25 El pueblo errante

Bela caminaba apaciblemente bajo los débiles rayos de sol como si los tres lobos que trotaban a escasos pasos de distancia no fueran más que mansos perros, pero su modo de girar los ojos de tanto en tanto desmentía su supuesta placidez. Egwene, a lomos de la yegua, se mostraba asimismo inquieta. Miraba constantemente a las fieras con el rabillo del ojo y en ocasiones se volvía para observar en todas direcciones. Perrin tenía el convencimiento de que buscaba al resto de la manada, aun cuando ella rehusara con enojo admitir su temor a los lobos que los acompañaban, su preocupación por los que venían detrás y las intenciones que éstos pudieran tener. A pesar de sus negativas, no dejaba de mirar tensamente de un lado a otro ni de morderse los labios.

Los otros miembros de la manada se encontraban bastante lejos; él habría podido informarle de aquello. «¿Para qué iba a hacerlo, suponiendo que me creyera? Sobre todo si me creyera». No estaba dispuesto a abrir aquel cesto de serpientes hasta que tuviera necesidad de hacerlo. No quería pensar en cómo había adquirido esa certeza. El hombre vestido con pieles caminaba con paso rápido delante de ellos; a veces daba la sensación de que él también era un lobo, y nunca se volvía cuando Moteado, Saltador y Viento hacían aparición, porque él también percibía su presencia.

Los dos muchachos se habían despertado con el alba aquella primera mañana y Elyas estaba ya ocupado en asar más conejo, mientras los observaba con rostro inexpresivo. A excepción de Moteado, Saltador y Viento no se veía ningún otro animal. A la pálida luz de la aurora, las sombras no habían acabado de disiparse bajo el gran roble y los desnudos árboles que había detrás de él parecían dedos descarnados.

—Están por ahí —respondió Elyas cuando Egwene le preguntó adónde habían ido los otros lobos—. Lo bastante cerca como para socorrernos en caso necesario y lo bastante lejos para evitar a los humanos que podamos encontrar. Tarde o temprano, siempre surgen problemas cuando hay dos humanos juntos. Si necesitamos de ellos, vendrán.

Algo hormigueó en el fondo del cerebro de Perrin mientras tomaba un bocado de conejo, una dirección, percibida de forma vaga. «¡Claro! Allí es donde…» El tibio jugo que ocupaba su boca se tornó insulso de repente. Cogió uno de los tubérculos que Elyas había tostado en las brasas, de un sabor parecido al del nabo, pero había perdido el apetito.

Cuando iban a ponerse en marcha, Egwene insistió en que todos montaran la yegua por turnos, lo cual Perrin no se molestó en discutir.

—Tú subes primero —propuso él.

—Y después vos, Elyas —indicó Egwene.

—Me basto con mis piernas —replicó Elyas. Luego dirigió una mirada a Bela, la cual la hizo girar los ojos como si él también fuera un lobo—. Además, me parece que el animal no quiere que yo lo monte.

—Tonterías —contestó con resolución Egwene—. Es inútil que opongáis resistencia. Lo más sensato es que todos cabalguemos un trecho. Según lo que habéis dicho, nos aguarda un largo camino.

—He dicho que no, muchacha.

Egwene respiró hondo. Perrin se preguntaba si conseguiría dominar a Elyas igual que hacía con él, cuando advirtió que ella estaba plantada con la boca abierta, sin añadir una palabra. Elyas se limitaba a mirarla, con aquellos ojos lobunos. Egwene retrocedió unos pasos del huesudo personaje. Antes de que Elyas se volviera, había cubierto de espaldas el espacio que la separaba de Bela y había montado azorada sobre su lomo. Al volverse el hombre para indicarles el rumbo a tomar, Perrin pensó que su sonrisa era también muy similar a la de un lobo.

Viajaron de esa manera por espacio de tres días, a caballo y a pie, en dirección suroeste, deteniéndose únicamente al anochecer. A pesar del desprecio que demostraba Elyas por la actitud afanosa de los pobladores de las ciudades, tampoco le gustaba perder el tiempo cuando quería llegar a algún lugar.

Apenas veían a los tres lobos. Cada noche permanecían un rato al lado del fuego y durante el día aparecían a veces de manera imprevisible para esfumarse al cabo de unos minutos. Perrin sabía, sin embargo, que no se hallaban muy lejos. Podía determinar cuándo estaban explorando el camino que habían de seguir y cuándo revisaban el rastro que habían dejado. Asimismo, percibía el momento en que abandonaban el terreno habitual de caza de la manada, a la que Moteado indicaba que aguardara allí.

En ocasiones, los tres animales se ausentaban de su mente, pero, mucho antes de que se acercaran de nuevo, ya tenía conciencia de su regreso. Aun en los trechos en que los árboles escaseaban, separados por amplios retazos de hierba seca, eran tan imperceptibles como fantasmas cuando no deseaban ser vistos, pero él habría podido señalarlos directamente con el dedo en todo momento. Ignoraba cómo lo sabía y trataba de convencerse de que sólo eran imaginaciones, pero era inútil. Él lo sabía, de la misma manera que lo sabía Elyas.

Procuró no pensar en lobos, pero éstos no dejaban de ocupar su mente. No había soñado con Ba’alzemon desde que habían conocido a Elyas. Sus sueños, por cuanto recordaba de ellos al despertar, estaban ocupados por asuntos cotidianos, al igual que cuando se encontraba en casa antes de la Noche de Invierno, antes de Baerlon. Eran sueños normales, con una salvedad: en todos ellos, en un determinado momento, cuando levantaba la cabeza de la forja de maese Luhhan para enjugarse el sudor, acababa de bailar en el Prado con una muchacha del pueblo o separaba la vista de la página de un libro delante del hogar, había un lobo a corta distancia, tanto si se hallaba al aire libre como en una casa. El animal siempre estaba de espaldas a Perrin y él todas las veces tenía la certeza de que sus ojos vigilaban atentos para detectar posibles peligros, lo cual parecía perfectamente normal en sueños, aun cuando se encontrase en el comedor de Alsbet Luhhan. Sólo en estado de vigilia sentía extrañeza al reflexionar sobre ello.

Durante aquellas tres jornadas, Moteado, Saltador y Viento les llevaban conejos y ardillas y Elyas les informaba de las plantas, en su mayoría desconocidas para Perrin, que eran comestibles. En una ocasión un conejo saltó casi bajo los cascos de Bela y, antes de que Perrin hubiera colocado una piedra en la honda, Elyas lo ensartó con su largo cuchillo a una distancia de veinte pasos. En otra, Elyas abatió un robusto faisán con su arco. A pesar de que comían mucho mejor que cuando vagaban solos, Perrin se hubiera avenido de buen grado a disponer de raciones más exiguas con tal de cambiar de compañía. No estaba seguro de cuál sería la opinión de Egwene al respecto, pero él habría estado dispuesto a pasar hambre y perder de vista a los lobos.

Al tercer día, por la tarde, llegaron cerca de una arboleda de dimensiones superiores a las que habían cruzado, de un radio aproximado de cuatro kilómetros. El sol se ponía en el horizonte y daba paso a las sombras, y el viento comenzaba a levantarse. Perrin sintió cómo los lobos dejaban de guardarles las espaldas para caminar adelante, sin apresurarse. No habían olido ni visto nada peligroso. Egwene cumplía su turno a lomos de Bela. Era hora de buscar un lugar donde pasar la noche y aquel bosquecillo era apropiado para acampar.

Cuando se aproximaban a los árboles, salieron de la maleza tres mastines de ancho hocico, tan altos como los lobos e incluso más robustos, que enseñaban los dientes entre gruñidos. Al llegar al lindero, se detuvieron en seco, cuando apenas mediaban ocho metros entre ellos y las tres personas; una amenaza de muerte destellaba en sus oscuras miradas.

Bela, que ya tenía los nervios de punta a causa de las fieras que los habían tomado como amigos, relinchó, a punto de derribar a Egwene, pero Perrin ya hacía girar la onda un instante después. No había necesidad de utilizar el hacha con los perros cuando una pedrada en las costillas los haría echar a correr.

Elyas agitó una mano sin apartar los ojos de los tensos canes.

—¡Sssst! ¡Ahora no!

Perrin lo miró con mala cara, pero dejó reducir la velocidad del círculo de la honda hasta que ésta cayó al fin de lado. Egwene logró controlar a la yegua que, al igual que ella, miraba con recelo a aquellos nuevos animales.

Los mastines, con el pelo erizado y las orejas enhiestas, gruñían ruidosamente. De pronto, Elyas levantó un dedo a la altura de su hombro y emitió un largo silbido, un sonido penetrante más agudo cada vez. Los perros callaron y se echaron atrás, pero empezaron a gemir y volvían las cabezas como si quisieran marcharse y algo los retuviese. Tenían los ojos clavados en el dedo de Elyas.

El hombre bajó poco a poco la mano, al tiempo que su silbido se tornaba más grave. Los mastines descendieron hasta quedar tendidos en el suelo, con la lengua colgando. Tres colas se agitaban.

—¿Ves? —dijo Elyas mientras caminaba hacia los perros—. No hay necesidad de usar armas. —Los perros le lamieron las manos, mientras él les acariciaba la cabeza y las orejas—. Parecen más violentos de lo que son en realidad. Sólo querían asustarnos y no nos habrían mordido a menos que hubiéramos intentado entrar en la arboleda. De todos modos, ya no tenemos por qué preocuparnos. Podemos llegar al siguiente bosquecillo antes de que se haga de noche.

Cuando Perrin miró a Egwene, ésta se hallaba tan perpleja como él.

Sin dejar de acariciar a los perros, Elyas estudió los árboles y comentó:

—Habrá Tuatha’an aquí, gente del Pueblo Errante. —Al advertir el desconcierto de sus miradas, agregó— Gitanos.

—¿Gitanos? —repitió Perrin—. Siempre he querido ver a los gitanos. A veces acampan en la otra orilla del Taren, pero nunca bajan a Dos Ríos, por lo que tengo entendido. No sé por qué será.

—Probablemente porque los habitantes del Embarcadero de Taren son ladrones tan redomados como los gitanos —contestó airada Egwene—. Seguro que acabarían robándose unos a otros. Maese Elyas, ¿no sería mejor que prosiguiéramos camino si hay gitanos por aquí? No querríamos que nos robaran a Bela y… bueno, no tenemos gran cosa más, pero de todos es sabido que los gitanos hurtan todo tipo de cosas.

—¿Incluso a los niños? —inquirió con aspereza Elyas.

Escupió al suelo, haciendo ruborizar a Egwene. Aquellas historias sobre criaturas desaparecidas las contaban casi siempre Cenn Buie o alguno de los Coplin o de los Congar. Los otros cargos imputados a aquella raza eran del dominio público.

—Los gitanos me ponen enfermo a veces, pero he de afirmar que no roban más que cualquier otro pueblo. Mucho menos que algunos que yo conozco.

—Va a oscurecer pronto, Elyas —avisó Perrin—. Debemos acampar en algún sitio. ¿Por qué no con ellos si quieren acogernos?

La señora Luhhan tenía una cazuela que habían arreglado los gitanos que, en su opinión, había quedado mejor que nueva. Maese Luhhan no compartía de buena gana la apreciación de su esposa sobre el trabajo de los gitanos, pero Perrin deseaba ver cómo lo realizaban. No obstante, Elyas no mostraba buena disposición a aproximarse a ellos.

—¿Existe algún motivo por el que no debamos tener contacto con ellos?

Elyas efectuó un signo de negación con la cabeza, si bien su boca fruncida y la postura de sus hombros indicaban una actitud reacia.

—Podemos visitarlos. Pero no prestéis atención a lo que dicen. Es todo una sarta de tonterías. Los gitanos se comportan casi siempre de manera despreocupada, mas a veces dan gran importancia a las formalidades. De modo que actuad según lo haga yo. Y guardad vuestros secretos. No es preciso dar explicaciones a todo el mundo.

Los mastines los siguieron moviendo la cola mientras se adentraron en la foresta con Elyas en cabeza. Perrin notó cómo los lobos aminoraban la marcha, consciente de que no entrarían. Los perros no les inspiraban temor sino desprecio por haber cambiado la libertad por el derecho a yacer junto al fuego. Era a las personas a quienes evitaban.

Elyas se encaminó con paso seguro, como si conociera el camino, hacia el centro del bosquecillo, donde, en efecto, aparecieron los carromatos de los gitanos, diseminados entre los robles y fresnos.

Al igual que los demás habitantes de Campo de Emond, Perrin había oído hablar mucho de los gitanos aunque nunca hubiera visto ninguno, por lo que, al ver el campamento, ya tenía formada una idea sobre su aspecto, y éste se ajustó a sus expectativas. Los carromatos eran pequeñas casas sobre ruedas, altas cajas de maderas lacadas y pintadas con colores vivos, rojos, azules, amarillos y verdes y algunos matices a los que no supo atribuir un nombre. El Pueblo Errante se hallaba ocupado en las decepcionantes e inevitables tareas diarias: cocinar, coser, cuidar a los niños, recomponer arneses… Sus vestimentas tenían un colorido aún más chocante que el de sus carruajes, el cual, según todos los indicios, había sido elegido al azar, formando unas combinaciones tan abigarradas que casi dañaban la vista y les daban el aspecto de una bandada de mariposas revoloteando sobre un campo de flores.

Cuatro o cinco hombres tocaban violines y flautas en diferentes puntos del asentamiento y algunos danzaban como colibríes adornados con toda la gama del arco iris. Los chiquillos y los perros corrían y jugueteaban entre las fogatas. Los canes eran mastines como los que se habían encarado a los viajeros, pero los niños les tiraban de las orejas y de la cola y subían a sus espaldas, con la paciente aceptación de los imponentes animales. Los tres que acompañaban a Elyas dirigieron cariñosamente la mirada hacia un hombre barbudo. Perrin sacudió la cabeza, cavilando que, a pesar de todo, eran muy capaces de llegar hasta la garganta de un hombre sin separar apenas las patas delanteras del suelo.

Cuando la música cesó de repente, cayó en la cuenta de que los gitanos estaban mirándolos. Los propios niños y los perros se quedaron quietos y expectantes, como si se aprestaran a huir.

Durante un momento no se oyó el más leve sonido; después un hombre enjuto de baja estatura y pelo cano se adelantó y dedicó una grave reverencia a Elyas. Llevaba una chaqueta roja de cuello alto y unos holgados pantalones de color verde chillón metidos en unas botas de caña alta.

—Bienvenidos a nuestras fogatas. ¿Conocéis la canción?

Elyas se inclinó del mismo modo, con ambas manos apoyadas sobre el pecho.

—Vuestra acogida calienta mi espíritu, Mahdi, así como vuestras fogatas calientan el cuerpo, pero no conozco la canción.

—Entonces seguiremos buscando —canturreó el hombre de cabellos grises—. Como era en un principio, así seguirá siendo, con tal que conservemos la memoria para buscar y encontrar. —Alargó el brazo hacia las hogueras y su voz adoptó una tonalidad alegre—. La comida está casi preparada. Os ruego que la compartáis con nosotros.

Como si aquello hubiera sido una señal, la música dejó oír de nuevo sus sones y los chiquillos volvieron a correr y a reír con los perros. Todos retomaron sus labores como si los recién llegados fueran amigos de toda la vida.

El hombre de pelo cano vaciló, sin embargo, mirando a Elyas.

—Vuestros…, los otros amigos vuestros deben permanecer alejados. Asustan demasiado a los pobres perros.

—No se acercarán, Raen. —La expresión de Elyas contenía un asomo de desdén—. Ya deberíais saber que se quedan siempre en su lugar.

El interpelado extendió las manos, dando a entender que nadie podía abrigar certeza absoluta respecto a algo. Cuando se volvió para conducirlos al campamento, Egwene desmontó y se aproximó a Elyas.

—¿Sois amigos?

Un sonriente gitano se presentó para hacerse cargo de Bela. Egwene accedió de mala gana, después de que Elyas exhalara un sarcástico resoplido.

—Somos conocidos —respondió lacónicamente el hombre arropado con pieles.

—¿Se llama Mahdi? —inquirió Perrin.

Elyas soltó un gruñido antes de responder.

—Su nombre es Raen. Mahdi es su título: el Buscador. Es el jefe de este clan. Podéis llamarlo Buscador si el otro os suena raro. A él no le molestará.

—¿Qué era eso sobre una canción? —preguntó Egwene.

—Este es el motivo por el que viajan —respondió Elyas—, o al menos eso es lo que dicen ellos. Van en busca de una canción, y el Mahdi es el encargado de efectuar las indagaciones. Cuentan que la perdieron durante el Desmembramiento del Mundo y que, si la hallaran de nuevo, volvería a hacerse realidad el paraíso de la Era de Leyenda. —Recorrió con la mirada el campamento y emitió un bufido—. Ni siquiera saben qué canción es aunque, según ellos, la reconocerán cuando la encuentren. Tampoco saben de qué manera haría retornar el paraíso, pero llevan casi tres milenios buscándola, desde que se produjo el Desmembramiento. Supongo que continuarán haciéndolo hasta que la Rueda deje de girar.

Entonces llegaron al carromato de Raen, situado en el centro del poblado. Estaba pintado con manchas rojas sobre fondo amarillo y los radios de sus altas ruedas alternaban asimismo el amarillo y el rojo. Una mujer regordeta, tan canosa como el propio Raen pero con la mejillas aún tersas, salió del vehículo y se detuvo en los escalones, cubriéndose los hombros con un chal de flecos azules. Llevaba una blusa amarilla y una falda encarnada de tonos vivos. Aquella combinación hizo parpadear a Perrin, al tiempo que provocó una exclamación contenida en Egwene.

Al ver a las personas que acompañaban a Raen, la mujer descendió con una calurosa sonrisa en el rostro. Era Ila, la esposa de Raen, a quien sobrepasaba un palmo en estatura. Perrin pronto olvidó el colorido de su atuendo ante la actitud acogedora de que dio muestras, lo que le recordó a la señora al’Vere y lo hizo sentirse a gusto desde el primer momento.

Ila saludó a Elyas como a un viejo conocido, pero con un aire distante que parecía mortificar a Raen. Elyas le respondió con una tensa sonrisa y una leve inclinación de cabeza. Perrin y Egwene se presentaron y la mujer les estrechó la mano dando prueba de mayor afecto que el que había expresado a Elyas; incluso abrazó a Egwene.

—Vaya, eres preciosa, hija —señaló, y acarició sonriente la barbilla de Egwene—. Y estás helada, me parece. Siéntate junto al fuego, Egwene. Sentaos todos. La cena está casi lista.

En torno a la fogata había unos troncos a modo de asiento. Elyas rehusó incluso aquella rudimentaria concesión a la civilización y se sentó en el suelo. Había dos ollas apoyadas en trípodes de hierro sobre las llamas y un horno junto a las brasas, los cuales atendía Ila.

Cuando estaban acomodándose, un esbelto joven con ropajes de rayas verdes se acercó al fuego y dio un abrazo a Raen y un beso a Ila, pero miró con frialdad a Elyas y a los dos muchachos. Tenía aproximadamente la edad de Perrin y sus movimientos inducían a pensar que iba a iniciar una danza de un momento a otro.

—Y bien, Aram —dijo Ila con una amable sonrisa—, ¿has decidido cenar con tus abuelos, para variar? —Su sonrisa se trasladó a Egwene mientras se encorvaba para remover la olla—. Me pregunto cuál será el motivo…

Aram se puso de cuclillas con los brazos en torno a las rodillas, en frente de Egwene.

—Soy Aram —informó a la muchacha con voz segura, olvidado, al parecer, de la presencia de los demás—. He estado aguardando la primera rosa de primavera y ahora la encuentro junto al fuego de mis abuelos.

Perrin esperaba que Egwene reaccionara con una risita; cuando vio que ella estaba mirando a Aram, observó con más detenimiento al gitano. Debía admitir que Aram era un joven atractivo. Un minuto después, Perrin descubrió a quién le recordaba: a Wil al’Seen, que levantaba un revuelo de cuchicheos entre las chicas siempre que visitaba el Campo de Emond, procedente de Deven Ride. Wil cortejaba a todas las muchachas que se le presentaban y lograba convencer a cada una de ellas que sólo se mostraba educado con las demás.

—Esos perros vuestros —comentó en voz alta Perrin, sobresaltando a Egwene—son tan grandes como osos. Me sorprende que dejéis jugar a los niños con ellos.

La sonrisa se desvaneció de inmediato del rostro de Aram, pero, después de mirar a Perrin, volvió a adoptarla aún con más resolución que antes.

—No te harán ningún daño. Se muestran feroces para intimidar a posibles atacantes y para avisarnos, pero están educados de acuerdo con la Filosofía de la Hoja.

—¿La Filosofía de la Hoja? —inquirió Egwene—. ¿Qué es eso?

Aram señaló con un gesto los árboles, sin apartar la vista de ella.

—La hoja vive el tiempo que le ha tocado en suerte y no lucha contra el viento que la hace volar en sus alas. La hoja no agrede y, cuando al final cae; lo hace para nutrir nuevos brotes. Así deberían obrar todos los hombres. Y mujeres.

Egwene le devolvió la mirada, con un leve rubor en las mejillas.

—¿Pero qué significa? —quiso saber Perrin, con lo cual se hizo acreedor de una irritada mirada por parte de Aram.

Fue Raen, sin embargo, quien le respondió.

—Significa que ningún hombre debe herir a otro bajo ningún motivo. —Los ojos del Buscador se posaron momentáneamente en Elyas—. Nada sirve de excusa a la violencia. Jamás.

—¿Y qué hacéis cuando alguien os ataca? —arguyó Perrin—. ¿Cómo reaccionáis cuando alguien os golpea o intenta robaros o mataros?

Raen suspiró con paciencia, como si Perrin no percibiera algo del todo evidente.

—Si alguien me pegara, le preguntaría qué lo induce a obrar de ese modo. Y, si persistiera en su actitud, me alejaría de él, lo cual haría también en caso de que intentara robarme o matarme. Sería preferible dejar que tomara lo que quiere, mi vida incluso, a que yo le respondiera con una agresión. Y lo haría con la esperanza de que no saliera demasiado malparado.

—Pero si habéis dicho que no le haríais nada —objetó Perrin.

—En efecto, pero la violencia tiene un efecto negativo tanto en el agresor como en la víctima. —Perrin parecía escéptico—. Supongamos que abates un árbol con tu hacha —propuso Raen—. El hacha agrede el árbol y sale intacta de ese acto. ¿Es así como lo ves tú? La madera es blanda comparada con el acero, pero, a medida que vas cortando, el filo del acero pierde su agudeza y la savia del árbol la oxida. La poderosa hacha violenta el árbol indefenso, pero éste la deteriora. Lo mismo sucede con los hombres, si bien el daño se centra en el espíritu.

—Pero…

—Basta —gruñó Elyas, interrumpiendo a Perrin—. Raen, ya te trae bastantes problemas dondequiera que vas tu afición a convertir a los mozos de los pueblos. No te he traído a éstos aquí para que trates de aleccionarlos, así que es mejor que no insistas.

—¿Y, que los deje a tu merced? —replicó Ila, machacando entre las palmas de sus manos unas hierbas que luego dejaba caer en la cazuela. Su voz era calmada, pero frotaba con furia las hierbas—. ¿Les enseñarás a seguir tu estilo de vida, matar o morir? ¿Vas a conducirlos al mismo destino que te estás labrando, morir solo con la única compañía de los cuervos y de tus…, tus amigos que aguardarán para disputarse tu cadáver?

—Déjalo, Ila —dijo en tono apaciguador Raen, como si escuchara aquello por centésima vez—. Le hemos dado la bienvenida a nuestro fuego, esposa mía.

Ila desistió, pero sin presentar excusas, según advirtió Perrin. En su lugar, miró a Elyas y sacudió con tristeza la cabeza; después se secó las manos y comenzó a sacar cucharas y escudillas de barro de un baúl rojo adosado al carromato.

—Mi viejo amigo —protestó Raen, en respuesta a Elyas—, ¿cuántas veces debo decirte que no intentamos convertir a nadie? Cuando la gente de los pueblos siente curiosidad por nuestro modo de vida, no hacemos más que responder a sus preguntas. Si bien es cierto que los que nos interrogan con más frecuencia son los jóvenes y que de tanto en tanto alguno de ellos se une a nosotros cuando reemprendemos viaje, lo hacen siempre por propia voluntad.

—Prueba a explicarle esto a alguna campesina que se haya encontrado en el caso de que su hijo o su hija se ha escapado con los gitanos —replicó con ironía Elyas—. Ésa es la razón por la que no se os permite ni siquiera acampar en las afueras de las ciudades. Los de los pueblos os toleran porque les arregláis los cacharros, pero los de las ciudades no os necesitan y no les gusta qué instéis a sus retoños a fugarse.

—Desconozco qué permiten exactamente en las ciudades. —La paciencia de Raen parecía inagotable. No daba ni la más leve muestra de enfado—. Siempre hay hombres violentos allí. De todas maneras, no creo que encontremos la canción en un gran burgo.

—No es mi intención ofenderos, Buscador —intervino Perrin—, pero… Bueno, no soy amigo de usar la violencia. Me parece que no he luchado con nadie hace años excepto en las competiciones festivas. Sin embargo, si alguien me atacara, yo no me quedaría quieto. De lo contrario, sería animarlo para que la emprendiera conmigo cuando quisiera. Algunas personas se creen con derecho a abusar de los demás, y, si no se les paran los pies, irán por el mundo tiranizando a todo aquel que sea más débil que ellos.

—Alguna gente —reconoció Aram con tristeza—es incapaz de superar los más bajos instintos. —La mirada que dirigió a Perrin mientras hablaba dejó bien claro que no se refería a los desalmados que él había puesto por ejemplo.

—Apuesto a que os debe tocar correr a menudo —aventuró Perrin.

El rostro del joven gitano adoptó una tensa expresión que no guardaba ninguna relación con la Filosofía de la Hoja.

—Encuentro interesante —dijo Egwene, mirando con dureza a Perrin—conocer a alguien que no confíe en resolver todos sus problemas con la sola fuerza de sus músculos.

Aram recobró enseguida su bien humor y se levantó, ofreciendo con una sonrisa sus manos a la muchacha.

—Deja que te enseñe nuestro campamento. Hay baile.

—Me encantará —respondió ésta.

Ila se enderezó, abandonando por un momento la tarea de sacar panecillos del horno.

—Pero la cena está lista, Aram.

—Comeré con mi madre —respondió Aram, mientras se alejaba del carromato con Egwene de la mano—. Los dos comeremos con ella.

Entonces dedicó una sonrisa de triunfo a Perrin. Egwene reía mientras corrían.

Perrin se puso en pie y luego se detuvo. No podría sucederle nada a su amiga, si era cierto que aquella gente vivía de acuerdo a la Filosofía de la Hoja que profesaba Raen.

—Excusadme. Soy un invitado y no debiera haber… —se disculpó ante Raen e Ila, que miraban con desazón a su nieto.

—No seas estúpido —replicó con calma Ila—. Es él quien se ha comportado como no debe. Siéntate y come.

—Aram es un joven conflictivo —agregó, afligido, Raen—. Es un buen muchacho, pero a veces pienso que le cuesta ajustarse a la Filosofía de la Hoja. Me temo que no es el único que experimenta esa dificultad. Mi fuego es tuyo. Te ruego que tengas a bien compartirlo con nosotros.

Perrin volvió a sentarse lentamente, sin desprenderse de la sensación de que había actuado con torpeza.

—¿Qué ocurre con los que no son capaces de seguir esa filosofía? —preguntó—. Me refiero a los gitanos.

Raen e Ila cruzaron una mirada angustiada antes de que el Buscador respondiera:

—Nos abandonan. Los Renegados van a vivir a los pueblos.

—Los Renegados no pueden encontrar la felicidad —sentenció Ila, suspirando, con la mirada perdida en la dirección en que se había alejado su nieto.

No obstante, su cara había recobrado la placidez un instante después, cuando repartía cucharas y escudillas. Perrin hundió la cabeza entre los hombros, arrepentido de haber formulado aquella pregunta, y la conversación cesó al tiempo que Ila llenaba los cuencos con un espeso cocido de verduras y les daba unas gruesas rebanadas de pan crujiente. El guiso estaba delicioso y Perrin tomó tres escudillas seguidas, mientras que Elyas, observó con una sonrisa, dio cuenta de cuatro.

Después de la comida, Raen cargó su pipa y Elyas sacó la suya, la cual llenó con el tabaco de Raen. Una vez que hubieron efectuado el ritual de encendido, se arrellanaron en silencio. Ila se puso a hacer calceta. El sol era ya sólo un aro rojizo en el cielo de poniente. El campamento se disponía a pasar la noche, pero el bullicio no había remitido. Otros músicos habían sustituido a los que tocaban a su llegada y ahora había aún más gente que danzaba alrededor de las fogatas y proyectaba su sombra sobre los carromatos. En algún punto, se elevó un coro de voces masculinas. Perrin comenzó a dormitar.

—¿Has visitado a algún Tuatha’an desde que te separaste de nosotros la pasada primavera? —preguntó Raen a Elyas al cabo de un rato.

Perrin abrió los ojos, para entrecerrarlos casi instantáneamente.

—No —repuso Elyas, con la pipa entre los labios—. No me gusta estar rodeado de demasiada gente.

Raen rió entre dientes.

—Especialmente de gente que tiene una ideología tan distinta de la tuya, ¿eh? No, mi viejo amigo, no te inquietes. Ya abandoné hace años la esperanza de que te sumaras a la Filosofía. Sin embargo, nos han contado algo que, si no ha llegado aún a tus oídos, puede interesarte. Para mí conserva su interés, a pesar de que lo he escuchado ya en múltiples ocasiones, cada vez que nos cruzamos con otros miembros de nuestro pueblo.

—Te escucho.

—La historia comienza en la primavera de hace dos años, cuando un clan del Pueblo cruzaba el Yermo por la ruta norte.

—¿El Yermo? —dijo Perrin, con los ojos repentinamente abiertos—. ¿El Yermo de Aiel? ¿Estaban atravesando el Yermo de Aiel?

—Algunas personas pueden entrar en el Yermo sin hacer frente a ninguna oposición explicó Elyas—. Los juglares, los buhoneros, si son honestos. Los Tuatha’an lo atraviesan incesantemente. Los mercaderes de Cairhien solían hacerlo, antes de la Guerra de Aiel.

—Los Aiel rehúyen nuestro contacto —comenzó con tristeza Raen—, a pesar de nuestros repetidos intentos de hablar con ellos. Nos observan a distancia, sin aproximarse ni permitir que nosotros nos acerquemos a ellos. A veces me asalta la idea de que tal vez ellos conozcan la canción, aunque supongo que es harto improbable. Los hombres Aiel no cantan nunca. ¡Qué extraño! Desde el momento en que un chico de esa raza llega a la edad adulta sólo entona cánticos de guerra, o el canto fúnebre por los caídos; los he oído cantar ante los cadáveres de los suyos y de quienes han recibido muerte a manos de ellos. Aquella endecha es capaz de conmover hasta las propias piedras.

Ila realizó un gesto afirmativo para corroborarlo.

Perrin reconsideró rápidamente sus conceptos. Siempre había creído que los gitanos vivían atemorizados, pues, según los rumores, su vida era una constante huida, pero alguien amedrentado no osaría jamás adentrarse en el Yermo de Aiel. Por lo que había oído, nadie que estuviera en su sano juicio intentaría cruzar aquellas tierras.

—Si ésta es una historia sobre una canción —comenzó a reprochar Elyas, pero se detuvo al advertir el gesto negativo de Raen.

—No, mi viejo amigo, no versa sobre una canción. No estoy seguro de saber cuál es su sentido. —Se volvió hacia Perrin—. Los jóvenes Aiel viajan a menudo a la Llaga. Algunos van solos; por algún motivo se creen en la obligación de acabar con el Oscuro, pero la mayoría va en pequeños grupos. A cazar trollocs. —Raen sacudió la cabeza con aflicción y, cuando prosiguió, su voz sonó como un lamento—. Dos años atrás, un clan del Pueblo que atravesaba el Yermo aproximadamente a un kilómetro al sur de la Llaga encontró a uno de esos grupos.

—Eran mujeres jóvenes —intervino Ila, tan apesadumbrada como su marido—. Casi unas muchachas.

Perrin soltó una exclamación y Elyas esbozó una mueca sarcástica.

—Las hembras Aiel no deben ocuparse de la casa ni de la cocina si no quieren hacerlo, muchacho. Las que quieren convertirse en guerreras se inscriben en una de las asociaciones militares, las Far Dareis Mai, las Doncellas Lanceras, y luchan codo a codo con los hombres.

Perrin pareció perplejo y Elyas rió entre dientes al percibir su expresión.

Raen retomó el relato, con voz en la que se entremezclaban la contrariedad y el estupor.

—Las jóvenes estaban todas muertas, a excepción de una, que se encontraba agonizante. Esta se arrastró hasta los carromatos. No había duda de que sabía que eran de Tuatha’an. Su aversión era patente aun entre el dolor, pero era depositaria de un mensaje tan importante que debía transmitirlo a alguien, incluso a nosotros, antes de fallecer. Los hombres fueron a ver si podían asistir a alguna de sus compañeras (había un claro rastro de sangre que ella había dejado), pero todas estaban muertas y entre sus cuerpos había un número de cadáveres de trollocs tres veces superior al de ellas.

Elyas se levantó, con la pipa casi a punto de caerse de la boca.

—¿A cien kilómetros en el interior del Yermo? ¡Imposible! Djevik K’Shar, así es como llaman los trollocs al Yermo: la Tierra de la Muerte. No recorrerían cien kilómetros en esa región ni arrastrados por todos los Myrddraal de la Llaga.

—Sabéis muchas cosas sobre trollocs —comentó Perrin.

—Continuad con vuestra historia —indicó bruscamente Elyas a Raen.

—A juzgar por los trofeos que acarreaban las Aiel, era evidente que venían de la Llaga. Los trollocs las habían seguido, pero, por las huellas, pocos vivieron para regresar después de enfrentarse a ellas. En cuanto a la muchacha, no permitió que nadie la tocara, ni siquiera para curar sus heridas. Sin embargo, agarró por el cuello al Buscador de aquel clan y le dijo literalmente estas palabras: «El Marchitador de las Hojas tiene planeado cegar el Ojo del Mundo, Renegado. Quiere matar a la Gran Serpiente. Avisa al pueblo, Renegado. El Cegador de la Vista está próximo a aparecer. Diles que permanezcan alerta ante el que despierta con el crepúsculo. Diles…». Y entonces pereció.

»Marchitador de las Hojas y Cegador de la Vista son los nombres que dan los Aiel al Oscuro —informó Raen a Perrin—, pero, aparte de eso, no comprendo gran cosa. No obstante, ella lo consideró tan importante como para acercarse a quienes detestaba, para revelarlo con su último aliento. ¿Pero a quién? Nosotros formamos una comunidad aparte, el Pueblo Errante, pero me parece que no se refería a nosotros. ¿A los Aiel, tal vez? No nos dejarían explicárselo aunque lo intentáramos. —Suspiró profundamente—. Nos llamó Renegados. No sospechaba que nos detestaran hasta ese punto.

Ila depositó las agujas en el regazo y le acarició con dulzura la cabeza.

—Sería algo que averiguó en la Llaga —musitó Elyas—. Aunque no tiene sentido. ¿Matar a la Gran Serpiente? ¿Acabar con el propio tiempo? ¿Y cegar el Ojo del Mundo? Es como decir que va a hacer desfallecer de hambre a una piedra. Tal vez estaba delirando, Raen. Puede que, herida y agonizante, hubiera perdido la noción de la realidad. Quizá ni sabía quiénes eran esos Tuatha’an.

—Sabía qué decía y a quién se lo decía. Algo más preciado para ella que su misma vida, y nosotros no somos siquiera capaces de comprender su significado. Cuando os vi caminar hacia nuestro campamento, pensé que tal vez encontraríamos una respuesta por fin, dado que vos erais —Elyas hizo rápidamente una señal con la mano y Raen modificó lo que iba a decir—…que sois un amigo nuestro y estáis informado de muchos fenómenos extraños.

—No es esto —replicó Elyas con un tono que puso fin a la conversación.

El silencio que circundó a la fogata sólo se quebró con la música y las risas cercanas.

Con la espalda apoyada en uno de los troncos, Perrin trató de hallar un sentido al mensaje de la mujer Aiel, si bien su intento fue tan infructuoso como los de Elyas y Raen. El Ojo del Mundo había formado parte de sus sueños en más de una ocasión, pero no deseaba pensar en aquello. El otro interrogante era Elyas. ¿Qué había estado a punto de revelar Raen sobre el barbudo personaje y por qué Elyas lo había contenido? Tampoco logró aclarar aquel punto. Intentaba imaginarse cómo serían las muchachas Aiel, que iban a la Llaga, adonde sólo entraban los Guardianes, por lo que él sabía, y peleaban con los trollocs. Entonces oyó a Egwene, que regresaba canturreando.

Se puso en pie y salió a recibirla en el límite del círculo iluminado por el fuego. Ella se paró en seco, mirándolo con la cabeza ladeada. En la oscuridad, Perrin no acertaba a leer su rostro.

—Te has ausentado mucho rato —dijo—. ¿Te has divertido?

—Hemos cenado con su madre —respondió la muchacha—. Y hemos bailado… y reído. Parece como si hiciera siglos que no había bailado.

—Me recuerda a Wil al’Seen. Siempre has tenido el suficiente sentido común como para no dejar que ese individuo te metiera en su bolsillo.

—Aram es un joven amable y divertido —replicó Egwene con voz tensa—Me hace reír.

—Perdona. Me alegro de que hayas disfrutado.

De improviso, Egwene se precipitó en sus brazos y se echó a llorar sobre su hombro. Él le palmeó torpemente el cabello. «Rand sabría lo que hay que hacer en estos casos», pensó. Rand se comportaba con naturalidad con las muchachas. No como él, que nunca sabía qué decir ni cómo actuar.

—Ya te he pedido disculpas, Egwene. De veras me alegra que te hayas divertido en el baile.

—Dime que están vivos —murmuró apoyada en su pecho.

—¿Cómo?

Egwene se despegó de él, reteniéndole los brazos con las manos, y lo miró en la penumbra.

—Rand y Mat y los demás. Dime que están vivos. Perrin respiró hondo y miró dubitativo en derredor.

—Están vivos —declaró por último.

—Bien. —Se enjugó deprisa las mejillas con los dedos—. Eso es lo que quería oír. Buenas noches, Perrin. Que duermas bien.

Tras de ponerse de puntillas, le rozó la frente con los labios y luego se alejó de él sin darle tiempo a decir palabra alguna.

Se volvió para mirarla. Ila se levantó y las dos mujeres se encaminaron al carromato hablando en voz baja. «Rand lo entendería», pensó, «pero yo no».

Distantes en la noche, los lobos recibieron con sus aullidos el ascenso de la primera rodaja de la luna nueva en el horizonte y él se estremeció. Al día siguiente tendría tiempo de sobra para preocuparse por los lobos. No fue así, puesto que éstos estaban aguardando para hacer aparición en sus sueños.

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