En las tinieblas previas al despuntar del alba, Rand siguió a Moraine hasta la entrada trasera, donde aguardaban maese Gill y los demás; Nynaeve y Egwene, con tanta ansiedad como Loial y Perrin, casi tan impasible como el Guardián. Mat permanecía pegado a los talones de Rand, como si temiera quedarse solo, aun cuando sólo fuera a unos pasos de distancia. La cocinera y sus ayudantes se detuvieron a observar al grupo que penetraba en silencio en la cocina, ya iluminada y caldeada con los preparativos del desayuno. No era habitual que los clientes de la posada se encontraran en pie a aquellas horas. Al escuchar las palabras tranquilizadoras de maese Gill, la cocinera exhaló un sonoro bufido y presionó con fuerza la masa. Antes de que Rand llegara a la puerta del patio, ya habían vuelto a centrar su atención en las sartenes y alimentos.
Afuera aún era noche cerrada. Para Rand, los otros no eran más que sombras imprecisas. Caminó a ciegas en pos del posadero y Lan, confiando en que el conocimiento que tenía el posadero de su propio patio y el instinto del Guardián les permitirían atravesarlo sin que nadie se rompiera una pierna. Loial tropezó más de una vez.
—No veo por qué no podemos llevar ni una lámpara —tronó el Ogier—. En el stedding no vamos deambulando por ahí a oscuras. Yo soy un Ogier, no un gato. —Rand imaginó de pronto las peludas orejas de Loial agitadas por la irritación.
Las caballerizas surgieron de pronto en la noche como una amenazadora masa, hasta que la puerta se abrió con un crujido y proyectó una angosta franja de luz en el patio. El posadero sólo abrió el espacio suficiente para permitirles entrar de uno en uno y luego la cerró deprisa tras Perrin; casi le golpeó los talones. Rand parpadeó ante la súbita iluminación del interior.
Los mozos de cuadra no quedaron tan sorprendidos por su aparición como la cocinera. Sus monturas estaban ensilladas. Mandarb se erguía con arrogancia, sin acusar más presencia que la de Lan, pero Aldieb estiró el cuello para olfatear la mano de Moraine. Había un caballo de carga, del que pendían voluminosos cestos de mimbre y un descomunal animal, incluso más alto que el semental del Guardián, para Loial. Parecía lo bastante corpulento como para tirar él solo de un carro cargado de heno, pero, comparado con el del Ogier, su tamaño quedaba reducido al de un poni.
—Mis propios pies siempre me han servido a las mil maravillas —murmuró, dubitativo, Loial, después de observar el enorme caballo.
Maese Gill hizo señas a Rand. El posadero le había adjudicado un caballo bayo, casi del color de su propio cabello, alto y ancho de pecho, pero sin la fogosidad de Nube en el andar, lo cual fue una alegría para Rand. Maese Gill le informó de que su nombre era Rojo.
Egwene se encaminó directamente a Bela y Nynaeve a su yegua de patas largas.
Mat aproximó su caballo pardo a Rand.
—Perrin está poniéndome nervioso —susurró. Rand le asestó una intensa mirada—. Bueno, se comporta de una manera extraña. ¿Acaso tú no lo ves? Juro que no son imaginaciones mías ni que…, ni…
Rand asintió con la cabeza. «Ni que la daga esté apoderándose nuevamente de su mente, gracias a la Luz».
—Es cierto, Mat, pero no te inquietes. Moraine está al corriente de…, de lo que se trate. Perrin está bien. —Deseó poder creer en ello, pero su respuesta pareció satisfacer a Mat, al menos parcialmente.
—Por supuesto —se apresuró a añadir Mat, mirando todavía de reojo a Perrin—. Nunca he dicho que no lo estuviera.
Maese Gill consultó con el jefe de los mozos de cuadra. El hombre, de piel dura como el cuero y rostro semejante al de los caballos, se golpeó la frente con los nudillos y salió precipitadamente del establo. El posadero se volvió hacia Moraine con su redondeada cara iluminada por una sonrisa de satisfacción.
—Ramey dice que el camino está libre, Aes Sedai.
La pared trasera de la caballeriza, cubierta por estantes en los que se guardaba toda suerte de herramientas, parecía maciza y firme. Ramey y sus compañeros apartaron las horcas, rastrillos y palas y luego pasaron las manos detrás de los anaqueles para manipular unos picaportes ocultos. De pronto un retazo de muro osciló hacia adentro sobre unos goznes tan bien disimulados que Rand no estaba seguro de poder encontrarlos aun con la puerta abierta. La luz del establo iluminó una pared de ladrillo situada a escasa distancia.
—Sólo es un estrecho callejón entre edificios —explicó el posadero—, pero nadie, aparte de los mozos, sabe que puede accederse a él desde aquí. Ni los Capas Blancas ni los vigilantes de escarapelas os verán salir.
—Recordad, buen posadero —insistió la Aes Sedai—, si teméis que esto vaya a acarrearos malas consecuencias, escribid a Sheriam Sedai, del Ajah Azul, que se encuentra en Tar Valon, y ella os asistirá. Me temo que mis hermanas y yo debemos incontables compensaciones a aquellos que me han prestado su ayuda.
Maese Gill se echó a reír, sin mostrar la más mínima preocupación.
—Vaya, Aes Sedai, ya me habéis concedido el privilegio de poseer la única posada en Caemlyn libre de ratas. ¿Qué más podría pedir? Solamente con eso es probable que duplique mi clientela. —Su sonrisa dejó paso a una expresión seria—. Cualesquiera que sean vuestras intenciones, la reina apoya a Tar Valon y yo apoyo a la reina, por lo cual deseo que vuestros planes tengan buen resultado. La Luz os ilumine, Aes Sedai. Que os ilumine a todos.
—Que la Luz os alumbre también a vos, maese Gill —repuso Moraine con una inclinación de cabeza—. Pero, si la Luz no nos protege, debemos actuar con premura. —Se volvió enseguida hacia Loial—. ¿Estás dispuesto?
El Ogier tomó las riendas de su enorme caballo, mirándole con recelo la dentadura. Tratando de mantener alejadas las manos de su boca, condujo al animal en dirección a la apertura del establo. Ramey basculaba el peso de su cuerpo de un pie a otro, impaciente por volverla a cerrar. Loial se detuvo un momento y permaneció con la cabeza enhiesta, como si husmeara la brisa.
—Por aquí —indicó, y se adentró en el angosto callejón.
Moraine cabalgó tras el caballo de Loial, seguida de Rand y de Mat. Rand se encargó de cumplir el primer turno para conducir al animal de carga. Nynaeve y Egwene avanzaban en medio, con Perrin a sus espaldas y por último Lan en la retaguardia. La puerta oculta se cerró rápidamente no bien hubo dado un paso Mandarb en la calleja. El chasquido de los picaportes sonó extraordinariamente escandaloso en los oídos de Rand.
El callejón, como lo había llamado maese Gill, era en efecto muy estrecho y estaba aun más oscuro que el patio, si aquello era posible. Unas elevadas paredes de ladrillo y madera lo flanqueaban, dejando únicamente visible un angosto retazo de cielo sobre sus cabezas. Los grandes cestos, repletos de provisiones para el viaje, en su mayoría cántaros con aceite, que iban atados a lomos del caballo de carga, rascaban los edificios de ambos lados. El animal llevaba también un manojo de varas, en cada uno de cuyos extremos pendía una linterna. En los Atajos, decía Loial, las tinieblas eran más inescrutables que en la noche más oscura.
Los candiles, parcialmente llenos de aceite, chapoteaban al moverse el caballo y entrechocaban produciendo un sonido metálico. Aun cuando éste apenas fuera audible, Caemlyn se encontraba en completo silencio a aquella hora. El apagado tintineo sonaba como si pudiera oírse a un kilómetro de distancia.
Al desembocar en una calle, Loial tomó un rumbo concreto sin vacilar. Entonces parecía saber exactamente adónde se dirigía, como si la ruta que había de seguir fuera definiéndose en su interior. Rand no comprendía cómo podría hallar el Ogier la puerta del Atajo, y Loial no había sido capaz de explicárselo con claridad. Le había dicho que aquél era un conocimiento que venía a él, que lo captaba de forma espontánea. En opinión de Loial, aquello era comparable a intentar enseñarle a alguien la manera de respirar.
Mientras cabalgaban apresuradamente por aquella calle, Rand se volvió hacia la esquina donde estaba la posada. Según Lamgwin, todavía había media docena de Capas Blancas apostados a pocos pasos de aquel recodo. Su atención se centraba en el establecimiento, pero sin duda cualquier ruido los atraería, dado que nadie salía a esas horas para cumplir un cometido honesto. El ruido de las herraduras hollando el empedrado se le antojaba tan llamativo como el tañir de las campanas, y el estrépito del roce de las linternas, un deliberado zarandeo producido por el caballo de carga. Hasta que no hubieron doblado una nueva esquina no dejó de mirar por encima de sus hombros. Los otros jóvenes de Campo de Emond también dejaron escapar un suspiro de alivio en ese momento.
Al parecer, Loial seguía el camino más directo hacia la puerta del Atajo. En ocasiones trotaban por amplias avenidas solitarias, en las que sólo se advertía algún perro que se escondía en la penumbra; en otras se abrían paso entre callejones tan angostos como el de la parte trasera de la posada, donde los pies resbalaban al pisar las inmundicias esparcidas por el suelo. Nynaeve se quejó en voz baja de la pestilencia que ello producía, pero nadie disminuyó el paso.
La oscuridad comenzó a remitir y dio paso a un gris mortecino. El tenue resplandor del amanecer perlaba el cielo por encima de los tejados del lado este. En las calles fueron apareciendo algunas personas, arrebujadas para protegerse del fresco de la mañana y cabizbajas, sumidas aún en la añoranza de sus lechos. La mayoría de ellas no prestaba ninguna atención a los escasos viandantes. Únicamente cuatro o cinco de ellas dedicaron una ojeada a la comitiva de jinetes encabezada por Loial y, con todo, uno solo reparó realmente en ellos.
Aquel hombre les echó un vistazo, al igual que los demás, y ya regresaba a sus propias cavilaciones cuando de improviso tropezó y casi perdió el equilibrio, al volverse para observarlos. La luz sólo permitía distinguir las siluetas, pero aquello ya era suficiente. Percibido solo a aquella distancia, el Ogier habría podido pasar por un hombre de elevada estatura montado sobre un caballo normal, o por un hombre ordinario a lomos de una montura ligeramente achaparrada. Sin embargo, en compañía de los demás, Loial ofrecía una idea exacta de sus dimensiones, que duplicaban las habituales en una persona. El desconocido le dirigió una mirada y, exhalando un grito inarticulado, echó a correr, seguido de su ondeante capa.
Pronto…, muy pronto afluiría más gente a la calle. Rand vio a una mujer que caminaba con paso presuroso al otro lado de la rúa, sin percibir más que el pavimento que se encontraba frente a sus pies. Dentro de poco habría también más gente que se fijaría en ellos. El cielo iba adquiriendo mayor luminosidad.
—Allí —anunció por fin Loial—. Está allí debajo.
Señalaba a una tienda todavía cerrada. Las mesas dispuestas junto a la fachada estaban vacías, los toldos que debían guarecerlas, enrollados y la puerta, con los postigos firmemente cerrados. Las ventanas del piso de arriba, donde vivía el propietario, no mostraban ninguna luz.
—¿Debajo? —exclamó Mat con incredulidad—. ¿Cómo diablos vamos a…?
Moraine levantó una mano que interrumpió sus palabras y les indicó que la siguieran hacia el callejón que bordeaba el establecimiento., Los caballos y jinetes llenaron el espacio que mediaba entre dos edificios. Escudados por las paredes, la oscuridad los rodeaba de nuevo, como si hubiera vuelto a caer la noche.
—Debe de haber una puerta que dé a la bodega —murmuró Moraine—. Ah, sí.
De repente se encendió una luz. Una bola que despedía un mortecino brillo, del tamaño del puño de un hombre, pendía de la palma de la Aes Sedai, moviéndose al compás de su mano. Rand reflexionó que el hecho de que todos tomaran aquel fenómeno como algo natural daba una idea de lo que cada uno había experimentado aquella última temporada. La acercó a las puertas que había encontrado, inclinadas casi a ras del suelo, sujetas por unos cerrojos y una cerradura de hierro mayor que la mano de Rand, invadida por la herrumbre.
Loial dio un tirón al cierre.
—Puedo arrancarlo, con el cerrojo y todo, pero el ruido despertará a la totalidad del vecindario.
—Es preferible no dañar la propiedad de ese buen hombre si es posible evitarlo. —Moraine examinó con atención la cerradura durante un momento y, de pronto, dio un golpecito con su vara y el hierro se corrió limpiamente.
Loial abrió enseguida las puertas y Moraine descendió por la rampa que éstas habían dejado al descubierto, iluminándose con su reluciente esfera. Aldieb caminó con elegancia tras ella.
—Encended los candiles y entrad —les indicó en voz baja—. Es muy espacioso. Apresuraos. Pronto será de día.
Rand corrió a desatar los palos que sostenían las linternas, pero aun antes de alumbrar la primera advirtió que distinguía con nitidez las facciones de Mat. En pocos minutos, las calles se llenarían de gente, el tendero bajaría a abrir su establecimiento y todos se extrañarían de que hubiera tantos caballos en el callejón. Mat murmuró con nerviosismo algo que hacía referencia a la necesidad de ocultar las monturas, pero Rand ya se precipitaba por la rampa guiando al suyo. Mat siguió su ejemplo, rezongando, pero no a menor velocidad.
El candil de Rand se bamboleaba en el extremo del bastón, chocando contra el techo al menor descuido, y ni Rojo ni la bestia de carga veían con buenos ojos la rampa. Finalmente llegó abajo y cedió el paso a Mat. Moraine dejó extinguir su luz flotante, pero, cuando los demás se reunieron con ellos, sus linternas contribuyeron a iluminar el recinto.
La mayor parte del espacio de la bodega, de iguales dimensiones que el edificio que sobre ella se asentaba, estaba ocupado por columnas de ladrillo, que ascendían desde estrechas bases que se ensanchaban con la altura, conformando una serie de arcos. A pesar de lo espacioso del subterráneo, Rand tenía la sensación de que se encontraban apretujados. La cabeza de Loial rozaba el techo.
Tal como había augurado la oxidada cerradura, la bodega no había sido utilizada durante largo tiempo. En el suelo no había más que unos cuantos toneles rotos llenos de trastos viejos y una espesa capa de polvo, cuyas motas, levantadas por tantos pies, danzaban en el aire a la luz de los candiles.
Lan fue el último en entrar y, tan pronto como hubo hecho descender a Mandarb por la pendiente, saltó al exterior para cerrar las hojas.
—Rayos y truenos —gruñó Mat—, ¿por qué construirían una de esas puertas en un lugar como éste?
—No siempre fue así —respondió Loial, dejando resonar el fragor de su voz en el cavernoso espacio—. No siempre. ¡No! —Rand advirtió, extrañado, que el Ogier estaba furioso—. En un tiempo hubo árboles aquí, de todas las especies que los Ogier lograron implantar en este terreno. Los grandes árboles, de un centenar de palmos de altura. La sombra del ramaje y las frescas brisas que retenían el aroma de las hojas y flores para mantener el recuerdo de la paz del stedding. ¡Todo eso, arrasado para esto! —Dio un puñetazo a una columna.
El pilar pareció agitarse con el golpe. Rand estaba seguro de haber oído el crujido de los ladrillos. La arcada escupió un reguero de argamasa seca.
—Lo que ya forma parte del tejido no puede deshilarse —sentenció suavemente Moraine—. Aunque hagas que el edificio se desmorone sobre nuestras cabezas, los árboles no volverán a crecer. —Las movibles cejas de Loial, ahora encorvadas, le confirieron una expresión más contrita de la que ningún humano hubiera sido capaz de esbozar—. Con tu ayuda, Loial, tal vez logremos evitar que las arboledas que todavía quedan en pie caigan bajo la Sombra. Nos has traído al lugar que buscábamos.
Cuando la mujer se desplazó hacia una de las paredes, Rand cayó en la cuenta de que era distinta de las otras. Mientras todas eran de ladrillo ordinario, ésta era de una piedra intrincadamente labrada con exquisitas combinaciones de hojas y enredaderas, visible a pesar de la pátina de polvo. El ladrillo y la argamasa estaban gastados, pero aquella piedra tenía algo que revelaba el largo tiempo en que había permanecido allí, desde una época anterior a la cocción del adobe. Los constructores posteriores, ellos mismos perecidos siglos antes, habían incorporado lo que ya se alzaba allí y muchos años después los hombres lo habían utilizado como parte de una bodega.
Un retazo del muro de piedra labrada, situado justo en su centro, era más elaborado que el resto, el cual, a pesar de la magnificencia de sus trazados, semejaba una burda copia a su lado. Trabajadas sobre una dura materia, aquellas hojas parecían tiernas, reproducidas en un perdurable momento en que las agitaba una suave brisa estival. No obstante, daban la impresión de remontarse a otra edad, de poseer una antigüedad que superaba incluso la del resto de la pared. Loial las miraba como si sintiera deseos de hallarse en cualquier otro lugar salvo en aquél, aun a costa de soportar la persecución de una multitud por las calles.
—Avendesora —murmuró Moraine, posando la mano sobre una hoja de trébol. Rand escrutó los relieves; aquélla era la única hoja de aquella especie que advirtió—. La hoja del árbol de la vida es la clave —dijo la Aes Sedai, y la hoja se desprendió en su mano.
Rand pestañeó, al tiempo que escuchaba exhalaciones a su espalda. Aquella hoja parecía formar parte de la pared al igual que las demás. Con la misma facilidad, la Aes Sedai la desplazó un palmo más abajo de la urdimbre vegetal y la dejó en un punto en que la hoja de tres lóbulos encajó tan limpiamente como si hubiera una oquedad dispuesta para ello y volvió a fundirse en el conjunto. Tan pronto como hubo quedado engastada, las formas esculpidas en el centro del muro comenzaron a modificarse.
Estaba seguro de que ahora percibía cómo las hojas se ladeaban con el impulso de una invisible brisa; casi creyó verlas verdes bajo el polvo, formando un tapiz de colorido primaveral a la luz de las linternas. De manera casi imperceptible al principio, en medio de la antigua escultura se abrió una hendidura que fue agrandándose, al tiempo que las dos mitades oscilaban con lentitud hacia la bodega hasta quedar perpendiculares a la pared. Los dorsos de las puertas estaban adornados, al igual que en el otro lado, con una profusión de hojas y curvados tallos, que parecían tener un hálito viviente. Dentro, donde debiera haber habido tierra o la bodega del edificio contiguo, un brillo mate reflejó tenuemente sus imágenes.
—He oído decir —explicó Loial, entre afligido y temeroso—que antaño las entradas de los Atajos relucían como espejos. En un tiempo, quienes entraban en los Atajos caminaban entre el sol y el cielo. Antaño.
—No tenemos tiempo que perder —les recordó Moraine.
Lan se adelantó a ella, llevando a Mandarb del ronzal, con un palo coronado por una linterna en una mano. Su lóbrego reflejo se aproximó a él, conduciendo un tenebroso caballo. El hombre y su imagen proyectada parecieron confundirse en la reluciente superficie y ambos desaparecieron. El negro semental se resistió por un instante, conectado en apariencia a su propia proyección por una rienda continua. Las cuerdas se tensaron y la cabalgadura del Guardián se esfumó también.
Por espacio de un minuto todos permanecieron con la vista fija en la puerta del Atajo.
—Deprisa —los urgió Moraine—. Yo debo ser la última en cruzar. No podemos dejar esto abierto y correr el albur de que alguien lo encuentre. Deprisa.
Con un profundo suspiro Loial caminó hacia el tenue resplandor. Cabeceando, su descomunal montura trató de retroceder ante la superficie, pero ésta lo engulló. Habían desaparecido tan velozmente como el Guardián y Mandarb.
Rand, titubeante, enfocó la entrada con la linterna. El candil se hundió en su propio reflejo y se confundió con él hasta perderse de vista. Se obligó a seguir, observando cómo el mango de la linterna desaparecía pulgada tras pulgada hasta que él mismo penetró en la puerta. Abrió la boca, presa de estupor. Algo gélido se deslizaba por su piel, como si estuviera atravesando una cascada de agua helada. Transcurrió un tiempo; el frío recubría sus cabellos uno a uno, se prendía a sus ropas hilo a hilo.
De súbito, la gelidez estalló como una burbuja y se detuvo para recobrar aliento. Se encontraba en el interior de los Atajos. Más adelante Lan y Loial aguardaban pacientes junto a sus monturas. A su alrededor no había más que tinieblas que parecían extenderse indefinidamente. Sus candiles desprendían una pequeña mancha de claridad, demasiado insignificante, como si algo produjera una retracción en la luz o la ingiriese. Dio un tirón a las riendas, atenazado por una repentina ansiedad. Rojo y el caballo de carga lo siguieron dando saltos, casi a punto de derribarlo. Se tambaleó y, una vez recobrado el equilibrio, se apresuró a aproximarse al Guardián y al Ogier, arrastrando a las inquietas caballerías tras de sí. Los animales relincharon quedamente. Incluso Mandarb dio muestras de alegrarse al ver a los otros caballos.
—Ten cuidado al cruzar la puerta de un Atajo, Rand —le avisó Loial—. Las cosas son… diferentes dentro de los Atajos. Mira.
Se volvió hacia donde apuntaba el Ogier, esperando ver el mismo brillo apagado. En cambio, su campo visual se amplió hasta la bodega, como si hubiera una gran pantalla de vidrio ahumado dispuesta entre las sombras. Extrañamente, la oscuridad que circundaba la ventana que transparentaba la bodega daba una sensación de profundidad, como si la apertura permaneciera aislada, sin nada atrás ni en derredor aparte de las tinieblas. Expresó aquella impresión, riendo compulsivamente, pero Loial tomó en serio su observación.
—Podrías caminar a su alrededor, sin ver nada de lo que hay al otro lado. Sin embargo, no te aconsejaría que lo hicieras. Los libros no explican con precisión qué se halla tras las puertas de entrada a los Atajos. Creo que uno podría perderse allí y no volver a encontrar la salida.
Rand agitó la cabeza. Trató de concentrarse en la puerta en sí, sin tener en cuenta lo que se extendía detrás, pero aquello le producía, de alguna manera, igual turbación. Si hubiera tenido algo en que posar la mirada aparte de la puerta, habría desviado la vista de ella. En el sótano, a través de la opaca penumbra, veía a Moraine y a los demás, pero se movían como en sueños. Cada parpadeo adquiría la dimensión de un gesto deliberado y desmesurado. Mat avanzaba hacia la entrada como si caminara sobre una gelatina entre la que nadaban sus piernas.
—La Rueda gira más deprisa en los Atajos —explicó Loial, quien, al escrutar la oscuridad circundante, hundió la cabeza entre los hombros—. Nadie de los que permanecen vivos conocen más que fragmentos de su realidad. Tengo miedo de lo que desconozco de los Atajos, Rand.
—El Oscuro —terció Lan—no puede ser derrotado sin que corramos riesgos. Pero en estos momentos estamos vivos y ante nosotros tenemos la esperanza de conservar la vida. No te rindas antes de que te golpeen, Ogier.
—No hablaríais con tanta confianza si hubierais estado antes en los Atajos. —El habitual estruendo de la voz de Loial sonaba ahora amortiguado. Miró la oscuridad como si distinguiera algo en ella—. Yo tampoco había entrado antes, pero he visto otros Ogier que han atravesado una de sus puertas y regresado a la superficie. No hablaríais de este modo si los hubierais visto.
Mat dio un paso a través del acceso y recobró la cadencia normal de sus movimientos. Durante un instante contempló la oscuridad, aparentemente infinita, y luego se aproximó corriendo a ellos, zarandeando su linterna en el extremo del palo, seguido por su caballo, que con sus brincos casi lo envió al suelo. Los demás cruzaron uno a uno; Perrin, Egwene y Nynaeve se detuvieron asimismo enmudecidos por la sorpresa antes de apresurarse a reunirse con el resto. Cada candil contribuía a agrandar la mancha de luz, pero ésta nunca llegaba a adquirir su intensidad normal. Era como si las tinieblas se tornaran más densas cuanta más claridad había, espesándose como si forcejearan contra lo que pretendía menguar su alcance.
Aquélla era una línea de razonamiento que Rand no deseaba seguir aplicando. Ya era bastante horrible encontrarse allí sin que atribuyera voluntad propia a la oscuridad. No obstante, cada uno de ellos parecía sentir la misma opresión. Mat no realizó ningún comentario sarcástico y la expresión de Egwene delataba una angustiante aprensión. Todos observaban en silencio la puerta, aquella última apertura que conectaba con el mundo que ellos conocían.
Por fin sólo quedó Moraine en la bodega, ahora mortecinamente alumbrada por la linterna que había tomado. La Aes Sedai continuaba moviéndose como en un sueño. Su mano se crispó al encontrar la hoja de Avendesora, que, como percibió Rand, estaba ubicada en un nivel más bajo en los relieves de esa cara, justo en el punto donde ella la había situado en la otra. Tras desprenderla de la piedra, volvió a colocarla en su posición original, Rand se preguntó de pronto si la hoja del otro lado habría cambiado también de lugar.
La Aes Sedai entró, conduciendo a Aldieb, mientras las pétreas hojas, lenta, muy lentamente, empezaron a cerrarse tras ella. Caminó hacia ellos; el resplandor de su candil abandonó las puertas antes de que éstas se hubieran cerrado por completo y la menguada imagen de la bodega se tiño de negro. Con la reducida luz de sus linternas, la oscuridad se adueñó de su entorno.
De improviso tuvieron la impresión de que los candiles eran la única luz que restaba en el mundo. Rand cayó en la cuenta de que se encontraba pegado a Perrin y Egwene. Egwene le dirigió una mirada desencajada y se apretó más a su cuerpo, pese a lo cual Perrin no se apartó para dejarles más espacio. Había algo reconfortante en el hecho de notar el contacto de un ser humano cuando todo el orbe acababa de ser devorado por las tinieblas. Las propias montaduras parecían acusar el mismo ahogo, el cual los impulsaba a arracimarse entre ellos.
Con semblantes impasibles, Moraine y Lan montaron a caballo y la Aes Sedai se inclinó hacia adelante, dejando reposar los brazos en su vara labrada, más allá de la elevada perilla de su silla.
—Debemos emprender camino, Loial.
—Sí. Sí, Aes Sedai —contestó el Ogier, sobresaltado, asintiendo vigorosamente—, tenéis razón. No debemos permanecer aquí ni un minuto más de lo necesario.
Cuando señaló una amplia franja blanca trazada bajo sus pies, Rand se apartó de ella con celeridad y lo mismo hicieron todos los jóvenes de Campo de Emond. Rand pensó que el suelo debió de haber sido liso en un tiempo, pero ahora su superficie estaba mellada, como si la piedra estuviese picada de viruela. La pálida línea se hallaba interrumpida en varios sitios.
—Esto conduce de la puerta a la primera guía. Desde allí…
Loial miró con ansiedad en derredor y luego saltó sobre el caballo sin el menor asomo de la resistencia que había mostrado antes. Su caballería llevaba la silla de mayores dimensiones que le había sido posible encontrar al mozo de cuadra de la posada, pero, con todo, Loial la llenaba desde la perilla hasta el arzón trasero. Sus pies colgaban a ambos lados, casi a la altura de las rodillas del animal.
—Ni un minuto más de lo necesario —volvió a decir.
Los demás montaron a desgana. Moraine y Lan cabalgaban a ambos lados del Ogier, siguiendo la línea blanca en medio de la lobreguez. Todos se apiñaban lo más cerca posible de ellos, agitando las linternas sobres sus cabezas. Aquellos candiles, que hubieran bastado para iluminar toda una casa, no alumbraban más allá de dos metros y medio de distancia. La oscuridad contenía sus rayos como si éstos hubieran topado con un muro. Con el crujido de las sillas y el tintineo de las herraduras sobre la piedra parecían avanzar únicamente en los confines de la claridad.
Rand aferraba la espada con afán, sabedor de que no había nada allí contra lo que pudiera esgrimirla para defenderse; no creía que hubiese un lugar que albergara algo allí adentro. La burbuja de luz que los circundaba habría podido ser asimismo una cueva rodeada de piedra por todos los costados, sin salida. A juzgar por los cambios producidos en su entorno, habría dado igual que los caballos caminaran sobre una rueda de molino. Atenazaba la empuñadura como si la presión de su mano fuera capaz de disminuir el peso de la losa que abatía su ánimo. El contacto de la espada le trajo el recuerdo de las enseñanzas de Tam. Durante un rato logró retener la placidez del vacío. Pero la opresión regresaba siempre, sofocando el vacío hasta convertirlo en una caverna en su mente, y debía comenzar de nuevo, tocando el arma de Tam para hacer memoria.
Fue un alivio advertir una modificación en la monotonía, aun cuando sólo fuera una elevada losa erecta que surgió entre las sombras ante ellos, en cuya base desembocaba la línea blanca. Su ancha superficie tenía incrustadas sinuosas curvas de metal, delicados trazados que a Rand le recordaron vagamente un follaje con lianas. Tanto la piedra como el metal estaban marcados con descoloridas picaduras.
—La guía —informó Loial, que se ladeó para observar ceñudo las incrustaciones metálicas.
—Escritura Ogier —dictaminó Moraine—, pero tan mellada que apenas logro distinguir su significado.
—Yo tampoco —admitió Loial—, pero he comprendido lo suficiente. Debemos proseguir por allí. —Hizo girar su cabalgadura.
En las lindes de su campo visual aparecieron una especie de puentes esculpidos en la roca que se arqueaban hacia la oscuridad y pasarelas de suave pendiente, sin ninguna clase de pasamanos, que subían y bajaban. Entre los puentes y las rampas, sin embargo, se extendía una balaustrada que llegaba a la altura del pecho, indicando el peligro que constituía una caída allí. Los balaústres eran de piedra blanca, con formas recurvadas que se entrelazan en complejas urdimbres. Rand creyó advertir algo familiar en aquel conjunto, pero sabía que aquello no era más que una treta de su imaginación, que anhelaba hallar algo conocido en un contexto donde todo le resultaba extraño.
Loial se detuvo al pie de uno de los puentes para leer la única línea grabada en la estrecha columna que allí se alzaba. Moviendo afirmativamente la cabeza, se encaminó hacia el puente.
—Éste es el primer puente de nuestra senda —anunció sin girarse.
Rand abrigaba sus dudas sobre la firmeza de aquel arco. Los cascos de los caballos rechinaban sobre él, como si arrancaran capas de piedra a cada paso. La superficie que alcanzaba a ver estaba cubierta de agujeros, algunos del perímetro de un alfiler, otros poco profundos, o pequeñas y rugosas bocas de cráter un paso más allá, como si hubiera padecido una lluvia de ácido o la roca estuviera pudriéndose. La barandilla también presentaba hendiduras y oquedades y en algunos trechos se habían desmoronado tramos de un palmo de ancho. Por lo que él sabía, cabía la posibilidad de que el puente se asentase sobre la peña, prolongada hasta el centro de la tierra, pero sus apreciaciones sólo le dejaron margen para desear que resistiera lo suficiente hasta que ellos hubieran llegado al otro extremo. «Sea lo que sea lo que nos aguarde allí».
Al fin el puente terminó, en un lugar que no difería del otro lado. Rand únicamente acertaba a percibir lo que tocaba la exigua claridad de sus linternas, pero tenía la sensación de que se encontraban en un amplio espacio, como en una meseta, de cuyo perímetro partían puentes y pasarelas. Una isla, lo denominó Loial. Había una nueva guía con inscripciones, que Rand situó en el centro de la isla, sin posibilidad de averiguar si se hallaba en lo cierto o no. Loial leyó la escritura y luego ascendió por una de las pasarelas, que remontaba incesantemente el vacío en su trazado curvilíneo.
Tras una interminable subida, pronunciadamente curvada, la rampa desembocó en una nueva isla, similar a la de partida. Rand trató de imaginar la órbita que acababan de hollar y hubo de desistir. «No es posible que esta isla se encuentre justo encima de la otra. No es posible».
Loial consultó una nueva losa, garabateada con escritura Ogier, encontró otra columna indicativa y los llevó de nuevo hacia un puente. Tan sólo el grado de deterioro de las guías aportaba alguna distinción entre las islas. Rand perdió la noción del tiempo; ni siquiera estaba seguro del número de puentes que habían cruzado ni de cuántas rampas habían recorrido. El Guardián, no obstante, debía de disponer de un mecanismo mental para computar el tiempo, Puesto que, cuando Rand comenzó a experimentar los primeros síntomas de hambre, Lan anunció tranquilamente que era mediodía y desmontó para distribuir pan, queso y carne seca que sacó de uno de los cestos de la bestia de carga, a la que por entonces se encargaba de guiar Perrin. Se encontraban en una isla, y Loial estaba descifrando trabajosamente las instrucciones de la guía.
Mat se disponía a saltar del caballo, pero Moraine lo disuadió.
—El tiempo es demasiado valioso en los Atajos y no hay que desperdiciarlo. Para nosotros aún posee más valor. Pararemos cuando llegue la hora de dormir. —La Aes Sedai ya se encontraba a lomos de Aldieb.
El apetito de Rand se mitigó ante la perspectiva de tener que dormir en los Atajos. Allí reinaba una noche eterna, pero no la idónea para conciliar el sueño. Sin embargo, comió mientras cabalgaba, al igual que todos los demás. Era complicado hacerlo, con las manos ocupadas por el mango de la linterna y las riendas, pero, a pesar de su pretendida desgana, al terminar lamió las últimas migas de pan prendidas a sus manos, deseoso de disponer de más. Incluso llegó a pensar que los Atajos no eran tan horribles, al menos no tanto como decía Loial. Ciertamente desprendían el mismo agobio que precede a la descarga de una tormenta, pero en una constante monotonía, en la que nada sucedía. Los Atajos eran casi tediosos.
Entonces el silencio se vio quebrado por un gruñido de estupefacción de Loial. Rand se irguió sobre los estribos para atisbar delante del Ogier y lo que vio le secó la boca. Se hallaban en el medio de un puente y, únicamente a unos centímetros de Loial, el piso finalizaba, suspendido en el vacío.