Los destellos de sol que se filtraban hasta su angosto lecho despertaron a Rand de un sueño profundo pero intranquilo. Se cubrió la cabeza con la almohada, aunque ello no mitigaba apenas el efecto de la luz y, además, no tenía realmente ganas de volver a dormirse. Tras la primera pesadilla, había padecido otras más. Sólo recordaba la primera y ello le bastaba para no querer indagar más en la memoria.
Con un suspiro, dejó a un lado la almohada y se incorporó, parpadeando al estirarse. Todos los dolores de los que creía haberse librado con el baño habían regresado. Y todavía le dolía la cabeza, lo cual no le sorprendía en absoluto. Un sueño como aquél era capaz de producir dolor de cabeza a cualquiera. Los otros sueños se habían difuminado ya, pero ése permanecía nítido en su mente.
Las otras camas se hallaban vacías. La luz entraba por la ventana y formaba un ángulo inclinado, lo cual significaba que el sol estaba bastante alto en el horizonte. A aquella hora, en la granja, ya habría desayunado y estaría trabajando hacía ya rato. Saltó de la cama. Una ciudad al alcance de su mano y él ni siquiera se levantaba para verla. Por lo menos alguien se había encargado de que hubiera agua en la jarra, y de que ésta estuviera todavía tibia.
Se lavó y vistió deprisa, vacilando un momento ante la espada de Tam. Lan y Thom habían dejado sus albardas y las mantas en la habitación, pero no se veía por ningún lado la espada del Guardián. Lan había ido armado en el Campo de Emond incluso antes de que hubiera indicios del ataque. Concluyó que seguiría el ejemplo de aquel hombre, más avezado que él. Se dijo a sí mismo que no obedecía al impulso de hacer realidad su vieja ensoñación de pasear por las calles de una ciudad de verdad luciendo una espada, se la prendió a la cintura y se echó la capa sobre los hombros como si de un saco se tratara.
Bajó los escalones de dos en dos y se precipitó en dirección a la cocina.
Aquélla era sin duda la forma más rápida de conseguir algo de comer, y en su primer día de estancia en Baerlon no quería perder más tiempo del que ya había desaprovechado. «Rayos y truenos, podrían haberme despertado».
Maese Fitch se hallaba en la cocina, enfrentándose a una mujer regordeta cuyos brazos estaban rebozados de harina hasta los codos, la cocinera sin duda.
A decir verdad, era ella quien se enfrentaba a él, blandiendo los puños ante sus barbas. Las doncellas, pinches, ayudantes de cocina y fogoneros se afanaban en sus, tareas, haciendo deliberadamente caso omiso de lo que allí acontecía.
—…mi Cirri es un buen gato —decía, tajante, la cocinera—y no consentiré que se diga lo contrario, ¿me oís? Pues para que os enteréis, lo que estáis haciendo es protestar porque cumple demasiado bien con su trabajo.
—He recibido quejas —logró intercalar maese Fitch—. Quejas, señora. La mitad de los huéspedes…
—No quiero oír hablar de eso. No quiero oírlo. Si quieren quejarse de mi gato, que cocinen ellos. Mi pobre gato, que está cumpliendo perfectamente con su cometido, y yo nos iremos a otro sitio donde nos valorarán como es debido, ya lo veréis. —Se desanudó el delantal, haciendo ademán de quitárselo.
—¡No! —chilló maese Fitch, y dio un salto para contenerla. Forcejearon en círculo, mientras la mujer trataba de deshacerse del delantal y el posadero intentaba volvérselo a poner. —No, Sara —jadeó—, no es preciso llegar a estos extremos. ¡No es preciso, he dicho! ¿Qué iba a hacer yo sin ti? Cirri es un buen gato, un gato excelente. El mejor gato de Baerlon. Y, si alguien se queja, les diré que el gato está cumpliendo con su obligación. No tienes por qué irte. ¡Sara! ¡Sara!
La cocinera paró de girar, logrando zafarse de él.
—De acuerdo, pues. De acuerdo. —Asía el delantal con ambas manos, sin volver a atárselo—. Pero, si esperáis que tenga algo preparado antes de mediodía, mejor será que salgáis de aquí y me dejéis tranquila. Aunque estemos en vuestra posada, ésta es mi cocina. A menos que queráis cocinar vos. —Hizo un amago de querer cederle el delantal.
Maese Fitch retrocedió con las manos en alto. Abrió la boca y entonces se detuvo, mirando alrededor por primera vez. Los asistentes de cocina todavía pretendían no hacer ningún caso de la cocinera y el posadero. Rand, mientras tanto, rebuscaba en sus bolsillos, pero, a excepción de la moneda que le había dado Moraine, no llevaba en ellos más que alguna pieza de cobre y un puñado de objetos variopintos: su navaja de bolsillo y una piedra de esmeril, dos cuerdas de arco de recambio y un cordel que había pensado podría serle de utilidad.
—Estoy convencido, Sara —dijo prudentemente maese Fitch—, de que todo estará preparado a la altura de tu exquisitez habitual.
Dicho lo cual, miró de nuevo con cierto aire de sospecha a la servidumbre y se alejó con toda la dignidad de que pudo hacer acopio.
Sara aguardó a que se hubiera marchado para anudarse deprisa el delantal y luego dirigió los ojos hacia Rand.
—¿Supongo que quieres algo de comer, eh? Bueno, pasa —lo invitó sonriente—. No muerdo, no, aunque hayas visto lo que has visto. Ciel, tráele al muchacho un poco de pan y queso y leche. Eso es todo cuanto tenemos en estos momentos. Siéntate, chico. Tus amigos se han ido todos, salvo un chaval, del que me figuro que no se encontraba bien, y me parece que tú también querrás hacer lo mismo.
Una de las doncellas sirvió una bandeja mientras Rand tomaba asiento en un taburete junto a la mesa. Comenzó a comer, al tiempo que la cocinera reemprendía la labor de amasar la pasta para el pan, sin dejar de hablar, empero.
—No tienes que hacer caso de lo que has visto. Maese Fitch es un buen hombre, aunque la mayoría de vosotros no sois una ganga, precisamente. Lo que ocurre es que lo pone nervioso que la gente se queje, ¿y de qué se quejan? ¿Preferirían encontrar ratas vivas en lugar de muertas? Sin embargo, Cirri no suele dejar sus presas por ahí. ¿Y casi una docena? Cirri no permitiría que entraran tantas en la posada, no. Este es un establecimiento limpio, además, y no es propio que lo frecuenten tantos roedores. Y todos con la espalda quebrada. Sacudió la cabeza, mostrando extrañeza.
El pan y el queso se convirtieron en ceniza en el paladar de Rand. —¿Con la espalda quebrada?
—Piensa en cosas más risueñas —aconsejó la cocinera, haciendo gesticular una mano enharinada—, ésa es mi filosofía de la vida. Hay un juglar, sabes, que está ahora justamente en el comedor. Pero tú viniste con él ayer, ¿verdad? Eres uno de los que llegaron con la señora Alys ayer noche, ¿no es cierto? Me lo suponía. Lo que es yo, no tendría ocasión de ver a ese juglar, estando la posada tan llena, y la mayoría de los huéspedes son gentuza de las minas. Presionó con especial énfasis la masa—. No es la clase de clientes que acogeríamos en condiciones normales; lo que ocurre es que toda la ciudad está atestada de ellos. Aunque supongo que podrían ser mejores que algunos, claro. Vaya, no he visto un juglar desde antes del invierno y…
Rand comía mecánicamente, sin saber los alimentos, sin oír lo que decía la cocinera. Ratas muertas, con las espaldas quebradas. Concluyó deprisa el desayuno y salió después de dar las gracias tartamudeando. Debía hablar con alguien.
La sala principal de la posada apenas se asemejaba a la de la Posada del Manantial, salvo en el punto de que ambas estaban destinadas al mismo uso. Ésta era el doble de ancha y tres veces más larga y tenía pintados frisos con ornados edificios provistos de jardines de esbeltos árboles y radiantes flores. En lugar de un gran hogar, había chimeneas en cada una de las paredes, y el suelo estaba cubierto de hileras de mesas, cuyos bancos y sillas se encontraban ocupados casi al ciento por ciento.
Todos los hombres que componían la multitud de clientes con pipas entre los dientes y jarras en la mano se inclinaban hacia adelante con la atención fija en una sola persona. Thom, de pie sobre una mesa en el centro de la estancia, con su capa multicolor desparramada en una silla próxima. Incluso maese Fitch sostenía un bock de plata y un paño de limpieza con las manos inmóviles.
—…caracolea, con herraduras de plata y altivos y arqueados cuellos —declamaba Thom, mientras de algún modo parecía no sólo cabalgar, sino ser él mismo una larga procesión de jinetes—. Las plateadas crines ondean bajo las cabezas erguidas. Mil estandartes expuestos forman un arco iris sobre un cielo infinito. Un millar de trompetas de bronce ensordecen el aire y los tambores rugen igual que el trueno. Los vítores se suceden en oleadas entre las expectantes multitudes, brotan de los tejados y torres de Illian, dedicados al millar de oídos de los jinetes, cuyos ojos y corazones relucen con el carácter sagrado de su misión. La Gran Cacería del Cuerno cabalga, cabalga en busca del Cuerno de Valere que hará despertar de la tumba a los héroes de las eras fenecidas para guerrear en nombre de la Luz…
Era lo que el juglar había descrito como cántico sencillo, en aquellas noches en que viajaban rumbo norte. Las historias, decía, se exponían en tres tipos de voz: cántico alto, cántico sencillo y cántico común, el último de los cuales significaba contarla con igual simpleza como si se comentasen con un vecino los avatares de las cosechas. Thom explicaba relatos en voz común, pero no ocultaba por ello su desdén por esa tonalidad.
Rand entornó la puerta sin entrar y se dejó caer pesadamente contra la pared. Thom no podía aconsejarlo ahora. Moraine…, ¿qué haría ella si la pusiera al corriente?
Al reparar en las miradas de la gente que pasaba a su lado, cayó en la cuenta de que murmuraba en voz baja. Se enderezó y estiró su chaqueta. Tenía que hablar con alguien. La cocinera había dicho que uno de los otros no había salido. Hubo de contenerse para no echar a correr.
Cuando Rand llamó a la puerta de la habitación donde habían dormido sus amigos y asomó la cabeza, vio a Perrin, acostado en la cama sin vestir. Éste movió la cabeza sobre la almohada para mirar a Rand y luego volvió a cerrar los ojos. El arco y el carcaj de Mat estaban reclinados en un rincón.
—Me han dicho que no te encontrabas bien —explicó Rand, al tiempo que se sentó en el lecho contiguo—. Sólo quería hablar. Yo… —Advirtió que no sabía cómo iniciar el tema—. Si estás enfermo —añadió, incorporándose—, quizá necesites dormir. Me iré.
—No sé si conseguiré volver a dormir en toda mi vida —suspiró Perrin—.Tuve una pesadilla, ya que de todos modos vas a enterarte de ello, y no pude volver a conciliar el sueño. Mat no tardará mucho en contártelo. Esta mañana se ha echado a reír cuando le he explicado por qué no saldría con él, pero él también ha tenido un sueño. Escuché durante casi toda la noche cómo se revolvía y balbucía, y no ha pasado precisamente una noche agradable. —Se tapó los ojos con uno de sus robustos brazos—. Luz bendita, qué cansado estoy. Tal vez si me quedo aquí una hora o dos más, me sentiré con fuerzas para levantarme. Mat no dejará de recordarme hasta el resto de mis días que me perdí la visita a Baerlon a causa de un sueño.
Rand volvió a sentarse lentamente en la cama.
—¿Mató una rata? —preguntó deprisa, después de morderse los labios.
Perrin bajó el brazo y clavó la mirada en él.
—¿Tú también? —dijo, y al asentir Rand, prosiguió— desearía estar de nuevo en casa. Me dijo…, dijo… ¿Qué vamos a hacer? ¿Se lo has contado a Moraine?
—No, todavía no. No sé si voy a hacerlo. No lo sé. ¿Y tú?
—Él dijo… Rayos y truenos, Rand, no lo sé. —Perrin se enderezó de pronto, apoyándose en los codos—. ¿Crees que Mat ha tenido el mismo sueño? Se ha reído, pero con una risa que parecía forzada, y ha puesto una cara rara cuando le he contado que no había podido dormir a consecuencia de una pesadilla.
—Tal vez sí —respondió Rand, que se sentía culpable ante la sensación de alivio experimentada al descubrir que no era él solo quien había padecido aquel mal sueño—. Iba a pedirle consejo a Thom. Él ha visto mucho mundo. Tú…, tú no piensas que deba informar de ello a Moraine, ¿verdad?
Perrin dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada.
—Ya has oído las historias sobre las Aes Sedai. ¿Crees que podemos confiar en Thom? Si es que podemos confiar en alguien. Rand, si salimos de ésta con vida, si regresamos a casa algún día, y me oyes considerar la posibilidad de abandonar el Campo de Emond, aunque sólo sea para ir a la Colina del Vigía, me propinas un puntapié, ¿de acuerdo?
—Esas no son maneras de hablar —objetó Rand, con la sonrisa más animada que le fue posible esbozar—. Por supuesto que regresaremos a casa. Vamos, levántate. Estamos en una ciudad y tenemos todo un día para verla. ¿Dónde tienes la ropa?
—Vete tú. Quiero quedarme tumbado un rato. —Perrin volvió a cubrirse los ojos con el brazo—. Ve tú delante. Me reuniré contigo dentro de un par de horas.
—Tú te lo pierdes —dijo Rand, incorporándose—. Piensa en lo que no vas a ver. —Se detuvo junto a la puerta—. Baerlon. ¿Cuántas veces habíamos soñado visitar Baerlon algún día?
Perrin yacía con los ojos tapados, sin pronunciar ni una palabra. Pasado un minuto, Rand abandonó el dormitorio y cerró la puerta.
Una vez en el rellano, se apoyó en la pared, al tiempo que se disipaba su sonrisa. Todavía le dolía la cabeza; el dolor había arreciado en lugar de disminuir. No acertaba a sentir entusiasmo por nada.
Una doncella se aproximó, con los brazos cargados de sábanas, y lo miró con aire preocupado. Antes de que ella pudiera decir nada, se alejó, estremeciéndose bajo la capa. Thom no pondría fin a su espectáculo hasta al cabo de unas horas. Mejor era que aprovechase aquella ocasión de ver algo. Tal vez encontraría a Mat y averiguaría así si Ba’alzemon había invadido su sueño. Bajó los peldaños, más lentamente esta vez, frotándose las sienes.
Las escaleras terminaban cerca de la cocina, por lo que tomó aquel camino de salida. Saludó con la cabeza a Sara, pero apremiando el paso cuando la mujer parecía dispuesta a retomar la charla en el mismo punto en que la había dejado. El patio se hallaba solitario a excepción de Mutch, que se encontraba de pie junto a la puerta del establo. También a él saludó Rand con un gesto; sin embargo Mutch le devolvió una hosca mirada antes de desaparecer en el interior de las caballerizas. Dispuesto a comprobar cómo era una ciudad, hizo votos por que el resto de la ciudadanía se asemejara más a Sara que a Mutch y aligeró la marcha.
Se detuvo a observar ante las puertas abiertas del patio. La gente abarrotaba la calle como las ovejas en un aprisco, gente embozada hasta los ojos en capas y chaquetas, con los sombreros calados para resguardarse del frío, se entrecruzaba con paso rápido como si el viento que silbaba por encima de los tejados los empujara a caminar, rozando con los codos a sus congéneres sin dedicarles apenas una palabra o una mirada. «Todos extraños», caviló. «No se conocen entre ellos».
Los olores también eran insólitos, compuestos de una rara mezcolanza agridulce que le hacía rascarse la nariz. Aun en los momentos más activos de los festejos del pueblo no había visto a las personas arracimadas con tanta apretura, ni en tal número. Y aquello sólo era una calle. Maese Fitch y la cocinera decían que la ciudad estaba llena. ¿Toda la urbe… de aquella manera?
Se apartó despacio de la salida y se alejó por la rúa repleta de gente. En verdad, no era correcto irse y dejar a Perrin enfermo en la cama. ¿Y qué sucedería si Thom acababa de contar sus relatos mientras Rand paseaba por la población? El juglar quizá saldría también por su cuenta y él necesitaba hablar con alguien.
Era preferible aguardar un poco. Exhaló un suspiro de alivio al volver la espalda al hervidero que era aquella calle.
No obstante, con aquel dolor de cabeza, tampoco le apetecía volver a entrar en la posada. Se sentó en una barrica, apoyado en la pared trasera del edificio, con la esperanza de que el fresco aire aliviase su cefalea.
Mutch se asomaba de tanto en tanto a la puerta del establo. Incluso a varios metros de distancia, Rand percibía su hosca expresión de rechazo. ¿Se debía aquélla tal vez al desagrado que le inspiraban los campesinos? ¿O era consecuencia de la cálida acogida de maese Fitch después de su tentativa de echarlos afuera por haber entrado por detrás? «Quizá sea un Amigo Siniestro», pensó, esperando reír para sus adentros de aquella ocurrencia, lo cual, sin embargo, no sucedió. Rozó con la mano la empuñadura de la espada de Tam, comprobando que su estado de ánimo no propiciaba para nada la hilaridad.
—Un pastor con una espada con la marca de la garza —dijo quedamente una voz de mujer—. Francamente increíble. ¿Qué problemas tienes, forastero de las tierras del sur?
Rand se puso en pie, sobresaltado. Era la joven de pelo corto que se encontraba junto a Moraine cuando salieron del cuarto de baño, todavía ataviada con chaqueta y pantalones de hombre. Era algo mayor que él, le pareció; sus ojos oscuros, aún más grandes que los de Egwene, poseían una mirada extrañamente inquisitiva.
—Tú eres Rand, ¿verdad? —continuó—. Me llamo Min.
—No tengo ningún problema —respondió. Ignoraba lo que Moraine le había dicho, pero recordó la admonición de Lan respecto a no llamar la atención—. ¿Qué te hace pensar que los tengo? Dos Ríos es una región tranquila y todos somos gente pacífica. No es un lugar donde quepan las preocupaciones, a menos que tengan relación con las cosechas o con los corderos.
—¿Tranquila? —dijo Min con una leve sonrisa—. He oído hablar de los habitantes de Dos Ríos. He escuchado los chistes sobre pastores empecinados y, además, hay hombres que han viajado a las regiones sureñas.
—¿Empecinados? —repitió Rand, con el rostro ceñudo—. ¿De qué cuentos hablas?
—Los que yo conozco —prosiguió como si Rand no la hubiera interrumpido—dicen que sois todo sonrisas y amabilidad, dóciles y maleables como la mantequilla, al menos en apariencia. Bajo esa superficie, según ellos, tenéis la misma dureza que las raíces de un viejo roble. Pinchadlos un poco, dicen, y toparéis con una roca. Pero la roca es más superficial en ti y en tus amigos, como si una tempestad os hubiera arrebatado la casi totalidad de la envoltura. Moraine no me lo explicó todo, pero yo veo lo que veo.
¿Raíces de un viejo roble? ¿Roca? Aquello no se parecía al tipo de cosas que dirían los mercaderes o sus guardas. Su última frase, no obstante, le provocó un respingo. Echó una mirada rápida alrededor; las caballerizas estaban vacías y las ventanas más cercanas, cerradas.
—No conozco a nadie llamado… ¿cómo era ese nombre?
—En ese caso, la señora Alys, si así lo prefieres —repuso Min con gesto divertido que coloreó sus mejillas—. Lo cierto es que ella no tenía otra alternativa, supongo. Vi de inmediato que era… diferente, cuando se alojó aquí de camino a vuestra comarca. Ella sabía de mi existencia. Yo ya había hablado antes con… otras como ella.
—¿Que lo viste? —inquirió Rand.
—Bueno, no creo que vayas corriendo a explicárselo a los Hijos, habida cuenta de quiénes son tus compañeros de viaje. Los Capas Blancas desaprobarían de igual modo mis actividades que las de ella.
—No comprendo.
—Ella dice que veo retazos del Entramado. —Min emitió una ligera carcajada, agitando la cabeza—. A mí me suena demasiado grandilocuente. Únicamente veo cosas al mirar a la gente y a veces sé lo que éstas significan. Observo, por ejemplo, a un hombre y a una mujer que no se han dirigido nunca la palabra y adquiero conciencia de que se casarán. Y así ocurre. Ella quería que os mirase. A todos, juntos.
—¿Y qué has visto? —preguntó Rand con un estremecimiento.
—¿Cuando estabais en grupo? Chispas que se agitaban en torno a vosotros, cientos de ellas, y una gran sombra, más oscura que la noche cerrada. Es tan potente que casi me extraña que no la perciba todo el mundo. Las chispas tratan de rellenar la sombra y ésta trata de engullirlas. —Se encogió de hombros—. Todos estáis vinculados, amenazados por un mismo peligro, pero no puedo sacar más conclusiones.
—¿Todos? —murmuró Rand—. ¿Egwene también? Pero a ella no… quiero decir…
Min no pareció advertir su paso en falso.
—¿La muchacha? Ella está incluida en ello, y el juglar también. Todos vosotros. Estás enamorado de ella. —Rand la miró petrificado—. Puedo afirmarlo sin ver ninguna imagen. Ella también te quiere, pero no es para ti, ni tú para ella. No de la manera que ambos desearíais.
—¿Qué diablos significa eso?
—Cuando la miro, veo lo mismo que al mirar a… la señora Alys. Y otras cosas, detalles que no comprendo, pero sé lo que eso representa. Ella no renunciará a ello.
—Tonterías —replicó Rand, incómodo. El dolor de cabeza estaba dando paso a un estado de letargo; se sentía entumecido. Quería alejarse de aquella muchacha y de lo que ella captaba. Y sin embargo…
—¿Qué es lo que ves al mirarnos… a los demás?
—Cantidad de imágenes —respondió Min, sonriendo como si supiera lo que realmente quería preguntarle—. El Guar…, eh… maese Andra tiene siete torres en ruinas en torno a su cabeza y un recién nacido en una cuna con una espada en la mano y… —Sacudió la cabeza—. Los hombres como él, ¿comprendes?, siempre despiden un montón de imágenes que se superponen. La visión más precisa que desprende el juglar es un hombre, que no es él, que escupe fuego y la Torre Blanca, lo cual carece de sentido tratándose de un hombre. Lo que percibo con más fuerza en ese fornido chico de pelo rizado es un lobo, una corona rota y árboles que florecen a su alrededor. Y en el otro… un águila roja, un ojo en una balanza, una daga con un rubí, un cuerno y un rostro sonriente. También hay otros aspectos, pero ya sabes a lo que me refiero. En esta ocasión, no puedo valorar más unos que otros. —Aguardó, todavía sonriente, hasta que él se aclaró la garganta para preguntar:
—¿Y qué hay respecto a mí?
La sonrisa se convirtió en un estallido de risa.
—El mismo tipo de cosas que en los demás. Una espada que no es una espada, una corona dorada de hojas de laurel, un bastón de mendigo, tú derramando agua en la arena, una mano sangrienta y un hierro candente, tres mujeres ante un ataúd que contiene tu cuerpo, una roca negra mojada de sangre…
—Está bien —la interrumpió con inquietud—. No tienes por qué recitar toda la lista.
—Sobre todo, veo relámpagos en torno a ti, algunos dirigidos hacia ti y otros emitidos por ti. No sé qué significado tiene todo esto, salvo en un punto. Tú y yo volveremos a encontrarnos. —Le dirigió una mirada interrogativa, como si ella misma no acabara de comprenderlo.
—¿Y por qué no habríamos de volver a vernos? —dijo—. Pasaré por aquí cuando regrese a casa.
—Supongo que sí, ya que lo dices. —Su sonrisa retornó de improviso, irónica y misteriosa, al tiempo que le daba una palmada en la mejilla—. Pero, si te contara todo lo que veo, se te pondría el pelo igual de rizado que a ese amigo tuyo tan ancho de hombros.
Rand se apartó de un salto de su mano, como si fuera un metal candente.
—¿A qué te refieres? ¿Ves algo relacionado con ratas? ¿O algo que tenga que ver con los sueños?
—¡Ratas! No, ratas no. En cuanto a los sueños, tal vez tengas tú ese concepto de los sueños, aunque el mío nunca fue ése.
Se preguntó si estaría loca para sonreír de ese modo.
—Tengo que irme —dijo, alejándose—. Tengo… que reunirme con mis amigos.
—Ve pues. Pero no escaparás.
Aun cuando no emprendiera exactamente una carrera, cada paso que daba era más veloz que el anterior.
—Corre, si así lo deseas —le gritó la joven—. No podrás huir de mí.
Sus risas lo espolearon hacia la calle, hacia el barullo de gente. Sus últimas palabras eran demasiado parecidas a las pronunciadas por Ba’alzemon. Avanzó a ciegas y tropezó con los transeúntes, lo que provocó miradas agraviadas e invectivas, pero no aminoró la marcha hasta hallarse a varias calles de distancia de la posada.
Pasado un rato, comenzó a prestar nuevamente atención a su entorno. Sentía la cabeza como un globo, si bien ello no le impedía disfrutar de cuanto veía. Concluyó que Baerlon era una ciudad magnífica, a pesar de carecer del empaque de las urbes que poblaban los relatos de Thom. Vagabundeó por amplias avenidas, pavimentadas en su mayor parte, y penetró en angostas callejas y tortuosos callejones, desviándose al azar o arrastrado por el impulso de la multitud. Había llovido la noche anterior y la muchedumbre había ya convertido en barro la superficie de las calles que no estaban enlosadas, pero las rúas fangosas no representaban ninguna novedad para él, puesto que la totalidad de las vías de paso de Campo de Emond carecían de pavimento.
Ciertamente, no había palacios, y únicamente escasos edificios superaban la talla de las casas de su pueblo, pero todos tenían un tejado de pizarra o teja tan elegante como el de la Posada del Manantial. Barruntaba que debía de haber uno o dos palacios en Caemlyn. En cuanto a las posadas, contó nueve, ninguna de las cuales era menor que la del Manantial, habida cuenta de que la mayoría eran tan imponentes como la posada del Ciervo y el León, y ello cuando todavía le quedaban infinidad de calles por visitar.
Había tiendas en todas partes, con toldos que guarecían mesas cubiertas de mercaderías de toda suerte, desde telas a libros, pasando por pucheros y botas. Era como si un centenar de carromatos de buhonero hubieran derramado su contenido en ellas. Las contemplaba con tal detenimiento que en más de una ocasión hubo de reemprender apresuradamente camino ante las miradas suspicaces de los tenderos. No había comprendido la reacción del primer tendero. Cuando dilucidó su sentido, le invadió un profundo enojo, hasta que recordó que él era allí un forastero. No habría podido comprar gran cosa, de todos modos. Se quedó de una pieza al ver la cantidad de monedas de cobre que se pagaban por una docena de manzanas descoloridas o por un puñado de nabos apergaminados, no mejores que los que daban a comer a los caballos en Dos Ríos. Pero la gente no parecía tener inconveniente en abonar aquellos precios.
Realmente había demasiadas personas para su gusto. Por un momento su mera aglomeración lo sobrecogió. Algunos llevaban ropajes de corte más elegante que ningún habitante de Dos Ríos —casi tan elegantes como los de Moraine—y, con menor frecuencia, se veían viandantes arropados con abrigos de pieles que llegaban hasta los tobillos. Los mineros de los que no paraban de hablar en la posada tenían el porte encorvado propio de quienes cavaban bajo tierra. No obstante, la mayoría de los transeúntes tenían un aspecto semejante al de la gente entre la que se había criado, tanto en su atuendo como en el semblante. De alguna manera, esperaba que fueran distintos. Sin embargo, algunos de ellos poseían facciones tan similares a las de la gente de Dos Ríos que no era descabellado imaginar que pertenecían a una u otra familia de las que conocía en los alrededores de su pueblo. Un individuo desdentado de pelo gris con unas orejas como asas de jarra, sentado en un banco fuera de una de las posadas, mirando taciturno un vaso vacío, podría haber sido fácilmente uno de los primos de Bili Congar. El sastre de mandíbula prominente que cosía delante de su establecimiento era la copia exacta del hermano de Jon Thane, incluso con la misma calvicie en la coronilla. Una reproducción aproximada de Samel Crawe lo adelantó caminando y…
Observó atónito a un flaco hombrecillo de brazos largos y nariz afilada que se abría paso precipitadamente entre la multitud, vestido con ropas tan desastradas como un hatillo de harapos. El hombre tenía los ojos hundidos en su demacrado y sucio rostro, pero Rand habría jurado… El andrajoso personaje reparó entonces en él y se detuvo súbitamente, haciendo caso omiso de los viandantes que tropezaban con él. Rand abandonó todo asomo de duda.
—¡Maese Fain! —gritó—. Todos pensábamos que os…
El buhonero echó a correr con más rapidez que una centella, pero Rand lo siguió, ofreciendo disculpas a las personas con quienes topaba. En medio del gentío, divisó cómo Fain entraba disparado en un callejón, hacia el cual se desvió él mismo.
El buhonero se había detenido a unos pasos de la boca, ante una alta reja que convertía la vía en un callejón sin salida. Al pararse también Rand, Fain dio unos rodeos y retrocedió encorvado y temeroso, al tiempo que batía sus mugrientas manos para indicarle que no se acercara. Su chaqueta tenía más de un desgarrón y su capa estaba gastada y deslucida, como si hubiera padecido un uso más prolongado del habitual.
—Maese Fain —dijo, vacilante, Rand—, ¿qué ocurre? Soy yo, Rand al’Thor de Campo de Emond. Todos creíamos que los trollocs os habían apresado.
Fain gesticuló vivamente y, agachado todavía, avanzó con paso sinuoso hacia la boca del callejón, tratando de no pasar cerca de Rand.
—¡No! —jadeó. Agitaba constantemente la cabeza intentando ver más allá de donde se encontraba Rand—. No menciones a ésos. —Su voz se convirtió en un ronco susurro y volvió la cabeza a un lado, asestando a Rand breves miradas de soslayo—. Hay Capas Blancas en la ciudad.
—No tienen por qué importunarnos —replicó Rand—. Venid conmigo a la posada del Ciervo y el León. Me alojo allí con unos amigos, a los que conocéis en su mayoría. Se alegrarán de veros. Todos os dábamos por muerto.
—¿Muerto? —espetó, indignado, el buhonero—. No sucederá así con Padan Fain. Padan Fain sabe de qué lado saltar y dónde aterrizar. —Se alisó sus harapos, como si éstos fueran un elegante atuendo—. Siempre he actuado así y así seguiré haciéndolo. Viviré largo tiempo, más que… —Bruscamente, asumió una expresión tensa, clavando las uñas en la chaqueta—. Prendieron fuego a mi carro y a todas mis mercancías. No tenían ningún motivo para hacerlo, ¿no es cierto? No pude llevarme mis caballos. Eran mis caballos, pero ese gordinflón de posadero los había encerrado en su establo. Tuve que caminar velozmente para evitar que me degollaran, ¿y adónde me condujeron mis pasos? Todo cuanto me queda es lo que llevo puesto. ¿Es ello justo? ¿Lo es?
—Vuestros caballos están a resguardo en el establo de maese al’Vere y podréis recuperarlos cuando queráis. Si venís conmigo a la posada, estoy seguro de que Moraine os ayudará a regresar a Dos Ríos.
—¡Aaaaah! Es…, es la Aes Sedai, ¿no es cierto? —Una mirada recelosa ensombreció el semblante de Fain—. Quizá, no obstante… —Se detuvo, mordiéndose nervioso los labios—. ¿Cuánto tiempo estaréis en esa…? ¿Cómo era? ¿Cómo has dicho que se llamaba…? ¿La posada del Ciervo y el León?
—Partimos mañana —respondió Rand—. ¿Pero qué tiene que ver eso con…?
—Tú no puedes saberlo —gimoteó Fain—, paseando por ahí con el estómago lleno después de pasar la noche durmiendo confortablemente en una blanda cama. Yo apenas he dormido un minuto desde aquella noche. Tengo las botas gastadas de tanto correr, y, si te contara lo poco que he comido… —Su rostro se retorció—. No quiero estar ni aunque sea a varios kilómetros de distancia de una Aes Sedai. —Pronunció esta última palabra como si escupiera—. Ni a innumerables kilómetros, pero no puedo evitarlo, ¿verdad? La sola idea de que ponga sus ojos sobre mí, o de que sepa dónde estoy… —Alargó la mano hacia Rand como si quisiera agarrarle la chaqueta, pero se contuvo, agitándola, y en su lugar dio un paso atrás—. Prométeme que no se lo dirás. Me da miedo. No hay necesidad de que se lo cuentes, ningún motivo para que una Aes Sedai sepa ni siquiera que estoy vivo. Debes prometérmelo. ¡Debes hacerlo!
—Lo prometo —dijo Rand con tono tranquilizador—. Pero no tenéis por qué tenerle miedo. Venid conmigo. Como mínimo, podréis tomar una comida caliente.
—Tal vez. Tal vez. —Fain se acarició la barbilla, pensativo—. ¿Mañana, dices? Mientras tanto… ¿no olvidarás tu promesa? ¿Ni irás a decirle…?
—No permitiré que os haga ningún daño —aseguró Rand, preguntándose cómo podría interponerse a los designios de una Aes Sedai, fuese cual fuese su cariz.
—No me causará ningún daño —objetó Fain—. Oh, no. No se lo consentiré.
Después, salió disparado como una liebre y se perdió entre la multitud.
—¡Maese Fain! —gritó Rand—¡Esperad!
Salió precipitadamente del callejón, justo a tiempo de percibir una andrajosa capa que desaparecía en la siguiente esquina. Corrió tras él, llamándolo todavía. Sólo alcanzó a ver la espalda de un hombre antes de chocar contra ella y caer en el fango en compañía del desconocido.
—¿Es que no miras por dónde andas? —murmuró alguien bajo él.
Rand se levantó sorprendido.
—¡Mat!
Mat se sentó y lo taladró con la mirada al tiempo que limpiaba el barro de la capa con las manos.
—Realmente debes de estar convirtiéndote en un hombre de ciudad. Duermes la mañana entera y luego corres y avasallas a la gente. —Se puso en pie, se miró las manos enlodadas; luego murmuró entre dientes y las frotó en la tela de la capa—. Oye, nunca adivinarías a quién acabo de ver.
—A Padan Fain —repuso Rand.
—Padan Fa… ¿Cómo lo sabes?
—Estaba con él, pero se ha marchado corriendo.
—Así que los tro… —Mat calló y echó una mirada cautelosa en derredor, pero la muchedumbre que pasaba junto a ellos caminaba inmutable—. De modo que no lo cogieron. Me pregunto por qué se fue de aquel modo de Campo de Emond, sin decir nada a nadie. Probablemente echó a correr entonces y no paró hasta llegar aquí. ¿Pero por qué correría ahora?
Rand sacudió la cabeza y enseguida deseó no haberlo hecho; sentía como si fuera a caérsele al suelo.
—No lo sé, aparte del detalle de que M…, la señora Alys le inspira temor. —No era tan fácil comportarse con prudencia en todo momento—. No quiere que ella sepa que está aquí. Me hizo prometerle que no se lo diría.
—Por lo que a mí respecta, su secreto está a salvo —afirmó Mat—. A mí también me gustaría que ella no supiera dónde me encuentro.
—Mat… —La gente todavía fluía a su alrededor sin prestarles atención; Rand bajó la voz, de todos modos, acercándose a su amigo—. Mat, ¿has tenido una pesadilla esta noche? ¿Sobre un hombre que mataba una rata?
Mat lo miró sin pestañear.
—¿Tú también? —dijo—. Y Perrin, supongo. He estado a punto de preguntárselo esta mañana, pero… Seguro que también ha soñado lo mismo. ¡Rayos y truenos! Ahora alguien nos está provocando los mismos sueños. Rand, de veras me gustaría que nadie conociera mi paradero.
—Había ratas muertas por toda la posada esta mañana. —No se sentía tan atemorizado al contarlo como unas horas antes—. Con las espaldas quebradas.
Su voz resonaba en sus propios oídos. Si estaba por caer enfermo, debería pedir ayuda a Moraine. Le asombró comprobar cómo la perspectiva de ser receptor del Poder Único no le incomodaba en lo más mínimo.
Mat inspiró profundamente, se arrebujó en la capa y miró en torno a sí buscando un sitio adonde ir.
—¿Qué nos pasa, Rand? ¿Qué?
—No lo sé. Voy a pedirle consejo a Thom, para ver qué opina acerca de contárselo a… otra persona.
—¡No! A ella no. A él puede que sí, pero a ella no.
La firmeza de su protesta tomó por sorpresa a Rand.
—¿Entonces creíste lo que él dijo? —No era preciso especificar quién era «él», puesto que la mueca esbozada por Mat indicaba claramente que lo había comprendido.
—No —respondió lentamente Mat—. Sólo tengo en cuenta todas las posibilidades. Si se lo explicamos a ella y él estaba mintiendo, quizá no ocurra nada en ese caso. Quizá. Pero a lo mejor el mero hecho de que él se persone en nuestros sueños bastaría para… No lo sé. —Se detuvo para tragar saliva—. Si no se lo contamos, tal vez tengamos algunas pesadillas más. Con ratas o sin ellas, los sueños son preferibles a… ¿Recuerdas lo del trasbordador? Yo opino que es mejor mantener la boca cerrada.
—De acuerdo.
Rand no había olvidado lo sucedido en el Taren, ni tampoco la amenaza expresada por Moraine, pero de algún modo le parecía algo muy lejano.
—Perrin no dirá nada, ¿verdad? —continuó Mat, balanceándose sobre la punta de los pies—. Tenemos que volver para decírselo. Si él se lo cuenta, ella se imaginará lo nuestro. Puedes apostarlo. Vamos. —Comenzó a andar deprisa entre el gentío.
Rand permaneció inmóvil, mirándolo, hasta que Mat regresó para agarrarlo del brazo. Tuvo un sobresalto al sentir su contacto y luego caminó tras él.
—¿Qué te pasa? —preguntó Mat—. ¿Es que vas a quedarte dormido otra vez?
—Me parece que estoy resfriado —respondió Rand; sentía la cabeza tensa como un tambor y casi igual de vacía.
—Podrás tomarte un poco de caldo de gallina cuando lleguemos a la posada —propuso Mat.
Este mantuvo un parloteo constante mientras atravesaban las calles atestadas. Rand se esforzaba en escucharlo e incluso en decir algo de vez en cuando, pero ello le representaba un esfuerzo. Se encontraba demasiado cansado; no experimentaba deseos de dormir. Simplemente sentía como si estuviera sumido en una corriente, a la deriva. Pasado un rato, refirió a Mat su conversación con Min.
—¿Una daga con un rubí, eh? —dijo Mat—. Me gusta eso. Sin embargo, no sé qué será eso del ojo. ¿Estás seguro de que no estaba inventándolo? A mí me parece que tendría que saber lo que significa si de verdad es una adivina.
—Ella no ha dicho que fuera una adivina —arguyó Rand—. Yo creo que ve cosas. Recuerda que Moraine estaba hablando con ella cuando salimos del baño. Y además sabe quién es en realidad Moraine.
—Pensaba que no debíamos utilizar ese nombre —le advirtió Mat, ceñudo.
—No —murmuró Rand, frotándose la frente con ambas manos. Le era tan difícil concentrarse en algo…
—Creo que quizás estés enfermo —agregó Mat, con el entrecejo todavía fruncido. De improviso, tiró de la chaqueta de Rand para detenerlo—. Míralos.
Tres hombres con petos y yelmos de acero cónicos, bruñidos hasta el punto de relucir como la plata, se abrían paso por la calle en dirección a Rand y Mat. Incluso la malla que cubría sus brazos despedía fulgor. Sus largas capas, de un blanco prístino, con un bordado en el pecho que representaba un sol naciente, barrían el fango y los charcos del suelo. Tenían las manos apoyadas en las empuñaduras de las espadas y miraban a su alrededor como si observasen las criaturas que habían salido arrastrándose de debajo de un tronco podrido. Pero nadie les devolvía la mirada. Nadie parecía hacerse eco de su presencia. No obstante, los tres personajes no tenían necesidad de franquear el paso entre la muchedumbre, puesto que ésta se hacía a un lado ante ellos, como por azar, dejándoles un amplio espacio que se reproducía a medida que avanzaban.
—¿Crees que son los Hijos de la Luz? —inquirió Mat en voz alta, provocando una dura mirada por parte de un viandante, que se dispuso de inmediato a apresurar el paso.
Rand asintió mudamente. Los Hijos de la Luz, los Capas Blancas, hombres que odiaban a las Aes Sedai. Hombres que aleccionaban a la gente acerca del modo en que habían de vivir, infiriendo contratiempos a aquellos que se negaban a obedecer. «Debería sentir temor», pensó, «o curiosidad». Algo, en todo caso. Sin embargo, los observaba impávido.
—No me parecen gran cosa —comentó Mat—. Unos fanfarrones, eso sí, ¿no crees?
—No tenemos por qué ocuparnos de ellos —repuso Rand—. Vayamos a la posada. Tenemos que hablar con Perrin.
—Iguales que Eward Congar, que siempre tiene la nariz apuntando al aire. —Mat sonrió de pronto, con un destello en los ojos—. ¿Te acuerdas de cuando se cayó por el Puente de los Carros y tuvo que volver todo mojado a casa? Eso le bajó los humos durante un mes seguido.
—¿Y qué tiene que ver eso con Perrin?
—¿Ves eso? —Mat apuntó a un carro que reposaba sobre sus varales en un callejón, justo delante de los Hijos. Una sola estaca sostenía a una docena de barricas apiladas sobre él—. Mira. —Riendo, se precipitó hacia una cuchillería que había a su izquierda.
Rand lo miró correr, consciente de que debía reaccionar de algún modo. Aquel brillo en los ojos de Mat siempre auguraba una de sus travesuras. Pero, curiosamente, permaneció pasivo, expectante ante lo que iba a hacer Mat. Algo le decía que la actitud de su amigo era imprudente, peligrosa, pero aun así sonreía previendo lo que iba a acontecer.
Un minuto después, Mat apareció encima de él, saltando de la ventana de un ático al tejado de una tienda. Llevaba la honda en las manos y comenzaba a hacerla girar. Rand volvió a posar la mirada en el carro. Casi de inmediato, se oyó un restallido seco y la estaca que sostenía los barriles cayó justo en el momento en que los Capas Blancas pasaban delante del callejón. La gente se apartó velozmente de las barricas que bajaron rodando por los varales de la carreta con un sordo estruendo e irrumpieron en la calle, levantando salpicaduras de barro y agua fangosa en todas direcciones. Los tres Hijos saltaron con igual rapidez que los demás, cambiando su altanería por la sorpresa. Algunos transeúntes cayeron, produciendo más salpicaduras, pero los tres se movieron con agilidad y esquivaron los barriles sin dificultades. Aun así, no pudieron evitar que sus capas quedaran rociadas de barro.
Un hombre barbudo salió corriendo de la calleja; agitaba las manos y gritaba con furia, pero, tras una mirada fugaz a los tres individuos que en vano intentaban cepillarse el fango de la ropa, retrocedió con más premura incluso de la que había hecho gala antes. Rand miró de reojo el tejado; Mat se había esfumado. Había sido un blanco sencillo para un muchacho de Dos Ríos, pero las consecuencias producidas estaban más allá de sus cálculos. No podía contener la risa; su humor parecía amortiguado, pero no podía evitar encontrar divertida aquella escena. Al volverse hacia la calle, los Capas Blancas lo estaban mirando feamente.
—¿Hay algo que te hace gracia, eh?
El que había hablado se hallaba a unos pasos más adelante que los otros. Tenía un aire arrogante e impasible, con un fulgor en los ojos como si abrigara un conocimiento exclusivo, inasequible al resto de la humanidad.
Rand interrumpió la risa de golpe. Se encontraba él solo con los Hijos, en medio de las barricas y el fango. El gentío que fluía allí unos instantes antes se había apresurado a acudir a atender asuntos urgentes.
—¿Acaso el temor de la Luz te ha atado la lengua? —El enojo afilaba aún más el enjuto rostro del Capa Blanca, el cual echó una desdeñosa ojeada al puño de la espada que despuntaba en la capa de Rand—. Tal vez seas tú el responsable de esto, ¿eh?
Rand se movió para cubrir la espada, pero en su lugar la apartó hacia un costado. En lo más recóndito de su mente, le sorprendían sus propios actos. Sin embargo, aquél era un pensamiento remoto.
—Siempre ocurren accidentes —dijo—. Incluso a los Hijos de la Luz.
El hombre de rostro enjuto enarcó una ceja.
—¿Tan peligroso eres, jovenzuelo? —En realidad, él no superaba la edad de Rand.
—La marca de la garza, lord Bornhald —le advirtió uno de los otros.
El hombre volvió a mirar la empuñadura de la espada de Rand, en la que destacaba claramente la garza de bronce, y sus ojos se desorbitaron momentáneamente. Después dejó reposar la mirada en el semblante de Rand y resopló.
—Es demasiado joven. No eres de aquí, ¿verdad? —preguntó fríamente—. ¿De dónde eres?
—Acabo de llegar a Baerlon. —Un estremecimiento recorrió los brazos y piernas de Rand. Se había ruborizado y se sentía acalorado—. ¿No conoceréis alguna posada para recomendarme?
—No has respondido a mis preguntas —espetó Bornhald—. ¿Qué demonio hay en ti que te impide contestarme?
Sus compañeros se apostaron a ambos lados de él, con rostros duros e inexpresivos. A pesar de las manchas de barro en sus capas, nada movía a risa en ellos.
El hormigueo había hecho presa del cuerpo de Rand y el calor había dado paso a la fiebre. Quería reír; le sentaba tan bien hacerlo… Una vocecilla le indicaba en su interior que aquello no era lo adecuado, pero solamente era capaz de pensar en la pletórica energía que lo henchía, casi hasta el punto de querer estallar. Sonriente, se balanceó sobre los talones y aguardó a lo que iba a suceder a continuación. De un modo vago, distante, se preguntaba qué podría ser.
La cara del cabecilla se ensombreció aún más. Uno de los otros dos desenvainó parte de la hoja de la espada, mientras hablaba con voz airada: .
—Cuando los Hijos de la Luz hacen preguntas, patán de ojos grises, queremos recibir respuesta, o… —Se interrumpió al contenerlo el hombre de rostro enjuto, que le cortó el paso con un brazo. Bornhald alzó la cabeza en dirección a la entrada de la calle.
La guardia de la ciudad había llegado. Eran doce hombres con yelmos de acero redondeados y jubones de cuero tachonados, con barras en la mano que, al parecer, sabían cómo utilizar. Se detuvieron en silencio, vigilantes, a diez pasos de ellos.
—Esta ciudad ha perdido la Luz —gruñó el individuo que había hecho ademán de desenfundar la espada. Elevó la voz, para ser oído por la guardia—. ¡Baerlon permanece bajo la Sombra del Oscuro! —A un gesto de Bornhald, introdujo de golpe la hoja en la vaina.
Bornhald se volvió otra vez hacia Rand, con los ojos chispeantes de convicción.
—Los Amigos Siniestros no logran escapar de nosotros, jovenzuelo, ni siquiera en una ciudad situada al amparo de la Sombra. Volveremos a encontrarnos. ¡Puedes estar seguro de ello!
Giró sobre sus talones y se alejó a grandes zancadas, seguido por sus dos compañeros, como si Rand hubiera dejado de existir. Por el instante, al menos. Cuando arribaron otra vez al tramo frecuentado de la calle, la multitud volvió a abrirse ante ellos, de la misma manera aparentemente fortuita. La guardia vaciló, mirando a Rand y, llevándose las barras a los hombros, prosiguieron su marcha en pos de los tres individuos de capa blanca. Debían abrirse camino para avanzar y gritaban:
—¡Ceded paso a la guardia!
Pocos de los que se apartaban no lo hacían a regañadientes,
Rand todavía se mecía de pie, aguardando. El hormigueo era tan intenso que casi se estremecía; sentía como si el calor estuviera consumiéndolo. Mat salió de la tienda, mirándolo.
—No estás enfermo —concluyó—. ¡Estás loco!
Rand hizo acopio de aire y, súbitamente, todo se desvaneció como una pompa de jabón. Se tambaleó al recobrar su clara conciencia, apabullado por la realidad de su actuación. Se mordió los labios y cruzó la mirada con Mat.
—Creo que será mejor que regresemos a la posada —dijo balbuciente.
—Sí —acordó Mat—. Sí, yo también creo que será mejor.
La calle había comenzado a llenarse de nuevo y más de un viandante miraba a los dos muchachos, murmurando algo al oído de un compañero. Rand estaba seguro de que el incidente se haría público. Un insensato había intentado iniciar una pelea con los Hijos de la Luz. «Tal vez los sueños me están volviendo loco».
Ambos se extraviaron varias veces en las intrincadas calles, pero al poco toparon con Thom Merrilin, que hacía alardes de encabezar un gran cortejo él solo entre la multitud. El juglar dijo que había salido para estirar las piernas y respirar un poco de aire fresco, pero en toda ocasión que alguien posaba dos veces la vista en su colorida capa, anunciaba con voz resonante:
—Actúo en la posada del Ciervo y el León, esta noche únicamente.
Fue Mat quien comenzó a informar de modo confuso a Thom del sueño y de su preocupación acerca de la conveniencia de contárselo o no a Moraine, pero Rand intervino a su vez, dado que existían algunas diferencias entre lo que los dos recordaban. «O quizá cada sueño era algo distinto», pensó, aunque en su mayor parte eran idénticos.
No habían avanzado apenas en sus explicaciones cuando Thom empezó a escuchar con suma atención. Al mencionar Rand a Ba’alzemon, el juglar los aferró por los hombros conminándolos a cerrar la boca, se irguió de puntillas para mirar el gentío sobre sus cabezas y luego los empujó hacia un callejón sin salida, en el cual no había más que unos cajones, donde se guarecía un perro del frío.
Thom miró a la gente que pasaba afuera antes de volverse hacia Mat y Rand.
Sus ojos azules se clavaron en lo suyos, antes de desplazarse nuevamente hacia la boca del callejón.
—No pronunciéis jamás ese nombre en donde os pueda escuchar un desconocido. —Su voz era baja, pero imperativa—. Ni aunque sólo exista la más remota posibilidad de ser oído. Es un nombre sumamente peligroso, aun cuando no estén merodeando cerca los Hijos de la Luz.
—Podría contaros algo acerca de los Hijos de la Luz —bufó Mat, mirando con ironía a Rand.
Thom pasó por alto el comentario.
—Si solamente uno de los dos hubiera tenido ese sueño… —Se tiró con fuerza del bigote—. Explicadme todo lo que recordéis de él, con todo detalle. —Mantuvo su cautelosa vigilancia mientras escuchaba.
—…enumeró los nombres de los hombres que dijo habían sido utilizados —dijo por último Rand, creyendo que lo había referido todo—. Guaire Amalasan, Raolin Perdición del Oscuro…
—Davian —agregó Mat, interrumpiéndolo—. Y Yurian Arco Pétreo.
—Y Logain —finalizó Rand.
—Nombres peligrosos —murmuró Thom. Sus ojos parecían perforarlos con más atención que antes—. Casi tan peligrosos como el otro, se mire como se mire. Todos muertos, salvo Logain. Y algunos fallecidos hace muchísimo tiempo. Raolin Perdición del Oscuro hará casi dos mil años. Pero peligrosos de todos modos. Será mejor que no los pronunciéis en voz alta ni aunque os halléis a solas. La mayoría de la gente no los reconocería, pero, si llegaran a oídos de la persona menos indicada…
—¿Pero quiénes eran? —inquirió Rand.
—Hombres —musitó Thom—, hombres que agitaron los Pilares del Cielo y destruyeron los cimientos del mundo. —Sacudió la cabeza—. No importa. Olvidadlos. Ahora no son más que polvo.
—¿Los…, se sirvieron de ellos, tal como dijo él? —preguntó Mat—. ¿Y los mataron?
—Podría decirse que la Torre Blanca acabó con ellos. Sí, podría decirse. —Thom frunció los labios y luego sacudió la cabeza—. Pero, ¿servirse de ellos…? No, no veo por qué. La Luz sabe bien que la Sede Amyrlin es un nido de conspiraciones; sin embargo, en este caso yo diría que no fue responsable.
—Dijo tantas cosas —añadió Mat, estremeciéndose—. Cosas descabelladas. Todo eso sobre Lews Therin el Verdugo de la Humanidad y Artur Hawkwing. Y el Ojo del Mundo. ¡En nombre de la Luz! ¿Qué significa eso?
—Una leyenda, tal vez —repuso lentamente el juglar—. Una leyenda tan importante como el Cuerno de Valere, al menos en las tierras fronterizas. Allá arriba, los jóvenes van en busca del Ojo del Mundo de la misma manera que los de Illian van a la caza del cuerno. Quizá sea un mito.
—¿Qué hacemos, Thom? —inquirió Rand—. ¿Se lo contamos a ella? No quiero padecer más sueños como éste. A lo mejor ella pueda atajarlos.
—Tal vez no te gustaría lo que ella haría —gruñó Mat.
Thom los examinó pensativo, retorciéndose los bigotes.
—En mi opinión, debéis mantener la calma —dictaminó finalmente—No se lo digáis a nadie, por ahora al menos. Siempre podéis cambiar de idea, pero, una vez que se lo hayáis contado, no podréis echaros atrás y estaréis supeditados a ella aún más de lo que os halláis. —Se enderezó súbitamente—. ¡El otro chico! ¿Habéis dicho que había tenido el mismo sueño? ¿Tendrá el suficiente juicio como para mantener la boca callada?
—Me parece que sí —respondió Rand.
—Íbamos a la posada para avisarle —dijo Mat al mismo tiempo.
—¡Quiera la Luz que no lleguemos demasiado tarde! —Con la capa ondeando en torno a los tobillos y los parches de colorines agitados por el viento, Thom abandonó el callejón, mirando hacia atrás sin detenerse—. ¿Y bien? ¿Se os han pegado los pies al suelo?
Rand y Mat se apresuraron a seguirlo, pero él no aguardó a que le dieran alcance. En aquella ocasión no se paró ante la gente que miraba su capa ni ante los que lo saludaban reconociéndolo como un juglar, sino que surcaba las populosas calles tan velozmente como si estuvieran vacías, con tal premura que Rand y Mat debían apresurar el paso para no perderlo de vista. De este modo llegaron a la posada en la mitad de tiempo del que hubiera sospechado Rand.
Cuando entraban, Perrin salía precipitadamente, tratando de echarse la capa a la espalda mientras corría. Estuvo en un tris de caer de bruces en su esfuerzo por no tropezar con ellos.
—Iba a salir a buscaros —dijo jadeante, una vez que hubo recobrado el equilibrio.
—¿Le has contado a alguien lo del sueño? —le preguntó Rand, agarrándolo del brazo.
—Di que no lo has hecho —lo instó Mat.
—Es muy importante —intervino Thom.
Perrin los miró confundido.
—No, no lo he hecho. Ni siquiera he salido de la cama hasta hace menos de una hora. Abatió los hombros—. He cogido un tremendo dolor de cabeza intentando no pensar en ello y ya os imagináis que ni se me ha ocurrido hablar al respecto. ¿Por qué se lo habéis contado? preguntó, señalando al juglar.
—Teníamos que hablar con alguien o, de lo contrario, nos íbamos a volver locos —dijo Rand.
—Ya te informaré más tarde —añadió Thom, mirando a la gente que entraba y salía de la posada.
—De acuerdo —asintió Perrin lentamente, todavía perplejo. De pronto, se dio una palmada en la frente—. Casi me habéis hecho olvidar por qué quería veros, y no es que me molestara quitármelo de la cabeza. Nynaeve está adentro.
—¡Diantre! —exclamó Mat—¿Cómo ha llegado hasta aquí? Moraine…, el trasbordador…
—¿Crees que una insignificancia como una barcaza hundida podría detenerla? —resopló Perrin—. Obligó a Alta Torre a prestarle el servicio. No sé cómo volvió a cruzar el río, pero, según ella, estaba escondido en su dormitorio y no quería ni acercarse a la orilla. El caso es que ella lo intimidó para que buscase una barca lo bastante grande para hacer la travesía ella y el caballo, navegando con remos. Y tuvo que remar él mismo. Sólo le dio tiempo para ir a buscar a uno de sus ayudantes.
—¡Luz! —musitó Mat.
—¿Y a qué ha venido? —inquirió Rand, haciéndose acreedor de una mirada burlona por parte de Mat y Perrin.
—A buscarnos —respondió Perrin—. Está con…, con la señora Alys, en estos momentos, y está tan frío el ambiente allí que hasta podría nevar.
—¿No podríamos irnos a otra parte mientras tanto? —preguntó Mat—. Mi padre dice que sólo un idiota pone la mano en un avispero a menos que no le quede más remedio.
—No puede hacernos volver —lo atajó Rand—. Lo sucedido en la Noche de Invierno le habría tenido que abrir los ojos. Si todavía no lo ha hecho, deberemos hacérselo ver nosotros.
Mat, que había ido enarcando las cejas mientras hablaba Rand, dejó escapar un quedo silbido al final.
—¿Has intentado alguna vez hacerle ver a Nynaeve algo que ella no quiere observar? Yo sí. Lo que es por mí, me quedaría en la calle hasta la noche y me escabulliría adentro entonces.
—Por lo que pude observar a esa joven —apuntó Thom—, no creo que pare hasta haber dicho lo que tenga que decir. Y, si no puede hacerlo pronto, es capaz de armar un alboroto y llamar el tipo de atención que ninguno de nosotros quiere atraer.
Aquella intervención los dejó desarmados. Después de intercambiar unas miradas, inspiraron profundamente y se encaminaron hacia adentro como si hubieran de enfrentarse a los mismísimos trollocs.