Mientras abandonaban el edificio de piedra blanca a lomos de los caballos agitados de nerviosismo, el gélido viento soplaba en ráfagas, silbando entre los tejados, azotando sus capas como ondeantes banderas y haciendo desfilar estrechas nubes delante de la delgada franja lunar. Lan, tras conminar a todos en voz baja a guardar silencio, salió en cabeza a la calle. Los caballos caracoleaban y tiraban de las riendas, ansiosos por alejarse.
Rand observó con recelo los edificios ante los que pasaban, cuyas siluetas se proyectaban en la noche, con sus ventanas sin cristales semejantes a cuencas oculares vacías. Las sombras parecían moverse. De vez en cuando se oía un repiqueteo: escombros derribados por el viento. «Al menos los ojos se han ido». Su alivio fue sólo momentáneo. «¿Por qué se han retirado?»
Thom y sus convecinos se apiñaban en torno a él. Egwene tenía la cabeza hundida entre los hombros, como si procurase apaciguar el repiqueteo de las herraduras de Bela sobre el pavimento. Rand no habría querido respirar siquiera: todo sonido era susceptible de llamar la atención.
De pronto advirtió que se había abierto un espacio vacío ante ellos, que los separaba del Guardián y la Aes Sedai, a quienes percibía como sombras imprecisas treinta pasos más adelante.
—Nos estamos rezagando —murmuró mientras espoleaba a Nube.
Una fina espiral de niebla grisácea comenzó a serpentear por la calle a escasos centímetros del suelo.
—¡Deteneos! —fue el grito estrangulado, brusco e imperativo de Moraine, emitido con un tono de voz bajo para no ser oído de lejos.
Rand paró el caballo, indeciso. La franja de niebla atravesaba por entero la calle y se engrosaba paulatinamente como si la exhalaran los edificios que se alzaban a ambos lado. Ahora tenía el perímetro del brazo de un hombre. Nube se encabritó, tratando de retroceder, al tiempo que Egwene y Thom llegaban a su altura. Sus caballos también se irguieron y rehusaron aproximarse a aquella soga grisácea.
Lan y Moraine cabalgaron lentamente hacia la niebla, cuyo grosor era ya el de una pierna, y se detuvieron a una distancia prudencial al otro lado. La Aes Sedai examinó el nebuloso ramal que los separaba. Rand se estremeció, invadido por un súbito temor. Una tenue luz acompañaba a aquel tentáculo, que adquiría mayor intensidad a medida que éste se agigantaba, aun cuando no hubiera sobrepasado todavía la fuerza del brillo de la luna. Las monturas se debatían inquietas, incluidas Aldieb y Mandarb.
—¿Qué es? —preguntó Nynaeve.
—El demonio de Shadar Logoth —repuso Moraine—, Mashadar. Un ente ciego y sin cerebro que se mueve a través de la ciudad con la misma carencia de rumbo con que una lombriz socava la tierra. Su solo contacto produce la muerte.
Rand y sus acompañantes permitieron que sus caballos retrocedieran unos pasos, aunque sin apartarse demasiado. A pesar de lo que habría dado Rand por verse libre de la presencia de la Aes Sedai, en aquellos momentos ésta representaba casi la seguridad del hogar, comparada a la amenaza que los cercaba.
—¿Cómo nos reuniremos con vosotros? —inquirió Egwene—. ¿Podéis matarlo… o abrir un pasadizo?
Moraine soltó una amarga carcajada.
—Mashadar es vasto, hija, tanto como la propia Shadar Logoth. Ni la totalidad de la Torre Blanca podría acabar con él. Si le infiriera un daño suficiente para franquearos el paso, la cantidad de Poder Único utilizada alertaría a los Semihombres de igual modo que el toque de una trompeta. Y Mashadar se apresuraría a reponer rápido el desperfecto y tal vez a atraparnos en su red.
Rand intercambió una mirada con Egwene y después volvió a formular la misma pregunta que la muchacha. Moraine emitió un suspiro antes de contestar.
—No me complace la idea, pero no puede lucharse contra la necesidad. Este hilo no reptará por encima del pavimento de todas las calles. Algunas tendrán el paso libre. ¿Veis aquella estrella? —Se volvió en la silla para señalar un lucero rojo en el cielo de poniente—. Avanzad hacia esa estrella y ella os conducirá hasta el río. Pase lo que pase, continuad hacia el río. Id lo más deprisa posible, pero, sobre todo, no hagáis ruido. No olvidéis que todavía nos acosan los trollocs, y cuatro Semihombres.
—¿Pero cómo os encontraremos? —protestó Egwene.
—Seré yo quien os busque —respondió Moraine—. Descuidad, que lo haré. Ahora marchaos. Este ser carece de pensamiento, pero puede detectar la proximidad de alimento.
Como para confirmar lo dicho, hicieron asomo de levantarse varias estribaciones de la masa principal, vacilantes, forcejeando como los tentáculos de un miriápodo en el fondo de un estanque.
Cuando Rand apartó la vista del henchido tronco de neblina opaca, el Guardián y la Aes Sedai, se habían ido. Se mordió los labios y miró a sus compañeros. Estaban tan nerviosos como él. Y lo que era peor: todos parecían esperar a que alguien reaccionara primero. La noche y las ruinas los circundaban. Los Fados se encontraban en algún lugar impreciso en el exterior y los trollocs tal vez en la siguiente esquina. Los brumosos tentáculos se acercaron más a ellos, sin indecisión ahora. Ya habían elegido una presa codiciada. De improviso, Rand echó de menos a la Aes Sedai.
Todos seguían expectantes, sin decidir qué camino tomar. Hizo girar a Nube y éste emprendió un rápido trote, forcejeando con las riendas para cabalgar a mayor velocidad. Los demás siguieron tras él, como si el hecho de haberse movido primero lo hubiera designado como guía.
Sin Moraine, no tenían a nadie que los protegiese en caso de que apareciera Mordeth. Y los trollocs, y… Rand contuvo la avalancha de pensamientos. Seguiría la estrella roja. Aquello era lo único en que debía pensar.
En tres ocasiones hubieron de desandar lo recorrido en callejones obstruidos por un montículo de piedra y ladrillos que los caballos habrían sido incapaces de franquear. Rand escuchaba la respiración de los demás, breve y agitada, avergonzado de mostrar su pánico. Apretó los dientes para apaciguar sus propios jadeos. «Como mínimo tienes la obligación de hacerles creer que no tienes miedo. ¡Estás haciendo una buena obra, estúpido! Conseguirás conducirlos a salvo hasta el río».
Al doblar la siguiente esquina, una capa de niebla bañaba las baldosas rotas con una luz tan intensa como la de una noche de luna llena. Al punto, partieron hacia ellos unas ramificaciones del mismo tamaño que el de sus monturas. Todos volvieron grupas de inmediato y se alejaron al galope, arracimados, sin poner mientes en el estrépito que producía el entrechocar de las herraduras.
A menos de cinco metros de distancia, dos trollocs salieron a su paso. Los humanos y los trollocs se miraron por un instante, igualmente sorprendidos del encuentro. Después apareció un nuevo par de trollocs, y uno y otro más, que chocaron con los anteriores, componiendo un grupo estupefacto ante la imprevista presencia de los hombres. Pero su parálisis duró escasos minutos, tras los cuales sus aullidos guturales resonaron en las construcciones al compás de la acometida. Los humanos se dispersaron, acobardados.
El rucio de Rand pasó al galope en tres zancadas. —¡Por aquí! —indicó.
Sin embargo, oyó un grito idéntico emitido por cinco gargantas distintas. Una rápida ojeada le informó de que sus compañeros desaparecían en diferentes direcciones, perseguidos por los trollocs.
Tres de ellos le pisaban los talones, blandiendo sus barras en el aire. La piel se le erizó al advertir que su carrera era tan veloz como la de Nube. Se aferró al cuello del rucio y lo espoleó acuciado por los gritos de sus hostigadores.
Más adelante la calle se estrechaba, dominada por los edificios semiderruidos que proyectaban sus imprecisos contornos. Las ventanas desencajadas se rellenaron paulatinamente de un resplandor argentino, una densa neblina que despuntaba hacia el exterior: Mashadar.
Rand aventuró una ojeada hacia atrás. Los trollocs todavía corrían a cincuenta pasos a sus espaldas; la luz de la niebla bastaba para distinguirlos claramente. Un Fado cabalgaba ahora tras ellos y Rand tuvo la impresión de que su rapidez obedecía tanto al impulso de huir del Myrddraal como de perseguirlo a él. A corta distancia, media docena de espirales grises surgieron indecisas de las ventanas. Luego fue una docena, y ocupó el aire. Nube agitó la cabeza, relinchando, pero Rand hundió con violencia las espuelas en sus flancos y el animal se precipitó salvajemente hacia adelante.
Los zarcillos se espesaron al tiempo que Rand galopaba entre ellos, pero él se pegó sobre Nube, evitando mirarlos. Al otro lado la vía estaba despejada. «Si uno de ellos me toca… ¡Luz!» Presionó aún más al caballo y éste se abalanzó de un salto hacia las ansiadas sombras. Aun con su montura en desenfrenada carrera, volvió la vista hacia atrás tan pronto como el resplandor de Mashadar comenzó a mitigarse.
Los ondeantes tentáculos grises obstruían la mitad de la calle y los trollocs se echaban atrás, pero el Fado agarró un látigo y lo hizo restallar por encima de sus cabezas con un sonido similar al de un rayo, esparciendo chispas en el aire. Encorvados, los trollocs se precipitaron tras Rand. El Semihombre vaciló, y estudió con el semblante oculto tras su capucha los brazos alargados antes de avanzar en su dirección.
Los ramales, cada vez más numerosos, oscilaron un momento y luego atacaron como serpientes. Los trollocs quedaron apresados entre las hebras, bañados en su luz cenicienta, con las cabezas inclinadas hacia atrás y lanzando alaridos, que acalló la neblina al penetrar en sus bocas. Hostigados por cuatro gruesos tentáculos, el Fado y su montura se debatieron como en una danza hasta que la capucha cayó, enterrando aquel rostro pálido carente de ojos.
El Fado emitió un espantoso grito, sin producir más sonido que los trollocs, pero algo logró atravesar la barrera de la bruma: un penetrante chillido inaudible, un horrible zumbido que resonó en los oídos de Rand, impregnado de todo el horror posible en este mundo. Nube se estremeció como si él también pudiera oírlo y su carrera alcanzó un brío inigualable. Rand se agarró a él sin resuello, con la garganta seca como la propia arena del desierto.
A poco, advirtió que ya no oía el silencioso grito de agonía del Fado y, de pronto, el martilleo de su galope sonó como un verdadero estruendo. Refrenó a Nube y se detuvo junto a una pared pandeada, en la confluencia de dos calles. Un anónimo monumento se elevaba ante él en la oscuridad.
Desplomado en la silla, aguzó el oído, pero no oyó más que el frenético pulso de la sangre en su cabeza. Un sudor frío le empapaba la cara y el viento hacía ondear su capa.
Miró hacia arriba. Los luceros poblaban el cielo en los retazos libres de nubes, pero la estrella roja era claramente visible. «¿Habrá salido alguien más con vida?» ¿Habrían escapado o se hallaban en manos de los trollocs? «Egwene, que la Luz me ciegue, ¿por qué no me has seguido?» Si se encontraban vivos y en libertad, irían en pos de aquella estrella. De lo contrario… Las ruinas eran extensas; podría recorrerlas durante días sin encontrar a nadie, y esto sin contar con que podría toparse con los trollocs. Y los Fados, y Mordeth, y Mashadar. Decidió, con reluctancia, encaminarse hacia el río.
Tomó las riendas. En la calle contigua, una piedra cayó con estrépito sobre otra. Se inmovilizó, reteniendo el aliento. Se hallaba a recaudo de las sombras, a un paso de la encrucijada. Aterrorizado, consideró la posibilidad de retroceder. ¿Qué era lo que lo perseguía? ¿Qué podía provocar aquel ruido y no abatirse sobre él? No acertaba a dilucidarlo y temía apartar los ojos de la arista del edificio.
La oscuridad reinaba en aquella esquina y de ella sobresalía la negra forma de un asta. ¡Una barra! En el preciso segundo en que aquella idea invadía su cerebro, hincó los talones en los flancos de Nube y su espada abandonó la funda como un resorte; un grito inarticulado acompañó su carga, al tiempo que descargaba el arma con todas sus fuerzas. Únicamente un desesperado empeño logró detener la hoja. Mat se tambaleó hacia atrás con un alarido, casi a punto de caer del caballo y de dar con su arco en el suelo.
Rand respiró hondo y abatió la espada con brazo trémulo. —¿Has visto a alguien más? consiguió preguntar.
Mat tragó saliva antes de enderezarse torpemente sobre la silla.
—Yo…, yo…, sólo trollocs. —Se llevó la mano a la garganta, lamiéndose los labios—. Sólo trollocs. ¿Y tú?
Rand negó con la cabeza.
—Deben de dirigirse hacia el río. Será mejor que hagamos lo mismo nosotros.
Mat asintió en silencio; todavía se palpaba la garganta. Un segundo después, ambos emprendieron camino en dirección a la estrella roja.
Aún no habían recorrido unos cien palmos cuando el agudo toque de un cuerno trolloc resonó tras ellos en las profundidades de la ciudad. Enseguida le respondió otro, desde el exterior de las murallas.
Rand se estremeció, pero mantuvo el mismo paso lento, escrutando los rincones oscuros, que evitaba en la medida de lo posible. Poco después, tiró de las riendas, dispuesto a precipitarse al galope y Mat imitó la acción sin preguntar. No volvió a sonar ningún cuerno y el silencio presidió su llegada a una abertura de la muralla tapizada de lianas, en el punto donde antes se había alzado una puerta. Rand espiró suavemente; tenía la boca seca. «Vamos a conseguirlo. ¡Oh, Luz, vamos a conseguirlo!»
Los muros se esfumaron a sus espaldas, engullidos por la noche y la arboleda. Escuchando hasta el más leve sonido, Rand seguía la estrella roja.
De improviso, Thom galopó tras ellos, y disminuyó la marcha únicamente el tiempo de gritar:
—¡Más deprisa, insensatos!
Un momento después los gritos de persecución y el follaje revuelto detrás de él anunciaron la presencia de trollocs a la zaga.
Rand espoleó a Nube y éste se precipitó en pos del mulo del juglar. «¿Qué haremos cuando lleguemos al río sin Moraine? ¡Luz, Egwene!»
Perrin dejó reposar al caballo entre las sombras; observaba la puerta abierta a corta distancia mientras recorría con aire ausente la hoja de su hacha con un dedo. Parecía una vía de escape segura y, sin embargo, se había detenido allí para examinarla. El viento le alborotaba los enmarañados rizos, tratando de arrebatarle la capa, pero él volvió a rodear su cuerpo con ella sin tener realmente conciencia de lo que hacía.
Sabía que Mat, y la casi práctica totalidad de los vecinos de Campo de Emond, lo consideraban lento de entendimiento. Ello era debido en parte a su fornida constitución y a la precaución de sus movimientos —siempre había temido romper algo o herir a alguien accidentalmente a causa de su tamaño, muy superior al de los muchachos con quienes había crecido—, pero ya por naturaleza prefería rumiar con calma las cosas. Las decisiones rápidas y precipitadas habían conducido a Mat a situaciones embarazosas en múltiples ocasiones, cuando no habían terminado con Rand, él y el propio Mat con los pies en un atolladero.
Se le obstruyó la garganta. «Por la Luz, no pienses ahora en atolladeros».
Trató de poner otra vez orden a sus pensamientos. La reflexión cuidadosa era la manera de salir indemne.
En un tiempo había habido una especie de plaza delante de la puerta, con una enorme fuente en el centro, la cual conservaba todavía en pie un buen número de estatuas. Para alcanzar la salida, debería recorrer casi cien palmos de espacio abierto, en que podrían descubrirlo posibles ojos acechantes. Aquélla no era una idea halagüeña, por cierto, pues recordaba con demasiada precisión aquellos ojos invisibles que los observaban en el crepúsculo.
Recordó también el instante, no lejano, en que había escuchado los cuernos en la ciudad. Poco había faltado para que retrocediera sobre sus pasos, pensando que quizás habían apresado a uno de sus compañeros, antes de caer en la cuenta de que él solo no podría hacer nada aunque los hubieran capturado. «No contra, ¿cuántos ha dicho Lan?, un centenar de trollocs y cuatro Fados. Moraine nos ha dado instrucciones de que fuésemos hacia el río».
Volvió a estudiar la puerta. Su meticuloso método de reflexión no lo había conducido a grandes conclusiones, pero ya había tomado una decisión. Abandonó las profundas sombras y se adelantó en la penumbra.
Al mismo tiempo, otro caballo apareció en el lado opuesto de la plaza y se detuvo. Él se paró también, llevando la mano a su hacha, lo cual apenas lo hizo sentir más protegido. Si aquella silueta oscura era un Fado…
—¿Rand? —llamó una voz baja y vacilante.
Dejó escapar un largo suspiro de alivio.
—Soy Perrin, Egwene —contestó, con voz igualmente susurrante, que, sin embargo, se le antojó demasiado alta en medio de la oscuridad.
Los caballos se reunieron junto a la fuente.
—¿Has visto a alguien más? —preguntaron ambos a la vez.
Las respuestas fueron una muda sacudida de cabeza.
—Estarán bien —murmuró Egwene, acariciando el cuello de Bela—. ¿Verdad?
—Moraine Sedai y Lan cuidarán de ellos —repuso Perrin—. Cuidarán de todos nosotros una vez que hayamos llegado al río.
En su fuero interno deseó que aquello fuera cierto.
Sintió un gran alivio después de haber traspasado la puerta, aunque tal vez en aquel bosque habría trollocs, o Fados. Dejó a un lado aquel tipo de pensamientos. Las desnudas ramas de los árboles no le impedían distinguir la estrella roja y, además, Mordeth ya no podía hacerles ningún daño allí. Aquel personaje le había producido un pavor más intenso que los trollocs.
Pronto se encontrarían a orillas del río y allí estaría Moraine, la cual los alejaría también del peligro de los trollocs. Creía en ello acuciado por la necesidad. El viento azotaba las ramas y hacía susurrar las agujas de los pinos. El solitario grito de una lechuza hendió la oscuridad y él y Egwene juntaron aún más sus caballos como si buscaran la proximidad del calor. Su soledad era casi completa.
Un cuerno trolloc sonó en un punto impreciso tras ellos, despidiendo rápidos y agudos toques que instaban al apremio a los cazadores. Después, incontables aullidos semihumanos brotaron a sus espaldas, espoleados por el cuerno, aullidos cuya intensidad creció al sentir sus emisores el olor a carne humana.
Perrin emprendió el galope, gritando:
—¡Vamos!
Egwene partió a la carrera también y los dos se precipitaron hacia adelante, sin reparar en el ruido ni en el ramaje que les arañaba el rostro.
Mientras corrían entre los árboles, guiados más por el instinto que por la mortecina luz de la luna, Bela se rezagó. Perrin se volvió. Egwene golpeaba a la yegua con los talones y la azuzaba con las riendas, pero todo era inútil. A juzgar por los aullidos, los trollocs se hallaban cerca. Retuvo el paso para no dejarla atrás.
—¡Deprisa! —gritó.
Ahora distinguía las enormes figuras de los trollocs, que avanzaban entre la arboleda; bramaban y gruñían de un modo espantoso. Aferró el mango del hacha, que pendía de su cinturón, hasta que le dolieron los nudillos.
—¡Corre, Egwene! ¡Corre!
De pronto su caballo relinchó y él cayó derribado de la silla mientras el animal se desplomaba bajo su cuerpo. Buscó apoyo con las manos para incorporarse y se zambulló de cabeza en gélidas aguas. Se había precipitado en el Arinelle desde un acantilado.
El contacto imprevisto con las frías aguas le hizo abrir la boca, con lo cual tragó una cierta cantidad de líquido antes de conseguir emerger a la superficie. Al sentir salpicaduras junto a él pensó que Egwene debía de haber seguido su camino. Jadeante, forcejeó con el agua. No era sencillo mantenerse a flote con la chaqueta y la capa empapadas y las botas repletas. Se volvió hacia Egwene, pero sólo vio el reflejo de la luna sobre el negro río, rizado por el viento.
—¿Egwene? ¡Egwene!
Una lanza silbó ante sus ojos, seguida de otras que se hundieron en el cauce a su alrededor. Unas voces guturales iniciaron una acalorada discusión en la orilla y los trollocs dejaron de arrojar sus proyectiles, pero por el momento consideró más prudente no volver a llamar a la muchacha.
La corriente lo llevó río abajo. Sin embargo, los gritos y gruñidos lo siguieron por la ribera. Se desató la capa y la dejó a merced de las aguas para disminuir el peso que tiraba de él hacia el fondo. Tenazmente, comenzó a nadar hacia el otro lado. Allí no habían trollocs, o al menos ésa era su esperanza.
Nadaba a la manera como lo hacían en su pueblo, en los remansos del Bosque de las Aguas, impulsado con ambas manos, moviendo los dos pies a un tiempo, con la cabeza fuera del agua. Al menos, procuraba no hundirla, aun cuando no le resultaba fácil. Incluso sin la capa, la chaqueta y las botas juntas parecían pesar el doble que él. Y el hacha también le representaba un impedimento. Consideró más de una vez la posibilidad de dejar que el río la engullera. Sería sencillo, mucho más sencillo que sacarse las botas, por ejemplo. Sin embargo, cada vez que pensaba en ello, representaba mentalmente la perspectiva de salir a la otra orilla, llena de trollocs aguardándolo. El hacha no le serviría de mucho si había de enfrentarse a una docena de trollocs —o a uno solo, quizá—, pero era mejor que defenderse a brazo partido.
A poco había perdido incluso la confianza de poder alzar el hacha en caso de que los trollocs se encontraran allí. Sus brazos y piernas tenían la misma pesadez del plomo; era un esfuerzo moverlos y su cara ya no sobresalía tanto del agua como antes. El líquido que le entraba por la nariz lo hacía toser. «Esto es peor que un día entero en la forja», pensó, fatigado, en el preciso instante en que su pie chocó con algo. Hasta que movió el otro no cayó en la cuenta de qué era aquello. Era el fondo. Había atravesado el cauce.
Se puso en pie, respirando trabajosamente por la boca, chorreante, con las piernas a punto de ceder. Desenganchó el hacha mientras avanzaba hacia la ribera; temblaba con las ráfagas de viento. No veía ningún trolloc, ni tampoco a Egwene; sólo algunos árboles que flanqueaban el río y el destello de la luna sobre el agua.
Cuando hubo recobrado el aliento, llamó a sus amigos. Después oyó unos gritos amortiguados procedentes de la otra orilla; aun en la distancia detectó las roncas voces de los trollocs. Sus amigos no respondieron.
El viento arreció, ahogando el sonido de los trollocs, y se vio recorrido por un violento temblor. El frío no era tan intenso como para helar el agua que le empapaba la ropa, pero él tenía una sensación similar, como si le clavaran una daga helada hasta los mismos huesos. Trepó con cansancio los márgenes en busca de algún resguardo contra el viento.
Rand palmeó el cuello de Nube y musitó palabras tranquilizadoras a su oído. El caballo sacudió la cabeza, dando rápidos pasos sinuosos. Habían dejado atrás a los trollocs —o al menos eso parecía—, pero Nube conservaba en los ollares su persistente olor. Mat cabalgaba con una flecha dispuesta en el arco, alerta ante posibles ataques, mientras Rand y Thom escrutaban entre las ramas, buscando la estrella roja que marcaba su camino. No había sido complicado seguirla, a pesar del ramaje, mientras caminaban en su dirección. Sin embargo, después habían aparecido más trollocs ante ellos, lo cual los había obligado a galopar hacia un lado, perseguidos por los dos pelotones. Los trollocs podían correr tanto como un caballo, pero sólo durante un centenar de pasos, por lo que les habían tomado la delantera. No obstante, al desviarse, habían perdido de vista al lucero que había de guiarlos.
—Continúo opinando que está por ese lado —dijo Mat, apuntando hacia la derecha—. Al final íbamos rumbo norte, lo cual significa que el este está por allí.
—Ahí está —anunció de pronto Thom, señalando entre la maraña de ramas a su izquierda, directamente hacia el rojizo lucero.
Mat murmuró algo entre dientes.
Rand percibió de soslayo algo que se movía. Era un trolloc, que salió con un salto silencioso de detrás de un tronco e hizo girar su barra. Rand hincó los talones en los flancos de su montura y el rucio se precipitó hacia adelante en el preciso momento en que dos más surgían de las sombras tras el primero. Un lazo rozó la nuca de Rand, provocándole un estremecimiento en la espalda.
Una flecha se clavó en el ojo de una de aquellas caras bestiales y luego Mat se reunió con él. Sus caballos galopaban desenfrenados hacia el río, pero no estaba seguro de que aquello pudiera tener un buen fin. Los trollocs corrían tras ellos, a tan corta distancia que casi habrían podido agarrar las colas de sus monturas. Sólo tenían que ganar un paso para enlazarlos y derribarlos de las sillas.
Se inclinó sobre el cuello del rucio para acrecentar la separación entre el suyo propio y los lazos. Mat tenía la cara casi enterrada en la crin de su caballo. Rand se preguntó dónde estaría Thom. ¿Acaso habría decidido proseguir por su cuenta al ver que los tres trollocs centraban su atención en los dos muchachos?
Súbitamente, el mulo del juglar surgió al galope de la oscuridad, pisando los talones a los trollocs. Estos apenas tuvieron tiempo de mirar, sorprendidos, antes de que Thom alargara las manos como un resorte hacia adelante y luego hacia atrás. La luz de la luna destelló sobre el acero. Una de las criaturas perdió pie y cayó rodando, mientras otra se postraba de rodillas dando alaridos y arañándose la espalda con ambas manos. La tercera soltó un gruñido, retrayendo el hocico para mostrar sus afilados dientes, pero al ver derribados a sus compañeros, dio media vuelta y se perdió en la noche. La mano de Thom trazó de nuevo el mismo ademán y el trolloc emitió unos chillidos que amortiguó la lejanía.
Rand y Mat se acercaron a observar al juglar.
—Mis mejores cuchillos —se lamentó Thom, aunque sin hacer ningún esfuerzo por desmontar para recuperarlos—. Ése irá a llamar a los demás. Espero que el río no esté muy lejos. Espero…
En lugar de expresar una segunda esperanza, sacudió la cabeza, emprendiendo un medio galope. Rand y Mat cabalgaron tras él.
Unos momentos después llegaron a una ribera baja donde los árboles crecían justo en la orilla del agua, cuya negra superficie, bañada por la luna, agitaba el viento. Rand no acertaba a distinguir el otro margen. No le inspiraba gran entusiasmo la idea de cruzar el río en una balsa, a oscuras, pero aún le complacía menos la perspectiva de permanecer donde se hallaba. «Atravesaré a nado, si no queda más remedio».
En algún lugar sonó el ronco y urgente toque de un cuerno trolloc, el primero que habían escuchado desde que abandonaron las ruinas. Rand se preguntó si aquello era señal de que habían capturado a alguno de sus amigos.
—No vamos a quedarnos aquí toda la noche —dijo Thom—. Escoged una dirección. ¿Río arriba o río abajo?
—Pero Moraine y los demás podrían estar en cualquier sitio —objetó Mat—. Cualquier rumbo que tomemos puede alejarnos de ellos.
—En efecto. —Thom azuzó a su mulo y se volvió río abajo, bordeando el cauce—. En efecto.
Rand miró a Mat, el cual se encogió de hombros, y después ambos siguieron el ejemplo del juglar.
Durante un tiempo no surgió ningún imprevisto. Las riberas eran más elevadas en algunos puntos y más bajas en otros y los árboles alternaban entre formaciones espesas y pequeños claros, pero la noche, el río y el viento permanecían inmutables, fríos y negros. Y no toparon con ningún trolloc. Aquél era un cambio del que se congratulaba Rand.
Entonces percibió una lucecilla en la distancia, un punto insignificante. Al aproximarse, vieron que aquel brillo se encontraba por encima del cauce, como si se tratara de la copa de un árbol. Thom aceleró la marcha y comenzó a canturrear entre dientes.
Finalmente lograron esclarecer el origen de aquella luz: una linterna colgada de uno de los mástiles de un gran carguero, amarrado junto a un claro entre la arboleda. El barco, de más de veinte metros de eslora, se balanceaba ligeramente con la corriente, tirando de las cuerdas atadas a los árboles. La jarcia murmuraba y crujía azotada por el viento. La linterna iluminaba una cubierta desierta.
—¡Vaya! —exclamó Thom al desmontar—, esto es mejor que la balsa de la Aes Sedai, ¿no os parece? —Permaneció inmóvil con los dedos sobre los labios y un aire de satisfacción cuyo carácter fingido traicionaba incluso la oscuridad—. No parece que este bajel esté construido para transportar caballos, pero, considerando el peligro que corre, del cual vamos a prevenirlo, tal vez el capitán se muestre razonable. Dejad que sea yo quien hable. Y traed vuestras mantas y albardas, por si acaso.
Rand saltó a tierra y comenzó a desatar sus pertenencias de la silla.
—¿No querréis partir sin los otros, no?
Thom no tuvo ocasión de aclarar sus propósitos a causa de la súbita irrupción de dos trollocs en el claro, seguidos de cuatro congéneres más. Los caballos se encabritaron. Los aullidos más lejanos indicaban que había más enemigos en camino.
—¡Al barco! —gritó Thom—. ¡Deprisa! ¡Dejad eso! ¡Corred! —Ateniéndose a sus recomendaciones, salió disparado hacia la embarcación; los parches de su capa ondearon al viento y los estuches de instrumentos colgados a la espalda se entrechocaban entre sí—. ¡Al barco! —llamó—. ¡Despertad, necios! ¡Trollocs!
Rand deshizo la última correa que ataba su fajo de mantas y las albardas y se precipitó en pos del juglar. Después de depositar su carga al otro lado de la barandilla, saltó tras ella. Sólo tuvo tiempo de ver a un hombre acurrucado en la cubierta, que se disponía a sentarse como si llevara pocos segundos despierto, antes de que sus pies se posaran justo encima de él. El hombre emitió un ruidoso gruñido, Rand se tambaleó, y una barra con un gancho se clavó en la barandilla en el tramo preciso sobre el que había saltado. Todo el barco se pobló de griterío y en la cubierta resonaron cientos de pasos.
Unas manos peludas se aferraron a la baranda junto al gancho y una cabeza con cornamenta de cabra se irguió tras ellas. Sin haber recobrado todavía el equilibrio, Rand logró, no obstante, desenvainar la espada y asestar un golpe. El trolloc cayó lanzando un alarido.
La tripulación, a gritos, corría de un lado a otro; por fin lograron cortar con hachas las amarras. El navío dio unos bandazos y se balanceó con aparentes ansias de zarpar. En la proa, tres hombres forcejeaban con un trolloc. Alguien hincaba una lanza en uno de los costados, si bien Rand no acertaba a ver sobre qué la clavaba. Un arco soltó dos proyectiles seguidos. El marino sobre el que había caído Rand se apartó a gatas de él y luego puso las manos en alto al advertir que Rand estaba mirándolo.
—¡Piedad! —gritó—. ¡Tomad lo que queráis, el barco incluso, todo, pero no me hagáis daño!
De repente algo golpeó la espalda de Rand y lo abatió contra el suelo. La espada cayó demasiado lejos para recuperarla. Con la mandíbula desencajada, sin resuello, trató de estirar el brazo hasta ella. Sus músculos reaccionaban con una lentitud desesperante; se retorcía como un gusano. El individuo que clamaba piedad posó una mirada temerosa y codiciosa en la espada y luego se esfumó entre las sombras.
Luchando contra el dolor, Rand consiguió mirar por encima del hombro y supo que su suerte había tocado fondo. Un trolloc con hocico de lobo se cernía de pie sobre la barandilla y lo observaba, con la afilada punta de su barra en la mano, la misma que lo había derribado. Rand porfió por alcanzar la espada, por desplazarse, por escapar, pero sus brazos y piernas se movían espasmódicamente, apenas respondían a su voluntad. Temblaban, le hacían adoptar extrañas posturas. Sentía como si unas barras de hierro le oprimieran el pecho; unas manchas plateadas le entorpecían la visión. Trató de hallar alguna vía de escape. El tiempo pareció aminorar su curso cuando el trolloc alzó la barra quebrada como si quisiera ensartarlo con ella. Rand contemplaba como en sueños los movimientos de la criatura. Vio cómo el grueso brazo se retraía; esperaba ya el asta rota clavada en su espalda, sintiendo el dolor de la desgarradura. Creyó que iban a estallarle los pulmones. «¡Voy a morir! ¡Luz, ayúdame, voy a morir!» El brazo del trolloc se proyectó hacia adelante, empuñando la barra astillada, y Rand halló aire suficiente para gritar:
—¡No!
De pronto el barco dio una sacudida y una botavara surgió oscilando entre las sombras para golpear el pecho del trolloc. Tras un crujido de huesos rotos, saltó derribado por las borda.
Rand permaneció recostado unos momentos, contemplando la botavara que se balanceaba sobre él. «Esto ha de haber agotado por fuerza mi buena suerte», se dijo. «Es imposible que reste algo de ella a partir de ahora».
Se puso en pie. Temblaba. Recogió la espada y la retuvo por una vez con las dos manos como le había enseñado Lan, pero ya no había nada contra qué esgrimirla. El surco de agua negra entre la embarcación y la orilla se ensanchaba de modo progresivo, al tiempo que se difuminaba en la noche el griterío de los trollocs.
Cuando envainaba la espada, asomado a la barandilla, un hombre corpulento vestido con una chaqueta que le llegaba hasta las rodillas avanzó a grandes zancadas por la cubierta mirándolo con cara de pocos amigos. Tenía un rostro redondo, enmarcado por una tupida melena que le llegaba a los hombros y una barba que dejaba al descubierto su labio superior. Su rostro era redondeado, pero no apacible. La botavara surcó de nuevo el aire con su vaivén y el individuo de la barba desvió ligeramente la mirada hacia ella mientras la asía; la madera produjo un brusco sonido al chocar con su poderosa palma.
—¡Gelb! —bramó—. ¡Fortuna! ¿Dónde estás, Gelb? —Hablaba tan deprisa, entrelazando todas las palabras, que Rand apenas lo entendía—. ¡No puedes esconderte de mí en mi propio barco! ¡Sal de ahí, Floran Gelb!
Un tripulante se acercó con una linterna de cristal abombado y dos de sus compañeros empujaron a un hombre de rostro alargado hacia el círculo de luz proyectado. Rand reconoció al individuo que le había ofrecido el bote, el cual movía los ojos sin cesar, evitando sostener la mirada del fornido hombre que había reclamado su presencia, el capitán, según las deducciones de Rand. Gelb lucía un cardenal en la frente, producto del pisotón que le había propinado Rand al caer sobre él.
—¿Acaso no debías asegurar esta botavara, Gelb? —Inquirió el capitán con asombrosa calma, aunque con igual rapidez que antes. Gelb pareció genuinamente sorprendido.
—Sí lo hice. La até bien fuerte. Reconozco que soy un poco lento a veces, capitán Domon, pero hago las cosas de todos modos.
—Así que eres lento, ¿eh? No tanto para dormirte, para dormir cuando deberías estar vigilando. Podrían habernos asesinado a todos por tu culpa.
—No, capitán. Ha sido él. —Gelb señaló a Rand—. Yo realizaba la guardia, de la manera como debía hacerlo, cuando él se ha acercado furtivamente y me ha golpeado con un garrote. —Se tocó la herida de la frente, pestañeó y miró, enfurecido, a Rand—. He peleado con él, pero entonces han venido los trollocs. Es un aliado suyo, capitán, un Amigo Siniestro. Es un aliado de los trollocs.
—¡Un aliado de mi vieja abuela! —tronó el capitán Domon—. ¿No te avisé la última vez, Gelb? ¡En Puente Blanco, te largas de aquí! ¡Apártate de mi vista antes de que te eche por la borda! —Gelb se alejó como una flecha y Domon se quedó allí de pie; abría y cerraba las manos mientras contemplaba el vacío. —Esos trollocs están siguiéndome. ¿Por qué no me dejan en paz? ¿Por qué?
Rand miró hacia el agua y se sorprendió al descubrir que habían perdido de vista la orilla. Dos hombres manipulaban el remo de dirección de popa y seis remeros se afanaban en los costados; la embarcación avanzaba a gran velocidad río abajo.
—Capitán —dijo Rand—, hemos dejado a algunos amigos atrás. Si regresáis para recogerlos, estoy seguro de que os recompensarán largamente.
El rostro redondeado del capitán se volvió hacia Rand, y, cuando aparecieron Thom y Mat los incluyó también en el campo que abarcaba su mirada inexpresiva.
—Capitán —comenzó a hablar Thom, dibujando una reverencia—, permitidme…
—Venid abajo —lo interrumpió el capitán Domon—, adonde pueda ver qué especie de personas han venido a mi cubierta. Venid. ¡Que la fortuna me valga, que alguien ate de una vez esa maldita botavara!
Mientras los marineros se apresuraban a cumplir su orden, comenzó a caminar hacia popa. Rand y sus compañeros lo siguieron.
El capitán Domon disponía de una ordenada cabina, a la que se llegaba tras bajar un breve tramo de escaleras y en donde todo daba la impresión de encontrarse en el lugar adecuado, incluso las chaquetas y capas que pendían de los ganchos de la puerta. El recinto, que atravesaba el barco a lo ancho, contenía una amplia cama a un lado y una maciza mesa en el otro. Había una sola silla, con un alto respaldo y robustos brazos, en la cual tomó asiento el capitán, tras lo cual indicó con gestos a los otros que se acomodaran en los diversos arcones y bancos que componían el resto del mobiliario. Un ruidoso carraspeo contuvo a Mat cuando se disponía a sentarse en la cama.
—Bien —dijo el capitán cuando estuvieron todos sentados—. Mi nombre es Bayle Domon, capitán y propietario del Spray, que es este barco. ¿Y vosotros quiénes sois, de dónde salís de repente y por qué motivo no debería tiraros por la borda por los problemas que me habéis causado?
Rand todavía tenía dificultad para comprender la rápida habla de Domon. Cuando por fin dilucidó la última parte de lo expresado por el capitán, parpadeó perplejo. «¿Tirarnos por la borda?»
—No era ésa nuestra intención —se apresuró a responder Mat—. Íbamos de camino a Caemlyn y entonces…
—Y adonde nos llevara el viento —lo interrumpió suavemente Thom—. Ése es el modo de viajar de los juglares, como hojas arrastradas por el viento. Como podéis ver, soy un juglar. Me llamo Thom Merrilin. —Movió su capa para agitar los parches multicolores, como si el capitán no hubiera reparado en ellos—. Éstos son dos palurdos campesinos que quieren ser mis aprendices, aunque aún no estoy del todo seguro si son de mi conveniencia.
Rand miró a Mat, quien esbozaba una mueca de disgusto.
—Eso está muy bien —objetó con placidez el capitán Domon—, pero no me dice nada, menos que nada. Que la fortuna me pinche con su aguijón si este lugar está en camino hacia Caemlyn desde algún sitio del que tenga noticia.
—Ésta es una larga historia —explicó Thom, antes de comenzar a desgranarla rápidamente.
Según su versión tabulada, había quedado atrapada por las nieves invernales en una localidad minera de las Montañas de la Niebla, más allá de Baerlon. Estando allí llegaran a su oído leyendas referentes a un tesoro de la época de las Guerras de las Trollocs, ocultos en las rematas ruinas de una ciudad llamada Aridhol. Lo cierto era que él conocía con anterioridad el lugar exacto donde estaba Aridhol gracias a un mapa que le había entregado muchos años antes, a las puertas de la muerte, un amigo suyo en Illian, quien aseguró que aquel mapa convertiría a Thom en un hombre rico, lo cual él nunca creyó hasta que escuchó aquellas leyendas. Cuando la nieve comenzó a fundirse, partió con algunos acompañantes, junto con sus dos eventuales ayudantes, y tras un accidentado viaje encontraron realmente la ciudad abandonada. Sin embargo, tal como llegaron a descubrir, el tesoro había pertenecido a un mismísimo Señor del Espanto, el cual había enviado a los trollocs para reintegrarlo a Shayol Ghul. Casi todos los peligrosos a los que se habían enfrentado en la realidad —trollocs, Myrddraal, Draghkar, Mordeth, Mashadar— los asaltaron en un momento u otro del relato, si bien la manera de referirla Thom hacía concentrar en él el objeto de todos los ataques, así como la gran destreza utilizada para esquivarlas. Mediante grandes hazañas, en su mayor parte llevadas a cabo por Thom, lograron escapar, perseguidos por los trollocs, aunque diseminados, hasta que por último Thom y sus dos compañeros buscaron refugio en el único lugar posible: el oportuno barco del capitán Domon.
Al concluir la narración el juglar, Rand advirtió que había estado escuchando algunos pasajes con la boca abierta y la cerró de golpe. Cuando dirigió la vista hacia Mat, éste observaba a Thom con ojos desorbitados.
El capitán Domon hizo repiquetear los dedos en el brazo de la silla.
—Éste es un cuento difícil de creer. Claro que yo he visto a los trollocs, con toda seguridad.
—Una historia totalmente verídica —aseveró Thom—, referida por alguien que la ha vivido en persona.
—¿Lleváis encima, por azar, parte del tesoro?
Thom extendió las manos, pesaroso.
—¡Ay de mí! Lo poco que logramos llevarnos formaba parte de la carga de los caballos, que se desbocaron cuando hicieran aparición los últimos trollocs. Todo cuanto me queda es la flauta, el arpa, unas monedas de cobre y la ropa que llevo puesta. Pero, creedme, no querríais tener con vos ni una pieza del tesoro. Tiene la pátina del Oscuro. Es mejor dejarlo en manos de las ruinas y los trollocs.
—De modo que no tenéis dinero para pagar el pasaje. No dejaría navegar conmigo a mi propia hermana si no pudiera pagar el pasaje, sobre todo si traía consigo a los trollocs para destrozarme las barandillas y cortarme la jarcia. ¿Por qué no iba a dejaros volver a nado al sitio de donde vinisteis y librarme de vosotros?
—¿No iríais a dejarnos en la orilla? —preguntó Mat—. ¿Con los trollocs?
—¿Quién ha mencionado algo de dejaros en la orilla? —replicó secamente Domon. Los estudió unos instantes y luego extendió las manos sobre la mesa—. Bayle Domon es un hombre razonable. No os echaría al agua si hubiera una manera de evitarlo. Ahora bien, veo que uno de vuestros aprendices tiene una espada. Como necesito una espada y tengo buen corazón, os otorgaré pasaje hasta Puente Blanco a cambio de ella.
—¡No! —contestó Rand.
Tam no se la había dado para que hiciera un trueque con ella. Recorrió con la mano la empuñadura, palpando la garza de bronce. Mientras la conservara en su poder, tendría una parte de Tam a su lado.
—Bueno, si no puede ser, no puede ser. Pero Bayle Domon no deja viajar gratis ni a su propia madre.
Rand vació su bolsillo de mala gana. No contenía gran cosa: algunas piezas de cobre y la moneda de plata que le había regalado Moraine. Tendió su mano abierta al capitán. Un segundo después, Mat imitó su gesto suspirando. Thom les asestó una mirada airada, la cual sustituyó tan velozmente por una sonrisa que Rand dudó de si la había visto realmente.
El capitán Domon recogió hábilmente las dos gruesas piezas de plata de manos de los muchachos y sacó unas pequeñas balanzas y una bolsa de un arcón que había detrás de su silla. Después de pesarlas meticulosamente, tiró las dos monedas a la bolsa y les devolvió a ambos algunas piezas de cobre y de plata más pequeñas. La mayoría eran de cobre.
—Hasta Puente Blanco —aclaró, tras la cual realizó una pulcra anotación en su libro de cuentas.
—Resulta un pasaje muy caro sólo hasta Puente Blanco —gruñó Thom.
—Más los daños inferidos a mi navío —añadió sosegado el capitán, antes de devolver con aire satisfecho las balanzas y la bolsa al arcón—. Más un plus por haber atraído a los trollocs, obligándome a soltar amarras a medianoche y correr el peligro de embarrancar en las bajíos.
—¿Y a los demás? —inquirió Rand—. ¿Vais a recogerlos también? Ahora ya deben de estar cerca del río y verán sin duda la linterna colgada del mástil.
El capitán Domon enarcó las cejas sorprendido.
—¿Acaso crees que estamos parados, hombre? Por fortuna, estamos a tres, cuatro kilómetros del lugar donde embarcasteis. Los trollocs los hacen remar con más brío y luego está la corriente, claro. Pero eso no importa. No volvería a atracar esta noche ni aunque mi abuela estuviera en la orilla. Tal vez no lo haga hasta llegar a Puente Blanco. Ya tuve que aguantar el acoso de trollocs antes de esta noche y no lo repetiré de poder evitarlo.
—¿Habíais tenido encuentros con trollocs antes? —preguntó Thom, inclinándose con interés—. ¿Últimamente?
Domon vaciló; luego miró con suspicacia a Thom, pero cuando habló su voz sólo expresó disgusto.
—He pasado el invierno en Saldaea, hombre. No por que yo lo quisiera, pero el río se heló pronto y el hielo tardó en fundirse. Dicen que se puede ver la Llaga desde las más altas torres de Maradon, pero eso no es nada. He estado allí antes y siempre corren rumores de que los trollocs han atacado granjas. Sin embargo, el invierno pasado, había granjas ardiendo cada noche. Ay, a veces pueblos enteros. Hasta llegaron a las mismas murallas de la ciudad. Y, como si eso no fuera bastante, la gente dice que aquello significa que el Oscuro está preparándose, que el Día Final está próximo. —Se estremeció, rascándose la cabeza como si sintiera allí un escozor—. Estoy ansioso por regresar a las tierras donde la gente cree que los trollocs no aparecen más que en los cuentos y que las historias que yo les cuento son mentiras de viajero.
Rand dejó de escuchar, pensando en Egwene y el resto. No le parecía justo que él se encontrara a salvo en el Spray cuando ellos todavía estaban a la intemperie en mitad de la noche. La cabina del capitán se le antojó menos acogedora que en un principio.
Advirtió, sorprendido, que Thom tiraba de él para hacerlo levantar. Después el juglar los empujó a él y a Mat hacia las escaleras, presentando disculpas al capitán Domon por la rudeza de esos patanes de campo. Rand subió sin decir nada.
Una vez que se hallaron en cubierta Thom miró en torno a sí para cerciorarse de que no podía escucharlo nadie.
—Podría haber pactado el pasaje por unas cuantas canciones e historias si no os hubierais dado tanta prisa en enseñar la plata —gruñó.
—No estoy tan seguro —replicó Mat—. Parecía que hablaba en serio al amenazarnos con tirarnos por la borda.
Rand caminó lentamente hacia la barandilla y se reclinó en ella para mirar el tramo de río, envuelto en sombras, que habían dejado atrás. No logró ver más que una masa oscura, sin distinguir siquiera los márgenes. Un minuto después, Thom le puso una mano en el hombro, pero él permaneció inmóvil.
—No puedes hacer nada al respecto, muchacho. Además, seguramente a estas horas estarán a buen recaudo con la…, con Moraine y Lan. ¿Se te ocurre algo mejor que ese par para dispersar a los trollocs?
—Yo intenté disuadirla de emprender este viaje —dijo Rand.
—Hiciste cuanto estuvo en tu mano, chico. Nadie podría exigirte más.
—Le dije que cuidaría de ella. Debería haberme esforzado más en ello. —El batir de los remos y el susurro de la jarcia componían una tétrica melodía—. Debería haberme esforzado más —musitó.