13 Elecciones

Antes de acostarse, Moraine se arrodilló junto a cada uno de ellos y dejó reposar las manos sobre sus cabezas. Lan rezongó diciendo que no lo necesitaba y que ella no debía malgastar sus fuerzas; sin embargo, no hizo intento alguno de detenerla. Egwene aguardaba con avidez aquella experiencia, mientras que Mat y Perrin sentían una clara aprensión, si bien el propio temor les impedía rechazarla. Thom dio un respingo; logró zafarse del contacto de la Aes Sedai, pero ésta tomó su cabeza canosa con una mirada tajante que no dejaba margen a insensateces. El juglar soportó el proceso con rostro ceñudo y Moraine esbozó una sonrisa burlona al terminar. El hombre arrugó aún más el entrecejo, aun cuando era evidente el renovado vigor en su rostro. Todos mostraban una nueva frescura.

Rand se había retirado a una oquedad de la irregular pared donde confiaba permanecer inadvertido. A pesar de la pesadez en los párpados que lo inducía a cerrar los ojos, una vez que se hubo recostado contra la maraña de leña se obligó a observar el acontecimiento. Se llevó un puño a la boca para contener un bostezo. Un rato de sueño, una o dos horas, bastarían para aplacar su cansancio. Pero la Aes Sedai no se olvidó de él.

Al sentir el frescor de los dedos de Moraine en la cara, Rand se encogió e intentó decir algo:

—Yo no…

Pero de inmediato abrió desorbitadamente los ojos, estupefacto: su fatiga era absorbida como el agua que corre colina abajo, y las magulladuras y el dolor, desvanecidos, pasaron al rincón de los recuerdos. La miró boquiabierto. Ella se limitó a sonreírle mientras retiraba las manos.

—Ya está —dijo al incorporarse, con un suspiro de cansancio que recordó a Rand el hecho de que no podía aplicar aquel remedio sobre ella misma.

La Aes Sedai bebió un poco de té y rehusó el pan y el queso que Lan insistía en hacerle comer; luego se hizo un ovillo junto al fuego. Al parecer, quedó dormida en el preciso instante en que se arropó con la capa.

Los demás, excepto Lan, conciliaban el sueño en cualquier espacio que hallaron libre para tumbarse. Rand, sin embargo, no alcanzaba a imaginar el porqué. Él se encontraba tan despejado como si hubiera dormido durante toda la noche. No bien hubo apoyado la espalda en la pared, no obstante, el sueño se adueñó de él. Cuando Lan lo despertó una hora después, se sentía como si hubiera descansado tres días seguidos.

El Guardián los hizo levantar a todos, salvo a Moraine, y atajó con gesto severo cualquier ruido que pudiera despertarla. Con todo, no les permitió permanecer más de unos minutos en la confortable cueva de troncos. Antes de que el sol hubiera alcanzado el doble de su propia altura en el horizonte, habían borrado todo rastro de que alguien hubiera pernoctado allí y, ya en sus monturas, avanzaban en dirección norte hacia Baerlon, aunque lo hacían despacio para preservar los caballos. La Aes Sedai tenía ojeras muy marcadas, pero se mantenía erguida y firme en la silla.

La niebla aún se cernía sobre el río que dejaban atrás, formando una pared que neutralizaba los esfuerzos del débil sol por penetrarla. Rand miraba por encima del hombro mientras cabalgaba, con la esperanza de captar una última imagen de su tierra, aunque fuese del Embarcadero de Taren, hasta que perdió de vista el banco de brumas.

—Nunca pensé encontrarme tan lejos de casa —comentó cuando por fin los árboles taparon a un tiempo el río y la neblina—. ¿Os acordáis del tiempo en que la Colina del Vigía parecía un sitio tan lejano?

Aquella época, que ahora se le antojaba remota, había durado hasta hacía tan sólo dos días.

—Volveremos dentro de un mes o dos —respondió Perrin con voz forzada—. Piensa en todo lo que tendremos para contar.

—Ni siquiera los trollocs pueden perseguirnos siempre —afirmó Mat—. Demonios, no pueden hacerlo. —Se estiró y, tras emitir un profundo suspiro, se hundió en la silla como si no creyera ni una palabra de lo dicho.

—¡Los hombres! —se mofó Egwene—. Estáis viviendo la aventura de la que siempre estabais parloteando y, ya habláis de regresar a casa.

Tenía la cabeza erecta, pero aun así Mat percibió un temblor en su voz, ahora que ya no alcanzaban a ver nada de Dos Ríos.

Ni Moraine ni Lan realizaron ningún gesto para tranquilizarlos, ni pronunciaron una sola palabra para asegurarles que sin duda regresarían. Procuró no pensar en el significado que podía tener aquella actitud. Aun liberado del cansancio, la incertidumbre lo roía de modo tan implacable como para no desear incrementarla. Hundió la cabeza entre los hombros y se sumió en una ensoñación poblada por su propia persona, que guardaba los corderos junto a Tam en un prado de verdes y lujuriantes pastos, mientras el canto de la alondra amenizaba aquella mañana de primavera. También imaginó un viaje al Campo de Emond y los festejos de Bel Tine de antaño, cuando su única preocupación era no tropezar al danzar en el Prado. Logró perderse en el recuerdo durante largo rato.

El recorrido hasta Baerlon les llevó casi una semana. Lan protestaba acerca de la lentitud de la marcha, pero era él quien marcaba el paso y obligaba a mantenerlo a los demás. Consigo mismo y con su semental, cuyo nombre, Mandarb, decía que significaba «espada» en la antigua lengua, no escatimaba tanto las energías. El Guardia cubría doble trecho que los otros; se adelantaba al galope, con su capa de color cambiante ondulando al viento, para explorar el terreno, o se rezagaba para examinar el rastro que dejaban. Cualquier otro que intentara avanzar a un ritmo que no fuera al paso recibía una tajante reprimenda acerca de la irresponsabilidad de agotar a los caballos, o crudas palabras que invocaban la situación de tener que huir a pie ante una manada de trollocs. Ni siquiera Moraine se hallaba a salvo de la mordacidad de su lengua si dejaba aligerar lo más mínimo las zancadas de su yegua blanca. La yegua se llamaba Aldieb, «viento del este» en la antigua lengua; el viento que acarreaba las lluvias de primavera.

Los reconocimientos del terreno realizados por el Guardián no advirtieron en ninguna ocasión señales de persecución o celada. Únicamente a Moraine refería el resultado de sus pesquisas, lo cual hacía en voz baja para no ser oído, y ésta informaba a los otros de lo que le parecía conveniente poner en su conocimiento. Al principio, Rand miraba hacia atrás con igual frecuencia que frente a sí. No era el único. Perrin apretaba a menudo el mango del hacha y Mat cabalgaba con una flecha aprestada en el arco. Sin embargo, en la tierra que dejaban a sus espaldas seguían sin aparecer trollocs ni personajes vestidos con capas negras y el cielo continuaba libre de la presencia del Draghkar. Poco a poco, Rand comenzó a abrigar la esperanza de haber escapado.

Incluso las más espesas partes del bosque tenían poco resguardado que ofrecerles. El invierno persistía con igual pertinacia al norte del Taren que en Dos Ríos. Algunos bosquecillos de pinos, abetos o cedros y, cada tanto, algunos laureles, salpicaban de verdor la desnudez de la floresta. Ni de los propios saúcos había brotado una hoja. Sólo algunos retoños diseminados destacaban su tonalidad sobre los parduscos prados arrasados por las nieves invernales. En aquellos parajes lo único que crecía eran, asimismo, ortigas, cardos y plantas hediondas. En la desolada tierra del lecho del bosque todavía quedaban retazos de nieve en los rincones umbríos y debajo de las copas de ejemplares de hoja perenne. Todos se arrebujaban en las capas, puesto que el mortecino sol no desprendía calor y la gelidez de la noche penetraba hasta los huesos. Tampoco allí volaban más aves que en Dos Ríos, ni siquiera cuervos.

La lentitud de su marcha no era en absoluto apaciguante. El Camino del Norte —como continuaba denominándolo mentalmente Rand, pese a sospechar que a ese lado del Taren debía de recibir otro nombre—avanzaba recto en la misma dirección, pero ante la insistencia de Lan habían de desviarse y adentrarse en la espesura, para hollar su suelo con igual proporción que la tierra allanada de la carretera. Un pueblo, una granja, o cualquier evidencia de poblamiento los inducía a efectuar un rodeo de kilómetros para evitarlo, a pesar de que aquellos parajes parecían insólitamente deshabitados. El primer día Rand no vio nada que evidenciara la presencia de hombres en aquellos bosques. Tanto era así que se le ocurrió pensar que incluso cuando había ido hasta el pie de las Montañas de la Niebla, probablemente no se había encontrado tan alejado de cualquier habitáculo humano como lo estuvo aquella primera jornada.

La primera granja que vio, una amplia vivienda y un alto establo con empinados tejados de paja con una chimenea de piedra de la que brotaba una espiral de humo, le causó gran impresión.

—No se diferencia en nada de las de nuestra zona —dijo Perrin.

Frunció el entrecejo al contemplar los distantes edificios, en cuyos patios se movía la gente, inconsciente de la proximidad de viajeros.

—Claro que sí —objetó Mat—. Lo que pasa es que no estamos lo bastante cerca para verla bien.

—Te digo que es igual —insistió Perrin.

—No puede ser. Después de todo, estamos al norte del Taren.

—Callaos los dos —gruñó Lan—. Recordad que no debemos llamar la atención. Por aquí.

Dicho esto, viró rumbo oeste, para rodear la casa entre los árboles.

Rand miró hacia atrás y pensó que Perrin estaba en lo cierto. Aquella granja tenía un aspecto similar al de cualquiera de las situadas en los alrededores de Campo de Emond. Había un chiquillo que sacaba agua del pozo y unos muchachos de más edad que daban de comer a los corderos al lado de un cercado. Incluso tenía un cobertizo para secar el tabaco. Pero Mat tenía también razón. «Estamos al norte del Taren. Tiene que ser distinta».

Siempre se detenían con las últimas luces del día para seleccionar un lugar seco y resguardado del viento, el cual raras veces amainaba del todo, cambiando si acaso de rumbo. La fogata que encendían era siempre exigua, imperceptible a pocos metros y, una vez calentada el agua para el té, apagaban sus llamas y enterraban las brasas.

Al final del primer día, antes de la caída del sol, Lan comenzó a instruir a los muchachos en el uso de las armas que llevaban. Inició su clase con el arco. Después de ver cómo Mat clavaba tres flechas en un blanco del tamaño de la cabeza de un hombre, en el tronco estriado de un cedro, a cien pasos de distancia, indicó a los otros que dispararan por turnos. Perrin duplicó la marca de Mat y Rand, invocando la llama y el vacío, la calma callada que le permitía formar una unidad con el arco, prendió las puntas de sus tres proyectiles casi en el mismo punto central. Mat lo felicitó, dándole una palmada en el hombro.

—Ahora bien, si todos tuvierais arcos —dijo secamente el Guardián cuando empezaban a sonreír— y los trollocs acordaran acercarse tanto que no pudierais usarlos… —Sus sonrisas se disiparon de golpe—. Veamos qué puedo enseñaros en previsión de que se aproximaran hasta ese extremo.

Instruyó sucintamente a Perrin en el manejo de aquella hacha de hoja ancha; esgrimir un hacha contra alguien, o contra algo, armado no era lo mismo que partir leña o blandirla con aire amenazador. Después de poner a practicar al fornido aprendiz de herrero los ejercicios básicos de obstrucción, elusión y ataque, pasó a aleccionar a Rand en el uso de la espada. Este no consistía en el salto de impulso y la salvaje cuchillada que Rand tenía en la mente, sino en movimientos relajados, que se entrelazaban semejando casi una danza.

—No basta con blandir la hoja —explicaba Lan—, aunque ésa sea, desde luego, la esencia. La inteligencia juega un papel preeminente. Deja la mente en blanco, pastor. Vacíala de odios, temores y emociones. Extermínalos. Vosotros dos escuchad también esto. Os puede servir tanto para el hacha, el arco, la lanza o la barra, e incluso para la lucha cuerpo a cuerpo.

Rand lo miró fijo.

—La llama y el vacío —dijo inquisitivamente—Es eso a lo que os referís, ¿no es cierto? Mi padre me lo enseñó.

El Guardián le dirigió una mirada inescrutable por toda respuesta.

—Aferra la espada como te he mostrado, pastor. No puedo convertir en una hora a un campesino harto de andar en el fango en un espadachín, pero tal vez evite que te cortes tu propio pie.

Con un suspiro, Rand levantó el arma ante sí con ambas manos. Moraine los observaba sin expresión alguna, pero al día siguiente pidió a Lan que prosiguiera con la instrucción.

La cena era siempre la misma que la comida y el desayuno, pan, queso y carne seca, excepto aquellas noches en que tomaban té caliente para acompañarlo, en lugar de agua. Thom los entretenía al atardecer. Lan no le consentía tocar el arpa o la flauta —no había necesidad de alborotos, decía el Guardián—, pero Thom hacía malabarismos y contaba historias. Mara y los tres reyes traviesos o una de los cientos de relatos sobre Anla el sabio consejero o alguna narración cargada de gloria y hazañas, como La Gran Cacería del Cuerno, que contenía siempre un final feliz y un alborozado regreso al hogar.

Aun cuando la tierra estuviera apacible a su alrededor, los trollocs no hicieran aparición entre los árboles ni el Draghkar entre las nubes, Rand tenía la impresión de que ellos solos avivaban la tensión, en toda ocasión en que ésta parecía a punto de ceder.

Fue una mañana especial aquella en que Egwene se levantó y comenzó a destrenzarse el pelo. Rand la miraba por el rabillo del ojo mientras liaba la manta. Cada noche, cuando apagaban el fuego, todo el mundo se acostaba salvo Egwene y la Aes Sedai. Las dos mujeres siempre se alejaban del grupo y charlaban durante una o dos horas, para volver cuando el resto dormía. Egwene se peinaba los cabellos, en cien pasadas, según calculó Rand, mientras él ensillaba a Nube, atando las albardas y la manta detrás de la silla. Después dejó el peine, se ahuecó el pelo sobre los hombros y se subió la capucha de la capa.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó atónito. Ella lo miró de soslayo, sin responder. Aquélla era la primera vez, cayó en la cuenta, que le dirigía la palabra desde hacía dos días, desde la noche en que se cobijaron en la cueva de troncos a orillas del Taren, pero ello no le impidió proseguir— toda la vida has estado esperando poder llevar trenza ¿y ahora la dejas a un lado? ¿Por qué? ¿Porque ella no se trenza el pelo?

—Las Aes Sedai llevan el cabello suelto —repuso simplemente la muchacha—. Al menos, si así les place.

—Tú no eres una Aes Sedai. Tú eres Egwene al’Vere de Campo de Emond y a las mujeres del Círculo les daría un ataque si te vieran así.

—Los asuntos del Círculo de mujeres no te conciernen a ti, Rand al’Thor. Y yo seré una Aes Sedai en cuanto llegue a Tar Valon.

—¿En cuanto llegues a Tar Valon? —respondió con un bufido—¿Por qué? En nombre de la Luz, contesta. Tú no eres un Amigo Siniestro.

—¿Crees que Moraine Sedai es un Amigo Siniestro? ¿De veras lo crees? —Se puso en guardia delante de Rand con los puños apretados y él casi pensó que iba a propinarle un puñetazo—. ¿Después de que fue ella quien salvó al pueblo? ¿Después de haberle salvado la vida a tu padre?

—Yo no sé lo que es, pero, sea lo que sea, eso no demuestra cómo son los demás. Las historias…

—¡Deja de ser un niño de una vez, Rand! Olvida los cuentos y abre tus ojos.

—¡Con estos ojos he visto cómo hundía la barcaza! ¡A ver si eres capaz de negarlo! Cuando se te mete algo en la cabeza, no darías ni un paso aunque alguien te dijera que pretendes estar de pie encima del agua. Si no fueras tan estúpidamente obcecada, verías…

—¿Que yo soy una estúpida? ¡Pues deja que te diga un par de cosas, Rand al’Thor! ¡Eres el más cabezota, el más cabeza de chorlito…!

—¿Acaso os habéis propuesto despertar a toda la gente en diez kilómetros a la redonda, vosotros dos? —inquirió el Guardián.

Plantado allí con la boca abierta, tratando de meter baza, Rand cayó de pronto en la cuenta de que había gritado. Ambos habían hablado a voz en grito. Ruborizada hasta las cejas, Egwene se volvió murmurando un «Hombres», que parecía dirigido tanto a él como Lan.

Rand recorrió el campamento con la mirada. Todos tenían la vista centrada en él; Mat y Perrin, con semblantes pálidos; Thom, tenso como si estuviera a punto de echar a correr o iniciar una pelea, y Moraine… El rostro de la Aes Sedai era inexpresivo como una máscara, pero sus ojos parecían penetrar su cerebro. Desesperadamente, trató de rememorar lo que había dicho sobre la Aes Sedai y los Amigos Siniestros.

—Es hora de partir —indicó Moraine, volviéndose hacia Aldieb.

Rand se estremeció aliviado, como si lo hubieran dejado salir de una jaula.

Un instante después se preguntaba si realmente lo habían dejado salir.

Dos noches más tarde, junto al rescoldo del fuego, Mat lamió los últimos pedazos de queso prendidos a sus dedos y dijo:

—¿Sabes? Me parece que de veras les hemos dado el esquinazo.

Lan se hallaba ausente, realizando una última ronda de inspección por los alrededores; Moraine y Egwene se habían alejado para mantener su conversación diaria y Thom dormitaba sobre su pipa. De modo que los muchachos se encontraban a sus anchas.

—Si nos hemos librado de ellos —respondió Perrin, mientras revolvía ociosamente las brasas con un palo—, ¿por qué Lan continúa su vigilancia?

Casi dormido, Rand rodó sobre el suelo y quedó de espaldas al fuego.

—Perdieron nuestro rastro en el embarcadero de Taren. —Mat estaba tumbado con los dedos entrelazados bajo la cabeza, contemplando el cielo estrellado—. Suponiendo que de verdad nos persiguieran.

—¿Crees que ese Draghkar iba detrás de nosotros simplemente porque le caímos en gracia? —preguntó con sorna Perrin.

—Lo que yo digo es que dejemos de preocuparnos por los trollocs y cosas así —prosiguió Mat, como si Perrin no hubiera hablado—y comencemos a pensar en ver mundo. Estamos viajando hacia los mismos sitios de donde provienen las historias. ¿Cómo te imaginas que será una ciudad de verdad?

—Iremos a Baerlon —dijo, adormilado, Rand.

—Baerlon no está mal —replicó con un resoplido Mat—, pero yo he visto ese viejo mapa que tiene maese al’Vere. Si giramos hacia el sur una vez llegados a Caemlyn, el camino lleva directamente a Illian, y más lejos aún.

—¿Y qué tiene de especial Illian? —inquirió Perrin, con un bostezo.

—Pues en primer lugar —repuso Mat—, Illian no está lleno de Aes Se…

Ante aquella brusca pausa, Rand se desperezó de inmediato. Moraine había regresado de modo imprevisto. Aunque Egwene estaba a su lado, de pie en el borde del círculo iluminado, era sobre la Aes Sedai donde concentraban su atención. Los ojos de Moraine reflejaban la luz como oscuras piedras pulidas. Rand se preguntó de improviso cuánto rato hacía que se hallaba ahí.

—Los chavales sólo estaban… —comenzó a decir Thom, pero Moraine lo interrumpió.

—Unos pocos días de respiro, y estáis dispuestos a claudicar. —Su voz tranquila y acompasada contrastaba fuertemente con el fulgor de sus ojos—. Un día o dos de calma, y ya habéis olvidado la Noche de Invierno.

—No lo hemos olvidado —protestó Perrin—. Sólo que…

La Aes Sedai lo interrumpió y continuó hablando con el mismo tono pausado.

—¿Es ésa una actitud que todos compartís? ¿Estáis todos ansiosos por marcharos a Illian y borrar de vuestra memoria a los trollocs, los Semihombres y Draghkar? —Los escrutó con un pétreo destello en la mirada que, combinado con el tono relajado de su voz, inquietaba sobremanera a Rand; pero no les dejó ocasión de responder—. El Oscuro va en pos de vosotros tres, o de uno de vosotros, y, si permito que os vayáis donde os plazca, caeréis en sus manos. Me opongo a que se cumpla cualquier designio del Oscuro y por ello os digo que, antes de que el Oscuro os atrape, os destruiré yo misma.

Fue el tono inalterable de su voz lo que convenció a Rand: la Aes Sedai haría exactamente lo que decía, si lo consideraba necesario. No fue él el único a quien costó conciliar el sueño aquella noche; incluso el juglar no comenzó a roncar hasta mucho después de haberse apagado las últimas brasas. Por una vez, Moraine no se ofreció a prestar ayuda.

Aquellas charlas nocturnas entre Egwene y la Aes Sedai tenían sobre ascuas a Rand. Cada vez que desaparecían en la penumbra, apartándose de los demás en busca de intimidad, comenzaba a cavilar acerca de la naturaleza y el contenido de aquellas entrevistas. ¿Qué estaba haciéndole la Aes Sedai a Egwene?

Una noche, aguardó a que los otros se hubieran acostado y, cuando Thom roncaba como una sierra que cortara una nudosa encina, se escabulló, envuelto en una manta. Utilizando todas las dosis de sigilo que había aprendido cazando conejos, avanzó bajo las sombras hasta agazaparse junto a la base de un alto pino de espeso follaje, lo bastante próximo al tronco caído en el que estaban sentadas Moraine y Egwene, a la luz de una pequeña linterna.

—Pregunta —decía Moraine— y te responderé si puedo hacerlo. Debes comprender que hay muchas cosas para las que no estás preparada todavía, conceptos que no puedes captar hasta que no hayas aprehendido otros, los cuales requieren a su vez un aprendizaje previo. De cualquier modo, puedes preguntar lo que quieras.

—Los Cinco Poderes —apuntó Egwene lentamente— tierra, viento, fuego, agua y energía. No me parece correcto que los hombres controlen los más fuertes al poder manejar la tierra y el fuego. ¿Por qué han de poseer ellos los poderes más contundentes?

—¿De veras lo crees así, pequeña? —repuso Moraine con una carcajada—. ¿Existe alguna roca cuya dureza no puedan vencer el viento y el agua, un fuego tan vigoroso que el agua y el viento no sean capaces de apagar?

Egwene guardó silencio durante unos instantes, hurgando con la punta del pie el mantillo del bosque.

—¿Ellos…, ellos fueron quienes…, quienes intentaron liberar al Oscuro y a los Renegados, no es cierto? ¿Fueron los hombres Aes Sedai? —Respiró profundamente y siguió hablando atropelladamente—. Las mujeres no tuvieron nada que ver con eso; fueron los hombres quienes enloquecieron y desmembraron el mundo, ¿no es así?

—Tienes miedo —comentó sin miramientos la Aes Sedai—. Si te hubieras quedado en el Campo de Emond, te habrías convertido en Zahorí, llegado el momento. Ésos eran los planes de Nynaeve, si no me equivoco. O habrías ocupado un puesto en el Círculo de mujeres y resuelto los asuntos del pueblo mientras el Consejo del Pueblo creía que eran ellos los que los hacían. Sin embargo, hiciste lo inimaginable: abandonaste el Campo de Emond, abandonaste Dos Ríos, en busca de aventuras. Querías hacerlo y al tiempo te sientes atemorizada por ello.

Y estás rehusando con obstinación dejar que el miedo te doblegue. De lo contrario, no me habrías preguntado cómo se deviene Aes Sedai, ni tampoco habrías arrojado por la borda tus hábitos y prejuicios.

—No —protestó Egwene—. No tengo miedo. Quiero ser una Aes Sedai.

—Sería mejor para ti que hubieras abrigado temores, pero confío en que mantengas esa convicción. Pocas mujeres poseen hoy en día la capacidad de convertirse en iniciadas y menos aún que deseen hacerlo. —Parecía que Moraine había comenzado a musitar para sí—. En verdad, no dos en un mismo pueblo. La antigua sangre corre efectivamente con fuerza en Dos Ríos.

Rand se revolvió en las sombras, y una ramita crujió bajo sus pies. Permaneció completamente inmóvil, sudando y conteniendo el aliento, pero ninguna de las dos mujeres volvió la vista.

—¿Dos? —se asombró Egwene—. ¿Quién es la otra? ¿Es Kari? ¿Kari Thane? ¿Lara Ayellan?

Moraine chasqueó con exasperación la lengua y luego dijo con severidad:

—Debes olvidar lo que acabo de decir. Me temo que ella seguirá otro camino. Ocúpate de tus propias circunstancias. No es una vía fácil la que has elegido.

—No me echaré atrás —afirmó Egwene.

—Que sea lo que la Luz quiera. Aun así, todavía esperas recibir pruebas tranquilizadoras y yo no puedo ofrecértelas, no del modo que tú deseas. —No comprendo.

—Quieres saber que las Aes Sedai son buenas y puras, que fueron aquellos perversos hombres de las leyendas quienes provocaron el Desmembramiento del Mundo, no las mujeres. Bien, fueron los hombres, pero no eran más depravados que cualquier otro hombre. Habían enloquecido, pero no envilecido. Las Aes Sedai que encontrarás en Tar Valon son seres humanos que no se diferencian de cualquier mujer a no ser por ciertas habilidades especiales. Son decididas y cobardes, fuertes y débiles, bondadosas y crueles, afectuosas y ariscas. El hecho de devenir una Aes Sedai no modifica las inclinaciones naturales.

Egwene hizo acopio de aire antes de hablar.

—Supongo que era eso lo me asustaba, que el Poder me transformara. Eso, y los trollocs. Y el Fado, y… Moraine Sedai, decidme, por la Luz, ¿por qué fueron los trollocs al Campo de Emond?

La Aes Sedai giró la cabeza y miró directamente al lugar donde se ocultaba Rand. A éste se le paralizó la respiración; los ojos de Moraine expresaban igual dureza que en el momento en que los había amenazado, y tenía la sensación de que podían penetrar el espeso ramaje del árbol. «Oh, Luz, ¿qué va a hacer si me atrapa escuchando a escondidas?»

Trató de retroceder, de confundirse con las sombras. Al tener la mirada fija en las mujeres, tropezó con una raíz y a punto estuvo de caer sobre un arbusto seco, el crujido de cuyas hojas lo habría delatado tan claramente como una detonación. Jadeante, se alejó a gatas, en un silencio que más debía a la suerte que a su propia cautela. El corazón le latía con tal fuerza que creyó que ello bastaría para llamar la atención. «¡Insensato! ¡Escuchar a hurtadillas a una Aes Sedai!»

Una vez en el campamento, logró tenderse sin hacer ruido. Al acostarse, Lan se movió, levantando la manta, pero volvió a aquietarse con un suspiro. Sólo había cambiado de postura. Rand dejó escapar una bocanada de aire en silencio.

Moraine apareció al poco rato entre la oscuridad y se detuvo en un punto desde el que era factible examinar las formas yacientes. La luz de la luna formaba una aureola en torno a su cabeza. Rand cerró los ojos y adoptó una respiración regular, pero al mismo tiempo aguzó el oído para percibir la proximidad de pasos. Nadie se acercó. En el momento en que volvió a abrir los párpados, la Aes Sedai se había ido.

Cuando por fin concilió el sueño, éste fue espasmódico, poblado de sudorosas pesadillas en las que todos los hombres de Campo de Emond decían ser el Dragón Renacido y todas las mujeres llevaban piedras azules en el pelo iguales a la de Moraine. Nunca más intentó escuchar las conversaciones privadas entre Egwene y Moraine.

El sexto día proseguían camino al mismo paso lento. El mortecino sol se deslizaba poco a poco hacia las copas de los árboles, mientras un grupo de finas nubes avanzaba a la deriva en dirección norte. El viento soplaba alto por el momento, y Rand se apartó la capa sobre los hombros, murmurando para sí. Se preguntaba si llegarían algún día a Baerlon. La distancia que habían cubierto desde el río era ya comparable a la que separaba el Embarcadero de Taren del Puente Blanco, pero Lan siempre respondía que se trataba de un viaje corto cuando le preguntaban, apenas digno de recibir el nombre de un viaje. Aquello lo hacía sentir del todo desorientado.

Lan apareció delante de ellos en la espesura, de regreso de una de sus incursiones, y después refrenó la marcha para cabalgar junto a Moraine, con la cabeza ladeada, próxima a la de ella.

Rand esbozó una mueca, pero no formuló ninguna pregunta, dado que Lan se negaba por completo a escuchar aquel tipo de cuestiones.

Únicamente Egwene pareció acusar el retorno de Lan, lo cual era muestra de hasta qué punto se habían habituado al laconismo de éste. La muchacha no hizo, sin embargo, ningún ademán de aproximarse. Por más que la Aes Sedai hubiera comenzado a actuar como si Egwene fuera la responsable de los jóvenes de Campo de Emond, aquello no le daba pie a escuchar los informes del Guardián. Perrin transportaba el arco de Mat, sumido en el taciturno silencio que parecía enseñorearse más de ellos a medida que se alejaban de Dos Ríos. El lento caminar de los caballos permitía a Mat practicar malabarismos con tres pequeñas piedras bajo la mirada atenta de Thom Merrilin. El juglar les había impartido lecciones cada noche, al igual que Lan.

Cuando Lan terminó de dar explicaciones a Moraine, ésta se volvió para observar al resto. Rand intentó no adoptar un aire tenso al sentir sus ojos posados en él. ¿Se habían detenido en él un instante más que sobre los otros? Tenía la inquietante sensación de que ella sabía quién era el que había estado escuchando en la oscuridad aquella noche.

—Eh, Rand —lo llamó Mat—. ¡Puedo manejar cuatro a la vez! —Rand gesticuló a modo de respuesta, sin volverse para mirar—. Ya te dije que conseguiría hacerlo con cuatro antes que tú. ¡Mira!

Habían coronado un altozano y a sus pies, a un escaso kilómetro de distancia entre los desnudos árboles y las crecientes sombras del atardecer, se extendía Baerlon. Rand permaneció boquiabierto, tratando de sonreír a un tiempo.

La ciudad estaba circundada por una larga muralla, de cinco metros de altura, con torres de vigilancia de madera dispuestas a lo largo del trazado. En su interior, los tejados de pizarra y teja brillaban con el sol poniente, y las chimeneas despedían penachos de humo que se erguían en el aire. No se veía ni un solo tejado de paja. Un ancho camino partía del lado este de la población y otro similar lo hacía por el oeste, cada uno de ellos transitado, como mínimo, por una docena de carromatos y una doble cantidad de carretas de bueyes que se dirigían hacia la empalizada. Había granjas esparcidas alrededor, más numerosas en el norte, mientras que al mediodía apenas interrumpían la espesura del bosque; pero, por lo que a Rand concernía, su existencia era algo insignificante. «¡Es mayor que el Campo de Emond, la Colina del Vigía y Deven Ride juntos! Y quizá también sumándoles el Embarcadero de Taren».

—De modo que esto es una ciudad —musitó Mat, que estiraba la cabeza hacia adelante por encima del cuello de su caballo.

Perrin sólo acertaba a sacudir la cabeza.

—¿Cómo puede vivir tanta gente en un mismo sitio?

Egwene se limitaba a mirar.

Thom Merrilin miró de soslayo a Mat; después giró los ojos en las órbitas y se tiró del bigote.

—¡Una ciudad! —bufó con sorna.

—¿Y tú, Rand? —preguntó Moraine—. ¿Qué impresión te produce Baerlon a primera vista?

—Que está muy lejos de casa —repuso lentamente, lo que provocó una sonora carcajada de Mat.

—Todavía habrás de ir más lejos —le advirtió Moraine—. Mucho más lejos. Pero no existe otra alternativa, excepto huir y esconderos y huir y esconderos de nuevo durante el resto de vuestras vidas. Debes recordar esto, cuando sientas la dureza del viaje. No tienes otra alternativa.

Rand intercambió unas miradas furtivas con Mat y Perrin. Sus semblantes reflejaban los mismos pensamientos que lo asaltaban a él. ¿Cómo podía hablar como si no dispusieran de alternativas después de lo que había dicho? «La Aes Sedai elige por nosotros».

Moraine hizo caso omiso de la evidente reacción provocada por sus palabras y prosiguió:

—Aquí comienza de nuevo el peligro. Vigilad lo que digáis entre estas murallas y, sobre todo, no hagáis mención de trollocs, Semihombres ni entes semejantes. Ni siquiera debéis dedicar un pensamiento al Oscuro. Algunos de los habitantes de Baerlon detestan más a las Aes Sedai que la propia gente de Campo de Emond, y existe la posibilidad de topar con Amigos Siniestros. —Egwene se quedó boquiabierta, Mat palideció y Perrin murmuró entre dientes, pero la Aes Sedai continuó impasible—. Hemos de llamar lo menos posible la atención.

Lan sustituyó su capa de cambiantes tonos verdes y grises por otra marrón, más común, aunque de elegante corte y tejido.

—Aquí no utilizaremos nuestros auténticos nombres —prosiguió Moraine—.En esta ciudad me conocen con el nombre de Alys y a Lan con el de Andra. Recordadlo. Bien, entremos antes de que caiga la noche. Los muros de Baerlon permanecen cerrados del crepúsculo al alba.

Lan tomó la delantera; descendieron la colina y atravesaron las florestas que los separaban de la muralla. El camino cruzaba media docena de granjas, aun cuando ninguna de ellas se hallaba pegada a él y ninguno de los labriegos que se afanaban en sus tareas rodeados de macizas cercas de madera, con puertas ya atrancadas pese a que aún lucía el sol.—pareció advertir a los viajeros.

El Guardián se acercó a la muralla y tiró de una cuerda que pendía de la entrada. Entonces sonó una campana del otro lado del muro. De pronto, asomó un rostro arrugado tocado con un gastado sombrero de tela, y observó con suspicacia desde los extremos superiores de las vigas, que se erguían hasta más de tres palmos por encima de sus cabezas.

—¿Qué representa esto, eh? El día está demasiado avanzado para abrir esta puerta. Es demasiado tarde, digo. Dad la vuelta por la puerta del Puente Blanco si queréis…

Al dar la yegua de Moraine unos pasos al frente y situarse en un lugar visible, las arrugas del hombre se hicieron aún más profundas y dibujaron una sonrisa. El anciano pareció vacilar entre tomar la palabra o correr a cumplir con su cometido.

—No sabía que fuerais vos, señora —dijo—. Aguardad. Ahora bajo. Esperad un momento. Ahora voy, ahora mismo.

La cabeza desapareció de su vista, pero Rand todavía podía escuchar los gritos amortiguados que les indicaban que permaneciesen ahí, que ya acudía. Con discordantes chirridos que denunciaban la falta de uso, la puerta derecha osciló lentamente hacia afuera y se detuvo cuando el espacio abierto era suficiente para dejar pasar un caballo. Entonces el portero asomó la cabeza en el entresijo, les dedicó una nueva sonrisa desdentada y les cedió entrada. Moraine avanzó detrás de Lan, seguida de Egwene.

Rand trotó en pos de Bela y se encontró en una estrecha calle flanqueada de altas vallas de madera y enormes almacenes sin ventanas, con sus imponentes puertas cerradas a cal y canto. Como Moraine y Lan ya habían desmontado y hablaban con el portero de rostro arrugado, Rand descendió también del caballo.

El hombrecillo, vestido con una capa y chaqueta llenas de remiendos, sostenía su maltrecho sombrero en una mano e inclinaba la cabeza en toda ocasión en que tomaba la palabra. Al observar a los acompañantes de Moraine, la sacudió con gesto reprobador.

—Campesinos del sur —aseveró con una mueca—. ¿Cómo es posible, señora Alys, que se os haya metido en la cabeza recoger a gente del campo, con el pelo cubierto de paja? —Entonces escrutó con la mirada a Thom Merrilin—. Vos no sois un pastor de ovejas. Recuerdo haberos dejado salir días atrás. ¿No les han complacido vuestros trucos por ahí abajo, eh, juglar?

—Espero que hayáis olvidado que nos franqueasteis el paso también a nosotros, maese Avin —dijo Lan, al tiempo que ponía una moneda en la mano del hombre—. Y que suceda lo mismo en nuestro regreso.

—No es preciso, maese Andra. No es preciso. Ya me disteis dinero de sobra al salir. De sobra. —Aun así, Avin hizo desaparecer la pieza con tanta habilidad como si de un juglar se tratara—. No se lo he dicho a nadie, ni se lo voy a decir tampoco. Y en especial a los Capas Blancas —concluyó.

Después frunció los labios para escupir, pero al mirar a Moraine tragó la saliva.

Rand dio un respingo, pero guardó silencio. Los demás también callaron, aun cuando aquello parecía representar un gran esfuerzo para Mat. «Los Hijos de la Luz», pensó asombrado Rand. Las historias que contaban los buhoneros, los mercaderes y sus guardas sobre los Hijos de la Luz expresaban a veces aborrecimiento y otras admiración, pero lo que nunca variaba en ellas era el odio que los Capas Blancas profesaban a las Aes Sedai, tan profundo como el que les inspiraban los Amigos Siniestros. Se preguntó si aquello no representaba ya una nueva amenaza.

—¿Los Hijos se encuentran en Baerlon? —inquirió Lan.

—Sin asomo de dudas. Vinieron el mismo día de vuestra partida, según creo recordar. Aquí todo el mundo los detesta, aunque muchos lo disimulan, claro.

—¿Han dicho por qué han venido? —preguntó gravemente Moraine.

—¿Que por qué han venido, señora? —Avin estaba tan sorprendido que incluso olvidó bajar la cabeza—. Desde luego que explicaron por qué… Oh, lo olvidaba. Seguramente no habéis escuchado más que balidos de ovejas por allá abajo. Dicen que están aquí debido a los acontecimientos que se han producido en Ghealdan. Ya sabéis, el Dragón…, bueno, ese que se hace llamar el Dragón. Dicen que ese sujeto está levantando un efecto maligno, lo cual no pongo en duda, y que han acudido a extirparlo. La pega es que él está en Ghealdan y no aquí. Eso no es más que una excusa para entrometerse en los asuntos de los demás, según yo barrunto. Ya ha aparecido la marca del Colmillo del Dragón en algunas puertas. —Aquella vez escupió en el suelo.

—¿Han causado alborotos, entonces? —inquirió Lan.

Avin negó vigorosamente con la cabeza.

—No porque no tuvieran ganas, me figuro; lo que ocurre es que el gobernador no se fía de ellos más que yo y no permite la entrada a más de diez a la vez. Y no anda desencaminado, no. Los demás han acampado a poca distancia de las murallas, en el norte, según tengo entendido. Los que entran, se dedican a caminar con paso fanfarrón envueltos en esas capas blancas, mirando por encima del hombro a las gentes honestas. Seguid la senda de la Luz, les dicen, como si fuera una orden. A punto han estado de llegar a los puños con los carreteros, los mineros y los fundidores, e incluso con la guardia, pero el gobernador no quiere altercados, y así ha sido hasta el momento. Lo que yo digo es que si están luchando contra el maligno, ¿por qué no se van a Saldaea? Allí hay problemas, por lo que he oído. O a Ghealdan. Dicen que se ha librado una terrible batalla en Ghealdan. Realmente terrible.

Moraine inspiró levemente.

—Me han dicho que las Aes Sedai se dirigían a Ghealdan.

—Sí, en efecto, señora. —Avin comenzó a esbozar reverencias de nuevo—. Fueron a Ghealdan, así es, y eso fue el detonante de la batalla, o al menos ése es el rumor que circula. Se dice que algunas de las Aes Sedai han muerto, todas tal vez. Ya sé que alguna gente no ve con buenos ojos a las Aes Sedai, pero ¿quién si no va a pararle los pies a ese falso Dragón? ¿Eh? Y esos condenados idiotas que creen que pueden convertirse en hombres Aes Sedai o algo por el estilo. ¿Qué me dicen de ellos? Claro, algunos dicen…, no los Capas Blancas, ni tampoco yo, pero alguna gente… dice que a lo mejor ese tipejo es el Dragón Renacido. Es capaz de generar algún prodigio, según tengo entendido, de hacer uso del Poder Único. Cuenta con miles de seguidores.

—No seáis insensato —lo atajó Lan.

—Yo sólo digo lo que he oído, ¿no es así? —protestó, dolido, Avin—. Sólo lo que he oído, maese Andra. Algunos dicen que está avanzando con su ejército hacia oriente y hacia el sur, en dirección a Tear. —Su voz se preñó de intensidad al agregar— se rumorea que les ha otorgado el nombre de Pueblo del Dragón.

—Los nombres significan poca cosa —objetó con parsimonia Moraine. Si algo de lo escuchado había enturbiado su ánimo, no daba ninguna prueba de ello—. Vos mismo podríais llamar a vuestra mula Pueblo del Dragón, si así se os antojase.

—No es nada probable, señora —replicó riendo entre dientes Avin—. Seguro que no lo haría con los Capas Blancas merodeando por aquí. De todas maneras, todos reprobarían el hecho de que le pusiese un nombre así. Ya entiendo lo que queréis decir, pero… oh, no señora. A mi mula no la llamaría así.

—Una sabia decisión, sin duda —acordó Moraine—. Ahora debemos reemprender camino.

—Y no os preocupéis, señora —dijo Avin, exageradamente inclinado ante ella—. Yo no he visto a nadie. —Salió disparado hacia la puerta y comenzó a tirar de ella con rápidos movimientos—. Yo no he visto a nadie, ni nada. —Al cerrarse el portón con un golpe, corrió de inmediato la tranca—. A decir verdad, señora, esta puerta no se ha abierto desde hace varios días.

—Que la Luz os ilumine, Avin —se despidió Moraine.

A continuación, encabezó la marcha, adentrándose en la población. Rand, miró una vez atrás y vio que Avin todavía permanecía de pie junto a la entrada. Al parecer, sacaba lustre a una moneda con el borde de su capa.

Atravesaron calles sin pavimentar, apenas lo bastante amplias para permitir el paso de dos carros, todas flanqueadas de almacenes y, de trecho en trecho, cercas de madera. Rand caminó un rato al lado del juglar. .

—Thom, ¿qué era eso de Tear, y lo del Pueblo del Dragón? Tear es una ciudad situada cerca del Mar de las Tormentas, ¿no es cierto?

—El Ciclo Karaethon —repuso, lacónico, Thom.

Rand fue presa de un sobresalto. Las Profecías del Dragón.

—Nadie habla de…, de esas historias en Dos Ríos. Al menos no en el Campo de Emond. La Zahorí los desollaría vivos si lo hicieran.

—Supongo que sí, no hace falta que lo jures —dijo secamente Thom. Después, al echar una ojeada en dirección a Moraine y Lan y comprobar que no podían oírlo, prosiguió— Tear es el mayor puerto del Mar de las Tormentas y la ciudadela de Tear es la fortaleza que lo guarda. La ciudadela está considerada como el primer fortín construido después del Desmembramiento del Mundo y nunca lo han abatido, pese a haber sido asediado en múltiples ocasiones. Una de las profecías afirma que la ciudadela de Tear resistirá hasta que el Dragón se haga con ella. Otra augura que permanecerá intacta hasta que la mano del Dragón esgrima la Espada Invencible. —Thom esbozó una mueca—. La caída de la ciudadela será una de las pruebas principales del renacimiento del Dragón. Ojalá ello no ocurra hasta que no haya dado yo con mis huesos en tierra.

—¿La Espada Invencible?

—Eso es lo que dice el texto. Yo no sé si se trata realmente de una espada. Sea lo que sea, es algo que se encuentra en el corazón de la ciudadela, el núcleo central de la fortaleza. Nadie puede entrar allí a excepción de los grandes señores de Tear y ellos no revelan nunca lo que hay dentro. En todo caso, no a los juglares.

Rand arrugó la frente.

—La ciudadela resistirá hasta que el Dragón empuñe la espada, pero, ¿cómo podrá hacerlo a menos que haya tomado la fortaleza antes? ¿Acaso se supone que el Dragón sería uno de los grandes señores de Tear?

—Es harto improbable —respondió con aspereza el juglar—. Tear odia cualquier cosa relacionada con el Poder, incluso más que Amador, y Amador es la plaza fuerte de los Hijos de la Luz.

—¿Cómo puede entonces cumplirse la profecía? —inquirió Rand—. Yo me sentiría satisfecho de que el Dragón no volviera a nacer, pero una profecía que no puede cumplirse es algo incongruente. Parece como si fuera una historia pensada con el fin de hacer creer a la gente que el Dragón no renacerá nunca, ¿no es así?

—Haces un montón de preguntas, muchacho —dijo Thom—. Una profecía fácilmente consumable no tendría tampoco gran sentido, ¿no crees? —Su voz se aligeró de improviso—. Bueno, ya estamos aquí, sea lo que sea lo que aquí nos aguarda.

Lan se había detenido junto a una valla de madera similar a las que habían pasado y estaba hurgando entre dos tablones con la hoja de su daga. De pronto emitió un gruñido de satisfacción, empujó, y un trecho de la cerca se abrió como si de una puerta se tratara. De hecho era una puerta, según advirtió Rand al observar la barra de metal que había levantado el Guardián, aunque dispuesta para ser abierta sólo desde el interior.

Moraine la traspuso enseguida, llevando a Aldieb del ronzal. Lan hizo señas a los otros para que la siguieran y se situó en retaguardia para cerrar la cerca tras él.

Al otro lado, había el patio de una posada, al que llegaba un gran estrépito procedente de la cocina del edificio. Sin embargo, lo que más impresionó a Rand fue su tamaño: ocupaba cuatro veces más terreno que la Posada del Manantial y además la superaba en cuatro pisos de altura. Más de la mitad de las ventanas despedían destellos en el crepúsculo. Cómo sería aquella ciudad, caviló admirado, que podía albergar a tantos forasteros…

No bien habían penetrado en el patio, aparecieron tres hombres con sucios delantales de lona en el amplio y arqueado dintel del establecimiento. Uno de ellos, un delgado personaje que era el único que no llevaba una horca en las manos, se acercó gesticulando con los brazos.

—¡Eh! ¡Eh! ¡No podéis entrar por aquí! ¡Debéis dar la vuelta por la fachada principal!

Lan llevó de nuevo la mano a la bolsa, pero, en el mismo instante, salió precipitadamente del local un hombre tan robusto como el propio maese al’Vere. Su reluciente delantal blanco era un claro indicio de que él era el posadero.

—Está bien, Mutch —dijo el recién llegado—. No hay ningún problema. Son huéspedes que estábamos aguardando. Ahora, ocúpate de sus caballos. Y pon especial atención en ellos.

Mutch agachó sombrío la cabeza y requirió con un gesto la ayuda de sus dos compañeros. Rand y los demás se apresuraron a recoger las albardas y las mantas mientras el posadero se volvía hacia Moraine. Le dedicó una profunda reverencia y se dirigió a ella con una radiante sonrisa.

—Bienvenida, señora Alys. Me alegra veros, a vos y a maese Andra. Me alegra mucho. Hemos echado de menos vuestra brillante conversación. Sí, en efecto. Debo decir que estaba preocupado de que os hubierais aventurado por las tierras del sur. Bien, me refiero a que, en estos tiempos que corren, con el clima trastornado y los lobos aullando al otro lado de las murallas por la noche… —De improviso, se palmeó con ambas manos su orondo vientre y sacudió la cabeza—. Y yo aquí charlando, en lugar de haceros pasar. Entrad, entrad. Comida caliente y cálidos lechos, eso es lo que estáis deseando a buen seguro. Y aquí se encuentran los mejores de todo Baerlon. Los mejores.

—Y un baño caliente, espero, maese Fitch —añadió Moraine.

—Oh, sí —estuvo de acuerdo Egwene.

—¿Baños? —dijo el posadero—. Claro, los mejores y los más cálidos de Baerlon. Pasad. Bienvenidos a El Ciervo y el León. Bienvenidos a Baerlon.

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