17 Vigilantes y perseguidores

Una vez que se retiró la Zahorí, Rand se dirigió a la sala principal. Necesitaba oír las risas de la gente, olvidar lo que había dicho Nynaeve y los problemas que ella podía provocar. La habitación estaba atestada, pero nadie reía, a pesar de que todos los bancos estaban repletos e incluso había gente apiñada contra las paredes. Thom daba una nueva representación. De pie sobre una mesa, realizaba gestos tan grandilocuentes que rellenaban todo el recinto. Recitaba una vez más La Gran Cacería del Cuerno, pero, por lo que se veía, nadie protestaba. Había tantas historias que contar sobre cada uno de los cazadores, y tantos cazadores de quienes hablar, que ningún relato era nunca igual. En su totalidad, habría llevado una semana entera de declamación. El único sonido que competía con la voz y el arpa del juglar era el crepitar del fuego en las chimeneas.

—…hacia los ocho confines del mundo cabalgan los cazadores; hacia los ocho Pilares del Cielo, donde soplan los vientos del tiempo y el destino atrapa por los cabellos a los fuertes y a los débiles por igual. Y el más aguerrido de los cazadores es Rogosh de Talmour, Rogosh Ojo de Águila, de gran renombre en la corte del Rey Soberano, temido en las laderas de Shayol Ghul… Los cazadores eran sin duda héroes sin par.

Rand distinguió a sus dos amigos y se apretó en el sitio que le dejó Perrin en la punta de un banco. Los olores de la cocina que se filtraban en la sala le recordaron que tenía hambre, pero incluso las personas que tenían comida ante ellos apenas le dedicaban atención. Las camareras, en lugar de servir, permanecían en trance, apretando los dedos en sus delantales mientras miraban al juglar, y a nadie parecía importarle su actitud. Por más sabrosa que fuera la comida, era preferible escuchar aquella historia.

—…desde el día de su nacimiento, el Oscuro ha marcado a Blaes como a una de sus propiedades, pero ella no es de tal parecer… ¡no es una Amiga Siniestra, Blaes de Matuchin! Con la firmeza del fresno resiste, flexible como la rama de un sauce, hermosa como una rosa, Blaes la de cabellos dorados. Dispuesta a morir antes que ceder. ¡Pero prestad oído! Resonando desde las torres de la ciudad, llega el intrépido sonar de las trompetas. Sus heraldos proclaman la llegada de un héroe a su corte. ¡Los tambores truenan y los címbalos cantan! Rogosh Ojo de Águila viene a rendir homenaje…

El trato de Rogosh Ojo de Águila tocó pronto a su fin, pero Thom sólo se detuvo para humedecerse la garganta con cerveza antes de emprender la recitación de La situación de Lian, que precedió a su vez a La caída de Aleth—Loriel a La espada de Gaidal y a La última cabalgata de Buad de Alvhain. Las pausas fueron incrementándose a medida que avanzaba la velada y, cuando Thom sustituyó el arpa por la flauta, todos sabían que daba por finalizada la declamación de relatos aquella noche. Dos hombres se unieron a Thom, con un tambor y una dulzaina, si bien éstos se sentaron junto a la mesa mientras él permanecía encima.

Los tres jóvenes de Campo de Emond comenzaron a batir palmas a los primeros compases de El viento que agita el sauce y no fueron los únicos. Ésta era una de las canciones favoritas en Dos Ríos y, al parecer, también en Baerlon. De tanto en tanto las voces retomaban la letra, sin desafinar hasta el punto de recibir abucheos.

Mi amor se ha ido, arrastrado

por el viento que agita el sauce

y toda la tierra se sacude duramente

con el viento que agita el sauce.

Pero yo la retendré a mi lado

en mi corazón y en el recuerdo,

y, reconfortada mi alma con su fuerza

y las fibras de mi corazón con su ternura,

me mantendré erguido donde un día cantamos,

aunque el frío viento agite el sauce.

La segunda canción no fue tan triste. De hecho, Un solo cubo de agua pareció más alegre de lo habitual, lo cual bien podía deberse a un acto intencionado del juglar. La gente se apresuró a apartar las mesas para formar una improvisada pista de baile y comenzó a levantar los tobillos hasta que las paredes se estremecieron con los saltos y el bullicio. La primera danza finalizó con los bailarines retirándose con las manos a los costados, a quienes fueron a sustituir otras personas con vigor intacto.

Thom interpretó las primeras notas de El ganso en el ala y luego paró para dar tiempo a preparar la formación del baile.

—Creo que probaré a danzar un poco —dijo Rand, poniéndose en pie.

Perrin saltó tras él de inmediato. Al ser el último en reaccionar, Mat hubo de quedarse a guardar las capas y la espada de Rand y el hacha de Perrin.

—Recordad que quiero una ronda también —les gritó.

Los danzarines formaron dos largas hileras, dispuestos de cara, con las mujeres a un lado y los hombres en el otro. Primero al son del tambor y luego de la dulzaina, los participantes empezaron a doblar acompasadamente las rodillas. La muchacha que se hallaba frente a Rand, con unas trenzas oscuras que le recordaban el hogar, le dirigió una tímida sonrisa y después un guiño que nada tenía que ver con la timidez. La flauta de Thom atacó la melodía y Rand avanzó hacia la joven de pelo negro, la cual echó atrás la cabeza, riendo, al tiempo que él giraba en torno a ella y la cedía al próximo hombre de la fila.

Todo eran risas en la habitación, pensó mientras danzaba alrededor de su siguiente pareja, una de las camareras, cuyo delantal ondeaba violentamente. El único semblante circunspecto que vio fue el de un individuo acurrucado junto a una de las chimeneas, el cual tenía una cicatriz que le atravesaba la cara de la sien a la mandíbula opuesta, sesgándole la nariz y recurvando hacia abajo la comisura de los labios. El hombre advirtió su mirada y esbozó una mueca, por lo que Rand apartó la vista, embarazado. Tal vez aquella cicatriz le impedía sonreír.

Tomó a su siguiente compañera de baile mientras ésta giraba y trazó un círculo en torno a ella antes de cambiar. Tres mujeres más danzaron con él a medida que la música aceleraba el ritmo; después volvió a tocarle en suerte la misma muchacha de cabello oscuro para correr unos pasos ligeros que deshicieron por completo las alineaciones. Todavía riendo, le guiñó de nuevo el ojo.

Al percibir que el individuo de la cicatriz lo observaba con semblante hosco, perdió el paso y se le acaloraron las mejillas. No había sido su intención molestarlo; realmente no había querido mirarlo con descaro. Entonces se volvió hacia su nueva pareja y olvidó del todo a aquel hombre. La mujer que bailaba entre sus brazos era Nynaeve.

Tropezó varias veces, casi entrecruzando los pies, a punto de pisarla. Ella bailaba con la suficiente soltura para compensar su torpeza y sonreía todo el tiempo.

—Pensaba que bailabas mejor —dijo al cambiar de pareja.

Sólo dispuso de un momento para rehacerse, antes de encontrarse bailando con la propia Moraine. A pesar de haberse considerado desmañado con la Zahorí, aquello no había sido nada en comparación con lo que sentía con la Aes Sedai. Ella se deslizaba suavemente por el piso, con las faldas revoloteando a su alrededor; él perdió el equilibrio dos veces. Moraine le sonrió, comprensiva, pero aquello le produjo un efecto aún más desestabilizante. Fue un alivio cambiar de pareja, aun cuando ésta fuera ahora Egwene.

Recobró parte de su aplomo. Después de todo, había bailado con ella durante años. Todavía llevaba el pelo sin trenzar, pero se lo había recogido hacia atrás con una cinta roja. «Seguramente no ha podido decidirse entre complacer a Moraine o a Nynaeve», pensó con amargura. Ella tenía los labios abiertos, como si fuera a decirle algo, pero no se decidió, y él no iba a ser el primero en hablar. No después del modo como había atajado su anterior intento de reconciliación en el comedor. Se miraron gravemente hasta separarse sin pronunciar ni una palabra.

Fue casi una satisfacción poder regresar al banco cuando finalizó la danza. La siguiente, una giga, dio comienzo mientras se encontraba sentado. Mat se apresuró a tomar parte y Perrin se dejó caer en el banco junto a él.

—¿La has visto? —preguntó Perrin antes incluso de sentarse—. ¿La has visto?

—¿A cuál? —inquirió Rand—. ¿La Zahorí o la señora Alys? He bailado con las dos.

—¿Con la Ae…, la señora Alys también? —se asombró Perrin—. Yo he danzado con Nynaeve. Ni siquiera sabía que supiera bailar. Nunca lo ha hecho en el pueblo.

—Me pregunto —dijo, pensativo, Rand—qué opinarían las mujeres del Círculo de una Zahorí que baile. Quizá sea por eso que nunca intervenía en las danzas.

La música, las palmas y las canciones se volvieron demasiado atronadoras para poder hablar. Rand y Perrin marcaron el compás con las palmas al tiempo que los danzarines giraban por la estancia. En más de una ocasión sintió clavada en él la mirada del hombre de la cicatriz. El tipo tenía motivos para ser susceptible con aquella cicatriz, pero Rand no acertaba a pensar en alguna acción que pudiera servirle de desagravio, por lo cual se concentró en la música y trató de no mirar hacia él.

Las danzas y los cantos prosiguieron a medida que avanzaba la noche. Las doncellas atendieron finalmente sus obligaciones; Rand apaciguó con júbilo su hambre con un poco de estofado y pan. Todo el mundo comía en el mismo lugar donde estaba sentado o de pie. Rand bailó tres piezas más y logró controlar mejor sus pasos cuando le tocó bailar una vez más con Moraine y también con Nynaeve. En aquella ocasión ambas alabaron su habilidad como bailarín, lo cual le provocó tartamudez. Danzó con Egwene, también; ella lo miraba fijo con sus ojos oscuros; parecía dispuesta a hablar, pero no decía una palabra. Él permanecía tan silencioso como ella, pero estaba seguro de que no la había mirado con mala cara, por más que Mat lo afirmara cuando volvió al banco.

Moraine se retiró hacia medianoche. Egwene, después de mirar de forma alternativa a la Aes Sedai y a Nynaeve, salió tras ella. La Zahorí las observó con una expresión indescifrable y luego se incorporó decidida a otra danza antes de abandonar la sala a su vez, con aires de haberle ganado un punto en la partida a la Aes Sedai.

Thom colocaba ya la flauta en su estuche, mientras disuadía con amabilidad a aquellos que deseaban que se quedara hasta más tarde. Lan acudió a buscar a Rand y a sus compañeros.

—Debemos partir por la mañana —dijo el Guardián, inclinándose para hacer llegar su voz entre el ruido reinante—y necesitaremos estar bien reposados.

—Hay un tipo que ha estado mirándome —explicó Mat—. Un hombre con una cicatriz en la cara. ¿Creéis que podría ser un… uno de los amigos de cuya existencia nos avisasteis?

—¿Así? —inquirió Rand, dibujando con el dedo una línea que atravesó su nariz hasta la comisura de sus labios—. A mí también me observaba. —Miró el recinto a su alrededor. La gente se iba y la mayoría de los que quedaban estaban apiñados en torno a Thom—. Ahora no está aquí.

—Ya lo he visto —repuso Lan—. Según maese Fitch, es un espía que trabaja para los Capas Blancas. No tenemos por qué preocuparnos de él.

Tal vez Lan decía la verdad, pero Rand advirtió inquietud en su rostro.

Rand miró de soslayo a Mat, quien presentaba una rígida expresión en el rostro que indicaba que ocultaba algo. «Un espía de los Capas Blancas. ¿Era posible que Bornhald estuviera tan ansioso por contraatacar?»

—¿Nos iremos pronto? —preguntó—. ¿Muy pronto? —Quizá ya habría abandonado la ciudad antes de que ocurriera algo.

—Al amanecer —repuso el Guardián.

Mientras abandonaban la sala, Mat tarareaba retazos de canciones y Perrin se detenía de vez en cuando para ensayar un nuevo paso que había aprendido;

Thom se unió a ellos con grandes dosis de entusiasmo. La cara de Lan era inescrutable cuando se dirigían a las escaleras.

—¿Dónde duerme Nynaeve? —preguntó Mat—. Maese Fitch dijo que nos había cedido las últimas habitaciones.

—Le han puesto una cama —respondió secamente Thom—en el dormitorio de la señora Alys y la chica.

Perrin silbó entre dientes y Mat murmuró:

—¡Rayos y truenos! ¡No me pondría en el lugar de Egwene ni por todo el oro que hay en Caemlyn!

Por enésima vez, Rand deseó que Mat fuera capaz de pensar seriamente en algo por espacio de más de dos minutos. Su propia posición no era precisamente halagüeña en aquellos momentos.

—Voy a tomar un poco de leche —dijo.

Posiblemente lo ayudaría a conciliar el sueño. «Tal vez esta noche no tendré ninguna pesadilla».

Lan lo miró con severidad.

—Esta noche tiene un halo maligno. No te alejes. Y recuerda: partiremos tanto si estás lo bastante despierto para sostenerte sobre el caballo como si hemos de atarte a él.

El Guardián comenzó a subir las escaleras y los demás lo siguieron, desaparecido en ellos todo rastro de regocijo. Rand permaneció solo en el corredor, que por cierto se hallaba solitario después de haber estado ocupado por tanta gente.

Se apresuró a caminar hacia la cocina, donde una fregona se afanaba aún. Ésta le sirvió una jarra de leche de un gran cántaro de piedra.

Cuando salía de la cocina, bebiendo, una sombra de color negro apagado comenzó a andar hacia él por el pasadizo, levantando unas pálidas manos para bajar la capucha que le encubría la faz. Su capa pendía inmóvil al tiempo que avanzaba la figura y el rostro… Era la cara de un hombre, pero de una palidez cadavérica, como la de una babosa bajo una piedra, y no tenía ojos. Desde los grasientos cabellos negros a las hinchadas mejillas era tan lisa como la cáscara de un huevo. Rand se atragantó y roció el suelo de leche.

—Tú eres uno de ellos, muchacho —dijo el Fado en un ronco susurro, como el de una lima que rozase suavemente un hueso.

Rand retrocedió, dejando caer la jarra. Quería correr, pero sólo alcanzaba a obligar a sus pies a dar torpes pasos. No podía desprenderse de aquel semblante desprovisto de ojos que le retenía la mirada y le helaba las entrañas. Trató de gritar pidiendo socorro, pero tenía la garganta petrificada. Le dolía el aire que inspiraba. Jadeaba.

El Fado se aproximó a él, sin apresurarse. Sus zancadas poseían un maléfico y sinuoso donaire, como el de una serpiente, cuyo semejanza se veía incrementada por las escamas negras que componían el peto de su armadura. Sus finos labios exangües dibujaban una cruel sonrisa, que resultaba más insultante al advertir la lisa y pálida piel que ocupaba el espacio donde debieran encontrarse las cuencas oculares. Su voz tornaba la de Bornhald en algo amable y dulce.

—¿Dónde están los otros? Sé que están aquí. Habla, muchacho, y te dejaré vivir.

La espalda de Rand chocó contra algo de madera, una puerta o una pared… No podía volverse para averiguarlo. Ahora que sus pies se habían detenido, no lograba imprimirles movimiento. Se estremeció, observando al Myrddraal que se deslizaba hacia él. Su agitación crecía con cada uno de sus pasos. —Habla, te digo, o…

En el piso de arriba se oyó un rápido claqueteo de botas y el Myrddraal se detuvo y giró sobre sí. La capa colgaba inmóvil. Por un instante, el Fado ladeó la cabeza, como si su mirada ciega fuera capaz de penetrar la pared de madera. Una mano de palidez mortal desenfundó una espada de hoja tan negra como la capa. La luz del corredor pareció difuminarse en presencia de aquella arma. El martilleo de las botas arreciaba y el Fado se volvió hacia Rand con un movimiento parecido al de un cuerpo sin osamenta. La negra hoja se alzó en el aire; sus estrechos labios se retrayeron en un rictus al tiempo que emitía un gruñido.

Rand temblaba, sabiendo que iba a morir. El tenebroso acero se abalanzó sobre su cabeza… y se detuvo.

—Perteneces al Gran Señor de la Oscuridad. —El jadeante carraspeo de aquella voz sonaba como uñas que raspasen una pizarra—. Eres suyo. —Girando cual una mancha negra, el Fado se alejó de Rand. Las sombras del final del corredor se adelantaron y lo abrazaron para hacerlo desaparecer. Lan bajó de un salto el último escalón, con la espada en mano. Rand se esforzó por recobrar el habla.

—Fado —musitó—. Era…

De improviso recordó su espada. Cuando tenía al Myrddraal delante, no había pensado en ella. Desenfundó la hoja con la marca de la garza, sin importarle la inutilidad de aquel gesto en aquellos momentos.

—¡Se ha ido corriendo por allí!

Lan asintió distraídamente. Parecía que prestaba oídos a otra cosa.

—Sí, se ha ido; está esfumándose. Ahora ya no hay tiempo para perseguirlo. Nos marchamos, pastor.

De las escaleras llegaban más repiqueteos de botas; Mat, Perrin y Thom bajaban cargados con mantas y albardas. Mat todavía doblaba la manta, con el arco bajo un brazo.

—¿Nos marchamos? —preguntó Rand. Después de Envainar la espada, tomó sus pertenencias de manos de Thom—. ¿Ahora? ¿A medianoche?

—¿Quieres esperar a que vuelva el Semihombre, pastor? —espetó impacientemente el Guardián—. ¿A que vengan media docena? Ahora sabe dónde estáis.

—Cabalgaré con vosotros de nuevo —informó Thom al Guardián—, si no tenéis nada que objetar. Demasiada gente recordará que llegué aquí en vuestra compañía. Me temo que, antes de despuntar el alba, éste será un lugar inhóspito para alguien considerado amigo vuestro.

—Podéis cabalgar con nosotros o cabalgar hasta Shayol Ghul, juglar. —La funda de Lan resonó a causa de la fuerza con que éste envainó la espada.

Un mozo de cuadra pasó precipitadamente ante ellos procedente de la puerta trasera, por la que entraron entonces Moraine y maese Fitch, seguidos de Egwene, que llevaba su hatillo bajo el brazo. Y Nynaeve. Egwene parecía a punto de estallar en sollozos a causa del miedo, pero el rostro de la Zahorí era una máscara de fría furia.

—Debéis tomar en serio lo que os digo —advertía Moraine al posadero—. Mañana, sin duda, tendréis que enfrentaros a algo desagradable. Amigos Siniestros, tal vez, o algo peor. Cuando aparezcan, apresuraos a decirles que nos hemos ido. No ofrezcáis ninguna resistencia. Limitaos a hacerles saber que hemos partido de noche y así no os molestarán más. Es a nosotros a quienes buscan.

—No os inquietéis por eso —respondió con jovialidad maese Fitch—. En absoluto. Si viene alguien a la posada con intención de causar algún daño a mis huéspedes… bien, mis criados y yo los despacharemos deprisa. En un abrir y cerrar de ojos. Y no pienso decirles si os habéis ido, ni cuándo, ni si estuvisteis siquiera aquí. No soporto a ese tipo de gente. Aquí no se dirá ni una palabra referente a vosotros. ¡Ni una palabra!

—Pero…

—Señora Alys, debo ocuparme de los caballos si debéis partir como la Luz manda. —Se zafó de la mano de Moraine, que lo retenía por la manga, y corrió en dirección al establo.

Moraine exhaló un suspiro de impaciencia.

—Qué hombre más obstinado. No hay modo de que escuche.

—¿Creéis que podrían venir los trollocs a buscarnos aquí? —preguntó Mat.

—¡Trollocs! —exclamó Moraine—. ¡Por supuesto que no! Debemos guardarnos de cosas peores, no siendo la más desdeñable la manera como nos han encontrado. —Haciendo caso omiso del respingo de Mat, prosiguió— el Fado no creerá que nos quedamos aquí, ahora que sabemos que nos ha descubierto, pero maese Fitch toma demasiado a la ligera a los Amigos Siniestros. Tiene la imagen de que son unos desgraciados agazapados tras las sombras, pero pueden hallarse Amigos Siniestros en las tiendas y en las calles de cualquier ciudad, y también en los más altos Consejos. Tal vez el Myrddraal los envíe para ver si pueden averiguar cuáles son nuestros planes.

Entonces giró sobre sus talones y salió, seguida de Lan.

De camino a las caballerizas, Rand se halló junto a Nynaeve, quien llevaba asimismo sus mantas y albardas.

—De manera que vienes, después de todo —comentó, pensando que Min estaba en lo cierto.

—¿Había algo aquí abajo? —preguntó en voz baja—. Ella ha dicho que era… —Calló de súbito y lo miró.

—Un Fado —respondió, sorprendido de que pudiera decirlo con tanta calma—. Estaba en el pasillo conmigo, hasta que ha llegado Lan.

Nynaeve se arrebujó en la capa para protegerse del viento al salir de la posada.

—Quizás haya algo que os persigue. Pero yo he venido para encargarme de que regresarais sanos y salvos al Campo de Emond y no me iré hasta que llegue ese momento. No os dejaré solos con una mujer de su clase.

En el establo, donde los mozos de cuadra ensillaban los caballos, se movían luces.

—¡Mutch! —gritó el posadero desde la puerta, junto a la que se encontraba acompañado de Moraine—. ¡Afánate más!

Se volvió hacia ella e intentó tranquilizarla, al parecer, en lugar de escuchar realmente lo que ella le decía, si bien lo hacía con deferencia e intercalaba reverencias en las órdenes que dirigía a los criados.

Éstos sacaron los caballos, protestando en voz baja por las prisas y la hora intempestiva. Rand aguantó el hatillo de Egwene y se lo alargó cuando ella estuvo a lomos de Bela. La muchacha lo miró con ojos desorbitados, anegados de lágrimas.

«Por fin ha dejado de considerar esto como una mera aventura».

Se avergonzó tan pronto como lo hubo pensado. Ella se hallaba en peligro a causa de él y sus amigos. Incluso seria menos arriesgado volver sola a caballo al Campo de Emond. «¿Y entonces qué sentido tiene lo que vio Min? Ella forma parte de ello. Oh, Luz, ¿parte de qué?»

—Egwene —dijo—, lo siento. Me parece que ya no controlo bien mis pensamientos.

La muchacha se inclinó para estrecharle con fuerza la mano. A la luz procedente de las caballerizas, pudo distinguir perfectamente su rostro. Ya no parecía tan asustada como antes.

Una vez que hubieron montado, maese Fitch insistió en acompañarlos hasta las puertas, con los mozos alumbrándoles el camino con linternas. El rollizo posadero realizó profusas reverencias, asegurándoles que guardaría su secreto e invitándolos a visitarlo nuevamente. Mutch los vio partir con el mismo semblante adusto con que presenció su llegada.

Había alguien, caviló Rand, que no despacharía de inmediato a nadie, sino todo lo contrario. Mutch contaría a la primera persona que se lo preguntase cuándo se habían ido y daría cualquier información concerniente a ellos que le viniera a la mente. A poca distancia, avanzando en la calle, miró hacia atrás. Había una silueta con la linterna en alto, observándolos. No le fue preciso distinguir su cara para saber que se trataba de Mutch.

Las calles de Baerlon se hallaban solitarias a esa hora de la noche; sólo algunos escasos destellos se filtraban entre los postigos cerrados, y la luz de la luna en cuarto menguante crecía y menguaba al compás del viento que azotaba las nubes. De vez en cuando un perro ladraba al cruzar ellos un callejón, pero ningún otro sonido enturbiaba la noche fuera del martilleo de las herraduras y el silbido del viento que sesgaba los tejados. Los viajeros guardaban un silencio aún mayor, inmersos en sus capas y en sus propios pensamientos.

El Guardián iba delante, como de costumbre, seguido de cerca por Moraine y Egwene. Nynaeve se mantenía cerca de la muchacha y los demás iban arracimados a la zaga. Lan confería un paso ligero a los caballos.

Rand miraba con recelo las calles que los circundaban y, según advirtió, sus amigos hacían lo mismo. Las sombras danzantes de la luna le recordaban las sombras del fondo del corredor y la manera como parecían haberse extendido en torno al Fado. Algún fortuito ruido en la lejanía, como el de una barrica derribada, o el ladrido de un perro, les hacia volver a todos la cabeza, sobresaltados. Lentamente, con cada uno de los pasos con que atravesaban la ciudad, todos apiñaron sus monturas a mayor proximidad del negro semental de Lan y la blanca yegua de Moraine.

En la puerta de Caemlyn, Lan desmontó y golpeó con el puño el portal de un pequeño edificio construido al amparo de la muralla. Entonces apareció un fatigado vigilante que se frotaba soñoliento los ojos. Al escuchar a Lan, abandonó toda traza de sopor y miró fijamente a la totalidad del grupo.

—¿Queréis salir? —inquirió—. ¿Ahora? ¿De noche? ¡Debéis de estar locos!

—A menos que exista alguna orden del gobernador que lo prohíba —apuntó Moraine, que había bajado del caballo a su vez, permaneciendo apartada de la puerta, fuera del círculo de luz que ésta proyectaba.

—No exactamente, señora. —El vigilante miró hacia ella, tratando de distinguir su cara—. Pero las puertas permanecen cerradas desde el ocaso hasta el amanecer. Nadie entra si no es con la luz del día. Ésa es la orden. Además, hay lobos allá afuera y han matado una docena de vacas a lo largo de la última semana. Podrían matar a un hombre de igual modo.

—A nadie le está permitido entrar, pero la orden no dice nada respecto a salir —observó Moraine como si aquello resolviera definitivamente la cuestión—. ¿Veis? No os estamos pidiendo que desobedezcáis al gobernador.

Lan puso algo en la mano del hombre.

—Por las molestias —murmuró.

—Supongo… —comenzó a decir lentamente el vigilante. Miró furtivamente su mano, en la que destelló el oro, que introdujo deprisa en uno de sus bolsillos—. Supongo que no se hace mención a las salidas, mirándolo bien. —Asomó la cabeza hacia el interior—. ¡Arin! ¡Dar! Venid a ayudarme a abrir la puerta. Hay gente que quiere salir. No me discutáis y poneos manos a la obra.

Dos encargados más hicieron su aparición, deteniéndose para observar sorprendidos y amodorrados a las ocho personas que deseaban trasponer las murallas. Apremiados por el primer vigilante, se encaminaron arrastrando los pies a la gran rueda que levantaba la gruesa barra que atrancaba la madera y después centraron sus esfuerzos en mover las puertas. La manivela produjo un leve sonido metálico, pero los engrasados goznes cedieron silenciosamente. Pero, antes de que hubieran girado una cuarta parte de su trayectoria, se oyó una fría voz proveniente de la oscuridad.

—¿Qué es esto? ¿No está ordenado que permanezcan cerradas estas puertas hasta el alba?

Cuatro hombres tapados con capas blancas avanzaron hacia la mancha de luz contigua a la casa de los guardas. Llevaban los cuellos alzados para ocultar el rostro, pero todos tenían una mano aferrada al puño de la espada y los soles que adornaban su pecho anunciaban claramente quiénes eran. Los vigilantes se inmovilizaron e intercambiaron miradas de inquietud.

—Esto no es algo que os concierna —espetó con beligerancia el primer vigilante. Al encararse hacia él cinco capuchas blancas, finalizó con tono más suave— los Hijos no ostentan ningún poder aquí. El gobernador…

—Los Hijos de la Luz —replicó el hombre de capa blanca que había hablado antes— ostentan poder en todo lugar donde los hombres sigan la senda de la Luz. Únicamente se les niegan estas prerrogativas en donde reina la Sombra del Oscuro. —Desvió los ojos hacia Lan y entonces clavó súbitamente una segunda mirada, más recelosa, en el Guardián.

El Guardián no se había movido; de hecho parecía completamente tranquilo. Sin embargo, pocas personas eran capaces de mirar con tanta naturalidad a los Hijos. El pétreo semblante de Lan habría sido el mismo si hubiera observado a un limpiabotas. Cuando el Capa Blanca habló de nuevo, su voz contenía un tono suspicaz.

—¿Qué tipo de gente quiere abandonar el abrigo de las murallas de noche en una época como ésta, con los lobos merodeando en la oscuridad y tras haberse contemplado una criatura del Oscuro que sobrevolaba la ciudad? —Observó la banda de cuero trenzado que cruzaba la frente de Lan, sujetando sus largos cabellos hacia atrás—. ¿Sois un norteño, eh?

Rand hundió la cabeza entre los hombros. Un Draghkar. Había de ser eso, a menos que aquel hombre considerase todo cuanto no alcanzaba a comprender como una criatura del Oscuro. Habiendo entrado un Fado en la posada, debiera haber sospechado la presencia de un Draghkar, pero en aquel momento su pensamiento se centraba en otra cuestión. Creyó reconocer la voz del Capa Blanca.

—Viajeros —repuso con calma Lan—, que no presentan ningún tipo de interés para vosotros.

—Todo el mundo excita el interés de los Hijos de la Luz. —Lan sacudió ligeramente la cabeza.

—¿Realmente os excita la perspectiva de crearos conflictos con el gobernador? Este ha limitado vuestro número en la ciudad e incluso os ha hecho seguir. ¿Qué hará cuando descubra que os dedicáis a provocar a honestos ciudadanos en sus puertas? —Se volvió hacia los vigilantes—. ¿Por qué habéis parado?

Los guardas vacilaron, volviendo a poner las manos en la manivela y titubearon nuevamente cuando el Capa Blanca tomó la palabra.

—El gobernador desconoce lo que ocurre delante de sus propias barbas. Hay una malevolencia que él no ve ni percibe. Pero los Hijos de la Luz mantienen los ojos bien abiertos. —Los vigilantes se miraron unos a otros, abriendo las manos como si echaran de menos las lanzas que habían dejado dentro de la casa—. Los Hijos de la Luz detectan el mal. —El Capa Blanca se giró hacia los que aguardaban montados—. Lo detectamos y lo arrancamos de cuajo, en todo lugar donde lo encontramos.

Rand trató de encogerse aún más, pero aquel movimiento llamó la atención del hombre.

—¿A quién tenemos aquí? ¿A alguien que no desea ser visto? ¿Qué…? ¡Ah! —El individuo se bajó la capucha de su blanca capa, mostrando una cara que Rand estaba ya seguro de haber identificado. Bornhald asintió con la cabeza con evidente satisfacción—. Sin duda, portero, os hemos evitado un gran desastre. Éstos son Amigos Siniestros a quienes ibais a ayudar a escapar de la Luz. Hubiéramos informado al gobernador para que os disciplinase o tal vez os hubiéramos puesto en manos de los interrogadores para descubrir las verdaderas intenciones de vuestro acto. —Abrió una pausa, para comprobar el temor en la expresión del hombre, lo cual no lo apiadó en lo más mínimo—. ¿No os gustaría eso, verdad? A cambio, me llevaré a estos rufianes a nuestro campamento para que puedan ser interrogados… en lugar de vos, ¿qué os parece?

—¿Vais a llevarme a vuestro campamento, Capa Blanca? —La voz de Moraine se alzó súbitamente procedente de todas direcciones. Al aproximarse los Hijos, se había retirado hacia la oscuridad, al abrigo de la sombra—. ¿Vais a interrogarme? —Las tinieblas la envolvieron al avanzar un paso, dándole la apariencia de una mayor estatura—. ¿Vais a cerrarme el paso?

Otro paso, y Rand abrió desencajadamente la boca. Era más alta, su cabeza estaba al mismo nivel que la de Rand, que estaba sentado sobre el lomo del rucio. Las sombras se prendían a su rostro como nubarrones tormentosos.

—¡Aes Sedai! —gritó Bornhald. Al punto cinco espadas abandonaron su vaina como impelidas por un resorte—. ¡Muere!

Sus cuatro compañeros dudaron, pero él la atacó con la espada siguiendo el mismo impulso con que la había desenfundado.

Rand emitió un grito al tiempo que Moraine alzaba su bastón para interceptar la hoja. Aquella madera tan finamente grabada no resistiría sin duda el impacto del acero. La espada chocó con la vara, las centellas saltaron como de un surtidor, y un rugido susurrante arrojó a Bornhald sobre sus amigos. Los cinco cayeron amontonados. De la espada de Bornhald brotaban espirales de humo y la hoja estaba doblada en ángulo recto en el punto en que casi se había fundido, a punto de partirse en dos.

—¡Osáis atacarme! —La voz de Moraine bramó como un torbellino.

La oscuridad la rodeaba, arropándola como una capa, mientras ella crecía hasta la altura de las murallas, desde donde bajó la mirada, como un gigante que observara una agrupación de insectos.

—¡Salid! —gritó Lan, el cual, en un abrir y cerrar de ojos, agarró las riendas de la yegua de Moraine y saltó sobre su propia silla—. ¡Rápido! —ordenó. Sus hombros rozaron las dos hojas de la puerta al cruzar de estampida su semental la angosta abertura.

Rand permaneció paralizado por un instante, observando. Ahora la cabeza y los hombros de Moraine sobrepasaban las almenas de la muralla. Los vigilantes y los Hijos se encogían ante ella, protegiendo sus espaldas contra las paredes de la caseta. La faz de la Aes Sedai se había perdido en la bóveda nocturna, pero sus ojos, tan grandes como dos lunas llenas, relampaguearon con impaciencia y furia al posarse sobre él. Tragando saliva, espoleó a Nube y partió al galope tras los demás.

A cincuenta pasos del muro, Lan los hizo parar, y Rand volvió la vista atrás. La sombra imprecisa y descomunal de Moraine se elevaba por encima de la larga empalizada, con la cabeza y la espalda fundidas en la oscuridad del cielo, rodeadas del halo plateado que despedía la luna oculta. Mientras miraba, boquiabierto, la Aes Sedai dio un paso por encima de la muralla. Las puertas comenzaron a cerrarse velozmente. Tan pronto como posó los pies en el otro lado, la mujer adoptó de nuevo su estatura habitual.

—¡Las puertas! —gritó una voz inquieta desde adentro, que Rand identificó como la de Bornhald—. ¡Debemos perseguirlos y darles caza!

Los vigilantes no aminoraron, no obstante, la frenética rapidez con que corrían las hojas. Éstas se cerraron con estruendo y momentos después la barra fue colocada en su lugar. «Tal vez algunos de los otros Capas Blancas no están tan ansiosos como Bornhald por enfrentarse con una Aes Sedai».

Moraine caminó apresuradamente hacia Aldieb y acarició el belfo de la blanca yegua antes de guardar su bastón bajo la cincha. Rand no precisó observarla aquella vez para tener la certeza de que no había quedado en la vara ni la más pequeña muesca.

—Erais mayor que un gigante —dijo sin aliento Egwene, revolviéndose sobre los lomos de Bela.

Nadie más expresó el más leve comentario, si bien Mat y Perrin mantenían sus caballos alejados de la Aes Sedai.

—¿De veras? —repuso distraídamente Moraine mientras montaba.

—Yo lo he visto —protestó Egwene.

—La mente desfigura las cosas durante la noche; los ojos ven lo que no existe.

—Éste no es momento para bromas —comenzó a decir, enojada, Nynaeve, antes de ser atajada bruscamente por Moraine.

—Cierto, no es momento para bromas. Lo logrado en la posada pudiera haberse perdido aquí. —Se volvió hacia la puerta, agitando la cabeza—. Si al menos pudiera creer que el Draghkar no estaba inspeccionando el cielo… —Con un suspiro de desaprobación para consigo, añadió— si al menos los Myrddraal fueran realmente ciegos. Puestos a desear, también desearía lo imposible. Da igual. Saben por dónde nos hemos ido, pero, con un poco de suerte, conservaremos la delantera. ¡Lan!

El Guardián abrió la marcha en dirección este, siguiendo el camino de Caemlyn y los demás avanzaron tras él, produciendo un repiqueteo rítmico de herraduras sobre la tierra apelmazada.

Prosiguieron a un galope moderado, un paso largo que los caballos podían aguantar en el transcurso de unas horas sin necesitar la asistencia de una Aes Sedai. Sin embargo, antes de que hubieran cabalgado durante una hora, Mat gritó, señalando el camino que habían dejado atrás.

—¡Mirad allí!

Todos refrenaron las monturas y se volvieron.

Las llamas alumbraron el cielo sobre Baerlon como si alguien hubiera encendido una hoguera del tamaño de una casa, tiñendo de rojo la base de las nubes. Las chispas se arremolinaban en el aire, azotadas por el viento.

—Le avisé —dijo Moraine—, pero no hubo modo de que se lo tomara en serio. —Aldieb dio unos pasos de costado, reflejando la frustración de la Aes Sedai—. No hubo modo de que lo tomara en serio.

—¿La posada? —inquirió Perrin—. ¿Es la posada? ¿Cómo estáis tan segura?

—¿Hasta dónde llega tu capacidad de sacar conclusiones de una coincidencia? —preguntó Thom—. Podría ser la mansión del gobernador, pero no lo es. Y tampoco es un almacén, ni el horno de otra persona, ni el pajar de tu abuela.

—Tal vez la Luz extienda algo de su brillo sobre nosotros esta noche —auguró Lan.

—¿Cómo podéis decir eso? —lo acusó, furiosa, Egwene—. ¡Está quemándose la posada del pobre maese Fitch! ¡La gente que hay dentro puede sufrir daños!

—Si han atacado la posada —señaló Moraine—, quizás ha pasado inadvertida nuestra huida de la ciudad y mi… representación.

—A no ser que el Myrddraal quiera hacernos creer eso —añadió Lan. Moraine asintió en la oscuridad.

—Quizás. En todo caso, debemos apresurarnos. Dispondremos de poco descanso esta noche.

—Habláis con mucha ligereza, Moraine —la acusó Nynaeve—. ¿Y qué hay de las personas que están en la posada? ¡Puede que no salgan indemnes y el posadero ha perdido su medio de ganarse la vida, por culpa vuestra! Por más que charléis acerca de seguir el sendero de la Luz, estáis dispuesta a marcharos sin dedicarle ni un pensamiento. ¡Sus problemas los habéis causado vos!

—Los causantes han sido estos tres —replicó con enfado Lan—. El fuego, los heridos, y el resto…, todo debido a estos tres muchachos. El hecho de que el precio sea tan elevado prueba la valía de lo que se persigue. El Oscuro quiere hacerse con estos chicos y es nuestra obligación apartar sus garras de aquello que desea con tanto fervor. ¿O tal vez preferiríais que el Fado se los llevase?

—Calma, Lan —apaciguó Moraine—. Calma. Zahorí, ¿creéis que puedo prestar ayuda a maese Fitch y a sus huéspedes? Bien, tenéis razón. —Nynaeve hizo ademán de decir algo, pero Moraine la contuvo con un gesto—. Puedo regresar yo sola a asistirlos, aunque sería poco lo que está en mis manos hacer. Eso no haría más que atraer la atención hacia los receptores de mi asistencia, un tipo de atención que no me agradecerían, sobre todo teniendo en cuenta la presencia de los Hijos de la Luz en la ciudad. Y de ese modo quedaríais solos, a merced únicamente de la protección de Lan. Es muy eficaz, no cabe duda, pero su intervención no bastaría ante la arremetida de un Myrddraal o un batallón de trollocs. Existe la posibilidad de volver en grupo, claro está, pero no estoy segura de que podamos entrar sin ser advertidos en Baerlon. Y ello os expondría a todos ante quienquiera que sea el causante del incendio, por no mencionar a los Capas Blancas. ¿Qué alternativa elegiríais, Zahorí, si os hallarais en mi lugar?

—Yo haría algo —murmuró de mala gana Nynaeve.

—Y con toda certeza brindaríais la victoria al Oscuro —replicó Moraine—. Recordad con qué…, con quiénes… quiere entrar en posesión. Estamos en pie de guerra, al igual que los habitantes de Ghealdan, aunque allí se cuenten por millares los luchadores y nosotros sólo seamos ocho personas. Enviaré oro a maese Fitch, en cantidad suficiente para levantar de nuevo su posada; oro cuya procedencia no pueda relacionarse con Tar Valon. Y ayuda para los damnificados, asimismo. Una acción de otro tipo nos pondría en peligro. Ya veis que no es tan simple. Lan.

El Guardián espoleó el caballo y reemprendió camino una vez más.

Rand miraba hacia atrás de vez en cuando. Finalmente sólo alcanzaba a distinguir el resplandor de las nubes, que se difuminaba en la oscuridad. Hizo votos por que Min saliera ilesa del incendio.

La noche era negra como el carbón cuando el Guardián salió del suelo apisonado del camino para desmontar. Rand calculó que faltaba menos de un par de horas para el amanecer. Trabaron los caballos, todavía ensillados, y se dispusieron a acampar en medio del frío.

—Una hora —advirtió Lan cuando todos menos él se encontraban arropados bajo las mantas. Él haría guardia mientras los demás dormían—. Una hora y continuaremos cabalgando. —El silencio se abrió entre ellos.

Pocos minutos después, Mat habló en un susurro que apenas llegó a oídos de Rand.

—Me pregunto qué haría Dav con aquel tejón. —Rand sacudió la cabeza en silencio y Mat prosiguió, tras unos instantes de vacilación— creía que estábamos a salvo, Rand. No hubo ningún indicio de peligro desde que cruzamos el Taren, y estábamos en una ciudad, rodeados de murallas. Pensaba que estábamos a buen recaudo. Y entonces aquel sueño, y un Fado. ¿Vamos a volver a estar a salvo alguna vez?

—No hasta que lleguemos a Tar Valon —respondió Rand— Eso fue lo que dijo ella.

—¿Estaremos seguros entonces? —preguntó quedamente Perrin.

Los tres miraron el impreciso bulto que formaba el cuerpo de la Aes Sedai. Lan se había fundido en la oscuridad; podía encontrarse en cualquier lugar.

Rand bostezó de repente y los demás se movieron con nerviosismo al oírlo.

—Mejor será que durmamos un poco —dijo—. Aunque nos quedemos despiertos no resolveremos el interrogante.

—Ella debió hacer algo —sentenció en voz baja Perrin.

Nadie contestó.

Rand se tumbó de costado para evitar una raíz, probó a ponerse de espaldas y al girar boca abajo topó con una piedra en el vientre y una nueva raíz. No habían acampado en un buen lugar; aquel paraje no se parecía en nada a los que había elegido el Guardián después de atravesar el Taren. Cayó dormido, preguntándose si las raíces que se clavaban en sus costillas lo inducirían a tener pesadillas, y despertó al sentir el contacto de la mano de Lan en el hombro, dolorido y aliviado de que, si había tenido algún sueño, no lo recordaba.

El alba no había despuntado todavía, pero, una vez que estuvieron las mantas enrolladas y atadas detrás de las sillas, Lan reemprendió camino hacia el este. A la salida del sol, con los ojos aún nublados, tomaron un desayuno consistente en queso con pan y agua; comían mientras cabalgaban, encogidos bajo las capas para resguardarse del viento. Todos excepto Lan, desde luego. El comía, sí, pero no tenía los ojos nublados ni encogía los hombros. Se había puesto otra vez la capa de tonalidades cambiantes, la cual flotaba a su alrededor, variando del gris al verde, y únicamente reparaba en sus pliegues para evitar que obstruyeran el brazo con que empuñaba la espada. Su rostro permanecía impávido, pero sus ojos escrutaban constantemente, como si previera una inminente emboscada.

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