Como si tratara de recobrar el tiempo pasado en compañía del Pueblo Errante, Elyas avanzaba velozmente por la llanura cubierta de hierbas parduscas, estableciendo un paso tan rápido rumbo sur que incluso Bela se congratulaba cuando se detenían con las últimas luces del crepúsculo. A pesar de su premura, tomaba precauciones que no había tomado antes. Por la noche sólo encendían fuego si había leña seca allí donde acampaban. No les permitía quebrar ni una ramita de un árbol en pie. Las fogatas que encendía eran pequeñas y siempre ardían ocultas en un hoyo cuidadosamente excavado donde él había cortado una alfombra de césped. Una vez preparada la comida, enterraba las brasas y recubría de nuevo la tierra con la alfombra vegetal.
Antes de reemprender camino al romper el alba, recorría palmo a palmo el terreno donde habían pernoctado para cerciorarse de que no dejaban ningún rastro que delatara su paso por allí. Llegaba incluso a enderezar piedras que habían tumbado y a volver a su posición enhiesta las hierbas pisoteadas. Lo hacía con rapidez, sin tomarse más de algunos minutos en la operación, pero, nunca partían hasta que estaba satisfecho.
Perrin no creía que la cautela sirviera de ayuda contra los sueños, pero, cuando comenzó a reflexionar sobre las acechanzas contra las que podía protegerlos, deseó que éstas sólo se materializaran en el mundo de los sueños. La primera vez, Egwene preguntó llena de ansiedad si los trollocs los perseguían de nuevo, ante lo cual Elyas sacudió la cabeza a modo de negación y los apremió a aligerar el paso. Perrin no dijo nada. Sabía que no había trollocs en las proximidades; los lobos únicamente percibían el olor de la hierba, los árboles y animales pequeños. No era el temor a los trollocs lo que confería velocidad a la marcha de Elyas, pero ni siquiera él podía dilucidar con exactitud qué era lo que impulsaba sus pasos. Los lobos lo ignoraban, pero, al percibir el recelo y el apremio de Elyas, empezaron a rastrear el terreno como si el peligro les pisara los talones o los aguardara en una emboscada al trasponer la siguiente loma.
La tierra se convertía en una interminable sucesión de ondulantes crestas, demasiado bajas para recibir el nombre de colinas, que se interponían en su camino. Una alfombra de tupido heno, aún marchito por el invierno e invadido a trechos por malas hierbas, se extendía ante ellos, agitada por un viento del este que no encontraba ningún obstáculo durante cientos de kilómetros. Las arboledas crecían más diseminadas. El sol se elevaba con desgana, carente de vigor.
Entre las achaparradas lomas, Elyas seguía los contornos de su base, evitando coronar sus cumbres siempre que ello era factible. Apenas hablaba y cuando lo hacía…
—¿Sabéis cuánto vamos a tardar, rodeando cada una de estas condenadas colinas enanas de este modo? ¡Rayos y truenos! Ya habrá llegado el verano cuando me libre de vosotros. ¡No, no podemos ir en línea recta! ¿Cuántas veces tengo que decíroslo? ¿Tenéis alguna idea, aunque sea la más leve, de lo que destaca la figura de un hombre encima de un altozano en un terreno como éste? Que me aspen si no retrocedemos casi tanto como avanzamos. Contoneándonos como una serpiente. Sería capaz de ir más deprisa con los pies atados. Bien, ¿os vais a quedar mirándome o vais a caminar?
Perrin intercambiaba miradas furtivas con Egwene. Ésta sacaba la lengua a la espalda de Elyas. Ninguno de los dos replicaba nada. En la única ocasión en que Egwene había argüido que era el propio Elyas quien quería rodear los montículos y que ellos no eran responsables de ello, recibió una lección acerca de la manera en que viajaba el sonido, ejemplificada en forma de un gruñido que habría podido escucharse a un kilómetro de distancia. Elyas efectuó la demostración de espaldas, sin siquiera disminuir la velocidad de la marcha.
Tanto si hablaba como si guardaba silencio, los ojos de Elyas no cesaban de mirar en derredor, dando la impresión, a veces, de que había algo que observar aparte de las mismas hierbas secas que se encontraban bajo sus pies. Suponiendo que él advirtiera algo, aquello no era asequible a la percepción de Perrin ni a la de los lobos. La frente de Elyas se surcaba de nuevas arrugas, pero él no estaba dispuesto a explicar por qué debían apresurarse ni cuál era el peligro cuyo acecho temía.
A veces una loma más extensa de lo habitual se cruzaba en su camino, extendiéndose varios kilómetros a derecha e izquierda. Incluso Elyas debía reconocer que desperdiciarían demasiado tiempo sorteándola. No obstante, no les permitía coronarla simplemente. Los dejaba en la base de la pendiente y se arrastraba boca bajo hacia la cima, mirando hacia arriba con tal cautela como si los lobos no hubieran inspeccionado aquel lugar diez minutos antes. La espera en la hondonada convertía los minutos en horas y la incertidumbre los roía. Egwene se mordía los labios, tocando inconscientemente el collar que le había regalado Aram. Perrin aguardaba obstinadamente. Con el estómago comprimido en un puño, lograba, sin embargo, mantener la calma en el semblante, ocultando el torbellino que se agitaba en su interior.
«Los lobos nos avisarán si existe una amenaza. Sería maravilloso que se marcharan, que se esfumaran, pero en estos momentos…, en estos momentos nos prevendrán. ¿Qué estará buscando? ¿Qué?»
Tras un largo escrutinio en el que sólo sobresalían sus ojos del nivel del suelo, Elyas siempre les hacía señas para que avanzaran. En todas las ocasiones el camino se hallaba despejado… hasta la próxima colina que no podrían rodear.
Llegados a la tercera loma de tales características, Perrin sentía espasmos en el estómago. Un sabor agrio remontaba por su garganta y estaba seguro de que si tenía que aguardar tan sólo cinco minutos, vomitaría.
—Yo… —tragó saliva—…voy a ir con vos.
—Mantente pegado al suelo —fue todo cuanto dijo Elyas.
No bien hubo acabado de hablar, Egwene saltó de lomos de Bela.
El hombre vestido con pieles tiró hacia adelante su redondo sombrero y la miró por debajo del ala.
—¿Esperas que esa yegua camine arrastrándose? —espetó.
La muchacha movió los labios, sin emitir empero ningún sonido. Por último se encogió de hombros y Elyas se volvió sin pronunciar más palabras y comenzó a ascender por la suave pendiente. Perrin se precipitó tras él.
A poca distancia de la cima Elyas le indicó que se agachara y un momento después él mismo se tumbó boca abajo en la tierra. En esta postura recorrieron los últimos metros.
Una vez arriba, Elyas se quitó el sombrero antes de alzar lentamente la cabeza. Perrin, que observaba detrás de una mata de cardos, no advertía más que la misma llanura ondulada que se extendía tras ellos. No había árboles en la ladera opuesta, si bien en la hondonada, a medio kilómetro del altozano, crecía un exiguo bosquecillo. Los lobos ya lo habían examinado, sin percibir ningún rastro de trollocs ni de Myrddraal.
De oriente a occidente la tierra no presentaba ninguna variación a ojos de Perrin; eran las mismas colinas bajas cubiertas de pasto y de diseminadas agrupaciones de árboles. Todo permanecía inmóvil. Los lobos se encontraban a más de un kilómetro, y no habían visto nada cuando habían atravesado aquel terreno. «¿Qué estará buscando? No hay nada aquí».
—Estamos perdiendo el tiempo —afirmó, comenzando a incorporarse.
En aquel instante una bandada de cuervos alzó el vuelo en los árboles de abajo. Quedó paralizado mientras unos cincuenta o cien pájaros negros se elevaban en espiral hacia el cielo. «Los ojos del Oscuro. ¿Me habrán visto?» El sudor le resbalaba por el rostro.
Como si un mismo pensamiento hubiera ocupado de improviso el centenar de diminutas cabezas, todos los cuervos se abalanzaron en idéntica dirección: el sur. La bandada desapareció por encima del siguiente promontorio. Por el lado este salieron aleteando nuevos cuervos de otra arboleda. La masa negra trazó dos círculos y tomó rumbo sur.
Se tendió en el suelo. Temblaba. Intentó hablar, pero tenía la boca demasiado seca. Pasado un minuto, logró segregar la suficiente saliva.
—¿Era eso lo que temíais? ¿Por qué no nos dijisteis nada? ¿Por qué no los han visto los lobos?
—Los lobos no suelen levantar la vista hacia las copas de los árboles —gruñó Elyas—. Y no, no era esto lo que me esperaba. Ya te dije que no sabía qué… —En la lejanía de poniente una nube oscura se elevó de un bosquecillo y emprendió vuelo también hacia el sur—. Gracias a la Luz, no se trata de una gran cacería. No lo saben. Incluso después de… —Se volvió para mirar el camino que habían recorrido.
Perrin tragó saliva. Incluso después del sueño. Eso era lo que Elyas había querido decir.
—¿Que no es grande? —protestó—. En mi región no se ven tantos cuervos en un año entero.
Elyas sacudió la cabeza.
—En las tierras fronterizas he visto bandadas de mil cuervos. No con frecuencia porque allí se gratifica a quien mata a esos animales, pero en ocasiones se reúnen por millares. —Todavía miraba hacia las tierras septentrionales—. Ahora, silencio.
Perrin lo captó entonces; el esfuerzo por llegar hasta los distantes animales amigos. Elyas quería que Moteado y sus compañeros dejaran de explorar delante y retrocedieran a toda prisa para revisar su rastro. Su habitual lúgubre faz reflejó la tensión del ahínco. Los lobos se encontraban muy lejos. Perrin no era siquiera capaz de detectarlos. «Apresuraos. Mirad el cielo. Apresuraos».
Perrin percibió confusamente la respuesta emitida del lado sur. «Ya vamos». Una imagen centelleó por un instante en su mente antes de desvanecerse: la visión de los lobos que corrían, con los hocicos surcando el viento; corrían como si un incendio estuviera a punto de acorralarlos.
Elyas se dejó caer pesadamente y respiró hondo. Con el rostro ceñudo, miró con atención más allá del altozano, luego hacia el norte de nuevo, y murmuró entre dientes.
—¿Creéis que hay más cuervos detrás de nosotros? —inquirió Perrin.
—Podría ser —repuso Elyas—. A veces se comportan de esa manera. Conozco un lugar, si podemos llegar a él antes de que anochezca. De todos modos deberemos avanzar hasta que oscurezca del todo, incluso si no conseguimos alcanzarlo, pero no es posible ir tan deprisa como yo desearía. No podemos arriesgarnos a aproximarnos demasiado a los pajarracos que tenemos delante. Sin embargo, si también los hay detrás…
—¿Por qué hasta que oscurezca? —preguntó Perrin—. ¿Cuál es ese lugar? ¿Un sitio inaccesible a los cuervos?
—Inaccesible a los cuervos —corroboró Elyas—, pero hay demasiada gente que conoce… Los cuervos se posan cuando llega la noche. No hay que temer que nos encuentren en la oscuridad. Quiera la Luz que únicamente debamos preocuparnos de los cuervos entonces. Dirigió una última mirada hacia la hondonada, se levantó e hizo señal a Egwene de que hiciera subir a Bela—. Pero aún quedan horas hasta que anochezca. —Comenzó a bajar por la otra ladera; corría de un modo desmañado, a punto de caer a cada zancada—. ¡Moveos, así os consuma la Luz!
Perrin lo siguió, medio corriendo y medio deslizándose por la pendiente.
Egwene llegó a la cima, espoleando a Bela para que avanzara al trote. Una mueca de alivio cubrió su rostro al verlos.
—¿Qué sucede? —gritó, mientras azuzaba a la yegua para que les diera alcance—. Cuando habéis desaparecido de ese modo, he pensado… ¿Qué ha ocurrido?
Perrin prefirió dedicar el resuello para correr hasta que ella se halló a su altura. Entonces le refirió el suceso de los cuervos y le contó que Elyas conocía un lugar seguro, pero fue una explicación entrecortada. Después de chillar «¡Cuervos!», la muchacha no paró de interrumpirlo con preguntas para la mayoría de las cuales no disponía de respuesta. Con tantos incisos, no finalizó su relato hasta que llegaron al siguiente altozano.
Normalmente, si algo referente a aquel viaje podía recibir el apelativo de normal, habrían rodeado aquel desnivel en lugar de remontarlo, pero Elyas insistió en la necesidad de explorar el terreno.
—¿Acaso quieres precipitarte en medio de ellos, muchacho? —fue su agrio comentario.
Egwene miró la cumbre del promontorio, lamiéndose los labios, como si quisiera a un tiempo acompañar a Elyas y permanecer donde se encontraba. Elyas fue el único que no dio muestras de indecisión.
Perrin se preguntó si los cuervos desandaban a veces su camino. No sería agradable llegar a lo alto del montículo y toparse con una bandada.
Arriba, levantó levemente la cabeza hasta poder ver, y emitió un suspiro de alivio cuando sólo divisó un bosquecillo en el oeste. No se advertía ningún cuervo. De pronto una zorra salió como una exhalación de entre los árboles. Tras ella brotaron cuervos del ramaje. El batir de sus alas casi ahogó un desesperado gemido de la raposa. Un torbellino negro se precipitó a su alrededor. La zorra repartía dentelladas, pero las aves la atacaban y se apartaban intactas, con sus negros picos relucientes de humedad. El animal atacado viró hacia los árboles, en busca del refugio de su guarida. Ahora corría con dificultad, con la cabeza baja y la pelambre ensangrentada, y los pájaros aleteaban en torno a él, aumentando progresivamente en número hasta que la palpitante masa negra fue tan espesa que ocultó por completo el cuerpo de su víctima. Tan de improviso como habían descendido, los cuervos alzaron el vuelo y desaparecieron en la siguiente ondulación meridional. Un irreconocible bulto de piel desgarrada era todo cuanto quedaba de la zorra.
Perrin tragó saliva. «¡Luz! Podrían hacernos lo mismo a nosotros. Un centenar de cuervos. Podrían…»
—Vamos —gruñó Elyas tras incorporarse de un salto. Hizo una señal a Egwene para que se uniera a ellos y, sin esperar, se encaminó al trote hacia la arboleda—. ¡Moveos, daos prisa! gritó de espaldas—. ¡Moveos!
Egwene coronó al galope el altozano y los alcanzó antes de que hubieran llegado a la hoyada. No había tiempo para darle explicaciones, pero sus ojos se fijaron de inmediato en los despojos de la zorra. Su faz se tomó tan blanca como la nieve. Cuando llegó a los árboles, Elyas se volvió y les hizo grandes gestos para indicarles que se apresuraran. Perrin trató de correr más rápido y tropezó. Haciendo equilibrios con los brazos extendidos, apenas si logró evitar caer de bruces. «¡Rayos y truenos! ¡Estoy corriendo tan deprisa como soy capaz!»
Un cuervo solitario partió aleteando del bosquecillo. Ladeó la cabeza hacia ellos, soltó un graznido y se alejó en dirección sur. Consciente de que ya era demasiado tarde, Perrin asió la honda que colgaba de su cintura. Todavía hurgaba en los bolsillos para coger una piedra cuando el pájaro se plegó de súbito en el aire y cayó desplomado al suelo. Boquiabierto, advirtió la honda que tenía Egwene en la mano. La muchacha le sonrió con inquietud.
—¡No os quedéis ahí pasmados! —los llamó Elyas.
Con un sobresalto, Perrin se precipitó hacia el bosquecillo y luego se apartó del camino para que no lo pisara Bela.
En la lejanía por poniente, apenas perceptible, se levantó una especie de neblina negra en el aire. Perrin sintió a los lobos que avanzaban en esa dirección, rumbo norte. Captó que éstos habían advertido cuervos, a derecha e izquierda, mientras caminaban. La oscura bruma viró hacia el norte como si persiguiera a los lobos y después giró de improviso y se alejó como una flecha hacia el sur.
—¿Creéis que nos han visto? —preguntó Egwene—. Ya estábamos bajo los árboles, ¿no es cierto? No es posible que nos hayan divisado a tanta distancia, ¿verdad?
—Nosotros los hemos visto a esa misma distancia —observó secamente Elyas. Perrin se revolvió, intranquilo, y Egwene inspiró, angustiada—. Si nos hubieran descubierto —gruñó Elyas—, se habrían abatido sobre nosotros como lo han hecho con la zorra. Mantened la mente clara si queréis conservar la vida. Si no lo controláis, el miedo acabará con vosotros. —Su penetrante mirada reposó en cada uno de ellos unos instantes. Por último hizo un gesto afirmativo—. Ahora ya se han ido y nosotros también debemos marcharnos. Mantened a mano esas hondas. Podrían volver a sernos útiles.
Después de abandonar la arboleda, Elyas desvió hacia el oeste la línea de marcha que habían venido siguiendo. A Perrin casi se le cortó la respiración; parecía como si caminaran en pos de los cuervos que habían divisado. Elyas avanzaba incansablemente y ellos no tenían más alternativa que ir tras él. Después de todo, Elyas conocía un lugar seguro en algún sitio. O al menos eso afirmaba.
Corrieron hacia la próxima colina, aguardaron a que los pájaros prosiguieran su ruta y luego volvieron a correr y a esperar de manera alternativa. La marcha regular que habían sostenido antes había sido fatigante, pero aquel avance a trompicones ya empezaba a hacerlos flaquear a todos, salvo a Elyas. A Perrin le palpitaba el pecho y cuando se hallaba sobre un promontorio sólo se preocupaba de recobrar el aliento, dejando que Elyas escrutara el terreno. Bela mantenía la cabeza gacha y sus hollares se ensanchaban de forma creciente a cada parada realizada. El miedo los laceraba y Perrin ignoraba si estaban controlándolo o no. Lo único que deseaba era que los lobos les informaran de lo que había a sus espaldas, en el supuesto de que hubiera algo, fuese cual fuese su naturaleza.
Frente a ellos volaban más cuervos de los que Perrin esperaba volver a ver. A derecha e izquierda las negras aves se elevaban ondulantes para tomar rumbo sur. En más de diez ocasiones llegaron al escondrijo de un bosquecillo o de una loma justo momentos después de que los cuervos hubieran alzado el vuelo. En una de ellas, cuando el sol comenzaba a descender de su altura de mediodía, permanecieron a cielo descubierto, petrificados como estatuas, a medio kilómetro del próximo punto de resguardo, mientras un centenar de espías alados del Oscuro pasaba de estampida a un escaso kilómetro de distancia a su izquierda. El sudor perló el rostro de Perrin a pesar del viento hasta que la última forma negra se hubo convertido en un punto y desvanecido luego en la distancia. Perdió la cuenta de los animales rezagados que abatieron con las hondas.
Siguiendo el mismo rumbo que habían tomado las aves, obtuvo pruebas fehacientes para justificar su miedo. Había contemplado con repugnancia y extraña fascinación un conejo despedazado. Su cabeza, con la cuencas vacías, permanecía erguida y los otros restos de su anatomía, piernas y entrañas, se hallaban esparcidos en círculo en torno a ella. También vio pájaros, convertidos en informes masas de plumas, y dos zorros más.
Le vino a la memoria algo que había comentado Lan. Todas las criaturas del Oscuro se complacían en dar muerte a otros seres. El poder del Oscuro reside en la muerte. ¿Y si los cuervos los encontraban? Aquellos ojos implacables que relucían como cuentas de azabache. Los hirientes picos que se agitarían en vorágine a su alrededor. Picos afilados como agujas que succionarían su sangre. Un centenar de ellos. «¿O llamarán a otros congéneres? ¿Tal vez a todas las criaturas de su especie, para que participen en la cacería?» Una repulsiva imagen invadió su mente. Un montón de cuervos, que cubrían toda una colina, hormigueando como gusanos, se disputaban algunos despojos sangrientos.
De improviso aquella escena fue sustituida por otras, que se mostraban con nitidez un instante para difuminarse y dejar paso a una siguiente. Los lobos habían hallado cuervos hacia el norte. Los pájaros bajaban en picado, emitían graznidos, revoloteaban y volvían a abatirse, succionando sangre a cada arremetida. Los lobos se encogían y saltaban entre gruñidos, y se retorcían en el aire cerrando bruscamente las mandíbulas.
Una y otra vez Perrin notó el gusto de las plumas y el enloquecedor sabor de las revoloteantes aves atrapadas al vuelo con una dentellada; percibió, con una desesperación que en ningún momento consideraba la posibilidad de cejar, que todo su denuedo no era suficiente. De repente, la alada horda se alejó, no sin antes girarse para dedicar un último chillido de rabia a los lobos. Éstos no perecían tan fácilmente como las raposas, y ellos debían cumplir una misión. Desaparecieron con un batir de alas negras, dejando tras de sí unas cuantas plumas que cayeron sobre sus compañeros muertos. Viento se lamió una desgarradura en la pierna delantera izquierda. Algo le había ocurrido a Saltador en uno de los ojos. Haciendo caso omiso de sus propias heridas, Moteado los reunió y los tres emprendieron una trabajosa carrera en la misma dirección en que habían desaparecido sus atacantes. Tenían la piel bañada de sangre. «Ya vamos. El peligro se acerca delante de nosotros».
Perrin intercambió una mirada con Elyas, mientras avanzaba a tropezones. Los amarillentos ojos del hombre aparecían del todo inexpresivos, pero estaba al corriente de lo ocurrido. Sin decir nada, se limitó a observar a Perrin y a aguardar, sin dejar de cubrir terreno a grandes zancadas.
«Está esperando, esperando a que yo admita que capto el pensamiento de los lobos».
—Cuervos —musitó, reacio, Perrin—. Detrás de nosotros.
—Tenía razón Elyas —murmuró Egwene— puedes comunicarte con ellos.
A pesar de sentir sus pies como bloques de hierro prendidos a estacas de madera, Perrin intentó hacer que se movieran a mayor velocidad. Si pudiera tomar la delantera y sortear aquellos ojos, los cuervos y los lobos, pero sobre todo los ojos de Egwene, que ahora sabían qué era él. «¿Qué eres? ¡Un condenado, que la Luz te ciegue! ¡Estás maldito!»
La garganta le ardía de una manera tal como no había experimentado antes ni siquiera al respirar el humo y el calor de la forja de maese Luhhan. Avanzó a trompicones asido al estribo de Egwene hasta que ésta descendió y lo obligó a montar a pesar de que él insistía en que podía continuar a pie. No transcurrió mucho tiempo, no obstante, antes de que la muchacha se aferrara al estribo mientras corría, sosteniéndose la falda con la otra mano, y aún menos antes de que Perrin desmontara con las rodillas todavía doloridas. Hubo de elevarla en brazos para que ocupara la silla, pero estaba demasiado fatigada para oponerse a él.
Elyas, inasequible al cansancio, los urgía a mantener la velocidad, les lanzaba pullas, y los mantenía tan cerca detrás de los cuervos que exploraban el terreno en dirección sur que Perrin pensó que bastaría con que uno de los pájaros volviera la cabeza para ser descubiertos.
—¡Seguid caminando, maldita sea! ¿Creéis que os tratarían con más miramiento que a la zorra si nos atrapan? ¿O que a ese otro animal que tenía las entrañas apiladas sobre la cabeza? —Egwene se ladeó en la silla para vomitar ruidosamente—. Sabía que lo recordaríais. Sólo tenéis que resistir un trecho más. Eso es todo. Vaya, pensaba que los muchachos campesinos eran más fuertes, que se pasaban el día trabajando y la noche bailando. ¡Moved esos condenados pies!
Comenzaron a descender los altozanos tan pronto como el último cuervo se había desvanecido detrás del siguiente y mientras los rezagados todavía aleteaban sobre la cumbre. «Bastaría con que uno mirara atrás». Los pájaros escrutaban a ambos lados mientras se precipitaban hacia adelante. «Con uno solo sería suficiente».
La bandada que iba a la zaga ganaba terreno inexorablemente. Moteado y sus compañeros les tomaban ya la delantera y se acercaban a ellos sin detenerse a lamerse las heridas, pero habían aprendido a escudriñar el cielo. «¿A qué distancia? ¿A cuánto tiempo de camino?» Los lobos carecían de las nociones temporales de los hombres, ya que para ellos no había motivos para dividir el día en horas. Las estaciones eran para ellos una distinción suficiente, y la luz y la oscuridad. No precisaban más. Finalmente Perrin percibió una imagen de la posición que ocuparía el sol en el horizonte cuando los cuervos les dieran alcance por la espalda. Miró por encima del hombro el sol que se ponía, y se pasó por los labios una lengua reseca. Al cabo de una hora las aves se cernerían sobre ellos, o tal vez en menos tiempo. Una hora, y todavía faltaban más de dos para que anocheciera.
«Moriremos con el crepúsculo», calculó lúgubremente; se tambaleaba mientras corría. Se llevó la mano al hacha y luego la trasladó a la honda. Aquella arma sería de más utilidad. Sin embargo, no sería suficiente, no contra un centenar de cuervos, un centenar de blancos en movimiento, un centenar de picos afilados.
—Ahora te toca a ti ir a caballo —le indicó cansinamente Egwene.
—Dentro de un poco —rehusó jadeante—. Todavía estoy fresco para recorrer varios kilómetros.
La muchacha asintió y permaneció sobre la silla. «Está cansada. ¿Debo decírselo? ¿O será preferible que crea que aún tenemos posibilidades de escapar? ¿Una hora de esperanza o una hora de desesperación?»
Elyas lo observaba de nuevo, mudo. Sin duda estaba también al corriente. Perrin miró a Egwene y hubo de pestañear para fundir las lágrimas que le anegaron los ojos. En el último instante, cuando los cuervos descendieran en picado sobre ellos, cuando ya no quedara ninguna expectativa, ¿tendría el valor de preservarla de la muerte que había padecido la zorra? «¡Que la Luz me infunda fuerzas! »
Las aves que volaban delante de ellos parecieron desvanecerse de improviso. Perrin todavía distinguía unas tenues nubes oscuras por el este y el oeste, pero enfrente… no había nada. «¿Adónde han ido? Luz, si les hemos tomado la delantera…»
De repente, le recorrió el cuerpo una gelidez, un frío hormigueo similar al que habría experimentado si se hubiera zambullido en el arroyo del manantial en pleno invierno. Aquella especie de escalofrío que serpenteaba en su interior pareció mitigar su fatiga y liberarlo parcialmente del dolor que agarrotaba sus piernas y la quemazón que le oprimía los pulmones. De algún modo, se sentía distinto, si bien no podía precisar qué había ocurrido. Se detuvo y miró en derredor con recelo.
Elyas los observaba, a él y a Egwene, con ojos brillantes. Él sabía en qué consistía aquel fenómeno, Perrin estaba convencido de ello, pero se limitaba a observar su reacción.
Egwene refrenó a Bela y miró indecisa en torno a sí, entre temerosa y maravillada.
—Es… extraño —susurró—. Tengo la sensación de haber perdido algo. —Incluso la yegua erguía la cabeza en actitud expectante, abriendo los hollares como si detectase un tenue aroma a heno recién segado.
—¿Qué…, qué ha sido eso? —preguntó Perrin.
Elyas emitió una súbita carcajada y se inclinó hacia adelante con los hombros convulsos para apoyar las manos en las rodillas.
—Estamos a salvo, eso es lo que pasa. Lo hemos logrado, condenados idiotas. Ningún cuervo atravesará esta línea…, ninguno que actúe por cuenta del Oscuro, al menos. Un trolloc solamente la cruzaría bajo presión y el Myrddraal que lo obligara a ello lo haría en una situación totalmente desesperada. Las Aes Sedai tampoco la transpondrían. El Poder Único no surte efecto aquí; no pueden entrar en contacto con la Fuente Verdadera. Ni siquiera pueden sentirla, como si no existiera. Eso les produce un gran resquemor, sin duda. Les produce, unos espasmos como si estuvieran borrachas. Este es un lugar seguro.
En principio, los ojos de Perrin no percibieron ningún cambio en el paisaje de ondulantes colinas y lomas que habían recorrido durante toda la jornada. Después advirtió algunas manchas verdes en el suelo; no muchas, pero más abundantes que en otros parajes. El pasto estaba menos invadido de malas hierbas. No alcanzaba a imaginar por qué, pero había… algo peculiar en aquel sitio. Y algo que, a decir de Elyas, hurgaba en sus recuerdos.
—¿Qué es? —inquirió Egwene—. Siento… ¿Qué es este lugar? Creo que no acaba de gustarme.
—Un stedding —rugió Elyas—. ¿Nunca habéis escuchado historias? Claro que no ha habido ningún Ogier aquí a lo largo de tres mil años, desde el Desmembramiento del Mundo, pero es el stedding lo que genera a los Ogier y no al revés.
—Sólo es una leyenda —tartamudeó Perrin. En los relatos, los steddings eran siempre refugios, parajes donde ocultarse de las Aes Sedai o de las criaturas del Padre de las Mentiras.
Elyas se incorporó. Aun cuando no aparecía del todo repuesto, no daba la sensación de haber corrido durante casi todo el día.
—Venid. Será mejor que nos adentremos más en esta leyenda. Aunque no pueden seguirnos, los cuervos todavía son capaces de vernos tan cerca de la frontera y podrían estar apostados en suficiente número como para vigilar la totalidad de sus contornos. Ojalá continúen su búsqueda sin reparar en nosotros.
Perrin deseaba quedarse allí mismo. Las piernas le temblaban, impeliéndolo a permanecer tumbado durante una semana entera. La influencia reparadora del lugar había sido sólo momentánea y ahora sentía de nuevo la fatiga y el dolor. Porfió por dar un paso y luego otro más. No resultaba fácil, pero de algún modo iba avanzando. Egwene puso a Bela en movimiento. Elyas emprendió una marcha rápida que sólo aminoraba al advertir la evidencia de que los demás no eran capaces de seguir su ritmo.
—¿Por qué no… nos quedamos aquí? —jadeó Perrin. Respiraba por la boca y debía esforzarse para emitir las palabras con el resuello entrecortado—. Si realmente es… un stedding, estaríamos a resguardo, sin trollocs ni Aes Sedai. ¿Por qué no… nos quedamos aquí… hasta que acabe todo? —«Tal vez tampoco entren aquí los lobos», pensó para sí.
_¿Y cuánto tiempo representaría eso? —contestó Elyas por encima del hombro con una ceja enarcada—. ¿Qué comeríamos? ¿Hierba, como los caballos? Además, otras personas conocen la existencia de este paraje y nada impide su acceso a los hombres, ni siquiera a los más depravados. Y sólo hay un sitio donde todavía se encuentra agua. —Con el rostro ceñudo giró sobre sí y escrutó el terreno. Cuando hubo finalizado, sacudió la cabeza y murmuró algo para sus adentros. Perrin captó cómo llamaba a los lobos. «Deprisa. Deprisa»—. Nosotros estamos suponiendo una posibilidad de salvación entre múltiples peligros y los cuervos poseen una certeza. Vamos. Sólo quedan uno o dos kilómetros.
Perrin habría refunfuñado si no hubiera tenido que dosificar el aliento.
Las suaves colinas comenzaron a aparecer salpicadas de unas enormes moles de piedra gris de formas irregulares, recubiertas de líquenes y medio enterradas en la tierra, algunas de las cuales tenían un tamaño tan grande como el de una casa. Se hallaban invadidas de zarzas sin excepción y medio ocultas por matorrales en su mayoría. De vez en cuando, entre el tono pardusco de la maleza, una solitaria mancha verde anunciaba que aquél era un lugar especial. Fuera lo que fuese lo que mortificaba la tierra más allá de sus límites, también producía daños en su interior, pero allí la herida no era tan profunda.
Por último, franquearon un nuevo altozano y en la hondonada siguiente divisaron un estanque. Cualquiera de ellos habría podido vadearlo en dos zancadas, pero el agua estaba lo bastante clara y limpia como para transparentar la arena del fondo, reluciente como una lámina de cristal. Incluso Elyas se precipitó con entusiasmo por la pendiente.
Perrin se tumbó boca abajo en el suelo cuando llegó junto a la charca y zambulló la cabeza en ella. Un instante después, la sacó del frío líquido que había manado de las entrañas de la tierra. Sacudió la cabeza, produciendo una llovizna que desprendían sus largos cabellos. Egwene lo salpicó, sonriendo. Los ojos de Perrin adoptaron una expresión sombría. La muchacha frunció el entrecejo y abrió la boca, pero él volvió a introducir el rostro en el estanque. «No más preguntas. Ahora no. Basta de explicaciones». Sin embargo, una vocecilla lo acosaba. «Pero lo habrías hecho, ¿no es cierto?»
Al poco Elyas reclamó su atención.
—Si todos vamos a comer, necesitaré ayuda.
Egwene trabajó con entusiasmo, y reía y bromeaba mientras preparaban su exigua comida. No les quedaba más que queso y carne seca, dado que no habían tenido ocasión de cazar. Por suerte, todavía tenían té. Perrin participó en las tareas en silencio. Sentía los ojos de Egwene fijos en él y percibía una preocupación creciente en su semblante, pero él evitaba en lo posible encontrar su mirada. Sus risas se desvanecieron y las bromas fueron espaciándose hasta perder su arrebato. Elyas observaba sin decir nada. La taciturnidad se apoderó de ellos. Comieron en silencio mientras el sol enrojecía en el horizonte y las sombras de sus cuerpos se alargaban.
«No falta ni una hora para que reine la oscuridad. De no ser por el stedding, todos estaríais muertos ahora. ¿La habrías salvado? ¿La habrías abatido con el hacha como a un arbusto cualquiera? Los arbustos no sangran, ¿verdad? Ni gritan y miran a los ojos preguntando el porqué».
Perrin se retrajo aún más. En lo más recóndito de su mente percibía algo que se mofaba de él. Algo cruel. No era el Oscuro. Casi deseaba que hubiera sido eso. No se trataba del Oscuro, sino de sí mismo.
Excepcionalmente, Elyas había quebrantado sus normas respecto a las hogueras. Allí no crecían árboles, pero él había arrancado ramas secas de los arbustos y había encendido una fogata al amparo de una enorme peña que brotaba de la pendiente de la colina. Por las capas de hollín depositadas en la piedra, Perrin dedujo que aquel mismo lugar debía de haber sido utilizado por incontables generaciones de viajeros.
La parte de la roca que sobresalía de la tierra poseía una forma redondeada, bruscamente cortada en una abrupta pendiente en un costado, cuya desigual superficie se hallaba cubierta de musgo reseco. A Perrin se le antojaron extraños los surcos y oquedades erosionados en el lado ovalado, pero se encontraba demasiado absorto en su melancolía para prestarles mayor atención. Egwene, en cambio, los contemplaba mientras comía.
—Eso —observó finalmente—parece un ojo.
Perrin parpadeó; en efecto, semejaba un ojo, bajo toda aquella capa de hollín.
—Lo es —confirmó Elyas. Estaba sentado de espaldas al fuego y a la roca, observando la tierra a su alrededor, al tiempo que masticaba una tira de carne seca casi tan dura como el cuero—. El ojo de Artur Hawkwing. El ojo del propio Rey Supremo. En esto fueron a parar al final todo su poder y gloria.
Hablaba distraídamente, como también mascaba con mente ausente; su mirada y su atención se centraban en las lomas del entorno.
—¡Artur Hawkwing! —exclamó Egwene—. Me estáis tomando el pelo. No es ningún ojo. ¿Por qué iba a esculpir alguien el ojo de Artur Hawkwing en una piedra como ésta?
Elyas la miró brevemente por encima del hombro y murmuró:
—¿Y qué os enseñan a los cachorros de pueblo? —Resopló mientras reasumía su vigilancia, pero sin dejar de hablar—. Artur Paendrag Tanreall, Artur Hawkwing, el Rey Supremo, unió todas las tierras desde la Gran Llaga hasta el Mar de las Tormentas, del Océano Aricio al Yermo de Aiel e incluso algunas situadas más allá del Yermo. Hasta llegó a enviar ejércitos a la otra orilla del Océano Aricio. Las historias cuentan que gobernó el mundo entero, pero lo que en realidad abarcaron sus dominios bastaría a cualquier mortal. Con todo, impuso la paz y la justicia en ellos.
—Todos eran iguales ante la ley —recitó Egwene— y ningún hombre alzaba la mano contra otro hombre.
—Veo que al menos has escuchado alguna historia. —Elyas rió secamente—. Artur Hawkwing impuso la paz y la justicia, pero las implantó con ayuda del fuego y las armas. Un niño podía cabalgar solo con una bolsa de oro desde el Océano Aricio a la Columna Vertebral del Mundo sin experimentar un instante de temor, pero la justicia del Rey Soberano tenía la misma dureza que esta piedra para quienes osaran poner en entredicho su poder, aun si sólo era por su propia naturaleza o porque la gente opinase que constituía una amenaza. El pueblo llano dispuso de paz y justicia y tenía qué llevarse al estómago, pero mantuvo asediada durante veinte años Tar Valon y puso un precio de un millar de coronas de oro a la cabeza de cada una de las Aes Sedai.
—Pensaba que las Aes Sedai no os inspiraban simpatía —apuntó Egwene.
Elyas esbozó una sonrisa sarcástica.
—No importa lo que a mí me guste, muchacha, Artur Hawkwing fue un arrogante insensato. Una curandera Aes Sedai habría podido salvarlo cuando enfermó, fue envenenado, a decir de algunos, pero todas las Aes Sedai que permanecían con vida se encontraban acorraladas tras las Murallas Resplandecientes y utilizaban todo su Poder para contener a un ejército que iluminaba la noche con las fogatas de su campamento. De cualquier manera, no habría permitido que se le acercara ninguna. Detestaba a las Aes Sedai con la misma fuerza con que aborrecía al Oscuro.
Egwene frunció los labios, pero, al tomar la palabra, sólo objetó.
—¿Qué tiene que ver todo eso con la posibilidad de que esto sea el ojo de Artur Hawkwing?
—Sólo esto, muchacha. Reinando la paz en todos los territorios, a excepción de los de ultramar, aclamado con fervor por la gente en todo lugar que visitara (lo querían de veras; era un hombre rudo, pero nunca con la plebe) bien, con todo eso, decidió que había llegado el momento de construir una capital. Una nueva ciudad que no estuviera conectada en la mente de nadie con una antigua causa ni facción ni rival. La levantó aquí, en el centro exacto de la tierra circundada por los mares, el Yermo y la Llaga. Aquí, donde ninguna Aes Sedai entraría por propia voluntad ni podría utilizar el Poder en caso de que lo hiciera. Una capital que irradiaría algún día al mundo entero la paz y la justicia. Al escuchar la proclama, el pueblo llano donó dinero suficiente para alzar un monumento dedicado a él. La mayoría de la gente lo consideraba levemente por debajo de la condición del propio creador. Sólo levemente. Llevó cinco años esculpir aquella estatua, la cual representaba al mismo Hawkwing en un tamaño cien veces superior al de su persona. La alzaron aquí, en el punto alrededor del cual debía construirse la ciudad.
—Nunca hubo una ciudad aquí —se mofó Egwene—. Habría más ruinas en ese caso.
Elyas asintió, sin abandonar el escrutinio del terreno.
—En efecto, no la hubo. Artur Hawkwing murió el mismo día en que se finalizó la escultura, y sus hijos y el resto de su estirpe se disputaron el trono con las armas. La estatua permaneció solitaria en medio de la neblina de estas colinas. Los hijos, los sobrinos y primos fallecieron y con ellos el linaje de Hawkwing. Algunos habrían borrado incluso su recuerdo, si ello hubiera sido factible. Se quemaron todos los libros que mencionaban su nombre. Al final sólo quedaron de él los relatos orales, inexactos en su mayoría. Ahí es donde fue a parar toda su gloria.
»Las luchas no cesaron con la muerte de Hawkwing y de sus familiares, por supuesto. Todavía había un trono que ganar y todos los señores y damas capaces de mantener guerreros a su servicio lo codiciaban. Aquél fue el inicio de la Guerra de los Cien Años. En realidad duró ciento veintitrés y la mayor parte de la historia de aquel tiempo se perdió en el humo de las ciudades arrasadas por el fuego. Muchos consiguieron retazos de tierra, pero ninguno logró la totalidad del reino, y en algún momento de aquella época alguien derribó la estatua. Tal vez no podían soportar más comparar su estatura con la de la reproducción de Hawkwing.
—Primero dais a entender que lo despreciáis —arguyó Egwene— y ahora parece que sentís admiración por él. —Sacudió la cabeza.
Elyas se volvió para mirarla de hito en hito.
—Toma un poco de té si quieres. Quiero que el fuego esté apagado antes de que anochezca.
Perrin distinguía con nitidez el ojo entonces, a pesar de la escasa luz del crepúsculo. Era mayor que la cabeza de un hombre y las sombras que se abatían a través de él le conferían el aspecto del ojo de un cuervo, duro, negro e implacable. Deseó haber armado el campamento en cualquier otro lugar.