33 La oscuridad acecha

La lluvia no había cedido un instante desde que habían huido del Carretero Danzarín. Eran auténticos cántaros de agua arrojados sobre ellos con la misma contundencia que los truenos y relámpagos que surcaban la negrura del cielo. Las ropas quedaron empapadas en pocos minutos; al cabo de una hora Rand también sentía la piel macerada, pero habían dejado atrás Cuatro Reyes.

Mat caminaba como un ciego en la oscuridad. Entrecerraba penosamente los ojos ante el súbito fulgor de los rayos que iluminaban durante unos segundos las desnudas siluetas de los árboles y, pese a que Rand lo llevaba de la mano, tanteaba el suelo con incertidumbre a cada paso. Si Mat no recobraba la vista, no habría forma de continuar avanzando. No lograrían alejarse.

Mat, a quien la lluvia había aplastado los cabellos en torno al rostro, pareció captar sus pensamientos.

—Rand —dijo con voz trémula—, ¿no irás a dejarme aquí, si no puedo continuar?

—No te abandonaré pase lo que pase. —«¡Luz, ayúdanos!» Un trueno rugió sobre sus cabezas y Mat tropezó, casi a punto de caer y arrastrarlo a él al suelo—. Tenemos que parar, Mat. Si continuamos, vas a romperte una pierna.

—Gode. —Una fulguración hendió la oscuridad mientras Mat hablaba y la detonación del suelo acalló cualquier otro sonido, pero con la descarga eléctrica Rand adivinó aquel nombre en los labios de su amigo.

—Está muerto. —«Debe estarlo. Luz, haz que esté muerto».

Guió a Mat hacia unos matorrales cuyo follaje ofrecía un precario refugio contra la lluvia. A pesar de que éste no fuera tan apropiado como el de un árbol, no quería correr el riesgo a esperar el siguiente rayo. Quizá la próxima vez no saldrían tan bien parados.

Acurrucados bajo los arbustos, intentaron componer una pequeña tienda con sus capas. Ya era demasiado tarde para pretender no mojarse, pero sería un descanso dejar de sentir el incesante goteo. Abrazados para compartir el poco calor que desprendían sus cuerpos, calados hasta los huesos y debiendo soportar las goteras que se filtraban por la capas, conciliaron el sueño entre escalofríos.

Rand fue consciente desde el primer momento de la irrealidad de aquella escena. Se encontraba en Cuatro Reyes, pero no había nadie en el pueblo aparte de él. Los carromatos estaban allí, pero no había personas, caballos ni perros. Sin embargo, sabía que alguien lo aguardaba.

Mientras caminaba por la calle llena de baches, los edificios parecían difuminarse a su espalda. Cuando volvía la cabeza, se hallaban allí, tangibles, pero la imprecisión permanecía en el rabillo de sus ojos. Era como si únicamente existiera lo que veía y exclusivamente mientras lo percibía. Estaba convencido de que si giraba con suficiente rapidez vería… No estaba seguro de qué era lo que vería, pero le inquietaba pensar en ello.

El Carretero Danzarín apareció ante él. Curiosamente su llamativa pintura tenía un aspecto grisáceo y macilento. Entró en la posada. Gode estaba allí, sentado a una mesa.

Lo reconoció por su atuendo, la seda y el terciopelo oscuro. Gode tenía la piel enrojecida, quemada, cuarteada y purulenta. Su cara era casi una calavera y sus labios apergaminados dejaban un boquete en el que se percibían sus dientes y encías al descubierto. Al volver Gode la cabeza, se le desprendió parte del cabello, que se convirtió en hollín al posarse sobre sus hombros. Sus ojos carentes de pestañas observaban a Rand.

—De modo que habéis muerto —constató Rand. Para su sorpresa no sentía temor, tal vez debido a que en aquella ocasión sabía que estaba soñando.

—Sí —respondió la voz de Ba’alzemon—, pero te ha encontrado como le había ordenado. Se merece una recompensa, ¿no crees?

Rand se volvió y descubrió su capacidad de sentir espanto, a pesar de saberse en un sueño. Los ropajes de Ba’alzemon tenían el color de la sangre coagulada y en su semblante se entremezclaban la rabia, el odio y el triunfo.

—Ya ves, jovencito, no puedes rehuirme indefinidamente. De un modo u otro te encontraré. Lo que te protege te hace a un tiempo vulnerable. Por una vez que te escondes, a la siguiente te delatas. Ven a mí, jovenzuelo. —Tendió la mano a Rand—. Si mis sabuesos han de traerte a rastras, tal vez no se comporten con amabilidad. Te tienen envidia por lo que llegarás a ser, una vez que te hayas postrado de rodillas a mis pies. Es tu destino. Me perteneces. —La lengua requemada de Gode efectuó un enojado y ansioso remedo de sonido.

Rand trató inútilmente de humedecerse los labios.

—No —logró articular; después las palabras brotaron más fácilmente—. Me pertenezco a mí mismo, no a vos. Jamás. A mí mismo. Si vuestros Amigos Siniestros me matan, nunca dispondréis de mí.

Las llamaradas que despedía el rostro de Ba’alzemon caldearon la estancia hasta hacer vibrar el aire.

—Vivo o muerto, jovenzuelo, eres mío. La sepultura entra en el terreno de mis dominios. Es más sencillo darte muerte, pero es preferible que sigas vivo. Preferible para ti, mocoso. Los vivos disponen de poderes superiores en muchos aspectos.— Gode volvió a balbucir algo—. Aquí tienes tu gratificación.

Rand miró a Gode justo a tiempo para ver cómo su cuerpo se deshacía en polvo. Por un instante, la calcinada faz mostró una expresión de goce sublime que se tomó en horror en el momento final, como si hubiera percibido algo que no esperaba. Los aterciopelados ropajes vacíos de Gode se desmoronaron en la silla y en el suelo, entre la ceniza.

Cuando se giró de nuevo, la mano tendida de Ba’alzemon se había convertido en un puño.

—Eres mío, jovencito, vivo o muerto. El Ojo del Mundo nunca servirá a tus designios. Te marco como una posesión mía. —El puño se abrió y lanzó una bola de fuego que hizo explosión en la cara de Rand.

Rand se despertó convulso, en la oscuridad, y sintió el agua que destilaban las capas en su rostro.

De pronto advirtió que Mat se sacudía y murmuraba en sueños. Al zarandearlo, Mat recobró la conciencia, gimoteando.

—¡Mis ojos! ¡Oh, Luz, mis ojos! ¡Me ha arrancado los ojos! —Rand lo atrajo contra sí y lo meció sobre su pecho como a un niño.

—Estás bien, Mat. Estás bien. No puede hacernos daño. No se lo permitiremos. —Sentía cómo temblaba su amigo, sollozando sobre su chaqueta—. No puede hacernos daño —susurró, deseando dar crédito a aquella afirmación. «Lo que te protege te hace a un tiempo vulnerable. Estoy volviéndome loco».

Justo antes del alba el aguacero remitió. Con la primera luz, la llovizna dejó paso a un cielo nublado, que amenazaba volver a descargar su humedad sobre la tierra. A media mañana el viento se levantó e impulsó los nubarrones hacia el sur, descubriendo un sol mortecino que poco aliviaba la gelidez de las rachas que penetraban en sus ropas mojadas. A pesar de no haber vuelto a conciliar el sueño, se ataron las capas y emprendieron, tambaleantes, la marcha. Rand llevaba de la mano a Mat. Pasado un rato Mat recobró las fuerzas suficientes pata quejarse del estado en que la lluvia había dejado la cuerda de su arco. Rand, sin embargo, no le permitió detenerse para cambiarla por otra seca que guardaba en el bolsillo; todavía no era aconsejable realizar una parada.

Poco después de mediodía llegaron a otro pueblo. Rand temblaba con mayor violencia ante la visión de las confortables casas de ladrillo y del humo que se elevaba de sus chimeneas, pero, en lugar de aproximarse a ellas, condujo a Mat entre las arboledas y campos. La única persona que vio fue un campesino que faenaba con una horca en un campo cenagoso y puso buen cuidado en que él no percibiera su presencia, avanzando agazapado entre los árboles. El granjero estaba concentrado en su trabajo, pero Rand no apartó los ojos de él hasta perderlo de vista. Si alguno de los hombres de Gode seguía con vida, tal vez pensaría que él y Mat habían tomado el camino meridional al salir de Cuatro Reyes al no encontrar a nadie en el pueblo que los hubiera visto. Regresaron al camino a un buen trecho de distancia de la población y continuaron andando hasta evaporar parte de la humedad que impregnaba sus ropas.

Una hora después de dejar atrás el burgo, un granjero los invitó a subir a su carro cargado de heno. La inquietud que le producía el estado de Mat había inducido a Rand a abandonar otras precauciones. Su amigo se protegía los ojos del sol con la mano; a pesar de la débil luz que éste emanaba, y aun así entornaba los párpados y se quejaba de forma continua de la potencia de su brillo. Cuando Rand oyó el traqueteo del carro ya era demasiado tarde para ocultarse. La calzada empapada amortiguaba los sonidos y el vehículo, con un tiro de dos caballos, se encontraba tan sólo a cincuenta metros de ellos, desde donde los observaba ya su conductor.

Para su sorpresa, aminoró el paso y se ofreció a llevarlos. Rand vaciló, pero era demasiado tarde para pasar inadvertidos y aquel hombre grabaría acaso con más fuerza su recuerdo si rechazaban su propuesta. Ayudó a Mat a sentarse junto al campesino y luego subió a la parte trasera.

Alpert Mull era un hombre imperturbable con rostro y manos cuadrados, ajados y estriados por el duro trabajo y la preocupación, que deseaba tener a alguien con quien hablar. Sus vacas se habían quedado sin leche, sus gallinas habían dejado de poner y no había pastos dignos para recibir tal nombre. Por primera vez en su vida había tenido que comprar heno, y el «viejo Bain» sólo se había avenido a venderle medio carro. No estaba seguro de si podría segar heno en sus tierras aquel año.

—La reina, que la Luz la ilumine, debería hacer algo —murmuró, rozándose la frente con respeto, pero con mente ausente.

Apenas dirigió la mirada a Rand y a Mat, pero, cuando los dejó junto al angosto sendero que conducía a su granja, titubeó, y luego declaró, medio para sí:

—No sé de qué huís ni deseo saberlo. Tengo mujer e hijos. ¿Comprendéis? Mi familia. Son éstos malos tiempos para socorrer a los forasteros.

Mat trató de hundir la mano bajo la capa, pero Rand lo contuvo agarrándole la muñeca. Permaneció inmóvil en el camino, observando al hombre en silencio.

—Si fuera una buena persona —prosiguió Mull—, ofrecería a un par de muchachos calados hasta los huesos un sitio donde secarse y calentarse delante de un fuego. Pero son tiempos duros y los extraños… No sé de qué huís ni deseo saberlo. ¿Comprendéis? Mi familia. —De improviso sacó dos largas bufandas de lana oscura del bolsillo de su chaqueta—. No es mucho, pero tened. Son de mis hijos. Ellos tienen más. Vosotros no me conocéis, ¿entendido? Es mala época ésta.

—No os hemos visto nunca —convino Rand mientras tomaba las bufandas—. Sois una buena persona. La mejor que hemos encontrado desde hace días.

El semblante del granjero mostró sorpresa y luego agradecimiento. Tras retomar las riendas, hizo girar los caballos hacia el estrecho sendero. Antes de que hubiera terminado de dar la vuelta Rand guiaba ya a Mat por el camino de Caemlyn.

El viento arreció con la llegada del crepúsculo. Mat, quejumbroso, comenzó a preguntar cuándo iban a detenerse, pero Rand continuó caminando, tirando de él, en busca de un cobijo más deseable que un seto. Con las ropas todavía húmedas y el viento, cuya gelidez aumentaba a cada minuto, ponía en duda su capacidad de salir con vida si dormía de nuevo a la intemperie. El día tocó a su fin sin que hubiera descubierto ningún lugar adecuado. El viento, cada vez más frío, hacía ondear sus capas. Entonces, entre la oscuridad reinante, divisó luces: un pueblo.

Introdujo la mano en el bolsillo para palpar las monedas que tenía. Había dinero de sobra para costearse una comida y una habitación para los dos. Si se quedaban al raso, con aquel viento y la ropa empapada, era factible que quien se topara con ellos al día siguiente no hallara más que dos cadáveres. Lo que habían de hacer era proseguir con la táctica de llamar lo menos posible la atención. No era aconsejable tocar la flauta y, además, Mat no podía actuar en aquel estado de ceguera. Agarró de nuevo la mano de su compañero y se encaminó hacia la anhelada población.

—¿Cuándo vamos a parar de andar? —volvió a preguntar Mat.

A juzgar por el modo como observaba, con la cabeza inclinada hacia adelante, Rand dudaba mucho de que lo viera a él, por no mencionar las luces del pueblo.

—Cuando estemos en un lugar caldeado —repuso.

La claridad que despedían las ventanas de las casas iluminaban las calles, por las que la gente caminaba tranquilamente, sin preocuparse de lo que pudiera acechar en la oscuridad. La única posada era un edificio achaparrado de un solo piso, cuyo aspecto indicaba que habían ido añadiéndole habitaciones con los años sin seguir ningún plan preciso. Al abrirse la puerta principal para dar paso a un cliente, una oleada de risas surgió tras él.

Rand se quedó petrificado en la calle al sentir en la cabeza el eco de las ebrias risotadas del Carretero Danzarín. Contempló al hombre que se alejaba con paso inseguro; después hizo acopio de aire y, tras asegurarse de que su capa ocultara la espada, empujó la puerta. Lo recibió un estruendo de carcajadas.

Las lámparas que colgaban del alto techo bañaban de luz la estancia, en la que advirtió de inmediato una gran diferencia con la del establecimiento de Sam Hake. En principio, porque allí no había borrachos. La clientela que llenaba la habitación parecía estar formada por lugareños y granjeros, los cuales, si no se encontraban totalmente sobrios, no distaban mucho de ello. Era gente que reía para olvidar sus problemas, pero con auténtica alegría. El comedor estaba limpio y ordenado, y el fuego que crepitaba en una gran chimenea caldeaba la atmósfera. Las sonrisas de las criadas eran tan cálidas como el propio hogar y era obvio que, cuando reían, lo hacían por propia voluntad.

El posadero, con un reluciente delantal blanco, era tan pulcro como su posada. Rand se animó al ver un hombre corpulento; abrigaba serias dudas de que fuera a depositar en adelante su confianza en un posadero flaco. Su nombre, Rulan Allwine, también le gustó, por su semejanza con los de la gente de Campo de Emond. Maese Allwine los miró de arriba abajo y luego sugirió con educación la conveniencia de pagar por adelantado.

—No estoy insinuando que vosotros seáis de esa clase de personas, comprendedlo, pero en estas épocas hay muchos caminantes que intentan irse sin pagar por la mañana. Parece que hay muchos jóvenes que van a Caemlyn.

Rand no tomó aquella consideración como una ofensa, habida cuenta de su lamentable aspecto. No obstante, cuando maese Allwine mencionó el precio, abrió desmesuradamente los ojos y Mat exhaló un sonido raro, como si se le hubiera atragantado algo.

La papada del posadero se agitó al mover éste pesarosamente la cabeza, pero, al parecer, ya estaba acostumbrado a situaciones similares.

—Corren tiempos difíciles —explicó con voz resignada—. Hay pocos alimentos y cuestan cinco veces más de lo normal. Y apostaría a que el mes que viene habrán subido aún más.

Rand sacó el dinero de que disponía y miró a Mat, el cual apretaba obstinadamente las mandíbulas.

—¿Acaso quieres dormir debajo de un matorral? —inquirió Rand.

Mat suspiró y se vació de mala gana el bolsillo. Una vez que hubieron pagado la cuenta, Rand observó con una amarga mueca lo poco que le había quedado para dividirlo con Mat.

Sin embargo, al cabo de diez minutos estaban en una mesa situada cerca del fuego, comiendo un estofado que acompañaban con pedazos de pan. Las raciones no eran tan abundantes como Rand hubiera deseado, pero estaban calientes y saciaban su hambre. Aun cuando tratara de centrar la vista en el plato sus ojos se desviaban con inquietud hacia la puerta. El hecho de que quienes la trasponían tuvieran aspecto de campesinos no bastaba para acallar sus temores.

Mat masticaba despacio, saboreando cada bocado, si bien protestaba acerca de la luz que emitían las lámparas. Al rato sacó la bufanda que le había regalado Alpert Mull, se la enrolló en la frente y la bajó hasta casi taparse los ojos. Aquello atrajo algunas miradas que Rand habría preferido evitar. Terminó precipitadamente la cena, instando a Mat a hacer lo mismo, y luego pidió a maese Allwine que les mostrara su habitación.

Al posadero pareció sorprenderle que se retiraran tan temprano, pero no efectuó ningún comentario. Tomó una vela y los condujo por un laberinto de corredores a un pequeño dormitorio, con dos estrechas camas, situado en un extremo de la posada. Cuando se marchó, Rand dejó caer sus bultos junto al lecho, colgó la capa en una silla y se tumbó vestido sobre la colcha. Todavía tenía la ropa húmeda, pero, si había que salir corriendo, tenía que estar preparado. También se dejó puesta la espada y se durmió con una mano en la empuñadura.

El canto de un gallo lo hizo despertar con un respingo por la mañana. Permaneció tendido, contemplando la luz del alba que penetraba en la habitación mientras se preguntaba si osaría dormir un rato más. Dormir y desaprovechar parte del día. Un bostezo le hizo crujir las mandíbulas.

—¡Eh! —exclamó Mat—. ¡Veo! —Se sentó en la cama, mirando con ojos entornados—. Un poco al menos. Todavía tienes la cara borrosa, pero puedo distinguir quién eres. Sabía que me repondría. Esta noche ya veré mucho mejor que tú. Como siempre.

Rand saltó del lecho y se rascó al ponerse la capa sobre los hombros. Su ropa, que se había secado mientras dormía, estaba arrugada y sentía picor.

—Estamos desperdiciando la luz del día —constató. Mat se apresuró a abandonar la cama; él también se rascaba.

Rand se encontraba con buen ánimo. Estaban a un día de camino de Cuatro Reyes y ninguno de los secuaces de Gode había dado señales de vida. A una jornada menos de distancia de Caemlyn, donde sin duda los esperaría Moraine. No bien se hubieran reunido con la Aes Sedai y el Guardián, la inquietud por los Amigos Siniestros habría quedado atrás. Era extraño anhelar con tanta fuerza la proximidad de una Aes Sedai. «¡Luz, cuando vuelva a ver a Moraine, le daré un beso!» Aquel pensamiento le provocó una carcajada. Tal era su buen humor que estaba dispuesto a invertir parte de sus menguados ahorros en un desayuno: una gran hogaza de pan y una jarra de leche bien fresca.

Comían situados al fondo del comedor cuando entró un joven, un muchacho del pueblo, por su aspecto, de andar engreído, quien hacía girar un sombrero de tela con una pluma sobre un dedo. La otra persona que había en la estancia era un anciano que barría el suelo, el cual no apartó en ningún momento la vista de la escoba. El joven recorrió con la mirada la habitación, con aire desenvuelto, pero, cuando reparó en Rand y Mat, se le cayó el sombrero del dedo. Los observó durante un minuto antes de recogerlo del suelo; después volvió a mirarlos mientras se peinaba con las manos sus espesos rizos negros. Por último se acercó a la mesa arrastrando los pies.

A pesar de que era mayor que Rand, permaneció tímidamente de pie.

—¿Os molesta si me siento con vosotros? —preguntó, y de inmediato tragó saliva, como si hubiera dicho algo inadecuado.

Rand pensó que tal vez quisiera compartir su desayuno, aun cuando su aspecto indicara que podía permitirse pagar uno por su cuenta. Su camisa de rayas azules estaba bordada y los bordes de su capa también. Sus botas de cuero nunca se habían aproximado a un lugar de labor que pudiera estropearlas, según observó Rand. Señaló una silla con la cabeza.

Mat miró fijamente al desconocido mientras éste retiraba una silla de la mesa. Rand no distinguía si estaba fulminándolo o sólo intentaba verlo con claridad. En todo caso, el ceño de Mat surtió efecto: el muchacho se paralizó en el proceso de sentarse y no descendió hasta que Rand le dirigió un nuevo gesto de asentimiento.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Rand.

—¿Que cómo me llamo? Ah… llamadme Paitr. —Sus ojos se movían con nerviosismo—. En… esto no ha sido idea mía, comprendedlo. Debo hacerlo. Yo no quería, pero me han obligado. Debéis comprenderlo. Yo no…

Rand comenzaba a ponerse en tensión cuando Mat gruñó:

—Amigo Siniestro,

Paitr dio un respingo y se enderezó parcialmente en la silla, mirando con ojos desorbitados en torno a sí como si hubiera cincuenta personas en disposición de escucharlos. La cabeza del anciano estaba todavía inclinada sobre la escoba. Paitr volvió a sentarse y miró con incertidumbre a Rand y a Mat. El sudor le resbalaba sobre el labio superior. Aquella acusación era lo bastante grave como para producir sudores a alguien, pero él no hizo ningún intento de negarla.

Rand sacudió la cabeza. Desde su encuentro con Gode sabía que los Amigos Siniestros no habían de llevar necesariamente el Colmillo del Dragón grabado en la frente, pero, a excepción de su atuendo, el tal Paitr no habría desentonado en el Campo de Emond. Nada en él hacía sospechar que fuera capaz de cometer un asesinato o algo peor. Nadie habría posado los ojos en él más de dos veces. Gode, en cambio, tenía un aspecto… diferente.

—Vete —espetó Rand—. Y di a tus amigos que nos dejen en paz. No queremos tener trato con ellos y no conseguirán nada de nosotros.

—Si no te vas ahora mismo —añadió con furia Mat—, delataré tu condición. Ya verás cómo reaccionan los del pueblo.

Rand abrigó la esperanza de que sólo lo dijera para intimidarlo, ya que, si cumplía lo prometido, ello tendría consecuencias tan catastróficas para ellos como para el propio Paitr.

El joven pareció tomar en serio el aviso.

—Yo… —balbució con el semblante pálido— me enteré de lo ocurrido en Cuatro Reyes. Las noticias circulan con rapidez. Disponemos de métodos para mantenernos al corriente. Pero aquí no hay nadie que pretenda haceros caer en una encerrona. Estoy solo… y sólo quiero hablar.

—¿De qué? —inquirió Rand, al tiempo que Mat contestaba: —No nos interesa. —Se miraron y Rand se encogió de hombros. —No nos interesa —confirmó.

Rand consumió de un trago la leche que quedaba y se introdujo el trozo de pan restante en el bolsillo. Habida cuenta de que apenas tenían dinero, aquello tal vez constituiría su próxima comida.

¿Cómo abandonar la posada? Si Paitr descubría que Mat estaba casi ciego, lo contaría a los otros… Amigos Siniestros. En una ocasión Rand había visto cómo un lobo separaba a un cordero lisiado del rebaño. Como había más lobos por los alrededores no pudo apartarse del rebaño y tampoco le era factible acertar a aquél con una flecha. Tan pronto como el cordero se quedó solo —balaba empavorecido y se debatía frenéticamente sobre sus tres piernas sanas—, el único lobo que lo perseguía se convirtió en diez como por ensalmo.

Aquel recuerdo le revolvió el estómago. De todas maneras, no podían quedarse allí. Incluso en el supuesto de que Paitr dijera la verdad respecto a que se encontraba solo, ¿Cuánto tiempo tardaría en recibir refuerzos?

—Es hora de marcharnos, Mat —dijo; luego retuvo el aliento. Mientras se incorporaba, Mat se inclinó hacia Paitr y lo amenazó:

—Déjanos en paz, Amigo Siniestro. No te lo repetiré otra vez. Déjanos en paz.

Paitr tragó saliva y se pegó al respaldo de la silla; no le quedaba ni una gota de sangre en el rostro. Aquello atrajo al Myrddraal a la memoria de Rand.

Cuando volvió la vista hacia Mat, éste ya estaba en pie y mantenía bajo control su torpeza. Rand se colgó precipitadamente sus alforjas y demás bultos al hombro, tratando de no dejar al descubierto la espada. Tal vez Paitr ya conocía su existencia; quizá Gode se lo había dicho a Ba’alzemon y éste lo había revelado a Paitr, aunque no lo creía probable. En su opinión, Paitr sólo tenía una vaga idea de lo sucedido en Cuatro Reyes. Aquél era el motivo por el cual se encontraba tan amedrentado.

La relativa claridad que se filtraba por la puerta contribuyó a que Mat se encaminara hacia ella, si no deprisa, al menos con un paso que no inducía sospechas. Rand lo seguía de cerca, rogando por que no se tambaleara. Por fortuna Mat disponía de un espacio despejado, sin sillas ni mesas que sortear.

—Esperad —dijo Paitr con desesperación, después de levantarse de súbito—. Debéis esperar.

—Déjanos tranquilos —replicó Rand sin volverse. Se encontraban casi junto a la puerta y Mat todavía no había dado ningún traspié.

—Escuchadme —pidió Paitr poniendo una mano sobre el hombro de Rand para detenerlo.

Un torbellino de imágenes se adueñó de su mente. El trolloc, Narg, cuando se abalanzó sobre él en su propia casa, el Myrddraal cuando lo amenazó en el Ciervo y el León, Semihombres en todas partes, Fados que los perseguían hasta Shadar Logoth o seguían su rastro hasta Puente Blanco, Amigos Siniestros por doquier. Giró sobre sí, cerrando la mano en un puño.

—¡Te he dicho que nos dejes tranquilos! —Descargó el puño en la nariz de Paitr.

El Amigo Siniestro cayó sentado en el suelo, desde donde continuó mirando a Rand, con un hilillo de sangre que manaba de su nariz.

—No escaparéis —espetó airado—. Por más fuertes que seáis, el Gran Señor de la oscuridad es más poderoso que vosotros. ¡La Sombra os engullirá en sus fauces!

Del otro lado de la habitación llegó un jadeo y el estrépito del mango de una escoba que golpeó el suelo. El viejo barrendero al final los había oído. Permanecía inmóvil y observaba a Paitr con ojos desorbitados. Su arrugado rostro estaba pálido y movía la boca, pero no produjo ningún sonido. Paitr le devolvió la mirada durante un instante; luego profirió una maldición, se puso en pie y salió a toda carrera, con tanto apremio como si lo persiguiera una manada de lobos hambrientos. El anciano desvió su atención hacia Rand y Mat y su mirada reflejó un miedo tan intenso como antes.

Rand salió de la posada y del pueblo empujando a Mat, a toda la velocidad que le permitían sus pies; esperaba oír de un momento a otro un clamoroso griterío que no llegó a producirse y, sin embargo, no dejaba de atormentarle los oídos.

—Rayos y truenos —gruñó Mat—, siempre están ahí, siempre pisándonos los talones. No conseguiremos huir de ellos.

—No, no es cierto —arguyó Rand—. Si Ba’alzemon hubiera sabido que estábamos aquí, ¿crees que habría delegado la responsabilidad en ese tipo? Habría enviado a otro Gode y a veinte o treinta matones. Todavía nos están buscando, pero no sabrán dónde estamos hasta que Paitr les informe de ello. Sin duda tendrá que ir hasta Cuatro Reyes.

—Pero él ha dicho…

—No importa. —No estaba seguro de a quién iba referido ese «él», pero aquello no modificaba las cosas—. No vamos a quedarnos tumbados y esperar a que nos atrapen.

Aquel día viajaron en seis vehículos distintos, si bien éstos los transportaron durante trechos cortos. Un granjero les contó que un alelado anciano que estaba en la posada del mercado de Sheran pretendía que había Amigos Siniestros en el pueblo. El campesino apenas podía hablar entre los accesos de risa. ¡Amigos Siniestros en el mercado de Sheran! Era la mejor historia que había escuchado desde que Ackley Farren se emborrachó y pasó toda la noche sobre el tejado de la posada.

Otro hombre, un carretero de rostro ovalado, les explicó una versión diferente, según la cual veinte Amigos Siniestros se habían dado cita en el mercado de Sheran. Hombres con cuerpos contrahechos, y las mujeres aún peor, sucias y vestidas con harapos. Sólo con mirarlo a uno eran capaces de hacerle temblar las rodillas y contraerle el estómago; y, cuando reían, sus repulsivas carcajadas resonaban en los oídos durante horas y uno sentía como si fuera a partírsele la cabeza. Él mismo los había visto, a cierta distancia, la suficiente para mantenerse a buen recaudo. Si la reina no hacía nada al respecto, alguien habría de solicitar la ayuda de los Hijos de la Luz. Alguien debería tomar medidas. Fue para ellos un alivio descender de aquel carro.

A la puesta del sol llegaron a un pueblecito, muy similar al mercado de Sheran. El camino de Caemlyn se bifurcaba en dos ramales, en cuyos márgenes se alzaban pequeñas casas de ladrillo y tejados de paja. Las paredes estaban cubiertas de parras, prácticamente desnudas de hojas. Aquel burgo tenía una posada, un diminuto establecimiento no mayor que la Posada del Manantial, con un letrero que crujía balanceado por el viento: el Vasallo de la Reina.

Era curioso considerar pequeña la Posada del Manantial. Rand recordaba el tiempo en que se le antojaba el mayor edificio que podía existir y en que creía que cualquier otra cosa de dimensiones superiores había de ser por fuerza un palacio. Sin embargo, había visto mundo, y de repente cayó en la cuenta de que nada tendría para él la misma apariencia cuando regresara al hogar. «Si alguna vez regresas».

Vaciló delante de la posada, pero, incluso si los precios del Vasallo de la Reina no eran tan elevados como los del mercado de Sheran, no podían pagar comida y habitación.

Mat advirtió lo que retenía su mirada y dio una palmada en el bolsillo donde guardaba las bolas de colores de Thom.

—Veo bastante bien, siempre que no intente realizar números complicados. —Su visión había mejorado de modo sustancial pese a que todavía llevaba la bufanda enrollada en la frente y entornaba los ojos cuando miraba el cielo durante el día. Como Rand no decía nada, Mat continuó hablando—. No es posible que haya Amigos Siniestros en todas las posadas existentes de aquí a Caemlyn. Además, no quiero dormir debajo de un arbusto si puedo hacerlo en una cama. —No obstante, no dio ningún paso en dirección a la posada; esperaba la respuesta de Rand.

Su amigo asintió al cabo de un momento. Se sentía exhausto. Sólo de pensar en pasar la noche a la intemperie, le dolían los huesos. «Es la acumulación de esta continua carrera en constante vigilia».

—No pueden estar en todas partes —acordó.

La primera imagen del interior les hizo preguntarse si no habrían cometido una equivocación. Era un lugar limpio, pero abarrotado de gente. Todas las mesas estaban ocupadas y algunos hombres se apoyaban en las paredes debido a la falta de sillas libres. A juzgar por el modo como las camareras circulaban entre las mesas con miradas escurridizas —y también el propietario—aquélla era una aglomeración a la que no estaban habituados; había demasiados clientes para un pueblo tan pequeño. Era sencillo distinguir a la gente que no era natural de allí. No es que vistiesen de forma diferente al resto, pero mantenían los ojos centrados en la comida y la bebida. Los lugareños dirigían sus miradas a los forasteros.

Debido al murmullo de voces que poblaba la estancia, el posadero los llevó a la cocina cuando Rand le dio a entender que querían hablar con él. El ruido era casi tan ensordecedor allí como en el comedor, compuesto principalmente por un estrépito de cazuelas y platos.

El posadero se enjugó el rostro con un pañuelo.

—Supongo que vais de camino a Caemlyn a ver al falso Dragón como todos los insensatos del reino. Bien, las condiciones son seis personas por habitación y dos o tres en una cama y si ello no os conviene no dispongo de nada mejor que ofreceros.

Rand emprendió su perorata, atenazado por una sensación de mareo. Si había tantos viajeros, cualquiera de ellos podía ser un Amigo Siniestro, y no había manera de distinguirlos de los demás. Mat ejecutó una demostración de sus habilidades, limitándose a tres pelotas, y Rand sacó la flauta. Después de interpretar únicamente doce notas de El viejo oso negro, el posadero asintió con impaciencia.

—Me seréis útiles. Necesito algo que distraiga la mente de esos idiotas que sólo piensan en Logain. Ya se han producido tres altercados para dirimir si es o no el Dragón. Colocad el equipaje en el rincón y despejaré un espacio para que podáis actuar, si consigo hacerlo. Necios. El mundo está plagado de necios que no saben que deberían quedarse en sus casas. Volvió a enjugarse el rostro y salió de modo precipitado de la cocina, murmurando para sí.

La cocinera y sus ayudantes no se dieron por enterados de su presencia. Mat no paraba de ajustarse la bufanda alrededor de la cabeza, levantándola para parpadear al sentir la luz y bajarla de nuevo. Rand no estaba seguro de si vería lo bastante bien como para realizar algo más complicado que hacer girar tres pelotas de forma simultánea. En lo que a él respectaba…

Tenía náuseas crecientes. Se desplomó en un taburete, con la cabeza apoyada en las manos. No era cálida aquella cocina. Sintió escalofrío. El aire estaba impregnado de vapor; los escalofríos se volvieron más violentos y le hicieron castañetear los dientes. Se arropó con los brazos, pero fue inútil. Tenía la impresión de que se le helaban los huesos.

Advirtió vagamente a Mat, que le preguntaba algo mientras le zarandeaba los hombros, y a alguien que salió corriendo de la habitación profiriendo maldiciones. Después el posadero estaba junto a él, con la cocinera, que fruncía el entrecejo a su lado, y Mat discutía a voz en grito con ellos. No discernía qué decían; las palabras sonaban como un zumbido y no se creía capaz de hilvanar ningún pensamiento.

De improviso Mat lo tomó del brazo y tiró de él para que se levantara. Todas sus cosas, alforjas, mantas, la capa anudada de Thom y los instrumentos, colgaban de la espalda de Mat junto con el arco. El posadero los observaba al tiempo que se secaba la cara ansiosamente. Zigzagueando, sostenido por Mat, Rand dejó que su amigo lo condujera a la puerta trasera.

—Lo siento, Mat —logró articular. No podía detener el castañeteo de sus dientes—. Debe de haber sido la lluvia. Otra noche fuera nos hará daño. —El crepúsculo ensombrecía el cielo, en el que ya se percibían algunas estrellas.

—Ni hablar de dormir al raso —replicó Mat. Trataba de infundir ánimo a su voz, pero Rand percibió un destello de inquietud en ella—. Tenía miedo de que la gente se enterara de que había alguien enfermo en su posada. Le he dicho que, si nos echaba, te llevaría al comedor. Eso le dejaría vacías la mitad de las habitaciones en menos de diez minutos y, por más que critique a los insensatos, eso no le conviene.

—¿Entonces d… dónde?

—Aquí —respondió Mat, y abrió la puerta del establo con un ruidoso chirrido de goznes.

La oscuridad era más intensa en el interior que en la calle y el aire olía a heno, grano y caballos, sumados al potente hedor a estiércol. Cuando Mat lo hubo depositado en el suelo cubierto de paja, plegó las rodillas contra el pecho, aquejado por convulsiones que le sacudían todo el cuerpo. Todo su vigor parecía dedicado a las convulsiones. Oyó cómo Mat tropezaba y soltaba una imprecación y volvía a tropezar; luego un tintineo metálico. De pronto se hizo la luz. Mat mantenía en lo alto una vieja linterna abollada.

El establo estaba tan abarrotado como la posada. Todos los pesebres estaban ocupados por caballos, algunos de los cuales erguían la cabeza y parpadeaban ante el súbito contacto con la luz. Mat echó una ojeada a la escalera que conducía al pajar; luego miró a Rand, agazapado en el suelo, y sacudió la cabeza.

—Nunca conseguiría subirte allí —murmuró Mat. Después de colgar la linterna de un clavo, trepó por la escalera y comenzó a arrojar fajos de heno. Luego bajó deprisa y arregló un lecho en el fondo de la caballeriza, sobre el cual tendió a Rand. Mat lo tapó con las dos capas, pero Rand las apartó casi de inmediato.

—Tengo calor —musitó. Tenía la vaga conciencia de que sentía frío momentos antes, pero ahora le parecía encontrarse dentro de un horno—. Calor. —Notó la mano de Mat pegada a su frente.

—Vuelvo ahora mismo —prometió Mat antes de desaparecer.

Se revolvió en el heno durante un tiempo que no alcanzó calcular, hasta que Mat regresó con un plato repleto en una mano, un cántaro en la otra y dos tazas blancas asidas con los dedos.

—No hay Zahorí aquí —dijo. Se dejó caer de rodillas junto a Rand. Llenó una de las tazas y la acercó a la boca de Rand, el cual engulló el agua como si no hubiera bebido desde hacía días—. Ni siquiera saben qué es una Zahorí. Lo que tienen es a alguien llamada Madre Brune, pero está fuera haciendo de comadrona y nadie sabe cuándo va a volver. He traído pan, queso y salchichón. El bueno de maese Inlow nos dará cualquier cosa con tal de que no nos vean sus clientes. Vamos, come un poco.

Rand apartó la cabeza de la comida. Su solo aspecto le producía náuseas. Un minuto después Mat exhaló un suspiro y se sentó para comer él. Rand fijó la vista en otro lugar e intentó no escuchar.

Tuvo un nuevo acceso de escalofríos, que cedió paso a la fiebre, para sustituirla de nuevo en un ciclo intermitente. Mat lo tapaba cuando temblaba y le daba agua cuando la pedía. La noche era ya entrada y el establo se agitaba con la vacilante luz de la linterna. Las sombras adoptaban otros contornos y se movían por cuenta propia. Entonces vio a Ba’alzemon: caminaba por el corral con ojos ardientes, flanqueado por dos Myrddraal, cuyos rostros permanecían ocultos bajo sus capuchas.

Arañando la empuñadura de la espada, trató de levantarse, gritando: —¡Mat! ¡Mat, están aquí! ¡Luz, están aquí!

Mat, sentado con las piernas cruzadas, se despertó sobresaltado. —¿Quiénes? ¿Amigos Siniestros? ¿Dónde?

Tambaleándose sobre las rodillas, Rand señaló lleno de nerviosismos hacia el fondo del establo… y abrió la boca asombrado. Las sombras se movían y un caballo golpeó el suelo con un casco. Nada más. Volvió a recostarse.

—No hay nadie aparte de nosotros —afirmó Mat. —Déjame que te guarde esto. —Alargó la mano hacia la correa de la espada, pero Rand aferró con más fuerza la empuñadura.

—No, no. Tengo que llevarla. El es mi padre, ¿comprendes? ¡Es m… mi p… padre! —Los escalofríos hicieron de nuevo presa de él, pero continuaba cogido al arma como si fuera una tabla de salvación—. ¡M… mi p… padre! —Mat desistió de cogerla y lo tapó de nuevo con las capas.

Mientras Mat dormitaba, recibió otras visitas aquella noche, aun cuando él no pudiera dilucidar si eran reales o imaginarias. En ocasiones miraba a Mat, que tenía la cabeza apoyada en el pecho, y se preguntaba si él también las habría visto de estar despierto.

Egwene surgió de las sombras, con el pelo peinado en una larga trenza oscura, como cuando se encontraba en el Campo de Emond, y el semblante pesaroso y entristecido.

—¿Por qué nos abandonasteis? —inquirió—Estamos muertos porque no nos prestasteis ayuda.

Rand sacudió débilmente la cabeza.

—No, Egwene. Yo no quería abandonaros. De veras.

—Todos estamos muertos —repitió con melancolía—y la muerte es el dominio del Oscuro. Nos hallamos a merced del Oscuro por tu culpa.

—No, yo no tenía más alternativa. Debes comprenderlo, por favor. Egwene, no te vayas. ¡Vuelve, Egwene!

Sin embargo, la muchacha se dio la vuelta y en un instante se fundió en la penumbra.

Moraine lucía una expresión serena, pero su rostro estaba pálido y macilento. Su capa habría podido ser una mortaja y su voz sonaba como un azote.

—Es cierto, Rand al’Thor. No dispones de alternativa. Debes ir a Tar Valon o el Oscuro te tomará en su poder y te hallarás encadenado a la Sombra para toda la eternidad. Únicamente las Aes Sedai pueden salvarte. Únicamente las Aes Sedai.

Thom le dirigió una sonrisa sarcástica. Las ropas del juglar pendían en harapos chamuscados que le trajeron a la mente los estallidos de luz brotados de la batalla que éste mantuvo con el Fado para que ellos tuvieran tiempo de huir.

—Confía en las Aes Sedai, chico, y pronto desearás haber fallecido. Recuerda; el precio que hay que pagar por la ayuda de una Aes Sedai es siempre menor del que parece creíble y a un tiempo mayor de lo que puedes imaginar. ¿Y qué Ajah te encontrará primero, eh? Tal vez sea el Negro. Es preferible correr, chico, escapar.

Lan, con la cara bañada en sangre, lo observó con la dureza del granito.

—Es extraño ver una espada con la marca de la garza en manos de un pastor. Ahora estás solo. No hay nada que vigile en avanzadilla ni en retaguardia, y todos pueden ser Amigos Siniestros. —Esbozó una sonrisa lobuna, dejando resbalar un hilo de sangre por la barbilla—. Todos.

Perrin también hizo acto de presencia; reclamaba su asistencia con tono acusador; la señora al’Vere que sollozaba por la pérdida de su hija; Bayle Domon, quien lo hacía responsable del asalto de los Fados a su barco; maese Fitch, que se retorcía las manos ante las cenizas de su posada; Min, gritando con la garganta atenazada por un trolloc, y otra gente que apenas conocía. No obstante, ninguno le produjo tanta desazón como Tam. Este permaneció de pie junto a él con el rostro ceñudo y sacudía la cabeza sin decir nada.

—Debes decírmelo —le imploró Rand—. ¿Quién soy? Responde, por favor. ¿Quién soy? ¿Quién soy? —gritó.

—Calma, Rand.

Por un momento creyó que era Tam quien le respondía, pero luego advirtió que éste había desaparecido. Mat estaba inclinado sobre él y le acercaba una taza de agua a los labios.

—Debes descansar. Eres Rand al’Thor, ése eres tú; el que tiene la cara más fea y la cabeza más dura de todo Dos Ríos. ¡Eh, estás sudando! La fiebre ha remitido.

—¿Rand al’Thor? —musitó Rand. Mat asintió y aquello le resultó tan tranquilizador que se durmió al instante, sin haber tocado siquiera el agua.

Aquel sueño no se vio turbado por pesadillas, pero era lo suficientemente ligero como para que sus ojos se abrieran cada vez que Mat comprobaba su estado. En una ocasión se preguntó si Mat dormiría algo aquella noche, pero volvió a sumirse en el sopor antes de desgranar el hilo de aquel pensamiento.

El chirrido de los goznes lo despertó totalmente, si bien en el primer momento se limitó a yacer sobre el heno deseando que no lo hubieran arrancado del sueño, pues éste le permitía olvidarse de su cuerpo. Los músculos le dolían como si alguien se los hubiera retorcido. En su debilidad, trató de enderezar la cabeza; lo logró al segundo intento.

Mat estaba sentado en el mismo sitio, apoyado en la pared a su lado. Su pecho se elevaba y se abatía rítmicamente y la bufanda se había corrido hasta taparle los ojos.

Rand dirigió la mirada hacia la puerta.

Una mujer estaba de pie allí y la mantenía abierta con una mano. Por un instante sólo fue una oscura silueta ataviada con un vestido, recortada por la tenue claridad de la alborada; luego dio unos pasos hacia el interior y cerró la puerta tras ella. La distinguió con más nitidez a la luz de la linterna. Tenía aproximadamente la edad de Nynaeve, pero no era una mujer de pueblo. La seda verde de su vestido despedía destellos cuando ella se movía. Su capa era de un delicado tono gris y llevaba los cabellos recogidos con un lujoso lazo. Tocaba una maciza cadena de oro mientras los observaba abstraída.

—Mat —llamó Rand—. ¡Mat! —repitió en voz más alta.

Mat exhaló un ronquido y estuvo a punto de caer al despertarse. Miró a la mujer, frotándose los ojos con somnolencia.

—He venido a ver cómo sigue mi caballo —explicó, e hizo un gesto vagamente en dirección a los pesebres. Sus ojos, sin embargo, no se apartaron ni un momento de ellos—. ¿Estás enfermo?

—Está bien —contestó con sequedad Mat—. Sólo se ha resfriado a causa de la lluvia.

—Tal vez debiera examinarlo —apuntó ella—. Tengo cierta experiencia…

Rand se preguntó si sería Aes Sedai. Su atuendo y, más aún, la seguridad de su porte, la manera en que mantenía erguida la cabeza como si estuviera a punto de dar una orden, indicaban a las claras que no era una persona vulgar. «Y si es Aes Sedai, ¿a qué Ajah pertenece?»

—Me encuentro bien ahora —le dijo—. De veras, no es necesario.

No obstante, ella recorrió la distancia que los separaba. Mantenía levantada la falda y posaba con cautela sus zapatos de tela gris. Con una mueca de disgusto a causa de la paja, se arrodilló junto a él y llevó la mano a su frente.

—No tienes fiebre —concluyó, observándolo ceñuda. Era hermosa, pero su semblante no expresaba calidez. Tampoco reflejaba frialdad, sino ausencia de sentimientos—. Pero has estado enfermo. Sí, sí. Y todavía te encuentras débil como un gatito recién nacido. Creo… Introdujo la mano bajo su capa, y de pronto los acontecimientos se sucedieron tan vertiginosamente que Rand sólo alcanzó a emitir un grito estrangulado.

Su mano surgió con la velocidad de un resorte; algo relució mientras la mujer se abalanzaba sobre Mat por encima de Rand. Mat se hizo a un lado y entonces se escuchó un sonido que evidenciaba claramente el choque del metal contra la madera. Todo ocurrió en unos segundos, tras los cuales reinó la calma más completa.

Mat yacía de costado; con una mano atenazaba la muñeca de la mujer justo a unos centímetros del puñal que ella había clavado en la pared, en el punto donde había reposado su espalda, y con la otra mantenía la daga de Shadar Logoth pegada a su garganta.

Sin mover más que los ojos, la desconocida trató de llevar la mirada al arma con que la amenazaba Mat. Con ojos desorbitados, respiró jadeante, intentando apartarse de ella, pero Mat no separó la hoja de su piel. Después, permaneció inmóvil como una piedra.

Rand contempló la escena que se desarrollaba encima de él. Aun cuando no hubiera estado tan débil, no creía que hubiera sido capaz de moverse. Entonces sus ojos repararon en el puñal: la madera se ennegrecía a su alrededor y descendía en delgadas espirales de humo.

—¡Mat! ¡Mat, su puñal!

Mat miró el arma y luego a la mujer. Esta se humedecía los labios con nerviosismo. Mat le hizo separar bruscamente la mano de la empuñadura y le dio un empellón; la agresora cayó de espaldas, lejos de ellos, con la mirada todavía clavada en la mano de Mat.

—No te muevas —dijo—. La utilizaré si lo haces. Créeme que lo haré. —La mujer asintió sin apartar los ojos de la daga de Mat—. Vigílala, Rand.

Rand no estaba seguro de qué se suponía que debía hacer si ella intentaba hacer algo gritar, tal vez; por cierto no podía correr tras ella si trataba de escapar—, pero ella permaneció paralizada mientras Mat arrancaba el puñal de la pared. Si bien todavía emanaba de él un tenue hilillo de humo, la mancha negra dejó de extenderse.

Mat miró en torno a sí en busca de un lugar donde depositar el arma, y luego la arrojó hacia Rand. Éste la tomó con cautela, como si de una culebra viva se tratara. A pesar de su ornamentación, parecía ordinaria, con un puño de marfil y una estrecha y rutilante hoja no más larga que la palma de la mano de Rand. Era sólo un puñal. Sin embargo, él había visto lo que era capaz de generar. La empuñadura no estaba ni siquiera tibia, pero su mano comenzó a sudar. Hizo votos para que no se le cayera sobre el heno.

La mujer no modificó su postura mientras observaba a Mat, que se volvía lentamente hacia ella. Lo observaba como si se preguntara qué iba a hacer a continuación, pero Rand percibió la súbita dureza que despidieron los ojos de Mat, y la presión de su mano en la daga.

—¡Mat, no!

—Ha intentado matarme, Rand, y también te habría dado muerte a ti. Es una Amiga Siniestra. —Mat pronunció la palabra como si escupiera.

—Pero nosotros no —arguyó Rand. La mujer abrió la boca como si acabara de advertir la intención de Mat—. Nosotros no lo somos, Mat.

Mat quedó paralizado por un momento. Luego asintió.

—Entra ahí —indicó a la mujer, señalando la puerta del cuarto de los arreos.

La Amiga Siniestra se puso en pie y se detuvo para sacudirse la paja prendida a su vestido. Incluso cuando avanzó en la dirección que indicaba Mat, se movía como si no tuviera necesidad de apresurarse. Aun así, Rand advirtió que no dejaba de mirar con recelo la daga incrustada con el rubí que Mat sostenía en la mano.

—Realmente deberíais dejar de luchar —les aconsejó—. Al final, sería para vuestro propio bien. Ya lo veréis.

—¿Nuestro bien? —repitió con amargura Mat, frotándose el pecho en el punto en que habría penetrado el puñal si no se hubiera apartado—. Sal por allí.

La mujer se encogió de hombros y obedeció.

—Un error. Ha habido una considerable… confusión desde lo sucedido con ese insensato y egocéntrico Gode. Por no mencionar a quienquiera que fuese el idiota que hizo cundir el pánico en el mercado de Sheran. Nadie tiene la certeza de lo que ocurrió allí ni de qué manera y eso no hace más que incrementar el peligro de vuestra situación, ¿no os dais cuenta? Dispondréis de una elevada posición si acudís al Gran Señor por vuestra propia voluntad, pero, mientras sigáis huyendo, la persecución no tendrá tregua, ¿y quién sabe en qué puede acabar?

Rand sintió un escalofrío. «Mis sabuesos te tienen envidia y tal vez no se comporten amablemente».

—De modo que tenéis dificultades con un par de muchachos campesinos. —La risa de Mat era sarcástica—. Puede que los Amigos Siniestros no seáis tan peligrosos como había oído decir. —Abrió de par en par la puerta y retrocedió.

La mujer se paró en el umbral y lo miró por encima del hombro con una gelidez que sólo superó su voz.

—Ya sabréis lo peligrosos que llegamos a ser. Cuando el Myrddraal esté aquí…

Lo que había de añadir quedó interrumpido al cerrar Mat de un portazo. Luego corrió el cerrojo y se volvió con semblante preocupado.

—Un Fado —murmuró, volviendo a ocultar su daga—, que está en camino, según afirma. ¿Cómo van tus piernas?

—Soy incapaz de bailar —respondió Rand—, pero, si me ayudas a incorporarme, podré caminar. —Miró el puñal que tenía en la mano y se estremeció—. Diantre, hasta voy a correr.

Tras cargar precipitadamente sus pertenencias, Mat tiró de Rand hasta que éste se puso de pie. Le temblaban las piernas y debía apoyarse en su amigo para no caer, pero trató de no obstaculizar su marcha. Sostenía el arma de la mujer bien distanciada de su cuerpo. Afuera había un cubo de agua, en el que arrojó el puñal al pasar. La hoja produjo un silbido al entrar en contacto con el líquido, de cuya superficie brotó vapor al instante. Intentó emprender un paso más ligero.

Con el amanecer las calles se habían llenado de gente, a pesar de la hora temprana. No obstante, todos atendían sus ocupaciones y nadie desperdició tiempo en reparar en dos muchachos que salían del pueblo, habida cuenta de la abundancia de forasteros. Rand, sin embargo, tensó toda la musculatura, en un intento de mantenerse erguido. Se preguntaba a cada paso si alguno de los individuos que se afanaban en sus tareas sería un Amigo Siniestro. «¿Estará esperando alguno de ellos a la mujer del puñal? ¿Al Fado?»

A un kilómetro de distancia de la población, había agotado sus fuerzas. Un minuto después se arrastraba sin resuello, casi colgado de Mat; al siguiente ambos se encontraban en el suelo. Mat lo llevó al borde del camino.

—Tenemos que seguir —le recordó Mat; se peinó con la mano y después se cubrió los ojos con la bufanda—. Tarde o temprano, alguien la dejará salir y volverán a perseguirnos.

—Ya lo sé —jadeó Rand—. Lo sé. Dame la mano.

Mat volvió a tirar de él, pero Rand permanecía vacilante, pegado al suelo, con la conciencia de que no servirían de nada sus esfuerzos. En cuanto tratara de dar un paso, caería de bruces.

Sosteniéndolo de pie, Mat aguardó impaciente a que pasara el carro que se aproximaba. Mat emitió un gruñido de sorpresa cuando el vehículo se detuvo ante ellos. Un hombre de piel atezada los miró desde el pescante.

—¿Le ocurre algo? —preguntó el hombre, sin retirar la pipa de su boca.

—Sólo está cansado.

Rand estaba seguro que aquello no tendría verosimilitud si continuaba apoyado en Mat de aquel modo. Se separó de él y dio un paso por su cuenta. Las piernas le temblaban, pero logró mantenerse erguido.

—No he dormido en dos días. He comido algo que me sentó mal. Ahora estoy mejor, pero no he dormido nada.

El hombre exhaló una bocanada de humo por la comisura de los labios.

—¿Vais a Caemlyn, no? Si tuviera vuestra edad, creo que yo también iría a ver a ese falso Dragón.

—Sí —asintió Mat—. Eso. Vamos a ver al falso Dragón.

—Bien subid, pues. Tu amigo atrás. Si vuelve a encontrarse mal, estará mejor encima de la paja. Me llamo Hyam Kinch.

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