40 El tejido estrecha su cerco

A Rand le parecía estar sentado en una mesa con Logain y Moraine. La Aes Sedai y el falso Dragón lo observaban en silencio, como si ninguno de los dos advirtiera la presencia del otro. De pronto notó que las paredes de la estancia se tornaban indistintas, fundiéndose en una tonalidad gris. Sintió una sensación de apremio. Todo se esfumaba, se descomponía. Cuando volvió a mirar hacia la mesa, Moraine y Logain habían desaparecido y en su lugar se encontraba sentado Ba’alzemon. Todo el cuerpo de Rand vibró con la urgencia de la huida, que percutía en el interior de su cabeza con una intensidad progresiva. El martilleo se convirtió en un flujo de sangre en sus oídos.

Se incorporó con un sobresalto e inmediatamente gruñó y se llevó las manos a la cabeza, tambaleante. Le dolía todo el cráneo; cuando intentó girar deprisa la cabeza todo comenzó a girar de nuevo. Estaba en un jardín o en un parque; una avenida pavimentada con losas de pizarra serpenteaba entre floridos arbustos a menos de un metro y medio de distancia, con un banco de piedra blanca a un lado, sombreado por un frondoso emparrado. Había caído al otro lado del muro. «¿Y la muchacha?»

Localizó el árbol, a su espalda, y también a la muchacha… que bajaba por su tronco. Cuando llegó al suelo y se volvió hacia él, dio un respingo y soltó un nuevo gruñido. Una capa de terciopelo azul ribeteada de pálida piel cubría sus hombros; la punta de la capucha llegaba hasta su cintura y estaba rematada por un racimo de campanillas de plata, que repiqueteaban con cada uno de sus movimientos. Un anillo de filigrana plateada recogía sus largos rizos de un dorado rojizo, de sus orejas pendían unos delicados zarcillos de plata y su cuello estaba rodeado por gruesos collares de plata con piedras de color verde oscuro que identificó como esmeraldas. Su pálido vestido azul tenía manchas de corteza de árbol, pero era de seda y estaba esmeradamente bordado con intrincados dibujos, y el interior de los pliegues de la falda mostraba una delicada tela de color crema. Un ancho cinturón de plata entrelazada rodeaba su cintura y del borde del vestido asomaban unas medias de terciopelo.

Solamente había contemplado a dos mujeres vestidas de aquel modo: Moraine y la Amiga Siniestra que había intentado matarlos a él y a Mat. No acertaba a imaginar quién podía trepar a los árboles ataviado de aquella guisa, pero estaba seguro de que había de ser alguien importante. La manera como ella lo miraba confirmó su suposición. No parecía azorada en lo más mínimo por el hecho de que un extraño hubiera irrumpido en su jardín. Poseía una autoconfianza que le recordaba a Nynaeve, o a Moraine.

Se hallaba tan absorto con la preocupación de haberse buscado posibles complicaciones, considerando la posibilidad de que ella llamase a la guardia de la reina incluso en un día como aquél en que tenía otros asuntos de que ocuparse, que tardó varios minutos en reparar en la muchacha en sí, dejando a un lado sus ropajes y su altivo porte. Era tal vez dos o tres años menor que él, de elevada estatura para una mujer, y hermosa, con un perfecto rostro ovalado enmarcado por rizos dorados por el sol, en el que destacaban unos labios rojos y carnosos y unos ojos de un azul tan intenso como él no había contemplado nunca otro igual. Era completamente distinta de Egwene, tanto de cara como de cuerpo, pero igualmente bella. Sintió un arrebato de culpabilidad, que calmó diciéndose a sí mismo que el hecho de negar lo que lo que saltaba a la vista no contribuiría a traer sana y salva a Egwene a la ciudad.

Oyó un sonido rasposo procedente del árbol, del que cayeron pedazos de corteza, seguidos de un muchacho que saltó ágilmente al suelo, situándose junto a ella. Era un palmo más alto y algo mayor, pero su cara y su pelo evidenciaban su parentesco. Su capa y chaqueta eran rojas, blancas y doradas, con bordados y brocados, y, tratándose de un varón, estaban aún más adornadas que las de ella. Aquello incrementó la ansiedad de Rand. Únicamente en un día muy señalado se vestiría un hombre ordinario con semejantes atavíos y jamás los luciría con tanta nobleza. Aquél no era un parque público. Tal vez los guardias estuvieran demasiado entretenidos para preocuparse por los intrusos.

El muchacho examinó a Rand por encima del hombro de la chica mientras rozaba la daga prendida en su cintura. Le pareció más un hábito nervioso que una disposición a utilizarla, aun cuando no se encontrara en condiciones de afirmarlo. El joven denotaba igual seguridad en sí mismo que la muchacha y ambos lo observaban como un acertijo a resolver. Tenía la incómoda sensación de que la chica estaba elaborando un inventario de su persona, partiendo del estado de sus botas al de su capa.

—Verás la que nos espera si madre es entera de esto, Elayne —dijo de pronto el muchacho—. Nos ordenó que permaneciéramos en nuestras habitaciones, pero tú tenías que ver a Logain, ¿verdad? Mira ahora lo que ha pasado.

—Tranquilo, Gawyn. —Ella era sin duda la más joven de los dos, pero hablaba como si diera por supuesto que él obedecería lo que ella dispusiera. La expresión del muchacho indicaba que tenía algo más que añadir, pero, para sorpresa de Rand, guardó silencio—. ¿Estás bien? —preguntó de pronto.

A Rand le tomó un minuto caer en la cuenta de que estaba dirigiéndose a él. Entonces trató de ponerse de pie.

—Estoy bien. Sólo que… —Se tambaleó y las piernas le cedieron. Volvió a sentarse bruscamente, medio aturdido—. Volveré a saltar la pared —murmuró.

Intentó volver a incorporarse, pero ella le puso una mano en el hombro y se lo impidió. Estaba tan mareado que su ligera presión bastó para inmovilizarlo.

—Estás herido. —Se arrodilló grácilmente junto a él y apartó suavemente las mechas de cabellos manchados de sangre en el lado izquierdo de su cabeza—. Debes de haberte golpeado con una rama al caer. Será una suerte si sólo te has hecho daño en el cuero cabelludo. No creo haber visto a nadie que escalara tan hábilmente como tú, pero en las bajadas no eres tan diestro.

—Te ensuciarás las manos de sangre —señaló, retrocediendo.

Ella le aferró firmemente la cabeza para continuar examinándola.

—No te muevas. —No habló con dureza, pero su voz tenía el mismo tono autoritario de antes—. No tiene demasiado mal aspecto, gracias a la Luz —Comenzó a extraer una serie de diminutos frascos y arrugados envoltorios de papel de los bolsillos interiores de su capa para terminar con un puñado de vendajes enguatados.

Miró, asombrado, aquellos objetos. Eran el tipo de cosas que hubiera acarreado previsiblemente una Zahorí, pero no alguien ataviado como ella. Se había manchado los dedos de sangre, según advirtió, pero aquello no parecía inquietarla.

—Dame tu cantimplora, Gawyn —pidió—. He de enjuagarle esto.

El muchacho a quien llamaba Gawyn desató un recipiente de cuero de su cinturón y se lo entregó; luego se colocó en cuclillas a los pies de Rand con los brazos cruzados sobre las rodillas. Elayne prosiguió con su tarea con aires de profesional. Él no dio ni un respingo al sentir el escozor producido por el agua sobre la herida, pero ella le retenía la cabeza con una mano, como si esperara que él intentara zafarse. El ungüento, procedente de unos de los pequeños frascos, con que la cubrió después le produjo casi tanto alivio como uno de los preparados de Nynaeve.

Mientras ella lo curaba, Gawyn le dirigía una sonrisa tranquilizadora, como si él también esperara que se apartara de un salto e incluso echara a correr.

—Siempre busca gatos callejeros y pájaros con las alas lastimadas. Tú eres el primer ser humano de que dispone para practicar. —Vaciló un instante antes de agregar— no te ofendas. No estaba insinuando que tú fueras un vagabundo. —No fue una expresión de disculpa, sino una información aclaratoria.

—De ningún modo —repuso rígidamente Rand. Sin embargo, aquel par de jóvenes seguían comportándose como si él fuera un caballo asustadizo.

—Sabe lo que hace —aseveró Gawyn—. Recibe enseñanza de los mejores maestros. De manera que no debes temer: te hallas en buenas manos.

Elayne apretó unas vendas sobre su sien y tiró de un pañuelo de seda prendido a su cintura, de tonos azules y crema combinados con dorados. Para cualquier muchacha de Campo de Emond aquella prenda habría sido un tesoro reservado a los días de fiesta. Elayne comenzó a enrollársela con destreza en tomo a la cabeza para afianzar el vendaje.

—Aguanta esto —indicó Elayne—. Ponte la mano aquí mientras ato… —Exhaló una exclamación al verle las manos—. Esto no es consecuencia de la caída. Seguramente te lo has hecho trepando por donde no debieras. —Después de anudar rápidamente la tela, le volvió hacia arriba las palmas y murmuró para sí acerca de la poca agua que quedaba. El líquido le produjo un tremendo ardor, pero ella lo enjugó con asombrosa delicadeza—. No te muevas ahora.

Volvió a coger el frasco de ungüento y se lo extendió en una fina capa, concentrando aparentemente toda su atención en frotar los arañazos sin hacerle daño. Sintió un frescor en las manos, como si le hubieran cicatrizado las heridas.

—La mayoría de las veces todos cumplen exactamente sus deseos —continuó Gawyn al tiempo que dirigía una sonrisa afectuosa a la muchacha—. Casi todos. Pero no madre, desde luego, ni Elaida, ni Lini. Lini era su nodriza. Uno no puede dar órdenes a quien le ha regañado a uno por robar higos de pequeño. Y no de tan pequeño. —Elayne levantó la cabeza para asestarle una amenazadora mirada. Gawyn se aclaró la garganta y puso cara de tonto antes de proseguir—. Ni a Gareth, claro. Nadie manda a Gareth.

—Ni siquiera madre —añadió Elayne, volviendo a inclinar la cabeza sobre las manos de Rand—. Ella expresa sugerencias y él siempre actúa de acuerdo con ellas, pero nunca la he oído darle una orden. —Sacudió la cabeza.

—No sé por qué ha de causarte asombro —apuntó Gawyn—. Ni siquiera tú tratas de decirle a Gareth lo que ha de hacer. Ha estado al servicio de tres reinas y ha sido capitán general y primer príncipe regente durante el mandato de dos de ellas. Yo diría que para algunos él simboliza más el trono de Andor que la propia reina.

—Madre debería decidirse a casarse con él —dijo con aire ausente la muchacha, con la mirada fija en las manos de Rand—. Ella también desea hacerlo, a mí no puede ocultármelo. Y ello resolvería muchos problemas.

—Uno de ellos debe ceder primero —reflexionó Gawyn—. Madre no puede hacerlo y Gareth no está dispuesto a dar el primer paso.

—Si ella se lo ordenara…

—Él la obedecería, creo. Pero ella no lo hará, lo sabes muy bien.

De improviso se volvieron para observar a Rand, el cual tenía la impresión de que habían olvidado su presencia.

—¿Quién…? —Hubo de detenerse para humedecerse los labios—. ¿Quién es vuestra madre?

Elayne abrió desmesuradamente los ojos a causa de la sorpresa, pero Gawyn habló con un tono normal que no iba a la par con el contenido de su respuesta.

—Morgase, por la gracia de la Luz, reina de Andor, protectora del reino, defensora del pueblo, cabeza visible de la casa Trakand.

—La reina —murmuró Rand, perplejo. Por un momento temió que la cabeza comenzara a darle vueltas de nuevo. «No debías llamar demasiado la atención y vas a caer en los jardines reales y dejas que la heredera del trono te cure los rasguños como un vulgar curandero». Deseaba reír, consciente de que se hallaba al borde de ceder al pánico.

Después de una profunda inspiración, se levantó precipitadamente. Contuvo el impulso de echar a correr, pero sentía la urgencia de alejarse, de desaparecer de allí antes de que lo descubriera alguien más.

Elayne y Gawyn lo miraban con calma y, cuando él se puso en pie, ellos se irguieron grácilmente, sin apresurarse en lo más mínimo. Se llevó la mano a la cabeza para sacarse el pañuelo de seda y Elayne lo agarró por el codo.

—No hagas eso. Volvería a sangrar. —Su voz continuaba apacible, expresando todavía la certeza de que él cumpliría su indicación.

—Debo irme —dijo Rand—. Volveré a escalar la pared y…

—Verdaderamente no lo sabías. —Por primera vez pareció tan perpleja como él—. ¿Quieres decir que escalaste ese muro para ver a Logain sin saber dónde estabas? Habrías podido obtener mejor panorámica desde la calle.

—Yo…, no me gustan las multitudes —musitó. Dedicó una breve reverencia a cada uno de ellos—. Si me disculpáis, eh… milady. —En los relatos, las cortes reales estaban llenas de personajes que se daban el tratamiento de lord y lady y de alteza y majestad, pero, si había escuchado la forma correcta para dirigirse a la heredera del trono, no podía pensar claramente para traerla a la memoria. La única idea que vislumbraba sin margen de duda era la necesidad de alejarse—. Si me excusáis, me iré ahora. Ah… gracias por vuestra… —Se tocó el pañuelo atado a su cabeza—. Gracias.

—¿Sin ni siquiera decirnos cómo te llamas? —se extrañó Gawyn—. ¿No te parece un poco rudo después de las molestias que se ha tomado Elayne por ti? He estado reflexionando sobre tu persona. Tienes el habla andoriana, aunque no de un ciudadano de Caemlyn, pero tu aspecto… Bien, ya conoces nuestros nombres. La cortesía sugiere que nos digas el tuyo.

Mirando anhelante la pared, Rand dio su verdadero nombre sin pensar en lo que hacía, e incluso añadió:

—De Campo de Emond, en Dos Ríos.

—Del oeste —murmuró Gawyn—. En el extremo occidental.

Rand miró cauteloso a su alrededor. La voz del joven contenía una nota de sorpresa y Rand advirtió la misma reacción en su rostro al volverse. Gawyn, no obstante, la sustituyó tan rápidamente por una sonrisa de satisfacción que casi llegó a dudar de haberla percibido.

—Tabaco y lana —dijo Gawyn—. Debo conocer los principales productos de todas las regiones del reino. De todas las naciones, a decir verdad. Ello es obligado para mi formación. Los principales productos y actividades y las características de su gente. Se dice que los habitantes de Dos Ríos son muy obstinados, que pueden ser amables si lo creen a uno merecedor de su estima, pero que si se sienten presionados no hay forma de hacerlos cambiar de parecer. Elayne debería elegir un marido procedente de esa zona. Tendrá que ser un marido con una voluntad de hierro para no dejarse dominar por ella.

Rand lo miró fijo. Elayne también tenía la vista clavada en él. Gawyn parecía conservar su calma habitual, pero estaba murmurando algo. «¿Por qué?»

—¿Qué ocurre?

Los tres se sobresaltaron ante aquella repentina pregunta y se volvieron hacia donde había sido formulada.

El hombre que se encontraba de pie allí era el más agraciado que había visto nunca Rand, demasiado bello incluso para ser un varón. Era alto y esbelto, pero sus movimientos delataban una gran fuerza, flexibilidad y determinación. De pelo y ojos oscuros, su atuendo era apenas menos lujoso que el de Gawyn, con los mismos colores rojos y blancos, como si fueran ropas ordinarias. Tenía la mano apoyada en la empuñadura de la espada y la mirada centrada en Rand.

—Apártate de él, Elayne —dijo el hombre—. Tú también, Gawyn.

Elayne dio un paso y se situó delante de Rand, entre él y el recién llegado, con la cabeza erguida, haciendo gala de su habitual entereza.

—Es un súbdito leal a nuestra madre y un buen siervo de la corona. Y está bajo mi protección, Galad.

Rand trató de recordar lo que le habían explicado maese Kinch y maese Gill. Galadedrid Damodred era el hermanastro de Elayne, de Elayne y de Gawyn, si no le fallaba la memoria; los tres eran hijos del mismo padre. A pesar de que maese Kinch no había expresado grandes simpatías por Taringail Damodred, al igual que las otras personas que le habían hablado de él, su hijo gozaba de buena reputación tanto entre los partidarios como entre los opositores de la política de la reina, si debía dar crédito a los rumores que circulaban por la ciudad.

—Conozco tu amor por los vagabundos, Elayne —dijo en tono razonable el esbelto joven—, pero este hombre va armado y no parece una persona de fiar. Si es un leal servidor de la reina, ¿qué está haciendo en un lugar donde no le corresponde estar? Es muy fácil cambiar el envoltorio de una espada, Elayne.

—Es mi huésped aquí, Galad, y yo respondo por él. ¿O acaso te he pedido que fueras mi ayo, para decidir cuándo y con quién puedo hablar?

Su voz sonó preñada de desdén, pero Galad no dio visos de acusarlo.

—Sabes bien que no pretendo controlar tus acciones, Elayne, pero este… huésped tuyo no es adecuado, y sabes perfectamente que estoy en lo cierto. Gawyn, ayúdame a convencerla. Nuestra madre…

—¡Basta! —lo atajó Elayne—. En lo que sí has acertado es en que no tienes derecho a controlar mis acciones, y tampoco lo tienes para juzgarlas. Puedes irte. ¡Ahora mismo!

Galad dirigió una pesarosa mirada a Gawyn, con la cual parecía solicitar a un tiempo ayuda y constatar la invencible testarudez de Elayne. El rostro de Elayne se ensombreció, pero, cuando iba a abrir la boca otra vez, el joven esbozó una reverencia con toda formalidad sin abandonar, no obstante, la sorprendente elasticidad de sus movimientos, dio un paso atrás y, alejándose por la pavimentada avenida, se perdió de vista tras el emparrado.

—Lo odio —susurró Elayne—. Es vil y envidioso.

—En eso exageras, Elayne —opinó Gawyn—. Galad no conoce el significado de la envidia. Me ha salvado la vida en dos ocasiones y sin que hubiera testigos. Si no lo hubiera hecho, habría ocupado junto a ti el cargo de Primer Príncipe de la Espada en mi lugar.

—Jamás, Gawyn. Elegiría a cualquier otra persona con tal de que no fuera Galad. Al más degradado mozo de caballeriza. —De improviso sonrió, mirando con sorna a su hermano—. Dices que me gusta mandar. Pues bien, te ordeno que no permitas que te ocurra nada. Y deberás obedecer mi mandato y convertirte en Primer Príncipe de la Espada cuando yo suba al trono (¡quiera la Luz que ese día quede lejos!) y mandar los ejércitos de Andor con el sentimiento de honor que Galad nunca será capaz ni de soñar.

—Como ordenéis, milady. —Gawyn soltó una carcajada, realizando una parodia de la reverencia de Galad.

—Ahora debes salir deprisa de aquí —aconsejó Elayne a Rand con expresión de preocupación.

—Galad siempre cumple con su deber —explicó Gawyn—, incluso cuando no tiene necesidad. En este caso, si uno encuentra a un extraño en los jardines, su deber es informar de ello a los guardias de palacio, lo cual sospecho que va a hacer dentro de un minuto.

—Entonces es hora de que vuelva a trepar la pared —asintió Rand. «¡Menudo día para pasar inadvertido! ¡Daría lo mismo que me hubiera colgado un cartel de anuncio a la espalda!» Se giró hacia la pared, pero Elayne le aferró el brazo.

—No lo harás después de las molestias que me he tomado en tratarte las manos. Lo único que harías sería arañarte de nuevo y luego dejar que te pusiera quién sabe qué porquería cualquier bruja harapienta. Hay una puertecilla en el otro extremo del jardín. Está tapada por la maleza y nadie recuerda su existencia.

Rand oyó de pronto un repiqueteo de botas que se aproximaban hacia ellos hollando las losas de pizarra.

—Demasiado tarde —murmuró Gawyn—. Debiera haber echado a correr no bien lo vio Galad.

Elayne masculló una imprecación y Rand cerró los ojos. Había oído proferir el mismo exabrupto al mozo de cuadra de la Bendición de la Reina, y ya en aquella ocasión lo había dejado perplejo. Segundos después ya había recobrado el aplomo.

Gawyn y Elayne parecían contentos de quedarse donde estaban, pero él no podía enfrentarse a los guardias de la reina con tanta calma. Comenzó a caminar hacia el muro una vez más, consciente de que no lo alcanzaría antes de que llegaran los guardias, pero incapaz de permanecer quieto.

No había dado tres pasos cuando una patrulla de hombres con uniformes rojos aparecieron por el sendero, reflejando los rayos del sol con sus bruñidos petos. Otros se acercaban como manchas danzantes de escarlata y acero procedentes, al parecer, de todas direcciones. Algunos llevaban las espadas desenvainadas, otros sólo aguardaban a afianzar los pies para levantar los arcos y aprestar flechas en ellos. Detrás de la malla que protegía sus rostros, todas las miradas eran unánimemente hostiles y cada una de las flechas de punta ancha apuntaba sin vacilar hacia él.

Elayne y Gawyn saltaron a la vez y se situaron entre él y los proyectiles, con los brazos extendidos para cubrirlo. Él permaneció inmóvil, con las manos alejadas de la espada.

Mientras el martilleo de las botas y el crujido de los arcos tensados flotaba todavía en el aire, uno de los soldados, con la insignia de oficial al hombro, gritó:

—¡Milady, milord, al suelo, rápido!

A pesar de tener los brazos en cruz, Elayne se irguió majestuosamente.

—¿Cómo osáis mostrar el acero desnudo en mi presencia, Tallanvor? ¡Gareth Bryne os enviará a limpiar el estiércol de los establos de la tropa más ínfima por esto, si la suerte os acompaña!

Los soldados intercambiaron miradas de estupor y algunos de los arqueros hicieron ademán de bajar las armas. Sólo entonces Elayne bajó los brazos, como si los hubiera alzado por mero antojo. Tras un instante de vacilación, Gawyn siguió su ejemplo. Rand contaba los arcos que permanecían en alto. Los músculos de su estómago se tensaron tanto que habrían podido repeler una flecha disparada a veinte pasos.

El oficial parecía el más perplejo de todos.

—Milady, perdonadme, pero lord Galadedrid informó de que había un sucio campesino armado que merodeaba por los jardines y que su presencia ponía en peligro a mi señora Elayne y a mi señor Gawyn. —Su mirada se posó en Rand y su voz recobró firmeza—. Si milady y milord son tan amables de hacerse a un lado, me llevaré custodiado a este villano. Hay demasiada chusma en la ciudad estos días.

—Dudo mucho que Galad os diera tal información —objetó Elayne—. Galad no miente nunca.

—En ocasiones desearía que lo hiciera —le dijo quedamente al oído Gawyn a Rand—. Aunque sólo fuera por una vez. La vida con él resultaría más soportable.

—Este hombre es mi invitado —prosiguió Elayne—y está aquí bajo mi protección. Podéis retiraros, Tallanvor.

—Me temo que ello no será posible, milady. Como milady sabe, la reina, vuestra señora madre, ha dado órdenes concernientes a todo aquel que entre en el recinto palaciego sin su autorización expresa y ya se ha avisado a Su Majestad de la existencia de este intruso.

La voz de Tallanvor expresaba un indicio de satisfacción más que prudente. Rand dedujo que el oficial debía de verse obligado con frecuencia a obedecer órdenes de Elayne que no consideraba atinadas y que en aquella ocasión no estaba dispuesto a someterse a ella, habida cuenta de que disponía de una excusa perfecta.

Por primera vez, Elayne pareció perder parte de su entereza.

Rand dirigió una muda pregunta a Gawyn, que éste comprendió enseguida.

—La prisión —murmuró. Al ver que le palidecía el rostro, agregó— sólo durante algunos días y nadie te causará ningún daño. Te interrogará Gareth Bryne, el capitán general, pero te dejarán en libertad cuando haya comprobado que no planeabas nada malo. —Se detuvo, reflexionando—. Confío en que nos hayas dicho la verdad, Rand al’Thor de Dos Ríos.

—Nos conduciréis a los tres hasta mi madre —anunció de repente Elayne. Gawyn esbozó una sonrisa.

Detrás del entramado de acero que velaba su rostro, Tallanvor pareció titubear.

—Milady, yo…

—O de lo contrario nos escoltaréis a los tres hasta una celda —añadió Elayne—. No nos separaremos. ¿O vas a dar orden de que alguien me ponga las manos encima? —Su sonrisa era de victoria y, a juzgar por la manera como Tallanvor miró en torno a sí como si esperara obtener ayuda de los árboles, él también consideró que ella había ganado.

«¿Ganado qué? ¿Cómo?»

—Madre está examinando a Logain —explicó en voz baja Gawyn, como si hubiera leído los pensamientos de Rand—e, incluso si no estuviera ocupada, Tallanvor no se atrevería a llevarnos a Elayne y a mí a su presencia, como si estuviéramos bajo arresto. Nuestra madre tiene un poco de mal genio a veces.

Rand recordó lo que maese Gill le había contado respecto a la reina Morgase. «¿Un poco de genio?»

Otro soldado de uniforme rojo se acercó corriendo por el sendero y se paró en seco para dar un Saludo marcial a Tallanvor, con el cual intercambió unas palabras que devolvieron la satisfacción a su rostro.

—La reina, vuestra señora madre —anunció Tallanvor—, ordena que llevemos al intruso a su presencia inmediatamente. La reina ordena asimismo que mi señora Elayne y mi señor Gawyn se personen ante ella también de inmediato.

Gawyn pestañeó y Elayne tragó saliva. Una vez recobrada la compostura del semblante, comenzó a sacudir laboriosamente el vestido, que no mejoró en nada aparte de desprender algunos minúsculos pedazos de corteza.

—Si milady me permite… —dijo con altanería Tallanvor—. Milord…

Los soldados se dispusieron en formación en torno a ellos y comenzaron a caminar por la avenida, encabezados por Tallanvor. Gawyn y Elayne flanqueaban a Rand, perdidos en lúgubres pensamientos. Los soldados habían enfundado las espadas y devuelto las flechas a los carcajes, pero, pese a ello, mantenían una estricta vigilancia, observando a Rand como si esperaran que éste fuera a desenvainar el arma e intentar abrirse paso a mandobles.

«¿Que voy a intentar algo? No voy a intentar hacer nada. ¡Inadvertido! ¡Ja!»

Al mirar a los soldados, adquirió súbita conciencia del jardín. Para entonces ya se había recobrado por completo de la caída. Los acontecimientos se habían sucedido de modo tan vertiginoso y lo habían dejado en suspenso sin tiempo para recuperarse, que los contornos no habían sido para él más que un fondo borroso, a excepción de la pared y su intenso deseo de regresar al otro lado. Ahora veía el tupido césped en el que no había reparado antes. «¡Verde!» Un centenar de formas verdes, de árboles y arbustos verdes y lozanos, cargados de follaje y de frutos. Los troncos que bordeaban el sendero estaban cubiertos de lujuriantes hiedras y había flores por doquier, innumerables flores que salpicaban el suelo de color.

Conocía algunas de ellas —brillantes botones de oro, diminutas pulsatillas rosadas, gotas de sangre carmesí y glorias de Emond purpúreas, rosas de todos los matices desde el más puro blanco hasta el encarnado más intenso—, pero otras eran extrañas, de formas y tonos tan curiosos que le asombraba que pudieran ser naturales.

—Está verde —musitó—. Verde.

Los soldados murmuraron para sí; Tallanvor les asestó una dura mirada y volvieron a guardar silencio.

—Gracias a Elaida —explicó, distraído, Gawyn.

—No es justo —comentó Elayne—. Me preguntó si quería escoger la granja en la que produciría iguales resultados, mientras a su alrededor no brota ninguna hierba, pero aun así no es justo que nosotros tengamos flores cuando hay gente que no dispone de suficientes alimentos. —Respiró hondo, haciendo acopio de vigor—. Recuerda esto —dijo de improviso a Rand— habla en voz alta y clara cuando te lo ordenen y mantén silencio en caso contrario. Y sigue mis indicaciones. Todo saldrá bien.

Rand deseó compartir su confianza. Gawyn habría contribuido a ello si hubiera dado muestras de poseerla a su vez. Mientras Tallanvor los conducía al interior del palacio, miró por última vez los jardines, con su verdor interrumpido por la variopinta floración, un colorido ofrendado a una reina por la mano de una Aes Sedai. Se hallaba a merced de la corriente, sin perspectivas de llegar a buen puerto.

Los corredores estaban llenos de sirvientes vestidos con libreas rojas con cuellos y puños blancos y el león blanco bordado en el pecho izquierdo, que se afanaban en tareas que en apariencia no requerían su empeño. Cuando los soldados prosiguieron su marcha, con Elayne, Gawyn y Rand en el centro, se detuvieron en seco para mirarlos con la boca abierta.

En medio de la unánime consternación, un gato de piel veteada de gris atravesó tranquilamente el pasillo, serpenteando entre la perpleja servidumbre. De pronto a Rand le pareció raro ver un solo gato. Durante su estancia en Baerlon había observado que incluso la más ínfima tienda tenía gatos merodeando en todos los rincones. Desde que había entrado en el palacio, aquél era el único felino que había visto.

—¿No tenéis ratas? —preguntó con incredulidad, pensando que había ratas en todos los lugares.

—A Elaida no le gustan las ratas —murmuró vagamente Gawyn, con el rostro ceñudo, previendo sin duda el inminente encuentro con la reina—. Nunca tenemos ratas.

—Callaos los dos. —La voz de Elayne era autoritaria, pero ella parecía tan abstraída como su hermano—. Estoy intentando pensar.

Rand continuó mirando el gato por encima del hombro hasta que los guardias le hicieron doblar una esquina. Habría preferido ver muchos animales como aquél, pues aquello hubiera sido indicio de que al menos algo seguía un curso normal en el palacio, aunque se tratara de la presencia de roedores.

La ruta que seguía Tallanvor viraba tantas veces que Rand perdió el sentido de la orientación. Por fin el joven oficial se detuvo ante unas altas puertas de reluciente madera oscura, no tan magnífica como algunas de las que habían cruzado, pero también labrada con hileras de leones, meticulosamente trazados. A ambos lados había un soldado con librea.

—Al menos no es la gran sala —señaló con una risa inquieta Gawyn—. Nunca he oído que madre condenara a la guillotina a nadie desde aquí. —Su tono de voz denunciaba su temor de que aquel día sentara un precedente.

Tallanvor alargó la mano hacia la espada de Rand, pero Elayne lo interceptó.

—Es mi invitado y, según la ley y la tradición, los invitados de la familia real están autorizados a ir armados en presencia de mi madre. ¿Acaso vais a poner en duda mi palabra, negándoos a considerarlo como huésped mío?

Tallanvor titubeó, clavó su mirada en la de la muchacha y asintió.

—Muy bien, milady. —Elayne sonrió a Rand, mientras Tallanvor retrocedía, pero su júbilo fue pasajero.

—Que me acompañe la primera fila —ordenó Tallanvor—. Anunciad a la señora Elayne y al señor Gawyn a Su Majestad —indicó a los porteros—. También al lugarteniente de guardia Tallanvor, con la venia de Su Majestad, y al intruso bajo custodia.

Elayne miró ceñuda a Tallanvor, pero las puertas ya estaban abriéndose en aquel momento. Una sonora voz anunció a los que se disponían a entrar.

Elayne penetró con paso altanero, desmereciendo ligeramente su majestuosa entrada al hacerle señales a Rand para que permaneciera detrás de ella. Gawyn henchió el pecho y avanzó a tan sólo un paso de distancia. Rand la siguió, manteniéndose dudosamente a la altura de Gawyn en el lado opuesto al de aquél. Tallanvor caminaba cerca de él, acompañado de diez soldados. Las puertas se cerraron en silencio a sus espaldas.

De improviso Elayne se postró de hinojos, ofreciendo simultáneamente una reverencia de cintura para arriba, y conservó aquella postura, con las manos en los extremos de la falda abombada sobre el suelo. Rand se sobresaltó y luego se apresuró a imitar a Gawyn y a los demás varones, moviéndose con torpeza hasta conseguir la postura correcta, apoyado en la rodilla derecha, con la cabeza agachada y reclinado hacia adelante para tocar con los nudillos de la mano derecha las baldosas de mármol, mientras dejaba reposar la otra en la punta de la empuñadura de la espada. Gawyn, que no llevaba espada, se llevó la mano a la daga del mismo modo.

Rand aún estaba congratulándose por haber logrado adoptar aquella posición cuando advirtió que Tallanvor, con la cabeza inclinada aún, lo miraba airadamente de soslayo desde detrás de la cara de uno de los guardias. «¿Acaso esperaba que hiciera otra cosa?» Sintió un súbito acceso de furia, producido por el hecho de que Tallanvor quisiera que efectuara algo que nadie le había explicado, una furia que se superponía al temor a los guardias. Él no había hecho nada por lo que hubiera que temer. Sabía que Tallanvor no era culpable de su miedo, pero, aun así, su ira se centraba en él.

Todos conservaron aquel ademán, inmovilizados como si aguardaran el deshielo primaveral. Ignoraba qué esperaban, pero aquello le dio ocasión de estudiar la estancia a la que lo habían conducido. Mantuvo la rodilla hincada en el suelo, moviéndose sólo un poco para observar. Tallanvor incrementó la dureza de su mirada, pero él hizo caso omiso de ella.

La amplia sala tenía aproximadamente las mismas dimensiones que el comedor de la Bendición de la Reina y sus paredes presentaban escenas de caza labradas en relieve en una piedra de un blanco resplandeciente. Los tapices situados entre los grabados ofrecían suaves imágenes de luminosas flores y colibríes de reluciente plumaje, a excepción de los dos que se hallaban en el otro extremo de la habitación, donde el león blanco de Andor se alzaba con talla superior a la de un ser humano sobre un mar escarlata. Aquellas dos colgaduras flanqueaban un estrado, sobre el que había un trono dorado, donde se encontraba sentada la reina.

Un fornido hombre permanecía de pie, con la cabeza descubierta, a la derecha de la soberana, con cuatro galones dorados en la capa y amplios brazaletes del mismo color que resaltaban la blancura de los puños de su camisa. Tenía las sienes plateadas, pero parecía tan fuerte e inquebrantable como una roca. Aquél debía de ser el capitán general, Gareth Bryne. Al otro lado, detrás del trono, había una mujer ataviada con sedas de color verde oscuro, sentada en un taburete bajo, tejiendo algo con una lana oscura, casi negra. En un principio aquel detalle lo llevó a pensar que era una anciana, pero al observarla de nuevo fue incapaz de determinar su edad. Parecía centrar toda su atención en las agujas y en el hilo, como si no se hallara a menos de un metro de la reina. Era una mujer hermosa, de aspecto plácido y, sin embargo, su concentración auguraba algo terrible en ella. No se oía más sonido en la sala que el entrechocar’ de las agujas.

Trató de examinarlo todo, pero sus ojos no dejaban de posarse una y otra vez en la mujer tocada con una guirnalda de rosas finamente entrelazadas, la corona de rosas de Andor.

Una larga estola roja con el león de Andor pendías sobre su vestido de seda de pliegues blancos y rojos, y, cuando tocó el brazo del capitán general con la mano izquierda, un anillo con la forma de la Gran Serpiente, mordiéndose la cola, despidió destellos. No obstante, no era la magnificencia de sus ropajes y de sus joyas, ni siquiera de la corona, lo que atraía con insistencia la mirada de Rand, sino la mujer que los lucía.

Morgase poseía la misma belleza que su hija, en el pleno esplendor de la madurez. Su rostro y su figura, su presencia, llenaban la habitación como una luz que ensombrecía el resplandor de las otras dos mujeres. Si hubiera sido una viuda de Campo de Emond, habría tenido un enjambre de pretendientes ante su puerta aunque hubiera sido la peor cocinera y ama de casa de todo Dos Ríos. Al advertir que ella estaba observándolo, agachó la cabeza, temeroso de que ella leyera sus pensamientos. «¡Luz, estabas pensando en la reina como si fuera una pueblerina! ¡Insensato!»

—Podéis levantaros —autorizó Morgase, con una voz firme y cálida que centuplicaba el aplomo de Elayne.

Rand se puso en pie al igual que el resto.

—Madre… —comenzó a decir Elayne.

—Según parece —la interrumpió Morgase—, has estado trepando a los árboles, hija. —Elayne despegó un pedazo de corteza de su vestido y, al no hallar lugar donde depositarlo, lo guardó en la mano—. Y lo que es más —prosiguió tranquilamente Morgase—, se diría que, a pesar de mi prohibición, has ideado la manera de poder ver a ese Logain. Gawyn, te creía más juicioso. No sólo debes aprender a no obedecer a tu hermana, sino también a prevenirla del desastre. —Los ojos de la reina se desviaron hacia el imponente hombre que se hallaba a su lado para apartarse rápidamente de él. Bryne continuó impasible, como si no lo hubiera advertido, pero Rand pensó que sus ojos lo percibían todo sin excepción—. Esta, Gawyn, es la responsabilidad del Primer Príncipe, tan importante como la de estar al mando de los ejércitos de Andor. Tal vez si intensificamos tu instrucción, dispondrás de menos tiempo para dejar que tu hermana conduzca tus acciones. Solicitaré al capitán general que se ocupe de que no te encuentres desocupado durante el viaje hacia el norte.

Gawyn movió los pies como si fuera a protestar y luego inclinó la cabeza en su lugar.

—Como ordenéis, madre.

—Madre —intervino Elayne—, Gawyn no puede protegerme si está alejado de mí. Ha sido con este único propósito que ha abandonado sus aposentos. Mas sin duda no podía representar ningún peligro para nosotros que mirásemos a Logain. Casi todos los habitantes de la ciudad se hallaban más cerca de él que nosotros.

—No todos los habitantes de la ciudad son la heredera del trono —contestó con cierta dureza la reina—. Yo he visto de cerca a ese Logain, y es un hombre peligroso, hija. Enjaulado, vigilado constantemente por las Aes Sedai, continúa siendo tan temible como un lobo. Ojalá nunca lo hubieran traído a Caemlyn.

—Se encargarán de él en Tar Valon. —La mujer sentada en el taburete no apartó los ojos de su labor al hablar—. Lo importante es que la gente vea que la Luz ha vencido nuevamente a la Oscuridad. Y que se sientan partícipes de dicha victoria, Morgase.

Morgase hizo ondear la mano.

—Con todo, preferiría que nunca se hubiera aproximado a Caemlyn. Elaida, ya conozco vuestra opinión.

—Madre —protestó Elayne—, no es mi intención desobedeceros. De veras.

—¿De veras? —inquirió Morgase con irónica sorpresa, antes de echarse a reír—. Sí, tú intentas ser una hija responsable, pero siempre estás probando hasta dónde puedes llegar. Bien, yo hacía lo mismo con mi madre. Ese carácter te será útil cuando asciendas al trono, pero todavía no eres la reina, hija. Me has desobedecido al ir a contemplar a Logain. Durante el viaje hacia el norte no se te permitirá acercarte a más de cien pasos de él, ni a ti ni a Gawyn. Si no fuera consciente de la dureza del aprendizaje que realizaréis en Tar Valon, enviaría a Lini para que se ocupara de vigilaros. Ella, al menos, parece encontrarse en disposición de hacerte comportar como es debido.

Elayne inclinó tristemente la cabeza.

La mujer sentada detrás del trono parecía ocupada en contar los puntos.

—Dentro de una semana —anunció de pronto—, estaréis deseosos por regresar junto a vuestra madre. Dentro de un mes estaréis dispuestos a daros a la fuga con el Pueblo Errante. Sin embargo, mis hermanas os mantendrán alejados de los infieles. Ese tipo de experiencias no os convienen, por el momento. —Se volvió bruscamente para observar con fijeza a Elayne, con la placidez de su semblante desvanecida como por ensalmo—. Dispones de las cualidades para convertirte en la más grandiosa reina que Andor haya tenido nunca, que ningún país haya visto a lo largo de más de un siglo. Es para eso para lo que vamos a formarte, si conservas la entereza suficiente.

Rand la miró de nuevo. Aquélla debía de ser Elaida, la Aes Sedai. De improviso se alegró de no haber acudido a ella en busca de ayuda, pese a ignorar aún el Ajah al que pertenecía. Aquella Aes Sedai irradiaba una rigidez que superaba con creces la de Moraine. En ocasiones había considerado a Moraine como un ser de acero cubierto de terciopelo; con Elaida el terciopelo era sólo una ilusión.

—Basta, Elaida —la atajó Morgase, con el rostro ceñudo por la inquietud—. Ya he escuchado eso bastantes veces. La Rueda gira según sus designios. —Por un momento, guardó silencio, mirando a su hija—. Ahora debemos ocupamos del problema de este joven —señaló a Rand sin apartar los ojos de Elayne—, de cómo y por qué ha entrado aquí y de las razones que te han inducido a imponer a tu hermano su condición de huésped tuyo.

—¿Puedo hablar, madre?

Cuando Morgase asintió con la cabeza, Elayne expuso llanamente lo sucedido desde el momento en que vio cómo Rand subía por la ladera y escalaba luego el muro. Él esperaba que concluyera su exposición proclamando la inocencia de sus intenciones, pero en vez de ello, argumentó:

—Madre, con frecuencia me advertís de que debo conocer a nuestro pueblo, tanto a sus miembros más poderosos como a los de más humilde condición, pero siempre que me encuentro con alguno de ellos estoy en compañía de una docena de asistentes. ¿Cómo puedo llegar a conocer la realidad bajo tales circunstancias? Hablando con este joven ya he aprendido mucho más sobre la gente de Dos Ríos de lo que hubiera hallado en los libros. Es un detalle significativo que haya venido de tan lejos y haya adoptado el rojo cuando tantos otros forasteros llevan telas blancas únicamente por temor. Madre, os ruego que no deis mal trato a un súbdito leal, que además me ha enseñado algo acerca de los pueblos que gobernáis.

—Un leal súbdito de Dos Ríos —suspiró Morgase—. Hija mía, deberías prestar más atención a esos libros. Dos Ríos no ha visto un recaudador de impuestos durante seis generaciones, ni a un guardia de la reina en siete. Sospecho que en raras ocasiones deben de recordar que forman parte del reino. —Rand se encogió, incómodo, rememorando la sorpresa que le produjo enterarse de que Dos Ríos fuera una de las regiones integradas al reino de Andor. Al verlo, la reina sonrió pesarosamente a Elayne—. ¿Lo ves, hija?

Elaida había dejado de tejer, advirtió Rand, y lo examinaba con detenimiento. Entonces se levantó del taburete y descendió lentamente del estrado para pararse delante de él.

—¿De Dos Ríos? —dijo. Alargó una mano hacia su cabeza; él se zafó de su contacto, ante lo cual ella no insistió—. ¿Con este pelo rojizo y estos ojos grises? La gente de Dos Ríos tiene el cabello y los iris oscuros y rara vez es de estatura tan alta. —Le arremangó un trozo de manga y mostró una piel muy clara que pocas veces había sido expuesta a los rayos del sol—. Ni una piel tan blanca.

—Nací en el Campo de Emond —aseveró secamente, esforzándose por no apretar el puño—. Mi madre procedía de otras tierras, y de ella he heredado el color de mis ojos. Mi padre es Tam al’Thor, pastor y labrador, al igual que yo.

Elaida asintió parsimoniosamente, sin despegar la mirada de su semblante. Él le devolvió una mirada igual de penetrante que se contradecía con el ardor que le subía del estómago. Tuvo conciencia de que la mujer había notado la firmeza de su mirada. Con los ojos todavía clavados en los suyos, volvió a mover lentamente la mano hacia él. Decidió no resistirse aquella vez.

Fue su espada lo que tocó, cerrando las manos en tomo a la empuñadura. Sus dedos se crisparon y sus ojos se abrieron a causa de la sorpresa.

—Un pastor de Dos Ríos —susurró quedamente, pero con intención de que su voz llegara a todos los presentes— con una espada con la marca de la garza.

Aquellas últimas palabras tuvieron el mismo efecto en la sala que si hubiera anunciado al propio Oscuro. El metal y el cuero crujieron detrás de Rand, acompañados del repiqueteo de las botas sobre el mármol. Por el rabillo del ojo vio cómo Tallanvor y otro de los guardias se echaban atrás para ganar espacio, con las manos en las espadas, preparados para desenvainarlas y, a juzgar por su expresión, dispuestos también a morir. En dos veloces zancadas, Gareth Bryne se plantó en el centro de la tarima, interponiéndose entre él y la reina. Incluso Gawyn se colocó delante de Elayne, con expresión preocupada y la mano apoyada en su daga. La propia Elayne lo miró como si lo viera por vez primera. Morgase no mudó de semblante, pero sus dedos se crisparon sobre los dorados brazos del trono.

Únicamente Elaida permaneció impávida, sin dar señales de que hubiera dicho nada fuera de lo común. Apartó la mano de la espada, incrementando la tensión entre los soldados y sus ojos continuaron escrutando los de Rand, imperturbables y calculadores.

—Sin duda —reflexionó la reina—, es demasiado joven para haber ganado la espada con la marca de la garza. No supera en edad a Gawyn.

—El arma concuerda con su persona —sentenció Gareth Bryne.

—¿Cómo es ello posible? —inquirió, mirándolo con sorpresa, la reina.

—No lo sé, Morgase —repuso lentamente Bryne—. Es demasiado joven y, sin embargo, forma una unidad con la espada. Fijaos en sus ojos, en su porte, en la manera como la espada se ajusta a él y él a la espada. Es demasiado joven, pero esa arma es suya.

—¿Cómo llegó a tus manos esta espada, Rand al’Thor de Dos Ríos? —preguntó Elaida cuando el capitán general hubo guardado silencio, con un tono que parecía poner en duda tanto su identidad como su procedencia.

—Me la dio mi padre —respondió Rand—. Era suya. Pensó que necesitaría una espada al partir de viaje.

—Otro pastor de Dos Ríos con una espada con la marca de la garza. —La sonrisa esbozada por Elaida le dejó la boca pastosa—. ¿Cuándo llegaste a Caemlyn?

Ya se había cansado de decirle la verdad a aquella mujer que le hacía sentir aún más temor que un Amigo Siniestro. Era hora de volver a ocultarse.

—Hoy —dijo—. Esta mañana.

—Justo a tiempo —murmuró la Aes Sedai—. ¿Dónde te hospedas? No me digas que no has alquilado una habitación en alguna parte. Pareces un poco desastrado, pero has tenido ocasión de asearte. ¿Dónde?

—En la Corona y el León. —Recordó haber pasado delante de aquella posada mientras buscaba la Bendición de la Reina. Estaba en una zona alejada del establecimiento de maese Gill—. Dispongo de una cama allí, en el ático. —Tenía la sensación de que Elaida adivinaba que mentía, pero ella se limitó a asentir.

—¿No es ésta una gran casualidad? —insinuó—. Hoy han traído al infiel a Caemlyn. Dentro de dos días partirá hacia el norte y con él irá la heredera de la corona para completar su formación. Y precisamente en esa coyuntura aparece en los jardines reales un joven de Dos Ríos que pretende ser un fiel súbdito de la reina…

—Soy de Dos Ríos. —Todos lo miraban, pero nadie le prestaba atención, a excepción de Tallanvor y los guardias, que ni siquiera pestañeaban.

—…con una historia calculada para atraer a Elayne y una espada con la marca de la garza. No lleva ningún brazalete ni escarapela para proclamar sus preferencias, sino una tela que encubre cuidadosamente la garza ante ojos inquisitivos. ¿Qué se deduce de ello?

La reina hizo señas al capitán general para que se hiciera a un lado y, cuando éste se apartó, examinó a Rand con semblante preocupado. Pero sus palabras fueron dirigidas a Elaida.

—¿De qué lo estáis acusando? ¿De ser un Amigo Siniestro? ¿Uno de los seguidores de Logain?

—El Oscuro está cobrando fuerza en Shayol Ghul —replicó la Aes Sedai—. La Sombra se cierne sobre el Entramado y el futuro pende de un delgado hilo. Este hombre es peligroso.

De improviso, Elayne se postró de rodillas ante el trono.

—Madre, os ruego que no le hagáis daño. Habría podido marcharse de inmediato si yo no lo hubiera contenido. Él quería irse. Fui yo quien lo obligó a quedarse. No puedo creer que sea un Amigo Siniestro.

Morgase realizó un ademán tranquilizador en dirección a su hija, pero no apartó los ojos de Rand.

—¿Es esto una predicción, Elaida? ¿Estáis leyendo el Entramado? Vos misma afirmáis que adquirís dicha facultad cuando menos lo esperáis y que la clarividencia os abandona tan velozmente como ha aparecido. Si esto es una predicción, Elaida, os ordeno que digáis claramente la verdad, sin envolverla, como es habitual en vos, en un halo de misterio del que nadie puede deducir si habéis dicho blanco o negro. Hablad. ¿Qué veis?

—Éste es mi augurio —respondió Elaida—y juro por la Luz que me es imposible imprimirle mayor claridad. De ahora en adelante Andor se sumirá en un camino de dolor y desgarramiento. La Sombra se teñirá más aún de negro y no puedo ver si la Luz renacerá después. Si el mundo ha derramado una lágrima, ahora estallará en sollozos. Éstas son mis predicciones.

La estancia se sumió en un tenso silencio, que sólo interrumpió la exhalación de Morgase, similar al jadeo de un moribundo.

Elaida continuó mirando a los ojos de Rand y tomó de nuevo la palabra, sin apenas mover los labios, con voz tan queda que él tenía dificultades en comprenderla, hallándose a dos palmos de distancia.

—Y también predigo esto: el dolor y la disgregación que se avecinan afectarán a la totalidad de la tierra y este hombre es una pieza central en todo el proceso. Obedezco a la reina —susurró—y por ello lo expreso claramente.

Rand sintió como si sus pies hubieran enraizado en el suelo de mármol. El frío y la dureza de la piedra remontaron sus piernas y transmitieron un escalofrío a su columna. Era imposible que alguien la hubiera oído aparte de él. Sin embargo, ella seguía observándolo y él sí la había escuchado.

—Soy un pastor —repitió, dirigiéndose a todos los presentes—. De Dos Ríos. Un pastor.

—La Rueda gira según sus designios —sentenció en voz alta Elaida, sin que él pudiera dilucidar si su tono contenía un matiz de burla o no.

—Lord Gareth —dijo Morgase—, necesito el consejo de mi capitán general.

—Elaida Sedai dice que es un hombre peligroso, mi reina —respondió el corpulento personaje, sacudiendo con energía la cabeza—, y, si le fuera dado añadir algo, opino que pediría su cabeza. Pero los demás podemos percibir con nuestros propios ojos todo cuanto ella predice. No hay ni un campesino en los alrededores que no afirme que las cosas van a empeorar, sin necesidad de escuchar ningún augurio. Por mi parte, creo que el muchacho se encuentra aquí por mero azar, aun cuando éste sea desafortunado para él. Para asegurarnos, mi reina, recomiendo que lo encierren en una celda hasta que lady Elayne y lord Gawyn hayan cubierto una buena parte de su viaje y que lo suelten entonces. A menos, Aes Sedai, que ampliéis vuestras predicciones respecto a él.

—He revelado cuanto he leído en el Entramado, capitán general —contestó Elaida. Después dedicó una fría sonrisa a Rand, que apenas rozó sus labios, retándolo a negar sus aseveraciones—. Unas semanas en prisión no le vendrán mal y ello me dará ocasión de proseguir con mis averiguaciones. —Sus ojos reflejaron un vivo anhelo, intensificando sus temores—. Tal vez una nueva predicción aclare los interrogantes.

Morgase reflexionó un rato, acodada en el trono y con el puño pegado a la barbilla. Rand habría rehuido su ceñuda mirada si hubiera sido capaz de realizar algún movimiento, pero los ojos de Elaida lo mantenían petrificado. Por último la reina tomó la palabra.

—Las sospechas están sofocando Caemlyn, tal vez todo Andor. El temor y la lúgubre suspicacia. Las mujeres denuncian a sus vecinas, acusándolas de ser Amigas Siniestras. Los hombres graban el Colmillo del Dragón en las puertas de personas que conocen desde hace mucho tiempo. Yo no pienso contribuir a ese clima.

—Morgase… —comenzó a decir Elaida.

—No pienso fomentar ese ambiente de recelo —la atajó la reina—. Cuando ascendí al trono juré administrar justicia a los poderosos y a los humildes y pienso mantenerla aun cuando sea la última persona de Andor que recuerde el significado de la palabra justicia. Rand al’Thor, ¿juras ante la Luz que tu padre, un pastor de Dos Ríos, te dio esta espada con la marca de la garza?

Rand trató de activar la salivación para lograr articular la respuesta.

—Lo juro. —Al recordar a quien hablaba, se apresuró a añadir— mi reina. —Lord Gareth enarcó una ceja, pero Morgase no pareció inmutarse.

—¿Y trepaste el muro del jardín para poder ver al falso Dragón?

—Sí, mi reina.

—¿Pretendes causar algún daño al trono de Andor, a mi hija o a mi hijo? —Su tono indicaba que la negación de los últimos dos supuestos lo llevaría a una más pronta absolución que el primero.

—No pretendo causar daño a nadie, mi reina. Y menos a vos o a vuestra familia.

—En ese caso te impartiré justicia, Rand al’Thor —prometió la soberana—. Primeramente, porque poseo la ventaja sobre Gareth y Elaida de haber escuchado el habla de Dos Ríos en mi juventud. No posees el físico propio de sus habitantes, pero, si un remoto recuerdo me sirve de algo, afirmaría que tu acento sí pertenece a esa región. En segundo lugar, nadie que tuviera tus cabellos y tus ojos pretendería proceder de Dos Ríos a menos que ello fuera cierto. Y la explicación de que tu padre te entregó una espada con la marca de la garza es demasiado absurda como para ser una mentira. En tercer lugar, el hecho de que una vocecilla interior me advierta de que a menudo la mejor mentira es demasiado ridícula para ser tomada como tal…, esa voz no constituye ninguna prueba. Te concedo la libertad, Rand al’Thor, pero te recomiendo que vayas con cuidado antes de allanar el palacio otra vez. Si alguien te encuentra nuevamente en este recinto, no saldrás tan bien parado.

—Gracias, mi reina —dijo con voz ronca. Sentía el disgusto de Elaida como un hierro candente en su mirada.

—Tallanvor —solicitó Morgase—, escoltad a este…, escoltad al invitado de mi hija a las puertas de palacio y haced gala de la cortesía debida. El resto de vosotros podéis salir también. No, Elaida, quedaos aquí. Y vos también, si no tenéis inconveniente, lord Gareth. Debo decir qué medidas tomar ante los Capas Blancas reunidos en la ciudad.

Tallanvor y los guardias envainaron de mala gana las espadas, dispuestos a desenfundarlas de nuevo en un instante. No obstante, para Rand fue un alivio que los soldados formaran en torno a él y comenzaran a salir de la estancia. Elaida escuchaba a medias las palabras de la reina, con la mirada clavada en su espalda. «¿Qué habría ocurrido si Morgase no hubiera retenido a la Aes Sedai en la sala?» Aquel pensamiento le hizo desear que los soldados caminaran más velozmente.

Para su sorpresa, Elayne y Gawyn intercambiaron unas palabras junto a la puerta y luego caminaron a su lado. Tallanvor también evidenció su asombro. El joven oficial miró alternativamente a los hijos de la reina y la puerta, que en aquel momento se cerraba.

—Mi madre —señaló Elayne—ha ordenado que se lo escoltara hasta la salida, Tallanvor. Con la cortesía debida. ¿A qué aguardáis?

Tallanvor miró con el rostro ceñudo la puerta tras la cual la reina consultaba a sus consejeros.

—A nada, mi señora —respondió con acritud, antes de ordenar a la escolta que emprendiera la marcha.

Las maravillas de palacio discurrieron ante Rand sin que él les prestara atención. Estaba atónito, aturdido por tantos pensamientos que se agolpaban en su cabeza sin darle tiempo a retenerlos. «No posee el físico propio de sus habitantes. Este hombre es una pieza central en todo el proceso».

La escolta se detuvo. Parpadeó, sorprendido de hallarse en el gran patio al que daba el palacio, de pie junto a las altas puertas doradas, que resplandecían bajo el sol. Aquellas puertas no se abrirían para dar paso a un solo hombre, a buen seguro no a un intruso, aun cuando la heredera de la corona solicitara un trato de huésped para él. Tallanvor corrió el cerrojo de una boca de salida, una puertecilla alojada en una de las hojas.

—Es costumbre —explicó Elayne—escoltar a los huéspedes hasta las puertas, pero no mirar cómo se alejan. Es el placer de la compañía de un invitado lo que debe recordarse y no la tristeza de la separación.

—Gracias, milady —dijo Rand, tocándose el pañuelo que rodeaba su cabeza—. Por todo. En Dos Ríos es costumbre que los invitados traigan un pequeño regalo. Me temo que no tengo nada para entregaros. Aunque —añadió secamente—, según parece, os he enseñado algo acerca de la gente de Dos Ríos.

—Si le hubiera dicho a mi madre que te encontraba atractivo, sin duda te habría encerrado en una celda. —Elayne lo honró con una deslumbrante sonrisa—. Adiós, Rand al’Thor.

Observó, boquiabierto, cómo se alejaba aquella joven versión de la belleza y majestad de Morgase.

—No intentes intercambiar palabras con ella —rió Gawyn—. Siempre saldrás perdiendo.

Rand asintió distraídamente. «¿Atractivo? ¡Luz, la heredera del trono de Andor!» Se estremeció, intentando aclarar sus ideas.

Gawyn parecía estar aguardando algo. Rand lo miró un momento.

—Milord, cuando os he dicho que era de Dos Ríos habéis mostrado sorpresa, al igual que todos los demás: vuestra madre, lord Gareth, Elaida Sedai —un escalofrío le recorrió nuevamente la columna— …—No sabía cómo concluir; ni siquiera estaba seguro qué lo había movido a sacar a colación aquella cuestión. «Soy hijo de Tam al’Thor, aunque no haya nacido en Dos Ríos».

Gawyn asintió como si hubiera estado esperando que él plantease el tema. Sin embargo, parecía dubitativo. Cuando Rand abrió la boca para retomar la pregunta no formulada, Gawyn le ofreció la respuesta.

—Envuélvete la cabeza con un shoufa, Rand, y parecerás la viva imagen de un Aiel. Es curioso, ya que madre piensa que al menos hablas como un habitante de Dos Ríos. Me habría gustado poder llegar a conocernos más, Rand al’Thor. Que la Luz te acompañe.

«Un Aiel».

Rand permaneció parado, mirando cómo Gawyn regresaba al interior del palacio hasta que una impaciente tos de Tallanvor le recordó dónde se encontraba. Se deslizó por la puertecilla, que Tallanvor cerró de golpe no bien hubo separado los talones. Afuera ya no quedaban más que desperdicios diseminados por el pavimento y algunas personas que se afanaban en sus quehaceres una vez terminada la diversión. No logró distinguir si llevaban distintivos rojos o blancos.

«Un Aiel».

Advirtió con un sobresalto que se encontraba justo enfrente de las puertas del palacio, en el preciso lugar en que Elaida lo localizaría sin dificultad cuando hubiera terminado de departir con la reina. Arrebujándose en la capa, emprendió un rápido trote, adentrándose en las calles del casco viejo. Con frecuencia miraba hacia atrás para comprobar que no lo seguía nadie, pero el trazado curvilíneo le impedía ver lo que había a más de unos metros de distancia. No obstante, recordaba con demasiada precisión los ojos de Elaida, a quien imaginaba vigilándolo. Al llegar a las puertas de la nueva ciudad, corría como una centella.

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