Sobre la hollada tierra del Camino del Norte, los caballos aligeraron el paso, con las crines y colas enhiestas bajo la luz de la luna, mientras corrían rumbo al norte, batiendo las herraduras con un ritmo regular. Lan, un jinete en sombras apenas visible sobre su caballo negro, dirigía la marcha. La yegua blanca de Moraine, que se mantenía paso a paso a la altura del negro semental, era una pálida flecha que se precipitaba en la oscuridad. Los demás seguían; formaban una línea ininterrumpida, como si estuvieran entrelazados con una cuerda de la que tirara la mano del Guardián.
Rand galopaba el último, precedido de Thom Merrilin y las figuras de sus amigos, más desdibujadas, delante de éste. El juglar no volvía nunca la cabeza, reservando ojos para el terreno hacia el que corrían en lugar del suelo del que huían. Si aparecían los trollocs por detrás, o el Fado sobre su sigilosa montura, le correspondería a Rand alertar a los demás.
Con frecuencia giraba el cuello para avizorar a su espalda, al tiempo que aferraba las manos a la crin y a las riendas de Nube. El Draghkar…, peor que los trollocs y los Fados, había dicho Thom. Sin embargo, el cielo estaba vacío y sus ojos sólo advertían oscuridad y sombras en el suelo. Sombras que podían enmascarar un ejército.
Ahora que el rucio había quedado en libertad de correr, se precipitaba en la noche como un fantasma, siguiendo sin esfuerzo al veloz ejemplar de Lan. Y Nube quería correr aún más, quería dar alcance al semental negro, porfiaba por darle alcance. Rand debía sostener con firmeza las riendas para contenerlo. Nube forcejeaba contra aquel freno, como si pensara que aquello era una carrera en la que había de competir a cada paso. Rand se asía a la silla y a la brida con todos los músculos tensados, confiando fervientemente en que su montura no detectase su inquietud. Si el animal percibía alguna inseguridad en él, perdería el control que, aunque precario, ejercía sobre él.
Pegado al cuello de Nube, Rand observaba con preocupación a Bela y a su jinete. Cuando había dicho que la pelambrosa yegua podía mantener el ritmo, el galope continuado no entraba dentro de sus expectativas. Ahora mantenía su posición a costa de correr de un modo del que él no la hubiera creído capaz. Lan no quería que Egwene fuera con ellos. ¿Aminoraría la marcha si Bela comenzaba a flaquear? ¿O trataría tal vez de dejarla atrás? La Aes Sedai y el Guardián conferían cierta importancia a él y a sus amigos, pero, pese a las sentencias de Moraine sobre lo escrito en el Entramado, no creía que Egwene tuviera el mismo valor para ellos.
Si Bela se doblegaba, él también se quedaría atrás, en contra de lo que la Aes Sedai o el Guardián tuvieran que objetar. Atrás, donde acechaban el Fado y los trollocs; atrás, donde se encontraba el Draghkar. Apasionadamente, con toda la fuerza de la desesperación, gritó a Bela que corriera como el viento, tratando calladamente de infundirle energías. «¡Corre!» La piel le hormigueaba y sentía los huesos helados, como si estuvieran a punto de quebrarse. «¡La Luz te sostenga, corre!»
Prosiguieron hacia el norte, en su pugna contra el tiempo, que se desvanecía en un concepto borroso. De vez en cuando, las luces de las granjas relucían en la noche por un instante para desaparecer con más rapidez que una alucinación. El reto agudo del ladrido de los perros se desvanecía velozmente a sus espaldas o se cortaba de improviso, al creer los canes que los habían ahuyentado. Corrían entre la oscuridad, mitigada tan sólo por la pálida luz lunar, una oscuridad en la que las siluetas de los árboles junto al camino se advertían sin previo aviso para esfumarse un segundo después. Las tinieblas se sucedían a su alrededor y sólo el solitario grito de las aves nocturnas, desolado y luctuoso, rompía el monótono choque de las herraduras sobre la tierra.
Lan aminoró de golpe la marcha y luego hizo detener la comitiva. Rand no sabía a ciencia cierta durante cuánto tiempo habían galopando, pero sentía un leve dolor en las piernas de tanto aferrarse a la silla. Más adelante, en la penumbra, relucían chispas luminosas, como ni hubiese una procesión de luciérnagas en algún punto de la arboleda.
Rand frunció el entrecejo al advertir, con estupor, las luces y después abrió de pronto los labios a causa de la sorpresa. Las luciérnagas eran ventanas, las ventanas de las casas que cubrían las laderas y la cima de una colina. Era la Colina del Vigía. Apenas podía creer que se encontrasen tan lejos. Probablemente habían viajado a la velocidad más elevada con que se había recorrido nunca aquel trecho. Rand y Thom desmontaron, siguiendo el ejemplo de Lan. Nube permanecía con la cabeza gacha y los flancos palpitantes. El sudor, casi imperceptible en los humeantes costados, empapaba el cuello y las espaldas del rucio. Rand pensó que Nube ya no podría llevar a nadie sobre su lomo aquella noche.
—Por más deseos que tenga de dejar atrás estos pueblos —anunció Thom—, un descanso de unas horas no sería descabellado. Hemos tomado bastante delantera, sin duda, para poder permitírnoslo.
Rand se estiró, apretándose la espalda con los nudillos.
—Si vamos a pasar el resto de la noche en la Colina del Vigía, tanto da continuar hasta allí.
Una vagabunda ráfaga de viento trajo consigo un fragmento de canción del pueblo y olores a comida que le hacían la boca agua. Todavía estaban celebrando festejos en la Colina del Vigía. Allí no habían irrumpido los trollocs para enturbiar el Bel Tine. Rand miró a Egwene. Estaba inclinada sobre Bela, desplomada de cansancio. Los otros descendían de sus monturas, con profusión de suspiros y desentumecimientos de músculos doloridos. El Guardián y la Aes Sedai eran los únicos que no daban muestras de fatiga.
—No me vendrían mal unas canciones —dijo cansinamente Mat—. Y a lo mejor un arrollado de cordero bien caliente en el jabalí Blanco. —Tras una pausa, añadió— nunca he ido más lejos de la Colina del Vigía. El jabalí Blanco no es ni la mitad de bueno que la Posada del Manantial.
—El jabalí Blanco no es tan malo —intervino Perrin—. Yo también me tomaré un arrollado de cordero, y varias tazas de té caliente para quitarme el frío de los huesos.
—No podemos detenernos hasta no haber cruzado el Taren —dijo con sequedad Lan—. No por espacio de más de unos minutos.
—Pero los caballos —arguyó Rand—van a caer reventados si los forzamos a correr más esta noche. Moraine Sedai, seguro que vos…
La había percibido vagamente, moviéndose entre los caballos, sin prestar realmente atención a lo que hacía. Entonces pasó rozándolo y posó sus manos sobre Nube. Rand guardó silencio. El rucio agitó de súbito la cabeza, casi a punto de tirar de las riendas que retenía Rand en las manos. El animal caracoleó, tan inquieto como si hubiera permanecido una semana encerrado en el establo. Sin pronunciar palabra alguna, Moraine se acercó a Bela.
—No sabía que pudiera hacer eso —musitó Rand al oído de Lan, con las mejillas encendidas.
—Al menos tú debieras haberlo sospechado —replicó el Guardián—. Ya viste lo que hizo con tu padre. Ella se encargará de hacer desaparecer el cansancio, primero el de los caballos y después el vuestro.
—El nuestro. ¿A vos no?
—A mí no, pastor. No lo necesito, todavía no. Y tampoco ella. Lo que puede hacer por los demás, no es capaz de hacerlo para sí misma. Sólo uno de nosotros cabalgará presionado por la fatiga. Mejor será confiar en que no quede demasiado exhausta antes de que lleguemos a Tar Valon.
—¿Demasiado exhausta para qué? —preguntó Rand al Guardián.
—Estabas en lo cierto respecto a Bela —dijo Moraine, de pie junto a la yegua—. Es fuerte y posee el mismo grado de testarudez que la gente de Dos Ríos. Aunque parezca extraño, tal vez sea la que mejor ha resistido la carrera.
Un alarido desgarró la oscuridad, un sonido semejante al grito de agonía de un hombre acuchillado, al tiempo que unas alas se abatían sobre el grupo. Los caballos se encabritaron y relincharon presas del pánico.
El aire producido por el batir de las alas del Draghkar le dio a Rand igual sensación que el contacto del fango, como si se hubiera sumido en la malsana lobreguez de una pesadilla. No tuvo tiempo para ganar conciencia del miedo, pues Nube se enderezó con un relincho y se revolvió frenético como si quisiera zafarse de algo. Colgado de las riendas, Rand perdió pie y se vio arrastrado por el suelo, mientras el gran rucio bramaba como si los lobos le abrieran a dentelladas los jarretes.
De algún modo logró mantener aferrado el ronzal y, apoyándose en la mano libre y en las piernas, se incorporó y comenzó a andar con pasos bruscos y vacilantes para prevenir ser arrastrado de nuevo. Su respiración era un jadeo entrecortado y desesperado. No podía dejar escapar a Nube. Alzó una mano frenética, que cerró en la brida. Nube se encabritó, izándolo en el aire; Rand quedó suspendido, indefenso, aguardando contra toda expectativa a que el caballo se apaciguase.
El impacto sobre el suelo le hizo chirriar los dientes; sin embargo, el rucio se paró de improviso, con el hocico palpitante, los ojos danzando en círculo y las piernas rígidas y temblorosas. Rand también temblaba, pero ya no pendía de la brida. «El susto lo habrá enloquecido», pensó. Inspiró espasmódicamente, tres o cuatro veces, y sólo entonces estuvo en condiciones de mirar a su alrededor y ver lo que había sucedido a los demás.
El caos reinaba en todo el grupo. Agarraban las riendas para contener respingos, trataban en vano de calmar los empavorecidos caballos, que tiraban de ellos en un amasijo de correas y cuerpos. Únicamente dos de ellos parecían no tener problemas con sus monturas. Moraine se hallaba sentada sobre su yegua blanca, la cual se hacía delicadamente a un lado para alejarse de la confusión como si no ocurriese nada fuera de lo habitual. De pie, Lan escrutaba el cielo, con la espada en una mano y las riendas en la otra, mientras el esbelto semental negro permanecía impasible a su lado.
Los sonidos de alborozo procedentes de la Colina del Vigía habían enmudecido. La gente del pueblo debía de haber oído también el grito. Rand estaba seguro de que escucharían durante un rato y tal vez buscarían su origen, pero que al poco retomarían la jovialidad. Pronto olvidarían el incidente, enterrando su memoria con canciones, comida, danzas y diversión. Quizás al tener noticias de lo acaecido en el Campo de Emond algunos lo recordarían, preguntándose qué relación podía tener con aquello. Un violín dejó oír sus notas y, tras un momento, una flauta se unió a él; el pueblo reemprendía los festejos.
—¡Montad! —ordenó con sequedad Lan, antes de Envainar la espada y saltar sobre el semental—. El Draghkar no habría evidenciado su presencia sin haber informado antes al Myrddraal de nuestros movimientos. —Otro estridente graznado llegó a sus oídos desde las alturas, más quedo esta vez, pero no menos siniestro. La música se interrumpió una vez más en la Colina del Vigía—. Ahora está rastreándonos e indica nuestra posición al Semihombre. No debe de estar muy lejos.
Los caballos, con renovado vigor y asustados, caracoleaban en su intento de zafarse de quienes querían montarlos. Profiriendo maldiciones, Thom Merrilin fue el primero en subir a lomos de su montura, pero los otros no tardaron en conseguirlo también. Todos menos uno.
—¡Corre, Rand! —gritaba Egwene. El Draghkar dejó oír de nuevo su agudo alarido y Bela avanzó unos pasos antes de que ella pudiera refrenarla—. ¡Corre!
Con un sobresalto, Rand advirtió que en lugar de tratar de montar había permanecido inmóvil, escrutando el cielo en un vano intento de localizar el origen de aquellos espantosos chillidos. Y, lo que era más, con igual inconsciencia había desenfundado la espada de Tam como si quisiera esgrimirla contra la alada criatura.
Su rostro se tañó de rubor. Agradeció la oscuridad de la noche que lo encubría. Con una mano ocupada en las riendas, envainó con torpeza la hoja mientras dirigía una rápida mirada a los demás. Moraine, Lan y Egwene tenían los ojos fijos en él, aun cuando no acertaba a valorar cuánto podían distinguir a la luz de la luna. Los otros parecían demasiado absortos en mantener el control de sus monturas para dedicarle cualquier tipo de atención. Puso una mano en la perilla y alcanzó la silla de un salto, como si lo hubiera hecho de manera semejante durante toda su vida. Si alguno de sus amigos había advertido la espada, sin duda lo traerían a colación más tarde. Ya tendría entonces tiempo para preocuparse de ello.
Tan pronto como hubo montado, partieron otra vez al galope y ascendieron por el camino la suave colina. Los perros ladraron en el pueblo; su presencia no fue del todo inadvertida. «O tal vez los perros hayan notado el olor de los trollocs», pensó Rand. Los ladridos y las luces del pueblo se desvanecieron rápido tras ellos.
Cabalgaron en pelotón, con los caballos a punto de precipitarse unos sobre otros en su carrera. Lan les ordenó separarse, pero nadie quería estar apartado en lo más mínimo en medio de la noche. Un nuevo grito se cernió sobre ellos y el Guardián cedió, permitiéndoles avanzar apiñados.
Rand se encontraba detrás de Moraine y Lan, dado que el rucio persistía en su afán de colocarse a la altura del semental del Guardián y la grácil yegua de la Aes Sedai. Egwene y el juglar cabalgaban a ambos lados, mientras sus amigos se arracimaban tras de ellos. Nube, espoleado por los gritos del Draghkar, corría de tal manera que a Rand le habría sido imposible contenerlo aunque lo hubiera deseado y, sin embargo, no lograba ganar ni un paso a los dos caballos que iban en cabeza.
El graznido del Draghkar sonaba como un desafío en la noche.
La valiente Bela corría con el cuello estirado y la cola y la crin elevadas en el aire, sin perder un palmo de terreno respecto a los demás caballos. «La Aes Sedai debe de haberle hecho algo más aparte de quitarle el cansancio».
El semblante de Egwene aparecía sonriente e imbuido de excitación bajo la luz de la luna. Su trenza ondeaba como las crines de los caballos, y el brillo de sus ojos —Rand estaba convencido de ello—no era adjudicable por entero al reflejo de la luna. Permaneció boquiabierto a causa de la sorpresa hasta que un insecto que había tragado le provocó un acceso de tos.
Lan debió de haber formulado una pregunta, puesto que Moraine gritó de pronto entre el sonado del viento y el repiqueteo de herraduras:
—¡No puedo! Y menos sobre el lomo de un caballo al galope. Es muy difícil matarlos, incluso cuando están al alcance de la vista. Debemos correr y no perder la esperanza.
Cabalgaban a rienda suelta entre un jirón de niebla delgado que no sobrepasaba la altura de las rodillas de los caballos. Nube avanzaba veloz, hollándola, y Rand parpadeó, asombrado, preguntándose si no sería aquello producto de su imaginación. A buen seguro, la noche era demasiado fría para que se formaran nieblas. Otro retazo de niebla de un gris deshilachado, mayor que el anterior, se materializó de repente a su lado. Había ido aumentando de volumen, como si la neblina brotase del suelo. Por encima de ellos, el Draghkar gritaba enfurecido. La bruma rodeó a los jinetes durante un breve momento y luego desapareció para formarse de nuevo y difuminarse tras ellos. El gélido vapor dejó su marca de fría humedad en el rostro y en las manos de Rand. Después se alzó ante ellos una pared de color gris pálido que los envolvió de golpe y amortiguó, con su densidad, el sonado de los cascos y los chillidos emitidos por encima de sus cabezas. Rand sólo alcanzaba a distinguir los contornos de Egwene y Thom Merrilin, que se hallaban a su lado.
Lan no aminoró el paso.
—Sólo hay un lugar al que podemos dirigirnos —dijo, con voz que sonaba hueca e imprecisa.
—Los Myrddraal son astutos —replicó Moraine—. Utilizaré su propia sagacidad contra él.
La pizarrosa bruma oscurecía cielo y tierra a un tiempo, de manera que los jinetes, convertidos ellos mismos en sombras, parecían flotar entre nubes nocturnas. Incluso las patas de sus caballos se habían tornado inasequibles a su vista.
Rand se revolvía en la silla; se encogía como si quisiera esquivar la gélida neblina. La noción de que Moraine podía crear prodigios, o el mismo hecho de haberlo constatado con sus propios ojos, era una cosa, pero tener que soportar que tales creaciones le dejaran la piel humedecida por completo era algo distinto. Al caer en la cuenta, asimismo, de que contenía la respiración, se insultó para sus adentros con diez improperios con significado similar al de idiota. No podía cubrir todo el trecho hasta el Embarcadero de Taren sin respirar. Ella había aplicado el Poder Único en beneficio de Tam, curándolo, al parecer. Con todo, debía obligarse a inspirar y espirar aquel aire pesado que, aunque frío, no difería por lo demás del de cualquier otra noche con niebla. Procuraba, sin gran éxito, convencerse a sí mismo de ello.
Lan los instó a permanecer juntos ahora, de modo que cada uno pudiera distinguir los contornos del resto en aquel húmedo y escarchado envoltorio gris. Aun así, el Guardián no mitigó la vertiginosa carrera de su semental. Uno al lado del otro, Lan y Moraine abrían la marcha a través de la niebla como si pudieran ver con claridad el terreno que se extendía ante ellos. Los demás no tenían más remedio que confiar en ellos y seguirlos. Y mantener la esperanza.
Mientras galopaban, los penetrantes gritos se fueron desvaneciendo poco a poco hasta enmudecer; sin embargo, aquello les proporcionó tan sólo un leve alivio. No podían percibir los bosques ni las granjas, la luna ni el camino. Los perros todavía ladraban, con voz cavernosa y distante en medio de la neblina gris, cuando pasaban cerca de las casas, pero no se advertía ningún otro sonido aparte del monótono entrechocar de las herraduras de los caballos. Nada cambiaba en el interior de aquel abrigo ceniciento. Nada aportaba indicios del transcurso del tiempo excepto el creciente dolor en los muslos y en la espalda.
Debían de haber pasado horas, Rand estaba convencido de ello. Había tenido tanto rato las manos cerradas sobre las riendas que no estaba seguro de poder soltarlas e incluso abrigaba dudas respecto a si sería capaz de volver a caminar erguido. Miró atrás sólo una vez. Las sombras atravesaban las nieblas a su espalda, pero no acertaba siquiera a precisar su número, o si realmente eran las siluetas de sus amigos. El frío y la humedad le empapaban la capa, la chaqueta y la piel, penetrando hasta sus huesos, o al menos ésa era la impresión recibida. Solamente el choque del aire en su rostro y el impulso del caballo debajo de él eran prueba de que en verdad se movía.
—Despacio —indicó Lan—. Tirad de las riendas.
Rand estaba tan estupefacto que Nube se abrió paso entre Lan y Moraine, continuó su marcha por espacio de más de diez pasos hasta que logró hacer detener al gran ruano, y tendió la mirada en derredor.
A ambos costados se proyectaban casas en la niebla, casas extrañamente altas a los ojos de Rand. Nunca hasta entonces había contemplado ese lugar, pero había oído describirlo. La altura de los edificios se debía a los elevados cimientos de piedra rojiza, necesarios cuando el deshielo primaveral en las Montañas de la Niebla hacían desbordar los márgenes del Taren. Habían llegado al Embarcadero de Taren.
Lan se le adelantó al trote con su caballo de combate.
—No tengas tanta prisa, pastor.
Desconcertado, Rand retomó su posición sin dar explicación alguna, al tiempo que la comitiva se adentraba en el pueblo. Tenía el semblante ruborizado y, por el momento, se congratuló de la neblina que lo encubría.
Un perro solitario, invisible en la fría neblina, les ladró, furioso, y luego se alejó. De vez en cuando se encendía una luz en una ventana, mientras se desperezaba algún lugareño madrugador. Aparte de los ladridos, sólo el sonido de los apagados pasos de los caballos enturbiaba el silencio de las postrimerías de la noche.
Rand había conocido a poca gente del Embarcadero de Taren. Trató de rememorar lo poco que sabía acerca de ellos. Raras veces se aventuraban a viajar a lo que ellos denominaban «los pueblos de más abajo», y casi siempre lo hacían con la nariz levantada, como si olieran algo desagradable. Los pocos con quienes había trabado conocimiento tenían nombres raros, como «Cima de la Colina» y «Bote de Piedra». Los habitantes del Embarcadero de Taren poseían, ante todo, fama de ser gente astuta y embaucadora. «Si estrechas las manos de un hombre del Embarcadero de Taren», decía la gente, «cuenta después los dedos de tu mano».
Lan y Moraine se pararon ante una elevada y oscura casa que tenía idéntico aspecto que cualquiera de las otras de la población. La niebla se agitaba en torbellinos en torno al Guardián, como si fuera humo, al descender éste de su montura y subir las escaleras que conducían a la puerta, situada a la misma altura que sus propias cabezas. Arriba, Lan aporreó la madera con el puño.
—Creía que quería pasar inadvertido —murmuró Mat.
Lan continuó llamando. Una luz apareció en la ventana de la casa vecina y alguien gritó enfurecido, pero el Guardián siguió golpeando la puerta.
De repente ésta se abrió y apareció un hombre vestido con una camisa de noche que le llegaba hasta los desnudos tobillos. Una lámpara de aceite en una de sus manos iluminaba los angulosos rasgos de su rostro enjuto. Separó los labios con ademán hosco, pero entonces giró la cabeza para escrutar entre la niebla con ojos desorbitados.
—¿Qué es esto? —barbotó—. ¿Qué es esto?
Gélidas espirales grises se enroscaban para penetrar en el umbral, y el hombre retrocedió precipitadamente unos pasos.
—Maese Alta Torre —dijo Lan—, vos sois la persona que preciso. Queremos atravesar el río en vuestro trasbordador.
—En su vida ha visto una torre alta —rió entre dientes Mat.
Rand hizo señas a su amigo para que guardara silencio, pues el personaje de rostro anguloso había elevado la lámpara y los miraba con suspicacia.
Pasado un minuto maese Alta Torre replicó con enfado:
—El trasbordador funciona durante el día, nunca por la noche, y menos con una niebla como ésta. Volved cuando el sol se haya levantado y haya escampado la bruma.
Hizo ademán de volverse, pero Lan lo agarró por la muñeca. El barquero abrió indignado la boca. El oro resplandeció a la luz de la lámpara mientras el Guardián contaba una a una las piezas que depositaba en la palma de la mano de maese Alta Torre. Éste se mordía los labios, al tiempo que tintineaban las monedas y su cabeza se inclinaba milímetro a milímetro hacia su mano, como si no pudiera dar crédito a lo que veía.
—Y después —prometió Lan—, igual cantidad cuando nos encontremos a resguardo en la otra orilla. Pero partimos ahora mismo.
—¿Ahora? —El barquero se mordió el labio inferior, movió los pies, se asomó a la noche impregnada de niebla y luego asintió con la cabeza—. De acuerdo. Ahora, soltadme el brazo. Tengo que despertar a los remeros. ¿No creeréis que tiro de la barca yo solo?
—Os espero en el trasbordador —dijo con sequedad Lan—. Sólo durante un rato.
Entonces abrió la mano que aferraba la muñeca de maese Alta Torre. Éste se llevó enseguida el puñado de monedas al pecho, asintió y cerró la puerta con la cadera.