Ya en la Bendición de la Reina, Rand se apoyó, jadeante, en la jamba de la puerta. Había ido corriendo todo el trecho, sin importarle si los transeúntes veían o no la tela roja de la espada ni si tomaban su carrera como una excusa para emprender una persecución. Estaba seguro de que ni un Fado habría sido capaz de darle alcance.
Lamgwin estaba sentado en un banco junto a la entrada, con un gato moteado en los brazos. Al llegar él corriendo, el hombre se levantó para asomarse por el lado por donde se había aproximado, acariciando parsimoniosamente las orejas del animal. Al ver que todo estaba en calma, volvió a sentarse con cuidado para no molestar al gato.
—Unos necios han intentado robar los gatos hace un rato —informó. Se examinó los nudillos antes de volver a acariciar al animal—. Los gatos están muy caros hoy en día.
Rand advirtió que los dos hombres con escarapelas blancas todavía estaban en la bocacalle y que uno de ellos tenía un ojo morado y la barbilla hinchada. El individuo miraba la posada con el entrecejo fruncido y aferraba la empuñadura de la espada con impetuoso afán.
—¿Dónde está maese Gill? —preguntó Rand.
—En la biblioteca —respondió Lamgwin, que sonrió al oír el ronroneo del gato—. Nada inquieta durante mucho tiempo a un gato, ni siquiera alguien que intente meterlo en un saco.
Rand entró apresurado y atravesó el comedor, ahora ocupado por los habituales clientes con brazaletes rojos que charlaban mientras tomaban cerveza. Su conversación versaba sobre el falso Dragón y la posibilidad de que los Capas Blancas produjeran algún contratiempo cuando la comitiva emprendiera viaje hacia el norte. A nadie le importaba lo que pudiera ocurrirle a Logain, pero todos sabían que la heredera de la corona y lord Gawyn formarían parte de la expedición y ninguno de los presentes aprobaría que los expusieran al menor riesgo.
Encontró a maese Gill en la biblioteca, jugando a las damas con Loial. Una obesa gata, sentada sobre la mesa con los pies ocultos bajo su cuerpo, miraba cómo movían las manos sobre el tablero.
El Ogier desplazó una pieza con una delicadeza sorprendente para sus enormes dedos. Sacudiendo la cabeza, maese Gill aprovechó la excusa de la entrada de Rand para apartarse de la mesa. Loial casi siempre ganaba a las damas.
—Estaba comenzando a preocuparme por tu tardanza, chico. Pensé que quizás habrías tenido problemas con esos traidores que ostentan el blanco o encontrado a ese mendigo o algo así.
Rand permaneció un minuto en pie, con la boca abierta. Había olvidado todo lo referente a aquel amasijo de harapos.
—Lo he visto —reconoció finalmente—, pero eso no es nada. También he visto a la reina y a Elaida; con ellas sí he tenido algún contratiempo.
—La reina, ¿eh? —se carcajeó maese Gill—. No me digas. Aquí hemos tenido a Gareth Bryne, luchando a cuerpo con el capitán general de los Hijos, pero la reina, hombre…, eso es harina de otro costal.
—Diantre —gruñó Rand—, hoy a todo el mundo le da por pensar que estoy mintiendo. Arrojó la capa sobre el respaldo de una silla y se desplomó en otro. Estaba demasiado alterado para recostar la espalda. Se sentó en el borde, enjugándose el rostro con un pañuelo—. He—visto al mendigo y él también me ha visto y me ha parecido… Eso carece de importancia. He trepado por la pared de un jardín, desde donde se veía la explanada que hay delante del palacio adonde llevaban a Logain. Y me he caído al interior.
—Casi estoy por creer que no estás bromeando —señaló lentamente el posadero.
—ta’veren —murmuró Loial.
—Oh, es verídico —aseveró Rand—. Tan cierto como que estoy aquí.
El escepticismo de maese Gill se disipó paulatinamente mientras continuaba refiriendo los hechos, para convertirse en incipiente alarma. El posadero fue inclinándose poco a poco hacia adelante hasta adquirir la misma postura de Rand sobre la silla. Loial escuchaba impávido, si bien con cierta frecuencia se frotaba su ancha nariz y movía lentamente las orejas.
Rand explicó cuanto le había sucedido, a excepción de las palabras susurradas por Elaida, y lo que le había dicho Gawyn junto a las puertas del palacio. No deseaba pensar en lo primero y lo segundo no guardaba relación con nada. «Soy el hijo de Tam al’Thor, aun cuando no naciera en Dos Ríos. ¡Sí! Por mis venas corre sangre de Dos Ríos y Tam es mi padre».
De pronto cayó en la cuenta de que había parado de hablar, abstraído en sus propios pensamientos y que maese Gill y Loial estaban observándolo. Por un momento se preguntó, presa de pánico, si no habría dicho más de lo conveniente.
—Bien —aseveró el posadero—, ya no podrás quedarte a esperar a tus amigos. Tendrás que abandonar la ciudad, y sin tardanza. Dos días a lo sumo. ¿Serás capaz de hacer que Mat se levante de la cama o debería solicitar los servicios de la Madre Grubb?
—¿Dos días? —inquirió, perplejo, Rand.
—Elaida es la consejera de la reina Morgase, la persona que ejerce más influencia después del capitán general Gareth Bryne, acaso por encima de él. Si ordena tu búsqueda a la guardia real, y lord Gareth no se lo impedirá a menos que se interponga en sus obligaciones, los guardias pueden revisar todas las posadas de Caemlyn en dos días. Eso suponiendo que, por mala suerte, no vengan aquí el primer día, o la primera hora. Quizá nos quede un poco de tiempo si se dirigen primero a la Corona y el León, pero no debes malgastarlo.
Rand asintió lentamente.
—Si no puedo sacar a Mat de la cama, mandad llamar a la Madre Grubb. Me queda un poco de dinero. Tal vez sea suficiente para pagarle.
—Yo me ocuparé de la Madre Grubb —dijo bruscamente el posadero—. Y creo que podré prestarte un par de caballos. Si tratas de llegar a pie a Tar Valon, se te va a gastar lo poco que te queda de las suelas de las botas a mitad de camino.
—Sois un buen amigo —le agradeció Rand—. Parece que no os hemos ocasionado más que preocupaciones y pese a ello estáis dispuesto a ayudarnos. Un buen amigo.
Maese Gill se encogió de hombros, se aclaró la garganta y desvió la mirada hacia el suelo, visiblemente embarazado. Aquello le condujo los ojos nuevamente al tablero, el cual zarandeó, previendo que Loial saldría ganador.
—Hombre, sí, Thom siempre se ha portado muy bien conmigo. Si él acepta tomarse molestias por vosotros, yo también puedo poner mi grano de arena.
—Me gustaría acompañarte en tu viaje, Rand —anunció de pronto Loial.
—Creí que esa cuestión había quedado zanjada, Loial. —Vaciló, recordando que maese Gill desconocía la totalidad del peligro que ellos representaban, y luego añadió— ya sabes lo que nos espera a Mat y a mí, lo que nos persigue.
—Amigos Siniestros —repuso el Ogier con un plácido murmullo— y Aes Sedai y la Luz sabe qué cosas más. O el Oscuro. Vais a ir a Tar Valon y allí hay una magnífica arboleda que, según tengo entendido, las Aes Sedai conservan en perfecto estado. De todas maneras, hay otras cosas que ver en el mundo aparte de las arboledas. Tú eres realmente ta’veren, Rand. El Entramado está tejiéndose a tu alrededor y en ti se concentran los hilos.
«Este hombre es una pieza central en todo el proceso». Rand sintió un estremecimiento.
—En mí no se concentra nada —dijo con tono desabrido.
Maese Gill parpadeó y el propio Loial pareció acusar su rudeza. El posadero y el Ogier intercambiaron una mirada, que luego posaron en el suelo. Rand respiró hondo, tratando de recobrar la calma. Inopinadamente halló el vacío que lo había rehuido con tanta frecuencia en los últimos tiempos, y la placidez. Aquellas dos personas no tenían por qué ser blanco de sus iras.
—Puedes venir conmigo, Loial —admitió—. Ignoro qué te impulsa a ello, pero agradeceré tu compañía. Ya… ya sabes cómo está Mat.
—Lo sé —reconoció Loial. Todavía no puedo ir por la calle sin provocar un motín de gente persiguiéndome al grito de «trolloc». Pero Mat, al menos, sólo agrede de palabra y no ha intentado matarme.
—Por supuesto que no —aseguró Rand—. Mat no haría tal cosa. «No llegaría tan lejos. No sería propio de Mat».
Una de las criadas, Gilda, asomó la cabeza por la puerta después de llamar con los nudillos. Tenía la boca fruncida y el semblante preocupado.
—Maese Gill, venid deprisa, por favor. Hay Capas Blancas en la sala. Maese Gill se levantó profiriendo una imprecación, tras lo cual la gata saltó de la mesa y caminó hacia la salida con la cola tiesa.
—Ya voy. Corre a decirles que ya voy y luego mantente alejada de ellos. ¿Me oyes, muchacha? No te acerques a ellos. —Gilda inclinó la cabeza y desapareció—. Será mejor que te quedes aquí —indicó a Loial.
El Ogier resopló, produciendo un sonido como el de un desgarrón en una sábana.
—No tengo ningunas ganas de volver a encontrarme con los Hijos de la Luz.
Maese Gill posó la mirada en el tablero, lo cual pareció devolverle parte de su buen ánimo.
—Me temo que deberemos dejar la partida para más tarde.
—No será necesario. —Loial alargó un brazo hacia los estantes y tomó un libro, un grueso volumen forrado de tela que pareció empequeñecerse al pasar a sus manos—. Podemos reemprenderla a partir de las posiciones del tablero. Ahora os tocaba a vos.
Maese Gill esbozó una mueca.
—Cuando no es una cosa, es otra —murmuró mientras abandonaba deprisa la habitación.
Rand lo siguió, pero con paso lento. Al igual que Loial, no tenía el más mínimo interés en tener contacto con los Hijos. «Este hombre es una pieza central en todo el proceso». Se detuvo junto a la puerta del comedor, desde donde podría presenciar lo que iba a acaecer, pero lo bastante alejado para tener la confianza de pasar inadvertido.
Un silencio mortal reinaba en la estancia, en medio de la cual permanecían de pie cinco Capas Blancas, a quienes pretendían no ver los clientes sentados a las mesas. Uno de ellos lucía el relámpago plateado de suboficial bajo el sol bordado en su capa. Lamgwin estaba apoyado en la pared, al lado de la entrada; se limpiaba las uñas con un palillo. En la misma pared había otros cuatro vigilantes contratados por maese Gill, que se aplicaban con esmero en no prestar ninguna atención a los Capas Blancas. Si los Hijos de la Luz habían reparado en ellos, no parecían acusarlo. El único que mostraba alguna emoción era el suboficial, que no paraba de golpear impacientemente sus guanteletes reforzados de acero contra la palma de su mano mientras aguardaba al posadero.
Maese Gill cruzó la habitación rápidamente y se aproximó a él con una cautelosa expresión neutral en el rostro.
—La Luz os ilumine —los saludó con una prudente reverencia, no demasiado pronunciada, pero tampoco lo suficientemente ligera como para ser interpretada como un insulto—. Y también a nuestra buena reina Morgase. ¿En qué puedo servir…?
—No dispongo de tiempo para malgastarlo en tonterías, posadero —espetó el suboficial—. Ya he visitado veinte posadas hoy, a cual más cochambrosa, y debo entrar en otras veinte antes de que anochezca. Estoy buscando a unos Amigos Siniestros, un muchacho de Dos Ríos…
A maese Gill se le iba congestionando la cara con cada palabra. Su vientre estaba hinchado como a punto de estallar, lo cual hizo al fin, interrumpiendo a su vez al Capa Blanca.
—¡No hay Amigos Siniestros en mi establecimiento! ¡Todos mis clientes son fieles súbditos de la reina!
—Sí, y todos sabemos qué posiciones mantiene Morgase —el suboficial pronunció el nombre de la reina con sarcasmo—y la bruja de Tar Valon, ¿no es cierto?
Se produjo un sonoro ruido de sillas arrastradas, tras lo cual todos los hombres de la sala se hallaron en pie. Estaban inmóviles como estatuas, pero todos miraban airadamente a los Capas Blancas. El suboficial no pareció reparar en ellos, pero sus cuatro subalternos miraban azorados a su alrededor.
—Os será más ventajoso que cooperéis con nosotros, posadero —advirtió el suboficial—. Actualmente, quienquiera que dé refugio a un Amigo Siniestro será blanco de las iras. No creo que una posada con el Colmillo del Dragón en la puerta atraiga mucha clientela. También podrían prenderle fuego, con esa marca en la puerta.
—Marchaos de aquí ahora mismo —ordenó, parsimonioso, maese Gill—o llamaré a la guardia real para que acarree hasta un estercolero las piltrafas en que quedaréis convertidos.
Lamgwin desenvainó ruidosamente la espada y la rasposa fricción del acero con el cuero de las fundas se repitió a lo ancho de la estancia cuando todos los hombres empuñaron dagas y espadas. Las criadas se deslizaron hacia las puertas. El cabecilla de los Capas Blancas miró incrédulo en torno a sí.
—El Colmillo del Dragón…
—No os vendrá a ayudar ahora —finalizó la frase maese Gill en su lugar.
Puso un puño en alto e irguió uno de su dedos—. Uno.
—Debéis de estar loco, posadero, para amenazar a los Hijos de la Luz.
—Los Capas Blancas no ostentan ningún poder en Caemlyn. Dos.
—¿De veras creéis que esto va a acabar así?
—Tres.
—Volveremos —aseveró el suboficial, antes de apresurarse a hacer una señal a sus hombres para que giraran, en un intento de dar la impresión de que partía tranquilamente y a su debido tiempo. Sus inferiores, no obstante, no disimularon sus ansias de salir de allí.
Lamgwin, de pie bajo el dintel con la espada en la mano, únicamente les cedió al paso ante las frenéticas indicaciones de maese Gill. Cuando los Capas Blancas hubieron partido, el posadero se dejó caer pesadamente en una silla. Se pasó una mano por la frente y luego la contempló, sorprendido de que ésta no estuviera empapada de sudor. Los otros hombres volvieron a tomar asiento, riendo de la hazaña realizada. Algunos fueron a darle una palmada en el hombro a maese Gill.
Al ver a Rand, el posadero se levantó vacilante y se acercó a él.
—¿Quién hubiera pensado que tenía madera de héroe? —comentó con asombro—. Que la Luz me ilumine. —De pronto se estremeció y su voz recobró su tono habitual—. Deberéis permanecer escondidos hasta que pueda sacaros de la ciudad. —Dirigiendo una mirada recelosa a la sala, hizo retroceder a Rand hacia el corredor—. Esos tipos volverán por aquí, y si no algunos espías con telas rojas para disimular. Después de la pequeña escena que he representado, dudo mucho que les importe si estás aquí o no, pero se comportarán como si te encontraras en la posada.
—Eso es absurdo —se indignó Rand, que bajó el tono de la voz ante un gesto del posadero—. Los Capas Blancas no tienen ningún motivo para perseguirme.
—Desconozco cuáles serán las razones, chico, pero lo que sí es seguro es que os están buscando a ti y a Mat. ¿Qué demonios habrás hecho? Elaida y los Capas Blancas.
Rand levantó las manos a modo de protesta y luego las dejó caer. A pesar de que aquello careciera de sentido, él mismo había oído las palabras del Capa Blanca.
—¿Y qué me decís de vos? Los Capas Blancas os buscarán complicaciones aunque no nos encuentren a nosotros.
—No te preocupes por eso, chico. Los guardias de la reina aún mantienen el orden, aun cuando dejen que los traidores hagan ostentación del blanco por las calles. En cuanto a la noche…, bien, es posible que Lamgwin y sus amigos no puedan dormir mucho, pero casi siento pena por aquellos que intenten garabatear una marca en mi puerta.
Gilda apareció tras ellos, dedicando una reverencia a maese Gill.
—Señor, hay…, hay una dama. En la cocina. —Parecía escandalizada por la ubicación de tal persona en semejante lugar—. Pregunta por maese Rand, señor, y maese Mat, con sus propios nombres.
Rand cruzó una perpleja mirada con el posadero.
—Muchacho —dijo maese Gill—, si realmente has conseguido hacer desplazar a lady Elayne del palacio a mi posada, acabaremos todos en el patíbulo. —Gilda exhaló un chillido ante la mención de la heredera de la corona y miró a Rand con ojos desorbitados—. Retírate, muchacha —ordenó secamente el posadero—. Y no digas nada de lo que has oído, que no es asunto de la incumbencia de nadie. —Gilda inclinó la cabeza y se alejó corriendo por el pasillo, mirando de tanto en tanto a Rand por encima del hombro—. Dentro de cinco minutos —suspiró maese Gill—, estará contando a las otras mujeres que eres un príncipe disfrazado de campesino y esta noche ya correrá la noticia por toda la ciudad nueva.
—Maese Gill —señaló Rand—. Yo no le he hablado de Mat a Elayne. No puede ser… —Con el rostro iluminado por una súbita sonrisa, echó a correr en dirección a la cocina.
—¡Espera! —le gritó el posadero—. Espera hasta saberlo. ¡Espera, necio!
Rand abrió la puerta de la cocina, y allí estaban. Moraine le dedicó una serena mirada, exenta de sorpresa. Nynaeve y Egwene se precipitaron riendo en sus brazos, seguidas de Perrin, quien, al igual que ellas, le palmeó el hombro como si hubiera de convencerse de que realmente se encontraba allí. En el umbral que daba al patio, Lan apoyaba una bota en la jamba, dividiendo su atención entre la cocina y el exterior.
Rand trató de abrazar a las dos jóvenes y estrechar la mano de Perrin simultáneamente, lo cual produjo un enredo de brazos y un estallido de risas que se complicó con el intento de Nynaeve de tocarle la cara para comprobar que no tuviera fiebre. En realidad, ellos presentaban peor aspecto —Perrin tenía morados en la cara y rehuía la mirada de un modo extraño en él—, pero estaban vivos y se habían reunido de nuevo con él. Tenía la garganta tan atenazada que apenas fue capaz de hablar.
—Temía no volver a veros más —logró articular finalmente—. Tenía miedo de que todos estuvierais…
—Sabía que estabas vivo —confesó Egwene con la cabeza recostada sobre su pecho—. Siempre lo supe. Siempre.
—Yo no —reconoció Nynaeve, con súbita amargura en la voz, que se desvaneció un segundo después, cuando su semblante volvió a sonreír—. Tienes buena cara, Rand. No se ve que hayas comido en exceso, pero estás bien, gracias a la Luz.
—Bien —dijo maese Gill a sus espaldas—. Supongo que, después de todo, conoces a estas personas. ¿Son esos amigos que esperabas?
—Sí, mis amigos —asintió Rand. Entonces los presentó a todos, sintiendo extrañeza al utilizar los verdaderos nombres de Lan y Moraine, lo cual le acarreó una dura mirada por parte de ambos.
El posadero saludó a todos con una franca sonrisa, pero no pudo ocultar la impresión que le produjo conocer a un Guardián, y más aún a Moraine. La miró boquiabierto —una cosa era saber que una Aes Sedai había ayudado a los muchachos y otra muy distinta que ésta apareciera en su cocina—y luego le dedicó una profunda reverencia.
—Bienvenida a la Bendición de la Reina, Aes Sedai. Me honra teneros como huésped, aunque supongo que os hospedaréis en palacio con Elaida Sedai y vuestras hermanas que llegaron con el falso Dragón. —Efectuando una nueva reverencia, dirigió una breve mirada de inquietud a Rand. Estaba muy bien afirmar que él no hablaba mal de las Aes Sedai, pero aquello no significaba que sintiera deseos de que una de ellas durmiera bajo su techo.
Rand asintió alentadoramente, tratando de darle a entender que todo iba bien. Moraine no era como Elaida, que insinuaba una amenaza en cada mirada, en cada palabra. «¿Estás seguro? ¿De veras aún, estás seguro de ello?»
—Creo que me hospedaré aquí —respondió Moraine—durante el breve tiempo que permanezca en Caemlyn. Y debéis permitirme que os pague.
Un gato de pelo anaranjado entró en la cocina y fue a frotarse en los tobillos del posadero. Unos segundos después otro gato, de rizado pelambre gris, se levantó de debajo de la mesa, arqueó la espalda y lanzó un bufido. Luego se agazapó y emitió un gruñido amenazador, ante lo cual el otro animal se precipitó hacia el patio, pasando entre las piernas de Lan.
Maese Gill, mientras se disculpaba por los gatos, manifestaba el gran honor que representaría para él tener a Moraine como huésped, aunque tenía la certeza de que ella preferiría estar en palacio, lo cual él comprendía perfectamente, pero insistía en que debía aceptar su mejor habitación como un presente. En conjunto fue un galimatías al que Moraine prestó escasa atención, y en cambio se encorvó para acariciar al gato, el cual cambió pronto los tobillos de maese Gill por los de la Aes Sedai.
—Con éste ya son siete los gatos que he visto aquí —apuntó—. ¿Tenéis problemas con los ratones? ¿O con ratas?
—Ratas, Moraine Sedai. —El posadero suspiró—. Un problema terrible. No es que yo no mantenga limpio el local, desde luego. Toda la ciudad está atestada de personas y de ratas. Sin embargo, mis gatos se encargan de ellas. Os prometo que no os molestarán.
Rand miró a Perrin y éste bajó la mirada. Perrin tenía algo raro en los ojos. Y estaba muy callado; Perrin siempre había sido lento en hablar, pero ahora no decía nada en absoluto.
—Podría ser por la presencia de tanta gente —aventuró.
—Con vuestro permiso, maese Gill —dijo Moraine, como si ya contara con él—. Es muy sencillo mantener las ratas alejadas de esta calle. Con un poco de suerte, los roedores no advertirán siquiera que se les impide el paso.
Maese Gill frunció el entrecejo al escuchar lo último, pero inclinó la cabeza en aceptación de su ofrecimiento.
—Si estáis segura de que no deseáis pernoctar en palacio, Aes Sedai…
—¿Dónde está Mat? —preguntó de pronto Nynaeve—. Ella ha dicho que también estaba aquí.
—Arriba —repuso Rand—. No…, no se encuentra bien.
—¿Está enfermo? —inquirió Nynaeve con la cabeza erguida—. Pues dejaré que ella se ocupe de las ratas e iré a cuidarlo. Llévame a su habitación, Rand.
—Subid todos —indicó Moraine—. Me reuniré con vosotros dentro de unos minutos. Estamos abarrotando la cocina de maese Gill y sería mejor que nos retirásemos todos a un lugar tranquilo durante un rato. —Su voz expresaba algo no especificado en sus palabras: «Escondeos. Todavía no he llevado a cabo el encubrimiento».
—Vamos —dijo Rand—. Subiremos por la parte trasera.
Los jóvenes de Campo de Emond lo siguieron hacia las escaleras, dejando a la Aes Sedai y el Guardián en la cocina en compañía de maese Gill. Todavía no acertaba a creer que estuvieran juntos de nuevo. Era casi como si hubiera regresado al hogar. Su rostro lucía una sonrisa permanente.
El mismo alivio, casi gozoso, parecía afectar a los demás, los cuales reían para sí y no paraban de cogerlo del brazo. Perrin, aún cabizbajo, comenzó a hablar mientras subían, aunque con voz contenida.
—Moraine dijo que os encontraría y así lo ha hecho. Al entrar en la ciudad, los otros no podíamos dejar de mirar a todos lados, excepto Lan, por supuesto, a la gente, los edificios, todo. —Sus espesos rizos ondearon mientras sacudía la cabeza con incredulidad—. Todo es tan grande… Y tanta gente… Algunos también nos observaban, preguntándonos: «¿rojo o blanco?», como si eso tuviera algún sentido.
—¿Qué significa? —preguntó Egwene, señalando el paño rojo que envolvía la espada de Rand.
—Nada —respondió—. Nada de importancia. Partiremos hacia Tar Valon, ¿recuerdas?
Egwene lo miró sorprendida, pero abandonó la cuestión, retomando el tema iniciado por Perrin.
—Moraine tampoco ha observado más que Lan. Nos ha hecho avanzar y retroceder tantas veces por esas calles, como un sabueso que husmeara un olor, que he pensado que no estarías en la ciudad. Después, de repente, ha tomado una calle y a poco ya dejábamos los caballos al cuidado de los mozos y entrábamos en la cocina. Ni siquiera ha preguntado si estabas aquí. Simplemente le ha dicho a una mujer que batía la mantequilla que fuera a avisar a Rand al’Thor y a Mat Cauthon que alguien deseaba verlos. Y entonces has aparecido tú —recordó sonriente—, como una bola de juglar salida de la nada.
—¿Dónde está el juglar? —inquirió Perrin—. ¿Está con vosotros?
Rand sintió un nudo en el estómago y una pena renovada que ensombreció la alegría del reencuentro con sus amigos.
—Thom ha muerto. Eso creo. Había un Fado… —No pudo continuar. Nynaeve sacudió la cabeza y murmuró algo entre dientes.
El silencio se adueñó de ellos y apagó las risitas, amortiguando su alborozo, hasta que llegaron al piso de arriba.
—Mat no está enfermo exactamente —advirtió entonces—. Es… Ya lo veréis. —Abrió la puerta del dormitorio que compartía con Mat—. Mira quién está aquí, Mat.
Mat, ovillado en la cama tal como lo había dejado Rand, levantó la cabeza para mirarlos.
—¿Cómo sabes que son realmente quienes parecen? —espetó con voz ronca. Tenía la cara arrebolada y la piel perlada de sudor—. ¿Cómo sé yo que tú mismo eres quien pretendes ser?
—¿Que no está enfermo? —Nynaeve dirigió una desdeñosa mirada a Rand mientras se le adelantaba y abría la bolsa que pendía de su hombro.
—Todo el mundo cambia —sentenció con aspereza Mat—. ¿Cómo puedo estar seguro? ¿Perrin? ¿Eres tú? Has cambiado, ¿no? —Su risa sonó más como una tos—. Oh, sí, estás cambiado.
Inesperadamente, Perrin se postró junto a la otra cama con la cabeza entre las manos, mirando hacia el suelo. Al parecer, la lacerante risa de Mat lo hería indeciblemente.
Nynaeve se arrodilló junto al lecho de Mat y le puso la mano sobre la frente. Él se apartó con un respingo, la mirada sarcástica y los ojos vidriosos.
—Estás ardiendo —apuntó—, pero no deberías estar sudando con una fiebre tan alta. —Fue incapaz de velar la preocupación en la voz—. Rand, tú y Perrin id a buscar paños limpios y la mayor cantidad de agua fría que podáis transportar. Primero te haré bajar la temperatura, Mat, y…
—La hermosa Nynaeve —espetó Mat—. Se supone que una Zahorí no debe ser femenina, ¿verdad? Ni considerarse guapa. Pero tú sí te lo crees, ¿no? Vamos, no consigues olvidar que eres una hermosa joven, claro, y eso te asusta. Todo el mundo cambia.
El rostro de Nynaeve palideció al escuchar a Mat, si bien Rand no alcanzó a adivinar si era a causa del enojo o por otra razón. Mat emitió una maliciosa carcajada, posando sus enfebrecidos ojos sobre Egwene.
—La hermosa Egwene —gruñó—. Tan bella como Nynaeve. Y ahora compartís otras cosas, ¿no es cierto? Otros sueños. ¿En qué soñáis ahora? —Egwene retrocedió un paso.
—Estamos a resguardo de los ojos del Oscuro, por el momento —anunció Moraine, que entraba en la habitación seguida de Lan. Al mirar a Mat desde el umbral, siseó como si hubiera tocado una estufa con carbones ardientes—. ¡Apartaos de él!
Nynaeve sólo se movió para encararse con la Aes Sedai, con ademán de sorpresa. En dos rápidas zancadas, Moraine se acercó a la Zahorí y la agarró por los hombros para arrastrarla luego como un saco de grano. Nynaeve se revolvió, rebelándose, pero Moraine no la soltó hasta encontrarse a cierta distancia de la cama. La Zahorí prosiguió con sus protestas al cobrar pie nuevamente, pero Moraine no le hizo el más mínimo caso. La Aes Sedai observaba a Mat con una atención que no daba cabida a nada más, mirándolo como si fuera una serpiente.
—Manteneos todos alejados de él —ordenó—. Y no hagáis ruido.
Mat la observó con igual intensidad. Apretó los dientes, esbozando el rictus de un gruñido, y se enroscó aún más sobre sí, aunque aguantando la mirada. La Aes Sedai le tocó levemente una de las rodillas plegadas sobre el pecho y su contacto produjo una convulsión, un violento espasmo en todo el cuerpo de Mat, quien de pronto alargó una mano, con la daga de puño incrustado de rubí, en dirección al rostro de Moraine.
Lan, apostado en el umbral, se plantó junto al lecho en un segundo y aferró la muñeca de Mat para contener su impulso. Mat todavía estaba replegado y únicamente trataba de mover la mano, forcejeando contra la implacable fuerza del Guardián. Sus ojos, que destilaban un profundo odio, no se desviaron en ningún momento de Moraine.
Moraine también permaneció inmóvil, sin pestañear siquiera, con la hoja a tan sólo unas pulgadas de la cara.
—¿Cómo ha llegado esto a sus manos? —inquirió con voz acerada—. Os pregunté si Mordeth os había regalado algo. Os lo pregunté y os avisé del peligro que ello implicaba, y vosotros respondisteis que no.
—No lo hizo —explicó Rand—. Él… Mat la cogió en la cámara del tesoro. —Moraine lo miró con unos ojos que parecían tan febriles como los de Mat. Él casi se echó atrás antes de que la mujer volviera a girarse hacia el lecho—. No lo supe hasta después de separarnos. No lo sabía.
—No lo sabías. —Moraine examinó a Mat. Éste todavía yacía con los muslos pegados al pecho y gruñía agazapado, librando todavía el mismo pulso con Lan para clavarle la daga—. Es un milagro que hayáis llegado tan lejos llevando esto. He sentido su maligna emanación tan sólo con mirarlo: la pátina de Mashadar; pero un Fado es capaz de detectarla a varios kilómetros de distancia. Aun cuando no la localizara con exactitud, tendría conciencia de su proximidad, y Mashadar le infundiría ánimos, al tiempo que sus huesos recordarían que aquel mismo demonio engulló a un ejército, compuesto de Señores del Espanto, Fados y trollocs. Algunos Amigos Siniestros puede que tengan también la capacidad de percibirlo; aquellos que han renunciado totalmente al control de sus almas. Sin duda ésos se estremecerían al sentirlo de pronto, como si el aire vibrara en torno a ellos. Se verían obligados a buscarlo. Los habría compelido la misma fuerza que atrae los alambres de hierro hacia un imán.
—Topamos con Amigos Siniestros —reconoció Rand—, más de una vez, pero logramos escapar. Y con un Fado, la noche antes de llegar a Caemlyn, aunque él no nos llegó a ver. —Se aclaró la garganta—. Corren rumores de que por la noche se deslizan unos extraños seres fuera de las murallas. Podrían ser trollocs.
—Oh, son trollocs, pastor —corroboró agriamente Lan—. Y donde hay trollocs, hay Fados. Los tendones de su mano estaban rígidos a causa del esfuerzo que realizaba para retener la muñeca de Mat, pero su voz no reflejaba ninguna tensión—. Han tratado de borrar sus huellas, pero yo vengo percibiéndolas desde hace dos jornadas. Y he oído cómo los campesinos aseguraban entre murmullos haber visto cosas extrañas en la oscuridad. El Myrddraal consiguió, de algún modo, atacar por sorpresa en el Campo de Emond, pero con cada día que transcurre se aproximan más a quienes pueden hacer que los persigan los soldados. Con todo, no se arredrarán por nada, pastor.
—Pero ahora estamos en Caemlyn —objetó Egwene—. No pueden atraparnos mientras…
—¿Que no pueden? —la atajó el Guardián—. Los Fados están concentrándose en los alrededores. De ello hay señales evidentes para quien sabe cómo interpretarlas. Ya hay más trollocs de los estrictamente necesarios para vigilar todas las puertas de salida de la ciudad, una docena de pelotones, como mínimo. Y eso sólo puede tener una explicación: cuando los Fados hayan reunido las fuerzas suficientes, entrarán en la ciudad a buscaros. Dicho acto hará, sin duda, que la mitad de los ejércitos del sur se pongan en camino hacia las tierras fronterizas, pero lo cierto es que están dispuestos a afrontar ese riesgo. Vosotros tres le habéis rehuido durante demasiado tiempo. Según parece, habéis atraído una nueva Guerra de los Trollocs a Caemlyn, pastor.
Egwene exhaló un sollozo y Perrin sacudió la cabeza, con ademán de negar lo escuchado. Rand sintió un nudo en el estómago al considerar la perspectiva de que los trollocs penetraran en las calles de Caemlyn. Toda esa gente, que malgastaba su animosidad con los vecinos sin caer en la cuenta de que el auténtico peligro los acechaba al otro lado de las murallas. ¿Qué harían cuando de pronto se encontraran rodeados de trollocs y Fados, atacándolos? Imaginó las torres ardiendo, las cúpulas escupiendo llamaradas, los trollocs saqueando entre las curvadas calles del casco antiguo, el propio palacio en llamas. Elayne, Gawyn y Morgase… muertos.
—Todavía no —afirmó Moraine con mente ausente, todavía absorta en Mat—. Si hallamos la manera de salir de Caemlyn, los Semihombres no tendrán ningún motivo de interés por esta ciudad. Claro, suponiendo que logremos cumplir dicha condición.
—Sería mejor que estuviéramos todos muertos —declaró de repente Perrin, al tiempo que Rand se sobresaltaba al escuchar el eco de sus propios pensamientos. Perrin continuaba mirando el suelo, ahora con furia, y su voz era amarga—. Dondequiera que vayamos, acarreamos con nosotros el dolor y el sufrimiento. Sería preferible para todos que estuviéramos muertos.
Nynaeve se encaró a él, con el rostro dividido entre el enojo y la preocupación, pero Moraine se le adelantó.
—¿Qué crees que ibas a ganar, para ti y para los demás, con tu muerte? —preguntó la Aes Sedai, con voz apacible e hiriente a un tiempo—. Si el Señor de la Tumba ha obtenido el grado de libertad que yo temo para manipular el Entramado, ahora es capaz de hacerse con vosotros con mayor facilidad que en vida. Muertos, no podréis auxiliar a nadie, ni siquiera a quienes os han ayudado, ni a vuestros amigos y familiares que permanecieron en Dos Ríos. La Sombra se cierne sobre el mundo y nadie modificará ese hecho con su muerte.
Cuando Perrin levantó la cabeza para mirarla, Rand tuvo un nuevo sobresalto. El iris de los ojos de su amigo era más amarillo que marrón. Con el pelo alborotado y la intensidad de su mirada, desprendía algo… que Rand no acertó a determinar.
Perrin habló con un tono quedo que confirió más peso a sus palabras que si hubiera gritado.
—Tampoco podemos modificarlo estando vivos, ¿no es así?
—Más tarde dispondré de tiempo para conversar contigo —dijo Moraine—, pero ahora tu amigo me necesita.
Dio un paso a un lado, de manera que todos pudieran ver con claridad a Mat. Este, taladrándola todavía con una mirada cargada de odio, no se había movido lo más mínimo. Tenía el rostro sudoroso y sus labios exangües formaban el mismo rictus. Todo su vigor parecía destinado al esfuerzo de descargar sobre Moraine la daga que Lan mantenía inmovilizada.
—¿O acaso lo has olvidado? —añadió.
Perrin se encogió de hombros, azorado, y extendió las manos en un gesto mudo.
—¿Qué le ocurre? —inquirió Egwene.
—¿Es contagioso? —añadió Nynaeve—. De todas maneras podría tratarlo. Por lo visto, nunca me contagio, sea cual sea la enfermedad.
—Oh, sí es contagioso —repuso Moraine—, y vuestra… protección no os preservaría en este caso. —Señaló la daga con el rubí, poniendo buen cuidado en no tocarla con el dedo. La hoja temblaba mientras Mat porfiaba por darle alcance con ella—. Esto procede de Shadar Logoth. No hay ni un guijarro en esa ciudad que no esté contaminado y no entrañe gran peligro para quien lo lleve afuera, y esto es más que un simple guijarro: está impregnado del mal que llevó a su fin a Shadar Logoth, al igual que lo está Mat ahora. El recelo y el odio son tan intensos que incluso los más próximos son considerados enemigos, están tan enraizados que la única noción que puebla finalmente la mente es el instinto de matar. Al sacar el arma fuera de los muros de Shadar Logoth liberó de sus límites la semilla de ese mal. Éste ha crecido y menguado en su interior, estableciendo una batalla entre su verdadera naturaleza y lo que pretendía hacer de él el hálito de Mashadar, pero ahora su lucha interna está tocando a su fin y él se encuentra al borde de la derrota. Dentro de poco, si no lo ha llevado antes a la muerte, extenderá ese mal como una plaga dondequiera que vaya. De la misma manera que esta hoja es capaz de infectar y destruir con un solo rasguño, pronto serán igualmente mortíferos cinco minutos en compañía de Mat.
—¿Podéis hacer algo vos? —susurró Nynaeve, con el semblante pálido.
—Eso espero. —Moraine emitió un suspiro—. Por el bien del mundo, confío en que no sea demasiado tarde. —Su mano hurgó en la bolsa que pendía de su cinturón y extrajo el angreal envuelto en seda—. Dejadme a solas. Permaneced juntos y buscad un lugar donde no os vean, pero idos de aquí. Haré cuanto pueda por él.