Primero tomó conciencia del sol, que recorría un cielo carente de nubes y asestaba sus rayos en sus ojos abiertos. Parecía avanzar a rachas; permanecía inmóvil durante días y luego se precipitaba hacia adelante, para hundirse en el horizonte arrastrando consigo la claridad diurna. «Luz, esto debería tener algún sentido». Los pensamientos le representaron una novedad. «Puedo pensar». A continuación vino el dolor, el recuerdo de una violenta fiebre, de las contusiones recibidas cuando los espasmos lo habían sacudido como a un pelele sin sostén. Y un aguijón. Un aceitoso olor a quemado le impregnaba las ventanas de la nariz y el cerebro.
Con músculos doloridos, se volvió boca abajo y se incorporó ayudado de manos y pies. Contempló, sin comprender, las grasientas cenizas sobre las cuales había yacido, las mismas cenizas diseminadas que manchaban la piedra de la cumbre de la colina. Entre los residuos carbonizados había retazos de tela de color verde oscuro, angulosos recortes que habían escapado de las llamas. «Aginor».
Sintió náuseas. Trató de cepillarse las negras pavesas prendidas en su ropa. Tambaleante, se apartó de los restos del Renegado. Sus manos sacudieron débilmente la tela, sin lograr apenas resultados. Intentó utilizar las dos a la vez y cayó de bruces. Una ladera cortada en picado descendía bajo su rostro, una lisa pared de piedra que giraba ante sus ojos, atrayéndolo hacia sus profundidades. Mareado, vomitó en el borde del precipicio.
Se arrastró temblorosamente hacia atrás, hasta tener un terreno firme bajo la cara, y entonces se volvió de espaldas y trató de recobrar el aliento. Desenfundó con esfuerzo la espada. Sólo quedaban algunas cenizas del paño rojo. La levantó hasta la altura de sus ojos con manos trémulas. Era una hoja con la marca de la garza —«¿La marca de la garza? Sí. Tam. Mi padre».—, pero de acero al fin y al cabo. Hubo de realizar tres intentos antes de lograr envainarla. «Ha habido otra cosa. O había otra espada».
—Me llamo —dijo en voz alta—Rand al’Thor. —Otros recuerdos se agolparon en su cerebro, arrancándole un gruñido—. El Oscuro —susurró para sí—. El Oscuro ha muerto. —La cautela ya no era necesaria—. Shai’tan ha muerto. —El mundo pareció estremecerse. Sacudió la cabeza, disfrutando de una silenciosa dicha, hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos—. ¡Shai’tan ha muerto! —Lanzó sus risas al cielo. Otra noción acudió a su memoria—. ¡Egwene! —Aquel nombre representaba algo importante.
Se puso en pie con dificultad, ondulándose como un sauce agitado por un vendaval, y pasó tambaleante junto a las cenizas de Aginor sin dedicarles una mirada. «Ahora ya no es importante». Cubrió el primer trecho de la pendiente, arrastrándose, y se dejó llevar por la gravedad, aferrándose de vez en cuando a los matorrales. Cuando llegó a un terreno menos accidentado, había arreciado el dolor de las magulladuras, pero halló la suficiente fuerza para mantenerse erguido. «Egwene». Echó a correr arrastrando los pies. Recibía una lluvia de hojas y pétalos de flores cada vez que tropezaba entre la maleza. «Tengo que encontrarla. ¿Quién es?»
Sus brazos y piernas parecían moverse como largas vainas vegetales en lugar de dirigirse hacia donde él quería llegar. Perdido el equilibrio, topó con un árbol y se golpeó con violencia contra el tronco. El follaje roció su cabeza mientras apretaba la cara sobre la rugosa corteza, cogiéndose de ella para no caer. «Egwene». Se apartó del árbol y emprendió de nuevo camino. Casi de inmediato se ladeó de nuevo, a punto de desplomarse, pero obligó a sus piernas a cobrar velocidad, a correr, tambaleante, aun a riesgo de perder pie y caer de bruces con cada paso que daba. Con el movimiento, sus extremidades comenzaron a responderle de nuevo. Poco a poco infundió firmeza a su marcha, coronando un altozano para volverlo a bajar. Irrumpió en el claro del bosque, que casi llenaba ahora el imponente roble que marcaba la sepultura del Hombre Verde. También había el blanco arco de piedra grabado con el antiguo símbolo de los Aes Sedai y el ennegrecido hoyo donde el viento y el fuego habían tratado en vano de atrapar a Aginor.
—¡Egwene! Egwene, ¿dónde estás? —Una hermosa muchacha, arrodillada bajo el ramaje, con el cabello lleno de flores y hojas de roble, levantó unos grandes ojos. Era esbelta y joven y parecía asustada. «Sí, ésa es ella. Desde luego»—. Egwene, gracias a la Luz que estás bien.
Había dos mujeres más con ella, una con la mirada perdida y una larga cabellera trenzada, todavía ornada con algunos narcisos blancos. La otra yacía con la cabeza recostada sobre unas capas dobladas y un vestido hecho jirones que apenas tapaba su propia capa de color azul cielo. El lujoso tejido mostraba desgarrones y orlas quemadas y su rostro estaba pálido, pero tenía los ojos abiertos. «Moraine. Sí, la Aes Sedai. Y la Zahorí, Nynaeve». Las tres, mujeres lo observaban sin pestañear.
—¿Estás bien, verdad, Egwene? No te ha causado ningún daño.
Ahora podía caminar sin dar traspiés —la visión de la muchacha lo hacía sentir dispuesto incluso a bailar, a pesar de las contusiones recibidas—, pero, aun así, sintió un gran alivio al sentarse con las piernas cruzadas junto a ellas.
—No he vuelto a verlo después de que lo empujaste… —Sus ojos miraban con incertidumbre su cara—. ¿Y tú cómo te encuentras, Rand?
—Estoy bien. —Rió. Tocó la mejilla de la muchacha, preguntándose si estaría imaginando que ella había retrocedido levemente—. Con un poco de reposo, estaré como nuevo. Nynaeve, Moraine Sedai… —Notaba extrañeza al pronunciar aquellos nombres.
Los ojos de la Zahorí aparecían gastados, envejecidos, por contraste con su lozana tez, pero la joven sacudió la cabeza.
—Un poco magullada —explicó, todavía escrutándolo con la mirada—. Moraine es la única…, la única de nosotros que ha resultado herida de consideración.
—He sufrido más daños en mi orgullo que en otra cosa —aclaró irritada la Aes Sedai, dando un tirón a la capa que le hacía las veces de manta. Su aspecto era el de una persona que acababa de padecer una larga enfermedad o que había sido sometida a grandes esfuerzos, pero, a pesar de sus oscuras ojeras, su mirada era penetrante y poderosa—. A Aginor lo ha sorprendido y enfurecido que yo lo retuviera durante tanto rato, pero, por fortuna, no ha tenido tiempo para desperdiciarlo contraatacándome. Yo misma me he sorprendido de haber sido capaz de contenerlo tanto tiempo. En la Era de Leyenda, Aginor gozaba de un poderío sólo superado por el Verdugo de la Humanidad e Ishamael.
—El Oscuro y todos los Renegados —repitió la fórmula Egwene con voz insegura—están confinados en Shayol Ghul, encarcelados por el Creador… —Exhaló un suspiro, estremeciéndose.
—Aginor y Balthamel debieron de quedar atrapados cerca de la superficie. —La voz de Moraine denotaba impaciencia, como si ya hubiera dado antes la misma explicación—. Las lacras de la prisión del Oscuro se debilitaron lo bastante como para que pudieran recobrar la libertad. Debemos de congratularnos de que sólo lo hicieran ellos dos. Si hubieran huido más, los habríamos visto.
—No importa —zanjó Rand—. Aginor y Balthamel están muertos, al igual que Shai…
—El Oscuro —lo atajó la Aes Sedai. Estuviera enferma o no, su voz era firme y su mirada autoritaria—. Es mejor que sigamos llamándolo el Oscuro. O Ba’alzemon al menos.
—Como queráis —repuso, y se encogió de hombros—. Pero está muerto. El Oscuro ha muerto. Yo lo he matado. Lo he quemado con…
Los recuerdos afluyeron a él y lo dejaron boquiabierto. «El Poder Único. He utilizado el Poder Único. Ningún hombre puede…» Se humedeció los labios, de pronto resecos. Una ráfaga de viento levantó un remolino de hojas caídas en torno a ellos, pero su gelidez no era mayor que la que imperaba en su corazón. Las tres mujeres lo miraban, lo observaban, sin siquiera pestañear. Alargó la mano hacia Egwene, y en esta ocasión no fue imaginario el retraimiento.
—Egwene…
La muchacha volvió el rostro y él dejó caer la mano. Pero de pronto Egwene se arrojó en sus brazos y hundió la cara en su pecho.
—Perdona, Rand. Lo siento. No me importa. De veras. —Sus hombros se agitaban, presumiblemente a causa de los sollozos. Rand dirigió la mirada a las otras dos mujeres por encima de su cabeza, mientras le acariciaba con torpeza el cabello.
—La Rueda gira según sus designios —dijo despacio Nynaeve—, y, sin embargo, tú todavía eres Rand al’Thor de Campo de Emond. Pero, que la Luz me asista, que la Luz nos asista a todos, eres demasiado peligroso, Rand. —Dio un respingo al percibir la tristeza, el pesar y la pérdida ya aceptada que reflejaban los ojos de la Zahorí.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Moraine—. ¡Cuéntamelo todo!
Apremiado por la fuerza de su mirada, comenzó a referir lo sucedido. Quería resumirlo, omitir detalles, pero los ojos de la Aes Sedai le sonsacaron todo. Su rostro se anegó de lágrimas cuando describió la escena en que apareció Kari al’Thor. Su madre.
—Tenía a mi madre. ¡Mi madre!
El semblante de Nynaeve expresaba compasión y dolor, pero los ojos de la Aes Sedai lo condujeron de modo insoslayable a explicar cómo había blandido la espada de la Luz, cortado la cuerda negra y provocado las llamas que habían consumido a Ba’alzemon. Egwene aumentó la presión de sus brazos sobre él, como si quisiera rescatarlo de lo acaecido.
—No he sido yo —concluyó Rand—. La Luz… me ha guiado. No era realmente yo. ¿No acarrea ello alguna diferencia?
—Lo sospeché desde un principio —afirmó Moraine—. No obstante, las sospechas no son pruebas de valor. Después de haberte dado el símbolo vinculante, la moneda, debieras haber demostrado mayor disposición a acatar mis deseos, pero te has resistido, los has cuestionado. Aquello me pareció significativo, pero no concluyente. La raza de Manetheren siempre ha sido obstinada y ello fue en aumento después de que pereciera Aemon y el corazón de Eldrene se rompiera en pedazos. Después estaba Bela.
—¿Bela? —se extrañó. «Nada acarreará ninguna diferencia».
—En la Colina del Vigía, Bela no precisó que yo la liberara de la fatiga; alguien lo había hecho ya. Habría podido tomarle la delantera a Mandarb aquella noche. Habría debido reflexionar acerca de quién era el jinete de Bela. Con los trollocs pisándonos los talones, un Draghkar que sobrevolaba el cielo y un Semihombre cuya ubicación sólo conocía la Luz, debiste temer que Egwene quedara rezagada. Tenías una necesidad más apremiante que las que habías experimentado en toda tu vida y acudiste a lo único que podía ayudarte: saidin.
Se estremeció. Tenía tanto frío que le dolían los dedos.
—Si no vuelvo a hacerlo, si nunca establezco contacto otra vez, no… —Fue incapaz de decirlo en voz alta. «Enloqueceré. Atraeré a la tierra y la gente que me rodea a una vorágine de locura. Moriré, descomponiéndome aún en vida».
—Tal vez —repuso Moraine—. Sería mucho más sencillo si hubiera alguien capaz de enseñarte, pero es factible, con un supremo esfuerzo de la voluntad.
—Vos podéis enseñarme. Sin duda, vos… —Se detuvo al ver que la Aes Sedai sacudía la cabeza.
—¿Es capaz un gato de dar clases a un perro sobre cómo hay que trepar a los árboles, Rand? ¿Puede un pez enseñar a nadar a un pájaro? Yo conozco el saidar, pero no me es posible instruirte en el saidin. Quienes habrían podido hacerlo yacen en sus tumbas desde hace tres milenios. Quizá seas lo bastante tenaz, sin embargo. Acaso tu voluntad disponga de la fuerza necesaria.
Egwene se incorporó y enjugó sus ojos enrojecidos con el dorso de la mano. Parecía que iba a decir algo, pero, cuando abrió la boca, no articuló ningún sonido. «Al menos no se aparta de mí. Al menos puede mirarme sin ponerse a gritar».
—¿Y los demás? —preguntó.
—Lan los ha llevado a la caverna —respondió Nynaeve—. El Ojo ha desaparecido, pero hay algo en el centro del estanque, una columna de cristal y unos escalones que llevan hasta ella. Mat y Perrin querían salir a buscarte, y Loial también, pero Moraine ha dicho… —Miró de soslayo a la Aes Sedai, azorada, y ésta le devolvió tranquilamente la mirada—. Ha dicho que no debíamos molestarte mientras estabas…
Se le atenazó la garganta hasta el punto de dificultarle la respiración. «¿Volverán la cara ante mí igual que lo ha hecho Egwene? ¿Se pondrán a gritar y a correr como si yo fuera un Fado?» Moraine tomó la palabra, como si no hubiera advertido la sangre que afluía a su rostro.
—Había una vasta acumulación de Poder Único en el Ojo. Aun en la Era de Leyenda, pocos habrían sido capaces de canalizar tamaña cantidad sin disponer de asistencia y no acabar destruidos. Muy pocos.
—¿Se lo habéis dicho? —inquirió con voz ronca—. Si todos lo saben…
—Únicamente Lan —lo apaciguó la Aes Sedai—. Él debe saberlo. Y Nynaeve y Egwene, teniendo en cuenta lo que son y lo que devendrán. Los demás no es necesario que lo sepan todavía.
—¿Por qué no? —La carraspera tornó áspera su voz—. Querréis amansarme, ¿verdad? ¿No es eso lo que hacen las Aes Sedai con los hombres capaces de usar el Poder? ¿Cambiarlos para que no puedan hacerlo? ¿Neutralizarlos? Thom dijo que los hombres que han sido amansados mueren porque pierden las ganas de vivir. ¿Por qué no me habláis de la perspectiva de llevarme a Tar Valon a que me domen?
—Tú eres ta’veren —replicó Moraine—. Tal vez el Entramado no haya acabado de urdirse en torno a ti.
—En los sueños —rememoró Rand, irguiendo la espalda—, Ba’alzemon afirmó que Tar Valon y la Sede Amyrlin tratarían de utilizarme. Mencionó nombres, que ahora recuerdo perfectamente: Raolin Perdición del Oscuro, Guaire Amalasan, Yurian Arco Pétreo, Davian, Logain. —El último fue el que más le costó pronunciar. Nynaeve mudó el semblante y Egwene emitió una exhalación, pero él continuó con furia—. Todos son falsos Dragones. No intentéis negarlo. Bien, yo no me prestaré a ser utilizado. No soy una herramienta que podáis tirar a la basura cuando ya esté gastada.
—Una herramienta forjada para una finalidad específica no se corroe si se utiliza para dicha finalidad. —La voz de Moraine sonaba tan ronca como la suya—, pero el hombre que dé crédito al Padre de las Mentiras está menguando su espíritu. Dices que no quieres ser utilizado y luego dejas que el Oscuro determine tus pasos como un sabueso cuyos lazos suelta su amo para que corra tras un conejo.
Apretó los puños, volviendo el rostro. Aquello se parecía demasiado a lo que había dicho Ba’alzemon.
—No soy el sabueso de nadie. ¿Me oís? ¡De nadie!
Loial y los demás aparecieron bajo la arcada y Rand se levantó, mirando a Moraine.
—No lo sabrán —lo tranquilizó la Aes Sedai—hasta que el Entramado lo propicie.
Sus amigos se aproximaron, encabezados por Lan, quien parecía tan fuerte como siempre, pero algo fatigado. Llevaba las sienes cubiertas por uno de los vendajes de Nynaeve y caminaba con la espalda rígida. Tras él, Loial acarreaba un gran arcón de oro, profusamente adornado con engastaduras de plata. Nadie que no fuera un Ogier habría podido levantarlo sin disponer de ayuda. Perrin rodeaba con los brazos un gran fardo de tela blanca y Mat llevaba en los cuencos de las manos lo que semejaban ser fragmentos de loza.
—Después de todo estás realmente vivo. —Mat soltó una carcajada y luego su semblante se ensombreció y ladeó la cabeza en dirección a Moraine—. No nos ha dejado ir a buscarte. Decía que debíamos encontrar lo que ocultaba el Ojo. Yo habría ido de todos modos, pero Nynaeve y Egwene la han apoyado y por poco me hacen entrar a empellones en el túnel.
—Ahora estás aquí —dijo Perrin— y no demasiado vapuleado, a juzgar por tu aspecto. —Sus ojos no relucían ahora, pero los iris estaban completamente amarillos—. Eso es lo que cuenta. Que estás aquí, y que hemos terminado con lo que vinimos a hacer, fuera lo que fuese. Moraine Sedai dice que hemos terminado y que podemos marcharnos. A casa, Rand. Que la Luz me consuma, si no tengo ganas de volver a casa.
—Me alegra verte vivo, pastor —lo saludó bruscamente Lan—. Ya he visto cómo agarrabas la espada. Tal vez ahora aprendas a utilizarla. —Rand sintió un súbito arrebato de afecto por el Guardián; él lo sabía, pero, al menos exteriormente, se comportaba igual. Era posible que tal vez, en su interior, Lan no había modificado la opinión que él le merecía.
—Debo admitir —confesó Loial, depositando el arcón en el suelo—que viajar con ta’veren ha resultado ser aún más interesante de lo que esperaba. —Sus orejas se agitaron—. Si se vuelve un poco más interesante, regresaré de inmediato al stedding Shangtai, confesaré todas mis peripecias al abuelo Halan y no volveré a apartarme de mis libros nunca más. —De pronto el Ogier sonrió, dividiendo en dos el rostro con su enorme boca—. Es un placer volver a verte, Rand al’Thor. El Guardián es el único de los tres a quien le importan algo los libros y no quiere hablar de ese tema. ¿Qué te ha pasado? Todos hemos echado a correr y hemos estado escondidos en el bosque hasta que Moraine Sedai ha enviado a Lan a buscarnos, pero no nos ha permitido intentar dar contigo. ¿Por qué te has ausentado tanto rato, Rand?
—He corrido sin cesar —respondió lentamente—hasta que he caído por la ladera de una colina y me he golpeado la cabeza en una roca. Creo que me he topado con todas las piedras que había en la pendiente. —Aquello explicaría los morados y magulladuras. Observó a la Aes Sedai, Nynaeve y Egwene, pero éstas mantenían la expresión imperturbable—. Cuando he recobrado la conciencia, no sabía dónde estaba; luego he llegado a trompicones hasta aquí. Me parece que Aginor ha muerto, quemado. He encontrado cenizas y trozos de su capa.
Las mentiras sonaban huecas en su cerebro. No comprendía cómo no se echaban a reír con desdén y le exigían la verdad. Sin embargo, sus amigos asintieron con la cabeza, aceptando su explicación, mientras se reunían en torno a la Aes Sedai para mostrarle sus hallazgos.
—Ayudadme a incorporarme —pidió Moraine. Nynaeve y Egwene la levantaron; una vez sentada todavía hubieron de sostenerla.
—¿Cómo es posible que estos objetos estuvieran en el Ojo —preguntó Mat—y no se destruyeran como aquella roca?
—No los pusieron allí para que fueran destruidos —repuso lacónicamente la Aes Sedai, disuadiéndolos con su expresión ceñuda de hacer más preguntas.
Entonces tomó los fragmentos de brillante cerámica blanca y negra que le tendía Mat. A Rand no le parecieron más que desperdicios, pero Moraine los juntó con habilidad en el suelo y formó un perfecto círculo del tamaño de la cabeza de un hombre. El antiguo símbolo de los Aes Sedai, la Llama de Tar Valon unida con el Colmillo del Dragón, con el color negro al lado del blanco. Por un momento Moraine se limitó a observarlo con rostro inescrutable y después sacó el cuchillo prendido a su cinto y lo entregó a Lan, señalando el círculo con la cabeza.
El Guardián separó el pedazo mayor y luego levantó el cuchillo y lo descargó con todas sus fuerzas. El fragmento saltó despidiendo chispas a causa de la potencia del golpe y la hoja se partió con un chasquido. Examinó el pedazo que aún estaba unido a la empuñadura y luego lo arrojó.
—El mejor acero de Tear —comentó secamente.
Mat recogió el fragmento, soltó un gruñido y después lo enseñó a los demás. No tenía ni la más leve marca.
—Cuendillar —dijo Moraine—. Piedra del corazón. Nadie ha sido capaz de fabricarla desde la Era de Leyenda e incluso entonces únicamente se elaboraba para grandes propósitos. Una vez forjada, nada puede romperla. Ni el propio Poder Único esgrimido por los más avezados Aes Sedai que hayan existido ayudados por los más poderosos sa’angreal que jamás se hayan creado. Todo poder dirigido contra la piedra del corazón no hace más fortalecerla.
—¿Entonces cómo…? —Mat señaló con el pedazo que asía los trozos depositados en el suelo.
—Éste era uno de los siete sellos que cerraban la prisión del Oscuro —explicó Moraine.
Mat dejó caer la pieza como si le quemara la mano. Por un instante, los ojos de Perrin adoptaron de nuevo su fulgor. La Aes Sedai comenzó a recoger tranquilamente los fragmentos.
—Ya no importa —concluyó Rand. Sus amigos lo miraron de una manera extraña, haciéndole desear haber sabido mantener la boca cerrada.
—Desde luego —confirmó Moraine que, sin embargo, introdujo con cuidado los pedazos en su bolsillo—. Traedme el arca. —Loial la acercó.
El achatado cubo de oro y plata parecía sólido, pero los dedos de la Aes Sedai recorrieron sus intrincados repujados, presionando, y de pronto se levantó una cubierta como accionada por un resorte. Un curvado cuerno de oro reposaba en su interior. A pesar de su brillo, parecía ordinario en comparación con el arcón que lo contenía. Sólo tenía una inscripción en plata, engastada a su alrededor. Moraine alzó el cuerno con tanto amor como si se tratara de un niño.
—Esto debe llevarse a Illian —aseveró en voz baja.
—¡Illian! —gruñó Perrin—. Eso está casi al lado del Mar de las Tormentas, casi tan lejos de nuestro pueblo por el sur como lo estamos ahora por el norte.
—¿Es…? —Loial se detuvo para recobrar aliento—. ¿Puede ser…?
—¿Sabes leer la Antigua Lengua? —le preguntó Moraine; al asentir él, ella le entregó el cuerno.
El Ogier lo tomó tan delicadamente como lo había hecho ella, acariciando la inscripción con uno de sus grandes dedos. Sus ojos fueron abriéndose más y más y sus orejas se pusieron enhiestas.
—Tia mi aven Moridin isainde vadin —susurró—. La tumba no constituye una frontera a mi llamada.
—El Cuerno de Valere. —Por una vez el Guardián dio muestras de turbación; había un asomo de reverencia en su voz.
—Para llamar a los héroes de las eras pasadas a que regresen del reino de la muerte para combatir al Oscuro —dijo Nynaeve con voz temblorosa.
—¡Diantre! —musitó Mat.
Loial volvió a depositar reverentemente el cuerno en su nido dorado.
—Estoy comenzando a preguntarme algo —declaró Moraine—. El Ojo del Mundo se creó para contrarrestar la peor amenaza a que debía enfrentarse el mundo, pero ¿lo hicieron con la finalidad de darle el uso que… nosotros… le hemos dado, o para custodiar estos objetos? Rápido, enseñadme el último.
Después de haber visto los dos anteriores, Rand comprendía muy bien la aprensión de Perrin. Ante su vacilación, Lan y el Ogier recogieron de sus brazos la tela blanca y la desdoblaron entre ambos. Un largo pendón blanco se extendió y se pandeó hacia el cielo. Rand lo observó, petrificado. Parecía formar una sola pieza que no estaba tejida, teñida ni pintada. Una figura similar a una serpiente, con escamas escarlata y doradas, ocupaba toda su longitud, pero tenía piernas escamosas y unos pies coronados por cinco largas garras doradas, y una enorme cabeza con una crin dorada y unos ojos semejantes al sol. El viento que lo zarandeaba parecía conferir movimiento a la criatura, cuyas escamas resplandecían como gemas y preciados metales, y cuyo aspecto vital le hacía casi imaginar que escuchaba sus desafiantes rugidos.
—¿Qué es? —inquirió.
—El estandarte del Señor de la Mañana cuando condujo las fuerzas de la Luz para enfrentarse con la Sombra —repuso Moraine—. El estandarte de Lews Therin Telamon. La bandera del Dragón. —Loial casi soltó una de sus esquinas.
—¡Diantre! —exclamó en voz baja Mat.
—Nos llevaremos estas cosas al marcharnos —decidió Moraine—. No las pusieron aquí por azar y debo averiguar más detalles al respecto. —Sus dedos rozaron la bolsa que contenía los pedazos del sello quebrado—. Es demasiado tarde para emprender camino ahora. Descansaremos y comeremos, pero partiremos temprano. La Llaga se encuentra por doquier aquí, a diferencia de las cercanías de la frontera, irradiando su fuerza. Sin el Hombre Verde, este lugar no podrá resistir por mucho tiempo. Depositadme en el suelo —indicó a Nynaeve y Egwene—. Debo reposar.
Rand cobró conciencia de lo que había estado viendo durante aquel rato, sin percibirlo. Hojas muertas, resecas que caían del gran roble. Hojas muertas que susurraban con la brisa que agitaba la espesa capa acumulada sobre la tierra, en la que se entremezclaban pétalos caídos de miles de flores. El Hombre Verde había contenido la Llaga, pero ésta ya estaba marchitando su obra.
—Se ha acabado, ¿verdad? —preguntó a Moraine—. Ha concluido.
La Aes Sedai giró su cabeza, apoyada en su almohada de capas. Sus ojos parecían tan profundos como el Ojo del Mundo.
—Hemos realizado lo que vinimos a hacer aquí. De ahora en adelante puedes vivir tu vida según la teja el Entramado. Come y luego duerme, Rand al’Thor. Duerme y sueña con tu hogar.