4 El juglar

La puerta se cerró con estrépito detrás del hombre de pelo blanco y éste dio media vuelta para fijar la mirada en ella. Delgado, hubiera sido alto a no ser por sus espaldas encorvadas, pero la ligereza de sus movimientos encubría la edad que aparentaba. Su capa parecía una masa de remiendos, de parches de todo tamaño, forma y color, que se agitaban al menor soplo de aire. En realidad era de tela bastante recia, según observó Rand, y los parches sólo estaban cosidos por encima a modo de decoración.

—¡El juglar! —susurró excitada Egwene.

El hombre giró sobre sí, haciendo revolotear la capa. Aquella larga prenda tenía unas curiosas mangas holgadas y unos grandes bolsillos. Un espeso bigote, tan blanco como el pelo de su cabeza, aleteaba en torno a su boca, y su rostro estaba igual de retorcido que un árbol que hubiera resistido terribles temporales. Realizó un gesto imperativo dirigido a Rand y a sus compañeros con una larga pipa profusamente adornada de la que brotaba un hilillo de humo. Sus ojos azules escrutaban el aire bajo la mata de sus cejas, perforando a quien quiera que mirase.

Rand dedicó a los ojos del hombre tanta atención como al resto de su persona. Todos los habitantes de Dos Ríos tenían los ojos oscuros, al igual que la mayoría de los mercaderes, guardas y demás gente que había visto. Los Congar y los Coplin se habían burlado de él porque tenía los ojos grises, hasta el día en que le propinó un puñetazo en la nariz a Ewal Coplin; la Zahorí no había descuidado reñirlo en aquella ocasión. Se preguntó si existiría un país donde nadie tuviera los iris oscuros. «Tal vez Lan también sea de allí», pensó.

—¿Qué clase de lugar es éste? —preguntó el juglar con una voz profunda que parecía resonar con más fuerza que la de un hombre normal. Aun al aire libre, se diría que llegaba hasta todos los rincones y retumbaba en las paredes—. Los patanes del pueblo de la colina me dicen que puedo llegar aquí antes de que caiga la noche, pero olvidan añadir que a condición de que saliera mucho antes del mediodía. Cuando por fin llego, helado hasta los huesos y ansioso por una cama caliente, vuestro posadero se queja de la hora como si yo fuera un porquero errante. Y vuestro Consejo del Pueblo todavía no se ha dignado pedirme que ofreciera una representación en esta fiesta que celebráis. Y el posadero ni me había informado de que era el alcalde.

Se contuvo para recobrar aliento al tiempo que abarcó a todos con la mirada, pero al instante ya había reemprendido su arenga…

—Cuando he bajado de la habitación para fumarme una pipa y tomar una jarra de cerveza, todos los hombres que hay en la sala me han mirado como si yo fuera el más detestable de sus cuñados que estuviera a punto de pedirles dinero prestado. Un abuelo se ha puesto a desvariar en mis barbas, diciéndome qué historias tengo o no tengo que contar y luego una chiquilla me dice que me largue a voz en grito y me amenaza con un garrote al no reaccionar yo tan rápido como ella quería. ¿Dónde se vio que alguien amedrente a un juglar de esta manera?

El semblante de Egwene era digno de contemplar, con los ojos desorbitados de asombro ante el juglar y su evidente deseo de defender a Nynaeve. —Excusad, maese el juglar —dijo Rand, consciente de que él mismo lucía una sonrisa bobalicona—. Ella es nuestra Zahorí y…

—¿Esa chiquilla tan bonita? —interrumpió el juglar—¿Una Zahorí de un pueblo? Vaya, a su edad haría mejor en coquetear con los jóvenes en lugar de profetizar el tiempo y curar a los enfermos.

Rand se revolvió embarazado. Confiaba en que la opinión del hombre no llegara nunca a oídos de Nynaeve, al menos hasta que éste hubiera terminado sus representaciones. Perrin pestañeó al oír las palabras del juglar, y Mat dejó escapar un nervioso silbido, como si ambos hubieran hecho las mismas reflexiones.

—Los hombres eran los miembros del Consejo —prosiguió Rand—. Estoy convencido de que no era su intención ser descorteses. ¿Sabéis?, acabamos de enterarnos de que hay guerra en Ghealdan y un hombre que dice ser el Dragón Renacido. Un falso Dragón. Las Aes Sedai van de camino hacia allí desde Tar Valon. El Consejo está intentando dilucidar si podríamos correr peligro aquí.

—Esto no es ninguna novedad ni siquiera en Baerlon —dijo con desdén el juglar—. Y éste es el último lugar del mundo adonde llegan las noticias. —Hizo una pausa y, tras una rápida mirada al pueblo, agregó con sequedad —Casi el último. —Entonces sus ojos se posaron en el carro parado delante de la posada, solitario ahora, con los varales apoyados en el suelo—. Vaya, creí haber reconocido a Padan Fain allá adentro. —Su voz era aún profunda, pero la resonancia había cedido paso al desprecio—. Fain siempre ha sido un tipejo a quien le encanta esparcir malas noticias, y, cuanto peores, mejor. Ése tiene más características de cuervo que de persona.

—Maese Fain ha venido a menudo al Campo de Emond, maese el juglar —apuntó Egwene, con un rastro de desaprobación patente en medio de su entusiasmo—. Siempre está dispuesto a reír y trae muchas más noticias buenas que malas.

El juglar la observó un momento y luego esbozó una amplia sonrisa. —Eres una chica muy hermosa. Deberías llevar capullos de rosa en el pelo. Por desgracia, este año no puedo crear rosas por arte de magia, pero ¿te gustaría participar conmigo mañana en mi espectáculo? Para darme la flauta cuando la necesite y determinados aparatos. Siempre escojo a la muchacha más bonita del pueblo como ayudante.

Perrin rió con disimulo y Mat, que también reía furtivamente, soltó una ruidosa carcajada. Rand parpadeó sorprendido al advertir que Egwene lo fulminaba con la mirada, cuando él no había sonreído siquiera. La muchacha enderezó el porte y respondió con insólita calma:

—Gracias, maese el juglar. Será un placer ayudaros.

—Thom Merrilin —dijo el juglar, sumiéndolos en estupor—. Mi nombre es Thom Merrilin, y no maese el juglar. —Se ató la capa multicolor sobre los hombros y, de pronto, su voz pareció resonar de nuevo en una gran sala—. Antaño bardo de la corte, me veo ahora, en efecto, elevado al exaltado rango de maese el juglar y, sin embargo, me llamo simplemente Thom Merrilin y únicamente me vanaglorio de mi condición de juglar.

Tras estas palabras efectuó una reverencia tan elaborada, haciendo revolotear la capa con ostentoso gesto, que Mat se puso a aplaudir y Egwene exhaló un murmullo de admiración.

—Maese… ah…, maese Merrilin —balbució Mat, indeciso respecto al tratamiento que debía utilizar—, ¿qué ocurre en Ghealdan? ¿Sabéis algo acerca de ese falso Dragón? ¿Y de las Aes Sedai?

—¿Tengo aspecto de ser un buhonero, muchacho? —gruñó el juglar mientras daba golpecitos con su pipa en la muñeca. Después la pipa desapareció en el interior de su capa o de su chaqueta; Rand no estaba seguro de adónde había ido a parar—. Yo soy un juglar, no un chismoso. Y es para mí una norma importante desconocer todo lo relacionado con Aes Sedai, y no incurrir así en peligro.

—Pero la guerra… —comenzó a decir con ansiedad Mat.

—En las guerras, muchacho —lo atajó Thom Merrilin—, los idiotas matan a otros idiotas por causas estúpidas. Eso es cuanto hay que saber. Yo he venido aquí por mi arte. —De pronto, apuntó con un dedo a Rand— tú, chico. Eres muy alto. Todavía no has acabado de crecer, pero dudo que haya otro hombre en la zona de tu misma estatura. Apuesto a que tampoco habrá muchos en el pueblo con ese color de ojos. Lo cierto es que tienes los hombros tan anchos como el mango de un hacha y eres igual de alto que un habitante del Yermo de Aiel. ¿Cómo te llamas, muchacho?

Rand titubeó al responder, sin saber a ciencia cierta si el hombre se mofaba de él, pero el juglar ya había centrado la atención en Perrin.

—Y tú tienes casi el mismo tamaño que un Ogier, más o menos. ¿Cómo te llamas?

—No a menos que me suba a hombros de alguien —repuso riendo Perrin—. Me temo que Rand y yo somos personas normales y no fantásticas criaturas salidas de vuestras historias. Yo soy Perrin Aybara.

Thom Merrilin se tiró del bigote.

—Vaya. Fantásticas criaturas salidas de mis historias. ¿Son eso en verdad? En ese caso, parece que sois unos muchachos que han visto mundo.

Rand permaneció silencioso, con la certeza de que los estaba utilizando como hazmerreír, pero Perrin alzó la voz en protesta.

—Todos nosotros hemos estado en la Colina del Vigía y Deven Ride. Poca gente del pueblo ha viajado hasta tan lejos.

No fanfarroneaba; Perrin no se pavoneaba nunca de nada. Simplemente estaba contando la verdad.

—También hemos visto la Ciénaga —añadió Mat, sin rasgo alguno de jactancia—, que es el lodazal que hay en el extremo del Bosque del Oeste. Está plagado de arenas movedizas y nadie va allí excepto nosotros. Y nadie va tampoco a las Montañas de la Niebla, pero nosotros fuimos una vez. Hasta el mismo pie, en todo caso.

—¿Hasta tan lejos? —murmuró el juglar, que no paraba de atusarse los bigotes.

Rand creyó que estaba disimulando su sonrisa al tiempo que percibía el entrecejo fruncido de Mat.

—Trae mala suerte entrar en las montañas —dijo Mat, como si tuviera que dar una explicación por no haber llegado más allá—. Todo el mundo lo sabe.

—Eso sólo son tonterías, Matrim Cauthon —intervino con fiereza Egwene—. Nynaeve dice… —Se detuvo de golpe, con las mejillas sonrosadas, y dirigió una mirada un tanto hosca a Thom Merrilin—. No es correcto bur… No es… —Su rostro se tiñó de rubor.

Mat pestañeó como si comenzara a sospechar lo que había sucedido. —Tienes razón, hija —reconoció contrito el juglar—. Pido mis humildes disculpas. He venido aquí a divertiros. Ah, esta lengua mía siempre me ha metido en complicaciones.

—Tal vez no hayamos viajado tanto como vos —reconoció llanamente Perrin—, pero, ¿qué tiene que ver con todo esto la estatura de Rand?

—Sólo esto, chico. Después, os permitiré que intentéis levantarme, pero no podréis separar mis pies del suelo. Ni tú, ni este amigo tuyo tan alto, Rand, ¿no es así?, ni cualquier otro hombre. ¿Qué os parece?

Perrin soltó una risotada.

—Me parece que puedo levantaros ahora mismo.

No obstante, cuando avanzó un paso, Thom Merrilin le indicó que retrocediera.

—Más tarde, chico, más tarde. Cuando haya más gente. Un artista necesita tener público.

Desde que el juglar había hecho su aparición en la puerta de la posada, se había reunido en el Prado un grupo de personas compuesto por jóvenes de ambos sexos y niños que se asomaban, silenciosos y con ojos desorbitados, entre los espectadores de mayor edad. Todos parecían esperar hechos milagrosos del juglar. El personaje de pelo blanco los miró de soslayo —como si estuviera contándolos—; luego sacudió ligeramente la cabeza y exhaló un suspiro.

—Supongo que será mejor que os dé una pequeña demostración. Así podréis ir corriendo a contárselo a los otros, ¿eh? Sólo un ejemplo de lo que veréis en la fiesta de mañana.

Dio un paso atrás y, de pronto, saltó por los aires y, entre volteretas y saltos mortales, aterrizó frente a ellos encima de los viejos cimientos. Y, para mayor estupor, tres bolas —una roja, una blanca y una amarilla— comenzaron a danzar entre sus manos en el preciso instante en que se posó en el suelo.

Un sonido apagado surgió entre los presentes, originado tanto por el asombro como por la satisfacción. Incluso Rand olvidó su irritación y dedicó una sonrisa a Egwene, la cual le devolvió la misma expresión de deleite antes de que ambos volvieran a mirar, imperturbables, al juglar.

—¿Queréis historias? —declaró Thom Merrilin—. Yo sé historias, y os las contaré. Haré que cobren vida ante vuestros propios ojos. —Procedente de un lugar impreciso, una bola azul se sumó a las otras, seguida de otra verde y otra amarilla—. Relatos de grandes guerras y grandes héroes, para hombres y muchachos. Para las mujeres y doncellas, la totalidad del Ciclo Aptarigino. Relatos sobre Artur Paendrag Tanreall, Artur Hawkwing, Artur el Rey Supremo, que antaño gobernaron todas las tierras que se extienden desde el Yermo de Aiel hasta el Océano Aricio, e incluso más allá. Maravillosas historias de extrañas gentes y de extraños países, del Hombre Verde, de Guardianes y trollocs, de Ogier y Aiel. Los cien cuentos de Anla, el sabio consejero. Jaem, el azote de gigantes. Cómo amaestró Susa a Jain el Galopador. Mara y los tres reyes traviesos.

—Explicadnos el de Lenn —pidió Egwene—. Cómo voló hasta la luna en el vientre de un águila salida del fuego. Contadnos cómo caminaba su hija Salya entre las estrellas.

Rand la miró con el rabillo del ojo, pero ella parecía consagrar su atención al juglar. A Egwene no le habían gustado nunca las historias sobre aventuras y largos viajes. Sus favoritas eran siempre las cómicas, o aquellas en que las mujeres burlaban a gente que se creía más inteligente que nadie. Tenía el convencimiento de que había solicitado los cuentos sobre Lenn y Salya para hacerlo rabiar a él. ¿Acaso no veía ella que el mundo de afuera no era lugar adecuado para los habitantes de Dos Ríos? Una cosa era escuchar relatos de aventuras, incluso soñar con ellas, y otra muy distinta que éstas ocurrieran alrededor de uno.

—Antiguas historias, ésas —dijo Thom Merrilin. De repente, estaba haciendo juegos malabares con tres bolas de colores en cada mano—. Historias de la era anterior a la Era de Leyenda, a decir de algunos. Tal vez incluso más antiguas. Pero yo conozco todas las historias, fijaos bien, de todas las edades pasadas y por venir. Las eras en que los hombres gobernaban los cielos y las estrellas y las eras en que el hombre vagaba en hermandad con los animales. Eras de ensueño y eras de horror. Eras concluidas por el fuego que escupían los cielos y eras abortadas por la nieve y el hielo que cubrían la tierra y el mar.

»Tengo todas las historias y os contaré todas las historias. Cuentos de Mosk el Gigante, con su Lanza de Fuego que podía llegar a cualquier punto del mundo, y sus guerras con Alsbet, la reina de todo. Cuentos de Materese la Curandera, madre del sin par Ind.

Las bolas danzaban ahora entre las manos de Thom en dos círculos imbricados y su voz era casi un cántico. Se giraba lentamente al hablar, como si vigilase a los espectadores para calcular el efecto producido en ellos.

—Os hablaré del final de la Era de Leyenda, del Dragón, y de su intento de liberar al Oscuro en medio del mundo de los hombres. Os hablaré de la Época de Locura, cuando los Aes Sedai rompieron el mundo en pedazos; de las Guerras de los Trollocs, cuando los hombres se disputaron con ellos el dominio de la tierra; de la Guerra de los Cien Años, cuando los hombres lucharon contra los hombres y se forjaron las naciones actuales.

»Relataré las aventuras de hombres y mujeres, ricos y pobres, poderosos y desamparados, orgullosos y humildes. El sitio de los Pilares del Cielo. Cómo curó la comadre Karil los ronquidos de su marido. El rey Darith y la caída de la casa de…

De repente, la facundia y los malabarismos cesaron a un tiempo. Thom agarró las bolas del aire y paró de hablar. Sin que Rand lo hubiera advertido, Moraine se había unido a los espectadores. Lan se hallaba a su lado, aun cuando hubo de mirar dos veces para percibir al hombre. Por un instante, Thom miró a Moraine de soslayo, con el rostro y el cuerpo inmóviles excepto para hacer desaparecer las bolas en las holgadas mangas de su capa. Entonces le dirigió una reverencia, ahuecando la capa.

—Excusadme, pero sin duda vos no pertenecéis a esta región, ¿no es así?

—¡La dama! —musitó con ardor Ewin—. Lady Moraine.

Thom parpadeó y después se inclinó de nuevo, esta vez con una reverencia más profunda.

—Os pido perdón de nuevo… ah, lady. No he pretendido faltaros al respeto.—Moraine dibujó un leve gesto de despedida.

—Así lo he percibido, maese el Bardo. Y mi nombre es simplemente Moraine. En efecto, soy forastera en este lugar, una viajera como vos, que se encuentra sola y lejos del hogar. El mundo puede ser un sitio peligroso cuando uno es un extranjero.

—Lady Moraine recoge historias —intervino Ewin—, historias sobre las cosas que ocurrieron en Dos Ríos. Aunque yo no sé qué pudo ocurrir aquí para componer una historia.

—Confío en que a vos también os gustarán mis historias… Moraine. Thom la observaba con cautela evidente y no parecía que estuviera precisamente encantado de verla allí. De pronto, Rand se preguntó qué tipo de espectáculo debían de ofrecer a una dama como ella en Baerlon o en Caemlyn. A buen seguro, no podía existir nada mejor que un juglar.

—Eso es una cuestión de gustos, maese el Bardo —repuso Moraine—. Algunas historias me complacen y otras no.

La reverencia de Thom fue aún más pronunciada en aquella ocasión, plegando su largo cuerpo paralelamente al suelo.

—Os aseguro que ninguna de mis historias os desagradará. Todas serán alegres y entretenidas. Vuestra presencia honra a este hombre, que no es más que un humilde juglar.

Moraine respondió con un gracioso asentimiento. Por un momento su condición pareció ser aún más elevada que la descrita por Ewin. Fue como si aceptase la oferta realizada por uno de sus vasallos. Entonces giró sobre sí misma y Lan caminó tras ella, como un lobo que pisara los talones a un cisne a punto de alzar el vuelo. Thom los siguió con la mirada, con las espesas cejas abatidas, apretándose sus largos bigotes con los nudillos, hasta que se perdieron en el Prado. «No le hace ninguna gracia», pensó Rand.

—¿Vais a hacer más malabarismos? —preguntó Ewin.

—Tragad fuego —pidió Mat—. Me gustaría veros tragar fuego.

—¡El arpa! —pidió una voz entre el gentío— ¡Tocad el arpa!

Otro solicitó la flauta.

En ese instante se abrió la puerta de la posada para dar paso al Consejo del Pueblo y a Nynaeve en medio. Padan Fain no salía con ellos, advirtió Rand; al parecer, el buhonero había decidido permanecer en la caldeada sala acompañado de su vino caliente.

Murmurando algo acerca de un fuerte licor, Thom Merrilin saltó del viejo cimiento y haciendo caso omiso de los gritos del público, se abrió camino entre los consejeros para penetrar en el establecimiento antes de que éstos hubieran acabado de salir.

—¿Qué se supone que es, un juglar o un rey? —inquirió Cenn Buie con tono preocupado—. Una buena manera de desperdiciar dinero, si queréis saber mi opinión.

Bran al’Vere hizo ademán de volverse hacia el juglar y luego sacudió la cabeza.

—Ese hombre puede ocasionar más problemas de lo que vale.

—Preocupaos por el juglar, si queréis, Brandelwyn al’Vere —dijo desdeñosamente Nynaeve—. Al menos él está en el Campo de Emond, lo cual es más de lo que se puede decir de ese falso Dragón. Pero ya que estáis dispuesto a inquietaros, hay otros aquí que deberían suscitar vuestra inquietud.

—Zahorí, hacedme el favor —contestó con sequedad Bran— de dejarme decidir los motivos de mi preocupación. La señora Moraine y maese Lan son huéspedes de mi posada y personas decentes y respetables, eso lo afirmo yo. Ninguno de ellos me ha llamado idiota delante de todo el Consejo y ninguno de ellos ha tildado de mentecatos a la totalidad de los miembros del Consejo.

—Según parece, mi estimación aun ha sido demasiada halagadora —replicó Nynaeve.

Después se alejó a grandes zancadas, sin dignarse mirar atrás, dejando a Bran con la mandíbula entreabierta, afanado en hallar una respuesta. Egwene posó la mirada en Rand como si estuviera a punto de hablar y luego se precipitó en pos de la Zahorí. Rand sabía que debía de existir alguna manera de impedir que se marchara de Dos Ríos, pero la única posibilidad que le venía a la mente representaba dar un paso para el que no estaba preparado, en el supuesto de que ella quisiera darlo. Y, por lo que se desprendía de sus palabras anteriores, ella no estaba de ningún modo dispuesta a acceder a ello, lo cual lo hacía sentir todavía peor.

—Esa joven necesita un marido —gruñó Cenn Buie, con los pies de puntillas y el semblante purpúreo—. No sabe guardar el respeto debido. Nosotros somos el Consejo del Pueblo y no los mozos que le rastrillan el jardín, y…

Tras hacer acopio de aire, el alcalde se encaró de pronto con Buie. —¡Cállate, Cenn! ¡Deja de actuar como si fueras un Aiel con la cara velada de negro! —El enjuto anciano quedó paralizado de estupor, pues el alcalde perdía raras veces los estribos—. Voto a bríos —prosiguió Bran, horadándolo con la mirada—, tenemos cosas más importantes que atender que esas estupideces. ¿O pretendes demostrar que Nynaeve está en lo cierto?

Dicho lo cual, regresó renqueando a la posada y cerró ruidosamente la puerta tras él. Los miembros del Consejo se dispersaron en distintas direcciones, no sin antes dedicar una fulminante mirada a Cenn. Sólo se quedó con él Haral Luhhan, quien comenzó a hablarle de forma pausada. El herrero era la única persona capaz de hacer entrar en razón a Cenn.

Rand salió al encuentro de su padre y sus amigos caminaron tras él. —Nunca había visto a maese al’Vere tan furioso —fue lo primero que dijo Rand.

—El alcalde y la Zahorí raras veces comparten las mismas opiniones —respondió Tam—, y hoy sus posiciones han sido más encontradas de lo habitual. Eso es todo. En todos los pueblos sucede lo mismo.

—¿Y qué hay del falso Dragón? —inquirió Mat, respaldado por los vehementes murmullos de Perrin—¿Y de las Aes Sedai?

—Maese Fain apenas sabía más de lo que ya había contado. En todo caso, poco que pueda sernos de interés. Batallas ganadas o perdidas, ciudades tomadas y sitiadas nuevamente… Todo en Ghealdan, la Luz sea loada. La guerra no se ha extendido, o no lo había hecho según las últimas informaciones recibidas por Fain.

—Las batallas me interesan —afirmó Mat.

—¿Qué ha dicho Fain de las batallas? —agregó Perrin.

—A mí no me interesan las batallas, Matrim —repuso Tam—, pero estoy seguro de que a él le encantará explicároslo más tarde. Lo que considero importante es que la gente de aquí no tiene por qué preocuparse, por lo que el Consejo ha podido deducir. No hemos visto que haya ningún motivo para que las Aes Sedai vengan aquí de camino hacia el Sur. Y, por lo que respecta al viaje de regreso, no es probable que quieran cruzar el Bosque de las Sombras y atravesar a nado el Río Blanco.

Rand y sus compañeros exhalaron risas ahogadas. Existían tres razones por las que nadie llegaba a Dos Ríos, excepto desde el Norte, pasando por el Embarcadero de Taren. Las Montañas de la Niebla, en el oeste, eran la principal, desde luego, y la Ciénaga cerraba con igual efectividad el lado este. El límite sur lo marcaba el Río Blanco, el cual debía su nombre al modo como las rocas y los cantos rodados agitaban sus turbulentas aguas hasta convertir su superficie en espuma. Y más allá del Río Blanco crecía el Bosque de las Sombras. Eran pocos los habitantes de Dos Ríos que hubieran cruzado alguna vez el Blanco, y menos los que habían salido con vida. No obstante, la creencia general era que el Bosque de las Sombras se extendía hasta más de cien kilómetros en dirección sur sin ningún camino ni pueblo entre medio, sólo poblado, en abundancia, por lobos y osos.

—De manera que aquí se acaban las novedades para nosotros —concluyó Mat, con tono ligeramente decepcionado.

—No del todo —repuso Tam—. Pasado mañana enviaremos hombres a Deven Ride y la Colina del Vigía, y también al Embarcadero de Taren, para acordar una vigilancia conjunta, con jinetes que bordeen el Río Blanco y el Taren y patrullas entre medio. Los demás no se han atrevido a pedir a nadie que pase la fiesta de Bel Tine cabalgando los caminos.

—Pero me ha parecido que habíais dicho que no teníamos de qué preocuparnos —adujo Perrin.

—He dicho que no deberíamos, no que no lo hiciéramos. He visto morir a hombres debido a la certeza que tenían de que nada podía ocurrirles. Además, los enfrentamientos incitarán a desplazarse a toda suerte de gentes. La mayoría lo hará sólo para buscar un lugar más seguro, pero otros intentarán aprovecharse de la confusión. A los primeros les ofreceremos la mano para ayudarlos, pero debemos estar preparados para mantener alejados a los sujetos indeseables.

—¿Podemos participar nosotros? —preguntó de repente Mat—. Yo me ofrezco a hacerlo. Ya sabéis que puedo cabalgar tan bien como cualquiera del pueblo.

—¿Quieres pasar unas cuantas semanas soportando el frío, el aburrimiento y durmiendo en el suelo? —propuso Tam con risa ahogada—. Lo más probable es que eso sea lo único que haya que afrontar. Eso espero. Esta zona queda muy apartada, incluso para los refugiados. De todos modos, puedes hablar con maese al’Vere si estás decidido. Rand, ya es hora de que volvamos a la granja.

—Creía que íbamos a pasar aquí la Noche de Invierno —respondió Rand, sorprendido.

—Hay cosas que atender en la granja y necesito que vengas conmigo.

—Aun así, todavía nos quedan unas horas. Y yo también quiero presentarme voluntario para las patrullas de vigilancia.

—Nos vamos ahora —replicó su padre en un tono que no invitaba a discusión. Con voz más suave añadió —mañana volveremos y tendrás tiempo de sobra para hablar con el alcalde, y también para los festejos. Ahora, cinco minutos, y luego te reúnes conmigo en el establo.

—¿Vendrás con Rand y conmigo a hacer guardia? —preguntó Mat a Perrin mientras se alejaba Tam—. Apuesto a que hasta ahora no había ocurrido nada igual en Dos Ríos. Hombre, si llegamos hasta el Taren, podríamos ver hasta soldados, o quién sabe qué otras cosas; gitanos incluso.

—Espero que sí —respondió lentamente Perrin—, es decir, si maese Luhhan no me necesita.

—La guerra es en Ghealdan —puntualizó Rand. Luego, bajó con esfuerzo el tono de la voz— la guerra transcurre en Ghealdan y sólo la Luz sabe dónde están las Aes Sedai, pero en todo caso no están aquí. El hombre de la capa negra sí se encuentra aquí, ¿o acaso ya lo habéis olvidado?

—Perdona, Rand —murmuró Mat—. Pero no se me presenta a menudo una oportunidad de hacer algo aparte de ordeñar las vacas de mi padre. —Se irguió ante las miradas atónitas de sus amigos—. Pues, sí, las ordeño, y cada día.

—El jinete negro —les recordó Rand—. ¿Qué pasará si hace daño a alguien?

—Sea quien sea —contestó Mat—, la guardia dará con él.

—Tal vez —dijo Rand—, pero se diría que desaparece cuando quiere. Sería preferible que lo supieran para buscarlo.

—Se lo contaremos a maese al’Vere cuando nos presentemos como voluntarios —propuso Mat—. Él se lo dirá al Consejo y ellos avisarán a las patrullas.

—¡El Consejo! —exclamó Perrin con incredulidad—. Estaremos de suerte si el alcalde no se echa a reír delante de nosotros. Maese Luhhan y el padre de Rand ya se han forjado la opinión de que fueron imaginaciones nuestras.

—Si tenemos que decírselo —apuntó Rand con un suspiro—, tanto da que se lo digamos ahora. No va a reírse más hoy que mañana.

—Quizás —aventuró Perrin, mirando de reojo a Mat— deberíamos tratar de encontrar a otra gente que lo haya visto. Esta noche veremos a casi todos los del pueblo. —Aunque Mat fruncía el entrecejo, no dijo nada. Los tres comprendían que la intención de Perrin era buscar testigos que gozaran de más credibilidad que Mat—. Tampoco se reirá más mañana —añadió Perrin al percibir dudas en Rand—, y preferiría contar con el apoyo de alguien más antes de ir a verlo. La mitad de las personas del pueblo me parecerían apropiadas.

Rand asintió. Ya se imaginaba las risas de maese al’Vere. Por cierto, no vendría mal contar con más testigos, y, si ellos tres habían visto a aquel sujeto, era probable que también lo hubieran visto otros. Seguro que lo habrían visto.

—Mañana, entonces. Vosotros dos os encargáis de indagar esta noche y mañana iremos a hablar con el alcalde. Después…

Sus dos compañeros lo miraban en silencio, sin atreverse a formular la pregunta sobre lo que ocurriría si no lograban encontrar a nadie que hubiera visto al hombre de la capa negra. La pregunta, sin embargo, estaba expresada en sus ojos, y él no podía darles ninguna respuesta. Suspiró profundamente.

—Será mejor que me vaya —concluyó—. Mi padre debe de estar preguntándose si me he caído dentro de un pozo.

Tras despedirse, salió corriendo hacia el patio del establo, donde se encontraba su carro apoyado sobre los varales.

El establo era un edificio largo y estrecho, rematado por un puntiagudo techo de paja. Los pesebres, con el suelo cubierto de paja, flanqueaban ambos lados del interior en penumbra, iluminado tan sólo por las puertas dobles abiertas en ambos extremos. Los caballos del buhonero mascaban sus raciones de avena en ocho comederos, y los magníficos ejemplares de maese al’Vere —el tiro que alquilaba a los granjeros cuando éstos debían arrastrar pesos superiores a la capacidad de sus monturas— ocupaban seis plazas más, pero las restantes permanecían vacías, a excepción de tres. Rand pensó que podía identificar sin problemas a los propietarios de cada uno de los caballos. El poderoso semental negro de anchos pectorales que alzaba con fiereza la cabeza debía de ser de Lan. La esbelta yegua blanca de cuello arqueado, que caminaba con pasos rápidos tan airosos como los de una danzarina, aun en las caballerizas, sólo podía pertenecer a Moraine. Y el tercer animal desconocido, un ágil caballo castrado de polvoriento pelo castaño, iba en perfecta consonancia con Thom Merrilin.

Tam permanecía en la parte trasera del establo, sujetando el cabestro de Bela mientras conversaba en voz baja con Hu y Tad. No bien Rand hubo caminado dos pasos en dirección al interior, su padre se despidió con un gesto de los mozos, hizo salir a Bela y se reunió con él sin decir palabra.

Enjaezaron la peluda yegua en silencio, pues Tam parecía tan profundamente sumido en cavilaciones que Rand se contuvo de hacer ningún comentario. En verdad no abrigaba grandes expectativas de convencer a su padre acerca de la realidad del jinete de capa negra y aún menos al alcalde. Sería más oportuno intentarlo al día siguiente, cuando Mat y Perrin hubieran localizado a otros que lo habían visto. En caso de que los encontrasen.

Al emprender la marcha el carro, Rand tomó el arco y se ciñó desmañadamente el carcaj al pecho mientras caminaba a medio trote junto al vehículo. Cuándo pasaron la última hilera de casas del pueblo, dispuso una flecha, la cual sostuvo medio elevada con la cuerda a medio tensar. Ante su vista no había más que árboles desprovistos de hojas; sin embargo, sus hombros estaban rígidos. El jinete negro podía abalanzarse sobre ellos sin que se dieran cuenta y acaso no dispondría de tiempo para tensar el arco.

Sabía que no sería capaz de mantener durante mucho tiempo la tensión en la cuerda. Él mismo había fabricado el arco y Tam era uno de los pocos de la zona que podía tirar de él hasta la mejilla. Trató de ocupar su mente en algo distinto del sombrío jinete. No obstante, aquello no era fácil en medio del bosque, con las capas agitadas por el viento.

—Padre —dijo finalmente—, no comprendo por qué tenía que interrogar el Consejo a Padan Fain. —Se esforzó en apartar los ojos de los árboles para mirar a Bela y a Tam—. A mí me parece que la decisión a la que habéis llegado habría podido tomarse en el mismo momento. El alcalde ha asustado mucho a la gente, hablando de Aes Sedai y del falso Dragón aquí en Dos Ríos.

—La gente es curiosa, Rand. Las mejores personas son así. Piensa en Haral Luhhan, por ejemplo; es un hombre fuerte y valiente, pero no puede resistir ver cómo se sacrifica a un animal. Se vuelve más pálido que una sábana.

—¿Qué tiene eso que ver? Todo el mundo sabe que maese Luhhan no puede soportar la sangre y a nadie le parece mal, excepto a los Coplin y los Congar.

—Sólo eso, muchacho. Las personas no siempre piensan o se comportan de la manera en que uno se sentiría inclinado a esperar. Esa gente que había allí… aunque el granizo les destroce las cosechas y el viento levante todos los tejados del distrito y los lobos acaben con la mitad de su ganado, simplemente se arremangarán dispuestos a comenzar de nuevo. Refunfuñarán, pero no malgastarán el tiempo en quejas.

»Sin embargo, sólo la mera noción de que hay Aes Sedai y un falso Dragón en Ghealdan, les hará creer sin tardanza que Ghealdan no está tan lejos del Bosque de las Sombras y que, en línea recta de Tar Valon a Ghealdan, se pasa bastante cerca de nosotros por el lado este. ¡Cómo si las Aes Sedai no fueran a tomar en su lugar la carretera que atraviesa Caemlyn y Lugard! Mañana por la mañana la mitad del pueblo tendría ya la convicción de que todo el peso de la guerra estaba a punto de caer sobre nosotros. Tardaríamos semanas, en disuadirlos de su error. ¡Bonita fiesta de Bel Tine habríamos tenido! Por eso Bran ha querido llegar a una conclusión antes de que pudieran hacerlo ellos.

»Han visto cómo el Consejo tomaba en consideración las circunstancias y ahora escucharán las decisiones que se han tomado. Ellos nos eligieron para formar parte del Consejo porque confían en nuestra superior capacidad de raciocinio. Confían en nuestras opiniones, incluso en las de Cenn, que no dan, supongo, una imagen muy favorable de la institución. En todo caso, oirán que no existe ningún motivo de preocupación y lo creerán. No es que ellos pudieran o no llegar finalmente a la misma conclusión, sino que de esta forma no aguaremos la fiesta y nadie tendrá que soportar un estado de intranquilidad durante semanas por algo que seguramente no va a ocurrir. Si sucediera, contra toda previsión… bien, las patrullas nos avisarán con suficiente antelación para tomar las medidas pertinentes. No obstante, estoy seguro de que ese momento no llegará.

Rand echó una bocanada de aire. Al parecer, ser miembro del Consejo era más complicado de lo que había creído. El carro avanzaba bamboleándose a lo largo del Camino de la Cantera.

—¿Ha visto alguien más a ese extraño jinete aparte de Perrin? —preguntó Tam. —Mat lo vio, pero… —sorprendido, Rand dirigió la mirada a su padre por encima del lomo de Bela—. ¿Me crees, entonces? Tengo que regresar. Tengo que decírselo.

El grito de Tam detuvo sus pasos mientras se volvía para echar a correr hacia el pueblo.

—¡Tranquilo, muchacho, tranquilo! ¿Piensas que he tardado tanto en hablar sin motivo alguno?

De mala gana, Rand continuó caminando junto al carro, que todavía traqueteaba tirado por la paciente Bela.

—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? ¿Por qué no puedo decírselo a los otros?

—Lo sabrán a tiempo, al menos Perrin. Mat, no estoy seguro. Hay que avisar a los granjeros con el mayor tacto posible, pero dentro de una hora no habrá nadie en el Campo de Emond mayor de dieciséis años, los que son capaces de actuar con responsabilidad, que no esté al corriente de que hay un extraño que merodea por los alrededores y que no es el tipo de persona al que uno invitaría a un festejo. El invierno ya ha sido lo suficientemente crudo como para que haya que asustar a los más jóvenes con este asunto.

—¿Festejos? —dijo Rand—. Si lo hubieras visto, no querrías tenerlo a menos de diez kilómetros de distancia. O a cien, quizá.

—Es posible —repuso plácidamente Tam—. Podría ser sólo un refugiado huido de los conflictos de Ghealdan o, más probablemente, un ladrón que piensa que le serán más fáciles los hurtos aquí que en Baerlon o en el Embarcadero de Taren. Aun así, nadie posee en los alrededores tantos bienes como para permitir que se los roben. Si ese hombre trata de huir de la guerra… Bueno, eso tampoco es excusa para atemorizar a la gente. Una vez que esté montada la guardia, deberían encontrarlo o asustarlo.

—Espero que se asuste y se vaya. Pero, ¿por qué me crees ahora, cuando no lo has hecho esta mañana?

—Entonces debía dar crédito a mis propios ojos, y yo no he visto nada. —Tam sacudió su canosa cabeza—. Según parece, solamente los jóvenes ven a ese individuo. Sin embargo, cuando Haral Luhhan ha mencionado que Perrin había visto visiones, todo se ha esclarecido. El hijo mayor de Thane también lo vio, al igual que el chaval de Samel Crawe, Bandry. Lo cierto es que si cuatro de vosotros decís que habéis visto algo, y todos sois personas de fiar, hemos comenzado a pensar que está ahí aunque nosotros no podamos verlo. Todos excepto Cenn, por supuesto. De todas formas, ésta es la causa de que regresemos a casa. Con los dos fuera, ese extraño podría cometer alguna tropelía. A no ser por la fiesta, tampoco volvería mañana al pueblo. Sin embargo, no podemos recluirnos en nuestras casas únicamente porque ese sujeto ande vagando por ahí.

—No sabía lo de Ban y Lem —dijo Rand—. Los demás íbamos a ir a hablar con el alcalde mañana, pero temíamos que no nos creyera.

—Los cabellos grises no significan que se nos haya secado el cerebro —atajó secamente Tam—. De modo que mantente alerta. Tal vez yo lo perciba también, si vuelve a aparecer.

Rand se encontraba ahora más sosegado. Para su sorpresa, advirtió que su paso era más ligero y que sus hombros estaban menos tensos. Todavía sentía temor, pero no con el mismo desamparo. Tam y él se hallaban tan solos en el Camino de la Cantera como lo habían estado por la mañana; no obstante, ahora sentía de algún modo que todo el pueblo le tendía la mano. El hecho de que los otros estuvieran al corriente y creyeran en sus palabras constituía una gran diferencia. No había nada que el jinete de la capa negra pudiera hacer para lo que no tuviera respuesta la unión de todos los habitantes de Campo de Emond.

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