiempo, anterior a la reclusión de los Semihombres y los trollocs en la Llaga. En todo caso, no podemos quedarnos aquí, y en cualquier camino que elijamos, hacia adelante o hacia atrás, es factible encontrar una trampa. Loial, ¿sabes cuál es el siguiente puente?

—Sí; no rompieron esa parte de la guía, gracias a la Luz.

Por primera vez, Loial se mostró aún más ansioso por proseguir que la propia Moraine. Antes de terminar de hablar ya había puesto en marcha su descomunal montura.

Egwene continuó asida a los brazos de Rand mientras cruzaron los dos puentes siguientes. Cuando se desprendió de él susurró una disculpa y emitió una risa forzada; sentía quedar libre, no sólo por la agradable sensación que le producía su abrazo, sino también porque había descubierto que era más fácil comportarse con coraje cuando alguien necesitaba de la protección de uno.

A pesar de no haber concedido gran crédito a la posibilidad de que las trampas hubieran sido dispuestas para ellos y de la falta de tiempo de que siempre hablaba, Moraine los hizo cabalgar con menos premura que antes y detenerse antes de entrar en los puentes o salir de las islas. En tales casos se adelantaba a lomos de Aldieb, palpaba el aire con una mano extendida y ni siquiera permitía que Loial o Lan avanzaran antes de que ella expresara su conformidad.

Aun cuando hubiera de confiar en el juicio de la Aes Sedai, Rand no dejaba de escrutar las tinieblas a su alrededor como si realmente acertara a percibir algo situado a más de dos metros de distancia, al tiempo que aguzaba el oído. Si los trollocs podían utilizar los Atajos, fuera lo que fuese lo que los seguía, era probable que se tratase de otra criatura del Oscuro. O más de una. Lan había dicho que no era capaz de precisarlo dentro de los Atajos. No obstante, mientras atravesaban un puente tras otro, comían a mediodía y continuaban cruzando nuevos puentes, todo cuanto acertó a oír fueron los crujidos de las sillas y los cascos de los caballos, y en ocasiones a alguien que tosía o murmuraba para sus adentros. Más tarde también percibió un vendaval distante, procedente de algún punto entre la lobreguez reinante. No alcanzaba a determinar de qué lado soplaba. Primero creyó que era producto de su imaginación, pero a poco adquirió la certeza de que era real.

«Sería estupendo volver a sentir el viento, aunque fuera frío».

—Loial —inquirió de pronto, pestañeando—, ¿no dijiste que no había viento en los Atajos?

Loial refrenó el caballo a escasos pasos de la siguiente isla y enderezó la cabeza para escuchar. Su rostro fue demudándose y comenzó a morderse los labios.

—Machin Shin —musitó con voz ronca—. El Viento Negro. Que la Luz nos ilumine y nos proteja. Es el Viento Negro.

—¿Cuántos puentes quedan? —preguntó bruscamente Moraine—. Loial, ¿cuántos puentes quedan?

—Dos. Me parece que dos.

—Deprisa entonces —indicó, ganando la isla al trote—. ¡Búscalos rápido! Loial hablaba para sí, o para cualquiera que le prestara oídos, mientras leía la guía.

—Salieron enloquecidos, gritando acerca de Machin Shin. ¡La Luz nos asista! Ni esas Aes Sedai lograron curarlos… —Escudriñó con premura la piedra y partió al galope hacia el puente elegido, gritando— ¡Por aquí!

En aquella ocasión Moraine no se paró a comprobar la seguridad del paso sino que los instó a acelerar la travesía del puente, que tembló bajo los caballos.

Loial recorrió con los ojos la próxima guía y viró sobre su gran cabalgadura como si compitiera en una carrera, sin detenerse. El sonido del viento arreció. Rand lo escuchaba incluso entre el repiqueteo de las herraduras sobre la piedra. Se encontraba tras ellos, a menor distancia.

No se entretuvieron en consultar la guía siguiente. Tan pronto como la luz de las linternas hizo visible la línea blanca que partía de ella, se precipitaron en aquella dirección, con el mismo frenético galope. La isla se desvaneció a sus espaldas y sólo advertían a sus pies la grisácea roca deteriorada y la franja blanquecina. Rand respiraba con tanto afán que ya no estaba seguro de oír el viento.

Las puertas surgieron entre la oscuridad, con su follaje labrado y sus hojas solitarias erectas sobre un fondo negro, como un minúsculo fragmento de pared que se elevara en medio de la noche. Moraine se inclinó sobre la silla y de repente se retrajo.

—¡La hoja de Avendesora no está aquí! —exclamó—. ¡Ha desaparecido la llave!

—¡Luz! —gritó Mat—. ¡Condenada Luz!

Loial echó atrás la cabeza y emitió un fúnebre alarido, como un grito de muerte.

Egwene tocó el brazo de Rand. Le temblaban los labios, pero sólo lo miraba a él. Le puso la mano sobre la suya, esperando que no se trasluciera su terror. Sentía el aullido del viento, ubicándolo en la guía. Casi le pareció distinguir voces entremezcladas en él, unas voces que proferían unas vilezas que, aun comprendidas a medias, le atraían la bilis a la garganta.

Moraine alzó su vara y ésta escupió una llamarada de uno de sus extremos. No era la pura y blanca irisación que Rand recordaba haber contemplado en el Campo de Emond y en la batalla previa a Shadar Logoth. Ésta estaba veteada de un mortecino tono amarillento y despedía unos flecos negros, similares al hollín, que giraban lentamente. El fuego exhalaba una tenue humareda acre, que hacía toser a Loial y caracolear nerviosas a las monturas, pero Moraine apuntó con su bastón a las puertas. El humo rascaba la garganta de Rand y le producía una quemazón en la pituitaria.

La piedra se derritió como manteca, se fundió con sus hojas y enrevesados tallos hasta esfumarse. La Aes Sedai desplazaba el fuego con la mayor celeridad posible, pero no era una tarea rápida abrir una brecha lo bastante ancha para darles cabida a todos. A Rand se le antojaba que el boquete se agrandaba a la velocidad de la marcha de un caracol. Su capa se agitó, como rozada por una leve brisa, y su corazón dio un vuelco.

—Lo noto —dijo Mat con voz trémula—. ¡Luz, maldita sea, lo noto!

La llama se apagó y Moraine bajó la vara.

—Ya está —anunció—. Está medio franqueado.

Una estrechó línea partía los relieves de la piedra. Rand creyó percibir luz, o en todo caso penumbra, en la hendidura. Pero, a pesar de la fisura, las dos grandes cuñas pétreas permanecían allí, formando un ángulo al sobresalir de cada una de las hojas. La abertura era lo bastante ancha para que pudieran atravesarla a caballo, si bien Loial debería echarse sobre la espalda del caballo. Una vez que se hubieran desprendido los calzos, habría espacio suficiente. Se preguntó cuánto debía de pesar cada uno de ellos. ¿Quinientos kilos? ¿Más? «Tal vez si desmontamos todos y empujamos, podamos desprender uno antes de que el viento llegue hasta aquí». Una ráfaga le empujo la capa. Intentó no escuchar lo que gritaban las voces.

Al retroceder Moraine, Mandarb se precipito hacia adelante, directamente hacia las puertas, con Lan encorvado sobre él. En el último instante el caballo de guerra se encogió para presionar la piedra con su lomo, tal como le habían enseñado a derribar a otros caballos en las batallas. La piedra se abatió con gran estruendo y el Guardián y su montura atravesaron, impelidos por su impulso, la humeante irisación de la salida del Atajo. La luz que penetro era el pálido y tenue resplandor de la mañana, pero a Rand le pareció como si un sol de mediodía veraniego le golpeara la cara.

Al otro lado de la puerta Lan y Mandarb aminoraron el paso, y adoptaron una movilidad retardada cuando el Guardián volvió grupas para encararse a la entrada. Rand no aguardó. Tras dirigir la cabeza de Bela hacia la hendidura, azoto las ancas de la yegua. Egwene, atónita, solo dispuso de tiempo para volver la cabeza hacia él antes de que Bela la sacara de los Atajos.

—¡Todos vosotros, salid! —ordeno Moraine—. ¡Rápido! ¡Salid!

Mientras hablaba, la Aes Sedai apunto su vara en dirección a la guía y de su punta brotó una especie de líquido claro que se convirtió en una ígnea gelatina, una ardiente lanza de rayas blancas, rojas y amarillas que se adentro en las tinieblas, estallando, centelleando como diamantes desintegrados. El viento aulló atrozmente; era un grito de rabia. Los miles de murmullos contenidos en su aliento rugieron como el trueno, profirieron bramidos de locura en los que las voces agudas reían y formulaban chirriantes promesas que comprimían el estomago de Rand tanto por el placer que contenían como por lo que casi llegaba a entender.

Espoleo a Rojo, y se pego a los otros, que, uno tras otro, se precipitaban hacia el brumoso resplandor. Volvió a recorrerlo la misma gelidez, la peculiar sensación de ser poco a poco introducido boca abajo en un estanque invernal, sintiendo paulatinamente el contacto del agua en su piel. Al igual que la vez anterior, le pareció demorarse así una eternidad, al tiempo que su mente discurría veloz, sin cesar de plantearse la pregunta de si el viento los atraparía mientras las puertas los retenían de ese modo.

El frío se desvaneció de forma tan instantánea como una burbuja que recibiera un pinchazo, y se halló en el exterior. Su cabalgadura, que por una fracción de segundo se movió con doble celeridad que él, tropezó y casi lo arrojó de cabeza. Atenazo los brazos en torno al cuello del caballo bayo, aferrándose a él con el instinto de conservación de la vida. Cuando volvía a recobrar la postura sobre la silla, Rojo se estremeció y luego prosiguió al trote hasta reunirse con los demás como si nada hubiera ocurrido.

Hacía frío afuera, no la gelidez de la salida de un Atajo, pero aquélla era la atmósfera natural del invierno que, lentamente, iba dándole la bienvenida en su carne. Se arrebujó en la capa, con los ojos fijos en el opaco brillo de la puerta. Detrás de él Lan se encorvó sobre la silla y asió el puño de la espada; hombre y caballo permanecían tensos, como si estuvieran a punto de abalanzarse de nuevo hacia el Atajo si Moraine no aparecía.

El acceso a los Atajos se levantaba entre un montón de piedras derruidas en la falda de una colina, oculto entre arbustos, con la salvedad de los pedazos caídos que se habían abatido sobre las desnudas y resecas ramas. Junto a las formas esculpidas en los restos de las puertas, la maleza parecía poseer menor vitalidad que la piedra.

De improviso la lóbrega lámina se hincho como una extraña y alargada burbuja que se elevara hasta la superficie de un estanque y de ella surgió la espalda de Moraine. Pulgada a pulgada, la Aes Sedai y su oscuro reflejo fueron distanciándose. Todavía asía su bastón frente a ella, que retuvo en la mano al conducir a Aldieb tras ella. La blanca yegua se encabritaba con ojos empavorecidos. Moraine fue retrocediendo con la mirada aún prendida en la puerta del Atajo.

La boca se oscureció. La nebulosa irisación se torno más tenebrosa, pasando del gris a la tonalidad del carbón, para adoptar el más negro tinte distintivo de las profundidades de los Atajos. Como procedente de un lugar remoto, se oyó el aullido del viento, preñado de voces que rezumaban una insaciable sed de seres vivos, un anhelo de sufrimiento, imbuidos de furiosa frustración.

Las voces parecían musitar en los oídos de Rand, justo en el límite de la comprensión y aun más allá. «Es tan agradable la carne, tan agradable de desgarrar, de cortar su piel; piel para arrancar, para fruncir; tan placentero trenzar sus jirones, tanto; tan rojas las gotas que caen; la sangre tan roja, tan roja, tan dulce; tan exquisitos y hermosos los gritos, gritos cantarines, grita tus canciones, entona tus alaridos…»

Los susurros enmudecieron, la negritud mermó, se disipó, y la puerta volvió a ser una trémula penumbra percibida en medio de un arco de piedra labrada.

Rand, estremecido, dejo escapar un largo suspiro. Los otros también emitieron exhalaciones de alivio. Egwene se hallaba pegada a Nynaeve y ambas se rodeaban con sus brazos, apoyándose mutuamente la cabeza en los hombros. Incluso Lan pareció atenuar su rigidez, aun cuando sus duras facciones no dejaran entrever ningún cambio; era más el modo como estaba sentado sobre Mandarb, la relajación de sus hombros cuando miro a Moraine, ladeando la cabeza.

—No podía pasar —dijo Moraine—. Creía que no podía atravesar; confiaba en que no pudiera. ¡Uf! —Arrojo su vara al suelo y se froto la mano en la capa. La mitad del palo estaba cubierta por entero de un negro y tupido tizne—. La infección lo corrompe todo en este lugar.

—¿Qué fue eso? —inquirió Nynaeve—. ¿Qué era?

—Hombre, Machin Shin, claro está —respondió, confuso, Loial—. El Viento Negro que roba las almas.

—¿Pero qué es? —insistió Nynaeve—. Incluso a un trolloc, uno puede mirarlo, tocarlo si tiene arrestos suficientes. Pero eso… —Se estremeció convulsivamente.

—Tal vez sea algún vestigio de la Época de Locura —repuso Moraine—. O incluso de la Guerra de la Sombra, la Guerra del Poder. Algo que ha permanecido oculto tanto tiempo en los Atajos que ya no puede salir. Nadie, ni siquiera entre los Ogier, sabe hasta dónde llegan los Atajos ni qué profundidades abarcan. Podría ser algo emanado por los propios Atajos, incluso. Como bien dijo Loial, los Atajos son entes vivos y todo ser vivo tiene parásitos. Acaso sea una criatura creada por la propia corrupción, algo nacido de la decadencia. Algo que odia la vida y la luz.

—¡Basta! —grito Egwene—. No quiero escuchar nada más. Lo he oído, decía… —Se interrumpió, presa de escalofríos.

—Todavía hemos de enfrentarnos a cosas peores —dijo quedamente Moraine, en voz tan baja que Rand pensó que no era su intención anunciárselo.

La Aes Sedai montó fatigosamente y se arrellanó en la silla con un agradecido suspiro.

—Esto es peligroso —constató al observar las puertas rotas y tras echar un vistazo a su bastón carbonizado—. Ese ser no puede salir, pero a cualquiera le es factible merodear por aquí. Agelmar deberá enviar hombres a que tapien la entrada, una vez que lleguemos a Fal Dara. Señaló en dirección norte, hacia unas torres que se alzaban en el brumoso horizonte por encima de las desnudas copas de los árboles.

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