36 Los hilos del entramado

Maese Gill los llevó a una mesa situada en un ángulo del comedor y ordenó a una criada que les sirviera comida. Rand sacudió la cabeza al ver los platos, con algunas finas rodajas de carne cubiertas de salsa, una cucharada de brotes de mostaza y dos patatas en cada uno de ellos. Sin embargo, aquél fue un gesto pesaroso, resignado, ajeno al enojo. Los alimentos escaseaban, había dicho el posadero. Tomando el cuchillo y el tenedor, Rand se preguntó qué sucedería cuando ya no quedara nada. Tales cavilaciones le hicieron considerar como un banquete aquellas exiguas raciones.

También le produjeron un estremecimiento.

El posadero había elegido una mesa bien distanciada de los demás y había tomado asiento en el rincón, desde donde su mirada abarcaba toda la estancia. Nadie podía acercarse lo bastante para escuchar lo que decían sin que él lo viera. Cuando se fue la criada, les habló en voz baja.

—Y ahora, ¿por qué no me contáis en qué consisten vuestros problemas? Si voy a ayudaros, será mejor que sepa en dónde me estoy metiendo.

Rand miró a Mat, pero éste observaba ceñudo su plato como si estuviera enfadado con la patata que estaba cortando. Rand hizo acopio de aire.

—Realmente ni yo mismo acabo de comprenderlo —fueron sus primeras palabras.

Su exposición fue simple y en ella no aparecieron trollocs ni Fados. Cuando alguien ofrecía ayuda, era recomendable no hablarle de fábulas. No obstante, tampoco creía justo subestimar el peligro ni atraer a alguien a una situación cuyas consecuencias desconocían. Unos hombres los perseguían a él y a Mat y a un par de amigos suyos. Dichos hombres, extremadamente peligrosos, hacían acto de presencia cuando menos lo esperaban, con intención de matarlo a él y a sus amigos. Moraine decía que algunos de ellos eran Amigos Siniestros. Thom no confiaba plenamente en Moraine, pero permaneció con ellos a causa de su sobrino, según les explicó. Se habían desperdigado en el transcurso de un ataque cuando se dirigían a Puente Blanco y luego, una vez allí, Thom murió intentando protegerlos de una nueva agresión. También había habido otros intentos. Sabía que aquella historia tenía algunas lagunas, pero era la mejor que había podido improvisar sin dejar entrever más de lo que le aconsejaba la prudencia.

—Continuamos caminando hasta llegar a Caemlyn —finalizó—. Éste era el plan originario: Caemlyn y luego Tar Valon. —Se revolvió incómodo en el borde de la silla. Después de guardar el secreto durante tanto tiempo, le resultaba extraño revelarlo a alguien, aunque fuera tergiversado—. Si mantenemos esta ruta, tarde o temprano los otros nos encontrarán.

—Si siguen vivos —murmuró Mat como si le hablara al plato.

Rand ni siquiera miró de reojo a Mat. Algo lo compelió a añadir:

—Podría acarrearos conflictos el hecho de ayudarnos,

—No diré que desee tener problemas, pero éste no sería el primero que he de afrontar. Ningún maldito Amigo Siniestro me hará volverle la espalda a los amigos de Thom. Si esa aliada vuestra del norte viene a Caemlyn…, bueno ya veremos. Hay gente que vigila las idas y venidas de ese tipo de personas y luego hacen correr la voz.

—¿Y qué hay de Elaida? —preguntó Rand tras unos instantes de vacilación.

El posadero titubeó también antes de negar con la cabeza.

—No lo creo. Tal vez si no tuvieras una conexión con Thom… Es azaroso pronosticar cómo reaccionaría al descubrir vuestra situación. Quizás acabaríais en una celda, o en un sitio peor. Dicen que es capaz de detectar cosas, referidas al pasado y al porvenir, y adivinar los pensamientos que un hombre quiere ocultar. No sé, pero yo no me arriesgaría a visitarla. Si no guardarais ninguna relación con Thom, podríais acudir a la guardia y ellos se encargarían diligentemente de esos Amigos Siniestros. Pero, aunque pudierais omitir el nombre de Thom ante los guardias, Elaida se enteraría de ello tan pronto como hicierais mención de un Amigo Siniestro, lo cual os conduciría al mismo punto.

—Nada de guardias —convino Rand, al tiempo que Mat asentía vigorosamente mientras se introducía el tenedor en la boca y se manchaba la barbilla de salsa.

—Lo cierto es que estáis atrapados en los goznes de asuntos de índole política, chico, aun cuando sea de modo involuntario, y la política es una tenebrosa ciénaga llena de serpientes.

—¿Y qué me decís de…? —comenzó a preguntar Rand cuando, de repente, el posadero esbozó una mueca mientras la silla crujía bajo su peso.

La cocinera se hallaba bajo el dintel de la puerta de la cocina, enjugándose las manos con el delantal. Al ver que el posadero la miraba, le hizo señas de que la siguiera y volvió a entrar en la cocina.

—Es casi como si estuviera casado con ella —suspiró maese Gill—. Encuentra cosas por arreglar antes de que yo me entere de que algo no funciona bien. Cuando no son las cañerías atascadas o la alcantarilla embarrada, son las ratas. Yo tengo el establecimiento limpio, por supuesto, pero con tanta gente en la ciudad las ratas campan por sus respetos. Juntad a las personas en un mismo sitio y tendréis ratas, y Caemlyn se ha visto invadida de pronto por una auténtica plaga. No podéis imaginaros la cantidad de roedores que atrapa actualmente un buen gato. Vuestra habitación está en el último piso. Haré que os la enseñen. Y no me preocupan para nada los Amigos Siniestros. No es que me caigan bien los Capas Blancas, pero entre ellos y la guardia, esos tipejos no se atreverán a dejarse ver por Caemlyn. —La silla volvió a crujir al levantarse el posadero—. Supongo que serán las cañerías otra vez.

Rand, que volvió a centrar su atención en el plato, advirtió que Mat había dejado de comer.

—Pensaba que tenías hambre —observó. Mat no apartó la vista del trozo de patata que empujaba con el tenedor—. Tienes que comer, Mat. Debemos mantener el vigor si hemos de llegar a Tar Valon.

—¡Tar Valon! —exclamó Mat, después de soltar una amarga carcajada—. Hasta ahora era Caemlyn. Moraine estaría esperándonos en Caemlyn. Todo se solucionaría cuando llegáramos a Caemlyn. Bueno, ya estamos aquí y nada ha cambiado. No están Moraine ni Perrin ni nadie. Y ahora todo se solucionará si conseguimos ir a Tar Valon.

—Estamos vivos —le recordó Rand, con tono más brusco del que pretendía. Respiró, en un intento de moderar su enojo—. Hemos logrado permanecer con vida, lo cual no es poco. Y pienso seguir luchando; como también tengo intención de averiguar por qué nos consideran tan importantes. Y no voy a rendirme.

—Todas esas personas, cualquiera de ellas podría ser un Amigo Siniestro. Maese Gill nos ha prometido ayudarnos con una precipitación sospechosa. ¿Qué clase de hombre se queda tan tranquilo ante la perspectiva de enfrentarse a Aes Sedai y Amigos Siniestros? No es natural. Cualquier persona decente nos echaría a la calle… u obraría de manera distinta.

—Come —dijo Rand con voz suave. No dejó de observarlo a los ojos hasta que Mat comenzó a masticar un trozo de carne.

Dejó reposar las manos junto al plato durante un minuto, presionándolas sobre la mesa para evitar que le temblaran. Estaba asustado. No por causa de maese Gill, por supuesto, pero éste no se hallaba ajeno a su inquietud. Aquellas elevadas murallas no contendrían el paso a un Fado. Tal vez debería hablar con el posadero acerca de aquella cuestión. Sin embargo, aun cuando Gill le creyera, ¿estaría tan dispuesto a ayudarlos si supiera que se exponía a recibir la visita de un Fado en la Bendición de la Reina? Y las ratas. Quizá fuera cierto que las ratas acudían donde había aglomeraciones de gente, pero recordaba con demasiada precisión el sueño, que no era tal, padecido en Baerlon y aquella pequeña espina dorsal que se quebró con un chasquido. «A veces el Oscuro utilizaba animales carroñeros como espías», había dicho Lan. «Cuervos, grajos, ratas…»

Continuó comiendo, pero cuando concluyó no era consciente de haber saboreado ni un solo bocado.

Una doncella, la que estaba sacando brillo a los candelabros cuando habían entrado, les mostró la habitación del ático. Ésta era una buhardilla con una ventana que atravesaba la pared inclinada, una cama a cada lado y perchas detrás de la puerta para colgar las ropas. La muchacha, de ojos oscuros, tenía tendencia a retorcerse la falda y emitir risitas siempre que posaba los ojos en Rand. Era bonita, pero él estaba convencido de que, si le decía algo, sólo conseguiría ponerse en ridículo. Una vez más, deseó la misma soltura que Perrin en el trato con las chicas; se alegró de que ella los dejara solos.

Esperaba algún comentario de Mat, pero, tan pronto como se hubo marchado la muchacha, éste se arrojó sobre una de las camas, con la capa y las botas puestas, y volvió la cara hacia la pared.

Rand colgó sus cosas, mirando la espalda de su amigo. Le parecía que éste tenía la mano debajo de la capa y empuñaba otra vez aquella daga.

—¿Vas a quedarte aquí tumbado, escondiéndote? —preguntó por último.

—Estoy cansado —murmuró Mat.

—Todavía hemos de preguntarle algunas cosas a maese Gill. Tal vez nos oriente incluso sobre cómo buscar a Egwene y Perrin. Podrían encontrarse ya en Caemlyn si conservaron sus caballos.

—Están muertos —aseveró Mat, de cara a la pared.

Tras un momento de duda, Rand decidió no insistir. Cerró despacio la puerta, con la esperanza de que Mat estuviera realmente dormido.

Abajo, no obstante, no hubo manera de dar con maese Gill, si bien la mirada airada de la cocinera le indicó que ella también estaba buscándolo. Durante un rato permaneció sentado en la sala comedor, pero no paraba de observar a todos los clientes que entraban, a todos los desconocidos que sólo la Luz sabía quiénes o qué podían ser, especialmente cuando su silueta se recortaba en la puerta cubierta con una capa. Un Fado en la sala sería como una zorra en un gallinero.

Un guardia de uniforme rojo se personó en la estancia y se detuvo frente a la puerta para recorrer con una fría mirada a aquellos que, con toda evidencia, no eran ciudadanos de Caemlyn. Rand examinó el mantel de la mesa cuando los ojos del hombre se posaron en él; cuando volvió a levantarlos ya se había ido.

—A veces hacen eso —le informó en tono confidencial la sirvienta de ojos oscuros, que pasaba junto a él con una brazada de toallas—. Sólo para comprobar que no haya altercados. Velan por la seguridad de los fieles de la reina. No tienes por qué preocuparte. —Emitió una nerviosa risita.

Rand sacudió la cabeza. No tenía por qué preocuparse. En verdad el guardia no había ido allí a preguntarle si conocía a Thom Merrilin. Estaba poniéndose igual de mal que Mat. Corrió la silla hacia atrás.

Otra criada miraba el nivel de aceite de las lámparas de la pared.

—¿Hay otra habitación donde pueda ir a sentarme? —le preguntó. No quería volver arriba y aislarse en compañía del humor sombrío de Mat—. ¿Algún comedor privado que no se utilice?

—Hay una biblioteca. —La mujer apuntó a una puerta—. Por allí, a la derecha, al fondo del pasillo. A esta hora no debe de haber nadie.

—Gracias. Si veis a maese Gill, ¿seréis tan amable de decirle que Rand al’Thor precisa hablar con él si dispone de unos minutos?

—Se lo diré —prometió con una sonrisa—. La cocinera también quiere hablar con él.

Probablemente el posadero se había escondido, dedujo mientras se ausentaba.

Al penetrar en la habitación indicada, se paró en seco para admirarla. Los estantes debían de contener trescientos o cuatrocientos libros, más volúmenes de los que él había visto reunidos nunca, forrados en tela y en cuero, con lomos dorados, y excepcionalmente con tapas de madera. Sus ojos devoraron los títulos, eligiendo sus favoritos de siempre. Los viajes de Jain el Galopador, Los ensayos de Willim de Maneches. Contuvo el aliento al advertir un ejemplar con cubierta de cuero de Viajes con los marinos. Tam siempre había deseado leerlo.

La imagen de Tam manoseando sonriente el libro, disfrutando de su tacto antes de sentarse junto a la chimenea a leerlo mientras fumaba una pipa, le hizo agarrar el puño de la espada, invadido por un sentimiento de pérdida y vacuidad que entorpeció el placer producido por la visión de los libros.

De pronto, oyó que alguien carraspeaba a su espalda y advirtió que no se encontraba solo. Se giró, dispuesto a disculparse por su rudeza. Estaba habituado a superar en estatura a la mayoría de las personas que conocía, pero en aquella ocasión hubo de levantar la cabeza hasta posar, boquiabierto, los ojos en una cabeza que casi rozaba el techo, situado a tres metros de altura. Tenía una nariz tan amplia como la cara, tan grande que era más un hocico que una nariz, unas cejas que pendían como colas, enmarcando unos pálidos ojos del tamaño de un tazón, unas orejas que asomaban entre los mechones de una enmarañada crin negra. «¡Trolloc!» Soltó un alarido, tratando de retroceder y desenfundar la espada, pero tropezó y cayó sentado al suelo.

—Me gustaría que los humanos no reaccionarais de ese modo —tronó una voz tan poderosa como un tambor. Sus copetudas orejas se agitaron violentamente, al tiempo que su tono se imbuía de tristeza—. Hay tan pocos que se acuerden de nosotros. Debe de ser por nuestra culpa, supongo. Han sido pocos, tan pocos los de nuestra especie que han convivido con los hombres desde que la Sombra se abatió sobre los Atajos. De eso hará… oh, seis generaciones ahora. Justo después de las Guerras de los Trollocs, fue cuando se produjo. —La encrespada cabeza se agitó y exhaló un suspiro que no hubiera envidiado nada al de un toro—. Demasiado tiempo, demasiado tiempo y tan pocos que han viajado para ver mundo, que casi podría decirse que nadie se ha dado a conocer.

Rand permaneció sentado allí con la boca abierta por espacio de un minuto, observando a la aparición calzada con enormes botas de caña alta y vestida con chaqueta azul marino que iba abotonada del cuello al pecho y luego descendía hasta el extremo de las botas como si llevara faldas sobre sus abombachados pantalones. En una de las manos asía un libro, que parecía diminuto en proporción, marcando una página con un dedo de un grosor de tres de los suyos.

—Creí que erais… —balbució antes de recobrar la compostura—. ¿Qué sois…? —Aquello era una nueva inconveniencia. Se puso en pie y le ofreció la mano—. Me llamo Rand al’Thor.

Otra mano, tan grande como un muslo, englutió la suya, acompañada de una ceremoniosa reverencia.

—Loial, hijo de Arent hijo de Halan. Tu nombre es como una canción en mi oído, Rand al’Thor.

Aquello le pareció un saludo ritual a Rand, y a su vez hizo una reverencia.

—Tu nombre es como una canción en mi oído, Loial, hijo de Arent… ah…, hijo de Halan.

Se le antojó una escena irreal. Todavía desconocía qué era Loial. El apretón de las enormes manos de Loial fue sorprendentemente suave, lo cual no fue óbice para que sintiera un gran alivio al recobrar la suya sana y salva.

—Los humanos sois muy exaltados —opinó Loial con un fragor de barítono—. Había escuchado todas las historias y leído los libros, claro está, pero no había caído en la cuenta de ello. En mi primer día de estancia en Caemlyn, no podía creer que fuera cierto el alboroto que se armó. Los niños lloraban, las mujeres chillaban y una multitud me persiguió por toda la ciudad; blandían garrotes, cuchillos y antorchas, gritando «¡Trolloc!». Siento tener que afirmar que estaba comenzando a perder los estribos. No sé qué habría ocurrido de no aparecer entonces la guardia de la reina.

—Una intervención afortunada —comentó Rand.

—En efecto, pero incluso los guardias parecían tenerme igual temor que los demás. Llevo cuatro días en Caemlyn y no he podido ni asomar la nariz a la calle. El bueno de maese Gill incluso me pidió que no utilizara la sala principal. —Enderezó las orejas—. No es que no reconozca que ha sido muy hospitalario, comprendedlo, pero aquella primera noche surgieron algunos problemas. Todos los humanos querían marcharse de inmediato. Unos gritos y alaridos y todos queriendo traspasar la puerta al mismo tiempo. Algunos incluso resultaron heridos.

Rand contempló fascinado aquellas orejas que se movían.

—Si he de serte sincero, no abandoné el stedding para vivir de esta manera.

—¡Eres un Ogier! —exclamó Rand—. Un momento. ¿Seis generaciones? ¡Has dicho las Guerras de los Trollocs! ¿Cuántos años tienes? —Tan pronto como la hubo expresado, reparó en la falta de educación que denotaba aquella pregunta. Loial, sin embargo, adoptó una actitud defensiva en lugar de mostrarse ultrajado.

—Noventa años —respondió, envarado, el Ogier—. Dentro de diez, ya me permitirán dirigirme a la tribuna. Me parece que los mayores hubieran debido dejarme hablar a mí, dado que estaba decidiéndose si yo me iría o no. Lo cierto es que siempre les causa preocupación que alguien, tenga la edad que tenga, salga al exterior. Los humanos, en cambio, sois tan irreflexivos, tan volubles. —Parpadeó y esbozó una reverencia—. Te ruego me disculpes. No he debido decir eso. Pero siempre estáis peleando, incluso cuando no es preciso.

—Tienes razón —lo tranquilizó Rand, tratando todavía de hacerse a la idea de la edad de Loial. Más viejo que Cenn Buie y aún lo bastante joven para… Tomó asiento en una de las sillas de altos respaldos. Loial también se sentó, en una en la que cabían dos personas, pero que él llenó ampliamente. Sentado, era tan alto como la mayoría de los hombres de pie—. Al menos te dejaron marchar.

Loial dirigió una mirada al suelo; arrugó la nariz y se la frotó con uno de sus enormes dedos.

—Bien, en cuanto a eso, verás. La tribuna no llevaba reunida mucho tiempo, ni siquiera un año, pero por lo que oía deduje que, cuando hubieran tomado una decisión, ya tendría la edad necesaria para irme sin su permiso, de modo que… me fui. Los mayores siempre decían que yo era demasiado impulsivo y me temo que eso no hará más que corroborar su opinión. Me pregunto si ya se habrán percatado de mi partida. Pero tenía que irme.

Rand se mordió los labios para contener la risa. Si Loial era un Ogier impulsivo, no acertaba a imaginar cómo serían la mayoría de ellos. ¿Que no llevaba reunida mucho tiempo, ni siquiera un año? Maese al’Vere quedaría perplejo al oírlo, pues bien sabía él que ningún miembro del Consejo del Pueblo, ni el propio Haral Luhhan, resistiría una reunión que durara más de media jornada. Lo invadió una oleada de añoranza, en la que se congregaban los recuerdos de Tam, Egwene, la Posada del Manantial, Bel Tine en el Prado en los tiempos felices. Los confinó todos en un rincón de su mente.

—Si no es mucho preguntar —dijo, aclarándose la garganta—, ¿por qué deseabas tanto salir…? Ojalá nunca hubiera abandonado yo mi hogar.

—Vaya, para ver —repuso Loial como si fuera la cosa más evidente del mundo—. He leído libros, todos las descripciones de viajeros, y comencé a adquirir la convicción de que, aparte de leer, había que observar. —Sus pálidos ojos se tornaron brillantes y las orejas, enhiestas—. Estudié todos los borradores que me fue posible encontrar que informaran sobre viajes, los Atajos, las costumbres reinantes en el territorio de los humanos y las ciudades que nosotros construimos para éstos después del Desmembramiento del Mundo. Y, cuanto más leía, más ansias tenía de salir, de ir a esos lugares donde no había estado y ver las arboledas con mis propios ojos.

—¿Las arboledas? —inquirió Rand, extrañado.

—Sí, las arboledas, los árboles. Sólo unos cuantos grandes árboles, claro está, que despuntan hacia el cielo para mantener vivo el recuerdo del stedding. —Su silla crujió al inclinarse hacia adelante, gesticulando con ambas manos, una de las cuales todavía retenía el libro. Sus ojos aparecían más animados y sus orejas no dejaban de agitarse—. Generalmente utilizaron ejemplares del lugar, habida cuenta de que no es posible obrar contra natura, no por mucho tiempo; de lo contrario la tierra se rebela. Deben ajustarse las plantas al paisaje y no a la inversa. En cada una de las arboledas se plantaron todos los árboles que crecerían en un clima propicio en aquel sitio, equilibrados con los troncos contiguos, para completar mejor su desarrollo, desde luego, pero también para que la armonía tuviera el efecto de un canto para la vista y el corazón. Ah, los libros hablan de arboledas capaces de provocar el llanto y la risa en los mayores, arboledas cuyo verdor permanecerá indeleble en el recuerdo.

—¿Y qué hay de las ciudades? —preguntó Rand. Loial lo miró con estupor—. Las ciudades. Las ciudades que levantaron los Ogier. Ésta por ejemplo, Caemlyn. Los Ogier construyeron Caemlyn, ¿no es cierto? Al menos eso cuentan los relatos.

—Trabajando la piedra… —Se encogió de hombros—. Aquélla fue sólo la técnica que aprendieron en los años posteriores al Desmembramiento, durante el exilio, cuando todavía trataban de encontrar nuevamente el stedding. Por más que se intente, y he leído que los Ogier que construyeron esas ciudades se esforzaron de veras por conseguirlo, no es posible insuflar vida a una piedra. Algunos aún trabajan la piedra, pero únicamente porque los humanos dañáis con mucha frecuencia los edificios con vuestras guerras. Había unos cuantos Ogier en… eh… Cairhien, lo llaman ahora…, cuando pasé por allí. Afortunadamente, eran de otro stedding, por lo que no me conocían, si bien les parecía sospechoso que me encontrara fuera siendo tan joven. Supongo que también es verdad que no había ningún motivo por el que yo debiera vagar por ahí. En todo caso, el trabajo de picapedreros fue algo impuesto por los hilos del Entramado, mientras que las arboledas fueron producto de nuestros corazones.

Rand sacudió la cabeza, comprendiendo que la mayoría de las historias que les habían contado de pequeños no se ajustaban mucho a la realidad.

—No sabía que los Ogier creyeran en el Entramado, Loial.

—Por supuesto que creemos en él. La Rueda del Tiempo teje el Entramado de las eras y las vidas son los hilos que utiliza. Nadie puede predecir cómo va a entretejerse el hilo de su propia vida en el Entramado ni cómo se intercalará la hebra de un pueblo. Nos condujo al Desmembramiento del Mundo, al exilio, a labrar la piedra y a la nostalgia, hasta que finalmente nos concedió el regreso al stedding antes de que pereciéramos todos. A veces pienso que el motivo de vuestra naturaleza es que los humanos disponéis de un hilo muy corto. Debéis ir saltando para que no se os acabe tan deprisa. Oh, vaya, ya he vuelto a decir una inconveniencia. Según cuentan los mayores, a los humanos no les gusta que les recuerden la brevedad de su vida. Espero no haber herido tus sentimientos.

Rand negó con la cabeza, riendo.

—En absoluto. Supongo que sería divertido vivir tanto tiempo como vosotros, pero nunca se me había ocurrido la idea. Creo que si vivo tantos años como el viejo Cenn Buie, me daré por satisfecho.

—¿Es un hombre muy anciano?

Rand se limitó a asentir, ya que no iba a explicarle a Loial que el viejo Cenn Buie era más joven que él.

—Bien —prosiguió Loial—, si bien es cierto que los humanos disponéis de una vida muy breve, os cunde para hacer muchas cosas, siempre afanosos y atareados. Y, además, tenéis todo el mundo para ocuparlo. Nosotros los Ogier estamos confinados en nuestro stedding.

—Ahora estás fuera.

—Temporalmente, Rand. Sin embargo, al final deberé regresar. Este mundo es vuestro, igual que yo pertenezco al stedding. Hay demasiado barullo aquí fuera. Y las cosas han cambiado mucho desde que se escribió lo que yo he leído.

—Claro, las cosas se modifican con los años. Algunas, en todo caso.

—¿Algunas? La mitad de las ciudades descritas en nuestros libros ya no existen y la mayor parte de las que siguen en pie reciben otros nombres. Cairhien, por ejemplo. Su nombre correcto es Al’cair’rahienallen, Aurora del Crepúsculo Dorado. Ni siquiera se acuerdan de ello, a pesar del sol naciente que adorna sus estandartes. Y la arboleda de allí… Dudo mucho que la hayan cuidado desde las Guerras de los Trollocs. Ahora no es más que un bosque ordinario adonde van a cortar leña. Los grandes árboles han perecido sin excepción. ¿Y aquí? Caemlyn todavía se llama Caemlyn, pero dejaron que la ciudad creciera sobre la arboleda. No estamos ni a un cuarto de kilómetro del centro del terreno que ocupaba. No ha quedado ni un árbol. También he estado en Tear e Illian. No conservan ni los nombres ni los recuerdos. En Tear sólo hay un pastizal para los caballos en el lugar donde estaba emplazada la arboleda y, en Illian, ésta es el jardín del rey, en donde caza sus venados y no se permite entrar a nadie sin su permiso. Todo ha cambiado, Rand. Me temo mucho que encontraré lo mismo donde quiera que vaya. Todas las arboledas muertas, todos los recuerdos desvanecidos, todos los sueños fenecidos.

—No debes darte por vencido, Loial. Jamás debes rendirte. Si lo haces, es como si estuvieras muerto. —Rand se arrellanó en la silla, replegándose tanto como le fue posible, con el rostro teñido de rubor. Esperaba que el Ogier se echara a reír, pero éste asintió gravemente.

—Sí, ésa es la manera de actuar de vuestra especie. —El Ogier mudó la voz, como si estuviera recitando algo de memoria—. Hasta que la Luz se desvanezca, hasta que el agua se agote, hacia la Sombra con las mandíbulas comprimidas, gritando con desafío con la última exhalación, para escupir en el ojo del Cegador de la Vista en el día final.

Loial irguió la cabeza en actitud expectante; Rand ignoraba qué aguardaba.

Esperó un minuto, luego otro más y sus largas cejas comenzaron a unirse en una mueca de estupor. No obstante, continuó aguardando, prolongando un mutismo que cada vez resultaba más embarazoso a Rand.

—Los grandes árboles —dijo por fin, únicamente para interrumpir aquel silencio—. ¿Se parecen a Avendesora?

Loial se enderezó de modo brusco e hizo crujir con tal ruido su silla, que Rand pensó que ésta iba a desmoronarse.

—Tú deberías saberlo mejor que nadie.

—¿Yo? ¿Por qué debería saberlo?

—¿Pretendes gastarme una broma? En ocasiones los Aiel consideráis graciosas cosas que no lo son.

—¿Cómo? ¡Yo no soy un Aiel! Soy de Dos Ríos. ¡Ni siquiera he visto a un Aiel en mi vida!

Loial sacudió la cabeza, al tiempo que se abatían los pelos de las orejas.

—¿Lo ves? Todo ha cambiado y la mitad de mis conocimientos son inservibles. Espero no haberte ofendido. Estoy seguro de que Dos Ríos debe de ser un lugar precioso, sea cual sea su ubicación.

—Alguien me dijo —recordó Rand—que antaño se llamaba Manetheren. Nunca lo había oído, pero quizá tú…

—¡Ah! Sí, Manetheren. —Las orejas del Ogier se levantaron alegremente—. Había una arboleda muy hermosa allí. Tu dolor canta en mi corazón, Rand al’Thor. No pudimos llegar a tiempo.

Loial inclinó el torso, sin levantarse, y Rand le correspondió con el mismo gesto, con la sospecha de que heriría su susceptibilidad si no lo hacía o que el Ogier lo consideraría una persona de rudos modales. Se preguntó si Loial pensaba en que él guardaba unos recuerdos similares a los suyos. Las comisuras de sus labios estaban apretadas como si, en efecto, compartiera el dolor de la pérdida de Rand, como si la destrucción de Manetheren, de la cual él tenía noticia únicamente gracias a Moraine, no se hubiera producido hacía dos siglos.

—La Rueda gira —sentenció con un suspiro Loial al cabo de un rato—y nadie puede prever sus giros. Pero tú te has alejado casi tanto del hogar como yo. Una distancia considerable, teniendo en cuenta la presente coyuntura. Cuando se podía viajar por los Atajos… pero de eso hace mucho tiempo. Dime, ¿qué te ha traído hasta tan lejos? ¿Hay algo que tú también desees ver?

Rand abrió la boca para responder que había ido a ver al falso Dragón… y fue incapaz de mentirle. Tal vez se debiera al hecho de que Loial se comportaba como si no fuera mayor que Rand, a pesar de sus noventa años. Habían transcurrido muchas semanas desde la última vez que se había sincerado realmente con alguien acerca de lo que le sucedía, retraído por la sospecha y el temor de que todos los desconocidos fueran Amigos Siniestros. Mat se había vuelto tan retraído y receloso que ya no era posible conversar con él. Inopinadamente, Rand comenzó a referir a Loial lo acontecido en la Noche del Invierno. Aquella no fue una vaga explicación relacionada con Amigos Siniestros, sino una detallada descripción de escenas verídicas en que los trollocs derribaban la puerta de su casa o el Fado aparecía de improviso en el Camino de la Cantera.

Una parte de sí estaba horrorizada ante lo que estaba haciendo, pero era como si se hubiera desdoblado en dos personas, una de las cuales intentaba mantener la boca cerrada mientras la otra sentía el alivio de poder expresarse por fin.

El resultado fue que contó la historia a trompicones y retazos inconexos. Shadar Logoth y sus amigos desperdigados en la noche, de los cuales ignoraba si se encontraban vivos o muertos. El Fado que apareció en Puente Blanco, donde Thom falleció para que pudieran escapar. El Fado de Baerlon. Después los Amigos Siniestros, Howal Gode, al muchacho a quienes ellos inspiraban temor y la mujer que intentó matar a Mat. El Semihombre que vieron delante de la posada.

Cuando comenzó a farfullar acerca de los sueños, incluso la parte de sí mismo que sentía urgencia de hablar notó cómo si la erizaban los palos de la nuca. Se mordió la lengua al cerrar bruscamente la boca. Respirando trabajosamente, observó con recelo al Ogier, con la esperanza de que éste creyera que había contado nada más que pesadillas. Bien sabía la Luz que aquello parecía una pesadilla o era lo bastante horrible como para provocarlas a cualquiera. Tal vez Loial sólo pensaría que estaba perdiendo sus cabales. Tal vez…

ta’veren —dijo Loial.

—¿Cómo? —exclamó, sorprendido, Rand.

ta’veren. —Loial se rascó una de sus puntiagudas orejas y se encogió de hombros—. Los mayores siempre decían que no escuchaba jamás, pero a veces prestaba atención. Sin duda sabrás cómo se elabora el tejido del Entramado, ¿no?

—Nunca me detuve a pensarlo —confesó—. Es algo que simplemente va formándose.

—Hum, sí. Bueno, no exactamente. Verás, la Rueda del Tiempo teje el Entramado de las edades y los hilos que emplean son vidas. El Entramado no está prefigurado, no siempre. Si un hombre trata de dar un giro al rumbo de su vida y el Entramado dispone de espacio para ello, la Rueda únicamente continúa urdiendo y asume el cambio. Siempre hay cabida a pequeñas modificaciones, pero a veces el Entramado no acepta un cambio de consideración, por más que uno lo intente. ¿Comprendes?

—Sí. Yo podría vivir en la granja o en el Campo de Emond. Eso sería una pequeña modificación. En cambio, si quisiera convertirme en un rey… —Se echó a reír y Loial esbozó una sonrisa tan amplia que casi la dividió la cara en dos. Sus dientes eran blancos y tan grandes como cinceles.

—En efecto, eso es. Sin embargo, en ocasiones los cambios lo escogen a uno o la propia Rueda elige por uno mismo. Y a veces la Rueda presiona al hilo de una vida, o los de varias, de tal modo que todas las hebras restantes se van obligadas a arremolinarse en torno a él, lo cual produce un efecto en cadena que afecta a todos los hilos. Esa primera desviación al realizar el tejido es ta’veren y no hay nada que uno pueda hacer para modificarla, a menos que el Entramado cambie su curso. El proceso de tejido, llamado ta’maral’ailen, dura semanas o años, depende. Puede repercutir en una ciudad o en la totalidad del Entramado. Artur Hawkwing era ta’veren y lo mismo puede afirmarse de Lews Therin Verdugo de la Humanidad, supongo. —Dejó escapar una estruendosa risita—. El abuelo Halan estaría orgulloso de mí. Siempre se quejaba de mí y ciertamente, los libros de viajes me parecían más interesantes, pero a veces prestaba atención.

—Eso está muy bien —acordó Rand—, pero no veo cómo se relaciona conmigo. Yo soy un pastor de ovejas y no un nuevo Artur Hawkwing, al igual que Mat y Perrin. Es… ridículo.

—No he dicho que lo fueras, pero casi podía sentir cómo el Entramado se arremolinaba a tu alrededor mientras me contabas tus cuitas, y yo no tengo especial talento para eso. Tú eres ta’veren, no hay duda. Tú y quizá también tus amigos. —El Ogier hizo una pausa; se frotó pensativo el lomo de la nariz. Por último asintió para sí como si hubiera tomado una decisión—. Me gustaría viajar contigo, Rand.

Rand lo observó fijamente por espacio de un minuto, sin dar crédito a lo que había escuchado.

—¿Conmigo? —dijo cuando recobró al habla—. ¿No has oído lo que he dicho acerca de…? Desvió de improviso la mirada hacia la puerta. Esta estaba bien cerrada y era lo bastante gruesa como para que no filtrara más que un murmullo. No obstante, prosiguió en voz más baja—¿…acerca de lo que me persigue? Sea como sea, pensaba que querías ver los árboles.

—Hay una arboleda magnífica en Tar Valor y tengo entendido que las Aes Sedai la mantienen en buen estado. Además, no sólo son árboles lo que me interesa ver. Quizá no seas un nuevo Artur Hawkwing, pero, al menos durante un tiempo, parte del mundo si moldeará a ti si no lo estás configurando ya. Incluso el abuelo Halan estaría ansioso por verlo.

Rand titubeó. Sería agradable tener a alguien a su lado y, teniendo en cuenta el comportamiento de Mat, apenas si podía considerarlo como un compañero con quien contar. El Ogier era una presencia reconfortante. Posiblemente era muy joven según la escala de edad de un Ogier, pero parecía tan imbatible como una roca, al igual que Tam. Y Loial había visitado todos aquellos lugares y poseía conocimientos acerca de otros. Miró al Ogier, sentado con la viva imagen de la paciencia pintada en su rostro. Sentado, y aún más alto que la mayoría de los hombres en posición erecta. «¿Cómo va a ocultarse con una estatura de casi tres metros?» Sacudió negativamente la cabeza, suspirando.

—No creo que sea una buena idea, Loial. Aun cuando Moraine venga a buscarnos, el viaje a Tar Valon será muy peligroso. Si ella no aparece…

«Si no aparece es que ha muerto, y que los demás también han muerto. Oh, Egwene». Recobró el aplomo, rehusando aceptar aquella posibilidad.

Loial lo miró compasivamente y le tocó al hombro.

—Tengo la certeza de que no les ha ocurrido nada malo a tus amigos, Rand.

Rand hizo un gesto de agradecimiento, con la garganta demasiado comprimida para hablar.

—¿Conversarás al menos conmigo de vez en cuando? —Loial exhaló un suspiro, que sonó como un cavernoso murmullo—. ¿Y compartirás algún juego conmigo? No he tenido a nadie con quien hablar durante días, fuera de maese Gill, y él está ocupado casi siempre. Parece que la cocinera lo domina despiadadamente. ¿Tal vez sea ella realmente la propietaria de la posada?

—Por supuesto que sí. —Tenía la voz ronca. Se aclaró la garganta, tratando de sonreír—. Y, si nos encontramos en Tar Valon, me enseñarás la arboleda que hay allí.

«Tienen que estar bien. Luz, haz que lo estén».

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