Cuando Rand y Mat cruzaron la sala acarreando los primeros barriles, maese al’Vere llenaba ya un par de jarras con su mejor cerveza negra, de elaboración propia, de uno de los toneles alineados junto a la pared. Mirto, el gato amarillo de la posada, se acurrucó encima con los ojos cerrados y la cola enroscada en torno a las patas. Tam se hallaba delante de la gran chimenea de cantos rodados, tocando con el pulgar una pipa de cañón largo, rebosante de tabaco procedente de una lata que el posadero siempre tenía dispuesta sobre la chimenea. Ésta abarcaba la mitad de la longitud de la gran estancia cuadrada, con un dintel tan alto como los hombros de un hombre, y las chisporroteantes brasas del hogar se encargaban de atajar el frío reinante en el exterior.
Siendo la víspera de la festividad un día de tanto trajín, Rand esperaba encontrar la sala vacía fuera de Bran, su padre y el gato; pero había cuatro miembros del Consejo, incluido Cenn, sentados en sillas de alto respaldo junto al fuego, con las manos ocupadas por sendas jarras y las cabezas rodeadas de un halo de humo de tabaco. Nadie había ocupado los bancos de piedra y los libros de Bran permanecían intactos en el estante del otro lado de la chimenea. Los hombres no hablaban siquiera; miraban silenciosos la cerveza o se golpeaban ligeramente los dientes con el cañón de la pipa en señal de impaciencia, mientras aguardaban a que Tam y Bran se reunieran con ellos.
La preocupación no era infrecuente entre los miembros del Consejo del Pueblo en aquellas fechas, al menos en el Campo de Emond, y todo parecía indicar que lo mismo sucedía en la Colina del Vigía o en Deven Ride. O en el Embarcadero de Taren, aunque ¿quién podía saber lo que pensaba en realidad la gente del Embarcadero sobre cualquier tema?
Únicamente dos de los hombres apostados junto al fuego, Haral Luhhan, el herrero, y Jon Thane, el molinero, se dignaron dedicar una mirada a los muchachos cuando éstos entraron. Maese Luhhan, empero, los observó con cierto detenimiento. Los brazos del herrero eran tan recios como las piernas de la mayoría de los hombres, acordonados con potentes músculos, y todavía llevaba puesto su largo delantal de cuero como si hubiera salido a toda prisa de la forja para acudir a la reunión. Su gesto ceñudo pareció dirigido a los dos. Después se arrellanó en la silla y volvió a centrar su atención en propinar con exagerada concentración rápidos golpecitos en la embocadura de su pipa.
Cuando Rand aminoraba el paso azuzado por la curiosidad, recibió tal puntapié de Mat en el tobillo que apenas logró contener un chillido. Su amigo señalaba con insistencia en dirección a la puerta trasera de la estancia, que traspuso de estampida sin más preámbulo. Rand lo siguió, aunque no tan deprisa, cojeando levemente.
—¿A qué venía eso? —preguntó tan pronto como se halló en el rellano anterior a la cocina—. Casi me rompes el…
—Es el viejo Luhhan —contestó Mat, al tiempo que echaba una ojeada a la sala por encima del hombro de Rand—. Me parece que sospecha que yo fui el que… —Interrumpió bruscamente sus palabras al surgir de improviso la señora al’Vere de la cocina, acompañada del aroma del pan recién horneado.
La bandeja que llevaba en las manos contenía algunas de las crujientes hogazas que le habían otorgado renombre en toda la zona de Campo de Emond, así como platos con encurtidos y queso. La comida hizo recordar de pronto a Rand que sólo había comido un pedazo de pan antes de abandonar la granja de mañana. El ruido de su estómago denunció su hambre a su pesar.
La señora al’Vere, una mujer esbelta, con una gruesa trenza de cabellos canosos peinada hacia un lado, les sonrió acogedora a ambos.
—Hay más pan en la cocina, si tenéis apetito, y nunca he conocido a ningún chico de vuestra edad que no lo tuviera. O de cualquier otra edad, a decir verdad. Si lo preferís, estoy cociendo pastelillos de miel esta mañana.
Era una de las pocas mujeres casadas de la comarca que no intentaba nunca buscarle pareja a Tam. Respecto a Rand su solicitud se concretaba en cálidas sonrisas y un rápido tentempié siempre que iba a la posada, pero ella ofrecía lo mismo a todos los jóvenes del lugar y, si en alguna ocasión lo miraba como si quisiera llevar más lejos su acogida, al menos no pasaba a la acción, lo cual le agradecía inmensamente Rand.
Sin esperar respuesta, la mujer prosiguió hasta la sala. Inmediatamente se oyó el ruido de sillas al levantarse los hombres y exclamaciones propiciadas por el olor del pan. Era, con ventaja, la mejor cocinera de Campo de Emond y no había hombre en varios kilómetros a la redonda que no se sintiera exultante ante una ocasión de sentarse a su mesa.
—¡Pasteles de miel! —exclamó Mat, relamiéndose.
—Después —lo contuvo con firmeza Rand—, o no acabaremos nunca.
Una lámpara pendía por encima de las escaleras de la bodega, justo al lado de la puerta de la cocina, y otra similar iluminaba la habitación de paredes de piedra ubicada debajo de la posada, dejando sólo una leve penumbra en los rincones más alejados. Toda la estancia estaba flanqueada de anaqueles de madera que sostenían toneles de licor y sidra, y grandes barriles de cerveza y de vino, algunos con espitas clavadas. Muchos de los barriles de vino tenían inscripciones con tiza realizadas por maese al’Vere, en las que constaba el año en que se habían comprado, el buhonero que los había traído y la ciudad donde habían sido elaborados, pero la totalidad de la cerveza y el licor eran producto de los campesinos de Dos Ríos, cuando no del propio Tam. Los buhoneros e incluso los mercaderes vendían a veces licor o cerveza de afuera, pero no eran tan buenos y además costaban un ojo de la cara, por lo cual nadie los probaba más de una vez.
—Cuéntame —dijo Rand después de dejar el barril en un estante—, ¿Qué has hecho para tener que esconderte de maese Luhhan?
—Nada, de verdad —respondió Mat con un encogimiento de hombros—. Le dije a Adan al’Caar y a algunos de los mocosos de sus amigos, Ewin Finngar y Dag Coplin, que algunos granjeros habían visto apariciones fantasmales, que soltaban fuego por la boca y corrían por el bosque. Se lo tragaron como si fuera un pastel de crema.
—¿Y maese Luhhan está furioso contigo por eso? —inquirió dubitativo Rand.
—No exactamente. —Mat hizo una pausa y luego sacudió la cabeza—. El caso es que rebocé a dos de sus perros con harina para que se vieran blancos y después los solté cerca de la casa de Dag. ¿Cómo iba a suponer que se echarían a correr directamente hasta su casa? Yo no tengo la culpa. Si la señora Luhhan no hubiera dejado la puerta abierta no habrían entrado. Yo no tenía ninguna intención de que se le pusiera toda la casa perdida de harina. —Soltó una carcajada—. Me han dicho que iba persiguiendo al viejo Luhhan y a los perros con una escoba en la mano.
Rand puso cara de disgusto al tiempo que reía.
—Yo que tú, me guardaría más de Alsbet Luhhan que del herrero. Ella es casi igual de fuerte y tiene peor genio. Da igual. Si caminas rápido, quizá no se dé cuenta de que estás aquí. —La expresión de Mat indicaba a las claras que no le divertía nada lo que Rand acababa de decirle.
Cuando atravesaron de regreso la sala, no obstante, no fue preciso que Mat aligerara el paso. Los seis hombres habían juntado las sillas en un impenetrable corro junto al fuego. De espaldas a la chimenea, Tam hablaba en voz baja y el resto se inclinaba para escucharlo, prestándole tanta atención que no se habrían percatado ni de un rebaño de ovejas que hubiera irrumpido en la habitación. Rand deseaba aproximarse para oír de qué hablaban, pero Mat le tiró de la manga con ojos angustiados. Con un suspiro, se dirigió hacia el carro detrás de Mat.
De vuelta, se encontraron con una bandeja en el escalón superior y el dulce aroma de los pastelillos que impregnaba el rellano. También había dos vasos y una jarra llena de humeante sidra caliente. Pese a su decisión de esperar hasta más tarde, Rand efectuó los últimos dos viajes entre la carreta y la bodega haciendo malabarismos para sostener al mismo tiempo un tonel y un pastel ardiente en las manos.
Después de depositar el último barril en los estantes, se limpió las migas de la boca, mientras Mat se deshacía de su carga, y luego dijo:
—Ahora, a ver al jugl…
Un repiqueteo de pies resonó en las escaleras y Ewin Finngar estuvo en un tris de caer en la bodega en su atolondramiento. Su rostro gordinflón relucía con el ansia de contar la noticia.
—Hay forasteros en el pueblo. —Contuvo el aliento y dirigió a un tiempo una sonrisa irónica a Mat—. No he visto ninguna aparición fantasmal, pero me han contado que alguien enharinó los perros de maese Luhhan. Tengo entendido que la señora Luhhan también tiene alguna pista sobre quién es el responsable.
Los años que mediaban entre Rand y Mat y Ewin, quien sólo tenía catorce, eran por lo general motivo para que no prestaran nunca atención a lo que tenía que decir. En aquella ocasión, sin embargo, intercambiaron una mirada estupefacta y luego se pusieron a hablar al unísono.
—¿En el pueblo? —inquirió Rand—. ¿No será en el bosque?
—¿Llevaba una capa negra? —añadió Mat sin mediar tregua—¿Le has visto la cara?
Ewin los observaba indeciso hasta que Mat avanzó amenazador.
—Claro que he podido verle la cara. Y su capa es verde, o tal vez gris. Cambia de color. Parece como si se fundiera con cualquier cosa que esté detrás. A veces uno no lo ve ni aun si lo mira fijo, a menos que se mueva. Y la de ella es azul, del mismo color que el cielo, y diez veces más elegante que todos los vestidos de fiesta que he visto jamás. También es diez veces más hermosa que cualquier persona que haya contemplado. Es una dama de alta alcurnia, como las de los cuentos. No puede ser de otro modo.
—¿Ella? —inquirió Rand— ¿De quién estás hablando? —Dirigió la mirada hacia Mat, que se había llevado las manos a la cabeza y se restregaba los ojos.
—Son los forasteros de los que quería hablarte —murmuró Mat—, antes de que comenzaras a… Se detuvo de súbito, abriendo los ojos para fijarlos con dureza en Ewin—. Llegaron ayer tarde prosiguió—y alquilaron habitaciones en la posada. Los vi cuando entraban en el pueblo. ¡Qué caballos, Rand! Nunca había visto caballos tan altos ni tan lustrosos. Parecía como si pudieran correr sin parar jamás. Creo que él trabaja para ella.
—A su servicio —intervino Ewin—. En las historias lo llaman estar al servicio de alguien.
Mat continuó como si Ewin no hubiera abierto la boca.
—Sea como sea, él la trata con deferencia y hace lo que ella dice. Lo que ocurre es que no es como un criado. Un soldado, puede que sea, por la manera como lleva la espada, como si fuera parte de sí, como una mano o un pie. A su lado los guardas de los mercaderes parecerían perros falderos. Y ella, Rand… Nunca había imaginado a alguien así. Es como salida de un cuento de hadas Es como…, como… —Se detuvo para asestar una agria mirada a Ewin… como una dama de alta alcurnia —concluyó en un suspiro.
—¿Pero quiénes son? —preguntó Rand.
A excepción de los mercaderes, que acudían un par de veces al año a comprar tabaco y lana, y los buhoneros, nunca llegaban forasteros a Dos Ríos, o casi nunca. Tal vez al Embarcadero de Taren, pero no hasta parajes situados más al sur. La mayoría de los mercaderes y buhoneros visitaban la región año tras año, por lo que no eran considerados como extraños, sino como simples forasteros. Habían pasado cinco años como mínimo desde la última vez en que un extraño propiamente dicho hizo su aparición en el Campo de Emond, y aquél había ido allí para huir de algún contratiempo que había tenido en Baerlon y cuya naturaleza no acabó de comprender ninguno de los habitantes del pueblo. Se había quedado poco tiempo.
—¿A qué han venido?
—Extraños, Mat, y una gente con la que no te hubieras atrevido a soñar. ¡Piénsalo!
Rand abrió la boca, y la cerró de nuevo sin pronunciar palabra. El jinete de la capa negra lo había puesto más nervioso que un gato perseguido por un perro. Se le antojaba una terrible coincidencia que hubiera al mismo tiempo tres extraños en el lugar. Tres si la capa de ese tipo que cambiaba de colores no se volvía nunca negra.
—Ella se llama Moraine —anunció Ewin tras un momentáneo silencio—. Oí a él llamarla así: Moraine, lady Moraine. Él se llama Lan. Aunque a la Zahorí no le guste ella, a mí sí me gusta.
—¿Qué te hace pensar que a Nynaeve no le cae bien? —inquirió Rand.
—Le ha preguntado algunas cosas a la Zahorí esta mañana —respondió Ewin—y la ha llamado «niña». —Rand y Mat silbaron quedamente entre dientes, a Ewin se le atragantaban las palabras con la prisa por explicar—. Lady Moraine no sabía que era la Zahorí. Entonces se disculpó al enterarse. Y le hizo algunas preguntas sobre hierbas y sobre quién es quién en el pueblo, con tanto respeto como lo habría hecho cualquier otra mujer del pueblo… más que algunas de ellas. Siempre está haciendo preguntas, acerca de la edad de la gente, de cuánto tiempo hace que viven aquí y… oh, no sé qué más. Lo cierto es que Nynaeve le ha respondido como si hubiera mordido una manzana ácida. Después, cuando lady Moraine se hubo marchado, Nynaeve la miró como si…, bueno, no como a una amiga, os lo aseguro.
—¿Eso es todo? —dijo Rand—. Ya conoces el mal genio de Nynaeve. Cuando Cenn Buie la llamó el año pasado, le golpeó la cabeza con su vara, y él está en el Consejo del Pueblo y es tan viejo que hasta podría ser su abuelo. Monta en cólera por cualquier cosa y se le pasa el enfado cuando da media vuelta.
—Eso ya es demasiado complicado para mí —murmuró Ewin.
—A mí no me importa a quién le dé palos Nynaeve —dijo riéndose Mat—, siempre que no me toque a mí. Éste va a ser el mejor Bel Tine de que hayamos disfrutado nunca. Un juglar, una dama… ¿Quién puede desear más? ¿A quién le preocupan los fuegos de artificio?
—¿Un juglar? —inquirió Ewin con voz repentinamente excitada.
—Vamos, Rand —prosiguió Mat, haciendo caso omiso del chaval—. Ya hemos terminado. Tienes que ver a ese tipo.
Se plantó de un salto en las escaleras, seguido de Ewin que preguntaba tras él:
—¿De veras habrá un juglar, Mat? No será como aquello de las apariciones fantasmagóricas ¿eh? ¿O como lo de las ranas?
Rand se detuvo para apagar la lámpara antes de apresurarse en pos de ellos.
En la sala, Rowan Hurn y Samel Crawe se habían sumado al grupo situado junto al fuego, de modo que la totalidad del Consejo del Pueblo se hallaba reunida allí. Bran al’Vere hablaba entonces, con su habitualmente atronadora voz modulada en un tono tan bajo que únicamente un apagado murmullo llegaba más allá de las sillas apiñadas entre sí. El alcalde daba énfasis a su discurso con golpes de su grueso dedo índice contra la palma de la otra mano y clavaba consecutivamente la mirada en cada uno de los presentes. Todos respondían con gestos de asentimiento a su mensaje, si bien Cenn más a regañadientes que el resto.
La manera como se apretaban unos contra otros los hombres era claro indicio de que, fuese cual fuese el tema que estaban debatiendo, solamente concernía al Consejo del Pueblo, al menos en aquel momento. No verían con buenos ojos que Rand intentara escuchar. Dicha consideración lo indujo a alejarse a su pesar. De todas maneras había el juglar… y los forasteros.
Afuera, Bela y la carreta habían desaparecido, llevadas sin duda por Hu o Tad al establo. Mat y Ewin permanecían observándose mutuamente con fijeza a escasos pasos de la puerta de entrada, con las capas ondulando al viento.
—Por última vez —rugió Mat—. No te estoy gastando ninguna broma. Hay un juglar. Ahora lárgate. Rand, ¿vas a decirle a este cabeza de chorlito que lo que le digo es verdad, para que me deje en paz de una vez?
Rand se arrebujó en la capa y avanzó dispuesto a apoyar a Mat, pero las palabras se desvanecieron al tiempo que se le ponía de punta el vello de la nuca: alguien lo observaba. No era la misma sensación que le había producido el jinete encapuchado, pero de todos modos no era algo agradable, y menos después de haber tenido aquel encuentro.
Dirigió una rápida mirada alrededor del Prado y vio sólo lo que ya había allí antes: niños que jugaban, gente que se preparaba para la fiesta… y ninguno de ellos miraba hacia donde él estaba. La Viga de Primavera se alzaba solitaria ahora, aguardando. Las calles laterales se hallaban a merced de los gritos infantiles. Todo estaba en orden, con excepción de que alguien estaba observándolo.
Entonces algo lo indujo a alzar la vista. En el alero del tejado de la posada se asomaba un enorme cuervo, balanceándose levemente con las rachas de viento procedentes de la montañas. Tenía la cabeza inclinada a un lado y un ojo pequeño y negro centrado… en él, pensó. Tragó saliva y, de pronto, se vio invadido de una vehemente furia.
—Asqueroso animal carroñero —murmuró.
—Estoy harto de que me miren —gruñó Mat, y Rand se dio cuenta de que su amigo se había acercado a él y contemplaba preocupado al pájaro.
Intercambiaron una mirada y luego se agacharon simultáneamente a recoger piedras.
Los dos tiros fueron certeros… y el cuervo se hizo a un lado; las piedras silbaron al atravesar el aire en el lugar que había ocupado el animal. Después de batir las alas, volvió a inclinar la cabeza y clavó en ellos un mortífero ojo negro, impávido, con si nada hubiera ocurrido.
Rand observó consternado al pajarraco.
—¿Habías visto alguna vez un cuervo que hiciera eso? —preguntó en voz baja. Mat sacudió la cabeza sin apartar la mirada del animal. —Nunca. Ni ningún otro pájaro.
—Un pájaro abyecto —dijo tras de ellos una voz femenina, melodiosa a pesar de la repulsión expresada—, del que hay que desconfiar incluso en la ocasión más propicia.
Emitiendo un agudo graznido, el cuervo alzó el vuelo con tal violencia que dos de sus negras plumas cayeron ondeando desde el borde del tejado.
Asombrados, Rand y Mat giraron la cabeza para seguir el rápido vuelo del ave, por encima del Prado, en dirección a las brumosas Montañas de la Niebla, más allá del Bosque del Oeste, hasta convertirse en una mota antes de desaparecer de su vista.
Rand posó la mirada en la mujer que había hablado. Ella también había estado contemplando el vuelo de cuervo, pero entonces se volvió y sus ojos se encontraron con los suyos. No podía dejar de mirarla. Aquélla debía de ser lady Moraine. En verdad poseía toda la donosura que Mat había alabado, si no más.
Al oír que había llamado niña a Nynaeve, la había imaginado entrada en edad, pero no así. Al menos, él no podía decidir cuántos años tendría. Al principio había creído que era igual de joven que Nynaeve; sin embargo, cuando la contemplaba, más crecía su certeza de que era mayor. Sus grandes ojos oscuros delataban una madurez, un indicio de sabiduría que nadie era capaz de adquirir en la juventud. Por espacio de un instante, pensó que aquellos ojos eran profundos estanques dispuestos a engullirlo. Era asimismo evidente la razón por la que Mat y Ewin la habían asemejado a una dama de un cuento de hadas. Tenía un porte tan airoso y tan imperativo a un tiempo que a su lado él se sentía torpe y desmañado. No era alta; apenas su cabeza le habría llegado al pecho, pero su presencia tenía tal peso que su talla parecía la adecuada y él, con su altura, un desgarbado.
Toda su persona era distinta de cuantas había conocido antes. La amplia capucha de su capa enmarcaba su rostro y su oscuro cabello, que caía en suaves bucles. Jamás había visto una mujer en edad adulta llevar el pelo sin trenzar; todas las muchachas de Dos Ríos esperaban ansiosas el momento en que el Círculo de mujeres de su pueblo decidiera que ya eran bastante mayores para llevar trenza. Su atuendo era igualmente insólito. La capa era de terciopelo azul cielo, con profusos bordados en seda que representaban hojas, vides y flores en los bordes. El vestido, de un azul más oscuro que la capa, con acuchillados color crema, destellaba ligeramente cuando se movía. Un collar de oro macizo le pendía del cuello y otra cadena de oro, que rodeaba delicadamente el cabello, soportaba una pequeña y resplandeciente piedra azul suspendida en medio de la frente. Un ancho cinturón de oro entrelazado circundaba su cintura y el anular de la mano izquierda lucía un anillo, también de oro, con forma de serpiente que se mordía la cola. Por cierto, no había visto nunca un anillo igual, aun cuando reconociera en él la Gran Serpiente, una simbología de la eternidad aún más antigua que la propia Rueda del Tiempo.
Más elegante que todos los vestidos de fiesta vistos hasta entonces, había dicho Ewin, y estaba en lo cierto. No había nadie en Dos Ríos que usara tales ropajes, en ninguna ocasión.
—Buenos días, señora… ah… lady Moraine —saludó Rand con semblante acalorado y lengua entorpecida.
—Buenos días, lady Moraine —repitió Mat con más soltura, aunque no mucha más.
La dama sonrió y Rand se halló de pronto preguntándose si habría algún servicio que él pudiera prestarle, algo que le proporcionara una excusa para permanecer junto a ella. Sabía que la sonrisa iba dirigida a todos ellos, pero parecía como si estuviera dedicada exclusivamente a él. Era en verdad como tener materializado ante sí el relato de un juglar. Mat lucía una sonrisa bobalicona en el rostro.
—Conocéis mi nombre —dijo, al parecer encantada. ¡Como si su presencia, por más breve que fuera, no estuviera destinada a constituir la comidilla del Pueblo durante un año!—. Pero debéis llamarme Moraine, no lady. ¿Y cómo os llamáis vosotros?
Ewin se adelantó antes de que los otros pudieran articular palabra.
—Mi nombre es Ewin Finngar, mi señora. Yo les he dicho cómo os llamabais, por eso lo saben. Oí cómo Lan os llamaba así, pero de modo casual, no por indiscreción. Nunca hasta ahora había venido alguien como vos al Campo de Emond. También habrá un juglar en el pueblo para Bel Tine. Y esta noche es la Noche de Invierno. ¿Vendréis a mi casa? Mi madre ha preparado pasteles de manzana.
—Tendré que pensarlo —respondió, poniendo una mano en el hombro de Ewin. Sus relucientes ojos traicionaban la diversión, si bien ningún otro rasgo de su cara la demostraba—. No veo de qué manera podría competir yo con un juglar, Ewin. Pero tienes que llamarme Moraine. Entonces miró expectante a Rand y a Mat.
—Yo soy Matrim Cauthon, lad… ah… Moraine —se presentó Mat.
Y, tras dedicarle una rígida y espasmódica reverencia, se enderezó, mostrando su semblante teñido de rubor.
Rand había estado considerando la posibilidad de realizar un gesto semejante, al igual que lo hacían los personajes de los relatos, pero, ante el éxito de Mat, se limitó a pronunciar su nombre. Como mínimo, aquella vez no tartamudeó en absoluto.
Moraine los observó alternativamente. Rand pensó que su sonrisa, una mera curva en las comisuras de sus labios, era ahora igual a la que esbozaba Egwene cuando guardaba algún secreto.
—Seguramente necesitaré que alguien efectúe algunos recados para mí de vez en cuando durante mi estancia en el Campo de Emond —dijo—. ¿Tal vez querríais prestarme vuestra ayuda? —Lanzó una carcajada al oír el unánime y precipitado asentimiento—. Aquí tenéis —añadió.
Ante la sorpresa de Rand, depositó una moneda en la palma de su mano, que cerró después con firmeza con las suyas.
—No es necesario —comenzó a decir, pero ella acalló con un gesto su protesta mientras entregaba otra moneda a Ewin, antes de oprimir la mano de Mat del mismo modo como lo había hecho con la suya.
—Desde luego que lo es —arguyó—. Nadie puede esperar que trabajéis sin recibir nada a cambio. Consideradlo como algo simbólico y llevadlo con vosotros; así recordaréis que habéis accedido a acudir a mi llamada. Ahora existe un vínculo entre nosotros.
—Nunca lo olvidaré —aseguró con voz chillona Ewin.
—Después hemos de conversar —dijo la dama—, y deberéis contarme cosas sobre vosotros mismos.
—¿Lady…, quiero decir, Moraine? —inquirió titubeante Rand al volverse la mujer. Esta se detuvo y miró hacia atrás, haciéndole tragar saliva para poder continuar—. ¿Por qué habéis venido al Campo de Emond? —La expresión de su semblante no se modificó, pero él deseó de repente no haber efectuado la pregunta, aun cuando ignoraba qué lo había impulsado a hacerlo. De todas maneras, se apresuró a dar explicaciones —Disculpad, no era mi intención hablaros con rudeza. Es sólo que nadie viene a Dos Ríos, aparte de los mercaderes y buhoneros, cuando no hay demasiada nieve para llegar desde Baerlon. Casi nadie. En todo caso, nadie como vos. Los guardas de los mercaderes dicen a veces que esto es el extremo del mundo, y supongo que igual debe de considerarlo la gente que no es de aquí. Sólo sentía curiosidad.
La sonrisa de la dama se desvaneció entonces, lentamente, como si algo hubiera acudido a su mente. Durante un momento se limitó a mirarlo.
—Soy una estudiante de historia —dijo por fin—y me dedico a recopilar viejas historias. Siempre he sentido interés por este lugar al que llamáis Dos Ríos. A veces analizo los relatos de lo que acaeció aquí hace mucho tiempo, aquí y en otros sitios.
—¿Historias? —inquirió Rand—. ¿Qué ocurrió en Dos Ríos capaz de atraer la atención de alguien como…? Quiero decir, ¿qué pudo haber ocurrido?
—¿Y qué otro nombre le daríais aparte de Dos Ríos? —añadió Mat—. Siempre se ha llamado así.
—A medida que la Rueda del Tiempo va girando —explicó Moraine casi para sí, con una mirada distante —los lugares reciben muchos nombres. Los hombres tienen muchos nombres, múltiples rostros. Diferentes rostros, pero siempre el mismo hombre. No obstante, nadie conoce el Gran Entramado que teje la Rueda, ni tan sólo el Entramado de una Edad. Únicamente nos es dado observar, estudiar y mantener la esperanza.
Rand la contempló, incapaz de pronunciar una palabra, ni siquiera para preguntarle qué quería decir. Los otros dos permanecían también mudos, Ewin francamente boquiabierto.
Moraine volvió a prestarles atención y los tres experimentaron una ligera sacudida, como si despertaran.
—Hablaremos más tarde —dijo—. Más tarde.
Se alejó en dirección al Puente de los Carros y parecía deslizarse más que caminar, con la capa ondeando a ambos lados como si de alas se tratara.
Entonces un hombre alto, cuya presencia no había advertido antes Rand, salió de la parte delantera de la posada y se encaminó tras ella. Su vestimenta era de un color verde oscuro grisáceo que se hubiera confundido entre el follaje o las sombras, y su capa iba adoptando matices de verde, gris y marrón con el vaivén del viento. En ocasiones, casi se diría que la capa había desaparecido, fundida con los materiales sobre los que pasaba. Llevaba el pelo largo, gris en las sienes, apartado de la cara por una estrecha diadema de cuero. Aquel semblante era pétreo y anguloso, atezado por la intemperie, pero carente de arrugas a pesar de las canas del cabello. Rand observó sus movimientos y sólo los encontró equiparables a los de un lobo.
Al pasar junto a los tres muchachos, los recorrió con la mirada, con unos ojos tan gélidos y azules como el amanecer de un día invernal. Parecía sopesarlos con la mente, pero su faz no mostraba ningún indicio de lo que le indicaba su análisis. Apresuró el paso hasta llegar a la altura de Moraine y luego lo aminoró para caminar a su lado, inclinándose para hablar con ella. Rand soltó el aliento sin haber percibido antes que estaba conteniéndolo.
—Ése era Lan —informó Ewin con voz gutural, como si a él también se le hubiera cortado la respiración—. Apuesto a que es un Guardián.
—No seas estúpido —rió Mat. Su risa era, empero, compulsiva—. Los Guardianes sólo existen en las historias. De todas maneras, los Guardianes llevan espadas y armaduras cubiertas de oro y joyas y se pasan todo el tiempo allá en el norte, en la Gran Llaga, luchando con trollocs y seres de esa clase.
—Podría ser un Guardián —insistió Ewin.
—¿Has visto que llevara oro o joyas encima? —se mofó Mat—. ¿Hay trollocs en Dos Ríos? Sólo hay ovejas. Me pregunto qué pudo haber sucedido aquí para atraer el interés de una persona como ella.
—Podría haber ocurrido algo —respondió lentamente Rand—. Dicen que la posada existe desde hace mil años, quizá más.
—Mil años de ovejas y corderos —espetó Mat.
—¡Una moneda de plata! —exclamó Ewin—. ¡Me ha dado una moneda de plata! Imaginaos todo lo que puedo comprar cuando llegue el buhonero.
Rand abrió la mano para mirar la pieza que le había entregado la desconocida, y casi la dejó caer de estupor. No reconoció la plana moneda de plata con la imagen en relieve de una mujer que alzaba una llama con una mano levantada; sin embargo, había visto cómo Bran al’Vere tasaba las monedas que traían los mercaderes desde doce territorios distintos y tenía una idea de su valor. Con aquella cantidad de plata se podía comprar un magnífico caballo en cualquier pueblo de Dos Ríos y aún sobraría dinero.
Observó a Mat y percibió la misma expresión estupefacta que debía de tener él mismo plasmada en el rostro. Ladeó la mano de manera que Mat pudiera ver la pieza pero no Ewin y arqueó las cejas a modo de pregunta. Mat hizo un gesto afirmativo y ambos se miraron durante un instante sumidos en la más profunda perplejidad.
—¿Qué ocupación debe de tener? —inquirió Rand.
—No lo sé —repuso con firmeza Mat—y no me importa. No voy a gastármela, ni aunque venga el buhonero. —Dicho lo cual, se la introdujo en el bolsillo.
Rand asintió con la cabeza y siguió su ejemplo. No habría sabido decir por qué motivo, pero de algún modo le parecían acertadas las palabras de Mat. No debía gastar la moneda, no, habiéndosela dado ella. No se le ocurría qué otra utilidad podía tener la plata, pero…
—¿Creéis que debería conservar la mía también? —Una angustiosa indecisión nublaba el semblante de Ewin.
—No, si no quieres —dijo Mat.
—Me parece que te la ha dado para que la gastes —opinó Rand.
Ewin observó la moneda; luego agitó la cabeza y se la llevó al bolsillo. —Me la guardaré concluyó sombrío.
—Aún no hemos visto al juglar —apuntó Rand, devolviendo como por ensalmo la animación al rostro del muchacho.
—Esperemos que no se quede dormido todo el día —hizo votos Mat. —Rand —preguntó Ewin—, ¿hay un juglar?
—Ya lo verás —respondió Rand con una carcajada. Era patente que Ewin no lo creería hasta ver por sí mismo al juglar—. Bajará de un momento a otro.
Sonaron gritos del lado del Puente de los Carros y, cuando Rand dirigió la mirada hacia allí, su risa se tornó pletórica. Una apretada multitud de lugareños de todas las edades escoltaba el paso de un alto carromato que iba hacia el puente, un enorme carromato tirado por ocho caballos, cuya carga, cubierta con una lona, sobresalía en una cantidad de bultos que pendían de él como si fuera un gran racimo de uvas. El buhonero había llegado por fin. Forasteros y un juglar, fuegos de artificio y un buhonero. Aquélla iba a ser la celebración de Bel Tine más sonada.