39 El telar de los sucesos

Rand miraba la multitud desde la elevada ventana de su habitación en la Bendición de la Reina. La gente corría y gritaba por la calle: un incesante desfile en la misma dirección, en medio del cual ondeaban pendones y estandartes en los que destacaba un león blanco sobre centenares de telas rojas. Habitantes de Caemlyn y forasteros discurrían juntos y, excepcionalmente, nadie parecía abrigar el deseo de asestar un golpe en la cabeza de alguien. Aquel día, tal vez sólo había una facción.

Se apartó de los cristales.

—¿Vienes? —volvió a preguntar.

Mat, hecho un ovillo sobre la cama, lo miró con fiereza.

—Llévate a ese trolloc del que te has hecho tan amigo.

—Diantre, Mat, no es un trolloc. Te comportas como un condenado estúpido. ¿Cuántas veces quieres discutir la misma discusión? Luz, no será porque no hayas oído hablar antes de los Ogier.

—Nunca me dijeron que tuvieran aspecto de trollocs. —Mat hundió la cara en la almohada y se acurrucó aún más.

—Estúpido testarudo —murmuró Rand—. ¿Durante cuánto tiempo piensas quedarte escondido aquí? No voy a estar subiéndote siempre la comida por estas escaleras. Y también podrías tomar un baño. —Mat se revolvió en la cama, como si intentara sumergirse en ella. Rand suspiró y luego se encaminó a la Puerta—. Es la última vez que te lo digo. Ahora me voy. —Cerró lentamente la Puerta, con la esperanza de que Mat cambiara de opinión, pero su amigo se quedó quieto. La puerta encajó en las jambas.

En el corredor, se apoyó en el umbral. Maese Gill decía que había una anciana a tres calles de distancia, la Madre Grubb, que vendía hierbas y cataplasmas, además de atender partos, cuidar a los enfermos y decir la buenaventura. Se parecía un poco a lo que hacía una Zahorí. A quien Mat necesitaba era a Nynaeve, quizás a Moraine, pero la Madre Grubb era la única persona a quien podía recurrir. Si la llevaba a la Bendición de la Reina posiblemente atraería el tipo de atención no deseado, suponiendo que ella se aviniese a ir a visitar a Mat, y aquello sería tan perjudicial para la mujer como para ellos dos.

Los herboristas y los curanderos no gozaban entonces de buena reputación en Caemlyn; existía una animadversión casi generalizada contra aquellos que efectuaban algún tipo de curas o de predicciones. Cada noche el Colmillo del Dragón se grababa impunemente en una puerta u otra, a veces incluso a la luz del día, y la gente estaba dispuesta a olvidar a quien había sanado sus fiebres o aplicado cataplasmas a sus muelas doloridas tan pronto como escuchaba la acusación de Amigo Siniestro. Aquél era el clima que reinaba en la ciudad.

Tampoco era que Mat se encontrara en verdad enfermo. Comía todo lo que Rand le llevaba de la cocina —aunque no habría aceptado nada que viniera de otras manos— y nunca se quejaba de dolores ni calenturas. Simplemente se negaba a abandonar la habitación. Rand, sin embargo, había abrigado la certeza de que aquel día se avendría a salir.

Se puso la capa sobre los hombros e hizo girar el cinto de manera de que la espada y el paño rojo que la envolvía quedaran más encubiertos.

Al pie de la escalera encontró a maese Gill, que se disponía a subir.

—Hay alguien que va preguntando por vosotros en la ciudad —anunció el posadero. Rand sintió cómo se avivaban sus esperanzas—. Preguntan por vosotros y esos amigos vuestros, por el nombre. El de los jóvenes, en todo caso. Parece que lo que más le interesa son los tres muchachos.

La ansiedad sustituyó a las esperanzas.

—¿Quién? —inquirió Rand, mientras miraba con inquietud a un lado y otro del pasillo: no había nadie.

—No sé cómo se llama. Sólo he oído hablar de él. Es un mendigo. —El posadero soltó un gruñido—. Medio loco, según dicen. No obstante, podría ir a buscar la limosna real a palacio, a pesar de la carestía actual. En las fechas señaladas, la reina la entrega con sus propias manos y nunca echa a nadie bajo ningún concepto. Nadie tiene necesidad de mendigar en Caemlyn. Incluso un hombre buscado por la justicia no puede ser arrestado mientras está recibiendo la limosna real.

—¿Un Amigo Siniestro? —aventuró Rand con reluctancia. «Si los Amigos Siniestros conocen nuestros nombres…»

—Tienes metidos a los Amigos Siniestros en la sesera, chico. Hay algunos; es cierto, pero el hecho de que los Capas Blancas estén soliviantando los ánimos no ha de inducirte a pensar que la ciudad esté plagada de ellos. ¿Sabes qué rumor han difundido esos necios ahora? «Formas extrañas». Es increíble. Unas formas extrañas que se deslizan fuera de las murallas por la noche. —El posadero rió entre dientes, hasta agitar su voluminoso vientre.

Rand, en cambio, no estaba de humor para reír. Hyam Kinch había hablado de extraños seres y, sin duda, era un Fado lo que ellos habían visto.

—¿Qué tipo de formas?

—¿Qué tipo? Lo ignoro. Extrañas formas. Trollocs, probablemente. El Hombre de la Sombra. El propio Lews Therin Verdugo de la Humanidad, que ha regresado con una estatura de doce metros. ¿Qué clase de siluetas piensas que imaginará la gente ahora que les han metido la aprensión en la cabeza? —Maese Gill lo observó por un instante—. ¿Vas a salir, eh? Bueno, no diré que me importe, pero apenas ha quedado nadie aquí hoy. ¿No te acompaña tu amigo?

—Mat no se encuentra muy bien, Tal vez venga más tarde.

—Bien, que sea lo que la Luz quiera. Cuídate. En una jornada como hoy los fieles súbditos de la reina se hallarán en minoría, que la Luz fulmine el día en que vislumbré la posibilidad de presenciar tal cosa. Hay dos de esos malditos traidores sentados al otro lado de la calle vigilando la puerta de mi posada. ¡Por la Luz, saben bien cuáles son mis simpatías!

Rand asomó la cabeza y miró a ambos lados antes de adentrarse en el callejón. Un fornido hombre contratado por maese Gill montaba guardia en la salida a la calle; apoyado en una lanza observaba a la gente con aparente desinterés. Rand sabía que sólo era aparente. Aquel tipo —su nombre era Lamgwin lo veía todo a través de sus párpados entornados y, a pesar de su tamaño, se movía con la agilidad de un gato. Él también creía que la reina Morgase era la Luz encarnada, o casi. Había una docena de sujetos como él distribuidos por la Bendición de la Reina.

Lamgwin se movió imperceptiblemente cuando Rand llegó a la boca del callejón, pero no apartó un instante la vista de la calle. Rand estaba convencido de que lo había oído aproximarse.

—Vigila a tu espalda hoy, muchacho. —La voz de Lamgwin sonaba como arenilla restregada—. Cuando comiencen los problemas, nos convendrá tenerte a mano, y no con un cuchillo clavado a traición.

Rand observó por un instante al vigoroso vigilante con muda sorpresa. Siempre trataba de mantener oculta la espada, pero aquélla no era la primera vez que uno de los empleados de maese Gill daba por supuesto que él era un avezado luchador. Lamgwin no desvió la mirada hacia él. Su tarea era guardar la posada y la cumplía a la perfección.

Deslizó el arma un poco más hacia atrás bajo la capa antes de sumarse al reguero de viandantes. Advirtió a los dos hombres que había mencionado el posadero, subidos a unas barricas al otro lado de la calle para poder observar por encima de la muchedumbre. Le pareció que no habían reparado en él. Aquellos dos individuos mostraban a las claras sus preferencias y, no conformes con llevar las espadas envueltas en paño blanco, lucían brazaletes y escarapelas blancas.

Poco después de su estancia en Caemlyn había sabido que las envolturas rojas de la espada, o un brazalete o escarapela encarnados, eran una expresión de lealtad a la reina Morgase, mientras que el blanco significaba que la reina y su adhesión a las Aes Sedai y Tar Valon eran los causantes del giro negativo tomado por los acontecimientos, del mal tiempo, las cosechas fallidas e incluso tal vez de la insurrección del falso Dragón.

Él no deseaba involucrarse en los asuntos políticos de Caemlyn. El inconveniente era que ya era demasiado tarde para evitarlo. Y no era sólo que él se hubiera decantado por una opción de modo… accidental, pero lo había hecho. El ambiente de la ciudad era tal que no permitía a nadie permanecer en la neutralidad. Incluso los forasteros llevaban escarapelas o brazaletes o envolvían sus espadas, con mayor frecuencia de blanco que de rojo. Posiblemente no todas sostuvieran aquella postura, pero se hallaban lejos del hogar y temían convertirse en blanco de iras. En aquel clima, los hombres que apoyaban a la reina —aquellos que osaban salir a la calle—se agrupaban para autoprotegerse.

Ese día, sin embargo, era distinto; al menos en apariencia. Era una fecha en que se celebraba la victoria de la Luz sobre la Sombra, una jornada en que se llevaba al falso Dragón a la ciudad, a presencia de la reina, antes de trasladarlo a Tar Valon.

Ningún alma viviente hablaba de aquel aspecto. A excepción de las Aes Sedai, nadie era capaz de enfrentarse a un hombre que controlaba el Poder Único, de ello no cabía duda, pero la gente prefería obviar ese tema. La Luz había derrotado a la Sombra y los soldados de Andor se habían encontrado en el frente de batalla. Eso era lo único que importaba aquel día y lo demás podía quedar relegado al olvido.

Rand se preguntó hasta qué punto eso era cierto. La muchedumbre corría, cantaba y agitaba banderas entre risas, pero los súbditos que ostentaban el rojo se mantenían en grupos de diez o veinte y no había mujeres ni niños con ellos. Calculó que habría como mínimo diez hombres con símbolos blancos por cada uno que proclamaba su devoción por la reina. No fue aquélla la primera ocasión en que deseó que la tela blanca hubiera sido más barata. «¿Pero te habría prestado su ayuda maese Gill si hubieras llevado ese color?»

La muchedumbre era tan compacta que era inevitable recibir codazos. Incluso los Capas Blancas debían prescindir del disfrute de un espacio abierto entre el gentío. Mientras dejaba que la multitud lo arrastrara a la ciudad vieja, Rand advirtió que no todo el mundo controlaba su animosidad. Vio cómo uno de los Hijos de la Luz recibía un golpe tan contundente que casi lo derribó al suelo. Apenas el Capa Blanca recobró el equilibrio, comenzó a proferir imprecaciones dirigidas al hombre que lo había agredido, cuando otro individuo avanzó hacia él con paso decidido. Antes de que la situación empeorara, los compañeros del Capa Blanca lo arrastraron hacia un lado de la calle para cobijarlo en un portal. Los tres parecían oscilar entre sus impávidas miradas habituales y la incredulidad. La muchedumbre continuó caminando como si nadie hubiera presenciado lo sucedido y quizás ello había sido así.

Nadie habría osado llevar a cabo un ataque parecido dos días antes. Y lo que era más, caviló Rand, los agresores llevaban escarapelas blancas en los sombreros. Existía la creencia común de que los Capas Blancas apoyaban a los opositores de la reina y de su consejera Aes Sedai, pero aquello no establecía diferencias. Las personas se entregaban a actos que no habían sospechado antes. Zarandear a un Capa Blanca hoy… ¿Tal vez derrocar a la reina mañana? Súbitamente, experimentó una curiosa soledad entre tantos brazaletes y escarapelas blancas y rogó por que hubiera más hombres con símbolos encarnados a su alrededor.

Los Capas Blancas repararon en su mirada, a la que correspondieron con un inconfundible fulgor de desafío. Dejó que la multitud lo llevara consigo y se sumó a su canto.

Adelante León, adelante León,

el León Blanco toma el campo.

Ante la Sombra ruge desafiante.

Adelante, Andor triunfante.

La ruta por la que había de entrar a Caemlyn el falso Dragón era de todos conocida. Tupidas hileras de guardias de la reina y soldados armados con picas mantenían despejadas aquellas calles, pero la gente abarrotaba sus márgenes e incluso las ventanas y tejados. Rand se abrió camino hacia el casco antiguo, tratando de aproximarse al palacio. Guardaba ciertas expectativas de poder ver a Logain en presencia de la reina. Ver al falso Dragón y a la reina: aquello era algo que no habría soñado cuando se encontraba en su pueblo.

La ciudad vieja estaba construida sobre colinas y en ella se conservaba la mayor parte de la obra realizada por los Ogier. Mientras que las calles de la zona más reciente formaban en su mayoría un anárquico laberinto, las de allí seguían las curvas de los altozanos como si fueran formaciones naturales de la tierra. Las subidas y declives ofrecían sorprendentes perspectivas a cada giro: parques que podían ser vistos desde diferentes ángulos, cuyas alamedas y monumentos trazaban hermosas figuras a pesar de la escasez de verdor; torres súbitamente reveladas, con paredes cubiertas de azulejos que reflejaban la luz del sol en un sinfín de tonalidades; abruptas pendientes desde donde el ojo abarcaba la totalidad de la urbe y las ondulantes llanuras y bosques que se extendían más allá de sus límites. Después de todo, aquello habría sido algo digno de contemplar si aquel enjambre no lo hubiera impulsado hacia adelante antes de que tuviera ocasión de fijar la mirada. Y aquellas calles curvadas le impedían advertir lo que le aguardaba a unos pasos.

De pronto, dobló un recodo, y se encontró delante del palacio. Las calles, aun siguiendo en su trazado los contornos naturales del terreno, habían sido dispuestas en espiral en torno a aquella…, aquella edificación de cuento de hadas de pálidas agujas, cúpulas doradas e intrincadas tracerías en la piedra, con la bandera de Andor ondeando desde todos los salientes, una pieza central para la cual habían sido diseñadas las restantes panorámicas. Parecía más algo esculpido por artistas que construido como los demás edificios.

Al primer vistazo, dedujo la imposibilidad de acercarse más. A nadie le era permitido aproximarse al palacio. La guardia de la reina flanqueaba las puertas en diez rangos escarlata y en las almenas de las blancas paredes, en balcones y torres, había más soldados apostados con arcos inclinados sobre sus pechos acorazados de acero. Ellos también semejaban haber salido de un cuento de juglar, pero Rand no creía que su función fuera meramente decorativa. El vociferante gentío que atestaba las calles era una casi uniforme masa de espadas cubiertas de blanco y escarapelas y brazaletes del mismo color, que únicamente de tanto en tanto se teñía de manchas encarnadas. Los guardias de uniforme rojo parecían una tenue barrera contra la omnipresencia del blanco.

Cuando renunció a abrirse paso hacia las cercanías del palacio, buscó un lugar desde el que pudiera sacar provecho de su altura. No tenía por qué hallarse en primera línea para verlo todo. La muchedumbre se agitaba sin cesar con las personas que intentaban abrir una brecha para avanzar o las que se precipitaban hacia un punto que creían más ventajoso. Uno de aquellos vaivenes lo desplazó a tan sólo tres hileras del espacio acotado y todos cuantos se encontraban allí era más bajos que él, incluso los soldados. La gente se apiñaba contra él, que sudaba por la presión de tantos cuerpos. Los situados a su espalda se quejaban de que no les permitía ver y trataban de pasar a empellones. Mantuvo su posición, contribuyendo a formar una impenetrable barrera con los que se encontraban a ambos lados. Estaba exultante. Cuando el falso Dragón pasara por allí, podría verlo perfectamente a la cara.

Al otro lado de la calle, en dirección a las puertas y a las murallas, una oleada rizó la multitud; al final de la curva, un remolino de personas retrocedía para ceder el paso a alguien. No era el espacio que se abría ante las Capas Blancas en otros días. Aquella gente se echaba atrás con un sobresalto, con rostros sorprendidos que se transformaban en una mueca de disgusto. Giraban la cabeza ante lo que avanzaba, pero miraban con el rabillo del ojo hasta que los había superado.

Otros ojos a su alrededor percibieron asimismo el disturbio. Clavados en el suelo a la espera del Dragón, pero sin nada que hacer aparte de aguardar, la muchedumbre encontró algo digno de comentarios. Escuchó conjeturas que consideraban la posibilidad de que se trataba de una Aes Sedai o del propio Logain y algunas sugerencias más atrevidas que provocaron risotadas entre los hombres y rígidos mohínes entre las mujeres.

La perturbación en la masa humana iba desplazándose hacia el final de la calle. Nadie parecía dudar en permitirle dirigirse a donde se proponía, aun cuando ello representara perder un buen punto de mira en el momento en que la marca de gente iniciara el movimiento de reflujo. Al fin, barriendo también a Rand, la turba propasó los límites establecidos, e hizo retroceder con su impulso a los soldados que forcejeaban para contenerla. La encorvada figura que caminó vacilante hacia allí parecía más un montón de harapos que un hombre. Rand oyó murmullos de repugnancia a su alrededor.

El andrajoso individuo se detuvo en el otro extremo de la calle. Su cuello, impregnado de mugre, giraba de un lado a otro como si buscara o escuchara algo. De pronto exhaló un grito inarticulado y estiró una sucia mano, señalando a Rand. Inmediatamente comenzó a correr por el pavimento con la velocidad de una chinche.

«El mendigo». Fuera cual fuera el azar que había conducido al hombre a dar con él, Rand tenía la certeza de que, fuese o no un Amigo Siniestro, no quería encontrarse frente a frente con él. Sentía la mirada acuosa del pedigüeño como algo grasiento sobre su piel. Especialmente no quería que aquel sujeto se la acercara, rodeado por un turba de gente al borde de un estallido de violencia.

Las mismas voces que habían reído antes soltaban maldiciones dirigidas a él, mientras se abría camino hacia atrás, alejándose de la aglomeración.

Aceleró el paso, consciente de que la tupida masa que debía atravesar a empellones se abriría ante su harapiento perseguidor. Forcejeando para franquearse un espacio, tropezó y estuvo a punto de caer cuando la multitud se dividió súbitamente. Se ayudó con los brazos a mantener el equilibrio y emprendió una carrera. La gente lo señalaba con el dedo; él era el único que caminaba a la inversa, corriendo además. Los gritos lo perseguían. Su capa ondeaba tras él, dejando al descubierto la espada envuelta en paño rojo. Al advertirlo, incrementó aun más la velocidad. Un partidario solo de la reina, corriendo, podía muy bien inducir a la muchedumbre a un ensañamiento, incluso en una jornada como aquélla. Siguió corriendo a toda velocidad sobre las piedras del pavimento y no se tomó un respiro hasta que ya no oyó gritos tras de sí. Por fin, jadeante, Se apoyó contra una pared.

Ignoraba dónde se hallaba, a excepción del hecho de encontrarse todavía en el casco antiguo. Era incapaz de recordar cuántas esquinas había doblado entre aquellas sinuosas calles. Dispuesto a echar a correr de nuevo, volvió la cabeza para mirar el camino recorrido. Sólo había una persona allí, una mujer que caminaba plácidamente con un cesto. Casi la totalidad de la gente se había congregado para tratar de ver al falso Dragón. «Es imposible que me haya seguido. Debe haberme perdido».

El mendigo no renunciaría a su búsqueda, estaba convencido de ello. Aquella andrajosa silueta estaría abriéndose paso entre la multitud, escudriñando, y si Rand regresaba para ver a Logain, correría el riesgo de topar con ella. Por un momento se planteó volver a la Bendición de la Reina, pero estaba seguro de que no tendría otra oportunidad de ver a un falso Dragón. Se le antojaba un acto de cobardía permitir que un mugriento limosnero lo obligara a ocultarse.

Miró en torno a sí, reflexionando. Las edificaciones de la ciudad antigua eran bajas, por lo que era factible que alguien ubicado en un determinado lugar dispusiera de una panorámica ininterrumpida. Debía de haber sitios desde los que pudiera contemplar el paso de la procesión con el falso Dragón, y, aun cuando no viera a la reina, vería a Logain. Comenzó a caminar con resolución.

Durante la hora siguiente halló varios puntos de aquellas características, todos ocupados ya por una compacta masa de gente apostada en la ruta por donde había de pasar el desfile. Cada una de ellas era una monótona exposición de brazaletes y escarapelas blancas. Receloso de las consecuencias que podía tener su espada en una aglomeración como aquélla, se alejaba a toda prisa.

Desde la ciudad nueva llegaron gritos, sones de trompetas y el pulso marcial de los tambores. Logain y su escolta estaban ya en Caemlyn, de camino hacia el palacio.

Desanimado, vagó por la calles; aún conservaba débiles esperanzas de encontrar la manera de ver a Logain. Sus ojos se posaron en la ladera, no construida, que se alzaba junto a la vía por la que caminaba. En una primavera normal, aquella pendiente estaría cubierta de flores y hierba, pero ahora no presentaba más que un tapiz marrón hasta los altos muros que se elevaban en su cúspide, una pared por encima de cuyos remates sobresalían los árboles.

Esa parte de la calle no había sido diseñada para ofrecer una grandiosa panorámica, pero por encima de los tejados percibía algunas de las torres de palacio, coronadas por las banderas con el león blanco que flameaban al viento. No estaba seguro de hacia dónde doblaba la calle rodeando la colina, pero de improviso se le ocurrió una idea.

Los tambores y trompetas sonaban cada vez más cerca y el griterío era más intenso. Trepó la escarpada ladera, ayudado por las desnudas ramas de los arbustos en las que se agarraba. Jadeante tanto por el deseo como por el esfuerzo, cubrió a gatas el último trecho hasta la pared, la cual se alzaba sobre él y doblaba su propia altura. El aire vibraba con el estrépito de los tambores y trompetas.

La superficie del muro presentaba el aspecto natural de la piedra, cuyos enormes bloques estaban tan bien encajados que apenas se entreveían las junturas, lo cual unido a su tosquedad le confería casi la apariencia de un acantilado. Rand sonrió al recordar que incluso Perrin había escalado los acantilados de las Colinas de Arena. Sus manos buscaron las protuberancias y sus pies las estrías. Los tambores lo apremiaban a subir. Estableció una competición con ellos, con el propósito de coronar el muro antes de que éstos llegaran al palacio. Con la premura, la piedra le arañó las manos y las rodillas, pero apoyó los brazos en la cima y se alzó con un sentimiento de victoria.

Se apresuró a girarse para sentarse sobre el angosto y plano espacio en que culminaba la pared. Las frondosas ramas de un inmenso árbol le golpearon la cabeza sin que él casi lo advirtiera. Su mirada se extendía sobre los tejados, que apenas le obstruían la visión. Se inclinó levemente hacia adelante y vio las puertas del palacio, los guardias apostados allí y la multitud expectante. Los gritos quedaban ahogados por el estruendo de los tambores y trompetas, pero todavía aguardaban. Volvió a sonreír. «He ganado».

En el preciso instante en que se arrellanaba, la primera parte de la comitiva dobló la curva final que conducía al palacio, precedida por veinte hileras de heraldos, que quebraban el aire con incesantes toques triunfales. Tras ellos, otros percutían igual número de tambores. Después venían los estandartes de Caemlyn, leones blancos sobre fondo rojo, portados por jinetes, seguidos de los soldados de Caemlyn a caballo, con armaduras relucientes, lanzas enhiestas con gallardía y ondeantes penachos carmesí. Iban flanqueados por columnas triples de piqueros y arqueros, los cuales continuaron caminando un buen trecho tras los jinetes cuando éstos comenzaron a aminorar la marcha entre los guardias que los aguardaban y traspusieron las puertas del palacio.

El último de los soldados de infantería dobló el recodo y a su espalda apareció un enorme carro tirado por dieciséis caballos. En el centro de la carreta había una amplia jaula de barrotes de hierro y, en cada una de sus esquinas, dos mujeres que observaban la jaula con tanta atención como si no existiera la muchedumbre ni el desfile. Eran Aes Sedai, no le cabía duda. Entre el vehículo y los lacayos y a ambos lados, cabalgaba una docena de Guardianes, con ondulantes capas en las que se prendía la vista de los espectadores. Si las Aes Sedai hacían caso omiso del gentío, los guardianes lo escrutaban como si no hubiera más guardias que ellos.

Pese a todo ello, era el hombre encerrado entre rejas quien retenía la mirada de Rand. No se hallaba lo bastante cerca para verle la cara con la precisión que hubiera deseado, pero de improviso concluyó que se encontraba a una distancia prudencial que era de su agrado. El falso Dragón era un hombre alto, con largos y rizados cabellos oscuros que le cubrían sus anchos hombros. Se mantenía erguido entre el vaivén de la carreta con una mano en los barrotes por encima de su cabeza. Sus ropajes, una capa, chaqueta y pantalones que no hubieran causado ningún comentario en cualquier pueblo de campesinos, parecían ordinarios. No así su modo de llevarlos, ni su apostura. Logain era un rey de pies a cabeza. Era como si la jaula no hubiera estado allí. Se mantenía erecto, con la cabeza enhiesta, y miraba a la gente como si ésta se hubiera congregado allí para rendirle honores. Cuando Logain apartaba la vista de ella, gritaban con furia redoblada como para compensar su silencio previo, pero aquello no modificaba en nada el porte de aquel hombre ni el mutismo producido a su paso.

Cuando el carro atravesaba las puertas del palacio, se volvió para contemplar la masa de gente. Ésta profería auténticos alaridos inarticulados, en un arrebato de puro odio y temor al animal, y Logain echaba la cabeza atrás y, mientras el palacio lo engullía, reía.

Otros contingentes seguían a los vehículos, con los estandartes representativos de aquellos otros que habían contribuido a la derrota del Dragón. Las abejas doradas de Illian, las tres medias lunas de Tear, el sol naciente de Cairhien Y otros, muchos otros símbolos de naciones y ciudades y de grandes señores, acompañados de sus propias trompetas y tambores que proclamaban su grandeza. Aquello resultó decepcionante después de haber visto a Logain.

Rand se inclinó un poco más para tratar de avistar por última vez al hombre enjaulado. «¿Lo han derrotado, verdad? Luz, no estaría en una maldita jaula si no lo hubieran vencido».

Con el peso desequilibrado, se deslizó y se aferró a la pared para deslizarse luego y buscar un asiento más seguro. Ahora que ya había perdido de vista a Logain, tomó conciencia del escozor de sus manos, arañadas por la piedra. No obstante, no lograba apartar de su mente las imágenes. La jaula y las Aes Sedai. Logain, invicto. A pesar de hallarse entre rejas, aquél no era un hombre reducido. Se estremeció y se frotó las ardientes manos en los muslos.

—¿Por qué estarían vigilándolo las Aes Sedai? —se preguntó en voz alta.

—Para impedir que entre en contacto con la Fuente Verdadera, tonto.

Se enderezó para mirar hacia arriba, hacía donde había sonado aquella voz de muchacha, y de pronto perdió el equilibrio. Sólo tuvo tiempo de advertir que se tumbaba, que caía, cuando algo le golpeó la cabeza y un Logain que prorrumpía en carcajadas lo acosaba hasta un lóbrego torbellino.

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