9 Revelaciones de la Rueda

Al contemplar, en su carrera, las desoladas colinas que lo rodeaban, a Rand le latía con fuerza el corazón. Aquél no era simplemente un lugar adonde la primavera iba a llegar con retraso; la primavera nunca lo había visitado ni lo visitaría jamás. Nada crecía en la gélida tierra que crujía bajo sus botas, ni tan sólo una mancha de liquen. Caminaba con dificultad entre enormes cantos rodados cubiertos con una capa de polvo como si jamás se hubiera deslizado sobre ellos una sola gota de lluvia. El sol era una bola inflamada de un rojo semejante al de la sangre, más ardiente que en el más caluroso día de verano, y despedía un brillo que habría bastado para cegarle los ojos, pero permanecía inane contra el caldero plomizo de un cielo en el que se curvaban y rebullían nubes de intensos colores negros y plateados en todos los horizontes. A pesar del incesante torbellino de nubes, no corría ni un soplo de aire sobre la tierra, y aquel lúgubre sol no calentaba la atmósfera, fría como el corazón del invierno.

Mientras corría, Rand miraba a menudo por encima del hombro, pero no acertaba a ver a sus perseguidores. Únicamente colinas peladas y abruptas montañas negras, muchas de las cuales se hallaban coronada de largas espirales de oscuro humo que iban a reunirse con los frenéticos nubarrones. Aun sin ver a quienes lo acosaban, podía oírlos, aullando tras él con voces guturales excitadas por el placer de la caza, el ansia de la sangre que acechaban. Trollocs. Estaban cada vez más cerca, y sus fuerzas estaban a punto de abandonarlo.

Con premura desesperada trepó la cumbre de un escarpado altozano y luego cayó de rodillas con un gruñido. Bajo sus pies se había desprendido una roca, que rodó por un acantilado de doscientos metros de profundidad por el que se abría un vasto desfiladero. El suelo del cañón estaba cubierto de una niebla vaporosa, con su grisácea superficie agitada en siniestras olas, que rompían contra el acantilado emplazado a sus pies, pero con lentitud mayor que la del oleaje de los océanos. Retazos de neblina se encendían de rojo por espacio de un instante, como si se alzasen grandes llamas debajo de ellos, y después retornaban a la calma. Los truenos rugían en los abismos del valle y los relámpagos crepitaban bajo la capa gris, elevándose en ocasiones hasta el cielo.

No era el valle en sí lo que le arrebataba las energías y henchía de desesperanza el espacio inhabitado. Del centro de los furiosos vapores brotó una montaña, una montaña más alta que cualquiera de las que había contemplado en las Montañas de la Niebla, una montaña igual de negra que la pérdida de toda confianza. En aquella arrasada aguja de piedra, similar a una daga que horadara la bóveda celeste, se encontraba el origen de su desolación. Nunca antes la había visto, pero la conocía. Su recuerdo se deshizo como el azogue al tocarlo, pero la memoria permanecía allí. Sabía que estaba allí.

Invisibles dedos lo rozaban, tiraban de sus brazos y pies, intentando atraerlo hacia la montaña. Su cuerpo se crispó, dispuesto a obedecer. Las extremidades adquirieron una rigidez tal que pensó que podría perforar una piedra con los dedos de manos y pies. Fantasmagóricos hilos se entretejían en torno a su corazón y lo empujaban, lo incitaban a ir hacia el insólito peñasco. Se desmoronó en el suelo; las lágrimas manaban de sus ojos. Sentía cómo menguaba su voluntad al igual que se escapa el agua de un cubo agujereado. Sólo había de transcurrir un rato para que siguiera aquella llamada, obediente como una marioneta a aquellos designios ajenos. Descubrió de golpe otra emoción: la ira. ¿Cómo osaban presionarlo, arrastrarlo? ¿Acaso era él un cordero que había que llevar al aprisco? La cólera se concentró en un nudo de dureza y se aferró a él como lo habría hecho con una balsa en medio de un turbulento río.

«Sírveme», susurró una voz en el silencio de su mente. Una voz familiar. Si escuchaba con suficiente atención, estaba seguro de que la reconocería. «Sírveme». Sacudió la cabeza, procurando apartarla de su pensamiento. «¡Sírveme!» Alzó un puño amenazador en dirección a la lúgubre montaña.

—¡Que la Luz te consuma, Shai’tan!

De súbito, el olor a muerte se adueñó del entorno. Una figura se proyectaba sobre él, cubierta con una capa del color de la sangre coagulada, una figura cuyo rostro… No quería ver la cara que se inclinaba hacia él. No quería pensar en aquella cara. El dolor que le producía su sola noción convertía su cerebro en un brasero ardiente. Una mano se aproximó a él. Sin cuidar si lo engulliría el abismo, se arrojó a un lado. Debía marcharse, irse muy lejos. Cayó, y al caer agitó los brazos en el aire y trató de gritar, sin hallar aliento para ello, como si los pulmones se le hubieran vaciado.

De improviso, ya no se encontraba en la tierra arrasada y su caída se había detenido. Las hierbas resecas por el invierno cedían bajo el paso de sus botas; le parecieron tan hermosas como flores. A punto estuvo de comenzar a reír al ver los árboles y arbustos, despojados de hojas, diseminados en la llanura levemente ondulada que ahora lo circundaba. En la lejanía se alzaba una montaña solitaria, con la cumbre quebrada en dos, pero aquel peñasco no inspiraba temor ni desesperación. Sólo era una montaña, aunque se hallara extrañamente fuera de lugar allí, única de su especie en mitad del llano.

Un ancho río discurría junto a ella, y en una isla situada en medio de aquel tío había una ciudad tan magnífica como las que habitaban los cuentos de los juglares, una población rodeada de altas murallas de un blanco rutilante que centelleaba como la plata bajo los rayos del sol. Con alivio y gozo entremezclados, comenzó a caminar hacia los muros en pos de la seguridad y la serenidad que, de algún modo, sabía que iba a encontrar tras ellos.

Al aproximarse distinguió altísimas torres, muchas de ellas unidas por impresionantes pasarelas tendidas sobre el vacío. Elevados puentes trazaban arcos que unían ambas orillas del río con la ciudad. Aun en la distancia podía percibir la piedra finamente trabajada de aquellos tramos, en apariencia demasiado delicada para soportar el embate de las veloces aguas que corrían bajo ellos. Más allá de aquellos puentes se abría un cobijo, un refugio.

Una repentina gelidez le recorrió los huesos, una fría humedad se apoderó de su piel y el aire se volvió fétido y malsano a su alrededor. Sin mirar atrás, echó a correr, huyendo de los perseguidores cuyos dedos helados rozaban su espalda y tiraban de su capa, escapando de la silueta que consumía la luz con el rostro que… No podía recordar nada de aquel semblante, excepto el terror. No quería traer a la memoria esa cara. Corría, y el suelo se sucedía bajo sus pies en suaves colinas y lisas llanuras… y quería aullar como un perro que ha perdido el juicio. La ciudad se hallaba cada vez más lejos. Cuánto más corría, más distancia lo separaba de las resplandecientes murallas blancas, del refugio anhelado que iba empequeñeciéndose de forma paulatina hasta formar un insignificante punto en el horizonte. La gélida mano de sus acosadores le agarraba el cuello de la camisa. Estaba seguro de que el mero contacto de aquellos dedos lo llevaría a la locura. O a algo peor, mucho peor. Mientras aquella convicción iba tomando cuerpo, resbaló y cayó…

—¡Noooo! —gritó.

…y gimió al chocar con la dureza de las piedras del pavimento. Se puso en pie, asombrado. Se hallaba cerca de uno de los maravillosos puentes que había visto sobre el río. A su lado caminaba gente sonriente, ataviada con telas de tantos colores que le hacían pensar en un campo lleno de flores. Algunos de ellos le hablaban, pero no podía entenderlos, si bien sus palabras sonaban como si debiera ser capaz de hacerlo. La expresión de sus rostros era amistosa y todos le hacían señas de proseguir en el mismo sentido del puente de intrincados grabados, en dirección a las resplandecientes y argentinas murallas y las torres que éstas albergaban. Hacia el resguardo que sabía le aguardaba allí.

Se unió a la muchedumbre que cruzaba el puente para atravesar las imponentes puertas de la fortaleza, engastadas en altos y prístinos muros. El interior era un lugar de embrujo donde la más sencilla estructura parecía un palacio. Era como si sus constructores hubieran recibido el encargo de crear a partir de las piedras, tejas y ladrillos un universo de belleza capaz de dejar sin aliento a un hombre. No había edificio ni monumento que no contemplara con ojos desorbitados. La música brotaba de las calles en cien canciones distintas que se fundían con el clamor de las multitudes para componer una grande y gozosa armonía. El aroma de dulces perfumes y picantes especias, de espléndidos manjares y miríadas de flores flotaba entremezclado en el aire, como si todos los olores agradables del mundo se dieran cita allí.

La calle por la que entró en la ciudad, amplia y pavimentada con suaves losas grises, se extendía ante él en dirección al centro de la urbe y desembocaba en una torre mucho más grande que las restantes, una torre tan blanca como la nieve recién caída. En aquella edificación residía el cobijo, el conocimiento ansiado. Sin embargo, aquélla era una ciudad de ensueño. Sin duda, no habría ninguna objeción si se demoraba sólo unos instantes antes de llegar a la torre.

Se desvió por una vía más estrecha, donde se alternaban malabaristas con vendedores ambulantes de extrañas frutas.

Delante, al fondo de la calle, había una torre blanquísima. Era la misma.

Se encaminaría hacia ella al poco rato, pensó antes de penetrar en otra rúa, al final de la cual se alzaba, también, la torre blanca. Obstinadamente, dobló una esquina tras otra, para topar una y otra vez sus ojos con el prisma de alabastro.

Volvió sobre sí para alejarse corriendo de ella… y se paró en seco. Ante él se elevaba la torre blanca. Temía mirar hacia atrás, con la aprensión de encontrarla también allí.

Los rostros de quienes lo rodeaban seguían siendo amistosos, pero ahora los impregnaba una esperanza rota en pedazos, una esperanza que él había defraudado. La gente todavía le indicaba que avanzara, con gestos implorantes. Que avanzara en dirección a la torre. Sus ojos lucían un brillo forjado por una necesidad extrema, y únicamente él podía satisfacerla, sólo él podía salvarlos.

«Muy bien», pensó. La torre era, después de todo, el lugar adonde quería ir.

Con sólo dar un paso adelante, la decepción se desvaneció de los semblantes que se encontraban en tomo a él, sustituida por sonrisas. La gente caminaba junto a él y los niños cubrían de pétalos de flores el suelo que había de pisar. Miró aturdido por encima del hombro, preguntándose a quién iban destinadas las flores, pero tras él sólo había personas sonrientes que le hacían señal de avanzar. «Deben de ser para mí», concluyó, extrañado de que, de pronto, aquello se le antojara lo más normal. Sin embargo, el asombro apenas duró un minuto antes de disolverse; todo sucedía de acuerdo a lo previsto.

Uno tras otro, los miembros de la muchedumbre comenzaron a cantar hasta que todas las voces se elevaron en un glorioso himno. Aún no comprendía las palabras, pero una docena de melodías imbricadas proclamaban la alegría y la salvación. Los músicos correteaban entre el gentío en marcha, incorporando al cántico flautas, arpas y tambores de todos los tamaños, y cada una de las canciones que había escuchado antes se fundieron en una única armonía. Las muchachas danzaban a su alrededor y depositaban guirnaldas de olorosas flores sobre sus hombros, sonriéndole, al tiempo que su gozo crecía con cada uno de sus pasos. Era imposible no devolverles aquellas sonrisas. Sus pies ansiaban unirse a la danza y, antes de caer en la cuenta de ello, estaba ya bailando, y seguía con sus pasos el ritmo como si lo conociera desde su infancia. Echó la cabeza atrás y rió; se sentía más ligero que nunca, danzando con… No acertaba a recordar el nombre, pero aquello carecía de importancia.

«Está escrito en tu destino», susurró una voz en su cabeza, y aquel susurro era un acorde que participaba del mismo himno.

Llevándolo como una brizna encima de la cresta de una ola, la multitud desembocó en la inmensa plaza ubicada en el centro de la ciudad y, por primera vez, vio que la torre blanca se alzaba por encima de un gran palacio de pálido mármol, esculpido más que construido, con paredes curvadas, techos abovedados y delicadas espirales que apuntaban al cielo. Aquel esplendor le hizo abrir la boca, maravillado. De la plaza, partían amplias escaleras de prístina piedra, al pie de las cuales se detuvo el gentío y elevó la intensidad de su canto. Las voces, cada vez más altas, alentaban sus pasos. «Tu destino», susurró la voz, ahora apremiante.

Ya no danzaba, pero sus pies no se detuvieron. Subió las escaleras sin vacilar. Aquél era su lugar de pertenencia.

Las macizas puertas del rellano de arriba estaban grabadas con diseños tan intrincados, tan delicados que no podía imaginar una hoja tan fina capaz de labrarlos. Los portales se abrieron de par en par y él avanzó. Después se cerraron tras él con un estruendo que resonaba como un trueno.

—Te esperábamos —musitó el Myrddraal.


Rand se incorporó de un salto; entre jadeos y temblores, miró a su alrededor. Tam todavía dormía. Su respiración poco a poco se apaciguó. En la chimenea brillaban troncos medio consumidos, junto a un buen lecho de carbones dispuesto en torno al hierro; alguien se había ocupado de atenderlo mientras dormía. Una manta yacía a sus pies; había caído con su sobresalto. La rudimentaria camilla había desaparecido y su capa y la de Tam estaban colgadas al lado de la puerta.

Se enjugó un frío sudor en la frente con una mano casi trémula, preguntándose si el hecho de mencionar al Oscuro en sueños atraía de igual modo su atención que pronunciar su nombre en voz alta.

El ocaso iba muriendo en la ventana; la luna ya se había levantado, redonda y henchida, y las estrellas del crepúsculo rutilaban sobre las Montañas de la Niebla. Había dormido todo el día. Se frotó el costado, dolorido al parecer, por haber dormido con el puño de la espada clavado en las costillas. Entre aquello, el estómago vacío y el esfuerzo de la noche anterior, no era de extrañar que hubiera tenido pesadillas.

Le roncaban las tripas. Se levantó rígidamente y se encaminó a la mesa donde había depositado la bandeja la señora al’Vere. Al levantar la servilleta blanca, advirtió que, pese al tiempo transcurrido, el caldo de buey estaba todavía tibio. Aquello era obra de la mano de la posadera, que había cambiado la bandeja. Cuando había decidido que alguien debía tomar una comida caliente, no cejaba hasta conseguirlo.

Engulló, apresurado, un poco de caldo y en un abrir y cerrar de ojos había puesto sendos pedazos de carne y de queso entre dos rebanadas de pan y se las llevaba a la boca. Masticando a carrillos batientes, se acercó a la cama.

Por lo visto, la señora al’Vere también se había ocupado de Tam. Le había quitado la ropa, la había limpiado y dejado cuidadosamente doblada sobre la mesita de noche. Cuando Rand tocó la frente de su padre, éste abrió los ojos.

—Hete aquí, muchacho. Marín dijo que estabas ahí, pero no podía ni enderezarme para mirar. También dijo que estabas demasiado cansado para que te despertaran. Así habría podido verte, pero, cuando se le ha metido algo en la cabeza, ni su propio marido puede disuadirla.

La voz de Tam sonaba débil, pero su mirada era clara y firme. «La Aes Sedai estaba en lo cierto», pensó Rand. Si reposaba, volvería a recobrar toda su fortaleza.

—¿Quieres que te traiga algo de comer? La señora al’Vere ha dejado una bandeja.

—Ya me ha dado de comer…, si así puede llamárselo. No me ha permitido tomar más que una taza de caldo. Cómo puede uno evitar las pesadillas sin tener nada más en el estómago que… —Tam sacó una mano de debajo de la manta y tocó la espada que pendía de la cintura de Rand—. Entonces no era un sueño. Cuando Marín me ha dicho que estaba enfermo, creí que había… Pero tú estás bien, eso es lo importante. ¿Qué hay de la granja?

—Los trollocs mataron los corderos. Me parece que se llevaron la vaca, también, y la casa está en un completo desorden. —Esbozó una débil sonrisa—. Fuimos más afortunados que otros. Quemaron la mitad del pueblo.

Explicó a Tam casi todo lo sucedido. Éste escuchaba atento y a menudo formulaba preguntas, por lo que hubo de contarle cómo había regresado a la granja desde el bosque y topado con el trolloc al que había dado muerte. También hubo de explicarle que Nynaeve había diagnosticado que se hallaba agonizante para justificar el motivo por el que lo había atendido la Aes Sedai en lugar de la Zahorí. Tam abrió con desmesura los ojos al oír aquello: una Aes Sedai en el Campo de Emond. Sin embargo, Rand no veía necesidad de referir cada detalle del viaje desde la granja, sus temores, o el Myrddraal que cabalgaba por el camino ni, por supuesto, las pesadillas mientras dormía junto a la cama. En especial, no encontraba ninguna razón para mencionar las divagaciones que había producido en Tam la fiebre. Todavía no. Pero no podía evitar relatarle la interpretación que de los hechos había hecho Moraine.

—Vaya, un cuento del que se sentiría orgulloso un juglar —murmuró Tam cuando se lo hubo contado—. ¿Para qué iban a quereros los trollocs? ¿O el Oscuro, válgame la Luz?

—¿Crees que miente? Maese al’Vere dijo que era verdad que sólo habían atacado dos granjas. Y las casas de maese Luhhan y maese Cauthon.

Tam permaneció un instante en silencio antes de indicar:

—Dime lo que ha dicho. Con las palabras exactas que ha pronunciado, fíjate bien.

Rand se estrujó el cerebro. ¿Quién diablos recordaba las palabras exactas que había oído? Se mordió los labios y se rascó la cabeza y poco a poco atrajo a su memoria los retazos, los cuales refirió tan fielmente como le fue posible.

—No me acuerdo de nada más —concluyó—. No estoy seguro de si no dijo de manera algo distinta algunas cosas, pero de todos modos era más o menos así.

—Con eso nos basta. No puede ser de otro modo, ¿eh? Mira, hijo, las Aes Sedai son tramposas. No mienten de manera clara, pero la verdad que expresa una Aes Sedai no es siempre la que uno cree. Debes ir con muchísimo cuidado con ella.

—He oído las historias —bufó Rand—. Ya no soy un niño.

—Es cierto, no lo eres. No lo eres. —Tam exhaló un suspiro, encogiéndose de hombros con inquietud—. De todas maneras, debería acompañarte. El mundo que hay fuera de Dos Ríos no se parece en nada al Campo de Emond.

Aquélla era una buena ocasión para preguntar acerca de los viajes que había realizado Tam a otras regiones y dilucidar aquella duda acuciante, pero, en lugar de aprovecharla, cerró la boca.

—¿Eso es todo? Pensaba que procurarías disuadirme, que encontrarías cien razones distintas por las que no debería partir. —Entonces advirtió que había abrigado la esperanza de que Tam expresara cien motivos distintos, y de peso, en contra de la necesidad de su partida.

—Tal vez no cien —respondió con un resoplido Tam—, pero me han venido a la mente unos cuantos. Lo que ocurre es que no valen de mucho. Si los trollocs van detrás de vosotros, Tar Valon será mejor refugio que este pueblo. Pero no olvides ser cauteloso. Las Aes Sedai actúan por cuenta propia y sus motivaciones no son siempre las que dan a entender.

—El juglar dijo algo similar —comentó Rand.

—En ese caso, sabe de qué habla. Mantén los ojos bien abiertos y el pensamiento alerta, y aprende a cerrar la boca. Este es un buen consejo para cualquier trato humano más allá de Dos Ríos, pero aun lo es más en lo que concierne a las Aes Sedai. Y a los Guardianes. Dile algo a Lan y verás que es lo mismo que contárselo a Moraine. Si él es un Guardián, está ligado a ella, tan cierto como que el sol ha salido esta mañana, y debe de compartir todos los secretos con ella.

Rand conocía poca cosa acerca de la vinculación entre las Aes Sedai y los Guardianes, si bien ésta tenía gran preeminencia en todas las narraciones sobre Guardianes que había escuchado. Era algo que tenía que ver con el Poder, un don entregado al Guardián o quizás algún tipo de intercambio. Los Guardianes salían muy beneficiados, a decir de la historias. Sus heridas sanaban con mayor rapidez que las de los demás hombres y podían resistir más tiempo sin comer, beber o dormir. Se suponía que eran capaces de percibir la presencia de los trollocs, si se encontraban lo bastante próximos, y de otras criaturas del Oscuro, lo cual explicaba el hecho de que Lan y Moraine hubieran tratado de alertar al pueblo antes del ataque. Con respecto a la recompensa que recibían por ello las Aes Sedai, los relatos guardaban silencio, aunque él no consideraba creíble que salieran del trato con las manos vacías.

—Seré prudente —prometió Rand—. Sólo desearía saber el porqué. No tiene pies ni cabeza. ¿Por qué yo? ¿Por qué nosotros?

—A mí también me gustaría saberlo, hijo. Que me aspen si no me gustaría saberlo. —Tam suspiró pesadamente—. Bueno, no sirve de nada volver a poner un huevo roto dentro de la cáscara, supongo. ¿Cuándo tenéis que iros? Dentro de un par de días, podré levantarme y nos ocuparemos de reponer el rebaño. Oren Dautry tiene un buen ganado que tal vez desearía compartir conmigo, con la escasez de pastos existente, y también Jon Thane.

—Moraine… la Aes Sedai ha dicho que debías guardar cama durante semanas. —Tam abrió la boca, pero Rand continuó—. Y ha hablado con la señora al’Vere.

—Oh… bueno, quizá pueda convencer a Marin. —Tam no parecía muy seguro de ello. Dirigió una intensa mirada a Rand—. El hecho de que hayas evitado responderme significa que partirás pronto. ¿Mañana? ¿O esta noche?

—Esta noche —repuso quedamente Rand.

—Sí —asintió con tristeza Tam—. Bien, no conviene demorar lo que debe hacerse. Pero ya veremos respecto a eso de las «semanas». —Se deslizó entre las mantas con más irritación que fuerza—. De todas maneras tal vez salga dentro de unos días y os dé alcance en el camino. Veremos si Marin puede hacerme quedar en la cama en contra de mi voluntad.

Se oyó una llamada en la puerta, y Lan asomó la cabeza por ella.

—Despídete deprisa, pastor, y ven. Pueden surgir problemas.

—¿Problemas? —inquirió Rand, provocando un gruñido de impaciencia por parte del Guardián.

—¡Limítate a bajar deprisa!

Rand se apresuró a recoger la capa y comenzó a deshacer la correa de la espada, pero Tam lo contuvo.

—Quédatela. Probablemente la vas a necesitar más que yo, aunque, con el amparo de la Luz, no tendrá que usarla ninguno de los dos. Cuídate, muchacho, ¿me oyes?

Haciendo caso omiso de los continuos bufidos de Lan, Rand se inclinó para abrazar a su padre.

—Volveré. Te lo prometo.

—Desde luego que sí —rió Tam. Lo estrechó débilmente entre sus brazos para terminar dándole palmadas en la espalda—. Sé que lo harás. Y yo tendré el doble de corderos para que los cuides a tu regreso. Ahora vete, antes de que a este tipo le dé un ataque.

Rand procuró alargar el adiós, tratando de hallar las palabras adecuadas para hacer la pregunta que no quería formular, pero Lan entró en la habitación y, cogiéndolo del brazo, lo arrastró hasta el rellano. El Guardián llevaba una curiosa túnica de un color verde grisáceo compuesta de escamas imbricadas. Tenía la voz crispada a causa de la irritación.

—Hemos de darnos prisa. ¿Acaso no comprendes la palabra problemas?

Mat aguardaba fuera de la habitación, arropado con capa y chaqueta, con un carcaj prendido al pecho y el arco en la mano. Se balanceaba con ansiedad sobre los tobillos sin dejar de mirar las escaleras con lo que parecían dosis iguales de miedo e impaciencia.

—Esto no es como en las historias, ¿eh, Rand? —dijo con voz ronca.

—¿Qué tipo de problemas? —preguntó Rand.

El Guardián, no obstante, corría delante de él, bajando los escalones de dos en dos. Mat se precipitó tras él e indicó con un gesto a Rand que lo siguiera.

Después de encogerse de hombros, se reunió con ellos abajo. Una mortecina luz iluminaba la sala, debido a que la mitad de las velas estaban apagadas y casi todas las restantes derretidas. No había nadie, aparte de ellos tres. Mat miraba a hurtadillas por una de las ventanas, como si procurara no ser visto. Lan abrió levemente la puerta para escudriñar el patio de la posada.

Rand se aproximó a ellos; se preguntaba qué estaban mirando. El Guardián le murmuró que tuviera cuidado, pero abrió un poco más la puerta para permitirle observar lo que había afuera.

Al comienzo no estaba seguro de qué veía con exactitud. Un grupo de unos treinta hombres del pueblo aglomerados cerca de los restos quemados del carro del buhonero, alumbrados con las antorchas que algunos de ellos llevaban. Moraine se hallaba frente a ellos, apoyada con aparente despreocupación sobre su bastón de viaje. En la primera fila estaba Hari Coplin, acompañado de su hermano Dag y de Bili Congar. Cenn Buie también se encontraba allí, con cierta expresión de embarazo. Rand vio, estupefacto, cómo Hari mostraba un puño amenazador a Moraine.

—¡Marchaos de Campo de Emond! —gritó el campesino con hosco semblante.

Algunos de los congregados hicieron eco a su voz, aunque de modo vacilante, y ninguno de ellos dio un paso adelante. Tal vez estuvieran dispuestos a enfrentarse en masa a una Aes Sedai, pero ninguno osaba hacerlo a solas, no con una Aes Sedai que tenía todos los motivos para estar enojada.

—¡Vos habéis atraído a esos monstruos! —rugió Dag.

Después hizo ondear su antorcha sobre su cabeza para incitar a los demás.

—¡Vos los habéis traído! ¡Vinieron por vuestra culpa! —gritaron otros, liderados por su primo Bili.

Hari levantó la barbilla en dirección a Cenn Buie y el anciano apretó los labios y lo miró de soslayo.

—Esos seres… esos trollocs no aparecieron hasta después de vuestra llegada —murmuró Cenn, apenas lo bastante alto para ser oído. Movía tercamente la cabeza de un lado a otro, como si deseara esfumarse y buscara un hueco por donde escurrirse—. Vos sois una Aes Sedai. No queremos a ninguna mujer de vuestra especie en Dos Ríos. Las Aes Sedai acarrean problemas dondequiera que van. Si os quedáis aquí, no haréis más que aumentarlos.

Al comprobar que sus palabras no fueron coreadas por ninguno de los parroquianos, Hari frunció el rostro decepcionado y, de improviso, arrancó la antorcha de la mano de Dag y la agitó hacia ella.

—¡Marchaos! —vociferó— ¡Si no, os prenderemos fuego!

Se hizo un silencio de muerte, en el que sólo se oía el sonido de los pies de los hombres que retrocedían. La gente de Dos Ríos era capaz de luchar al sentirse atacada, pero no era violenta, y no solía amenazar a nadie, aparte de blandir alguna vez el puño ante un vecino. Cenn Buie, Bili Congar y los Coplin se quedaron solos delante. De la expresión de Bili se deducía el deseo de echarse atrás también él.

Hari se sobresaltó, incómodo ante la falta de apoyo, pero se recobró con premura.

—¡Marchaos! —volvió a gritar.

Sólo halló respuesta en Dag y, más débilmente, en Bili. Hari miró fijo a los demás, quienes no osaron devolverle la mirada.

De pronto, Bran al’Vere y Haral Luhhan aparecieron de entre las sombras y se detuvieron en un punto intermedio entre el gentío y la Aes Sedai. El alcalde llevaba el mazo de madera que utilizaba para introducir las espitas en los toneles.

—¿Alguien ha sugerido prender fuego a mi posada? —preguntó apaciblemente.

Los dos Coplin dieron un paso atrás y Cenn Buie se apartó de ellos, al tiempo que Bili Congar se escabullía entre la multitud.

—No es eso —se apresuró a contestar Dag—. No hemos dicho eso, Bran… eh, alcalde.

Bran asintió con la cabeza.

—En ese caso, ¿tal vez he oído que amenazabais con inferir algún daño a los huéspedes de mi posada?

—Ella es una Aes Sedai —comenzó a decir, furioso, Hari, pero sus palabras cesaron al moverse Haral Luhhan.

El herrero se limitó a estirarse; levantó sus gruesos brazos hacia arriba y apretó sus potentes puños hasta hacer crujir los nudillos. Sin embargo, Hari miraba al fornido hombre como si uno de aquellos puños se hubiera agitado delante de su cara. Haral cruzó los brazos sobre el pecho.

—Disculpa, Hari. No era mi intención interrumpirte ¿Decías?

Hari, no obstante, con los hombros encogidos como si tratara de replegarse sobre sí mismo, no parecía tener más que añadir.

—Me dejáis perplejo con vuestra actitud —tronó Bran—. Paet al’Caar, tu hijo se rompió la pierna anoche, pero yo he visto cómo caminaba hoy… gracias a ella. Eward Candwin, tú estabas tendido boca abajo con un tajo en la espalda como un pez a punto de destripar, hasta que ella se ocupó de ti. Ahora te parece como si hubiera sucedido hace un mes y, si no me equivoco, no va a quedarte ni la cicatriz. Y tú, Cenn. —El anciano comenzó a retroceder entre el gentío, pero hubo de detenerse, compelido por la mirada de Bran—. Me hubiera sorprendido ver a algún miembro del Consejo aquí, pero a ti más que ninguno. Todavía tendrías el brazo colgando, inservible, lleno de quemaduras y magulladuras, a no ser por ella. Ya que no sabes lo que es la gratitud, ¿no tienes vergüenza al menos?

Cenn alzó levemente su brazo izquierdo y luego apartó, airado, la vista de él.

—No puedo negar lo que hizo —murmuró sin empacho—. Ella me ayudó a mí y a otros prosiguió con tono quejumbroso, pero es una Aes Sedai, Bran. Si esos trollocs no vinieron por su culpa, ya me dirás por qué vinieron. No queremos tener nada que ver con Aes Sedai en Dos Ríos. Que se vayan con sus disputas a otra parte.

Varios hombres, a resguardo en las últimas filas de gente, gritaron:

—¡No queremos participar en las disputas de las Aes Sedai! ¡Que se vaya! ¡Échala! ¿Por qué vinieron si no por culpa de ella?

El rostro de Bran se volvió ceñudo, pero, antes de que pudiera replicar, Moraine agitó, de improviso, su bastón decorado con zarcillos por encima de la cabeza, haciéndolo girar con ambas manos. Rand, al igual que los demás, exhaló un murmullo de admiración, al ver que de cada uno de los extremos de la vara brotaba una silbante llamarada blanca, que permanecía recta a pesar de los giros del bastón. Incluso Bran y Haral se apartaron de ella. La Aes Sedai bajó los brazos, situando el palo en paralelo al suelo, que todavía despedía aquel pálido fuego, más fulgurante que las antorchas. Los hombres se alejaron, con las manos en alto para proteger sus ojos del dolor producido por la luz.

—¿Es ésta la misma sangre del linaje de Aemon? —La mujer no elevaba la voz y, sin embargo, ésta apagaba cualquier otro sonido—. ¿Acaso se ha convertido en mezquinos individuos que riñen por mantener el derecho de esconderse como conejos? Habéis olvidado quiénes fuisteis, olvidado qué erais, aun cuando yo guardara esperanzas de la pervivencia de algún pequeño vestigio, alguna memoria en la sangre y en los tuétanos, alguna chispa que os fortaleciera para afrontar la larga noche venidera.

Nadie articuló palabra. Los hermanos Coplin presentaban tal aspecto que se habría dicho que no iban a volver a despegar los labios en su vida.

—¿Olvidado quiénes éramos? —preguntó Bran—. Somos los que siempre hemos sido. Honestos campesinos, pastores y artesanos. Gente de Dos Ríos.

—Más al sur —explicó Moraine—, se encuentra el río al que llamáis Río Blanco, pero mucho más al este de aquí los hombres todavía le dan su denominación correcta: Manetherendrelle. En la antigua lengua, Aguas del Hogar de la Montaña. Aguas resplandecientes que un día discurrieron entre una tierra de arrojo y belleza. Doscientos años atrás, el Manetherendrelle corría junto a las murallas de una ciudad emplazada sobre un altozano, tan hermosa de contemplar que los propios albañiles Ogier acudían a admirarla. Las granjas y pueblos cubrían esta región y la que denomináis el Bosque de las Sombras, también, y aún más allá. Sin embargo, toda aquella gente se consideraba a sí misma habitantes del Hogar de la Montaña, el pueblo de Manetheren.

»Su rey era Aemon al’Caar al’Thorin, Aemon hijo de Caar hijo de Thorin, y Eldrene ay’Ellan ay’Carlan era su reina. Aemon, un hombre tan intrépido que la mayor alabanza que alguien podía expresar ante el valor, incluso entre los enemigos, era decir que un hombre poseía el corazón de Aemon. Eldrene era tan hermosa que la gente decía que las flores abrían sus capullos para animar su sonrisa. Una bravura, belleza, sabiduría y amor que ni la misma muerte podía empañar. Sollozad, si tenéis corazón, por la pérdida de su propio recuerdo. Sollozad por haber traicionado su sangre.

Guardó silencio, pero nadie dijo nada. Rand se hallaba tan prendido como los demás en el embrujo que ella había creado. Cuando volvió a dejar oír su voz, él se embebió en ella, al igual que todos los congregados.

—Durante casi dos siglos las Guerras de los Trollocs habían arrasado la tierra a lo largo y a lo ancho, y en todo confín donde rugían las batallas, se alzaba en vanguardia el Águila Roja del estandarte de Manetheren. Los hombres de Manetheren eran una espina clavada en los pies del Oscuro y una zarza en su mano. Loada sea Manetheren, que nunca se hincó de rodillas ante la Sombra. Loada sea Manetheren, la espada inquebrantable.

»Se encontraban en suelo remoto, los hombres de Manetheren, en el Campo de Bekkar, llamado el Campo Ensangrentado, cuando llegaron nuevas de que un ejército de trollocs se dirigía a su patria. Demasiado lejos para hacer algo distinto de aguardar la noticia de la muerte de su tierra, pues las fuerzas del Oscuro estaban decididas a exterminarla. Acabar con el temible roble, arrancando de cuajo sus raíces. Demasiado lejos para hacer algo excepto llorar. No obstante, ellos eran los hombres del Hogar de la Montaña.

»Sin vacilación, sin tener en cuenta la distancia que habían de recorrer, emprendieron la marcha desde el propio campo de victoria, aún cubiertos de polvo, sudor y sangre. Caminaban día y noche, porque habían sido testigos del horror que dejaba tras de sí un ejército de trollocs, y ninguno de ellos podía dormir sabiendo el peligro que se cernía sobre Manetheren. Avanzaban como si tuvieran alas en los pies, cubrían largos trechos a una velocidad que no sospechaban amigos ni enemigos. En cualquier otra época, aquella marcha habría inspirado canciones. Cuando los batallones del Oscuro se abalanzaron sobre las tierras de Manetheren, los hombres del Hogar de la Montaña se erguían ante ellos, de espaldas al Tarendrelle.

Algún parroquiano emitió un tímido vitoreo, pero Moraine continuó hablando como si no lo hubiera escuchado.

—Las huestes que cayeron sobre los hombres de Manetheren bastaban para desalentar el más aguerrido corazón. Los cuervos oscurecían el cielo y los trollocs, la tierra. Los trollocs y sus aliados humanos. Trollocs y Amigos Siniestros por decenas de miles, bajo el mando de los Señores del Espanto. Por la noche, sus fogatas de campaña eran más numerosas que las estrellas, y el alba revelaba el estandarte de Ba’alzemon en cabeza. Ba’alzemon el Corazón de la Oscuridad, un antiguo nombre que designaba al Padre de las Mentiras. El Oscuro no había podido escapar de su prisión en Shayol Ghul, puesto que, de lo contrario, ni todas las fuerzas de la humanidad reunidas habrían logrado hacerle frente, pero el poder desplegado era inmenso. Señores del Espanto, y algunos malignos seres que hacían aparecer del todo adecuado el estandarte destructor de la luz y sobrecoger las almas de los hombres que se enfrentaban a ellos.

»Sí, sabían lo que debían hacer. Su hogar se hallaba justo al otro lado del río. Debían mantener a raya a las huestes, y al poder que ostentaban, para preservar el Hogar de la Montaña. Aemon había enviado mensajeros. Le habían prometido ayuda si podía resistir durante tres días ante el Tarendrelle. Resistir a lo largo de tres días contra fuerzas que debieran haberlos derrotado en una hora. No obstante, entre sangrientas embestidas y desesperados actos de defensa, mantuvieron el terreno durante una hora, una segunda y una tercera. Lucharon en el transcurso de tres días y, aun cuando la tierra se convirtió en un campo de matanza, el enemigo no logró cruzar el Tarendrelle. Llegada la tercera noche, no habían acudido refuerzos ni mensajeros, y continuaron peleando solos durante seis jornadas más. Y, al décimo día, Aemon conoció el amargo sabor de la traición. Nadie venía en su socorro y no podían impedir por más tiempo el vadeo del río.

—¿Qué hicieron? —preguntó Hari.

Las antorchas vacilaban con la fría brisa nocturna, pero nadie hizo ademán de ajustarse la capa.

—Aemon atravesó el Tarendrelle —prosiguió Moraine— y destruyó los puentes tras él. E hizo correr por todo el reino la voz de que sus habitantes habían de huir, pues sabía que los poderes que respaldaban a la horda de los trollocs hallarían la manera de hacerla llegar a la otra ribera. Cuando todavía se estaban dando aquellas instrucciones, los trollocs comenzaron a cruzar el río, y los hombres reemprendieron la lucha para que, con el sacrificio de sus vidas, el pueblo pudiera escapar. Desde la ciudad de Manetheren, Eldrene organizó la huida de su gente a los más profundos bosques y a las más recónditas montañas.

»Pero algunos no emprendieron la fuga. Primero fue un puñado, después un río y luego una marea la multitud que avanzaba, no en busca de cobijo, sino a unirse al ejército que peleaba por su tierra. Pastores con arcos, campesinos con horcas y leñadores con hachas. Las mujeres caminaban hombro con hombro con los hombres, blandiendo toda arma que pudieron encontrar. Ninguno de los que realizaron aquel viaje ignoraba que no tendría retorno. Pero aquélla era su tierra. Había sido la patria de sus padres y lo sería de sus hijos, y acudían a pagar su tributo por ella. No se retrocedió ni un palmo de suelo hasta que éste estuvo empapado de sangre y, sin embargo, al final el ejército de Manetheren hubo de retirarse hasta aquí, a este lugar que hoy conocéis como el Campo de Emond. Y aquí fue donde lo rodearon las hordas de los trollocs.

Su voz sonaba preñada de frías lágrimas.

—Los cuerpos de los trollocs y los cadáveres de los Renegados se apilaban en montículos, pero otros continuaban trepando aquellos montones de carnaza en oleadas de muerte que no cesaban. Únicamente podía existir un final. Ninguno de los hombres y mujeres que habían luchado bajo el estandarte del Águila Roja permanecía con vida al amanecer de aquel día. La espada inquebrantable había sido rota en pedazos.

»En la Montañas de la Niebla, sola en la ciudad de Manetheren, Eldrene sintió la muerte de Aemon y su corazón pereció con él. Y, en donde había residido su corazón, sólo quedó la sed de venganza, venganza para su amor, venganza para su pueblo y su tierra. Desgarrada por el dolor, invocó el Poder Único de la Fuente Verdadera y lo arrojó contra el ejército de los trollocs. Entonces los Señores del Espanto fallecieron en el acto, ya estuvieran celebrando reuniones secretas o exhortando a sus soldados. En un abrir y cerrar de ojos los Señores del Espanto y los generales del Oscuro ardieron en llamas. El fuego consumía sus cuerpos y el terror se apoderaba de las huestes que acababan de obtener la victoria.

»Echaron todos a correr como bestias empavorecidas por un incendio en el bosque, sin pensar en nada excepto en la fuga. Huyeron en desbandada hacia el norte y hacia el sur. Miles de ellos se ahogaron al intentar cruzar el Tarendrelle sin la ayuda de los Señores del Espanto y en el Manetherendrelle destruyeron los puentes por temor a lo que pudiera avecinárseles por detrás. Donde hallaban gente a su paso, asesinaban y quemaban, pero la huida era la primera necesidad que los impelía. Hasta que, por último, no quedó ni uno de ellos en las tierras de Manetheren. Se dispersaron como el polvo ante un torbellino. La venganza final llegó lentamente pero llegó, cuando fueron abatidos por otros pueblos, por otros ejércitos en otros reinos. Ni uno quedó con vida de aquellos que asesinaron en el Campo de Aemon.

»Sin embargo, las consecuencias fueron desastrosas para Manetheren. Eldrene había absorbido más energía del Poder Único de la que ningún ser humano podía controlar por sí mismo. Al morir los generales del enemigo, también expiró ella, y los fuegos que la consumieron, consumieron la vacía ciudad de Manetheren, incluso sus piedras, hasta la roca de la montaña. No obstante, el pueblo permaneció a salvo.

»No restaba nada de sus granjas, sus pueblos ni de su gran urbe. Algunos hubieran considerado que nada les quedaba por hacer allí, sino refugiarse en otras tierras, donde podrían comenzar de nuevo. Ellos no lo creyeron así. Habían pagado un precio tan elevado en sangre y en esperanza por su tierra, como jamás había hecho nadie antes, que estaban vinculados a ese suelo por lazos más firmes que el acero. Otras guerras los habían de arruinar en los años venideros, hasta que al fin su retazo de mundo quedó a merced del olvido y por fin desecharon el recuerdo de las guerras y de lo que éstas representaban.

»Manetheren no volvió a levantarse nunca más. Sus altas torres y sus alegres surtidores se convirtieron en una especie de sueño que se esfumó poco a poco de la memoria de la gente. Pero ellos, y sus hijos, y los descendientes de sus hijos, conservaron la tierra que les pertenecía. La retuvieron incluso cuando los largos siglos habían borrado de su recuerdo la causa. La retuvieron hasta hoy, en que vosotros sois sus depositarios. Llorad por Manetheren. Llorad por aquello que se desvaneció para siempre.

Los haces desprendidos por el bastón de Moraine se extinguieron y ella lo bajó a un lado, como si pesara veinte kilos. Durante un largo momento, sólo se oyó el gemido del viento. Después, Paet al’Caar se adelantó a los Coplin.

—No conozco vuestra historia —dijo el granjero—, ni soy tampoco una espina clavada en los pies del Oscuro. Pero, si mi Wil camina, es gracias a vos y, por ello, me avergüenzo de estar aquí. No sé si podréis perdonarme, pero tanto si lo hacéis como si no, me iré. Y por mí, podéis quedaros en el Campo de Emond tanto tiempo como queráis.

Y, tras bajar levemente la cabeza en una especie de reverencia, retrocedió entre la multitud. Otros comenzaron a murmurar entonces, mostrando la penitencia de sus semblantes avergonzados, antes de escabullirse a su vez, de uno en uno. Los Coplin, con gesto hosco y caras ceñudas, miraron los rostros que había a su alrededor y se esfumaron en la noche sin pronunciar una palabra. Bili Congar había desaparecido incluso más deprisa que sus primos.

Lan hizo entrar a Rand y luego cerró la puerta.

—Vamos, muchacho. —El Guardián comenzó a caminar hacia la parte trasera de la posada—. Venid los dos. ¡Rápido!

Rand, titubeante, intercambió una mirada perpleja con Mat. Mientras Moraine había relatado aquella historia, ni los sementales de maese al’Vere habrían sido capaces de despegarle los pies del suelo, pero era algo distinto lo que lo retenía ahora. Allí comenzaba todo, al abandonar la posada y seguir al Guardián en medio de la noche… Se estremeció, procurando afianzar el ánimo. No tenía más alternativa que partir, por más largo que fuera el viaje.

—¿A qué esperáis? —preguntó Lan desde la puerta trasera.

Con un sobresalto, Mat se apresuró tras él.

Intentando convencerse a sí mismo de que en ese momento emprendía una gran aventura, Rand atravesó la cocina en penumbra para salir a las caballerizas y caminó detrás de ellos.

Загрузка...