26 Puente blanco

La última nota imprecisa de lo que había sido una interpretación apenas reconocible de «El viento que agita el sauce» se desvaneció por fin y Mat apartó de sus labios la flauta incrustada de oro y plata de Thom. Rand despegó las manos de sus orejas. Un marinero que enroscaba un cabo en cubierta dejó escapar un ruidoso suspiro de alivio. Por un momento, sólo se escuchó el sonido del agua al lamer el casco, el rítmico batir de los remos y el arrullo de los aparejos impulsado por el viento.

—Supongo que debería darte las gracias —murmuró Thom Merrilin—por demostrarme cuán acertado es el viejo dicho: «Por más que le enseñes, nunca aprenderá un cerdo a tocar la flauta».

Los marinos estallaron en risas y Mat hizo ademán de arrojarle la flauta a la cabeza. Prudentemente, el juglar le quitó el instrumento de la mano y lo guardó en su funda de cuero.

—Pensaba que todos los pastores pasabais el rato tocando la flauta mientras apacentabais el ganado. Esto me enseña a no fiarme más que de lo que vean mis ojos.

—Rand es el pastor —gruñó Mat—. Y es él el que toca la flauta.

—Sí, bien, tiene cierta aptitud. Quizá será mejor que centremos nuestros esfuerzos en los malabarismos, muchacho. Al menos das prueba de algún talento para ello.

—Thom —llamó Rand—, no sé por qué os estáis tomando tantas molestias. —Dio una ojeada a la tripulación y bajó la voz—. Después de todo, no tenemos verdaderamente intención de convertirnos en juglares. Sólo es algo para pasar inadvertidos hasta que encontremos a Moraine y a los demás.

Thom se tiró de los bigotes, absorto, al parecer, en la observación de la funda marrón que reposaba en sus rodillas.

—¿Y qué ocurrirá si no los encontramos, hijo? No tenemos ninguna prueba de que todavía estén vivos.

—Lo están —afirmó con convicción Rand, antes de volverse hacia Mat para, solicitar mudamente su apoyo. Mat, sin embargo, mostraba un rostro ceñudo, con los labios apretados en una fina línea y los ojos fijos en la cubierta—. Bueno, di algo —lo instó—. No es posible que te enfurezca tanto no saber tocar la flauta. Yo tampoco lo hago muy bien. Nunca te había ilusionado aprender a hacerlo.

Mat irguió la cabeza, todavía ceñudo.

—¿Y qué pasaría si estuvieran muertos? —espetó en voz baja—. Tenemos que aceptar los hechos, ¿no?

En aquel momento, el vigía gritó:

—¡Puente Blanco! ¡Puente Blanco a la vista!

Por espacio de un largo minuto, reacio a creer que Mat fuera capaz de decir tan impasiblemente algo como aquello, Rand sostuvo la mirada de su amigo en medio del alboroto de marinos que se aprestaban a atracar. Mat lo miraba airadamente con la cabeza hundida entre los hombros. Eran tantas las cosas que quería expresar Rand, que no hallaba las palabras oportunas. Debían mantener la confianza en que los demás permanecieran con vida. Debían hacerlo. «¿Por qué?», le asaltó una duda en lo más recóndito de su conciencia, «¿para que todo acabe como uno de los cuentos de Thom, en que los héroes encuentran un tesoro y derrotan al malo para vivir luego felices para siempre? Algunas de sus historias no tienen ese final. A veces los protagonistas mueren. ¿Eres acaso un héroe, Rand al’Thor? ¿Eres un héroe, pastor de ovejas?»

De pronto Mat enrojeció y apartó la vista. Liberado de sus pensamientos, Rand se puso en pie para dirigirse entre la barahúnda a la barandilla. Mat caminó tras él lentamente, sin esforzarse siquiera en esquivar a los marinos que cruzaba.

Los hombres corrían por la embarcación con los pies desnudos; algunos arriaban velas y ataban y desataban cabos, otros acarreaban sacos de hule rebosante de lana, mientras otros preparaban sogas tan gruesas como la muñeca de Rand. A pesar de la prisa, todos se movían con la confianza de quien ha realizado la misma operación cientos de veces; sin embargo, el capitán Domon gritaba órdenes al tiempo que recorría cubierta y regañaba a aquellos que no trabajaban con la premura que él consideraba adecuada.

Rand centraba su atención de forma exclusiva en el escenario que les aguardaba al doblar una ligera curva del Arinelle. Había oído hablar de él, en canciones, historias y relatos de buhoneros, pero ahora le sería dado contemplar de cerca la leyenda.

El Puente Blanco se arqueaba por encima del amplio cauce, alcanzando una altura que doblaba la del mástil del Spray, y resplandecía de punta a punta con un color blanco lechoso que reunía la luz del sol hasta brillar como un halo. Unas pilas recurvadas, del mismo material, se hundían en la caudalosa corriente, demasiado frágiles en apariencia para soportar su embate y el peso del puente.

El conjunto semejaba formar una sola pieza, como si la mano de un gigante lo hubiera moldeado con una única roca. Acariciaba las aguas con una gentileza que casi hacía olvidar su tamaño y sin embargo, sus dimensiones empequeñecían por contraste con la ciudad que se extendía a sus pies en la ribera este. No obstante, Puente Blanco era muchísimo más extenso que el Campo de Emond, con casas de piedra y ladrillo tan altas como las del Embarcadero de Taren y muelles de madera similares a largos dedos que señalaban hacia el río. En el Arinelle había una gran profusión de embarcaciones, en su mayoría de pescadores. Toda la escena estaba presidida por la imponente talla del puente de blanco resplandor.

—Es de cristal —observó Rand sin dirigirse a nadie en particular.

El capitán Domon se paró detrás de él y se introdujo los pulgares bajo su grueso cinturón.

—No, chico. Es lo que es, no cristal. Por más que arrecie la lluvia, nunca se vuelve resbaladizo y ni el mejor cincel ni el brazo más poderoso son capaces de hacerle una marca.

—Un vestigio de la Era de Leyenda —terció Thom—. Siempre he pensado que debía de ser así.

El capitán exhaló un terco gruñido.

—A lo mejor. Pero aun así es útil. Quizá lo construyeran otros. No tiene por qué ser una obra de Aes Sedai, que la Fortuna me acoja. No tiene por qué ser tan antiguo como eso. ¡A ver si te aplicas más, estúpido inepto! —Se alejó de ellos con una imprecación.

Rand contempló con asombro aquel prodigio. De la Era de Leyenda. Y, por consecuencia, levantado por las Aes Sedai. Aquél era el motivo de la reticencia mostrada por el capitán Domon, a pesar de su anterior charla acerca de las maravillas y rarezas que podían hallarse en el mundo. Una obra de Aes Sedai. Una cosa era oír hablar de ello y otra distinta verlo y tocarlo. «Eso ya lo sabías, ¿verdad?» Por un instante, Rand tuvo la sensación de que sobre la prístina estructura gravitaba una sombra. Apartó los ojos hacia los muelles cercanos, pero no obstante el puente todavía se proyectaba en su ángulo de visión.

—¡Lo hemos conseguido, Thom! —exclamó con una risa forzada—. Y no ha habido ningún amotinamiento.

El juglar se limitó a carraspear y atusarse los bigotes, pero dos marineros que transportaban una cuerda cerca de ellos le dedicaron una aguda mirada, y luego volvieron a encorvarse de nuevo concentrados en su trabajo. Paró de reír y procuró no cruzar la mirada con aquellos dos hombres durante el resto del tiempo que les quedaba a bordo.

El Spray viró suavemente hacia el primer muelle, hecho con gruesos tablones apoyados en macizas vigas recubiertas de brea, y se detuvo con un retroceso de remos que hizo ondear el agua a su alrededor. Una vez retirados los remos, los marineros echaron cables a los hombres apostados en el puerto, los cuales los ataron, al tiempo que otros miembros de la tripulación deslizaban hacia un costado los sacos de lana para proteger el casco.

Antes de que el barco hubiera acabado de atracar, aparecieron al final del Puerto unos altos carruajes lacados de negro, cada uno con un nombre pintado en la puerta con grandes letras de color oro o escarlata. Los pasajeros que descendieron de ellos, hombres de rostro suave, ataviados con largas chaquetas de terciopelo, capas ribeteadas de seda y escarpines de tela, comenzaron a caminar con paso presuroso por las planchas seguidos por sus respectivos sirvientes, que les llevaban las cajas fuertes de hierro.

Se aproximaron al capitán Domon con sonrisas pintadas en los labios, las cuales se desvanecieron de golpe cuando éste gritó ante ellos:

—¡Tú!

Apuntó con el dedo más allá, deteniendo con su ademán a Floran Gelb, que se hallaba al otro lado del barco. La cicatriz que le había producido en la frente la bota de Rand había desaparecido ya, pero él todavía se llevaba de vez en cuando la mano allí como para recordarla.

—¡Esta ha sido la última vez que te duermes haciendo el turno de vigilancia en mi barco! le gritó—. ¡O en cualquier otro bajel, si mi opinión cuenta en algo! ¡Elige cualquiera de los costados, el puerto o el río, pero sal de mi barco ahora mismo!

Gelb hundió los hombros y sus ojos destellaron odio, dirigido a Rand y a sus amigos, a Rand en particular, en una mirada ponzoñosa. El delgado marino recorrió la cubierta con la vista en busca de apoyo, pero su mirada era desesperanzada. Uno a uno, todos los componentes de la tripulación abandonaron momentáneamente sus tareas y se enderezaron para devolverle frías miradas. Gelb perdió ánimos de manera visible, pero a poco la ferocidad retornó a sus ojos, doblemente reforzada. Tras susurrar una maldición, se alejó hacia los aposentos de la tripulación. Domon ordenó a dos de sus hombres que fueran tras él para vigilar que no provocara ningún desperfecto y lo despidió con un gruñido. Cuando el capitán se volvió hacia ellos, los mercaderes asumieron nuevamente sus sonrisas como si no hubiera mediado interrupción alguna.

A una indicación de Thom, Rand y Mat comenzaron a reunir su equipaje. Ninguno de ellos llevaba gran cosa aparte de la ropa. Rand tenía su manta, las alforjas y la espada de su padre. Retuvo un minuto el arma entre las manos y le sobrevino con tal intensidad la añoranza del hogar que le escocieron los ojos. Se preguntó si alguna vez volvería a ver a Tam. O su casa. Su casa… «Vas a pasarte el resto de tu vida huyendo, huyendo y sufriendo el temor a tus propios sueños». Con un suspiro deslizó la correa sobre su cintura por encima de la chaqueta.

Gelb regresó a cubierta, seguido por el par de hombres que lo vigilaban. Pese a que no desvió la mirada, Rand percibió de nuevo el odio que emanaba de él. Con la espalda rígida y el semblante ensombrecido, Gelb caminó por la pasarela y se abrió paso con brusquedad entre la gente que merodeaba en el muelle. Al cabo de un minuto, había desaparecido de la vista, perdido más allá de los carruajes de los mercaderes.

Las escasas personas que había en el puerto eran obreros, pescadores que remendaban las redes y algunos ciudadanos que habían acudido para contemplar el primer barco que aquel año descendía por el río desde Saldaea. Ninguna de las muchachas era Egwene y nadie se parecía en lo más mínimo a Moraine, Lan ni a ninguno de los conocidos que Rand abrigaba la esperanza de ver.

—Quizá no hayan venido al muelle —dijo.

—Quizá —repitió lacónico Thom, que ordenaba con cuidado las cajas de sus instrumentos musicales—. Tenéis que estar alerta por lo que se refiere a Gelb. Intentará causarnos contratiempos. Recordad que debemos pasar tan discretamente por Puente Blanco como para que nadie recuerde que hemos estado aquí cinco minutos después de nuestra partida.

Sus capas ondeaban al viento mientras caminaban por la pasarela. Mat llevaba el arco cruzado delante del pecho. Incluso después de tantos días de viajar con ellos, aún despertó algunas miradas de recelo entre la tripulación.

El capitán Domon abandonó a los comerciantes para interceptarles el paso.

—¿Vais a dejarme ahora, juglar? ¿No es posible que prosigáis viaje? Voy a ir a Illian, donde la gente profesa especial simpatía a los juglares. No hay un lugar mejor en el mundo para los artistas. Os llevaría allí justo a tiempo para las fiestas de Sefan. Los concursos, ya sabéis. Otorgan cien monedas de oro al relato de La Gran Cacería del Cuerno.

—Un buen premio, capitán —repuso Thom con una elaborada reverencia y revuelo de capa que hizo danzar todos los parches de colores—, y unos magníficos concursos, que reúnen allí a todos los juglares de la tierra. Pero —añadió secamente— me temo que no podría permitirme el pago de las tarifas que exigís.

—Ah, bueno, respecto a eso… —El capitán sacó una bolsa de cuero del bolsillo de su chaqueta y la entregó a Thom, produciendo un tintineo metálico—. Os devuelvo vuestros pasajes, con un poco de dinero de más. Los daños no fueron tan serios como pensé y os habéis ganado de sobra el viaje con vuestras historias y el arpa. Tal vez os proporcionaría la misma cantidad si os quedarais a bordo hasta el Mar de las Tormentas. Y os dejaría en tierra en Illian. Un buen juglar puede labrarse fortuna allí, incluso sin concursos. Thom vaciló, sopesando el portamonedas en la palma de su mano, pero Rand se apresuró a responder.

—Hemos de encontrarnos con unos amigos aquí, capitán, y después iremos juntos a Caemlyn. Tendremos que visitar Illian en otra ocasión. Thom arqueó los labios en un rictus amargo; luego se atusó los largos bigotes y se introdujo el dinero en el bolsillo.

—Tal vez si la gente con quien debemos reunirnos no se halla aquí, capitán.

—Vaya —dijo, apesadumbrado, Domon—. Pensadlo. Es una lástima que no pueda conservar a Gelb a bordo para centrar en él las iras de la tripulación, pero yo cumplo lo prometido. Supongo que deberé conformarme, aunque ello represente que tarde el doble de tiempo en llegar a Illian del que debería. Bueno, tal vez esos trollocs iban detrás de vosotros.

Rand parpadeó pero guardó silencio; sin embargo, Mat no fue tan prudente.

—¿Y qué os hace pensar lo contrario? —preguntó—. Iban detrás del mismo tesoro que buscábamos nosotros.

—A lo mejor —gruñó el capitán con poca convicción. Se peinó la barba con sus gruesos dedos y después señaló el bolsillo donde Thom había introducido la bolsa—. Recibiréis el doble de esa cantidad si regresáis para distraer las mentes de los marinos de la dureza del trabajo. Pensad en ello. Soltaré amarras con las primeras luces del alba. —Giró sobres sus talones y se dirigió de nuevo hacia los mercaderes con los brazos abiertos, comenzando a presentarles sus disculpas por haberlos hecho esperar.

Thom todavía titubeaba, pero Rand lo obligó a bajar a tierra sin darle ocasión de protestar. Un murmullo cruzó la multitud congregada en el muelle a la vista de la capa multicolor de Thom. Algunos elevaron la voz para inquirir dónde iba a dar sus representaciones. «Y nosotros que queríamos pasar inadvertidos», pensó Rand, consternado. Al anochecer, todo Puente Blanco estaría al corriente de que había un juglar en la ciudad. Impelió a Thom a caminar aprisa y éste, sumido en un melancólico silencio, no intentó siquiera aminorar el paso para pavonearse ante los espectadores.

Los conductores de los carruajes miraron con interés a Thom desde los altos pescantes, pero al parecer la dignidad de su posición les impedía llamarlo a gritos. Sin una idea exacta de adónde habían de encaminarse, Rand tomó la calle que discurría junto al río para doblar bajo el puente.

—Tenemos que encontrar a Moraine y a los otros —afirmó—. Y lo más rápido posible. Habríamos debido pensar en cambiar la capa de Thom.

El juglar se estremeció de pronto y se detuvo.

—Un posadero podrá informarnos si están aquí o si han pasado por aquí. Un posadero adecuado. Los posaderos conocen todas las novedades y chismorreos. Si no se encuentran aquí… —Miró primero a Rand y luego a Mat—. Debemos mantener una conversación los tres.

Con la capa revoloteándole en torno a los tobillos, se alejó del río en dirección a la ciudad a tal velocidad que Rand y Mat debieron afanarse para no quedarse atrás.

El gran arco blanco que confería su nombre a la urbe dominaba Puente Blanco con igual majestuosidad de cerca que de lejos, si bien, una vez que se hallaron en sus calles, Rand se percató de que aquella ciudad era tan grande como Baerlon, aun cuando no estuviera tan atestada de gente. Por las calles circulaban algunos carros, tirados por caballos, bueyes, asnos o personas, pero no se veía ningún carruaje. Probablemente estos vehículos eran privilegio exclusivo de los mercaderes, que se encontraban ahora reunidos en el muelle.

Las callejas estaban flanqueadas por tiendas de toda clase, cuyos propietarios trabajaban en su mayoría delante de los establecimientos, bajo los rótulos que oscilaban azotados por el viento. Pasaron delante de un hombre que arreglaba cazuelas y de un sastre que mostraba sus telas a un cliente a la luz del día. Un zapatero, sentado en el umbral, golpeaba con el martillo el tacón de una bota. Los vendedores ambulantes ofrecían a voz en grito sus servicios como afiladores de cuchillos y tijeras o trataban de llamar la atención de los viandantes sobre sus escasas bandejas de frutas o verduras, pero apenas lograban atraer su interés. Las tiendas de comestibles mostraban las mismas deplorables mercancías que Rand recordaba haber visto en Baerlon. Incluso los pescaderos ofertaban sólo pequeñas cantidades de peces escuálidos, a pesar del número de barcas que había en el río.

La situación todavía no era desastrosa, pero no era difícil pronosticar lo que se avecinaba si el tiempo no experimentaba una pronta mejoría, y aquellos rostros que no estaban velados por arrugas de preocupación parecían contemplar algo invisible, que distaba de ser de su complacencia.

En el punto en que el Puente Blanco descendía en medio de la ciudad había una gran plaza, pavimentada con losas desgastadas por generaciones de pies y ruedas de carromatos. El espacio se hallaba rodeado de posadas, tiendas y altas casas de ladrillos rojos con rótulos en las fachadas que anunciaban los mismos nombres que Rand había leído en los carruajes del puerto. Fue en una de aquellas posadas, al parecer elegida al azar, adonde se dirigió Thom. En el letrero que colgaba sobre la puerta y se balanceaba con el viento, había pintado un hombre con un hatillo en la espalda a un lado y el mismo hombre con la cabeza sobre una almohada en el otro, y proclamaba ser el Reposo del Caminante.

La sala principal estaba vacía, a excepción del obeso posadero que trasvasaba cerveza de una barrica y de dos hombres vestidos con bastos ropajes de obreros que miraban melancólicamente sus jarras, ante una mesa situada al fondo. Sólo el propietario del establecimiento levantó la vista cuando ellos entraron. La estancia estaba dividida por un tabique de algo más de un metro de altura en dos recintos que disponían de una chimenea y mesas por separado. Rand se preguntó vagamente si todos los posaderos serían gordos y calvos.

Thom se frotó las manos con vigor y, tras comentar al posadero el fresco que hacía, encargó vino caliente aromatizado con especias y luego añadió en voz baja: —¿Disponéis de algún lugar donde podamos conversar en privado mis amigos y yo?

El posadero indicó con la cabeza la pared.

—El otro lado es lo mejor que puedo ofreceros a menos que queráis tomar habitación. Esto está ideado para cuando los marineros regresan del río. Se diría que la mitad de las tripulaciones guarda rencillas con el resto. Como no quiero que me destrocen el establecimiento, los distribuyo por separado.

En todo aquel rato no había reparado en la capa de Thom y, entonces, ladeó la cabeza con una mirada de astucia.

—¿Vais a quedaros aquí? Hace tiempo que no albergo a ningún juglar. La gente pagaría con gusto por contemplar algo que distraiga su mente. Incluso os haría un descuento en el alojamiento y las comidas.

«Inadvertidos», pensó sombrío Rand.

—Sois muy generoso —respondió Thom con una ligera reverencia—. Tal vez acepte vuestra oferta. Pero ahora deseo un poco de intimidad.

—Os traeré el vino. Hay buen dinero aquí para un juglar.

No había ninguna mesa ocupada en el otro recinto, pero Thom eligió una situada en pleno centro de la estancia.

—Así nadie podrá escucharnos sin que nos demos cuenta —justificó—. ¿Habéis oído a este tipo? Nos hará un descuento. Hombre, le duplico la clientela sólo por estar sentado aquí. Cualquier posadero honesto da alojamiento y comida a un juglar y además le paga algo.

La mesa no estaba demasiado limpia y el suelo no había sido barrido durante días, semanas quizá. Rand miró en torno con una mueca de disgusto. Maese al’Vere no habría permitido que su posada cayese en ese estado de desaliño si hubiera tenido que levantarse de su lecho de enfermo para verla.

—Estamos aquí sólo en busca de información, ¿recuerdas?

—¿Por qué aquí? —inquirió Mat—Hemos cruzado otras posadas que parecían más limpias.

—Justo al otro lado del puente —repuso Thom—está la carretera que va a Caemlyn. Cualquiera que atraviese Puente Blanco pasa por esta plaza, a no ser que navegue por el río, y sabemos que ése no es el caso de nuestros amigos. Si aquí no saben nada de ellos, es que no han estado en la ciudad. Dejad que hable yo. Hay que hacerlo con tacto.

El posadero apareció justo en ese momento con tres abolladas jarras de estaño, en una de sus manos. El obeso individuo hizo un breve ademán de limpiar la mesa con la servilleta, depositó los recipientes y tomó el dinero que le ofreció Thom.

—Si os quedáis, no tendréis que pagar las bebidas. Tenemos buen vino aquí.

Thom esbozó una leve sonrisa.

—Reflexionaré acerca de ello, posadero. ¿Qué hay de nuevo por aquí? Hemos estado ausentes y desconocemos las novedades.

—Grandes noticias, eso es lo que hay. Grandes noticias.

El posadero se llevó la servilleta al hombro y acercó una silla. Luego cruzó los brazos sobre la mesa, se arrellanó con un largo suspiro y expresó el gran alivio que experimentaba al poder reposar los pies. El individuo, llamado Bartim, refirió con detalle el tormento que le ocasionaban sus pies, describió sus callos y juanetes, los baños de hierbas con que los cuidaba y se quejó del tiempo que debía permanecer de pie, hasta que Thom volvió a mencionar las novedades, con lo cual cambió de tema sin margen de pausa.

Las noticias tenían, en efecto, la importancia que él les había conferido. Logain, el falso Dragón, había sido capturado después de una gran batalla cerca de la frontera de Lugard, mientras intentaba trasladar su ejército de Ghealdan a Tear. Las profecías, ya comprendían. Al asentir Thom, Bartim prosiguió. Los caminos del sur se hallaban abarrotados de gente, de la cual la más afortunada acarreaba algunas de sus pertenencias a hombros. Las había por millares y huían en todas direcciones.

—Ninguno —comentó con una risa irónica Bartim— apoyaba a Logain, desde luego. Oh, no, no encontraréis a nadie que lo admita en la actualidad. Sólo son refugiados que intentan hallar un lugar seguro para guarecerse mientras dure la guerra.

Las Aes Sedai habían intervenido en el apresamiento de Logain, por supuesto. Bartim escupió en el suelo al mencionarlas y volvió a hacerlo cuando explicó que ellas custodiaban al Dragón de camino a Tar Valon. Bartim era un hombre honrado, según su opinión, un hombre respetable; y, por lo que a él concernía, las Aes Sedai podrían regresar a la Llaga, que era su lugar de pertenencia, y llevarse a Tar Valon hasta allí. No se aproximaría a una Aes Sedai ni a cien kilómetros de distancia, si le era dado elegir. Claro estaba que iban deteniéndose en todos los pueblos por los que pasaban para enseñar a Logain, o al menos eso le habían dicho. Para demostrar a la gente que el falso Dragón estaba prisionero y el mundo se encontraba de nuevo a salvo. A él le habría gustado verlo, aunque ello hubiera representado acercarse a las Aes Sedai. Sentía tentaciones de ir a Caemlyn.

—Lo llevarán allí para mostrarlo a la reina Morgase. —El posadero se tocó la frente en un gesto respetuoso—. Nunca he visto a la reina. Un hombre debería ver a su propia reina, ¿no os parece?

Logain era capaz de realizar «cosas» y la manera como Bartim hacía oscilar las pupilas y se lamía los labios indicaba a las claras a qué se refería. Había contemplado al último falso Dragón dos años antes, cuando lo expusieron por toda la región, pero aquél era sólo un tipejo que creía poder convertirse en rey. En aquella ocasión, no habían precisado a las Aes Sedai. Los soldados lo habían encadenado a un carro. Un personaje de aspecto triste que murmuraba en medio de la carreta y se cubría la cabeza con las manos cuando la gente le arrojaba piedras o lo pinchaba con palos. Se habían ensañado bastante con él, y los soldados no habían hecho nada para contenerlos, salvo impedir que lo mataran. Era mejor permitir que la gente comprobara que no tenía nada especial. Él no podía hacer «cosas». Sin embargo, ese Logain sería un personaje digno de ver. Un espectáculo que Bartim podría relatar a sus nietos. El problema era que la posada no le permitía ausentarse.

Rand escuchaba con un interés que no precisaba simular. Cuando Padan Fain había informado en el Campo de Emond de la existencia de un falso Dragón, de un hombre que controlaba realmente el Poder, aquélla había sido la noticia de más peso que había llegado a Dos Ríos en varios años. Lo que había sucedido después le había hecho olvidarlo momentáneamente, pero, con todo, era el tipo de acontecimiento del que la gente hablaría durante años y lo referiría a sus nietos, también. Bartim tal vez les contaría a los suyos que lo había visto, tanto si ello era cierto como si no. Nadie consideraría digno de mención lo acontecido a unos pueblerinos de Dos Ríos, con excepción de los propios habitantes de aquella región.

—Eso —observó Thom—constituiría un buen material para componer una historia, una historia que se relataría por espacio de mil años. Lástima que no estuviera allí. —Hablaba como si expresara la verdad y Rand creyó que lo decía en serio—. Tal vez intente verlo de todos modos. No habéis mencionado el camino por el que lo llevan. ¿Quizás haya otros viajeros por aquí? Deben de estar informados de la ruta que han tomado.

Bartim hizo ondear una mano con gesto disuasivo.

—Rumbo norte, eso es lo que todos saben aquí. Si queréis verlo, id a Caemlyn. Eso es todo cuando puedo deciros y, si hay algo que deba saberse en Puente Blanco, yo estoy al corriente de ello.

—No lo pongo en duda —dijo halagadoramente Thom—. Calculo que deben de alojarse aquí muchos forasteros que están de paso en la ciudad. Me he fijado en vuestro cartel tan pronto como he posado los pies fuera del puente.

—No sólo del oeste, si queréis que os lo diga. Hace dos días, vino un individuo aquí con un bando adornado de sellos y cintas, un illiano, que leyó la proclama fuera, en la plaza. Dijo que iba a llevarlo hasta las Montañas de la Niebla, quizás hasta el Océano Aricio, si los puertos se hallan franqueables. Añadió que habían enviado hombres para que lo leyeran en todos los confines del mundo. —El posadero sacudió la cabeza—. Las Montañas de la Niebla. He oído que están cubiertas de niebla durante todo el año y que hay seres en la bruma que le arrancan a uno la carne antes de que pueda echar a correr.

Mat rió con disimulo y Bartim le dedicó una dura mirada.

Thom se inclinó hacia adelante, demostrando gran interés.

—¿Qué decía la proclama?

—Vaya, era sobre la Cacería del Cuerno, claro —replicó Bartim—. ¿No os lo he dicho? Los illianos están llamando a todo aquel que esté dispuesto a consagrar su vida a la cacería, para que se reúnan en Illian. ¿Os imagináis? ¿Entregar la vida bajo juramento por una leyenda? Supongo que encontrarán a algunos dementes. Siempre hay alguno que otro loco. El tipo afirmaba que el fin del mundo no tardará en llegar. La última batalla con el Oscuro.

Rió entre dientes, tratando de convencerse a sí mismo de que había motivos para reír.

—Seguro que piensan que para impedirlo —prosiguió —hay que encontrar el Cuerno de Valere. ¿Qué os parece eso? —Se mordió pensativo los nudillos durante un minuto—. Desde luego, no sabría cómo llevarles la contraria después de este invierno que hemos pasado. El invierno y ese Logain, y los dos anteriores también. ¿Por qué aparecen últimamente tantos hombres que pretenden ser el Dragón? Y el invierno. Eso debe de significar algo. ¿Qué opináis?

Thom no pareció oírlo. Con voz queda el juglar comenzó a recitar para sí:

—En la lucha postrera y solitaria contra la caída de la larga noche, las montañas montan guardia, y los muertos harán guardia, pues la tumba no es barrera a mi llamada.

—Eso es. —Bartim sonreía como si ya estuviera contemplando las multitudes que le entregaban su dinero por escuchar a Thom—. Eso es. La Gran Cacería del Cuerno. Explicaréis eso y vendrán hasta a colgarse de las vigas aquí adentro. Todos han escuchado el bando.

Como Thom todavía aparentaba hallarse a cientos de kilómetros de distancia, Rand tomó la palabra.

—Estamos buscando a unos amigos que habían de venir aquí, por el oeste. ¿Ha habido muchos forasteros de paso, la última semana y la anterior?

—Algunos —repuso con cautela Bartim—. Siempre hay alguno procedente de oriente o de occidente. —Los miró uno a uno, de pronto receloso—. ¿Qué aspecto tienen esos amigos vuestros?

Rand abrió la boca, pero Thom, que regresó de golpe de sus ensoñaciones, le dirigió una seca mirada en demanda de silencio. Con un suspiro de exasperación, el juglar se volvió hacia el posadero.

—Dos hombres y tres mujeres —puntualizó de mala gana—. Puede que estén juntos y puede que no.

Describió a cada uno de ellos con breves pinceladas, lo suficiente para que cualquiera que los hubiera visto fuera capaz de reconocerlos, sin sospechar su verdadera condición.

Bartim se pasó una mano por la cabeza, enredándose sus escasos cabellos, y luego se puso en pie lentamente.

—Olvidad mi propuesta de dar una representación aquí, juglar. De hecho, apreciaría que bebierais vuestro vino y os marcharais. Abandonad Puente Blanco, si sois un hombre sensato.

—¿Alguna otra persona ha preguntado por ellos? —Thom tomó un trago, como si la respuesta fuera la cosa más insignificativa del mundo y arqueó una ceja inquisitiva—. ¿Quién podría ser?

Bartim volvió a mesarse el pelo y movió los pies, a punto de alejarse; después asintió para sí.

—Hará una semana, por lo que creo recordar, un individuo llegó por el puente. Todos lo tomaron por loco. No paraba de hablar solo y no estaba quieto ni un segundo. Preguntó por las mismas personas… por algunas de ellas. Hacía la pregunta como si fuera algo importante y luego se comportaba como si no le interesara lo más mínimo cuál era la respuesta. La mitad del tiempo decía que debía esperarlos aquí y la otra que debía marcharse porque tenía prisa. Unas veces gemía y mendigaba y otras presentaba exigencias como si fuera un rey. Loco o no, en un par de ocasiones estuvo a punto de recibir una paliza. La guardia casi lo tomó bajo custodia para protegerlo. Se fue en dirección a Caemlyn, hablando para sí y llorando. Un enajenado, como ya os he dicho.

Rand echó una mirada interrogativa a Thom y Mat y ambos sacudieron la cabeza a modo de negación. Si aquel hombre iba en pos de ellos, no era una persona que ellos acertaran a reconocer.

—¿Estáis seguro de que buscaba a las mismas personas? —inquirió Rand.

—A algunas de ellas. Al guerrero y a la dama vestida de seda. Pero no eran ellos los que le importaban de verdad, sino tres muchachos campesinos. —Sus ojos recorrieron a Rand y a Mat a tal velocidad, que Rand luego no estaba seguro de haber percibido la mirada o de haberla imaginado—. Estaba desesperado por encontrarlos. Pero se hallaba fuera de sus cabales, como ya he dicho.

Rand se estremeció; se preguntaba quién podía ser aquel hombre loco y por qué los buscaba. «¿Un Amigo Siniestro? ¿Utilizaría Ba’alzemon a un hombre que había perdido el juicio?»

—Ese estaba loco, pero el otro… —Bartim movía las pupilas con inquietud y se pasaba la lengua por los labios como si no dispusiera de suficiente saliva para humedecerlos—. Al día siguiente… al día siguiente el otro llegó por primera vez. —Guardó silencio.

—¿El otro? —lo animó a proseguir Thom.

Bartim miró a su alrededor, a pesar de que en aquel lado de la sala no había nadie aparte de ellos. Incluso se puso de puntillas para observar por encima de la pared divisoria. Cuando por fin habló, lo hizo con un susurro apresurado.

—Viste todo de negro. Lleva la capucha bien abajo para que no le vean la cara, pero uno puede sentir cómo asesta su mirada, sentirla como un carámbano clavado en la columna. Me…, me habló. —Pestañeó y se mordió el labio antes de continuar—. Su voz sonaba como una serpiente que se arrastra sobre hojas secas. Con franqueza, me heló las entrañas. Cada vez que vuelve, hace las mismas preguntas. Iguales que las que formuló el loco aquel. Nadie lo ve acercarse: simplemente aparece de pronto, sea de día o de noche, y lo deja a uno paralizado en el acto. La gente está comenzado a mirar atrás por encima del hombro. Y lo peor de todo es que los vigilantes de las puertas pretenden que nunca ha pasado por ninguna de ellas, ni para entrar ni para salir.

Rand se esforzó por mantener una expresión impasible; apretó las mandíbulas hasta que le dolieron los dientes. Mat frunció el rostro y Thom se dedicó a examinar su jarra de vino. La palabra que ninguno de ellos quería pronunciar flotaba en el aire a su alrededor: Myrddraal.

—Creo que lo recordaría si me hubiera encontrado con una persona así —dijo Thom un minuto después.

Bartim agitó con furia la cabeza.

—Que me aspen si no lo recordaríais. Tan cierto como la Luz. Quiere…, quiere a los mismos que el loco, sólo que éste dice que hay una muchacha con ellos. Y… —miró de reojo a Thom—y un juglar de pelo blanco.

Thom arrugó más la frente, demostrando una sorpresa que Rand juzgó genuina.

—¿Un juglar de pelo blanco? Bien, no soy el único juglar entrado en años. Os aseguro que no conozco a ese individuo, y no tiene ningún motivo para andar buscándome.

—Puede que sea así —dijo sombríamente Bartim—. No lo especificó con claridad, pero tengo la impresión de que se enfadaría mucho con cualquiera que intentara prestar ayuda a esa gente o la escondiese para que no la encontrara. De todas formas, le diré lo mismo que a vosotros: que no he visto a ninguno ni he oído hablar de ellos, y ésta es la pura verdad. A ninguno de ellos —concluyó intencionadamente. Con un gesto brusco, depositó sobre la mesa el dinero que le había dado Thom—. Acabaos el vino y partid. ¿De acuerdo?

Se alejó con la mayor rapidez posible, mirando tras de sí.

—Un Fado —musitó Mat cuando el posadero se hubo marchado—. Debería de haber sospechado que nos buscarían aquí.

—Y volverá —puntualizó Thom; se inclinó sobre la mesa y bajó el tono de voz— propongo que nos escabullamos hacia el barco y aceptemos la oferta del capitán Domon. Centrarán su búsqueda en el camino de Caemlyn mientras nosotros nos dirigimos a Illian, a mil kilómetros de distancia de donde el Myrddraal cree que vamos.

—No —rehuyó con firmeza Rand—. Aguardamos a Moraine y a los demás en Puente Blanco o nos ponemos en camino hacia Caemlyn. Una de dos, Thom Eso es lo que habíamos decidido.

—Es una insensatez, muchacho. La situación ha cambiado. Escúchame. Por más que diga el posadero, cuando el Myrddraal lo mire directamente a la cara, le confesará todo sobre nosotros, desde lo que hemos tomado para beber hasta la cantidad de polvo que llevábamos prendido en las botas. —Rand se estremeció recordando la mirada de cuencas vacías del Fado—. Respecto a ir a Caemlyn. ¿Crees que el Semihombre no sabe que queréis llegar a Tal Valon? Es un buen momento para embarcar rumbo al sur.

—No, Thom. No.

Rand hubo de esforzarse para expresar su negativa, luchar contra su deseo de hallarse a mil kilómetros de distancia de donde estaban apostados los Fados pero inspiró profundamente y logró conferir firmeza a su voz.

—Piensa, chico ¡Illian! No hay una ciudad más fastuosa en toda la faz de la tierra. ¡Y la Gran Cacería del Cuerno! No ha habido una Cacería del Cuerno durante casi un siglo. Un ciclo entero de historias que esperan ser recopiladas Piénsalo. Nunca soñaste con algo así. Cuando llegue el tiempo en que el Myrddraal descubra tu paradero, serás tan viejo, tendrás el pelo tan gris y estarás tan cansado de vigilar a tus nietos que entonces no te importará que te encuentre.

Rand adoptó un semblante obstinado.

—¿Cuántas veces he decir que no? Nos encontrarán dondequiera que vayamos. Quizá también haya Fados esperándonos en Illian. ¿Y cómo vamos a huir de los sueños? Quiero saber lo que me está pasando, Thom, y el porqué. Voy a ir a Tar Valon. Con Moraine a ser posible y sin ella si es preciso. Solo, si no me queda otra alternativa. Necesito saberlo.

—¡Pero Illian, muchacho! Y una vía de escape segura, río abajo, mientras te buscan en otras direcciones. Rayos y truenos, un sueño no puede hacerte daño.

Rand guardó silencio. «¿Que un sueño no puede hacerme daño? ¿Acaso las espinas de un sueño producen sangre de verdad?» Casi deseó haberle contado a Thom aquel sueño también. «¿Te atreves a contárselo a alguien? Ba’alzemon mora en tus sueños, pero ¿qué diferencia hay entre el sueño y la realidad? ¿A quién te atreverás a decir que el Oscuro está en contacto contigo?»

Thom pareció comprender y su rostro se suavizó.

—Incluso esos sueños, chico, son sólo sueños, ¿no es cierto? Por el amor de la Luz, Mat, háblale. Sé que tú al menos no quieres ir a Tar Valon.

El rostro de Mat se ruborizó, a causa del embarazo y de la furia a un tiempo. Evitó mirar a Rand y se encaró, ceñudo, a Thom.

—¿Por qué os tomáis tantas molestias? ¿Queréis regresar al barco? Pues hacedlo. Cuidaremos solos de nosotros mismos.

Los huesudos hombros se agitaron a causa de una risa muda, pero su voz sonó preñada de ira.

—¿Crees que conoces bastante a los Myrddraal para huir de ellos tú solo? ¿Estás preparado para ir a pie hasta Tar Valon y entregarte sin condiciones a la Sede Amyrlin?

¿Puedes siquiera distinguir un Ajah de otro? Que la Luz me fulmine, chico, si piensas que eres capaz de llegar algún día a Tar Valon, dime que me marche.

—Marchaos —gruñó Mat, deslizando una mano bajo la capa.

Rand advirtió, consternado, que estaba empuñando la daga de Shadar Logoth, tal vez dispuesto a hacer uso de ella.

Unas roncas risotadas estallaron al otro lado del tabique que dividía la estancia y luego sonó una voz desdeñosa.

—¿Trollocs? ¡Ponte una capa de juglar, hombre! ¡Estás borracho! ¡Cuentos de las tierras fronterizas!

Aquellas palabras enfriaron el enfado como un chorro de agua fría. El propio Mat se volvió hacia la pared con los ojos desorbitados.

Rand se levantó lo suficiente para mirar por encima del tabique y después volvió a tomar asiento con una sensación de mareo en el estómago. Floran Gelb estaba en el otro lado sentado a la mesa del fondo con los dos hombres que ya estaban allí al entrar ellos. Se reían de él, pero lo escuchaban. Bartim limpiaba una mesa que reclamaba a gritos tal acto, sin mirar a Gelb y a sus acompañantes, pero con el oído atento; frotaba una y otra vez la misma mancha y se inclinaba hacia ellos hasta que pareció a punto de perder el equilibrio.

—Gelb —susurró Rand al desplomarse en la silla.

Los otros dos adoptaron una actitud tensa. Thom examinó deprisa aquella parte de la sala.

Al otro lado de la pared sonó la voz del otro hombre.

—No, no, antes sí había trollocs, pero los mataron a todos en las Guerras de los Trollocs.

—¡Cuentos de las tierras fronterizas!

—Os digo que es verdad —protestó a voz en grito Gelb—. He estado en las tierras fronterizas y he visto trollocs y ésos eran trollocs, tan cierto como que estoy sentado aquí. Esos tres pretendían que iban detrás de ellos, pero a mí no me engañan. Por eso no me he quedado en el Spray. Tenía mis sospechas acerca de Bayle Domon, pero esos tres son sin duda Amigos Siniestros. Os juro que… —Las risas y las bromas se superpusieron al resto de las afirmaciones de Gelb.

¿Cuánto tiempo transcurriría, se preguntó Rand, antes de que el posadero oyera una descripción de «esos tres»? Si no lo había hecho ya. Si no se abalanzaba sobre los tres forasteros que ya había visto, la única puerta del recinto de la sala que ocupaban los conduciría justo delante de Gelb.

—Tal vez el barco no sea tan mala idea —murmuró Mat.

Thom, sin embargo, sacudió la cabeza.

—Ya no. —El juglar hablaba rápido, en voz baja. Sacó la bolsa de cuero que le había entregado el capitán Domon y dividió deprisa el dinero en tres montones—. Esta historia circulará por toda la ciudad dentro de una hora, le dé crédito la gente o no, y el Myrddraal podría escucharla en cualquier momento. Domon no zarpa hasta mañana por la mañana. Con suerte, tendrá trollocs pisándole los talones durante la totalidad del viaje hasta Illian. Bien, casi está esperando algo así por un motivo que nosotros desconocemos, pero eso no nos beneficia en nada. No tenemos más recurso que salir a la carrera y poner en ella todo nuestro empeño.

Mat se llevó sin tardanza al bolsillo las monedas que Thom había puesto ante él. Rand recogió su montón con mayor lentitud. La pieza que les había regalado Moraine no estaba allí. Domon les había dado una cantidad proporcional de plata, pero, por alguna razón que no acababa de comprender, Rand deseaba haber encontrado la moneda de la Aes Sedai en su lugar. Después de guardar el dinero, dirigió una mirada interrogativa al juglar.

—Por si acaso nos separásemos —explicó Thom—. Tal vez no será así, pero si ocurriera… pues bien, vosotros dos saldréis adelante por vuestros propios medios. Sois buenos chicos. Por vuestra vida, manteneos al margen de las Aes Sedai.

—Pensaba que os ibais a quedar con nosotros —objetó Rand.

—Y así es muchacho. Pero ahora están estrechando el cerco y sólo la Luz sabe lo que sucederá. Bien, no importa. Es probable que no pase nada. —Thom paró de hablar y posó la mirada en Mat—. Espero que ya no veas inconveniente en que permanezca con vosotros —dijo secamente.

Mat se encogió de hombros. Después miró a ambos y volvió a realizar el mismo gesto de indiferencia.

—Estoy demasiado nervioso y no puedo librarme de esta angustia. Cada vez que hacemos una pausa para respirar, ellos están ahí, persiguiéndonos. Siento como si alguien me espiara por la espalda continuamente. ¿Qué vamos a hacer?

Las risas volvieron a estallar en el otro lado de la estancia, interrumpida de nuevo por las protestas de Gelb, que trataba de convencer a los dos hombres de que estaba contando la verdad. Cuánto tiempo había de transcurrir, se preguntó nuevamente Rand. Tarde o temprano Bartim había de relacionarlos con los tres personajes de que hablaba Gelb.

Thom se levantó, pero permaneció encorvado, de manera que nadie que dirigiera la vista hacia el tabique desde el otro lado pudiera percibirlo. Les hizo señas de que lo siguieran y musitó:

—No hagáis ruido.

Las ventanas de ese lado de la sala daban a un callejón. Thom examinó con cuidado una de ellas antes de abrirla lo suficiente para que pudieran escabullirse por el entresijo. Apenas hicieron ruido alguno, en todo caso ninguno que pudiera ser escuchado a un metro de distancia entre las risas y la acalorada discusión que se libraba allí.

Una vez en la calleja, Mat comenzó a caminar de inmediato, pero Thom lo agarró por el brazo.

—No tan deprisa —le indicó el juglar—. Primero debemos tener claro lo que vamos a hacer. —Thom volvió a cerrar la ventana tan bien como pudo desde fuera y luego se volvió para observar el callejón.

Rand siguió su ejemplo. Aparte de media docena de barriles adosados a las paredes de la posada y de la casa contigua y de una sastrería, la vía se encontraba vacía.

—¿Por qué estáis haciendo esto? —volvió a inquirir Mat—. Estaríais más seguro si fuerais por vuestra cuenta. ¿Por qué permanecéis con nosotros?

Thom lo miró durante un largo momento.

—Yo tenía un sobrino, Owyn —refirió con tristeza. Mientras hablaba, dobló despacio su capa y colocó cuidadosamente las fundas de sus instrumentos sobre ella—. El único hijo de mi hermano y el único pariente que me quedaba vivo. Se involucró en asuntos de las Aes Sedai, pero yo estaba demasiado ocupado con… otros asuntos. No sé qué hubiera estado en mi mano hacer, pero, cuando finalmente lo intenté, ya era demasiado tarde. Owyn murió pocos años después. Podría afirmarse que las Aes Sedai lo mataron. —Se enderezó, sin mirarlos. Aunque su voz era firme, Rand advirtió lágrimas en sus ojos cuando volvió la cabeza—. Si consigo que vosotros dos no caigáis en las garras de Tar Valon, tal vez pueda dejar de pensar en Owyn. Esperad aquí.

Todavía evitaba mirarlos a los ojos; caminó aprisa hacia la boca del callejón y aminoró el paso antes de llegar allí. Después de mirar afuera, salió con aire despreocupado hacia la calle y lo perdieron de vista.

Mat estuvo a punto de levantarse para ir en pos del juglar y luego volvió a sentarse.

—No se irá sin esto —afirmó, tocando las fundas de cuero de los instrumentos—. ¿Crees que es cierto lo que ha contado?

Rand se puso en cuclillas entre los barriles.

—¿Qué demonios te pasa, Mat? Tú no eres así. Hace días que no te he oído reír.

—No me gusta que me quieran dar caza como a un conejo —espetó Mat. Tras suspirar, dejó reposar la cabeza contra la pared de ladrillos de la posada. Aun en aquella postura, su tensión era patente. Movía los ojos sin cesar—. Lo siento. Es esta huida y toda esta gente extraña y… todo. Me pone nervioso. Miro a alguien y no puedo evitar pensar que quizá nos delate a los Fados, nos engañe o nos robe, o… Luz… Rand, ¿a ti no te pone los nervios de punta?

Rand soltó una carcajada, que sonó más bien como un ladrido.

—Estoy demasiado asustado para eso.

—¿Qué crees que le hicieron las Aes Sedai a su sobrino?

—No lo sé —respondió, inquieto, Rand. Sólo había una manera de que un hombre se involucrara en los asuntos de las Aes Sedai—. No es el mismo caso que el nuestro, me imagino.

—No. No es el mismo.

Durante un rato permanecieron apoyados contra la pared, en silencio. Rand no estaba seguro de cuánto tiempo estuvieron así, a la espera de que Thom regresara, con la aprensión de que Gelb abriera la ventana y los denunciara como Amigos Siniestros. Unos minutos probablemente, que, sin embargo, se le antojaron horas. Entonces un hombre dobló la esquina del callejón y se adentró en él. Era un individuo alto con la capucha de la capa bajada para ocultar su rostro, una capa tan negra como la noche en medio de la luz de la calle.

Rand se puso en pie y aferró con firmeza la empuñadura de la espada de Tam. Por más que intentara tragar saliva, no lograba mitigar la sequedad de su boca. Mat se agazapó y se llevó una mano bajo la capa.

El hombre se acercaba y a Rand se le atenazaba más la garganta a cada paso. De pronto, se bajó la capucha. A Rand casi le cedieron las piernas. Era Thom.

—Bueno, si vosotros no me reconocéis —dijo, sonriente, el juglar—, supongo que será un buen disfraz para cruzar las puertas de la ciudad.

Thom se adelantó y comenzó a transferir sus pertenencias de la capa de colores a la nueva con tanta habilidad que Rand no alcanzó a distinguir con claridad ninguna de ellas. La nueva prenda era de color marrón oscuro, según advirtió entonces Rand. Respiró hondo. Mat todavía tenía la mano bajo la capa y observaba a Thom como si considerara la posibilidad de poner en acción su daga oculta.

Thom los miró de reojo y luego los observó con más severidad.

—Este no es momento para tornaros asustadizos. —Comenzó a componer diestramente un hatillo con su vieja capa, y colocó luego las cajas de instrumentos en su interior, de manera que los parches coloreados quedaran encubiertos—. Saldremos de aquí de uno en uno y mantendremos una distancia suficiente para no perdernos de vista. De ese modo no tienen por qué reparar en nosotros. ¿No puedes encorvarte un poco? —preguntó a Rand—. Esa estatura tuya es tan indiscreta como una marca. —Se echó el hatillo a la espalda y volvió a bajarse la capucha. No tenía en absoluto el aspecto de ser un juglar de pelo blanco. Era simplemente un viajero más, un hombre demasiado pobre para permitirse un caballo—. Vamos. Ya hemos perdido bastante tiempo.

Rand deseaba fervientemente hacerlo, pero aun así titubeó antes de salir de la calleja a la plaza. Ninguno de los escasos viandantes los miró más de un segundo —la mayoría ni siquiera posó una mirada en ellos—, pero tenía los hombros rígidos; temía escuchar en cualquier momento el grito de «Amigo Siniestro» que convertiría a aquella gente ordinaria en una turba asesina. Recorrió con los ojos el recinto, sobre las personas que se afanaban en sus quehaceres diarios, y cuando concluyó el giro había un Myrddraal en medio de la plaza.

No habría acertado a adivinar de dónde había salido el Fado, pero lo cierto era que ahora caminaba hacia ellos tres con una abrumadora lentitud, como la de una fiera pronta a caer sobre su presa. La gente retrocedía ante la silueta vestida de negro, evitando mirarla. La plaza comenzó a vaciarse.

El negro embozo paralizó a Rand. Intentó concentrarse en el vacío, pero era como querer asir el humo. La mirada velada del Fado lo horadaba hasta los huesos, convirtiéndole la médula en un gélido y rígido carámbano.

—No le miréis la cara —murmuró Thom. Su voz trémula indicaba el esfuerzo que le costaba articular las palabras—. ¡Que la Luz os fulmine, no le miréis la cara!

Rand apartó los ojos a punto de soltar un chillido, pues tuvo la misma impresión que si le arrancaran una sanguijuela del rostro. No obstante, aun con la vista clavada en las losas del suelo, veía al Myrddraal que se aproximaba, como un gato que jugara con un ratón y hallara diversión en sus débiles intentos de huida hasta que por fin cerrara bruscamente las mandíbulas. El Fado había cubierto la mitad del trecho que los separaba.

—¿Vamos a quedarnos aquí petrificados? —musitó—. Tenemos que correr…, escapar. —Sin embargo, no lograba mover los pies.

Mat había desenvainado la daga adornada con rubíes, la cual sostenía con mano temblorosa. Su boca mostraba la dentadura en un rictus de espanto.

—Piensas… —Thom se detuvo para tragar saliva, antes de proseguir con voz ronca—, piensas que puedes correr más que él, ¿eh, muchacho? —Comenzó a murmurar para sí; la única palabra que Rand alcanzó a distinguir fue «Owyn». De repente, Thom gruñó— nunca debí involucrarme con vosotros, chicos. Nunca debía hacerlo. —Se desprendió del hatillo con la capa del hombro y lo arrojó a Rand—. Cuida de esto. Cuando os diga que corráis, echad a correr y no paréis hasta llegar a Caemlyn. Id a la Bendición de la Reina, una posada. Recordadlo, por si… Recordadlo.

—No comprendo —dijo Rand.

El Myrddraal se encontraba ahora a menos de veinte pasos de distancia. Sentía los pies anclados en el suelo.

—¡Recordadlo! —tronó Thom—. La Bendición de la Reina. Ahora, ¡corred! Los empujó a ambos por la espalda para obligarlos a moverse y Rand emprendió a trompicones una desesperada carrera, acompañado de Mat. —¡Corred!

Thom también pasó a la acción, exhalando un largo rugido. No corría hacia ellos, sino hacia el Myrddraal. De sus manos, que agitaba como si estuviera realizando una de sus más grandiosas representaciones, brotaron varias dagas. Rand se detuvo, pero Mat lo empujó para que continuara avanzando.

El Fado quedó tan asombrado como los muchachos. Su andar tranquilo se interrumpió con vacilación. Llevó deprisa la mano a la empuñadura de la negra espada que pendía de su cintura, pero las largas piernas del juglar cubrieron con mayor velocidad la distancia que mediaba entre ellos. Thom se precipitó sobre el Myrddraal antes de que la hoja negra estuviera medio desenvainada y ambos cayeron al suelo entrelazados. Las pocas personas que quedaban en la plaza huyeron despavoridas.

—¡Corred!

El aire de la plaza despedía cegadores destellos azulados y Thom comenzó a soltar alaridos, pero incluso entre ellos, logró articular de nuevo:

—¡Corred!

Rand obedeció, perseguido por los gritos del juglar.

Con el hatillo de Thom apretado contra el pecho, corrió hasta el límite de sus fuerzas. El pánico se extendió de la plaza hacia el resto de la ciudad mientras Rand y Mat apretaban los talones en la cresta de la ola de terror. Los tenderos abandonaban sus mercancías cuando pasaban ellos. Los postigos se cerraban de golpe y en algunas ventanas aparecían rostros asustados que se retiraban al cabo de un segundo. Las personas que no se habían hallado lo bastante cerca para contemplar los hechos, corrían presas de pánico por las calles. Tropezaban entre sí y quienes caían derribados se levantaban de inmediato a riesgo de ser pisoteados por la desbandada. Puente Blanco hervía como un hormiguero.

Mientras se precipitaban hacia las puertas, Rand recordó de pronto las observaciones hechas por Thom acerca de su estatura. Sin aminorar la marcha, se encorvó como pudo, disimulando a la vez su postura forzada. No obstante, las puertas en sí, las dos gruesas hojas de madera con barras de hierro negras, se hallaban abiertas. Los dos vigilantes, con cascos de acero y cotas de malla que cubrían unas chaquetas rojas con cuello blanco, miraban inquietos hacia la población. Uno de ellos observó brevemente a Rand y Mat, pero los muchachos no eran los únicos que pasaban de estampida por las puertas. Un flujo continuo, formado por jadeantes hombres que abrazaban a sus esposas, mujeres sollozantes que llevaban a sus hijos en brazos, artesanos de semblante pálido que vestían todavía sus delantales de trabajo, transponían también la salida.

Nadie sería capaz de dilucidar de qué lado se habían marchado, pensaba Rand mientras corría. «Thom. Oh, Luz, sálvate, Thom».

Mat tropezó a su lado, recobró el equilibrio, y ambos prosiguieron su carrera hasta dejar atrás la multitud que huía y perder de vista la ciudad y el Puente Blanco.

Finalmente Rand se desplomó de rodillas en la tierra, respirando sin resuello. El camino que se extendía a sus espaldas se encontraba solitario hasta donde alcanzaban a percibirlo. Mat le tiró de la manga.

—Venga, vamos. —Mat jadeaba al hablar. Tenía el rostro cubierto de polvo y sudor y parecía a punto de desmoronarse—. Tenemos que continuar.

—Thom —dijo Rand. Apretó los brazos en torno al bulto que envolvía la capa del juglar, sintiendo la dureza de las fundas del arpa y la flauta—. Thom.

—Está muerto. Ya lo has visto y lo has oído. ¡Luz, Rand, está muerto!

—También crees que Egwene, Moraine y los demás están muertos. Si lo es ¿Por qué los persigue todavía el Myrddraal? Responde.

Mat se dejó caer de rodillas en el suelo junto a él.

—De acuerdo. Quizás estén vivos. Pero Thom… ¡Ya lo has visto! Rayos y truenos, Rand, a nosotros puede ocurrirnos lo mismo.

Rand asintió en silencio. No se aproximaba nadie por el camino. Había abrigado la tenue esperanza de ver aparecer a Thom, caminando a grandes zancadas y mesándose los bigotes para darles a entender los conflictos que le ocasionaban. La Bendición de la Reina, en Caemlyn. Se puso en pie y se colgó al hombro el hatillo de Thom, junto a su manta enrollada. Mat levantó una recelosa mirada hacia él.

—Vamos —indicó Rand, y comenzó a andar en dirección a Caemlyn. Oyó murmurar a Mat hasta que el cabo de un momento éste le dio alcance. Caminaron fatigados por el polvoriento camino, silenciosos y con las cabezas gachas. El viento alzaba tormentas de polvo que giraba en torbellino a su paso.

Rand miraba de vez en cuando hacia atrás, pero no había nadie a sus espaldas.

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