En su interior, la posada era tanto o más bulliciosa de lo que habían pronosticado los sonidos procedentes de ella. El grupo proveniente de Campo de Emond entró por la puerta trasera y avanzó detrás de maese Fitch, cruzándose con un constante reguero de hombres y mujeres con largos delantales, que llevaban en alto platos de comida y bandejas con bebidas. Los camareros murmuraban rápidas excusas, pero no aminoraban su marcha. Maese Fitch impartió rápidas órdenes a uno de ellos, que tras escucharlo desapareció a la carrera.
—La posada está a punto de rebosar, me temo —explicó el posadero a Moraine—. Casi hasta el ático. Todos los establecimientos de la ciudad están igual. Con el invierno que acabamos de pasar, tan pronto como hubo despejado lo suficiente, nos vimos inundados…, sí, ésta es la palabra exacta, por los trabajadores de las minas y los fundidores; y todos llegaron contando las más horribles experiencias. Lobos y aún cosas peores, el tipo de cuentos que suelen relatar los hombres que han permanecido confinados todo el invierno. No creo que haya quedado ni uno solo allá arriba, de tantos que han venido aquí. Pero no os preocupéis. Quizás estaréis un poco apretados, pero haré cuanto sea posible por vos y maese Andra; y por vuestros amigos, claro está…
Examinó con curiosidad a Rand y a los otros, cuyo atuendo, a excepción del de Thom, indicaba a las claras su condición de campesinos. La capa de juglar de Thom, no obstante, tampoco lo marcaba como a un idóneo compañero de viaje para «la señora Alys» y «maese Andra».
—Haré cuanto esté a mi alcance para proporcionaros un confortable reposo.
Rand miraba en torno a sí para evitar que la servidumbre topara con él, aunque no parecía que esta circunstancia fuera a suceder. Comparaba aquel ir y venir con la Posada del Manantial, que regentaban maese al’Vere y su mujer, ayudados sólo a veces por sus hijas.
Mat y Perrin estiraban intrigados el cuello en dirección a la sala principal, la cual despedía oleadas de risas, cantos y gritos joviales cada vez que se abría la puerta del rellano. El Guardián, tras murmurar algo acerca de enterarse de noticias, desapareció por aquella puerta, engullido por la algarabía.
Rand habría deseado ir tras él, pero aún deseaba con más fuerza tomar un baño. Le habría complacido estar con gente y compartir las risas en aquel momento, mas pensó que los huéspedes lo acogerían mejor cuando se hubiera lavado. Mat y Perrin se hallaban, al parecer, en idéntica disyuntiva; Mat se rascaba de forma subrepticia.
—Maese Fitch —dijo Moraine—, tengo entendido que hay Hijos de la Luz en Baerlon. ¿Existe la posibilidad de que haya disturbios?
—Oh, no os inquietéis por ellos, señora Alys. Continúan utilizando sus mismas estratagemas. Pretenden que hay una Aes Sedai en la ciudad. —Moraine arqueó una ceja y el posadero extendió sus regordetas manos—. No os preocupéis. Ya lo han intentado otras veces. No hay ninguna Aes Sedai en Baerlon, y el gobernador lo sabe. Los Capas Blancas creen que si les mostrasen a una Aes Sedai, a alguna mujer que ellos digan que es una Aes Sedai, la gente los dejaría entrar en las murallas. Bueno, supongo que algunos así lo harían. Unos cuantos lo harían, pero casi todo el mundo es consciente de lo que buscan los Capas Blancas y está de acuerdo con el gobernador. Nadie desea que se infiera daño a alguna anciana indefensa sólo para que los Hijos tengan una excusa para provocar alborotos.
—Me alegra oíros decir eso —repuso con sequedad Moraine. Luego puso una mano sobre el brazo del posadero—. ¿Se encuentra Min aquí, todavía? Me gustaría hablar con ella, si está.
Rand no pudo escuchar la respuesta de maese Fitch debido a la llegada de los sirvientes que los condujeron a los baños. Moraine y Egwene desaparecieron detrás de una mujer entrada en carnes, de sonrisa pronta, que iba cargada de toallas. El juglar, Rand y sus amigos siguieron a un delgado individuo de pelo oscuro, llamado Ara.
Rand trató de preguntarle cómo era Baerlon, pero el hombre apenas pronunció dos palabras seguidas excepto para comentar que Rand tenía un raro acento, y luego, a la vista de la cámara de baño, Rand abandonó todo pensamiento ajeno a ella. Dispuestas en un círculo, había una docena de altas bañeras de cobre sobre el suelo de baldosas, el cual se inclinaba ligeramente hacia un desagüe situado en el centro de la gran habitación de paredes de piedra. Junto a cada uno de los recipientes, había un taburete con una tupida toalla, cuidadosamente doblada, y una gran pastilla de jabón amarillo, y al lado de uno de los muros pendían varios calderos humeantes sobre crepitantes fuegos. En la pared de enfrente, los troncos que ardían en una profunda chimenea contribuían a caldear la estancia.
—Casi tan perfecto como en la Posada del Manantial —concedió lealmente Perrin, aunque sin hacer gran honor a la verdad.
Thom soltó una carcajada y Mat unas risitas.
—Parece como si nos hubiéramos traído a uno de los Coplin y no nos hubiéramos ni enterado.
Rand se deshizo de la capa y se quitó el resto de la ropa, mientras Ara llenaba cuatro bañeras. Los demás no tardaron en elegir la suya. Una vez apilada su indumentaria sobre los taburetes, Ara les llevó un gran cubo de agua caliente y un cazo, hecho lo cual se sentó junto a la puerta. Apoyó la espalda en la pared con los brazos cruzados, y se sumió, al parecer, en sus propias cavilaciones.
La conversación fue casi inexistente mientras se frotaban y regaban con cazos de humeante agua la suciedad acumulada durante una semana. Después se introdujeron en las bañeras; Ara había calentado lo bastante el agua como para convertir la operación en un proceso lleno de voluptuosos suspiros. La atmósfera de la habitación se volvió húmeda y caliente. Durante un rato, no se oyó más sonido que alguna exhalación relajada al distender los músculos y desprenderse del frío en los huesos que habían estado a punto de creer permanente.
—¿Necesitáis algo? —preguntó de pronto Ara. No estaba en condiciones de hablar mucho del acento de la gente, pues él mismo y maese Fitch masticaban las palabras como si tuvieran la boca llena de gachas—. ¿Más toallas o más agua caliente?
—Nada —respondió Thom con su voz resonante. Con los párpados bajados hizo ondear con indolencia la mano—. Id y disfrutad de la noche. Más tarde, me ocuparé de que recibáis una recompensa más que adecuada por vuestros servicios. —Se hundió más en la bañera, hasta que el agua lo cubrió por entero, salvo los ojos y la nariz.
Ara posó la mirada en los taburetes situados detrás de las bañeras, donde se hallaban su ropa y equipaje. Percibió el arco, pero su vista se fijó con más detalle en la espada de Rand y el hacha de Perrin.
—¿Hay problemas por allá abajo, también? —inquirió de improviso—. ¿En los Ríos o como se llame?
—Dos Ríos —aclaró Mat, pronunciando distintamente las palabras—. Es Dos Ríos, y, por lo que respecta a los problemas…
—¿Qué significa eso de también? —preguntó Rand—. ¿Tenéis problemas aquí?
Perrin, satisfecho con el baño, murmuraba:
—¡Estupendo! ¡Estupendo!
Thom se enderezó levemente y abrió los ojos.
—¿Aquí? —bufó Ara—. ¿Problemas? El hecho de que los mineros se peleen a puñetazos en la calle al atardecer no tiene gran importancia, ni… —Guardó silencio durante un momento, mientras los observaba—. Yo me refería a algo como lo de Ghealdan —dijo por fin—. No, supongo que no. Sólo hay corderos allá en el campo, ¿no? Sin ánimo de ofensa. Sólo quería decir que es una zona apacible. De todas maneras, éste ha sido un invierno muy raro. Han pasado cosas muy extrañas en las montañas. El otro día oí decir que habían visto trollocs allá en Saldaea. Pero eso está en las tierras fronterizas, claro —añadió con la boca todavía abierta, que cerró de golpe, como si estuviera sorprendido de haber dicho tantas cosas.
Rand, que se había puesto en guardia a la mención de los trollocs, trató de disimularlo llevándose una toallita a la cabeza. Al continuar hablando el hombre, recobró el aplomo, pero no todos mantuvieron la misma discreción.
—¿Trollocs? —dijo, riéndose, Mat. Rand lo salpicó, pero Mat se limitó a enjugarse sonriente el agua de la cara—. Pues permitidme que os cuenta algo acerca de los trollocs.
Thom se apresuró a tomar la palabra.
—Mejor sería que no. Estoy un poco cansado de que repitas mis propios cuentos por ahí.
—Él es juglar —explicó Perrin.
—Ya he visto la capa —apuntó Ara con gesto desdeñoso—. ¿Vais a dar una función?
—Un momento —protestó Mat—. ¿Qué es eso de que yo repito las historias de Thom? ¿Estáis todos…?
—Lo que ocurre es que no las cuentas tan bien como él —lo atajó Rand precipitadamente.
—No paras de inventar cosas y, en lugar de mejorarlas, las dejas peor aún —agregó Perrin.
—Y lo lías todo —concluyó Rand—. Es mejor que dejes ese asunto a cargo de Thom.
Hablaban todos tan deprisa que Ara los miraba estupefacto. Mat miraba también de un lado a otro, como si los demás se hubieran vuelto locos de repente. Rand consideraba la posibilidad de abalanzarse sobre él para taparle la boca.
La puerta se abrió de un bandazo, dando paso a Lan, con su capa marrón colgada del hombro, y a una racha de aire frío que disipó momentáneamente el vapor.
—Bien —dijo el Guardián, frotándose las manos—, estaba anhelando tomar un baño. —Ara cogió un cubo, pero Lan le indicó que se alejara—. No, ya me ocuparé yo de ello.
Después de dejar la capa en uno de los taburetes, despachó al sirviente de la sala, a pesar de las protestas del hombre, y cerró con firmeza la puerta tras él. Aguardó un momento allí con la cabeza erguida para escuchar y, cuando se volvió hacia ellos, clavó una fiera mirada en Mat y habló con voz dura.
—Ha sido una suerte que haya llegado en el momento en que lo he hecho, granjero. ¿Es que no escuchas lo que te dicen?
—Yo no he hecho nada —arguyó Mat—. Sólo le iba explicar lo de los trollocs, no lo de… —Se detuvo, retrayéndose ante los ojos del Guardián, reclinado contra la bañera.
—No hables de trollocs —le prohibió con severidad Lan—. Ni siquiera pienses en trollocs. Con un airado bufido, comenzó a llenar la bañera. Rayos y truenos, harías mejor en recordarlo: el Oscuro dispone de ojos y oídos en los lugares donde menos lo esperas. Y si los Hijos oyeran que los trollocs van tras de ti, estarían ansiosos por ponerte las manos encima. Para ellos, sería lo mismo que acusarte de ser un Amigo Siniestro. Puede que no estés acostumbrado a ello, pero, hasta que lleguemos a nuestro destino, mantente en raya a menos que la señora Alys o yo te indiquemos lo contrario.
Mat parpadeó al advertir el énfasis con que pronunciaba el falso nombre de Moraine.
—Hay algo que ese hombre no ha querido decirnos —comentó Rand—.Algo preocupante, pero no ha dicho qué era.
—Probablemente los Hijos —apuntó Lan, echando más agua caliente en el recipiente—. A la mayoría de la gente le inquieta su presencia. Sin embargo, algunos no reaccionan de igual modo, y no os conocía lo suficiente como para arriesgarse a expresar su parecer. Por lo que él sabe acerca de vosotros, hasta habríais podido salir corriendo a delatarlo a los Capas Blancas.
Rand sacudió la cabeza; aquel lugar auguraba ser aún mucho peor que el Embarcadero de Taren.
—Ha dicho que había trollocs en…, en Saldaea, ¿no es así? —informó Perrin.
Lan arrojó de golpe el cubo vacío en el suelo.
—No vais a parar de hablar de eso, ¿eh? Siempre ha habido trollocs en las tierras fronterizas, herrero. Que se te quede bien en la cabeza: no queremos llamar más la atención que si fuésemos unos ratones que se han colado en un campo. Concéntrate en eso. Moraine quiere llevaros sanos y salvos a Tar Valon y yo me encargaré de ello de ser posible, pero como le ocasionéis algún daño a ella…
El resto del baño y la reposición de la ropa se efectuó en el más absoluto silencio.
Cuando salieron de la habitación, Moraine se hallaba de pie al fondo de la entrada junto a una muchacha delgada, poco más alta que ella. Al menos, Rand creyó que era una muchacha, pese a que llevaba el pelo corto y camisa y pantalones de hombre. Al decirle algo Moraine, la chica los miró atentamente; luego hizo un gesto afirmativo en dirección a la Aes Sedai y se apresuró a irse.
—Bueno, veamos —dijo Moraine—, estoy convencida de que el baño os ha abierto el apetito. Maese Fitch nos ha cedido un comedor privado.
Después de volverse para conducirlos, continuó hablando de temas intrascendentes: sobre sus dormitorios, cómo rebosaba de gente la ciudad y las expectativas del posadero de que Thom honrase a sus huéspedes con un poco de música y un par de historias. En cambio, no hizo mención de la muchacha, en el supuesto de que de veras lo fuese.
El comedor privado tenía una mesa de roble pulida, alrededor de la cual había una docena de sillas, y una espesa alfombra en el suelo. Cuando entraron, Egwene, que llevaba el cabello recién lavado peinado sobre los hombros, se volvió junto a la chimenea, donde había permanecido calentándose las manos. Rand había tenido ocasión de sobra de reflexionar durante el tenso silencio producido en la sala de baño. Las constantes admoniciones de Lan para que no confiaran en nadie, y especialmente el propio recelo que Ara había mostrado respecto a ellos, le habían hecho considerar hasta qué punto se hallaban aislados. Por lo visto, no podían contar más que consigo mismos y, además, no estaba del todo seguro de poder entregarse en manos de Moraine o Lan. Estaban solos consigo mismos. Y Egwene continuaba siendo Egwene. Moraine afirmaba que le hubiera ocurrido de todos modos, el hecho de acceder a la Fuente Verdadera. Ella no poseía control sobre ello, lo cual significaba que tampoco era responsable. Y todavía era Egwene.
Abrió la boca con intención de disculparse, mas Egwene le volvió la espalda con gesto envarado sin darle tiempo a pronunciar palabra alguna. Mirándole la espalda con gesto taciturno, contuvo lo que había estado a punto de decir. «De acuerdo, pues. Si quiere comportarse de este modo, no hay nada que yo pueda hacer para evitarlo».
Maese Fitch irrumpió en la estancia seguido de cuatro mujeres con delantales blancos tan largos como el suyo, que llevaban tres pollos asados en una fuente, recipientes de plata y arcilla y escudillas cubiertas. Las mujeres comenzaron a poner la mesa, mientras el posadero dedicaba una reverencia a Moraine.
—Excusadme, señora Alys, por haceros esperar de este modo, pero con la cantidad de gente que hay en la posada, es un milagro que lleguemos a servirlos a todos. Me temo que la comida no sea lo que debiera ser, tampoco. Sólo los pollos, nabos y guisantes, con un poco de queso después. No, no es lo que debiera ser. De veras lo siento.
—Un banquete —replicó Moraine—. Para estos azarosos tiempos, es un auténtico banquete, maese Fitch.
El posadero esbozó una nueva reverencia. Sus finos cabellos, que apuntaban en todas direcciones como si estuviera mesándoselos de forma constante, conferían cierto aire cómico a su gesto, pero su sonrisa era tan agradable que cualquiera que riese, reiría con él, en lugar de mofarse de su aspecto.
—Gracias, señora Alys. Muchas gracias. —Al enderezarse, arrugó el entrecejo y limpió una imaginaria mota de polvo de la mesa con la esquina del delantal—. No es lo que os habría presentado hace un año, por supuesto. Ni de cerca. El invierno, sí, el invierno. Mi despensa está vaciándose y no hay apenas nada en los mercados. ¿Y quién puede echar la culpa a los campesinos? ¿Quién? Con franqueza, no puede predecirse cuándo volverán a obtener otra cosecha. Es del todo imprevisible. Son los lobos, que se llevan los corderos y los terneros que deberían ir a parar a los comedores de la gente, y…
De pronto, pareció caer en la cuenta de que aquél no era el tipo de conversación que debía ofrecer a un comensal.
—Cómo me embrollo. Me estoy convirtiendo en un viejo alelado, sí señor. Mari, Cinda, dejad comer en paz a esta buena gente. —Despachó con un gesto a las mujeres y, al precipitarse éstas a salir de la habitación, realizó una nueva inclinación dedicaba a Moraine—. Espero que disfrutéis de la comida, señora Alys. Si necesitáis algo, hacédmelo saber y os lo traeré. Es un placer serviros a vos y a maese Andra. Un placer. —Esbozó una reverencia aún más profunda y se marchó, cerrando con suavidad la puerta tras sí.
Lan había permanecido apoyado en la pared mientras tanto, como si estuviera medio adormecido. Entonces enderezó la cabeza y, después de plantarse en la puerta en dos zancadas, pegó la oreja a uno de sus batientes y aguzó el oído. Al cabo de un instante, abrió y asomó la cabeza.
—Se han ido —dijo finalmente—. Podemos hablar con tranquilidad.
—Ya sé que, según nos aconsejáis, no debemos fiarnos de nadie —observó Egwene—, pero, si sospecháis del posadero, ¿por qué os albergáis aquí?
—No sospecho de él más que de cualquier otra persona —respondió Lan—. Lo cierto es que, hasta que lleguemos a Tar Valon, no voy a depositar mi confianza en nadie y, aun allí, bajaré la guardia sólo parcialmente.
Rand esbozó una sonrisa, en la creencia de que el Guardián hablaba en broma, pero entonces advirtió que no había ni la más mínima traza de humor en el semblante de Lan. Decía en serio que desconfiaría de los habitantes de Tar Valon. ¿Existía, pues, algún lugar seguro?
—Exagera —intervino Moraine con la intención de calmarlos—. Maese Fitch es un buen hombre, honesto y leal. Pero le gusta hablar, y con la mejor intención del mundo podría revelar algo a oídos de la persona menos indicada. Y yo nunca me he albergado en una posada donde la mitad de las doncellas no escucharan detrás de la puerta y dedicaran más tiempo a las habladurías que a hacer las camas. Venid, sentémonos antes de que se enfríe la comida.
Tomaron asiento alrededor de la mesa. Moraine y Lan se situaron a ambos extremos, y durante un momento todo el mundo estaba demasiado absorto en llenarse el plato para hablar. No era tal vez un banquete, pero, tras una semana a pan duro y carne seca, les sabía como a tal.
—¿Qué información has recabado en la sala de huéspedes? —preguntó Moraine al poco.
Los cuchillos y los tenedores se detuvieron en su curso, mientras todos fijaban la mirada en el Guardián.
—Poca cosa halagüeña —repuso Lan—. Avin estaba en lo cierto, al menos por los rumores que he escuchado. En Ghealdan tuvo lugar una gran batalla, de la que Logain salió vencedor. Circulan una docena de versiones al respecto, pero todas coinciden en ese punto.
¿Logain? Aquél debía de ser el falso Dragón. Era la primera vez que Rand oía que alguien le otorgara un nombre a aquel hombre. Por la manera como hablaba, parecía casi que Lan lo conociera en persona.
—¿Las Aes Sedai? —inquirió apaciblemente Moraine.
—No lo sé —respondió Lan—. Unos dicen que perecieron, otros opinan que no. —Emitió un bufido—. Algunos incluso dicen que se pasaron al bando de Logain. No es información de buena tinta y, además, no he osado mostrar demasiado interés.
—Sí, no es nada halagüeño —convino Moraine—. ¿Y qué hay respecto a nuestras propias circunstancias?
—Sobre eso tengo mejores noticias. No ha sucedido nada fuera de lo común, ni hay extraños que puedan ser Myrddraal y mucho menos trollocs. Además, los Capas Blancas están ocupados en soliviantar los ánimos del gobernador Adan debido a su falta de cooperación para con ellos, y no advertirán nuestra presencia a menos que nos demos a conocer.
—Bien —dijo Moraine—. Ello concuerda con lo que ha dicho la doncella del baño. Las habladurías son útiles a veces. Escuchad —añadió, dirigiéndose a la totalidad del grupo—, todavía nos espera un largo camino, pero la semana pasada no ha sido nada placentera, por lo cual propongo que pernoctemos aquí hoy y mañana, y que partamos pasado mañana a primera hora. —Todos los jóvenes dibujaron una sonrisa, regocijados ante la ocasión de contemplar una ciudad por primera vez. Moraine sonrió también, pero preguntó—: ¿Qué opina maese Andra de ello?
Lan miró con severidad los sonrientes rostros.
—Bien, con tal que no olviden mis advertencias, para variar.
Thom emitió un resoplido entre sus bigotes.
—Estos campesinos se pierden en un…, una ciudad. —Resopló de nuevo, y sacudió la cabeza.
Como la posada estaba repleta, sólo pudieron ocupar tres habitaciones, una para Moraine y Egwene y dos para los hombres. A Rand le tocó compartir dormitorio con Lan y Thom, en la parte trasera del cuarto piso, cerca de los aleros, con una única y diminuta ventana que daba al patio. La noche era entrada, y la luz que proyectaba el edificio formaba una mancha en la intemperie. Aquélla era de por sí una habitación pequeña, cuyo espacio quedaba aún más reducido al haber añadido un camastro suplementario para Thom, si bien las tres camas eran estrechas. Y duras, según comprobó Rand al tumbarse sobre la suya. Definitivamente, aquél no era el mejor aposento.
Thom entró para recoger la flauta y el arpa y salió, practicando de antemano majestuosas ademanes. Lan lo acompañó.
Era extraño, pensó Rand mientras se agitaba incómodo en el lecho. Una semana antes se habría precipitado por las escaleras como un loco únicamente ante la posibilidad de ver actuar a un juglar, aunque sólo fuera haciéndose eco de un rumor. No obstante, a lo largo de siete días había escuchado contar historias a Thom cada noche y Thom estaría con ellos al día siguiente, y al otro también, y el baño caliente había relajado tensiones en sus músculos que había llegado a considerar permanentes, a lo cual había que añadir la modorra producida por la primera comida caliente que había tenido ocasión de tomar. Medio adormilado, se preguntó si Lan conocería de veras al falso Dragón, Logain. Un grito amortiguado tronó en la planta baja; era el alborozo producido por la irrupción del juglar en la sala principal, pero Rand ya estaba dormido.
La entrada de piedra se hallaba en penumbra y no había nadie allí salvo Rand. No podía distinguir de dónde provenía la luz, la escasa luz que percibía; las paredes grises estaban desprovistas de velas y lámparas, y no había nada que explicase la existencia del tenue resplandor que parecía surgir de aquel lugar. El aire era estancado y malsano y en algún punto impreciso, a corta distancia, el agua goteaba y producía un ruido sordo acompasado. Fuera lo que fuese, aquello no era la posada. Se frotó la frente. ¿La posada? Le dolía la cabeza y tenía dificultad en hilvanar los pensamientos. Le había asaltado la noción de… ¿una posada? Se había desvanecido, si acaso era aquello.
Se lamió los labios, ansiando algo de beber. Estaba sediento, tenía la lengua seca como un trapo. Fue aquel sonido acuoso lo que lo decidió a avanzar. Sin más referencia que el incesante goteo, caminó impelido por la terrible sed.
La entrada se alargaba sin ningún corredor lateral ni el más mínimo indicio aparente de cambio. Lo único perceptible eran las toscas puertas dispuestas por pares a intervalos regulares, una a cada lado de la pared, con la madera astillada y reseca a pesar de la humedad que impregnaba el aire. Las sombras retrocedían ante él, pero la penumbra persistía idéntica, y el ruido del agua no sonaba más cercano. Pasado un largo rato, resolvió probar en una de aquellas puertas. Esta cedió con facilidad, franqueándole el paso a una oscura estancia de muros de piedra.
Una de las paredes se abría a través de una serie de arcadas a una balaustrada de piedra gris, más allá de la cual había un cielo como jamás había visto uno igual. Nubes estriadas en tonos negros, grises, rojos y anaranjados, agitadas como al impulso de un viento de tormenta, que se deshilachaban y entrelazaban sin cesar. Nadie podía haber contemplado nunca una bóveda celeste semejante, porque ésta no podía formar parte de la realidad.
Apartó los ojos del balcón, pero el resto de la habitación era asimismo desapacible, compuesto de insólitas curvaturas y peculiares ángulos, como si el recinto hubiese sido construido casi de forma fortuita con la piedra que lo albergaba. Las columnas parecían crecer sin margen de separación del suelo gris. En el hogar crepitaban las llamas como la hoguera de una herrería avivada por un fuelle, y, sin embargo, no despedían calor. La chimenea, cuando la miraba de frente, estaba construida por unas extrañas piedras ovaladas, alisadas por la humedad a pesar del fuego, pero cuando las observaba con el rabillo del ojo se le antojaban, por el contrario, rostros, caras de hombres y mujeres desfiguradas por la angustia, que gritaban en silencio. Las sillas de alto respaldo y la refinada mesa que ocupaban el centro de la estancia eran del todo ordinarias, lo cual no hacía más que enfatizar el resto. De la pared pendía un espejo, que nada tenía que ver con la normalidad, puesto que, al mirarlo, sólo advirtió una mancha borrosa en lugar de su propia imagen. Los otros objetos de la habitación se reflejaban fielmente en su superficie, pero no él.
Delante del fuego había un hombre, al cual no había advertido al entrar. Si ello no hubiera sido del todo imposible, habría jurado que no había nadie allí hasta que fijó realmente la mirada en aquel individuo. Ataviado con ropajes de fino corte, aparentaba hallarse en la temprana madurez, y Rand aventuró que las mujeres debían de encontrarlo atractivo.
—Volveremos a vernos las caras una vez más —dijo el hombre, cuya boca y ojos se convirtieron por un instante en aperturas de infinitas cavidades llameantes.
Rand exhaló un alarido y salió precipitadamente de espaldas de la habitación, con tanta fuerza que tropezó en la entrada y se abalanzó contra la puerta de enfrente, abriéndola de golpe. Se volvió, la cogió de la manecilla para no caer al suelo… y se encontró observando con ojos desorbitados una habitación de piedra y un cielo increíble a través de unas arcadas que daban paso a un balcón, y una chimenea…
—No puedes escaparte tan fácilmente de mí —le hizo constatar el hombre.
Rand se giró, y volvió a precipitarse fuera de la estancia, tratando de recobrar la firmeza en sus pasos sin disminuir la velocidad. En aquella ocasión no salió al corredor. Permaneció paralizado, encorvado, a corta distancia de la lujosa mesa, mirando al hombre acodado en la chimenea. Era preferible a mirar las piedras del hogar o el cielo.
—Esto es un sueño —afirmó al incorporarse. Oyó tras de sí el chasquido de la puerta al cerrarse—. Es una especie de pesadilla.
Bajó los párpados, tratando de despertar. Cuando era niño, la Zahorí había dicho que si uno hacía eso en medio de una pesadilla, ésta se disiparía. «¿La… Zahorí?» Si al menos dejaran de escurrírsele los pensamientos, podría pensar correctamente.
Abrió de nuevo los ojos. La habitación permanecía intacta, con la balaustrada y el mismo cielo. Y el hombre junto a la chimenea.
—¿Es un sueño? —preguntó el desconocido—. ¿Acaso importa?
Nuevamente, por un momento, su boca y sus ojos se transformaron en mirillas de un horno que parecía no tener fin. Su voz no se inmutó, como si no advirtiera en absoluto aquel hecho insólito.
Rand se sobresaltó un poco en aquella ocasión, aunque logró, sin embargo, contener un nuevo alarido. «Es un sueño. Tiene que serlo». Con todo, retrocedió hacia la puerta, sin apartar los ojos del individuo apostado al lado del fuego, y accionó la manilla. Esta permaneció inmóvil; habían cerrado la puerta con llave.
—Pareces sediento —dijo el hombre—. Bebe.
Sobre la mesa había una copa de oro resplandeciente adornado con rubíes y amatistas. Ya estaba allí antes. Deseaba poder contener sus sobresaltos. Aquello no era más que un sueño. Tenía la boca reseca. —Sí, un poco —repuso, y cogió la copa.
El hombre se inclinó hacia adelante, con una mano en el respaldo de la silla, y lo observó con atención. El aroma del vino recordó a Rand cuán sediento se hallaba, como si no hubiera bebido nada durante días. «¿Es eso cieno?»
Cuando se llevaba el vino a la boca, detuvo la mano a medio trecho. De entre los dedos del hombre, brotaban de la silla hilillos de humo, y aquellos ojos lo miraban con tanta agudeza, llameando intermitentemente en el transcurso de los segundos…
Rand se lamió los labios y depositó el vino en la mesa, intacto.
—No tengo tanta sed como creía.
El desconocido se puso repentinamente tenso, con semblante inescrutable. Su decepción no habría sido más evidente si hubiera exhalado una maldición. Rand se preguntó qué tendría aquel vino. Pero aquello era una cuestión estúpida, por supuesto. Aquello no era más que un sueño. «¿Por qué no termina, entonces?»
—¿Qué queréis? —inquirió—. ¿Quién sois?
Los ojos y la boca del individuo despidieron bocanadas de llamas, cuyo rugido creyó advertir Rand.
—Algunos me llaman Ba’alzemon.
Rand se encontró de pronto ante la puerta, presionando frenéticamente la manilla. Toda pretensión de sueño se había desvanecido en su mente. El Oscuro. Continuaba forcejeando, a pesar de la inutilidad de su esfuerzo.
—¿Eres tú quien me interesa? —dijo de improviso Ba’alzemon—. No podrás ocultármelo indefinidamente. Ni siquiera eres capaz de zafarte de mí, ni en la más alta montaña ni en la cueva más profunda. Conozco hasta lo más recóndito de ti.
Rand se volvió para encararse a Ba’alzemon. Tragó saliva. Una pesadilla. Volvió a tirar de la manilla una vez más y luego se enderezó.
—¿Abrigas expectativas de gloria? —preguntó Ba’alzemon—. ¿De poder? ¿Te han dicho que el Ojo del Mundo serviría a tus designios? ¿Qué gloria y poder puede alcanzar una marioneta?
Las cuerdas que te mueven a ti vienen creando sus hebras desde hace siglos. Tu padre fue elegido por la Torre Blanca, como un semental atado con un ronzal que es sometido a trabajar. Tu madre no fue más que una yegua de vientre que encajó en sus planes. Y sus planes tenían como cometido tu muerte.
Rand cerró los puños.
—Mi padre es un buen hombre y mi madre era una honrada mujer. ¡No habléis de ellos!
Las llamas crepitaban; parecían reír.
—De modo que no careces de coraje. Tal vez eres tú el elegido. Poco beneficio obtendrás de ello. La Sede Amyrlin te utilizará hasta consumirte, igual que lo hicieron con Davian, Yurian Arco Pétreo, Guaire Amalasan y Raolin Perdición del Oscuro. De la misma manera que están sirviéndose de Logain. Te utilizarán hasta reducirte a la nada.
—No lo sé… —Rand agitó la cabeza a derecha y a izquierda.
Aquel instante de claro discernimiento, forjado por la ira, se había extinguido. Cuando intentaba inspirarlo de nuevo, ya no sabía siquiera cómo lo había logrado. Sus pensamientos giraban incansablemente. Se aferró a uno como a una tabla de salvación y se obligó a expresarlo en voz alta, cobrando aliento a medida que hablaba.
—Vos… estáis confinado… en Shayol Ghul. Vos y todos los Renegados… confinados por el Creador hasta el fin de los tiempos.
—¿El fin de los tiempos? —se mofó Ba’alzemon—. Vives como un escarabajo al amparo de una piedra, en la creencia de que el lodazal que ocupas es el universo. La muerte del tiempo me otorgará poderes tales como no alcanzas a imaginar tú, gusano.
—Vos estáis prisionero…
—¡Insensato, nunca he estado prisionero! —Las llamas emitidas por su rostro rugieron de tal modo que Rand retrocedió unos pasos y se protegió la cara con las manos. El sudor de sus palmas se secó en el calor—. Yo estuve al lado de Lews Therin Verdugo de la Humanidad cuando realizó la hazaña que le confirió ese nombre. Fui yo quien le ordené dar muerte a su mujer, a sus hijos, a toda su estirpe y a toda persona que lo amaba o a quien él profesaba afecto. Fui yo quien le concedí el momento de cordura para que viera lo que había hecho. ¿Has escuchado alguna vez a un hombre gritar hasta arrancarse el alma, gusano? Habría podido atacarme entonces. No habría ganado, pero hubiera podido descargarme un golpe… En lugar de ello, invocó a su estimado Poder Único sobre sí, de manera que la tierra se resquebrajó y de sus entrañas brotó el Monte del Dragón para marcar su sepultura.
»Un milenio más tarde envié a los trollocs a saquear las tierras del sur y durante tres siglos arrasaron el mundo. Esos ofuscados estúpidos de Tar Valon dijeron que al final yo fui derrotado, pero el Segundo Pacto, el Pacto de las diez naciones, se hizo añicos de un modo incontestable, ¿y quién quedó para oponerse a mí? Yo susurré a oídos de Artur Hawkwing y perecieron las Aes Sedai a lo largo y ancho de la tierra. Volví a susurrar y el Rey Supremo mandó sus ejércitos a través del Océano Aricio y a través del Mar del Mundo, y selló sendas perdiciones. El final de su sueño de un único territorio y un solo pueblo y la condenación que aún está por llegar. Yo estaba allí, en su lecho de muerte, cuando sus consejeros le dijeron que únicamente las Aes Sedai podían salvarle la vida. Después de tomar yo la palabra, envió a sus consejeros al patíbulo. Volví a hablar, y las últimas palabras del Rey Supremo fueron un grito que aseveraba que Tar Valon debía ser destruido.
»Cuando hombres de tamaña envergadura no lograron combatir mis embates, ¿qué posibilidad tienes de hacerlo tú, un sapo agazapado junto a la charca de un bosque? Vas a servirme a mí o, de lo contrario, danzarás tironeado por las cuerdas de las Aes Sedai hasta el fin de tus días. Y entonces serás mío. ¡La muerte me pertenece a mí!
—No —murmuró Rand—, estoy soñando. ¡Es un sueño!
—¿Crees que el sueño te resguarda de mí? ¡Mira!
Ba’alzemon señaló autoritariamente y la cabeza de Rand se giró para seguir la dirección indicada, aun cuando él no quisiera volverla, a pesar de que él no quisiera girarse.
La copa había desaparecido de la mesa y en su lugar había una gran rata agazapada que parpadeaba ante la luz y husmeaba tensamente el aire. Ba’alzemon dobló el dedo y, con un chillido, el animal encorvó la espalda, con las patas delanteras arañando el aire mientras se balanceaba con torpeza sobre las inferiores. El dedo se curvó todavía más y la rata torció la columna hacia atrás; el animal escarbaba frenéticamente, arañaba el vacío, chillaba con estridencia, al tiempo que se arqueaba más y más. Con un crujido seco, como una ramita quebrada, el roedor tembló violentamente y luego permaneció inmóvil, con el cuerpo casi plegado en dos.
—Todo es posible en un sueño —musitó Rand después de tragar saliva. Sin mirar, volvió a golpear el puño contra la puerta. A pesar de que le dolía la mano, aquello no logró despertarlo.
—En ese caso acude a las Aes Sedai. Ve a la Torre Blanca y cuéntaselo. Habla en la Sede Amyrlin de este… sueño. —El hombre profería llameantes carcajadas que quemaban el rostro de Rand—. Esa es una manera de escapar a ellos. Así no se servirán de ti, no cuando sepan que yo estoy sobre aviso, ¿Pero crees que te dejarán vivir para propagar la naturaleza de sus actos? ¿Eres lo bastante estúpido para creer eso? Las cenizas de muchos como tú están esparcidos por las laderas del Monte del Dragón.
—Esto es un sueño —repitió Rand, jadeante—. Es un sueño, y voy a despertar.
—¿De veras? —De soslayo, vio cómo el dedo del hombre se desplazaba para apuntarle a él—. ¿De veras vas a despertar? —El dedo se encorvó y Rand gritó mientras arqueaba la espalda hacia atrás, impelido por todos los músculos de su cuerpo—. ¿Volverás a despertar algún día?
Rand se convulsionaba frenéticamente en la oscuridad. Aferraba una tela en las manos, una manta. El pálido brillo de la luna atravesaba la ventana e iluminaba las sombras imprecisas de las otras dos camas. Oyó un ronquido emitido en una de ellas, como el rasgueo de una lona: Thom Merrilin. Unos pocos carbones relucían entre las cenizas del hogar.
Todo había sido un sueño, entonces, al igual que la pesadilla que lo atormentó el día de Bel Tine en la Posada del Manantial, formado por cuanto había oído y vivido entremezclado con viejos relatos y desatinos sin sentido. Se tapó los hombros con la manta, pero no era el frío lo que le producía temblores. El corazón le latía de modo vertiginoso. Tal vez Moraine pudiera hacer algo para atajar aquellos sueños. «Dijo que podía hacer desaparecer las pesadillas».
Se tendió con un bufido. ¿Acaso eran tan terribles para él los sueños como para solicitar la ayuda de una Aes Sedai? Por otra parte, ¿podría cualquier decisión que tomara involucrarlo de forma más evidente? Había abandonado Dos Ríos en compañía de una Aes Sedai. Sin embargo, no había tenido más remedio que hacerlo, desde luego. ¿Tenía acaso más alternativa que confiar en ella, en una Aes Sedai? Aquellos pensamientos eran igual de insidiosos que las propias alucinaciones. Se arrebujó bajo la manta e intentó hallar el sosiego del vacío de la manera como le había enseñado Tam, pero tardó largo rato en volver a conciliar el sueño.